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DISCÍPULOS DE JESÚS por Miguel Payá Andrés |
. | CAPÍTULO III EL EVANGELIO DE LOS POBRES Para comprender en toda su profundidad el núcleo central del mensaje de Jesús, el Reino de Dios como intervención liberadora y gratuita de Dios que hace posible una nueva forma de vivir, es necesario descubrir cuáles son los destinatarios privilegiados de ese mensaje. 1. El Reino, Buena Noticia para los pobres
La Buena Noticia del Reino anunciada por Jesús, supone la victoria sobre el mal físico, psíquico y espiritual, es decir, sobre todo lo que impide al hombre desarrollarse plenamente según el plan de Dios. Y esa victoria brilla especialmente en los más débiles, en los que experimentan en su propia carne la esclavitud de la pobreza, la marginación, la enfermedad o el pecado. Por eso Jesús no es neutral ante las necesidades e injusticias que encuentra. Siempre está de parte de los que más ayuda necesitan para ser hombres libres. No ofrece dinero, cultura, poder, armas o seguridad, pero su vida es una Buena Noticia para todo el que busca liberación. Cura, sana y reconstruye a los hombres, liberándolos del poder inexplicable del mal. Contagia su esperanza a los perdidos, a los desalentados y a los últimos, convenciéndoles de que están llamados a disfrutar la fiesta final de Dios. Desde su fe en un Dios Padre que busca la liberación del hombre, Jesús ofrece a todos esperanza para enfrentarse al problema de la vida y al misterio de la muerte. En su predicación, el anuncio de la salvación se convierte en experiencia inmediata de salud física, libertad psicológica y liberación espiritual. No es de extrañar, pues, que Jesús cuidara especialmente a determinadas categorías de personas, que representaban la máxima debilidad humana en las circunstancias concretas de su país: pobres, enfermos, mujeres, niños y pecadores. 2. Jesús acoge a los pobres y marginados Siempre es demasiado larga la lista de los pobres e indigentes en toda época y en toda sociedad. Jesús se encontró con dos capas sociales de pobreza con distintas características económicas y hasta morales:
3. Jesús cura a los enfermos La actividad sanadora de Jesús es impresionante en su extensión y en su variedad: «Jesús recorría toda Galilea predicando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama llegó a toda Siria; y le traían todos los pacientes aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba» (Mt 4,23- 24). Son muy numerosos los casos de curación que los Evangelios describen con todo detalle: paralíticos, ciegos, sordomudos, epilépticos, hidrópicos, encorvados, etc. En la creencia tradicional judía, la enfermedad era un efecto del pecado. Jesús contradice esta interpretación en la escena del ciego de nacimiento (cf. Jn 9,3). Él cura a los enfermos por compasión y, sobre todo, como signo que manifiesta que él ha venido a restablecer al hombre en su plena dignidad y salud. Las enfermedades físicas se convierten para él en símbolos de incapacidades profundas del hombre: esclavitud interior, ceguera para conocer la verdad, sordera para escuchar a Dios. Jesús, al curar las enfermedades físicas, se presenta como el restaurador de todas las capacidades del hombre, como el que da la vida en plenitud. También se pensaba en aquel tiempo que algunas enfermedades psíquicas eran consecuencia de una posesión diabólica. Jesús, en este caso, no se detiene a distinguir. Aprovecha la creencia común y presenta la curación de los endemoniados como una victoria sobre el adversario del bien del hombre: su poder es superior al de Satanás. 4. Jesús honra a las mujeres La actitud de Jesús ante las mujeres es un ejemplo más de su acogida recreadora a los oprimidos y marginados. El testimonio evangélico es unánime: Jesús acogió a las mujeres, las estimó, las respetó y valoró. Le tocó vivir en una sociedad y una cultura androcéntrica y discriminatoria de la mujer, que era hostigada y humillada en sus derechos fundamentales de persona: la mujer era propiedad, primero, del padre y, después, del marido; no tenía el derecho de atestiguar; no podía aprender la Torá En este ambiente, Jesús actuó sin animosidad, pero con libertad y coraje. Se acerca a las mujeres, las cura, no discrimina a las extranjeras (sana a la mujer sirofenicia: Mc 7,24-30), supera el tabú de su impureza legal (cura a la hemorroisa: Mc 5,34), las pone como ejemplo (elogia a la pobre viuda: Mc 12,41-44), cultiva la amistad con ellas (tiene familiaridad con Marta y María: Lc 10,38-42). Y una novedad nunca vista es su actitud misericordiosa hacia aquellas mujeres que eran despreciadas por ser pecadoras o adúlteras, como la pecadora pública que le unge los pies (Lc 7,37-47) o la mujer sorprendida en flagrante adulterio (cf. Jn 8,1-11). Más importante aún es el hecho de que, para Jesús, la mujer es igualmente capaz, como el hombre, de penetrar las grandes verdades, de aceptarlas, vivirlas y, a su vez, de anunciarlas a otros. Así, la samaritana, mujer de conducta irregular, se hace discípula y mensajera entre los habitantes de su aldea (cf. Jn 4,27-42). Y es una mujer, Marta, la que, como Pedro, emite la profesión de fe más entusiasta y radical: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que tenía que venir al mundo» (Jn 11,27). Es evidente que, con Jesús, las mujeres llegan a su mayoría de edad y vencen la segregación de aquella cultura. Un grupo de ellas le siguieron como discípulas desde el principio (cf. Lc 8,1-3) y fueron capaces de acompañarlo hasta la cruz, sin traicionarlo (cf. Mc 15,40- 41). Como premio de esta fidelidad, Jesús les concedió el privilegio y la alegría de ser las primeras anunciadoras de su resurrección (cf. Mt 28,1-8). La fuente de este comportamiento de Jesús con las mujeres, no es la cultura de su tiempo, fuertemente machista, ni la simple oposición a tal cultura, sino la verdad de la creación y de la redención. Jesús sabe y enseña que el hombre y la mujer han sido creados por Dios a imagen suya y, por tanto, que tienen la misma dignidad y nobleza. Sabe también que la persona humana, hombre y mujer, ha sido desfigurada por el pecado y ha sido restaurada por el misterio de su encarnación. Es en Jesús donde el hombre y la mujer recuperan el esplendor de auténtica imagen de Dios. Como concluirá San Pablo, en Jesús «ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres» (Gál 3,28). 5. Jesús acoge y defiende a los niños Jesús tiene un comportamiento original con los niños, que contrasta también con la cultura de su tiempo. Los griegos y los romanos consideraban al niño como un ser sin derecho alguno, que era propiedad de sus padres. Abandonaban o eliminaban sin piedad a los niños enfermos, lisiados o a las niñas no deseadas. También la tradición hebrea tenía una escasa consideración a los pequeños, viendo en ellos más bien las deficiencias e imperfecciones de un ser inmaduro y frágil. Desde luego, ningún rabino que se preciara perdía su tiempo educando a los niños. Esta tarea quedaba absolutamente reservada a la familia. En este clima, sorprende la actitud de Jesús. En primer lugar, para él, los pequeños son los que mejor comprenden las cosas divinas, y por eso le gusta tenerlos como oyentes y bendecirlos: «Entonces le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase. Los discípulos les regañaban, pero Jesús dijo: Dejad a los niños y no les impidáis que vengan a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos» (Mt 19,14). No es extraño, pues, que las gentes vayan a oír a Jesús con los niños, como aparece en la escena de la multiplicación de los panes. Pero Jesús, no sólo valora la capacidad del niño para entender a Dios, sino que lo pone como modelo de discípulo. Ya lo hemos visto en la respuesta de la escena anterior: «De los que son como ellos es el Reino de los cielos». Jesús insistirá otra vez: «Os digo que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos» (Mt 18,3-4). Y Jesús da aún un paso más. El niño, para él, es una imagen privilegiada de sí mismo e incluso del Padre: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí» (Mt 18,5). Y en otro lugar: «El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado» (Mc 9,37). Desde esta valoración se comprende la dura reacción de Jesús ante cualquier daño que se pueda causar a un niño: «El que escandaliza, aunque sea a uno solo de estos pequeños que creen en mí, mejor es que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y lo hundan en lo profundo del mar» (Mt 18,6). ¿Cuáles pueden ser los motivos de este aprecio tan grande de Jesús hacia los niños? El primero es que Jesús ha vivido en primera persona la experiencia de ser niño (la comunidad cristiana ha venerado siempre con una inefable ternura al niño Jesús). Ha sido «infante», sin palabra, él, que era la Palabra; ha sido débil, él, que era el Omnipotente; ha sido obediente a María y a José, él que era Señor de todo; ha sido fragmento del tiempo, él, que era la eternidad. Jesús ha experimentado la ternura maternal de María y la protección de José. Sabe que ser niño quiere decir abandonarse enteramente a los otros, depender de los otros, aprender de los otros. Y por eso, al exaltar a los niños, Jesús no exalta la inmadurez y la imperfección, sino la inocencia, la confianza y la simplicidad. Y cree que estas actitudes deben conformar siempre al cristiano adulto. Pero hay un segundo motivo del aprecio de Jesús a los niños. Él es el Hijo del Padre. Aunque va creciendo, permanece por toda la eternidad como el Hijo, aquel que está en el seno del Padre, entre los brazos de la caridad divina. Y esta es la gran motivación teológica que impulsa a Jesús a dictar la ley del niño. Todos nosotros somos y permanecemos hijos del Padre, protegidos por la gran misericordia y caridad del Padre. La familia humana, creada por Dios, es una familia de hijos de Dios y de hermanos en Cristo. Por eso, «el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10,15). Al finalizar esta descripción de la actitud de Jesús ante la pobreza y la marginación de su tiempo, no podemos olvidar otra enseñanza decisiva. El premio de la comunión eterna con Dios dependerá precisamente de la acogida a Jesús en los hermanos necesitados: «Venid vosotros, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,34-40). 6. Hacerse pobre por el Reino De la pobreza como realidad en la que brilla la victoria de Dios, Jesús pasa a la pobreza como actitud necesaria para participar en el Reino. Así lo vemos en la primera bienaventuranza, que, de alguna manera, las sintetiza todas: «Dichosos los que eligen ser pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3). ¿En qué consiste esa pobreza voluntaria? En no poner la confianza en las riquezas sino en Dios. El Evangelio contrapone la pobreza a la codicia como dos maneras fundamentales de entender la vida. Y explica las consecuencias de ambas opciones. a) Efectos que produce la codicia
b) Efectos que produce la pobreza
7. Jesús salva lo que está perdido Hemos dejado para el final la actitud de Jesús ante la pobreza a la vez más universal y más radical: la del pecado, es decir, la de aquellos que se encuentran en una situación de enemistad con Dios. Para Jesús, en efecto, el pecado es la miseria más grande porque pervierte al hombre y le coloca en la situación de malograr definitivamente su destino, de no entrar en el Reino de Dios para el que está creado. El pecado, según Jesús, no es una simple equivocación ni una influencia externa del ambiente, sino una decisión libre que sale del corazón del hombre (cf. Mc 7,14-23). Jesús hace a cada persona responsable de su vida. Todos y en cada momento podemos decir sí o no a Dios. Por eso, el problema que más le preocupa en el hombre es el del pecado, raíz de todos los demás males. Pero hay que decir enseguida que Jesús no presenta a un Dios vengador de maldades, que necesitara defenderse a sí mismo castigando y fulminando a los pecadores, sino a un Dios-médico, lleno de compasión y misericordia, que quiere curar las heridas con las que el pecado nos ha marcado a todos en lo más profundo, para lograr que un día nos sentemos juntos en el banquete de su Reino. Este rostro misericordioso de Dios, Jesús lo muestra de cuatro maneras fundamentales:
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