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VOCACIÓN FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
Capítulo 11: En la perspectiva espiritual de Francisco, todas las virtudes son, en cierto sentido, deudoras a la eficacia liberadora de la pobreza, desde el momento que todas germinan y crecen en la medida que nos desvinculamos del propio yo: «No hay absolutamente ningún hombre en el mundo entero que pueda tener una de vosotras si antes él no muere (a sí mismo)», dice san Francisco en su Saludo a las virtudes.[1] Entre las grandes virtudes que guardan relación directa con la pobreza, más aún, vienen a ser a un tiempo sostén y fruto de la misma, la más importante, después de la caridad, es la esperanza: es la actitud de todo creyente, mientras dura la peregrinación terrena, con la mirada de la fe vuelta siempre hacia los bienes futuros; un clima que emerge de cuanto se ha dicho en el capítulo precedente.[2] Pero hay una serie de virtudes evangélicas, no catalogadas en los tratados ascéticos corrientes, que en el Poverello adquiere su auténtica valoración. Tales son la benignidad, la cortesía, el ánimo generoso, el discernimiento a la luz del Espíritu. A este número pertenecen la sencillez y la alegría, manifestación invariable de la presencia del Espíritu en todo grupo que vive la experiencia cristiana; es el clima que se creó en las primeras comunidades como efecto de la catequesis apostólica: alegría y sencillez de corazón.[3] LA «SANTA Y PURA SENCILLEZ»[4] La sencillez o simplicidad, no como mera cualidad humana sino como postura del espíritu, en el Antiguo Testamento es sinónimo de rectitud y entereza moral; el Evangelio añade una actitud de disponibilidad propia del espíritu pobre; Cristo quiere a sus discípulos como ovejas en medio de lobos, prudentes como las serpientes y sencillos como las palomas (Mt 10,16), confiados e ingenuos como los niños, sinceros en su vivir y en su hablar, sin doblez ni segundas intenciones, aun a trueque de ser víctima de las malas artes de los hombres (cf. Mt 5,33-42; 6, 1-6. 22-23). La sencillez y la sinceridad vienen de Dios, enseña san Pablo (2 Cor 1,12); los cristianos han de ser hijos de Dios sencillos y sin tacha en medio de una generación viciada y perversa (Fil 2,15). San Agustín presentará a quienes se consagran a Dios la simplicidad y la unidad como opuestas a la multiplicidad y a la duplicidad: muchos sencillos pueden llegar a tener un solo corazón, mientras que en un solo falaz anidan varios corazones.[5] San Francisco, hombre de natural transparente, estuvo imbuido entrañablemente del valor evangélico de la sencillez como disponibilidad para la vida de fraternidad; la miraba como fruto de la pobreza de espíritu y de la rectitud de corazón. La definía: la virtud que, «contenta con solo Dios, desprecia las demás cosas». Esa «santa sencillez, hija de la gracia, hermana de la sabiduría y madre de la justicia» la quería ver en cada hermano. Celano le atribuye estos conceptos:
«Hermana de la Sabiduría». Sabiduría es, ante todo, esa ciencia superior, más experiencia que conocimiento, que supone madurez en la fe y riqueza de luz divina; la docilidad de mente y de corazón es requisito para alcanzarla; es la penetración que el Padre comunica a los pequeños y la oculta a los sabios y prudentes (Mt 11,25). Pero, además, Francisco presenta hermanadas esas dos virtudes con la mira puesta en su fraternidad. Simplicitas era también entonces sinónimo de ignorancia y de falta de inteligencia; él mismo se apoda, en este sentido, simple e idiota, y se coloca en el grupo de los hermanos faltos de cultura, no sin cierta exageración. Y quiere que sabiduría y simplicidad, discreción y sencillez, caminen unidas, completándose mutuamente, según la norma evangélica.
Sencillez significa sinceridad. Celano pone de relieve el grado en que poseía el santo este don: «Vivía en el continuo ejercicio de la santa simplicidad y no dejaba que lo angosto del lugar -Rivotorto- estrechara la holgura de su corazón. Por esto escribía el nombre de los hermanos en los maderos de la choza para que, al querer orar o descansar, reconociera cada uno su puesto y lo reducido del lugar no turbase el recogimiento del espíritu» (1 Cel 44). No sufría que nadie estuviera engañado sobre la realidad de su vida. Obligado por su debilidad a comer de carne en una cuaresma, se hizo conducir por las calles de Asís tirado de una cuerda por uno de los hermanos, a quien obligó a pregonar: «¡Mirad este glotón: os parecerá increíble, pero se ha hartado de comer gallina!» (2 Cel 130; LP 81). Lo propio hizo al terminar una cuaresma en el eremitorio de Poggio Bustone (2 Cel 131; LP 81; EP 62). En atención a sus dolencias de bazo y de estómago, su guardián le hizo coser una piel de zorro debajo del hábito, para que le abrigase; pero él quiso que se le pusiera otra igual por la parte exterior, no fuera que los que le vieran ignoraran cómo se cuidaba. «¡Oh identidad de palabra y de vida! ¡El mismo por fuera y por dentro! ¡El mismo de súbdito y de prelado!», exclama aquí su biógrafo Tomás de Celano (2 Cel 130; LP 81). Siempre que le ocurría faltar en algo, aunque fuera insignificante, no paraba hasta confesarlo en sus sermones delante del pueblo. Más aún, si le asaltaba, tal vez, algún mal pensar sobre otro o sin reflexionar le dirigía una palabra menos correcta, al punto confesaba su culpa con toda humildad al mismo de quien había pensado o hablado y le pedía perdón (1 Cel 54). Así lo hizo un día que, por haber entregado su manto a una anciana pobre, asomó en su pecho una complacencia de vanagloria (LP 82). Sencillez es también unidad. Sin complicaciones de principios doctrinales, sin una labor de síntesis racional, Francisco mira la existencia, no como un problema lleno de incógnitas que a él le tocara despejar, sino cómo un caminar confiado hacia el Padre Dios; y va adelante aunque los demás no le comprendan, aunque tenga que pasar por un hombre diferente, un pazzarello, un loquillo que se acogiera a la ingenuidad para evadirse a la realidad ambiente. Frente a los prudentes que, en la orientación de la fraternidad, le aconsejan cordura y larga mirada, él repite tenazmente: «¡Hermanos, hermanos!, el Señor me llamó a mí por el camino de la sencillez y me mostró el camino de la sencillez».[6] En sus contemplaciones estaba habituado a pensar en Dios como «Trinidad perfecta y Unidad simple» (CtaO 52). En Dios la simplicidad es propiedad de su mismo ser. Para llegar a esa meta de unidad, Francisco sabe que no hay camino más seguro que el seguimiento sencillo de Jesucristo, «según la perfección del santo Evangelio» (FVCl 1). Para poseer la verdadera «sabiduría espiritual» es preciso «tener en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre» (2CtaF 67), y dejarse guiar por el Espíritu del Señor, que nos impulsa a la «pura sencillez» (1 R 17,15). Para llegar a la visión unitaria y sencilla de la existencia propia y del curso de la historia, que da la medida justa de las cosas, hace falta haberse elevado sobre la multiplicidad y disociación de las cosas terrenas y haber entrado en ese «conocimiento experimental, en el que -como enseña san Buenaventura- está la verdadera sabiduría».[7] Tal es la «pura y santa sencillez, que confunde a toda la sabiduría de este mundo y de la carne» (SalVir 10). San Francisco receló siempre del cultivo mundano y carnal de la ciencia. Estaba persuadido de que no podría llevarse a cabo sino con detrimento de ese precioso secreto de la compenetración fraterna. Profesaba rendida veneración a los letrados, pero temía que no estuvieran en condiciones de asimilar el ideal evangélico, tal como a él le había sido manifestado por el Dios Altísimo (LP 103). ¡Era tan bella y confortable aquella atmósfera de sencillez que él acertó a crear en torno a sí! Sencillez en las mutuas relaciones de los hermanos, sencillez en la apertura fraterna, sin doblez ni fingimiento, sencillez en la obediencia pronta y en el ejercicio del mando, sencillez en la comunicación externa. «En tal medida estaban repletos de santa simplicidad -escribe Celano-, tal era su inocencia de vida y pureza de corazón, que no sabían lo que era doblez; pues, como era una la fe, así era uno el espíritu, una la voluntad, una la caridad; siempre en coherencia de espíritus, en identidad de costumbres; iguales en el cultivo de la virtud; había conformidad en las mentes y coincidencia en la piedad de las acciones» (1 Cel 46; cf. 1 Cel 30). A veces se diría que, más que un compromiso serio de una vida, era un juego ingenuo sin transcendencia. Es la impresión que se recibe al leer el reglamento dado por el santo a los hermanos que vivían en los eremitorios y los relatos de tantos episodios relativos al primer decenio de la fraternidad. Más tarde, el libro de las Florecillas haría de ese juego sublime y heroico la característica más popular del primitivo franciscanismo. Son encarnación de la sencillez, hecha ideal de una vida: fray León, «la ovejuela de Dios»; fray Maseo, que sabía unir el candor del niño con la distinción del gentilhombre; fray Junípero, que dio en extremos comprometedores; y aun aquel fray Gil, mezcla de juglar y de pensador sentencioso. Nadie igualó, con todo, a fray Juan el Sencillo, a quien san Francisco «hizo su compañero preferido, en gracia a su sencillez», si bien hubo de prohibirle llevar esta virtud a límites desmesurados (LP 61). Hay pocos datos explícitos sobre el puesto que ocupaba la sencillez evangélica en la espiritualidad de santa Clara. Las declaraciones de las hermanas en el proceso dejan entrever un clima de vida fraterna natural e ingenua, de grande sinceridad. Clara refería con gran sencillez a las hermanas sus experiencias espirituales, sus sueños, el buen servicio que un día le hizo la gatita llevándole una toalla con estilo (Proc 4,8). En su Testamento recomienda vivamente la fidelidad en seguir «el camino de la santa sencillez, de la humildad y de la pobreza» (TestCl 56); y a Ermentrudis de Brujas: «Cumple con fidelidad el servicio que has abrazado en pobreza santa y humildad sincera» (5CtaCl 14). La sencillez ha sido nota permanente de los hijos de san Francisco y la razón principal de su popularidad. «Es distintivo vuestro -dijo Pío XII a los capuchinos- la sencillez, la bondad candorosa y la alegría santa».[8] La sociedad actual va reaccionando cada vez más contra todo lo que supone amaneramiento, ampulosidad, formalismo. La cultura barroca, con su culto al gesto, está superada. Hoy se busca la autenticidad. Un mensaje vivo de sinceridad y de sencillez tiene todas las garantías de éxito en nuestro mundo. Sinceridad es cualidad activa, viril. Quien es sincero por temperamento ama la verdad desnuda, pero en sus manos ésta puede herir, distanciando, si la bondad no suaviza sus aristas. El «cantaverdades» suele tener pocos amigos. Su mensaje es inerte. Sencillez, como cualidad natural, es propia de temperamentos receptivos -más fácil en el niño y en la mujer-; pero no siempre significa lealtad a la verdad. Hay personas diáfanas en apariencia que, no obstante, poseen el arte del fingimiento en grado elevado, y son tanto más peligrosas cuanto mejor saben envolverse en el encanto de la sencillez. Cuando la sinceridad y la sencillez son virtudes evangélicas, fruto de un esfuerzo purificador, se hermanan en el mismo amor a la verdad, liberándose, la primera del orgullo que la hace antisocial, y la segunda de la coquetería falaz. Pero no es virtud fácil la sencillez activa de quien se propone ser «el mismo por dentro y por fuera», como san Francisco. Cuanto más limitado se conoce el hombre, más tiende a la complicación, al montaje aparatoso, a la singularidad, y más uso hace del disimulo, de la intriga, de la adulación. Por el contrario, el cristiano que llega a situarse en la línea del Sermón de la montaña se siente seguro, y no tiene necesidad de añadir retórica a la afirmación pura de la verdad: «Sea vuestro lenguaje: 'sí, sí'; 'no, no': que lo que pasa de ahí procede del espíritu del mal» (Mt 5,37). «ALEGRES EN EL SEÑOR»[9] «Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia» (Adm 27,3). El espíritu aligerado de los afanes terrenos respira con holgura el gozo del vivir. San Francisco tiene el gran mérito de haber hermanado pobreza y alegría frente a aquel ideal, triste y amargado, de una pobreza reaccionaria, que propalaban las sectas de su tiempo, y frente al sentir común que siempre ha mirado como binomios inseparables riqueza y felicidad, pobreza y desdicha. El gozo se halla en la conjunción de lo sensible con lo espiritual. La felicidad, a la que aspira el hombre con todo su ser, se alcanza al entrar en el gozo del Señor. «¡Tú eres quietud, Señor Dios, tú eres gozo y alegría!», oraba san Francisco (AlD 4). Y ese gozo eterno, inagotable, de la plenitud divina es el que Cristo ha venido a comunicar a los hombres (Jn 15,11; 17,13). La alegría es patrimonio de los hijos de Dios. Jesús reaccionó abiertamente contra la manera farisaica de honrar a Dios con el continente triste y la cara mustia; quería a los suyos gozosos y atrayentes aun cuando ayunasen (Mt 6,16-18). Y san Pablo invita reiteradamente a los fieles a alegrarse en el Señor sin cesar y a hacer resonar sus asambleas con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando de corazón al Señor, una alegría que no necesita ser estimulada por el vino, sino que procede de la comunicación rebosante del Espíritu (Ef 5,18-19; Col 3,16). Ese gozo del Espíritu Santo acompaña invariablemente la aceptación del mensaje evangélico mediante la fe (1 Tes 1,6; Hch 8,39; 13,48-52); es fruto de la presencia del mismo Espíritu en el cristiano (Gal 5,22) y es también la manifestación del reino de Dios en nosotros y de la comunión de vida con Cristo cabeza y con sus miembros (Rm 14,17; Fil 4,1). Por eso al crecimiento en la fe y en la gracia acompaña el aumento de la alegría. Los fieles de las primeras comunidades respiraban plenamente esa atmósfera de gozo; tomaban juntos el alimento con alegría y sencillez de corazón (Hch 2,46); y se hacía más intenso y más puro al sobrevenir la persecución y las penalidades por causa del nombre de Jesús (Hch 5,41; 13,52); soportaban con gozo el despojo de sus bienes (Hb 10,34) y rebosaban de alegría en medio de la extrema pobreza (2 Cor 8,2). Así ha sucedido siempre que el ideal cristiano ha informado la vida de un grupo. En el siglo II, Hermas, el asceta de la alegría, coloca ésta entre las virtudes que edifican la Iglesia y la hermosean, y la tristeza entre los negros vicios que la afean y destruyen, y añade: «Arranca de ti la tristeza, que es el peor de los espíritus; revístete de la alegría, que es siempre acepta a Dios. El hombre alegre obra bien y piensa bien. El triste es malo en todo: contrista al Espíritu Santo, que le fue dado alegre al hombre. La oración del hombre triste no tiene fuerza para subir hasta el altar de Dios».[10] La razón fundamental de la alegría dei cristiano es el saber que el Señor está cerca (Fil 4,5). El acontecimiento de la salvación cumplida y la seguridad expectante del gozo sin fin es lo que anima la vida de la Iglesia peregrina. Por eso el sentimiento de gozo es algo esencial en la liturgia de casi todo el año, sentimiento condensado en la aclamación tan repetida del Aleluya, y es objeto de muchas de las oraciones de la Misa y del Oficio. Francisco, alegre por temperamento, lo fue, sobre todo, por el desasimiento liberador. Y difundía en torno suyo esa alegría contagiosa, cuyo secreto había hallado. Celano hace notar el desbordante regocijo que se apoderó del grupo de sus seguidores como efecto de aquel sentirse libres de cuanto pudiera darles satisfacción terrena: «Grande era su alegría cuando no veían ni tenían nada que vana y carnalmente pudiera excitarles a deleite» (1 Cel 35). La alegría espiritual redundaba al exterior, con frecuencia en manifestaciones incontenibles. De los primeros hermanos llegados a Inglaterra, refiere Tomás de Eccleston que andaban mal para observar aquel mínimo de silencio riguroso que se habían fijado, porque no podían vencer la tentación de la risa al verse el uno al otro.[11] Se daba tanta importancia a ese factor de la unión fraterna, que el fin primario de los capítulos anuales de la fraternidad era «alegrarse mutuamente en el Señor». Persuadido de la eficacia de la alegría sana para la vigorización y el testimonio del ideal abrazado, hizo promulgar san Francisco en uno de esos capítulos de los comienzos esta singular ordenación, que pasó a la Regla no bulada:
Así quería el santo a los caballeros de dama pobreza: pobres, humildes, sujetos a todos, pero alegres interior y exteriormente, llevando al mundo el mensaje de la alegría como juglares de Dios. No toleraba la tristeza en ninguno de ellos. A un hermano que se mostraba malhumorado, le dijo: «Si has pecado, llora tus pecados a ocultas, y solloza y gime ante Dios; pero al volver entre tus hermanos deja a un lado la tristeza y acomódate a los demás» (2 Cel 128; LP 120). Y enseñaba: «El diablo se alegra en gran manera cuando logra arrebatar el gozo del espíritu al siervo de Dios... Pero cuando la alegría espiritual llena los corazones, en vano esparce su veneno la infernal serpiente. No pueden los demonios dañar al servidor de Cristo cuando lo ven rebosante de alegría sana. Mas, si el ánimo está acongojado, desolado, y triste, con facilidad se deja dominar de la melancolía o busca satisfacción en los goces vanos» (2 Cel 125; LP 120). Llamaba a la melancolía «mal babilónico, que hace el juego al demonio y nos vuelve vulnerables a sus ataques». Y daba como remedio para ahuyentar prontamente la tristeza el recurso a la oración: «permanecer en presencia del Padre altísimo hasta recobrar la alegría saludable» (2 Cel 125). Es lo que hacía él para sobreponerse a los altibajos de su propio natural y para sobrellevar con valentía caballeresca sus dolencias. Pero no tenía reparo en echar mano de otros remedios legítimos de alegrar el espíritu. Hallándose en Rieti con fuertes molestias a los ojos, pidió a uno de sus compañeros, que en el siglo había sido un buen tañedor, que se procurara una guitarra en secreto y le cantara alguna canción, «para proporcionar descanso al hermano cuerpo, lleno de dolores». El hermano se resistió, alegando la extrañeza que causaría en los demás. Y el santo renunció a aquel solaz por aquello del «buen nombre». Pero durante la noche oyó sonar un instrumento invisible tan dulcemente, que su alma se llenó de consuelo (LP 66). Antes de que la enfermedad le tuviera postrado hallaba bien fácil manera de dar salida a las melancolías que llenaban su ánimo jubiloso. «Cantando las alabanzas de Dios» se fue por los bosques cuando hubo renunciado a la herencia paterna. Mientras trabajaba en la construcción de la capilla de San Damián invocaba cantando la caridad de sus conciudadanos. Cantando partió con fray Gil para su primera misión (1 Cel 16; 2Cel 13; TC 21 y 23). Lo corriente era dejar correr la inspiración entonando romanzas en lengua provenzal. A veces tomaba un palo del suelo, se lo aplicaba al brazo izquierdo, y con una varita, tensada con un hilo, en la mano derecha, remedaba los gestos del violinista, mientras cantaba las alabanzas del Señor. Y todo solía terminar en un éxtasis de amor y de gozo (2 Cel 127). La composición llamada técnicamente lauda era la preferida para sus mensajes espirituales. En sus escritos se hallan varias de esas canciones místicas (Alabanzas a Dios, Saludo a la Virgen, Saludo a las virtudes...); algunas fueron insertadas por él mismo en los últimos capítulos de la Regla no bulada. Francisco, que había cantado la vida antes y después de su conversión, por último recibió la muerte cantando. La alegría entraba en la pedagogía del santo con sus hermanos. Distinguía por ello la verdadera de la falsa alegría. Veía muy bien que los hermanos dotados del arte de alegrar a los demás lo pusieran al servicio de la convivencia fraterna. Pero no soportaba chocarrerías y bufonadas. La verdadera alegría -enseñaba- no necesita manifestarse en risas destempladas ni en algazara bulliciosa. «Nace de la pureza del corazón y se adquiere con el ejercicio de la oración». Sus frutos son: «el fervor y la diligencia, la prontitud y la preparación interior y exterior para ejercitarse alegremente en el bien» (EP 96). En una de sus Admoniciones dice el santo:
Pero esa verdadera alegría, llevada a la perfección, se cifra en el triunfo de la caridad y de la fidelidad a Jesucristo en las penalidades soportadas por amor a Él. Cuando Francisco llama «espiritual» a esa alegría no expresa un concepto ascético convencional. Es «espiritual» porque el gozo es uno de los frutos del Espíritu (Gal 5,22). La alegría cristiana no sólo no excluye el padecimiento, sino que con frecuencia se nutre de él. Yendo un día de camino con fray León, éste se sintió desfallecer. Pasaban junto a una viña, y el santo se hizo rápidamente con un buen racimo para reanimar a su compañero; pero en esto apareció el amo de la viña y la emprendió a palos con él. En el resto del camino Francisco acallaba el dolor del magullamiento canturriando de trecho en trecho:
Esta anécdota se halla en la línea de la florecilla de la perfecta alegría, tan popular y tan profundamente cristiana. Hay una evocación clara del capítulo 13 de la primera carta de san Pablo a los Corintios en la gradación que presenta Francisco de los motivos de regocijo que podría tener él como fundador de la fraternidad. En ninguno de ellos la alegría es perfecta. Sólo en sobrellevar con igualdad de ánimo el desprecio y la ingratitud de sus propios hermanos está la verdadera alegría (Florecillas 8). Es precisamente el sentido que aparece en el texto primitivo que sirvió como esbozo para el relato, un tanto cambiado, de las Florecillas y que es considerado como uno de los escritos personales del santo, dictado al hermano León probablemente en 1220 ó 1221, durante la crisis interna de la fraternidad, cuando el fundador presentía que tendría que renunciar al gobierno de la misma, viéndose como rechazado por los responsables: «¡Largo! Tú eres un simple y un ignorante... Somos ya tantos y tales, que no tenemos necesidad de ti... Te digo que si yo habré conservado la paciencia sin alterarme, aquí está la verdadera alegría...».[13] Debió de ser el mismo hermano León quien consignó, en el florilegio de Greccio, el relato que expresa la situación de fondo:
El beato Gil, bien formado en la escuela de Francisco, decía: «El hombre que se mantiene en la santa devoción siempre alegre y jubiloso se hace acreedor a la corona y al mérito del martirio».[14] Santa Clara mantuvo su espíritu alegre e inalterable, aun en medio de las enfermedades y de las luchas por la pobreza. Más aun, las mismas consecuencias de aquella pobreza voluntariamente abrazada eran fuente de gozo para el grupo encerrado en San Damián. Dice ella en su Testamento:
Las hermanas, en el proceso, hablan de esa alegría contagiosa que irradiaba de su rostro cuando venía de la contemplación; y afirman: «Siempre estaba alegre en el Señor; jamás la hemos visto alterada» (Proc 2,6). De ello tenemos el mejor testimonio en las cartas a Inés de Praga, llenas de sentimientos de júbilo espiritual:
«La verdadera alegría -se lee en la Regla de la comunidad de Taizé- es ante todo interior. Nunca la bufonería ha renovado la alegría. Hay un límite entre el humor franco y la ironía que hace helar la sonrisa. La burla, ese veneno de la vida común, es pérfida; a través de ella son lanzadas pretendidas verdades que no se tiene valor para decirlas cara a cara. Es traicionera, porque arruina la persona de un hermano delante de los otros. La alegría perfecta se halla en el despojo de un amor pacífico... No temas compartir con el hermano sus pruebas y sus sufrimientos: con frecuencia la perfección de la alegría, en comunión con Jesucristo, se halla en ese fondo de dolor. La alegría perfecta se da a sí misma. Quien la posee no busca ni gratitud ni benevolencia. Se renueva con sólo mirar la gratitud de Aquel que da en abundancia los bienes espirituales y terrestres. Es reconocimiento. Es acción de gracias».[15] Aun el humorismo, ese arte de dar con el lado grácil del vivir, que figura entre los signos de madurez personal, es fruto de una postura de renuncia. «Señor -oraba santo Tomás Moro-, no permitas que me preocupe demasiado de esta cosa embarazosa que se llama el yo. Señor, dame el sentido del humor».
NOTAS: [1] Cf. Admonición 27: «Donde hay caridad y sabiduría, allí no hay temor ni ignorancia. Donde hay paciencia y humildad, allí no hay ira ni perturbación. Donde hay pobreza con alegría, allí no hay codicia ni avaricia. Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia. Donde está el temor de Dios para custodiar su atrio, allí el enemigo no puede tener un lugar por donde entrar. Donde hay misericordia y discreción, allí no hay superfluidad ni endurecimiento». M. Steiner, El Saludo a las virtudes, de S. Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 16, núm. 46 (1987) 129-140; K. Esser, «De la virtud que ahuyenta el vicio (Adm 27), en Selecciones de Franciscanismo, vol. 21 (1992) 296-302 y 323-328; L. Braccaloni, Le virtù religiose fondamentali secondo la spiritualità francescana, en Studi Francescani 30 (1933) 145-170; F. S. Attal, Le virtù francescane, Roma 1947; A. Matanic, Virtù francescane, Roma 1964; Virtù, en DF, 1979-1988; A. Von Jansen, Traduction, sens et structure de la 27 admonition, en Franziskanische Studien 64 (1982) 111-127. [2] Cf. AA. VV., La speranza. Studi biblico-teologici del pensiero francescano, 2 vols., Brescia-Roma 1983. [3] Hch 2,46. Cf. Rm 12,8; 2 Cor 8,2; 9,11; 11,3; Ef 6,5; Fil 2,15; Col 3,22; 1 Pe 1. 22. Hermas, en el siglo II, enumera entre las virtudes cristianas la «sencillez» y la «alegría»: Padres apostólicos, ed. Ruiz Bueno, Madrid BAC, p. 1069. [4] B. Fieullien, Louange de la semplicité, Bruselas-París 1942; AA. VV., Prudenza e semplicità francescana, en Quaderni de Spiritualità Francescana 13, Asís 1966; L. Izzo, La semplicità nella spiritualità di Francesco d'Assisi, Roma 1971; Semplicità, en DF 1687-1706; Ch. Bigi, Sapienza, en DF 1615-1646; E. Mariani, Verità, en DF 1961-1968. [5] Sermo de nis, 11,7: PL 46, 47. [6] Fray León, citado por Ángel Clareno, Expositio Regulae, c. 10, ed. L. Oliger, Quaracchi 1972, 210. [7] De triplici via, I, 18. Opuscula mystica, Quaracchi 1965, 12. [8] Alocución del 5 de noviembre de 1948, en Analecta OFMCap 67 (1951) Supplem. p. 18. [9] O. Van Asseldonk, Francisco y sus seguidores, testigos de la alegría de Cristo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 12, núm. 34 (1983) 23-40; A. Bosch, La alegría en las cartas de santa Clara, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 15, núm. 45 (1986) 493-498; V. Casas, El evangelio de san Francisco: pobreza y alegría, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 18, núm. 52 (1989) 131-147; J. Recasens, Las cartas de Clara: una referencia «jubilar», en Selecciones de Franciscanismo, vol. 30, núm. 89 (2001) 277-294; A. Cresi, Il valore ascetico della perfetta letizia francescana, en Studi Francescani 44 (1948) 1-17; Marie de Saint-Damien, Le secret de la joie parfaite selon saint François et sainte Claire d'Assise, París 1965; M. Collarini, Le fonti della letizia francescana, en Vita Minorum 24 (1982) 53-63, 153-163; J. G. Bougerol, Letizia, en DF, 855-870; J. G. Bougerol, Umorismo, en DF, 1903-1906. [10] Padres apostólicos, ed. Ruiz Bueno, Madrid BAC, pp. 913-916, 992-993, 1069-1070. También san Isidoro colocará la tristeza entre los vicios capitales. [11] De adventu fratrum Minorum in Angliam, V, 28. [12] Florecilla recogida en un manuscrito de Darmstadt; cf. Archivum Franciscanum Historicum 15 (1922) 202-203. [13] Véase el texto de La verdadera y perfecta alegría, en Escritos de san Francisco. En el texto el santo habla sólo de verdadera alegría; no acostumbraba expresarse en términos de perfección. [14] Dicta beati Aegidii, Quaracchi 1905, 99. [15] Roger Scrutz, La Règle de Taizé, Presses de Taizé 1982, 37-38. |
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