DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

VOCACIÓN FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap.


Capítulo 10:
LA «POBREZA Y HUMILDAD
DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO»
[1]

San Francisco no dio una definición de la pobreza. No era hombre de definiciones. Como todo carismático, se producía por medio de actitudes concretas, modos de vida. A la pregunta, ¿qué es la pobreza?, responde: es la pobreza de nuestro Señor Jesucristo. Una vida, la vida pobre del «Hijo de Dios altísimo» tal como él la ha descubierto a través del hermano pobre y tal como la capta en el Evangelio. Pero en esa vida la pobreza aparece unida al anonadamiento y a la humillación del Siervo, hecho semejante en todo a sus hermanos (Hb 2,17); por lo mismo, Francisco junta invariablemente esos dos elementos: «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo». Lo propio hace santa Clara en todos sus escritos.[2]

Hoy, con la teología bíblica de la Encarnación, designamos ese binomio del misterio pobreza-humildad del Dios-Hombre con el término kénosis, anonadamiento (cf. Fil 2,6-7). No podemos formarnos una idea exacta de la pobreza franciscana sin acercarnos, con el mismo espíritu de san Francisco, aunque con más rica información exegética, a la fuente donde él la bebió.

La voz de los pobres de Yahvé -los rectos, los despreciados, los que tienen puesta su esperanza en las promesas y en la salud que viene de Él-, la escuchaba Francisco en los textos litúrgicos tomados del Antiguo Testamento: «Cantaba con más encendido fervor y júbilo más desbordante los salmos en que se celebra la pobreza, como aquél: La esperanza de los pobres no se perderá para siempre (Sal 9,19), y el otro: Véanlo los pobres y alégrense (Sal 68,33)».[3]

«EL SEÑOR SE HIZO POBRE POR NOSOTROS
EN ESTE MUNDO»
(2 R 6,3)

Pero donde mejor aparece la intuición del sentido teológico de la pobreza voluntaria es en su modo personal de leer los textos del Nuevo Testamento.

La pobreza que ha hallado Francisco no es un sistema de vida ascética, como el que ya estaba acuñado en el monaquismo tradicional, ni un programa de reforma de la Iglesia, como los que sacudían a la sazón la sociedad cristiana, bajo la consigna de la vuelta al Evangelio, ni siquiera un medio de testimonio, necesario para hacer frente a los herejes reformadores y para volver a la sinceridad cristiana, que fue el móvil de la vida de pobreza abrazada por santo Domingo. La pobreza de Francisco es fruto de un amor. Y más que un medio para amar perfectamente, es una consecuencia del amor que ya se da, el misterio de la presencia de Cristo en el pobre, que obra en quien se iguala a éste.

El impulso caballeresco, es cierto, llevó muy pronto a Francisco a idealizar la pobreza como norte de su vida. Pero Dama santa Pobreza no es una abstracción; sigue siendo una vida, la del Cristo y la de todo necesitado. Si la ama con un afecto tan apasionado es porque ve en ella la esposa del altísimo Hijo de Dios, abandonada y despreciada, siendo reina, desde que el Rey se ausentó (2 Cel 16; cf. TC 50). Sólo una literatura tardía daría personificación de mito a no sé qué desposorio de Francisco con la pobreza, poetización que no había de favorecer la auténtica espiritualidad franciscana.[4]

La fidelidad de Francisco a la «altísima pobreza»[5] no es, en realidad, sino la adhesión al «Verbo del Padre, que siendo tan digno, tan santo y glorioso, tomó de las entrañas de la santa Virgen la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Él, siendo rico (2 Cor 8,9), quiso, por encima de todo, escoger con su bienaventurada Madre, la pobreza» (2CtaF 4-5; cf. 1CtaCl 15-17).

He aquí el mysterium paupertatis captado en toda su profundidad teológica. De aquí recibe la pobreza su celsitud regia, que ella comunica a los que la abrazan, haciendo de ellos «herederos y reyes del reino de los cielos» (2 R 6,4), porque Jesús ha dicho que el Reino es de los pobres. «Yo considero -decía Francisco al cardenal Hugolino- como dignidad regia e insigne nobleza el seguir a aquel Señor que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros» (2 Cel 73; cf. LP 97). Y a sus compañeros que se avergonzaban de ir por la limosna, les decía: «Hermanos carísimos: el Hijo de Dios era más noble que nosotros, y se hizo pobre por nosotros en este mundo. Por su amor hemos escogido el camino de la pobreza; no hemos de avergonzarnos» (2 Cel 74; LP 51; cf. 1 R 9,4-5).

Es la motivación central del capítulo sexto de la Regla definitiva: «Él Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo». La vida de Jesús la ve Francisco a través del prisma de la pobreza; sobre todo, en los dos momentos en que esa pobreza redentora significa anonadamiento y humillación: Belén, que le habla de la penuria de la «pobrecilla Virgen» y de ese modo de introducirse el Hijo de Dios en la realidad humana; y el Calvario, donde la pobreza acompaña al Salvador hasta lo alto de la cruz, misterio de «exinanición» que el Poverello contempla exinanitus totus, «todo anonadado» (1 Cel 71; 2 Cel 83 y 100). La pobreza-anonadamiento, misterio perpetuo en el pueblo de Dios, la percibe en la Eucaristía, donde «cada día el Hijo de Dios se humilla lo mismo que cuando vino desde el trono real al seno de la Virgen; cada día viene a nosotros bajo humildes apariencias...» (Adm 1,16-17). Penetrado de la realidad de esta pobreza, esposa fiel de Cristo en su presencia terrena, sensibilizada tantas veces por la incuria de los hombres, Francisco trata de socorrer al Pobre por excelencia, promoviendo una campaña para lograr que el Cuerpo del Señor no siga colocado «pobrísimamente» en lugares indignos de Él.

«Seguir la doctrina y las huellas» de Cristo es, ante todo, abrazar su pobreza, un derecho anterior a cualquier otro compromiso humano (CtaL 3-4). No será otra la recomendación última a las damas pobres:

«Yo, fray Francisco, el pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin. Y os ruego, señoras mías, y os recomiendo que viváis siempre en esa misma santísima vida y pobreza, guardándoos mucho de apartaros de ella jamás en manera alguna por enseñanza o consejo de quien sea».

Clara sería fiel, heroicamente fiel, a la herencia del Padre en su Regla, en su Testamento, en sus cartas, y en el tenor de vida observado en San Damián.

«Cuando oyó que san Francisco había escogido el camino de la pobreza -declara en el proceso un antiguo servidor de los Favarone- decidió en su corazón hacer lo mismo» (Proc 20,6). Y se hizo pobre. Dejó el palacio de su noble familia, «una de las más rumbosas y dispendiosas de la ciudad» (Proc 20,3); se confió al pobre Crucificado mediante la obediencia prometida a Francisco; y después hizo vender su patrimonio personal y distribuir el producto a los pobres, conforme a «la palabra del santo Evangelio» (RCl 2,8), afrontando con decisión la oposición de los suyos.[6] Lo propio hicieron sus hermanas Inés y Beatriz y todas las demás que le siguieron: ninguna llevaba consigo a San Damián otra cosa que su persona, esto es, una voluntad sincera de seguir a Cristo en pobreza total. El grupo mismo se comprometía a experimentar cada día la pobreza liberadora, viviendo del trabajo y de la «mesa del Señor».

Obligada a profesar la regla benedictina, que supone un monasterio bien protegido con posesiones y rentas, se apresuró a obtener de Inocencio III el singular Privilegio de la pobreza, que después haría confirmar por cada uno de los sucesores. He aquí las principales cláusulas del mismo, sugeridas por la misma Clara al Papa:

«Deseando dedicaros únicamente al Señor, habéis renunciado al afán de los bienes terrenos. Por lo tanto, después de haber vendido y distribuido todo a los pobres, os proponéis no tener posesión alguna en absoluto, para seguir en todo las huellas de aquel que por nosotros se ha hecho pobre, camino, verdad y vida. Y no es parte a retraeros de esta decisión la privación de tantas cosas, ya que (...) aquel que alimenta los pájaros del cielo y viste los lirios del campo, cuidará de que no os falte alimento y vestido... Así pues, conforme a vuestra súplica, confirmamos con autoridad apostólica vuestra decisión de altísima pobreza, concediéndoos, en virtud de las presentes letras, que nadie os pueda forzar a recibir posesiones».[7]

Como se expresa Clara en su Testamento, se trata de un compromiso asumido «ante el Señor y ante nuestro padre san Francisco» (TestCl 40); una herencia a la que ella quiere permanecer fiel, resistiendo incluso a la autoridad suprema de la Iglesia, con humildad y sumisión, pero con firmeza (LCl 14). Esa misma firmeza pide a su hija espiritual Inés de Praga. En la primera carta se congratula con ella por su decisión de renunciar a todo haciéndose pobre por amor del Esposo divino, y entona un verdadero himno a la pobreza:

«¡Oh pobreza dichosa, que granjea riquezas eternas a quienes la aman y la abrazan! ¡Oh pobreza santa: a quienes la poseen y la desean Dios promete el reino de los cielos y ofrece la garantía de la gloria eterna y de la vida bienaventurada! ¡Oh pobreza piadosa, que se dignó abrazar, por encima de todo, el Señor Jesucristo, en cuyo poder estaban y están el cielo y la tierra...!» (1CtaCl 15-17).

En la segunda carta sentimos vibrar la emoción de la «pianticella» cada vez que leía la última voluntad de Francisco:

«No des crédito ni prestes atención a nadie que intente desviarte de tu propósito o ponerte estorbos en este camino... Y si alguno te dice o te insinúa otra cosa..., ¡con todos los respetos, no le hagas caso, sino abrázate, virgen pobrecilla, al Cristo pobre!» (2CtaCl 14 y 17-18).

Si se resolvió a escribir su Testamento después de la promulgación de la Regla de Inocencio IV (1247), fue precisamente porque quería asegurar, después de su muerte, la fidelidad de su «pequeña grey» a la pobreza comunitaria por la cual tanto había luchado. Y se sintió feliz cuando tuvo entre sus manos, ya casi moribunda, la aprobación pontificia de su Regla, en la cual estaba incluido el privilegio de la pobreza. Los tres capítulos centrales de la misma, los más personales de la santa, tratan del ideal de la pobreza evangélica, más aún, éste constituye el objeto principal de la profesión de las hermanas pobres: «observar la vida y la forma de nuestra pobreza»; ninguna puede ser abadesa «si antes no ha profesado la forma de nuestra pobreza» (RCl 2,14; 4,5). La bula de canonización definió a Clara: «enamorada e infatigable defensora de la pobreza».[8]

«NADA SE APROPIEN».
TEOLOGÍA FRANCISCANA DE LA
«APPROPRIATIO» Y «EXPROPRIATIO»
[9]

La fe dice a Francisco que Dios es el «pleno bien, el entero bien, el verdadero y sumo bien, toda la riqueza deseable». «De Él procede todo el bien, y nosotros debemos reconocer que todos los bienes son de Él y a Él se los debemos devolver»; mientras que «a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,6-7; 23,8-9). Por lo que hace a los bienes externos elabora una teología límpida del derecho de propiedad, en términos feudales. Dios es el Rey, señor universal de todo, que concede en feudo temporal los bienes de la tierra. El hombre, simple feudatario ante Dios, ha de volver a poner en manos de su Señor, o voluntariamente durante la vida o forzosamente en la muerte, todo cuanto tiene.[10] Todos los bienes creados son vistos por Francisco a esta luz del supremo dominio de Dios, que ha creado cosas tan bellas, agradables y útiles para que por ellas le devolvamos nuestro censo de alabanza y de amor.

En consecuencia, todo lo que tiene razón de pecado en el hombre reviste un sentido de apropiación abusiva. También en la Biblia es presentado el pecado como el supremo acto de egocentrismo y de ambición: ser como Dios (Gen 3,5). El hombre, al pecar, realiza una atribución consciente a sí mismo de los bienes recibidos de Dios dentro y fuera de sí. Con ello, al mismo tiempo que se cierra a la comunión divina, se indispone para abrirse fraternalmente a la comunidad de los hombres. Son numerosos los textos en que san Francisco tiene presente una parábola, llamémosla así: el vasallo feudal que «oculta» y «retiene para sí» los bienes de su señor.

«Bienaventurado el siervo que devuelve todos sus bienes al Señor Dios; porque quien retiene algo para sí esconde en sí el capital de su señor (Mt 25,18) y lo que cree tener le será quitado (Lc 8,18)» (Adm 18).

Así es como ve el momento trágico de la introducción del pecado en el mundo, pecado de desobediencia, según la doctrina de san Pablo, es decir, de apropiación del don de la libertad:

«Dijo Dios a Adán: De todo árbol puedes comer, pero... (Gen 2,16). Adán podía comer de todos los árboles del paraíso, y mientras no obró contra la obediencia no pecó. En efecto, come del árbol de la ciencia del bien quien se apropia de su voluntad y se enorgullece de los bienes que Dios dice y realiza en él...» (Adm 2).

Todo pecado actual es, por lo mismo, una desleal apropiación. Más aún, Francisco ve en la falta de comprensión para con el pecado del hermano un atentado contra los derechos de Dios:

«Al siervo de Dios nada debe desagradarle, excepto el pecado. Y de cualquier modo que una persona peque, si por esto el siervo de Dios se turba y se encoleriza, y no por caridad, atesora para sí una culpa (cf. Rm 2,5). El siervo de Dios que no se encoleriza ni se conturba por cosa alguna, vive rectamente sin propio. Y bienaventurado aquel que no retiene nada para sí, devolviendo al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21)» (Adm 11).

La expresión «sin propio» (sine proprio) de la Regla no es, por lo tanto, en la mente de Francisco, una mera fórmula de profesión pública de renuncia a unos bienes materiales, sino que indica un desapropio total que, principalmente, afecta a los bienes internos.[11] La renuncia externa es sólo la condición imprescindible para llegar a la plena disponibilidad interna, según el genuino sentido de la pobreza evangélica voluntaria:

«A los que venían a la Orden enseñaba el Santo que, antes de nada, habían de dar el libelo de repudio al mundo (cf. Mt 5,31), y que a continuación habían de ofrecer a Dios primero sus bienes en los pobres de fuera, y luego, ya dentro, sus propias personas. No admitía a la Orden sino a los que se expropiaban de todo lo suyo y no se reservaban nada de nada, para cumplir así el santo Evangelio (Mt 19,21; 1 R 1) y para evitar que las bolsas reservadas sirvieran para su ruina» (2 Cel 80).

Un tal desapropio externo no era sino «devolver los bienes al Dueño, de quien los habían recibido», en la persona de los pobres entre quienes los distribuían (1 Cel 24-25; 2 Cel 15 y 81).

Aun en los bienes sobrenaturales, que son pura gracia de Dios, cabe el mismo abuso, ya sea manifestándolos a la ligera, por cobrar gloria o provecho de los hombres, ya reteniéndolos egoístamente cuando están destinados a ser comunicados a los demás. En ambos casos Francisco se creería «ladrón de los tesoros del Señor» (cf. Adm 21 y 28; 2 Cel 99). Lo que importa es que «nada se interponga» entre el sumo Bien y nuestra pequeñez (1 R 23,10).

En la peculiar ascética del santo todas las virtudes son consideradas en función de pobreza interna, y los vicios contrarios llevan siempre el virus hereditario de la appropriatio. «La carne, contraria siempre a todo bien», nos lleva a atribuirnos a nosotros lo que pertenece a Dios, «usurpa para sí y convierte en gloria propia lo que no ha sido dado para ella; por el contrario, el espíritu de Dios nos enseña a distinguir en nosotros lo que es de Dios y lo que Él obra en nosotros o por medio de nosotros» (Adm 12; 2 Cel 134). «Los ojos carnales no pueden percibir la belleza de la pobreza».[12] Por eso, tanto la vanagloria como la envidia son un atentado contra el dominio de Dios, es como alzarse con los bienes de Él: «Bienaventurado aquel siervo que no se exalta más del bien que el Señor dice y obra por medio de él, que del que dice y obra por medio de otro» (Adm 17); la envidia, además, participa de la malicia de la blasfemia: «Todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice y hace en él, incurre en el pecado de blasfemia, porque envidia al mismo Altísimo, que es quien dice y hace todo bien» (Adm 8,3).

La apropiación por vanagloria puede viciar aun las obras buenas. El afán de hacerse con un capital de devociones, de prácticas de penitencia, de observancias menudas, como proveyéndose de un seguro aun frente a Dios, es para Francisco carencia de pobreza de espíritu. El verdadero pobre se fía de Dios. El santo comenta así la primera de las bienaventuranzas:

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3). Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)» (Adm 14).

La perspicacia de Francisco se fija en otra forma sutil de apropiación, que podía afectar más a la fraternidad como tal que a cada hermano: ¡las glorias del instituto! Evocando los cantares de gesta, decía: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio, y todos los paladines» realizaron sus hazañas increíbles; los mártires supieron dar su vida por Cristo; pero ahora son muchos los que, «narrando lo que aquellos llevaron a cabo, pretenden recibir honra y alabanza de los hombres» (LP 103). Y aplicando esta observación a los santos dejó escrito:

«Consideremos todos los hermanos al buen pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor» (Adm 6).

Cuando comenzó a difundirse el relato del martirio de los cinco misioneros de Marruecos, prohibió su divulgación al comprobar que los hermanos tomaban pie del heroísmo de los mártires para vanagloriarse ante los demás (Giano, Crónica 8).

Y como el saber se convierte tantas veces en estorbo para tener el espíritu debidamente desprendido, quería que los doctos realizaran en cierto modo también esa difícil abdicación al entrar en la fraternidad, para vivir «sin propio» (cf. Adm 7; 2 Cel 194).

Este recelo es lo que mantuvo al Poverello reacio a la introducción de los estudios en la fraternidad. Sólo cuando supo de uno de los hermanos, fray Antonio de Lisboa, que había abrazado la vida evangélica en esa disposición de vacío total, le autorizó para enseñar teología a los hermanos (Cf. CtaAnt).

Aun la prescripción, que parecería mero requisito canónico, de no predicar sin la debida autorización, era para él exigencia de la pobreza interior: «Ningún predicador se apropie el oficio de la predicación» (1 R 17,4). A este género de «appropriatores» pertenecen cuantos se complacen en sus éxitos:

«Suplico en la caridad que es Dios a todos mis hermanos predicadores, orantes, trabajadores, tanto clérigos como laicos, que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17,5-7).

Llegará un día en que el predicador caiga en la cuenta de que en sus éxitos «no hubo nada suyo» (2 Cel 164; LP 103).

No es sólo la humildad la que está en peligro cuando falta la pobreza interior; se ve amenazada también la fraternidad, basada en la caridad y en el servicio mutuo. En ella los superiores están destinados «al servicio y a la común utilidad de los hermanos» (2 R 8,4), desapropiados, por lo tanto, en bien de los demás. Complacerse en la prelacía o turbarse cuando se la quitan es lo mismo que «acumular un capital que pone el alma en peligro», realizar un acto de apropiación: «Ningún ministro se apropie el servicio -ministerium- de sus hermanos» (1 R 17,4: Adm 4). Y la obediencia de los hermanos supone la abdicación interior, como veremos en su lugar, si ha de estar informada por la caridad.

Caridad y pobreza han de hermanarse de tal forma que ésta disponga el corazón para el amor fraterno, tanto más fuerte cuanto más dura es la experiencia común de la penuria, y la caridad venga a llenar el vacío de los recursos humanos cuando se trata de asistir al hermano necesitado. No por mera asociación casual el capítulo sexto de la Regla definitiva une pobreza y caridad fraterna como inseparables. «Cuando se aman las cosas temporales -escribe santa Clara- se pierde el fruto de la caridad» (1CtaCl 25). El enemigo número uno de la unión fraterna es el amor privatus: el afecto egoísta, particular, que acapara el atractivo del hermano. Toda forma de egoísmo en el seno de la fraternidad es una apropiación que crea distancia, por ejemplo, la singularidad, por la que el religioso se pone al margen de la vida de los hermanos (cf. 2 Cel 28-29; LP 116).

Tal es la pedagogía personalísima del Poverello, inspirada plenamente en el Evangelio, centrada totalmente en la pobreza interior. En las 28 Admoniciones dirigidas a los hermanos, no hay la mínima alusión a la pobreza material. El fundador no debió de hallar dificultad para hacer comprender a los valerosos paladines de dama pobreza en qué modo debía resplandecer ésta en los vestidos, en los manjares, en las habitaciones...; en cambio, hubo de esforzarse por hacerles entrar por el camino de la liberación del corazón, del desapego íntimo de los bienes exteriores e interiores, y por ayudarles a descubrir en sí mismos tantas y tantas apropiaciones que impiden el llegar a tener el corazón pobre y disponible para Dios y para los demás. Casi todas las exhortaciones tienen como tema el arte de vivir sine proprio, sin nada propio, tema que aparece asimismo en las dos reglas, en las cartas y en las enseñanzas que los biógrafos atribuyen al santo.

Después de lo dicho es fácil comprender el sentido del Nada se apropien los hermanos (2 R 6,1). El desprendimiento de «casas», «lugares» y todos los otros bienes materiales -pobreza externa- supone el espíritu pobre y es la condición necesaria para mantenerlo. Enseñado por la doctrina de Jesús, y por lo que ve en torno a sí en aquellos comunes italianos lanzados a una porfía de poder y de orgullo cívico gracias a la riqueza comercial, sabe que, si los hermanos, no sólo como individuos, sino sobre todo como fraternidad, no tienen «nada debajo del cielo», fuera del tesoro de la altísima pobreza, serán verdaderamente «menores».

Francisco no tiene en la mente una renuncia a la propiedad colectiva en sentido jurídico -dominio, posesión-; el «nada se apropien» debe entenderse en el contexto general de su doctrina sobre la «apropiación», de significado plenamente evangélico. El lugar paralelo de la Regla no bulada precisa bien el sentido de la expresión:

«Guárdense los hermanos, dondequiera que se hallaren..., de apropiarse lugar alguno y de defenderlo contra nadie; sino que cualquiera que viniere a ellos, amigo o enemigo, ladrón o salteador, sea acogido benignamente» (1 R 7,13-14).

Francisco mismo ha aclarado en el Testamento el sentido dado por él al «nada se apropien» de la Regla, adaptando la letra según el espíritu, al aceptar las moradas fijas, que antes había prohibido.[13]

«PEREGRINOS Y FORASTEROS
EN ESTE MUNDO»
(2 R 6,2)
[14]

Toda la doctrina de Francisco sobre la pobreza respira un clima escatológico. El hermano menor está destinado a ir por el mundo sin morada estable, sin nada que le ate ni fije aquí abajo, vuelto el rostro hacia la «tierra de los vivientes» (1 R 14,1; 15,1; 16,3-4; 2 R 3,10; 6,3-7).

De aquí la inseguridad respecto a los medios de vida, que, en definitiva, es seguridad bajo el amor del Padre celestial, según las enseñanzas de Jesús. Francisco la busca en seguida de su conversión (2 Cel 14; TC 22); y ya fundador, vela por ella celosamente (2 Cel 67). Tiene miedo a instalarse. Su piedad personal, sus exhortaciones, el ambiente espiritual en que se mueve, nos lo muestran en la espera confiada y anhelante del día del Señor. Y no de otra forma ve la misión de la fraternidad, surgida «en estos últimos tiempos para llevar a término el misterio del Evangelio de Cristo» (2 Cel 156). A imitación del Salvador, «que fue pobre y huésped» (1 R 9,5) los hermanos menores hacen profesión de «peregrinos y forasteros en este mundo», como, por lo demás, debe serlo todo cristiano (1 Pe 2,11). Así leía el santo el pasaje evangélico: «Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20; cf. 2 Cel 56).

La esperanza es el norte de la vida del creyente, siempre en camino hacia la verdadera patria. Todo -lugares, utensilios, manjares- «debía recordar la peregrinación, todo debía cantar el destierro» (2 Cel 60). Viajeros de paso, no debían fijar la morada en casas ni iglesias, dispuestos a pasar de un país a otro cuando en alguna parte no fueran recibidos (Test 26). Los grupos de peregrinos de Tierra Santa o de Compostela eran en aquella época como un reclamo constante que recordaba al pueblo cristiano su estado de viajero de eternidad; Francisco mismo había querido probar aquella experiencia recorriendo las mismas rutas de fe con sus pies descalzos. Por eso recordaba muchas veces «las leyes de los peregrinos: acogerse bajo techo ajeno, transitar pacíficamente, anhelar por la patria» (2 Cel 59).

La vida religiosa, es cierto, siempre ha sido la expresión de la Iglesia peregrinante, y lo debe ser. Pero en cada época de la historia ha sido diferente la forma de ese testimonio. El antiguo anacoreta y el cenobita oriental lo expresan mediante la fuga de la ciudad al despoblado, en busca de una vida angélica que reduzca al mínimo la condición terrena del Reino. El monje occidental, destinado providencialmente a crear la ciudad terrena entre los nuevos pueblos de Europa, para preparar la celeste, necesita instalarse, y funda en la estabilidad local la manifestación de esa tarea. Aquí no tiene razón de ser la pobreza colectiva como inseguridad. Pero el siglo XIII europeo es otra cosa. A Francisco, hijo de uno de aquellos viajeros de la ciudad terrena, lanzados a todos los caminos del mundo en busca de contratación, no le fue difícil identificarse con el impulso divino a poner en marcha una fraternidad de mensajeros ambulantes del Reino.

Ir por el mundo de dos en dos, sin bolsa, sin provisiones para el camino, portadores de paz, dando gratis lo que gratis han recibido (Mt 10,7-14), será característica esencial de los hermanos menores, aspirando a convertir en norma habitual la que Jesucristo había impuesto circunstancialmente a los apóstoles. Lógicamente, la literatura posterior franciscana designará esta interpretación con el término vivir a la apostólica. Auténticos huéspedes de todo el mundo, deberán comer lo que les pongan delante (Lc 10,8) para no ser gravosos a nadie (2 R 3,13). Y adoptarán el Breviarium de la curia romana, que simplificaba el rezo de las horas canónicas.

La pobreza apostólica es el testimonio propio del Reino que corresponde a los hermanos menores, su peculiar aportación a la obra salvífica, un sermón vivo que va diciendo a todos los cristianos, ciudadanos de la Jerusalén de arriba: No tenéis aquí abajo ciudad permanente; buscad la ciudad futura (Heb 13,14).

Fraternidad pobre, apostólica y mendicante, demostración tangible de la viabilidad del sermón de la montaña, deberá procurar no instalarse nunca, ni materialmente, ni socialmente, ni intelectualmente. Por eso la pobreza franciscana es absoluta, individual y colectivamente; en la mente de Francisco, antes colectiva que individualmente. Se trata de vivir aligerados de toda fijación, siempre disponibles para el servicio de Dios y de los hombres.

Era tan esencial para Francisco el estar libres de toda forma de instalación, que en el Testamento, al ceder a la realidad ya inevitable de las moradas estables, puso como condición la provisoriedad de los edificios para poner a salvo la itinerancia:

«Guárdense los hermanos absolutamente de recibir las iglesias, las viviendas pobrecillas y las demás construcciones que se hagan para ellos si no son como conviene a la santa pobreza, que hemos prometido en la Regla, hospedándose siempre en ellas como forasteros y viajeros» (Test 24).

A santa Clara le venía de familia el gusto por las peregrinaciones. Ortolana, su madre, había sido una apasionada de las santas correrías; ella misma animaba a las amigas a peregrinar (Proc 1,4; 17,6). Aunque recluida en clausura, Clara se sintió siempre, antes que nada, exilada del Señor (2 Cor 5,6). El mismo encierro voluntario tiene para ella un significado de tránsito, de éxodo hacia la tierra prometida. No halla dificultad en adaptar casi literalmente los conceptos propuestos por Francisco a la fraternidad itinerante. Para sentirse «peregrinas y forasteras» no tienen necesidad las hermanas pobres de recorrer el mundo; les basta con reducir el apego a las realidades terrestres hasta el punto de «no querer tener otra cosa bajo el cielo» fuera de esa única porción y herencia de la altísima pobreza, que hace de ellas «herederas y reinas del reino de los cielos» (RCl 8,1-6). Escribe a santa Inés de Praga:

«No te detengas, sino más bien avanza confiada y gozosamente por la ruta de la bienaventuranza, con paso veloz y andar apresurado, sin que tropiecen tus pies y ni siquiera se te pegue el polvo del camino (2CtaCl 12-13).

Se hallaba desapegada aun del amable retiro de San Damián, preparado por las manos del venerado Padre, testigo de tantas vivencias y de tantas gracias recibidas a lo largo de más de cuarenta años de aventura evangélica. En el Testamento no opone dificultad alguna al traslado, que ella prevé para después de su muerte, con una sola condición sin embargo: que, en la nueva morada, las hermanas «observen la misma forma de pobreza» (TestCl 52).

EL DINERO: LA PEOR DE LAS INSTALACIONES[15]

Precisamente en esa misión fundamental de los hermanos menores de «ir por el mundo», guardándose de toda instalación así personal como de grupo, encontramos la clave de lectura del capítulo cuarto de la Regla definitiva, que contiene la prohibición del dinero en términos tajantes y absolutos: «Mando firmemente a todos los hermanos que en manera alguna reciban dinero o pecunia ni por sí mismos ni por intermediarios» (2 R 4,1).

Dos precedentes personales se han de tener presentes: el recuerdo negativo de la sed de dinero de Pedro Bernardone, origen en parte de la incompatibilidad entre padre e hijo, y sobre todo, como ya vimos, la lección recibida del Señor cuando el joven convertido pensó reconstruir la iglesita de San Damián con criterios de hijo de rico mercader. Pero, al cabo de una larga maduración evangélica, el clarividente fundador descubrió una dimensión más objetiva, más eclesial, sin olvidar la página evangélica de la misión, que seguirá iluminando siempre su camino: los discípulos de Jesús son mandados a anunciar el reino sin oro, sin plata, sin cobre en el cinto (Mt 10,9; Lc 10,4).

Su motivación aparece clara en el capítulo octavo de la Regla no bulada. Se trata de prevenir el peligro de la avaricia y el afán por las cosas de este mundo; no suceda que, después de renunciar a casas y tierras, caiga la fraternidad en otra forma de seguridad económica aún más antievangélica, la de los mercaderes viajantes, tan conocida de Francisco, y la no menos corriente de muchos peregrinos y religiosos itinerantes, que se hacían con buenas sumas de dinero.

En efecto, la gran tentación del monasterio, institución nacida en el seno de una sociedad eminentemente patrimonial y territorial, era la de acrecentar constantemente las posesiones y los censos. Hasta la segunda mitad del siglo XII puede decirse que el dinero no contaba en la vida europea. Pero en la nueva sociedad artesanal y mercantil se iba imponiendo una economía cada vez más pecuniaria: la nueva potencia era el dinero. En los municipios de régimen comunal el burgués adinerado era ya más fuerte que el noble terrateniente, aun en la vida política.

Una institución destinada a «ir por el mundo» corría peligro de apoyarse en el dinero y llegar a ser una potencia de mayor peso que las grandes abadías señoriales. Francisco presentía esto con mayor claridad a medida que veía a la fraternidad crecer en número, en organización y en eficacia apostólica. De aquí su insistencia creciente, casi obsesiva:

«Ninguno de los hermanos, dondequiera que esté y adondequiera que vaya, en modo alguno tome ni reciba ni haga que se reciba pecunia o dinero... a no ser por manifiesta necesidad de los hermanos enfermos... Guardémonos los que lo dejamos todo, de perder, por tan poca cosa (el dinero), el reino de los cielos... Y de ningún modo reciban los hermanos ni hagan recibir, ni pidan ni hagan pedir como limosna pecunia ni dinero para casas o lugares (ajenos); ni vayan con nadie que pide pecunia o dinero para tales lugares. Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los leprosos, los hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no obstante, de la pecunia. Igualmente, guárdense todos los hermanos de ir recorriendo tierras a causa de alguna ganancia indecorosa» (1 R 8).

«Mando firmemente a todos los hermanos que de ningún modo reciban dinero o pecunia por sí o por interpuesta persona...» (2 R 4,1).

A la luz de ciertas anécdotas compiladas en la Vida II de Celano podríamos atribuirle una actitud fanática hacia la moneda, como algo contaminado en sí y diabólico, cuyo contacto manchara. Pero no son sino el eco de una superposición ascética formada tardíamente en la Orden, por efecto de la problemática del uso del dinero, y proyectada luego sobre el fundador. Francisco no habla nunca de la prohibición de usar, menos aún de tocar, el dinero: en las dos Reglas se repite la misma expresión: «Los hermanos no reciban dinero».

No es del caso detenerse en las vicisitudes históricas de la interpretación del capítulo cuarto de la Regla bulada, comenzadas luego de la muerte del fundador y centradas, también esta vez, en el sentido jurídico de la letra y no en el espíritu de la prohibición, como si toda la fuerza de ésta estribase en «no recibir» materialmente el dinero y, por lo mismo, la solución fuera hallar modo de tenerlo y de disponer de él sin «recibirlo».

Santa Clara, que veía los caminos elegidos por los hermanos menores, en este punto como en otros, prefirió ser fiel al espíritu de la Regla de san Francisco, en vista de que no era posible la fidelidad a la letra; así pues, en su Regla, no sólo no menciona el capítulo cuarto de la de los hermanos menores, sino que acepta como hecho normal que el dinero entre como limosna en el monasterio: lo que interesa es seguir siendo pobres aun con dinero (RCl 8,11).

«SIRVIENDO AL SEÑOR EN POBREZA Y HUMILDAD».
LA MINORIDAD
[16]

La misma pobreza puede convertirse en objeto de «apropiación» cuando, como sucedía en los movimientos reformadores de la época de san Francisco, se hace de ella motivo de ostentación, gesto hipócrita o revancha clasista contra las estructuras económicas. Hubo un momento en que, según testimonio del cronista Burcardo, la fraternidad estuvo a punto de tomar el nombre de Pauperes Minores, que unía en una fórmula dos elementos de una misma actitud evangélica.[17] Pero Francisco se decidió por el de Fratres Minores, Hermanos Menores, ante todo, para evitar el riesgo de una pobreza orgullosa y fanática, sin caridad, y luego porque la nueva fórmula venía a asentar la profesión de pobreza sobre dos puntales insustituibles: la fraternidad y la minoridad.

Minoridad es un sustantivo empleado ya por san Buenaventura[18] y acuñado hoy entre los franciscanistas. Aunque bien pudo haberse inspirado san Francisco en el significado social que el término minores tenía en su tiempo, consta históricamente la motivación netamente evangélica de tal denominación (cf. 1 Cel 38). El sentido es claro: «Sean menores y sometidos a todos» (1 R 7,2). Y es preciso entenderlo en el contexto de las citas bíblicas insertas en los capítulos 4-7 de la Regla no bulada: todas hablan de servicio fraterno, de humildad, de sumisión. Se trata de una disposición impulsada por el amor, que hace considerar a los demás como superiores y más dignos, sin adulación, sin degradación, actitud normal en quien quiere imitar a Cristo que no vino a ser servido, sino a servir (Mt 20,28; cf. 1 R 4,6). Renunciar al «yo» después de haber renunciado al «mío».

La pobreza-minoridad es, ante todo, disposición ante Dios, el Señor Altísimo. Lo vimos ya: Francisco no sigue una ascética de propia suficiencia ni de actitudes absolutas. Se sabe limitado, débil y pequeño, a merced de sus estados de ánimo -él, personalmente, temperamento nervioso definido, sujeto a vaivenes de euforia y de depresión-; es una espiritualidad humilde, pero optimista, generosa, precisamente porque sabe colocar, frente a la realidad de la propia limitación, la otra realidad de la riqueza y de la bondad de Dios. Nada más elocuente a este respecto que su Confiteor al final de la Carta a toda la Orden: «En muchas cosas he pecado por mi grave culpa... o por negligencia, o con ocasión de mi enfermedad, o porque soy ignorante e iletrado» (CtaO 39).

Esta ascética del espíritu pobre se esfuerza por transmitirla a los suyos. Se respira en todos los capítulos de la Regla no bulada. Aun en los candidatos que, entrando en la fraternidad, han de cumplir el consejo evangélico de darlo todo a los pobres, no quiere gestos espectaculares, sino auténtica pobreza de espíritu: «Y si viniera alguno que no puede dar sus bienes sin impedimento, pero tiene voluntad espiritual, que los deje y le basta» (1 R 2,11). Lo propio se diga de la prescripción del silencio y de las «licencias» contenidas en la Regla definitiva, en previsión de las situaciones en que pueden verse los hermanos.[19]

Lo que importa es ser sencillos, humildes y rectos, sin alardear de grandes virtudes ni de grandes recursos; y, sobre todo, sin tenerse por más perfectos que los demás. Francisco se tiene y se proclama «hombre vil y caduco, pequeñuelo siervo de todos»; en sus cartas y exhortaciones gusta de ponerse «a los pies» de todos, como «hombre inútil, creatura indigna del Señor Dios».[20] En el lecho de muerte recordará esta línea medular de la vida evangélica: «Éramos sencillos y estábamos sometidos a todos» (Test 19).

Minoridad no es un concepto estático, algo así como hacerse a un lado en la tarea común de superación, sino una actitud dinámica del grupo, unido en el amor y en la pobreza, que se multiplica al servicio de los hombres.

Ser menores quiere decir tomar en serio la opción evangélica hecha, a saber, la de pertenecer al número de los pobres. No se trata de una opción de clase, sino de condición, como fue la de Cristo. Quiere decir «hallarse bien entre la gente de baja condición y despreciada, entre los pobres y débiles, entre los enfermos y leprosos, y con los que piden limosna a la vera del camino» (1 R 9,2). Significa saber descubrir en cada pobre un hermano, un compañero de viaje, más aún, al Cristo pobre. A medida que su espíritu se llenaba de claridades divinas, en una crucifixión progresiva, Francisco iba descubriendo más y más a su Señor en cada necesitado. Sentía celos cuando veía que alguien, más pobre que él, se le aventajaba en la semejanza con Cristo (2 Cel 83-84; LP 113). No podía soportar que se ofendiera o se juzgara mal a los pobres, y decía: «Quien trata mal a un pobre injuria a Cristo, cuyo noble distintivo ostenta, puesto que Él se hizo pobre por nosotros en este mundo» (1 Cel 76; 2 Cel 85; LP 114).

Ser menores es, además, no creerse con derecho, por vestir pobremente, a «despreciar o juzgar a los que usan vestiduras muelles y vistosas, toman manjares y bebidas exquisitos, sino más bien juzgarse y despreciarse cada cual a sí mismo» (2 R 2,17); es decir, no ceder a la tentación del orgullo ascético.

Y, en sentido eclesial, es «amar y honrar como señores» a todos los sacerdotes, por pobres e ignorantes que sean; respetar a los prelados de la santa madre Iglesia y no ampararse en cartas de recomendación ni en privilegios apostólicos para hacer valer los propios derechos; ocupar gustosamente los últimos puestos en el pueblo de Dios.

Al cardenal Hugolino, que quería servirse de los hermanos menores para las prelacías, respondió:

«Mis hermanos se llaman menores precisamente para que no aspiren a hacerse mayores. La vocación les enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo para tener al fin lugar más elevado que otros en el premio de los santos. Si queréis -añadió- que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y conservadlos en el estado de su vocación y traed al llano aun a los que no lo quieren. Pido, pues, Padre, que no les permitas de ningún modo ascender a prelacías, para que no sean más soberbios cuanto más pobres son y se insolenten contra los demás» (2 Cel 148).

Así, pues, la minoridad es una disposición evangélica constituida por dos virtudes hermanas:

«Señora santa Pobreza, Dios te guarde con tu hermana la santa Humildad... La santa Pobreza confunde a toda codicia y avaricia, y a los cuidados de este mundo. La santa Humildad confunde al orgullo y a todos los honores de este mundo, y a todo lo que hay en el mundo» (SalVir 2 y 11-12).

La verdadera humildad no es gesto artificial de humillación y de propia abyección. Es situarse sencillamente en la verdad, viendo lo bueno y lo malo que hay en nosotros con objetividad, tal como Dios nos ve:

«Bienaventurado aquel siervo que, cuando es engrandecido y ensalzado por los hombres, no se tiene por mejor que cuando lo juzgan por vil, simple y despreciable. ¡Ay de aquel religioso que, colocado por otros en un puesto elevado, por su voluntad no quiera bajarse! Y bienaventurado aquel siervo que es puesto contra su voluntad en lugar alto y siempre desea estar bajo los pies de los demás» (Adm 19).

El humilde se muestra tal cual es. Por lo mismo se mueve con aplomo y naturalidad entre grandes y pequeños (Adm 23). Y desea que los demás le vean y le valoren por lo que es. «Cuanto cada uno es delante de Dios, eso es y no más», solía decir san Francisco.[21] Se tenía a sí mismo por el mayor pecador del mundo:

«A sí mismo se decía: "Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú"». «Decía muchas veces a sus hermanos: "Nadie debe halagarse, con jactancia injusta, de aquello que puede también hacer un pecador". Y se explicaba: "El pecador puede ayunar, orar, llorar, macerar el cuerpo. Esto sí que no puede: ser fiel a su Señor. Por tanto, en esto podremos gloriarnos: si devolvemos a Dios su gloria; si, como servidores fieles, atribuimos a él cuanto nos dona...» (2 Cel 133 y 134).

Sufría cuando se veía honrado por los demás como santo, y solía reaccionar con viveza:

«No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas. No hay que alabar a ninguno cuyo fin es incierto. Si el Señor que lo ha dado quisiera en algún momento llevarse lo que ha donado de prestado, sólo quedarían el cuerpo y el alma, que también el infiel posee» (2 Cel 133; LP 10).

Y obraba con sinceridad cuando buscaba el desprecio como un contrapeso al concepto que la gente tenía de él, haciéndose vilipendiar por su compañero (1 Cel 53). Experimentó gozo incontenible un día que se oyó decir por un labriego: «Cuida de ser tan bueno como la gente dice que eres, porque son muchos los que tienen puesta su confianza en ti» (2 Cel 142).

Es señal de humildad inspirada por el amor a la verdad el deseo de recibir la corrección de los hermanos, y la prontitud para abrirse a ellos reconociendo las propias debilidades:

«Bienaventurado el siervo que permanece siempre bajo la vara de la corrección. Es siervo fiel y prudente el que, en todas sus ofensas, no tarda en dolerse interiormente por el arrepentimiento y exteriormente mediante la confesión y la satisfacción de obra» (Adm 23).

Con todo, la humildad, más que en tenerse en poco a sí mismo, consiste en tener en mucho a los demás. Es una característica de la caridad cristiana, según san Pablo (Rm 12,10; Fil 2,3). «Nunca debemos desear sobresalir entre los otros -enseña san Francisco-; al contrario, hemos de buscar ser siervos y estar sujetos a toda humana creatura por amor de Dios (1 Pe 2,13)» (2CtaF 47). Es fruto inmediato del espíritu del Señor, si es atendido con docilidad (1 R 17,14). De fray Gil es esta profunda expresión: «Humildad es dejar puesto a Dios».[22]

* * *

Las virtudes evangélicas que requieren mayor coraje y madurez cristiana son las que, mal comprendidas, reciben el nombre de virtudes «pasivas». Y resultan particularmente costosas cuando es una institución la que se propone hacer de ellas su programa de vida. Se comprende que la minoridad haya sido para la Orden de san Francisco la parte humanamente menos grata de la herencia legada por el fundador, la primera en ser olvidada, no obstante ser tan inteligible y tan poco expuesta a complicaciones jurídicas. Y puede afirmarse históricamente que toda la enmarañada problemática que, luego de la muerte del santo, se suscitó en la fraternidad en torno a la pobreza, todas las luchas internas y las actitudes externas, bien poco evangélicas, aun frente a la Sede apostólica en tiempo de Juan XXII, se debieron solamente al empeño imposible de los hijos de san Francisco de querer ser pobres sin tener valor para seguir siendo menores.

¿Cabe una misión de minoridad en nuestra sociedad de hoy, cuando todo está montado sobre acabadas técnicas de publicidad, cuando las instituciones tienen a su alcance los medios de información, de propaganda y de eficiencia competitiva? Bien conocida es la corriente teológica que reclama para la Iglesia una vuelta al estilo de presencia imperceptible, en que no se imponga con su potencia, su prestigio terreno, o la perfección de sus instituciones, sino que realice la transformación de la familia humana con su acción de levadura, tanto más eficaz cuanto menos contemporizante con el «mundo». Un cristianismo así, fiel a la Palabra y metido fuertemente en la conciencia de los hombres, sembrando por doquier el desasosiego y la sed de justicia, está hoy en la esperanza de muchos.

Y las miradas se vuelven al «dulce y mínimo Francisco de Asís», como encarnación de esa fuerza incontenible que acompaña a la caridad, cuando se hace mansedumbre, suavidad, no violencia, voluntad de servicio. Es el arte de pasar desapercibido que Francisco deseaba para su fraternidad: «¡Oh, si pudiera ser que el mundo, viendo raras veces a los hermanos menores, se maravillara de su poco número!» (2 Cel 70).

POBREZA Y TRABAJO[23]

Dentro de la teología del hombre y de las realidades temporales, hoy en formación, ocupa un lugar la teología del trabajo. El Vaticano II nos ofrece el sentido cristiano de la actividad humana en su dimensión personal y social. Mediante el trabajo el hombre se asocia a la acción creadora de Dios; y colabora asimismo en la nueva creación, uniéndose a Cristo, que ha santificado las condiciones reales de la vida, haciendo del trabajo instrumento de salvación y comunicándole un valor penitencial. El trabajo, inherente a la persona humana y a su misión en la creación, es el medio natural de sustento y de desarrollo individual. Y es el medio de unirnos a nuestros hermanos y de ponernos a su servicio impulsando el progreso de la comunidad humana (GS 67).

Cuando san Francisco escribió su Regla se tenía una idea muy diferente del trabajo. Existía, en primer lugar, la distinción entre artes liberales y artes serviles. Las primeras, como ejercitadas por las facultades superiores, eran tenidas en honor y consideradas favorables a la perfección espiritual, mientras que el trabajo manual y mecánico, las actividades de producción y de consumo, se miraban como inferiores y, fundamentalmente, como un obstáculo para la vida del espíritu. Santo Tomás justificaba el trabajo manual por cuatro razones: necesidad de procurarse el sustento, evitar la ociosidad, reprimir la concupiscencia y dar limosnas (II-II, q. 187, a. 3c). En la tradición monástica puede decirse que el valor atribuido al trabajo era exclusivamente ascético: evitar la ociosidad y vencer las tentaciones. Por lo mismo tenía sentido también un trabajo ejecutado sin utilidad alguna personal ni social.

San Francisco no podía menos de moverse de alguna manera dentro de esa concepción. Con todo, también en esto tuvo una intuición más evangélica y más «moderna» que sus contemporáneos. Su doctrina sobre el trabajo está contenida en el capítulo séptimo de la Regla no bulada: Modo de servir y trabajar. El trabajo de los hermanos es visto en función de la fraternidad y de la minoridad: es el servicio normal que los hermanos menores ofrecen a los hombres. Y como el trabajo corporal, del que habla la Regla, es propio de los siervos, quiere que los hermanos trabajen como tales en las casas de los ricos, sin aceptar empleos de responsabilidad y superioridad, sino manteniéndose «menores y sometidos a todos». El trabajo, condición del verdadero pobre, comportaba en la Edad Media la situación de dependencia.

Pero se prevé también el trabajo de artesanía profesional: los hermanos que saben un oficio han de ejercitarlo, «siempre que no sea contra el bien del alma y lo puedan desempeñar honestamente». En el capítulo octavo se añade, después de haber excluido las ocupaciones inspiradas en la codicia del dinero: «Los demás servicios, que no son contrarios a nuestra vida, pueden ejercitarlos los hermanos con la bendición de Dios». Y es de notar la acomodación, no opuesta, por cierto, a una sana exégesis, de un texto de san Pablo (1 Cor 7,20): «Cada cual permanezca en aquella arte u oficio que desempeñaba cuando fue llamado». Y, por lo tanto, «pueden tener consigo las herramientas y los útiles propios del oficio» (1 R 7).

A diferencia, pues, de la comunidad monástica y de las agrupaciones gremiales de «humillados» y otras aparecidas entonces, la fraternidad de los menores no monta sus medios propios de producción ni organiza actividades internas o externas. Cada hermano, por propia iniciativa, debe hallar ocupación en la comarca donde el grupo desarrolla su apostolado o ha fijado su eremitorio. La Regla primera presenta el trabajo como el medio de subsistencia; la remuneración es en especie: «A cambio del trabajo pueden recibir todas las cosas necesarias, excepto dinero» (1 R 7,7).

Pero un trabajo así no siempre daba lo suficiente para cubrir las necesidades del grupo, teniendo en cuenta, sobre todo, que el producto había de ser compartido con los leprosos (1 R 8,10). En tal caso se recurre al complemento de la limosna, deber que parece recae especialmente sobre los hermanos que no poseen ningún oficio. Y san Francisco reconoce, en este caso, también al ejercicio de la mendicación la dignidad de verdadero trabajo: «Los hermanos que trabajan yendo por la limosna, tendrán grande recompensa...» (1 R 9,9).

En el capítulo paralelo de la Regla bulada, mucho más breve, se mantiene la distinción entre los hermanos que «tienen la gracia de trabajar» y los que no saben ningún oficio. Pero ahora la motivación ascética, que sólo asomaba en la Regla no bulada, se sobrepone al sentido social: evitar la ociosidad, enemiga del alma (expresión tomada de la Regla de san Benito); y en el trabajo no se ve un factor positivo de vida evangélica, sino un peligro para «el espíritu de la santa oración y devoción». ¿Se trata de una imposición del sector de los doctos de la fraternidad? Este trabajo sigue siendo el medio de subsistencia y se ejecuta entre los extraños.

También santa Clara ve en el trabajo útil una como consecuencia lógica de la pobreza total y, además, un elemento de compenetración y de igualdad en la fraternidad de las «hermanas pobres», en la que no hay «conversas» destinadas a los servicios humildes, sino que todas han de tomar parte, al mismo nivel, en la tarea común, según la «gracia de trabajar» propia de cada cual.

En la Regla establece el trabajo de utilidad común, que da comienzo cada día después del rezo de la hora de Tercia. Aunque transcribe el texto de la Regla bulada de san Francisco, no ve en las ocupaciones de las hermanas sólo un medio «para evitar la ociosidad, enemiga del alma», sino el modo imprescindible de subsistencia, desde el momento que el monasterio no dispone ni de rentas ni de posesiones (RCl 7,1-5).

Así fue desde el principio. Jacobo de Vitry, que observó de cerca ese género de vida, inusitado en la tradición monástica femenina, escribía en 1216: «Las mujeres («menores») viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos» (cf. BAC, p. 964).

Clara daba ejemplo de aplicación al trabajo: «No quería estar nunca ociosa. Aun durante el tiempo de su enfermedad se hacía incorporar en la cama, e hilaba» (Proc 1,11; 6,14).

Los trabajos femeninos tenían entonces un ámbito muy restringido. Fuera de hilar, tejer y bordar, no se podía pensar en otras actividades, al menos dentro del recinto de la clausura. Pero la Regla prevé el cultivo del trozo de huerto anejo al convento, si bien con la finalidad exclusiva de tener las hortalizas necesarias para la comunidad (RCl 6,14-15).

Entre tanto, crecía en la fraternidad de los menores el número de los hermanos que no tenían la «gracia de trabajar» -letrados, clérigos, nobles, burgueses- y el de los que tenían a menos ocuparse en faenas manuales. Francisco hubo de plegarse a esta realidad, admitiendo los estudios; y entonces aplicó a la actividad intelectual el concepto general de trabajo, al par de las artes manuales, del servicio a los leprosos, de la mendicación: también por el estudio los hermanos pueden «perder el espíritu de la santa oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt). Era la respuesta a aquella mentalidad que reputaba las actividades mentales como superiores y propicias por sí mismas a la comunicación con Dios.

Pero el progresivo desprecio por el trabajo manual llenaba de tristeza al fundador. Veía en grave peligro la igualdad fraterna. Por eso en el Testamento afirma vigorosamente:

«Yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los otros hermanos trabajen en trabajo que conviene al decoro. Los que no saben, que aprendan, no por la codicia de recibir el precio del trabajo, sino por el ejemplo y para rechazar la ociosidad» (Test 20-21)

La ociosidad honrosa, ese gran peligro que amenaza a todo grupo de personas consagradas, en que cada cual halla cubiertas sus necesidades vitales al abrigo de la vida común, amenazó a la fraternidad local, ya en vida del santo. Bastan a demostrarlo sus reiteradas amonestaciones y la dureza con que se conducía con los que, como aquel intruso de los días de Rivotorto, ni oraban ni trabajaban ni salían por la limosna: «¡Sigue tu camino, fray mosca! Quieres comer del trabajo de tus hermanos, como el zángano, que no gana ni trabaja, y devora el trabajo de las buenas abejas» (LP 97).

Durante mucho tiempo ha pesado sobre las Ordenes religiosas la acusación de hacer de sus miembros «parásitos de la sociedad». Hoy ha perdido fuerza ese estigma, si bien no siempre se reconoce valor de utilidad a muchas de las ocupaciones de los religiosos. Y no deja de ser éste uno de los aspectos en que más pone el acento la actual revisión interna de los institutos.

En la línea franciscana importa mucho profundizar en el sentido de diaconía -servicio a la comunidad humana- que la teología atribuye al trabajo. No hay especie alguna de trabajo que, de suyo, deba considerarse como impropia de un hijo de san Francisco. La elección de una u otra actividad deberá tener en cuenta las habilidades y los dones recibidos de Dios, la preparación, las exigencias de la vida abrazada y, entre ellas, principalmente la condición de pobres y menores en medio de la sociedad. Las actividades, en vez de obstaculizar la fraternidad interna, han de venir a reforzarla mediante el espíritu de equipo en mutua colaboración. La igualdad fraterna no sufre con la diferencia del quehacer dentro del grupo, siempre que la diferente ocupación no anteponga unos hermanos a otros, ya se trate del trabajo ministerial propio de quien posee la gracia de la ordenación, ya de las iniciativas de caridad y promoción social, ya de actividades profesionales o faenas mecánicas, lo mismo dentro como fuera de la casa religiosa.

Para que el trabajo sea un verdadero y eficiente servicio, en nuestra economía especializada, requiere adecuada preparación, si es posible reconocida con título oficial, y un perfeccionamiento incesante de métodos y de técnicas. La disponibilidad minorítica, con todo, nos llevará a no poner el trabajo de cada hermano al servicio de la institución, sino a prodigarnos en bien del pueblo de Dios, prefiriendo integrarnos en organizaciones ajenas y en medios de acción dependiente, donde el testimonio sea más directo y la vida más adherente a la realidad de quienes se ganan el sustento con el trabajo. Pero cada hermano ha de tener presente que de su trabajo han de vivir los demás miembros de la fraternidad local y provincial. Sería antisocial la renuncia a la remuneración justa; no se opone al sentido franciscano del trabajo un contrato laboral en regla ni las implicaciones inevitables cuando se tiene conciencia de pertenecer a la clase trabajadora. Pero el hermano menor estará siempre disponible para ayudar con su trabajo gratuito a todo hermano necesitado.

«LA MESA DEL SEÑOR»[24]

Dios, el dueño de todo, es también el «gran limosnero», que reparte a todos con piedad y liberalidad de Padre. Francisco lee esta verdad en el Evangelio y la acepta con fe sencilla y pura. Dios sigue siendo dueño de lo que da «en feudo». El hombre pierde todo derecho a los bienes cuando hay otro que carece de lo necesario. No socorrerle es un hurto. Por eso él se desprende de todo cuando topa con un pobre peor vestido o peor alimentado: «Tenemos que devolver este manto a este pobrecito; le pertenece a él. Lo hemos recibido en préstamo hasta que encontremos a otro más pobre que nosotros... Yo no quiero ser ladrón; si no se lo diéramos seríamos responsables de hurto» (2 Cel 87).

Es la justa apreciación, no jurídica sino profundamente religiosa, del destino de los bienes de este mundo en el plan de Dios. La limosna, signo del reconocimiento del dominio universal de Dios, es un derecho del pobre: «Es herencia que se debe en justicia a los pobres: nos la adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8). «Después del pecado todas las cosas se nos dan como limosna, y el gran Limosnero, Dios, reparte pródigo con piadosa clemencia a los que merecen y a los que desmerecen» (2 Cel 77; cf. LP 51).

Renunciar a todos los medios que aseguran la vida, lanzándose a la inseguridad completa -sin bienes, sin dinero, sin derechos ni privilegios-, no es una locura cuando la vida está sostenida por la fe en la solicitud paternal de Dios.

La vocación mendicante adquiere para Francisco su sentido pleno a la luz del misterio de la pobreza de Cristo. El capítulo 9 de la Regla no bulada dedicado a la mendicidad, De petenda eleemosyna, se abre con esta exhortación:

«Todos los hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo... Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente... no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9,1-5).

Probar la humillación del pobre, reducido a la mendicidad, era tal vez la razón principal de la limosna, pedida sólo cuando el fruto del trabajo no alcanzaba: «Cuando no nos den la recompensa del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22). Le gustaba más mendigar de esa manera que recibir las limosnas ofrecidas espontáneamente; aquel sonrojo le ponía más cerca de Cristo y de los desheredados (2 Cel 71).

Mendigar es humillante. Francisco, al comienzo de su conversión, quiso experimentarlo. Y, ya convertido, fue el rubor de la mendicación de puerta en puerta, entre sus propios conciudadanos, la prueba de la lealtad a Cristo (TC 21-24). Y fue la prueba fuerte de sus primeros seguidores: los vecinos de Asís «les afeaban haber dejado sus propios bienes para comer de lo ajeno»; sus parientes y familiares se sentían avergonzados al verlos mendigar. Francisco hubo de usar con ellos de gran comprensión, ahorrándoles tal vencimiento hasta que los vio espiritualmente fuertes (LP 51).

Pero Cristo, bien lo sabía el fundador, si bien vivió de limosna en su vida pública con el grupo de sus colaboradores, no practicó la mendicidad. No es lo mismo fiarse a la buena voluntad de los hombres, dependiendo de ellos, cuando se les da gratis lo que se ha recibido gratis (Mt 10,8), que vivir a costa de los que trabajan. Andando el tiempo, cuando los hermanos menores eran universalmente conocidos y venerados, pedir limosna dejó de ser motivo de humillación, y llegó a convertirse en un recurso fácil para procurarse los medios de vida. Francisco previó esa desviación. Nunca fue su intención fundar una fraternidad «mendicante». Insistía en que la limosna era sólo medio subsidiario: no debía recurrirse a ella sino cuando no bastase «la recompensa del trabajo». Pedir limosna cuando la necesidad no lo imponía era defraudar de su derecho a los demás pobres. Las limosnas recibidas habían de considerarlas los hermanos como patrimonio de todos los pobres, con quienes debían compartirlas caritativamente (1 R 8,10; 9,8; Test 21-22; TC 43).

«HEREDEROS Y REYES DEL REINO DE LOS CIELOS»

La «mesa del Señor» es el cumplimiento de la promesa de Jesús a quienes lo dejan todo por Él: El ciento por uno en esta vida. Pero Francisco cree también en la segunda parte: En el siglo venidero, la vida eterna (Mt 19,29). Por eso llama a la pobreza «arras y prenda de la herencia celestial» (2 Cel 55. 70. 74; LP 51). Y no es sólo la recompensa de la gloria del cielo lo que tiene presente, según la interpretación vulgar del pasaje evangélico, sino la actual pertenencia, por derecho, al Reino, una «dignidad regia» (LP 97), reconocida por el mismo Cristo al proclamar: Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,3). De aquí «la eminencia de la altísima pobreza, que nos instituye herederos y reyes del reino de los cielos» (2 R 6,4). «No quería tener propiedad alguna, para poder poseer todo más plenamente en el Señor» (1 Cel 44). Si a los ricos de este mundo ha dado el Señor los bienes en «feudo temporal», en cambio a los pobres, que lo dejan todo por Él, les reserva la «herencia estable» (2 Cel 72; LP 96).

El tener en este mundo puesta siempre la mesa del Señor y cierta para siempre la herencia celestial, daba a Francisco seguridad a toda prueba, alegre despreocupación de lo terreno, libertad de espíritu, que en él era expresión mística del triunfo de una fe que hubiera querido comunicar a todos (2 Cel 55). Cada vez que enviaba a sus hermanos por el mundo decía, bendiciendo a cada uno: «Encomienda a Dios tus afanes, que Él te sustentará (Sal 54,23)» (1 Cel 29). «Seguidores de la santísima pobreza -dice Celano hablando del grupo primero de Rivotorto-, puesto que nada poseían, nada ambicionaban, nada, por lo tanto, temían perder...; por lo mismo se hallaban seguros en todas partes...» (1 Cel 39).

* * *

¿Cómo presentar el mensaje de la pobreza a nuestro mundo empeñado en la lucha contra la misma? Lo dijo Pablo VI, con palabra luminosa, a una gran concentración internacional de terciarios franciscanos:

«POBREZA es un nombre paradójico aun en las páginas del Evangelio. Allí son llamados bienaventurados los pobres, y luego todos los oyentes del mismo Evangelio son estimulados a socorrerlos y a librarlos de las apreturas y de los sufrimientos de la pobreza. ¿En qué quedamos?, ¿es un bien o es un mal la pobreza? ¿Quién no recuerda las controversias que, aun en la familia franciscana, han dividido opiniones y hombres con respecto a la interpretación de la pobreza y al modo y grado de observarla? En nuestros días vemos el mundo dividido frente a la pobreza y a su enemiga la riqueza. Se diría que las más fuertes corrientes ideológicas y sociales están en favor de la pobreza, o mejor, de los pobres, de los proletarios, de los indigentes, contra los propietarios, los ricos, los capitalistas, y precisamente cuando todo el progreso moderno, toda la organización de la sociedad tiende al aumento indefinido de las riquezas, a la transformación de las cosas en bienes útiles, a la conquista y a la distribución de nuevos recursos económicos... ¿Hay un puesto para la pobreza, para nuestra pobreza evangélica?...

»Bien sabéis que pobreza evangélica significa, ante todo, colocar nuestra concepción de la vida, no en esta tierra, no en sus riquezas, no en sus satisfacciones, en sus placeres, en lo que ella es o puede darnos, no en su reino de la tierra, sino en el "reino de los cielos", en la búsqueda y en la posesión de Dios, en liberar el espíritu de su vinculación a esa perpetua seducción, que es la riqueza, en la capacidad de contener los bienes terrenos en su esfera propia, que es la utilidad, que es el pan necesario para la existencia temporal, que es el tráfico, es decir, el trabajo y la destinación de sus resultados económicos en beneficio de la vida, del bien común, de la caridad...

»Afortunadamente esta idea evangélica se abre camino hoy en la Iglesia. Y vosotros, discípulos e hijos de san Francisco, debéis no sólo tenerla en honor, sino profesarla para ejemplo y sostén de la Iglesia, y para servir de lección a este mundo, engolfado con frecuencia en la exclusiva o prevalente preocupación de la riqueza, en el conflicto social en torno a la riqueza, en el goce abusivo, egoísta y vicioso de la riqueza. Aun en el mundo, en ciertas formas extrañas y discutibles -por desgracia no siempre inmunes de licenciosa amoralidad, y tal vez efímeras y caprichosas-, se abre camino el repudio de este ídolo fascinador y opresor, que es la riqueza envuelta en lujo y comodidad. Corresponde a los cristianos, a vosotros, franciscanos, hacer la apología verdadera y vivida de la pobreza evangélica, que es afirmación del primado del amor de Dios y del prójimo, que es expresión de libertad y de humildad, estilo gentil de sencillez de vida, fuente de alegría...».[25]

NOTAS:

[1] J. Micó, La pobreza franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20, núm 58 (1991) 3-44, con bibliografía; V. M. Breton, La pauvreté, vertu fontale de la piété franciscaine, París 1941; G. Melani, La povertà. Antologie del pensiero francescano, Asís 1967; L. Iriarte, La «altísima pobreza» franciscana, en Estudios Franciscanos 68 (1967) 5-47, y en Selecciones de Franciscanismo, vol. 13, núm. 37 (1984) 91-127; J. de Schampheleer, La pobreza evangélica y la pobreza franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol 2, núm. 4 (1973) 42-59; B. O'Mahony, La pobreza franciscana ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-26 (1980) 63-83; A. Boni, Povertà ecclesiale e povertà francescana oggi, Roma 1970; S. López, La pobreza, vacío para Dios. Dimensión teologal de la pobreza de san Francisco, en Verdad y Vida 28 (1970) 455-491, reelaborado en Selecciones de Franciscanismo, vol. 2, núm. 4 (1973) 60-77; AA. VV., La povertà nella spiritualità francescana, en Quaderni di Spiritualità Francescana, Asís 1971; K. Esser, «Mysterium paupertatis». El ideal de pobreza en san Francisco, en Idem, Temas espirituales, Aránzazu 1980, pp. 73-96; AA. VV., La povertà nel secolo XII e Francesco d'Assisi, Asís 1975; E. Grau, La vida en pobreza de santa Clara en el ambiente cultural y religioso de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 14, núm. 40 (1985) 83-102; J. Garrido, La pobreza franciscana ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 14, núm. 41 (1985) 233-251; T. Matura, El misterio y los problemas de la pobreza ayer y hoy, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 29, núm. 85 (2000) 32-48.

[2] 1 R 9,1; 2 R 6,2; 12,4; SalVir 2. 12-13; TestCl 46. 56; 2CtaCl 7; 3CtaCl 4. 7. 15; 4CtaCl 18. 20. 22; 5CtaCl 14. En cambio, el binomio pobreza-humildad es casi ignorado de los primeros biógrafos.

[3] 2 Cel 70. Este versículo del salmo 68, como otros muchos del mismo salmo, típico de los pobres de Yahvé, los incluyó Francisco en su Oficio de la Pasión.

[4] Cf. K. Esser, Untersuchungen zur «Sacrum commercium beati Francisci cum domina paupertate», en Miscell. Melchor de Pobladura, I, Roma 1964, 1-33; D. Gagnan, Typologie de la pauvreté chez saint François d'Assise: l'épouse, la dame, la mère, en Laurentianum 18 (1977) 469-522.

[5] El apelativo «altísima pobreza», altissima paupertas, grato a san Francisco y a santa Clara, lo ha tomado el santo del contexto de la expresión de san Pablo en 2 Cor 8,2: «Pues, aunque probados por muchas tribulaciones, su rebosante alegría y su extrema pobreza (en la Vulgata: altissima paupertas) han desbordado en tesoros de generosidad».

[6] En el Proceso de canonización de Clara abundan los testimonios al respecto. Así, sor Pacífica de Guelfuccio de Asís: «Aseguró también que amaba particularmente la pobreza, y que nunca pudo ser inducida a querer cosa alguna como propia, ni a aceptar posesiones, ni para sí ni para el monasterio. Preguntada sobre cómo sabía esto, respondió que vio y oyó cómo messer el papa Gregorio, de santa memoria, le había querido dar muchas cosas, y comprar posesiones para el monasterio, pero ella no había querido acceder jamás» (Proc 1,13). Y sor Felipa: «Noble de nacimiento y por su familia, y rica en las cosas del mundo, Clara amó tanto la pobreza, que vendió y distribuyó a los pobres toda su herencia» Proc 3,31). Y sor Beatriz, la hermana pequeña de Clara: «Y vendió toda su herencia y parte de la herencia de la testigo y la dio a los pobres» (Proc 12,3). Y sor Cristina: «También, sobre la venta de su herencia, la testigo dijo que los parientes de madonna Clara habían querido dar más cantidad que ninguno de los otros, pero que ella no había querido vendérsela a ellos, sino a otros, para que no quedasen defraudados los pobres. Y todo lo que recibió de la venta de la herencia lo distribuyó a los pobres. Preguntada por cómo lo sabía, respondió: porque lo había visto y oído» (Proc 13,11).

[7] Del texto de la confirmación del Privilegio, de Gregorio IX, 17 de septiembre de 1228; puede verse en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 19994, pp. 236-237. Cf. TestCl 40-43.

[8] Texto de la Bula de canonización de santa Clara, en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 19994, pp. 117-127.

[9] Cf. L. Iriarte, «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina sancti Francisci, en Laurentianum 11 (1970) 3-35.

[10] Cf. Adm 18; 2CtaF 31. 70-71. 83; 2 Ce1 15 y 72.

[11] La fórmula «vivir en obediencia, sin propio y en castidad» venía ya de antes de san Francisco. Cf. G. Escudero, El voto solemne de pobreza. Su historia, su naturaleza, Madrid 1955, 87-101, 162; L. Iriarte, El rito de la profesión en la Orden franciscana. Apuntes históricos, en Laurentianum 8 (1967) 190-193.

[12] Testimonio de fray Maseo, en I fiori dei tre compagni, ed. J. Cambell, Append. 7a, p. 374-375.

[13] Test 24. Pertenece ya a la historia toda la trayectoria del Nihil sibi approprient, como si san Francisco hubiera querido prohibir el «derecho de propiedad», el «uso de derecho», etc., interpretación que luego recibió validez canónica en las declaraciones pontificias sobre la Regla. Habiendo sido éstas «abrogadas en lo que tienen de valor preceptivo», en virtud del decreto de la Congregación de Religiosos del 4 de marzo de 1970, podemos ahora volver a leer la letra de la Regla según el sentido que le dio el fundador. Véase L. Iriarte, «Appropriatio» et «expropriatio» in doctrina sancti Francisci, en Laurentianum 11 (1970) 25-33; La povertà nelle interpretazioni papali antiche e le conseguenze del recente decreto abrogativo delle medesime, en Studi e ricerche franc. 9 (1980) 79-97.

[14] Cf. C. C. Billot, La «marcha» según los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 4, núm. 12 (1975) 281-296 (estudia el tema de la vida concebida como una "marcha"); A. Van Corstanje, Un peuple de pélerins, París 1964; A. Matanic, Pellegrino, forestiero, en DF, 1263-1270.

[15] L. Hardick, «Pecunia et denarii». Untersuchungen zum Geldverbot in den Regeln der Minderbrüder, en Franziskanische Studien 40 (1958) 192-217, 313-328; 41 (1959) 258-290; 43 (1961) 216-243; L. Hardick, Denaro, en DF, 329-342.

[16] J. Micó, La minoridad franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20, núm. 60 (1991) 427-450, con bibliografía; B. Kloppenburg, La minoridad en la fraternidad franciscana, en Cuadernos Franciscanos n. 7 (1969) 147-158; P. B. Beguin, La minoridad franciscana, ¿pobreza, obediencia o diaconía?, en Cuadernos Franciscanos n. 7 (1969) 159-169; Ph. R. Blaine, «Power in weakness» in the spirituality of St. Francis of Assisi, Roma 1982; M. V. Triviño, El compartir esponsal de la pobreza de Clara de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 8, núm. 24 (1979) 392-422; C. Cargnoni, Umiltà, en DF, 1869-1902.

[17] Testimonia minora, 17-18.

[18] Sermo V de S. Patre nostro Francisco, en Opera omnia, IX, 594-495.

[19] 1 R 11,1; 2 R 2, 8. 11. 16. 18; 3, 7. 9. 10. 13; 7,5; 10,10-14.

[20] Cf. 1 R 24,3; Test 41; UltVol 1; 2CtaF 1 y 86; CtaA 2; CtaO 4 y 58; CtaCus 1.

[21] Adm 19,1; LM 6,1. Máxima citada por la Imitación de Cristo, III, 50.

[22] Dicta beati Aegidii, Quaracchi 1905, 120.

[23] V. Mateos, El trabajo y la primitiva experiencia franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-26 (1980) 183-190; Sor Catherine, Evolución del concepto de trabajo en los monasterios de contemplativas, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 9, núm. 25-26 (1980) 191-198; T. Matura, Trabajo y vida en fraternidad, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 7, núm. 20 (1978) 211-219; F. Uribe, Significado del trabajo en las primitivas fuentes franciscanas, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 27, núm. 80 (1998) 171-194; L. Iriarte, Vivir del propio trabajo. Cómo traducir en nuestra vida el proyecto de Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 29, núm. 85 (2000) 49-71; P. Beguin, Francisco y el trabajo de los hermanos, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 29, núm. 86 (2000) 279-290; K. Esser, Die Handarbeit in der Frühgeschichte des Minderbrüderordens, en Franziskanische Studien 40 (1958) 145-166; P. Bertinato, Il concetto di lavoro nella Regola francescana, Venecia 1964; P. Bertinato, Lavoro, en DF, 821-836; S. Ara, El espíritu de trabajo en la Regla franciscana, en Estudios Franciscanos 68 (1967) 49-68; V. Redondo, El trabajo manual en san Francisco de Asís, en Estudios Franciscanos 84 (1983) 85-129.

[24] L. Iriarte, El recurso a la mesa del Señor, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 29, núm. 85 (2000) 20-31; L. Casutt, Bettel und Arbeit nach dem hl. Franziskus von Assisi, en Collectanea Franciscana 37 (1967) 229-249; L. Hardick, Elemosina, mendicità, en DF, 481-492.

[25] Discurso a la peregrinación de la Tercera Orden Secular, 19 de mayo de 1971; en L'Osservatore Romano, 20 mayo 1971; en Tertius Ordo 23 (1971) 59-61.

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