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VOCACIÓN FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
Capítulo 13: El decreto Perfectae Caritatis del Concilio Vaticano II nos ha colocado en una perspectiva de la consagración en obediencia y de la función de la autoridad en la vida religiosa a la que no nos tenía habituados la ascética tradicional. El misterio de la obediencia redentora de Cristo y la visión de la vida en obediencia como una maduración de la libertad de los hijos de Dios han venido a iluminar el valor de la «obediencia activa y responsable» y la función de servicio de quien manda. Un mismo impulso de caridad debe llevar al superior y al súbdito a la búsqueda sincera de la voluntad salvífica de Dios. Mandar y obedecer es servir a la comunidad de hermanos y hacerse disponible para ser útil a todos los hombres. Para los hijos de san Francisco ha sido como un redescubrir la línea evangélica de la obediencia tal como la enseñó e inculcó el fundador. EN EL MISTERIO DE LA Francisco lo ve todo a la luz del seguimiento del Cristo pobre y crucificado. «Vivir en obediencia» representa para él la forma más elevada del desapropio por Jesucristo a impulsos del amor, culminación de la pobreza exterior e interior, sólo inferior al martirio. Como san Pablo (Rm 5,12-21), mira la realidad del pecado vinculada a la desobediencia original, y la salvación vinculada a la obediencia redentora de Cristo. Anteponer la propia voluntad al querer divino es imitar el pecado de Adán y realizar un acto de «apropiación» abusiva del don supremo de la libertad. Por el contrario, quien se desprende de esa voluntad por Dios sigue la vía de la salvación trazada por Cristo (cf. Adm 2 y 3). El motivo de la consagración voluntaria en obediencia no es otro que la participación en la obediencia sacerdotal del Salvador, que hizo de su sumisión amorosa al Padre el instrumento de la salvación del mundo, anonadándose para tomar la condición de esclavo y humillándose, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2,68); y experimentó, en sus padecimientos, la obediencia (Hb 5,8; cf. 10,5-10). Bellísima la expresión de san Francisco en la Carta a los hermanos de toda la Orden: todos deben observar fielmente la Regla y sujetarse a la obediencia, «porque nuestro Señor Jesucristo dio su vida para no perder la obediencia de su santísimo Padre (cf. Fil 2,8)» (CtaO 46). Y en la Carta a todos los fieles: «Puso su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no como yo quiero, sino como quieras tú (Mt 26,39). Y la voluntad del Padre fue que su Hijo bendito y glorioso, que él nos dio y que nació por nosotros, se ofreciera a sí mismo por su propia sangre como sacrificio y hostia en el ara de la cruz» (2CtaF 10-11). La obediencia franciscana es, por lo tanto, algo más que una exigencia de la disciplina monástica, algo más que un requisito del compromiso social y del buen orden. Es un imperativo de la propia conversión a Cristo. Es dar la respuesta a la moción del Espíritu Santo abriéndose a la acción divina, empeño de fidelidad a la vocación: «Pero ahora, después que hemos dejado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a él» (1 R 22,9). Por eso precisamente es tan exigente la obediencia franciscana. El hermano menor no obedece primariamente por los fines próximos del mandato, sino para ofrecer a Cristo el testimonio del amor mediante la máxima renuncia propia. «Obediencia impulsada por la caridad», llamará san Buenaventura a esta disposición espiritual.[2] Francisco quería tener siempre un superior inmediato a quien estar sujeto, a fin de no quedar privado del beneficio de la obediencia: «Firmemente quiero obedecer -dice en su Testamento- al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor» (Test 27-28). Y después de renunciar al gobierno de la Orden, dijo Francisco al Ministro general: «Quiero que confíes para siempre tu representación a uno de mis compañeros; le obedeceré como a ti, pues, por el bien y el valor de la obediencia, quiero que en vida y en muerte estés siempre conmigo» (LP 11). Este ejercicio de la obediencia por la obediencia -valga la expresión- aparece ya en los comienzos de la fraternidad, cuando el grupo se estructuraba en torno al fundador, guía espiritual más que superior. El santo acostumbraba, al salir de viaje, elegir de entre el grupo uno que fuese jefe de todos en el camino (TC 46; Llagas 1). No se trata de un gesto ascético de sumisión, abatimiento o despersonalización, sino de la disposición activa del seguidor de Cristo que hace por liberarse de sí mismo para elevarse al plano de la salvación. OBEDIENCIA, SERVICIO FRATERNO Es imposible entender el estilo de la obediencia franciscana sin el hecho anterior de la fraternidad y, por lo tanto, de la experiencia gozosa de la libertad cristiana en su propio clima. La libertad de los hijos de Dios, que es la autonomía personal llevada a madurez en Cristo mediante la presencia del Espíritu. Escribe san Pablo: «Vosotros, hermanos, habéis sido llamados a la libertad. Pero esta libertad no debe ser un pretexto para vivir a merced de la carne (de las propias tendencias); al contrario, la caridad os debe impulsar a poneros los unos al servicio de los otros» (Gal 5,13). Tenemos aquí otro de los textos bíblicos que son básicos para entender la noción de la obediencia franciscana; a la luz del mismo, ve Francisco las relaciones entre quien manda y quien obedece en la fraternidad como una porfía de servicio y de obediencia recíproca bajo el impulso de la caridad «espiritual». Escribe en la regla no bulada, precisamente en el contexto del binomio autoridad-obediencia: «Por la caridad del espíritu, sírvanse y obedézcanse voluntariamente los unos a los otros (cf. Gál 5,13). Y ésta es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo».[3] Es evidente la conexión del texto paulino con el de Mt 20,28: No he venido para ser servido, sino para servir, citado poco antes por el santo. La verdadera caridad es comunión de mentes y de corazones, que supone haberse desatado de las ataduras del propio yo -a esto llama san Francisco «perder el cuerpo» (Adm 3,3); y cuando se ha logrado la auténtica comunidad de hermanos, se busca la obediencia como la expresión mejor de la disponibilidad caritativa. Y así, del grupo reunido en el nombre de Cristo, donde todos tratan de servir, brota la autoridad, exigida por la necesidad de organizar el servicio. Obedeciendo, el hermano sirve al hermano y se abre a todos los hombres. Esta, obediencia, «que se convierte en obsequio a Dios y al prójimo», es la que merece el nombre de «verdadera y caritativa obediencia».[4] Y mientras que el hermano obediente refuerza la fraternidad, el indisciplinado rompe la comunión fraterna, colocándose fuera de ella por su egoísmo. «Es un homicida -dice san Francisco-, porque con su mal ejemplo es causa de la pérdida de muchas almas». Aun en el caso de que haya un abuso de autoridad, más todavía, aun cuando el religioso, obedeciendo a su conciencia, se oponga a la voluntad del superior, esto no es motivo para romper los lazos que le unen a la comunidad:
Esta consideración, más que la de mantener el principio de autoridad, le hacía mostrarse duro con los que se sustraían a la obediencia por seguir su propio antojo. El contexto es claro en la Regla no bulada:
La incorporación a la fraternidad, expresada en las dos reglas con la fórmula «ser recibido a la obediencia», lleva consigo el compromiso de sujetarse a ella como un derecho de la misma fraternidad. El fundador, tan respetuoso con la individualidad de cada hermano, aborrecía la singularidad; el genuino espíritu del Señor no inspira ponerse al margen del consorcio fraterno a merced del propio capricho o de la propia genialidad.[5] En la ascética usual la obediencia venía encuadrada en el esquema de la humildad. Los teólogos la referían a la justicia. Francisco la eleva en cierto modo al rango teologal y prefiere hermanarla con la caridad:
Tal es la obediencia franciscana tomada en toda su dimensión. La misma «caridad del espíritu», que crea entre los hermanos la porfía por servirse y obedecerse recíprocamente, es la que funde minoridad y obediencia en el bien superior de la fraternidad. Y como ésta tiene una irradiación indefinida hacia todos los hombres y aun hacia todos los seres creados, cabe ante toda creatura de Dios una actitud obediencial, que tiene su término en la voluntad, al menos permisiva, del mismo Dios. Fiel a esta concepción, Francisco no sólo quiere que los hermanos estén sometidos «a los pies de la Iglesia romana» y que miren como a «señores» a todos los clérigos y religiosos, sino que se declaren «siervos inútiles» de todos los cristianos sin excepción y muestren «mansedumbre hacia todos los hombres».[6] Y les enseña a ver en cada acontecimiento y en cada criatura irracional otros tantos instrumentos del designio amoroso de Dios. Rehúsa atajar el hermano fuego que prende en sus vestidos (LP 86), con el mismo espíritu con que prohíbe oponer resistencia a los salteadores (1 R 7,14) o forzar la voluntad de los prelados amparándose en breves pontificios. Es un perpetuo y atento aceptador de la voluntad del Dios altísimo. AUTORIDAD, FUNCIÓN DE SERVICIO El concepto de obediencia comprende por igual a súbditos y superiores. Unos y otros deben dejarse conducir por el «espíritu del Señor». Cada hermano busca en la sumisión al superior la garantía de la autenticidad de la inspiración divina, su «gracia» personal, y puede decirse que el papel del superior es, ante todo, descubrirla en el hermano y ayudarle a realizarla arrimado a sus hermanos. Francisco tiene fe viva en la presencia activa del Espíritu en la fraternidad entera y en cada uno de los hermanos; confía en la apertura de todos a la «unción del mismo Espíritu Santo que les enseña y enseñará todo lo conveniente» (LP 97). Por eso teme ligar su libertad de acción con prescripciones meticulosas. El ejemplo más significativo de esa mentalidad del santo, atento siempre a no estorbar ni en sí ni en los otros «el espíritu del Señor y su santa operación», nos lo ofrece la extraña carta a fray León: «Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven» (CtaL 3-4). La iniciativa personal entra así en juego, en la vida de obediencia, como ejercicio de libertad, y se funde con la razón misma de la renuncia a la voluntad propia por Dios y con el derecho primario de obedecer a Dios antes que a los hombres. De aquí deriva esa especie de «fuero» del súbdito, la defensa frente al superior cuando éste violenta la llamada del Espíritu en el hermano. Francisco tiene una gran preocupación por recordar a los ministros los límites de la autoridad: la conciencia personal y la fidelidad a la vocación evangélica, dos derechos inherentes a la libertad moral y al carácter responsable de la obediencia. Más aún, en la Regla no bulada coloca a los superiores bajo la vigilancia fraterna y la corrección eficaz de los súbditos (1 R 4,3; 5,2-3). En la Regla bulada quedó suavizada esa acción fiscalizadora, que en la intención del fundador debía proteger la pureza de la vida evangélica contra los dictámenes de la prudencia humana; pero quedó afirmada todavía la legítima resistencia cuando el superior ordena algo «contra la conciencia o contra la Regla», así como el recurso al ministro cuando a un hermano le resulta imposible «guardar la Regla espiritualmente» en el lugar donde ha sido destinado, debido a la actitud de su superior inmediato o al ambiente interno o externo.[7] La interpretación concreta del ideal no le viene, por lo tanto, al súbdito a través del superior, sino que él mismo es responsable ante Dios de la rectitud con que lo vive. En los comienzos, bajo la guía de Francisco, a quien el grupo había prometido obediencia como él la había prometido al Papa, era el amor fraterno el que dictaba los cánones del ejercicio de la autoridad, siempre bajo el impulso del «espíritu del Señor». La espontaneidad, y aun la improvisación, entraban como componente de la aventura evangélica. Pero, andando el tiempo, fue necesario constituir agrupaciones regionales y dar al conjunto una organización, cada vez más necesaria según aumentaba el número. El fundador se mostró siempre reacio a una jerarquización vertical, temiendo por los valores de la fraternidad. El ejercicio jurídico del mando tiende a desnivelar la igualdad. Al final de su vida, con todo, hubo de avanzar hacia un reforzamiento de la autoridad de los superiores para salir al paso a la indisciplina. Pero siguió llamándolos ministros y siervos, designación que hallaba justificada en las enseñanzas y en el ejemplo de Jesús. Había escrito en la Regla no bulada:
El deber de guiar a sus frailes es el más importante servicio fraterno y lleva consigo, ante todo, el de «cuidar de las almas de los hermanos»: visitarlos y amonestarlos «humilde y caritativamente», confortarlos espiritualmente, instruirlos. Todos, oficios de servicio (1 R 4,2; 2 R 10,1). A medida que la fraternidad se estructuraba internamente, la designación ministros fue reservada a los superiores mayores; los demás se llamaron custodios, vocablo que dice relación al oficio de «guardar a los hermanos», que Francisco asigna a las «madres» en los eremitorios (REr 1 y 10). Cuando se compuso la Regla definitiva estaba aún imprecisa la terminología; en ella el ministro general es llamado también «custodio» (c. 8). No existía como cargo definido el de superior local, ya que aún no había fraternidades locales fijas. Al aparecer éstas, el superior recibió el nombre de guardianus, «guardián», para distinguirlo del custos o superior comarcal. Se trata del mismo vocablo en su forma vulgar de origen germánico. Consta abundantemente cómo quería el santo que se entendiera ese oficio de «servir» y «guardar» a los hermanos. Era primariamente una grave responsabilidad pastoral:
Francisco no era amigo de terminologías convencionales. Ser «ministro y siervo» es ponerse humilde y caritativamente al servicio de los hermanos y conducirse con ellos «con tanta familiaridad, que ellos les puedan decir y hacer como los señores a sus siervos: porque así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,5-6). Este deber de caridad les urge principalmente para con los enfermos de cuerpo o de alma. El enfermo de espíritu -el hermano caído en pecado- ha de ser tratado con amor delicado y compasivo (véase el cap. 12). En 1223 escribía a uno de los ministros:
La Vida II de Celano y el Espejo de Perfección ponen en boca del santo un retrato del ministro general que, si bien entreverado de conceptos impropios de él y de alusiones de larga intención, refleja bastante bien la idea que tenía del superior:
Si las arbitrariedades y las parcialidades son la deformación de la figura del superior, sobre todo por lo que en ellas hay de abuso de un afecto que se debe a todos -amores privati-, mucho más lo es la ambición. Andar procurándose el «servicio» de los hermanos o apegarse al cargo que uno desempeña es hacerse reo del pecado de apropiación:
En los tan abundantes textos personales de Francisco sobre las relaciones entre súbditos y superiores, no sólo se descartan intencionadamente los apelativos de tradición monástica que denotan autoridad, sino que ni se halla siquiera el de Padre aplicado al superior. La fraternidad de los menores no es una estructura familiar presidida por el paterfamilias, sino una agrupación de hermanos perfectamente nivelados y comprometidos en el mutuo servicio, estrechados con un afecto superior al que una madre tiene por su hijo. Por eso encaja mejor el papel de la madre, que en la familia representa la solicitud abnegada y previsora. Es el sentido que tiene en la reglamentación de los eremitorios: los hermanos se turnan en el oficio de «madres», haciendo entonces la vida de Marta y «guardando» a sus hijos que hacen la vida de María. En cierta ocasión el mismo fundador se oyó llamar «madre carísima» por fray Pacífico, el trovador (2 Cel 137); y en la afectuosísima carta a fray León le llama «hijo mío» y le habla «como una madre». Celano dice, en la Vida primera, que el santo «había elegido por madre a fray Elías y lo había constituido padre de los demás hermanos» (1 Cel 98). En las dos reglas los «ministros y siervos» son llamados sencillamente hermanos (1 R 4,2; 5,9; 6,3; 2 R 10,1). El mismo fundador, aunque en realidad era mirado por todos como «padre» y tenía la conciencia y los sentimientos de padre para con los hermanos y para con las damas de San Damián, parece que no consintió que se le diera ese título en forma pública. «Hermanos, esto dice el Hermano», anunció fray Elías en el capítulo de 1221; y explica el cronista Jordán de Giano, allí presente, que Francisco «era llamado por los hermanos, como por excelencia, el Hermano» (Crónica, 17). Otra cosa sería después de su muerte. En la circular de fray Elías anunciando a la fraternidad entera la dolorosa orfandad en que todos quedaban, hay como cierta vacilación entre seguir dándole el apelativo de Hermano o romper ya a invocarlo como Padre: primero le llora como a «hermano y padre», más adelante como a «padre y hermano», por fin sólo como a «padre».[10] Santa Clara, al cabo de tres años de experiencia de vida fraterna, sin otra autoridad que la acción del Espíritu y la guía de Francisco, «a ruegos e instancias de éste, que casi la obligó, aceptó el régimen de las hermanas» (Proc 1,6). Hubo de aceptar, además, el ser llamada abadesa, en virtud de la Regla benedictina, título al que correspondía el tratamiento de madonna (señora). Pero de puertas adentro ella se declarará hasta la muerte sierva de Cristo y de las hermanas pobres.[11] Si bien quería que la abadesa fuese mirada como madre y que, como tal, se hiciera obedecer por amor, cuando ella se dirige a las religiosas, en la Regla y en el Testamento, no las llama hijas, sino invariablemente hermanas. Ni asomo de un maternalismo meloso después de cuarenta años de gobierno; una excepción, tal vez, quiso hacer con Inés de Praga, verdadera hija espiritual, como se ve en sus cartas. Se condujo siempre como una hermana mayor -«hermana y madre»- (BenCl), solícita en proveer a la necesidad de cada una, disponible para toda clase de servicios, por humildes que fueran, «gustando más de obedecer que de mandar, de servir entre las siervas de Cristo antes que de ser servida» (LCl 12). He aquí cómo la vieron sus propias súbditas:
Vale la pena reproducir el elogio con que la bula de canonización resume el estilo de gobierno de la santa:
Podemos así comprender los conceptos expresados por Clara en su Testamento. Después de recomendar vivamente la unión fraterna, añade:
En la Regla quiso la santa repetir algunas de estas recomendaciones, añadiendo, según la Regla no bulada de san Francisco, la mención de la responsabilidad de la abadesa como guía espiritual de la fraternidad: «Habrá de dar cuenta de la grey a ella confiada». Y después, con las palabras del retrato del ministro general atribuido al santo fundador y con otros conceptos propios, traza nuevamente la figura de la superiora:
LA RENUNCIA A LA VOLUNTAD PROPIA Si por un lado el fundador temía un autoritarismo incontrolado e hizo lo posible por evitarlo, por otro exigía en los hermanos una obediencia total, sin otros límites que los ya indicados: la conciencia y la fidelidad a la vida prometida. La prontitud para obedecer «en todas las cosas que prometieron al Señor guardar» halla su razón de ser en el motivo fundamental: «Recuerden que han renunciado por Dios a la voluntad propia» (2 R 10,2; RCl 10,2). No se trata de una mera disposición receptiva, como en espera de que el superior tome la delantera. Muy al contrario, cada hermano sabe que se mueve positivamente dentro de la obediencia siempre que obra por propia iniciativa conforme al dictado de su recta intención, echando mano de sus propios recursos y eligiendo, bajo su responsabilidad, dócil a la «inspiración divina», la manera de servir a Dios y a los hermanos. El punto de partida y la razón última es el seguimiento de Cristo, una aventura que hay que llevar adelante con todos los riesgos y sorpresas que puede ofrecer, y que cada llamado ha de afrontar sin ceder a la tentación de descargar la responsabilidad en otro. En la doctrina de Francisco no aparece nunca la idea de que el responsable ante Dios es el superior y de que al súbdito no le toca sino obedecer, sin juzgar si lo que le mandan es racional o no. El ejercicio de la obediencia no es ni ese tipo de sumisión «ciega», acuñado desde los padres del yermo, ni un medio de «doblegar la voluntad» -fractio voluntatis-, que tenía como meta lograr que el monje «no haga ni más ni menos, ni de otra forma, que como se le manda».[13] Obediencia y libertad quedan coordinadas, en un plano genuinamente cristiano, al amparo de la caridad. Y cuando entran en conflicto, ya sea por abuso egoísta ya por la simple limitación humana, la solución no se ha de buscar en la rebeldía orgullosa, sino en la resistencia humilde, que no rompe la comunión con el hermano investido de autoridad ni con el grupo de los hermanos. Todo esto lo hallamos enseñado en la insuperable Admonición tercera, que ha de ser leída en el contexto de la fraternidad organizada ya en agrupaciones de hermanos bajo la guía de superiores regionales, pero aún fundamentalmente dispersa, con gran libertad de acción por parte de cada hermano. El fundador responde a tres casos típicos que podían presentarse, y que no eran meramente hipotéticos: 1) el hermano que obra por propia iniciativa, ¿vive en obediencia?; 2) en el conflicto de opiniones entre un hermano y su superior, ¿cuál ha de ser la solución?; 3) en el conflicto moral, cuando el hermano no puede hacer en conciencia lo que le manda el superior -objeción de conciencia-, ¿cómo habrá de conducirse? Francisco, ante todo, pone por delante la disposición evangélica necesaria para poder situarse como conviene en cada uno de los tres casos: la renuncia total, hasta el punto de dar la propia vida en el seguimiento de Cristo (Lc 9,24; 14,33); y además, «entregarse plenamente en las manos del superior». En cuanto al primer caso, la respuesta del santo es neta: el hermano que obra por propia iniciativa «vive en la verdadera obediencia», con dos condiciones: que no haya una prohibición de parte del superior y que lo que hace sea bueno. En el segundo caso, la solución se impone por razón del bien primario, que es la unión fraterna: el hermano haga la renuncia de su punto de vista, aceptando el del superior, en obsequio a Dios y a los hermanos; éstos tienen derecho, por el bien de todos, a que cada uno acepte las decisiones de quien tiene la responsabilidad; por esta razón esa renuncia se convierte en obediencia caritativa, esto es, exigida por la caridad y en función de la caridad. El tercer caso, más delicado, recibe del santo una respuesta por demás inteligente y profunda: ¡no obedecer!, porque, como él mismo enseña, «nadie está obligado a obedecer donde se comete pecado» (2CtaF 41); pero no separarse del superior ni del grupo que lo apoya, aunque por razón de tal actitud tenga que soportar persecución: «Amelos más por amor de Dios». Entonces su desobediencia viene a ser, en realidad, «perfecta obediencia, porque da su vida por sus hermanos». Por el contrario el que vuelve a tomar la voluntad a que había renunciado, sustrayéndose a la obediencia, es un homicida. Santa Clara transcribe textualmente, en su Regla, el concepto de obediencia expresado por san Francisco en la suya, pero en el Testamento había introducido un adjetivo muy significativo: «Las hermanas que son súbditas recuerden que, por Dios, negaron sus propias voluntades. Por eso, quiero que obedezcan a su madre, como lo han prometido al Señor, con una voluntad espontánea» (TestCl 67-68; cf. RCl 10,2-3). No era una pedagogía fácil la de la obediencia activa, pero «desapropiada». «Hijo, ¿no has aprendido ni entendido aún qué cosa es oración? Verdadera oración es hacer la voluntad del Prelado; y es indicio de grande soberbia en el que sometió su cuello al yugo de la obediencia santa el querer sacudirlo con alguna excusa para hacer la propia voluntad, aunque le parezca que obra más perfectamente», dijo fray Gil a uno que fue a lamentarse con él de que el guardián le mandaba ir por la limosna sacándolo del sosiego de la oración.[14] Había aprendido esa doctrina en la escuela de san Francisco, que supo introducir a sus primeros compañeros en ese estilo de ejecución pronta e ilimitada de la orden recibida, como exigencia del espíritu de donación fraterna y de pobreza interior (1Cel 39; 2 Cel 44; LP 68). Solía repetir a los hermanos: «Entre otras gracias, el Altísimo me ha concedido la de obedecer tan diligentemente a un novicio de un día, si él fuese mi guardián, como al primero o más anciano en la vida y religión de los hermanos. El súbdito debe ver, en efecto, en su prelado no al hombre, sino a Dios, por cuyo amor se hizo súbdito» (LP 11). Por su aversión a la singularidad y para hallarse en estado de total dependencia y de desapropio, renunció a la libertad de escogerse sus compañeros, cuando cesó en el puesto de general (2 Cel 144). Francisco, que insistió hasta el fin de su vida en llamar a los superiores «ministros y siervos» y que quería que éstos trataran a los hermanos súbditos como a «sus señores», dispuestos siempre a dejarse usar y abusar de ellos (2 R 10,5-6), legó en el Testamento su propia profesión de obediencia rendida en estos términos:
No es mera fórmula de cortesía la expresión «mi señor» con que saluda al ministro general, fray Elías, en la carta al capítulo general (CtaO 40). Cierto, se trata de la reacción del fundador frente a la indisciplina que iba cundiendo con el crecer de la fraternidad y frente a la resistencia de cierto sector a admitir otra autoridad que no fuera la de él. Pero aun así queda patente la grandeza y la belleza de la obediencia tal como él la entiende: el hermano que tiene el «cargo de los hermanos» les sirve como a señores, y cada hermano se confía a la obediencia mirando a su vez al hermano «siervo» como a su señor. Porfía de servicio mutuo, en que cada cual acepta el lugar que le corresponde. La imagen del cadáver, con que Francisco habría descrito al verdadero obediente (2 Cel 152) y que tres siglos más tarde haría suya san Ignacio, no sabemos hasta dónde responde al concepto que él tenía de la actitud del súbdito. Como muchas otras máximas puestas en labios del santo en la Vida II de Celano, puede reflejar más bien una ascética y una pedagogía de tipo conventual, infiltrada tardíamente en la Orden. Aun siendo auténtica, más bien habría que referirla a la enseñanza contenida en la Admonición 4, arriba citada, y en la 19, que habla de la humildad y no de la obediencia:
Menos aún hay que dar por auténticos ciertos métodos de formación para la obediencia, atribuidos al santo en época tardía, en oposición absoluta con su respeto a la persona, por ejemplo el episodio de los dos novicios a los que Francisco habría mandado, en Montecasale, plantar las coles con la raíz hacia arriba y las hojas bajo tierra.[16] EL RIESGO DE LA OBEDIENCIA FRANCISCANA Cuanto tiene de bella y liberadora la sumisión del religioso, tiene de difícil y comprometida la función de servicio en el que manda. No es tarea grata la de regir un grupo en que cada hermano tiene derecho a afirmar su individualidad y a oponer, en cualquier momento, a la orden del superior el dictado del espíritu que obra en él. Lo experimentaba a costa suya aquel ministro al que el mismo Francisco hubo de animar a seguir con la carga, sin ceder a la tentación de presentar la renuncia para retirarse a un eremitorio; con sagaz penetración le hace ver que toda su desazón proviene de la pretensión de imponer a los demás su manera personal de entender la perfección:
La manera franciscana de entender las relaciones súbdito-superior lleva consigo un serio peligro: la indisciplina. Y ésta sobreviene siempre que los religiosos pierden de vista la altura de su ideal y el bien intrínseco de la obediencia. A este peligro se sale al encuentro entonces con un reforzamiento de la autoridad y de la observancia: paulatinamente lo que cuenta es sólo la sumisión, mirada como el medio de sujetar a los religiosos al orden y comunicar eficacia a la institución. En torno al concepto de la obediencia-sumisión se construyen unos principios ascéticos y unos recursos pedagógicos de tipo utilitario, sin vigor teológico y sin esa maduración de la libertad de los hijos de Dios, que debería ser su fruto. Concebida la obediencia como medio de lograr que el individuo concurra a los intereses de la colectividad, sin otra perspectiva, es inseparable de la disciplina. Pero en la concepción franciscana la obediencia no mira en primer término a la funcionalidad del mandato; por eso la disciplina no es inherente a la obediencia, o lo es muy accidentalmente. Aquí estriba el valor y al mismo tiempo la aventura de la obediencia minorítica. El obediente halla en su propia sumisión libre un recurso para agrandar su personalidad, haciendo fecundos sus propios dones; él mismo se disciplina, obedeciendo. Así se explica la originalidad, fuera de serie, de las grandes personalidades que hallamos en la historia franciscana. Pero, ¿qué sucede con la masa de los religiosos cuando decae el espíritu? La holgura disciplinar es interpretada como margen para una vida cómoda y libre, el servicio recíproco cede el puesto al individualismo egoísta, y la fraternidad queda arruinada. El mismo san Francisco hubo de medir, con amargura, la gravedad de ese peligro, y trató de atajarlo en sus últimos años abriendo la mano a los ministros para la severidad con los hermanos que no procedían con sinceridad. Pero no abandonó su postura de fiarse de los hombres. Tenía confianza en la docilidad al Espíritu tanto en los súbditos como en los superiores. Por eso, al mismo tiempo que protegía a los primeros contra el autoritarismo, tuvo buen cuidado de no encerrar en términos legales la potestad de los segundos. La Regla les deja guiarse «como mejor les pareciere según Dios»; su autoridad, especialmente la del general, es prácticamente absoluta, ya que incluso deja en manos de ellos la convocación de los capítulos. La experiencia del generalato de fray Elías fue decisiva en la interpretación práctica de la obediencia y de la autoridad. No sólo se tuvo a raya a los indisciplinados, sino que aun los fervorosos compañeros del fundador, que no se resignaban a ver desaparecer la espontaneidad primitiva, hubieron de probar el rigor de un encarrilamiento organizado. La unidad de gobierno fue convirtiéndose, en las manos hábiles de fray Elías, en instrumento de centralización sofocante, que al fin provocó la reacción. Pero los que, en 1239, tomaron medidas constitucionales para prevenir la recaída en el absolutismo, en realidad no echaron marcha atrás. La institución se hizo más democrática, pero no más fraterna. El gobierno quedó virtualmente reservado a los sacerdotes; la comunidad -local, provincial, general- tendió desde entonces a la estructura piramidal, y el principio de autoridad se fue asentando sobre bases jurídicas. La misma movilidad de la Orden y su libertad de acción hacían necesaria una disciplina coherente y, para lograrla, la introducción progresiva de procedimientos penales, que recibirían forma en las Constituciones de Narbona (1260). La persona del superior fue rodeándose de honores y consideraciones que imitaban la tradición monástica, y los jóvenes novicios eran educados en las muestras de respeto que debían tributar a los hermanos que ostentaban la autoridad.[17] Cuando más tarde hagan su aparición las reformas, bajo la consigna del retorno a los orígenes, habrá siempre un esfuerzo por recobrar la espontaneidad y el sentido horizontal de las relaciones entre súbditos y superiores en ambiente de familia. Pero no hallarán otro recurso, para garantizar la actitud de servicio de los superiores, que el de institucionalizar la desconfianza para con ellos poniendo límites jurídicos a su autoridad y, sobre todo, reduciendo lo más posible la duración de los cargos, según aquel principio que repetía Salimbene: «El frecuente cambio de superiores conserva las religiones».[18] Como ya hemos visto, no era amigo san Francisco de soluciones jurídicas cuando se trataba de orientar evangélicamente la vida interna de la fraternidad. Prefería fiarse de la acción del Espíritu así en los de abajo como en los de arriba. No es la fijación de derechos lo que vitaliza la unión fraterna. Institucionalizar la desconfianza, en cualquiera de las dos vertientes, es herir de muerte la «obediencia caritativa». * * * En la trayectoria que actualmente va tomando la renovación de las instituciones franciscanas es posible que nos vayamos acercando otra vez al genuino concepto de la obediencia como la quería san Francisco. Cuando él lo formulaba, el superior no era todavía el responsable y organizador de las actividades de los hermanos; cada cual quedaba libre en su campo profesional, digámoslo así; el trabajo manual, lo mismo que el ministerio de la palabra o el servicio de los leprosos, era de iniciativa personal, pero bajo la obediencia. La fraternidad como tal no asumía compromiso alguno de acción externa. Los hermanos se sentían «guardados», «visitados», «amonestados», unificados en la familia regional o local por el ministro y siervo, pero no empleados por él. La obediencia, repitámoslo, no era valorada en función de los resultados de la institución. El cambio se realizó bajo fray Elías, el gran organizador y planificador. Y una vez completada la evolución, san Buenaventura describiría en estos términos el papel del «prelado» al frente de su comunidad:
Hoy no estamos para concebir la obediencia como un mecanismo de «mandatos y concesiones». Numerosas experiencias de fraternidades de trabajo y de testimonio están indicando, por otra parte, una voluntad de volver a situaciones muy semejantes a la de la primera fraternidad franciscana. Aun la misma vida de las comunidades de ministerio en centros urbanos, con su heterogeneidad de actividades, de horarios, de medios de trabajo, está haciendo anacrónica la figura del superior como vértice de un grupo orgánicamente maniobrado en función de la vida regular o de la acción externa. Se tiende más bien a mirarlo como animador de la fraternidad, centro de comunión, agente de renovación mantenida, más que cabeza jerárquica. Pero un cambio así supone el hecho precedente de hermandad espiritual saturada de sentido de renuncia y de caridad operante. El hermano que manda ha de fiarse del espíritu del Señor que obra en cada uno de sus hermanos, es decir de su sinceridad de consagrado, y ha de correr el riesgo de la posible indisciplina; pero el hermano que obedece ha de fiarse también, por su parte, de la sinceridad y de la rectitud del superior, y ha de correr el riesgo del posible abuso de autoridad, ya que también él es hombre limitado.
NOTAS: [1] J. Micó, La obediencia franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 21 (1992) 77-101, con bibliografía; K. Esser, Sujeción para la libertad. La obediencia según san Francisco de Asís, en Temas espirituales, Ed. Franciscana Aránzazu 1980, 97-120; K. Esser, Autoridad y obediencia en la primitiva familia franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 1, núm. 3 (1972) 17-30; L. Iriarte, La «obediencia caritativa» en la doctrina de san Francisco, en Estudios Franciscanos 70 (1969) 303-328; AA. VV., L'obbedienza nella spiritualità francescana, en Quaderni di Spiritualità Francescana 16, Asís 1968; O. Van Asseldonk, Fraternità, obbedienza e libertà alla luce della primitiva esperienza, en La lettera e lo spirito, II, Roma 1985, 241-262; G. Odoardi, Ministro, servo, servizio, custode, guardiano, en DF, 967-996; S. López, Obbedienza, comando, autorità, en DF, 1111-1132; E. Mariani, Volontà di Dio, en DF, 2007-2018. [2] IV Sententiarum; Opera omnia, IV, 322; véase también Breviloquium, ibid. V, 229. [3] 1 R 5,14-15. Téngase en cuenta que Francisco se sirve de la versión Vulgata de la Biblia, en la cual se lee: per caritatem spiritus. Ya san Benito había inculcado la obediencia recíproca entre sus monjes: Regla, c. 71,1 y 72,6. [4] Adm 1,3- 6: «Dice el Señor en el Evangelio: El que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío (Lc 14,33); y: El que quiera salvar su vida, la perderá (Lc 9,24). Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado. Y todo lo que hace y dice que él sepa que no es contra la voluntad del prelado, mientras sea bueno lo que hace, es verdadera obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve cosas mejores y más útiles para su alma que aquellas que le ordena el prelado, sacrifique voluntariamente sus cosas a Dios, y aplíquese en cambio a cumplir con obras las cosas que son del prelado. Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), porque satisface a Dios y al prójimo». La expresión la ha hallado Francisco en la carta de Pedro, muy meditada por él: Oboedientia caritatis. [5] Véase 1 R 2,9-13; 2 R 2,11; RCl 2,14; CtaO 45-46; 2 Cel 32-33. [6] 1 R Pról 4; 11,1; 19,1; 23,7; 2 R 1,2-3; 3,1.10; 12,3-4; Test 31. [7] 1 R 5,2-6; 6,1-2; 2 R 10,4-6. De creer a lo que refiere fray León, Honorio III habría obligado a san Francisco a mitigar el texto (cf. Ángel Clareno, Expositio Regulae, ed. L. Oliger, Quaracchi 1912, cap. X, p. 204-206). [8] 1 R 4,6; 5, 1. Idéntica expresión existía ya en la Regla de san Benito, cap. 2,38: «Tenga como cierto el abad que habrá de dar cuenta ante Dios de sus almas en el día del juicio». [9] Adm 4. Tanto magis sibi loculos componunt, dice al final en expresión característica de Francisco para designar la «apropiación» egoísta. [10] Carta de fray Elías; texto en H. Boehmer, Analekten zur Geschichte des Franziskus von Assisi, Tübingen 1961, p. 61-63. [11] TestCl 37. 79; BenCl 6; 1CtaCl 1; 2CtaCl 2; 3CtaCl 2; 4CtaCl 2. [12] Bula de canonización, 10; cf. ed. I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara, Madrid, BAC, 19994, p. 121. [13] Cf. San Bernardo, Liber de praecepto et dispensatione, PL 182, 867-884; Sermo in Epiph., PL 185, 140; Sermo de diversis, ibid. 656-657. [14] Vida de fray Gil, c. 4; puede verse a continuación de las Florecillas, en Legísima-Gómez Canedo, San Francisco de Asís. Sus escritos. Las Florecillas... Madrid, BAC-4, 19715, p. 225. [15] Adm 19,3-4. Los exempla, de sabor macabro, al servicio de una pedagogía nada evangélica de la obediencia monástica, menudeaban en la época. Cf. P. Sabatier, Speculum Perfectionis, Manchester 1928, p. 127, nota a. Por el mismo motivo habrá que desconfiar también de la autenticidad del relato recogido por las Conformidades (Fruto 17,2): A un hermano, que se ha mostrado desobediente para con su superior, Francisco le ordena desnudarse, le hace cavar una fosa y le manda colocarse en ella; lo cubre de tierra hasta la barbilla, y le pregunta: «¿Estás ya muerto, hermano, estás muerto?». Respondiendo él que sí, y el santo le amonesta: «Levántate y, si verdaderamente estás muerto, como debes, obedece prontamente a tu superior y no resistas en nada, como un muerto en nada opone resistencia». [16] Viene de una compilación del siglo XIV; cf. Archivum Franciscanum Historicum 20 (1927) 538. [17] Cf. L. Iriarte, Communitatis franciscalis evolutio historica, l. c., 141-144. [18] Liber de praelato, en Chronica fratris Salimbene de Adam, en Monumenta Germ. Hist., SS XXXII, 112. [19] De sex alis seraphim, c. 6,13, en Opuscula mystica, Quaracchi 1965, 324-325; Opera omnia, VIII, 145. |
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