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FRANCISCO, MAESTRO DE
ORACIÓN |
. | Capítulo IX (bis)
Frente al terror y la injusticia, el hambre y la miseria, frente a la amenaza atómica y el peligro de la contaminación, frente a la angustia y desesperación de tantos seres humanos, los cristianos elevamos al Padre la anhelante y confiada súplica: «Venga a nosotros tu reino». El Reino de Dios viene, y crece, donde los hombres, «por Dios», hacen este mundo más luminoso y santo. Francisco de Asís fue uno de tales hombres. Y aún hoy se sigue hablando de él y de su testimonio. En nuestro tiempo son muchas las personas, pertenecientes a diversas confesiones y religiones, que orientan su propia vida a la luz de la palabra y el ejemplo del Pobrecillo de Asís. El elemento esencial de la vida de Francisco es el seguimiento de Jesús, el Crucificado y Resucitado. Y así como el punto central de la predicación de Jesús fue el anuncio de la venida del Reino de Dios, así también el centro de la oración de Francisco fue la petición de la venida del Reino de Dios. En su Paráfrasis del Padrenuestro nos dejó una meditación sobre la oración del Señor, que nos permite descubrir en Francisco a un gran orante. En ella nos muestra de manera convincente que la oración no nos separa del mundo. Él, que había abandonado el mundo -«salí del siglo», nos dirá en su Testamento-, volvió al mundo de una manera diferente en la oración y gracias a la oración. Así nos lo atestigua su Paráfrasis del Padrenuestro, tema del presente trabajo. I. VENGA A NOSOTROS TU
REINO: Mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios Cada vez que rezan el Padrenuestro, los cristianos piden la venida del Reino de Dios. ¿Significa tal petición que los cristianos quieren escapar de este mundo a otro? ¿O que acaso esperan que, de forma casi automática -valga la expresión-, venga a nosotros otro mundo? ¿No serían peligrosas ambas cosas? Jesús habló del Reino de Dios sirviéndose de comparaciones e imágenes. No dio ninguna definición que determinara de una vez por todas qué es el Reino de Dios. En la parábola del grano de mostaza y en la de la semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-32), deja patente que el Reino de Dios es ante todo don de Dios y no producto del hombre. Por otra parte, Jesús nos exige encarecidamente que busquemos el Reino de Dios con todas nuestras fuerzas (Lc 12,31) y nos esforcemos por conquistarlo (Mt 16,16). En la introducción al sermón de la montaña se dice: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 4,23). Enseñar, predicar y curar aparecen como las tres actuaciones decisivas de Jesús. Jesús no se limita a proclamar de palabra el Reino de Dios, sino que, además, lo hace perceptible con sus actos. El Reino de Dios no es algo meramente futuro, utópico, algo inexistente todavía en este mundo y que, por tanto, no puede encontrarse en ninguna parte. Al contrario, el Reino de Dios actúa en el presente y lo configura. Ha empezado ya en Jesús, y el cristiano, animado por Jesús, pide que este Reino de Dios se desarrolle en el hombre y en el mundo: «Venga a nosotros tu Reino». Anhela que la salvación comenzada en Jesús y que ya es visible y perceptible, se nos manifieste definitivamente. Animado por la esperanza en el éxito del Reino, el cristiano colabora creando las condiciones queridas por Dios y que posibilitan un mundo de justicia y de paz. Pero la esperanza en este nuevo mundo que procede de Dios y que Dios nos promete, no nos saca ni nos aleja de este mundo. El mundo donde vivimos no es sólo malo. Dios se hizo hombre en este mundo. Jesús vivió en este mundo. Sufrió por él. Por amor lo redimió, lo salvó. En este mundo está profundamente enraizado el germen del Reino de Dios. «Venga a nosotros tu Reino» no es, por tanto, la petición de unos pesimistas que recelan de este mundo, lo consideran totalmente corrompido y se figuran con imágenes apocalípticas su fenomenal ocaso. Tampoco es la petición de unos optimistas ilusos que en ninguna parte quieren ver nada que pueda amenazar a este mundo, y para quienes todo está y marcha bien, con tal de que no se les toque a ellos. Quien reza con valentía: «Venga a nosotros tu Reino», no se contenta con el presente estado del mundo. Espera algo nuevo y distinto; y sabe que su esperanza no es una quimérica ilusión. La petición de la venida del Reino de Dios es revolucionaria, indica la actitud crítica y profética que debe informar a los cristianos en este mundo: ni diluirnos en el aquí y ahora, ni abandonarnos a fantasías irrealizables; ni dar orgullosamente la espalda al mundo, ni hundirnos en él sin espíritu crítico. La respuesta de san Francisco Francisco de Asís (1182-1226) es un ejemplo histórico nada desdeñable de esta postura crítica y profética del cristianismo en el mundo. Ya sus contemporáneos lo consideraron «hombre de otro mundo» (TC 54), viendo en él un comportamiento y unas pautas de conducta completamente distintas de las usuales. Su ejemplo sigue manteniéndose intacto. Así lo atestiguan las numerosas obras que sobre él se publican. Varios son los motivos de esta actualidad de Francisco: su expresiva y ejemplar vida evangélica, su actitud pacífica y pacificadora, su apacible relación con la naturaleza, su acogida de la muerte como a una hermana. Todas estas actitudes se reflejan en el Cántico del hermano sol, el más famoso cántico de trovador alguno llegado hasta nosotros, y que Francisco compuso hacia el final de su vida, estando gravemente enfermo. Por sí solo, el Cántico ya pone de manifiesto que Francisco, lejos de huir del mundo, vivió en medio del mundo. A pesar de ello, también respecto de Francisco hemos de hablar de una «salida del mundo», a la que, empero, siguió un segundo paso, una nueva inserción en el mundo. Salida del mundo En su Testamento, dictado poco antes de su muerte, Francisco mismo habla de esta salida del mundo. No se refiere con esta expresión, como sería de suponer en tales circunstancias, a su próxima muerte, sino a su conversión cuando tenía unos 24 años. He aquí cómo describe este cambio decisivo en su vida: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia; en efecto, cuando estaba en pecados, me parecía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo; y, después de esto, permanecí un poco de tiempo y salí del siglo» (Test 1-3). Francisco designa su vida anterior a la conversión como una vida «en pecados». Con la conversión, empezó a «hacer penitencia». Ésta se manifiesta en un hecho concreto, que invierte todo el proceder seguido por Francisco hasta entonces. Lo que hasta aquel momento le había parecido «amargo», se le convirtió en «dulzura de alma y cuerpo», en una experiencia plena de sentido. La inversión en la escala de valores le lleva a hacer una pausa y después deja el mundo, según indica el Testamento. Este dato autobiográfico no hay que entenderlo en el sentido de que Francisco cambiara el mundo por el claustro. El mundo, el siglo, no se contrapone al claustro sino a la penitencia, y ésta ha de ser vivida por los hermanos menores en medio de los hombres: «Si en algún lugar no son recibidos, márchense a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios» (Test 26). El sentido de la expresión «salí del siglo» aparece claramente en una exhortación de Francisco a los hermanos: «Precaveos de la solicitud de este siglo y de las preocupaciones de esta vida» (1 R 8,2). En la Regla de 1223, aunque más breve que la Regla no bulada, se expone idéntica idea incluso con más detalles: «Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, preocupación y solicitud de este mundo, difamación y murmuración» (2 R 10,7). Francisco habla aquí por propia experiencia. En la tienda paterna y durante los viajes de negocios de su padre, había experimentado qué es la avaricia y cuáles son las preocupaciones y solicitudes de este mundo. Cuando salió del siglo, abandonó toda esa clase de preocupaciones. Frente al mundo heredado de la riqueza, eligió para sí la vida de pobreza y penitencia. En la siguiente afirmación del Saludo a las Virtudes resuena, como un eco, toda su experiencia vital: «La santa pobreza confunde a la codicia y avaricia y preocupaciones de este siglo» (SalVir 11). Si, de una parte, hay que evitar el equiparar la salida del mundo de Francisco con una retirada al interior del claustro, también es necesario, por otra, prevenirse contra una falsa espiritualización según la cual Francisco se habría limitado simplemente a rechazar los abusos negativos de la sociedad y a condenar las solicitudes humanas, el poder y la codicia. Su salida del siglo fue algo muy real y concreto. Las fuentes primitivas la describen como una espectacular ruptura con su padre y como una renuncia a todo tipo de seguridades, tanto eclesiales como sociales. Francisco abandonó Asís, su ciudad natal, envuelto en andrajos (cf. 1 Cel 8-17; TC 16-20). ¿Cómo vivió después esta ruptura? La carencia de domicilio y de posesiones, la alternancia de la predicación itinerante con el retiro en eremitorios, la acentuación de la fraternidad entre sus cada vez más numerosos seguidores, el rechazo del dinero y de cualquier privilegio, la renuncia a defenderse y llevar armas: todo esto demuestra con claridad que la salida del mundo por parte de Francisco fue una vigorosa renuncia al mundo tal y como él lo había vivido hasta entonces. Francesco Bernardone da la espalda a la emergente sociedad monetarista, al sistema feudal, a valorar a los hombres basándose en el dinero y los bienes de que disponen, y a su dependencia y servidumbre; en una palabra, da la espalda al mundo de Asís, con su vida social y eclesial aparentemente tan bien organizada. A la salida de este mundo bien concreto, sigue el ingreso en otro también muy concreto. Un nuevo ambiente Lo primero y principal en la conversión de Francisco no consistió en el descubrimiento de la pobreza, como tiempo después se interpretó al describir los desposorios del Santo con Dama Pobreza. Lo primero y principal fue, propiamente hablando, el descubrimiento de los pobres. Francisco se solidariza con ellos; no sólo vive como ellos, sino con ellos. Cuando intercambió sus vestidos por los de un mendigo, a las puertas de la basílica de San Pedro en Roma, y convivió con los mendigos, estaba anticipando escénicamente cuál iba a ser su nueva situación tras su salida del mundo: la marginalidad social. Vivió con los leprosos. La Regla previene a los hermanos contra una cierta nostalgia de las «ollas de carne de Egipto» (cf. Éx 16,3), es decir, de la vida asegurada que se ha abandonado, con estas palabras: «Y deben gozarse cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y los débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). Vivir con los marginados significa al mismo tiempo una vida itinerante. El motivo del éxodo se une al motivo del camino. El abandono de las posesiones y de una posición social en favor de quienes no tienen oficio ni beneficio y carecen de rango social y de medios para subsistir, se complementa positivamente con las consignas evangélicas que, desde los primeros tiempos de la Iglesia primitiva, informaron el ideal de los misioneros itinerantes y eran un contrapeso más o menos fuerte de la situación de la Iglesia socialmente organizada y asentada: «Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón. Y en toda casa en que entren digan primero: Paz a esta casa. Y, permaneciendo en la misma casa, coman y beban de lo que haya en ella» (1 R 14,1-3). La Regla bulada reafirma este «radicalismo itinerante», cimentándolo además con la cita de 1 Pe 2,11: «Los hermanos no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. Y, cual peregrinos y forasteros en este siglo, que sirven al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. Y no tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo» (2 R 6,1-3). También en el Testamento describe Francisco el estatus social del hermano menor con las palabras de 1 Pe 2,11: «forasteros y peregrinos» (Test 24). Estén donde estén, los hermanos serán simplemente huéspedes. Y si aceptan alojamientos edificados, practicarán en ellos una hospitalidad sin reservas: «Y todo aquel que venga a ellos, amigo o adversario, ladrón o bandido, sea acogido benignamente» (1 R 7,14). Una nueva libertad En modo alguno quiso Francisco regresar al mundo que había abandonado. Comprendió la mediocridad de sus leyes, que volverían a limitarle la libertad conquistada. Entendió justamente la pobreza no sólo como algo espiritual, sino también como algo muy concreto y práctico. Cuando el obispo de Asís consideró el modo de vida de Francisco demasiado duro e inimitable, la respuesta del Poverello fue rápida y desarmante: «Señor, si tuviéramos algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo» (TC 35). Esta pobreza libera para una vida completamente evangélica y sin componendas. Francisco supera la discrepancia con que la Iglesia, de una parte, predica la no violencia y, de otra, recurre al poder y a las armas en las Cruzadas. Él no puede separar el servicio a Dios y el servicio al mundo, las instrucciones del Evangelio y las exigencias del mundo. En este contexto vale la pena destacar también que Francisco aúna siempre en sus Escritos, al igual que en su respuesta al obispo de Asís, el amor a Dios y al prójimo: precisamente donde aparece de forma más llamativa la unidad del amor a Dios y al prójimo es en sus oraciones. El radicalismo de este nuevo comienzo posibilita la realización del Evangelio sin medias tintas. Por eso la libertad conquistada con la pobreza significa independencia de la coerción de las cosas y posibilidad de construir una vida alternativa. Una nueva piedad Su salida de la ciudad de Asís le proporcionó a Francisco un espacio de libertad en el que podía desarrollar una vida nueva. Y también una nueva liturgia y una nueva piedad. Respecto a este ámbito hay que afirmar que Francisco pertenece fundamentalmente al movimiento monástico-ascético y se sitúa en la corriente de oración y en las formas de oración tradicionales. La mayoría de sus oraciones no son, a primera vista, especialmente reveladoras de la originalidad de su autor, pues se ajustan en su forma y contenido a la praxis de oración de su época. Pero si se examinan con más detención algunas oraciones, saltan también a la vista ciertas diferencias. En muchos casos Francisco ha ampliado oraciones bíblicas o litúrgicas de una manera tan típica, que puede reconocerse en ellas su sello personal. Conocida es, por ejemplo, la fórmula de adoración de la liturgia de la fiesta de la Santa Cruz, vigente todavía hoy. Francisco la amplía con una importante adición, reconocible aquí en la cursiva:
Esta oración aparece en el Testamento del Santo y, además, nos ha sido transmitida, con mínimas variantes, por las fuentes biográficas más antiguas; es, por tanto, una de las oraciones de Francisco mejor atestiguadas. El intercalado introducido en el modelo original muestra cómo Francisco amplía intencionalmente su adoración a todas las iglesias del mundo. Cuando reza en o ante una iglesia, su adoración no se limita a ese lugar, sino que apunta a todas las iglesias (ad omnes ecclesias), a las cuales se dirige con su gesto de adoración. En esta forma de oración resulta tan llamativa la vinculación al símbolo concreto de una iglesia o de una cruz, como la tendencia a lo universal. La experiencia del Dios omnipresente no es una experiencia intemporal o aespacial, sino que es provocada por el signo salvífico de la cruz, levantado por Dios. Con esta ampliación del modelo litúrgico se verifica también una dilatación del espacio litúrgico. Pues, como relata Celano, los hermanos recitaban esta oración, postrados en tierra, no sólo a la vista de una iglesia, sino «siempre que veían una cruz o un signo de la cruz, fuese en la tierra, en una pared, en los árboles o en las cercas de los caminos» (1 Cel 45). La fórmula original, más breve, se recitaba en las iglesias durante la adoración de la cruz, por ejemplo el día de Viernes Santo; los hermanos menores utilizaron esta versión ampliada con mucha más frecuencia, también fuera de los templos, en su andar por los caminos. Esta oración comunitaria era expresión de su fe en la presencia de Dios incluso en la naturaleza. Era adoración del Cristo cósmico, que ha redimido al mundo mediante el signo de la cruz. Una nueva visión del mundo Esta Oración a la Cruz, repetida frecuentemente por los frailes, demuestra que los hermanos menores, como quería Francisco que se llamaran, se toman en serio la salvación; por ella el mundo ha vuelto a ser lugar de Dios. La cruz, que había llamado a Francisco de Asís a salir del mundo, le llama a regresar a él. Se trata del abandono de un determinado mundo y de una nueva forma de entrega al mundo. Y en medio se encuentra la penitencia, el cambio existencial como podríamos llamarla. Se caracteriza por la crucifixión a todos los valores vigentes hasta ese momento y por una nueva forma de entrega al mundo. Puesto que Dios se ha entregado en Jesucristo y se entrega cada día al mundo, nuestra respuesta no puede consistir en un rechazo del mundo, sino en una entrega crítica al mundo. El criterio y ejemplo lo tenemos en Jesús, que no tuvo en este mundo dónde reclinar su cabeza y, sin embargo, se entregó por entero a nosotros los hombres. Francisco asumió este criterio de valor. Cuanto más se orientaba de palabra y de obra a Cristo, tanto más iba ampliándose su ámbito de influencia. Incluso después de su estigmatización en el monte Alverna, que acredita externamente su concentración contemplativa en la pasión de Jesús en y por el mundo, Francisco escribe penetrantes cartas de exhortación a los clérigos, a las autoridades de los pueblos y a todos los fieles. Su entrega total a Jesucristo le lleva a la total autoenajenación en el amor hasta el deseo de martirio. Ve a toda la humanidad a partir de la Cruz de Cristo. Y a partir de la Cruz de Cristo es como asume todas las actividades para la salvación de los hombres. El compromiso total por Dios y la misión universal al mundo están inseparablemente vinculados en Francisco. Así lo veremos en su Paráfrasis del Padrenuestro, que vamos a considerar ahora detenidamente. II. FRANCISCO, EL SANTO DEL PADRENUESTRO A Francisco de Asís se le ha llamado el Santo del Padrenuestro. Hay buenas razones para ello: cuando el joven Francisco da el paso definitivo y sale de la casa paterna, lo hace invocando el Padrenuestro. En aquella escena llamativa declara con franqueza y sinceridad ante el obispo y el pueblo de Asís: «Oídme todos y entendedme: hasta ahora he llamado padre mío a Pedro Bernardone; pero como tengo propósito de consagrarme al servicio de Dios, le devuelvo el dinero por el que está tan enojado y todos los vestidos que de sus haberes tengo; y quiero desde ahora decir: Padre nuestro, que estás en los cielos, y no padre Pedro Bernardone» (TC 20). En cuanto, muy pronto, se le unieron compañeros que deseaban compartir su forma de vida radical, Francisco les enseñó el Padrenuestro como su oración comunitaria más importante. Y la recomienda también a todos los fieles cuando escribe «a todos los que habitan en el mundo entero»: «Y digámosle alabanzas y oraciones día y noche diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos, porque es preciso que oremos siempre y no desfallezcamos» (2CtaF 1 y 21). El Padrenuestro, oración de los laicos En tiempo de san Francisco, la mayoría de la gente no sabía leer ni escribir. Tenían que recurrir, mucho más que nosotros, a oraciones aprendidas de memoria; el Padrenuestro era la preferida y la más conocida. La mayoría de los hermanos menores eran también personas sin estudios; al principio de la Fraternidad, su oración de las Horas constaba de algunos Padrenuestros. A los hermanos que sabían leer, se les permitía tener un salterio. A quienes no sabían leer, la Regla les mandaba rezar, por cada Hora canónica, el Credo y un determinado número de Padrenuestros; en total, sumaban más de 70 Padrenuestros al día. Este oficio de las Horas a base de Padrenuestros, recitados durante la jornada al compás de las Horas canónicas, era también de uso corriente entre los hermanos legos de las órdenes monásticas (breviario de los hermanos legos). Comentado por los teólogos El hecho de que el Padrenuestro ocupe el centro de la vida de oración de los cristianos se remonta al Nuevo Testamento. Jesús mismo enseñó a orar a sus discípulos: «Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro...» (Mt 6,9; Lc 11,2). El Nuevo Testamento nos ha transmitido varias oraciones de Jesús a su Padre celestial, pero el Padrenuestro es la única que Él legó a su Iglesia como modelo de oración. Los numerosos comentarios al Padrenuestro escritos por grandes teólogos de los primeros siglos como Tertuliano, Orígenes, Cipriano, Cirilo de Jerusalén, Agustín y otros, atestiguan la importancia de esta oración que, según la Didajé, obra escrita en torno al año 130, se recitaba ya entonces tres veces al día. El interés por escribir comentarios sobre el Padrenuestro se incrementó aún más en la Edad Media. No es extraño, pues, que encontremos muchos escritos medievales parecidos a la Paráfrasis del Padrenuestro de Francisco. Un comentario asumido y reelaborado por Francisco Sorprende que Francisco, en una época en la que se escribían y circulaban tantos comentarios sobre el Padrenuestro, no se contentara con tomar uno de ellos, sino que redactara el suyo propio. Como en tantos otros casos, también en éste Francisco demuestra ser creativo. Asume la tradición de manera creativa. Toma de ella y, a lo que toma, le da su propia impronta personal. Sus adiciones personales pueden reconocerse comparando su Paráfrasis con otros comentarios anteriores. Hay también algunas frases de las que podemos encontrar paralelismos y concordancias internas en otros Escritos del Santo. A todo ello hay que añadir los testimonios externos al manuscrito, cuya inmensa mayoría atribuye a Francisco esta Paráfrasis del Padrenuestro. Estamos, consiguientemente, ante uno de los Escritos auténticos del Santo: concuerda con su espíritu y pensamiento, contiene adiciones que delatan la «firma» de Francisco, quien lo utilizó como un todo y como un todo lo transmitió a los hermanos. Por desgracia, no podemos precisar la fecha de su composición. La Paráfrasis debió de surgir paulatinamente a partir de la meditación de Francisco sobre la oración del Señor. Su pulcritud estilística y su densidad y profundidad teológicas delatan también la influencia de los compañeros de Francisco en la redacción final de este escrito, que contiene elementos típicos de la teología franciscana. Meditación para la vida El Padrenuestro no sólo fue la oración preferida de los hermanos menores; también informó de manera muy decisiva su vida comunitaria. La entrega exclusiva al Padre celestial permite que surja en este mundo una fraternidad sin padre terreno y que tiene a Dios por único Padre. Dice la Regla no bulada: «Todos vosotros sois hermanos; y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno es vuestro Padre, el que está en los cielos» (1 R 22,33-35; cf. Mt 23,8-10). Esta frase, como la pronunciada en el momento de abandonar la casa paterna y el oficio de comerciante, y que hemos citado más arriba, demuestra que en Francisco el Padrenuestro no se quedó en mera confesión de labios afuera, sino que impregnó toda su vida. Las palabras que Jesús en persona enseñó a sus discípulos, Francisco las tomó como testamento y programa. Las asumió como oración y como forma de vida; por eso las rezaba con tanta frecuencia. Así es como nació esta Paráfrasis, que no es ningún comentario científico o teórico. Francisco comenta la oración orando. De ese modo se ajusta plenamente a lo que había querido Jesús con el Padrenuestro: enseñar a sus discípulos a orar. Tal debe ser también el objetivo de nuestro comentario, párrafo a párrafo, de la Paráfrasis del Padrenuestro de san Francisco de Asís. III. LA
«PARÁFRASIS DEL PADRENUESTRO»
1. DIOS ESTÁ CERCA DE LOS HOMBRES Oh santísimo Padre nuestro Dirigirse a Dios como «Abbá» -padre en sentido familiar: papá-, es una forma de hablar exclusiva y característica de Jesús. Ahí precisamente radica la inaudita novedad de su Buena Noticia: Dios está tan cerca de los hombres y tan vuelto hacia nosotros, que podemos acudir a Él con la misma confianza con que los niños acuden a su padre o a su madre. Francisco amplía el encabezamiento del Padrenuestro meditando de la siguiente manera:
Lo primero que llama aquí la atención es la forma exclamativa de la frase inicial: «Oh». Cuando Francisco piensa en Dios Padre, se siente conmovido por el júbilo y el profundo respeto. Un antiguo manuscrito de Oxford atestigua expresamente que Francisco acostumbraba anteponer siempre al «Padre nuestro» la palabra «santísimo». La Paráfrasis así lo demuestra. En la Carta a todos los fieles tenemos una expresión muy parecida: «¡Oh cuán glorioso, santo y grande es tener un Padre en los cielos!» (1CtaF 1,11; 2CtaF 54). Francisco amplía el encabezamiento del Padrenuestro con cuatro adjetivos: Dios Padre es creador, redentor, consolador y salvador. Nos ha creado, nos ha redimido en Cristo, nos ha enviado el Espíritu Consolador, y nos salvará al final de los tiempos. Francisco nos permite aquí echar una ojeada sobre su viva y amplia visión de Dios. Su visión del mundo es positiva: al principio y al final del mundo está el buen Dios-Padre. Que estás en el cielo Sorprende que Francisco entienda la expresión «en el cielo» no en sentido local, sino referida a personas: «en los ángeles y en los santos... habitando en ellos». El cielo, entendido como casa de Dios, es el corazón de los hombres, en cuanto que éstos, al igual que María, se abren a la llamada a la santidad. Dice Francisco refiriéndose a María: «¡Salve, casa de Díos!» (SalVM 4). Y en la primera Regla exhorta: «Y hagamos siempre en ellos (es decir, en el corazón limpio y la mente pura) habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Dentro de nosotros debe brillar el conocimiento de Dios y alborear su señorío. Del mismo modo que Dios está en los santos, así también debe habitar cada vez más en nosotros hasta que lleguemos un día a su visión cara a cara. La palabra «cielo» expresa la plenitud de Dios que se ha revelado a quienes, los ángeles y los santos, han llegado ya a esa perfección hacia la que caminamos nosotros. En muchas personas ejemplares el cielo se nos manifiesta como una meta visible y palpable. Al igual que en el evangelio de san Juan y en san Agustín, Dios es contemplado aquí como luz, amor y bien. Si nos abrimos a Él, podemos avanzar a su encuentro. Todo proviene de Él: Él es quien ilumina nuestro conocimiento, quien inflama en nosotros el fuego del amor, quien nos llena de gozo y bienaventuranza. En esta glosa sobre el Padrenuestro resuena, como un eco, la Oración ante el Crucifijo de San Damián: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor...». Luz, amor, bienaventuranza Como muestra el comentario al Padrenuestro, Francisco logró un profundo conocimiento de Dios. Todos los místicos resumen su experiencia de Dios con las palabras: luz, amor, bienaventuranza. Si se recita lentamente el principio de la Paráfrasis, se percibe una elevación progresiva. A primera vista las frases son casi uniformes, pero en cuanto llega a la palabra «bien», Francisco no cabe ya dentro de sí. La repite tres veces, acentuando que sólo Dios es la fuente de todo bien y que todo bien y todos los bienes le pertenecen. Francisco ensalza y saborea a este Dios, sumo y eterno bien. El principio de la Paráfrasis nos indica ya con cuánta ternura oraba Francisco. Cuando llama Padre a Dios, lo hace con cuerpo y alma. Se siente atraído y fascinado por Dios. Para no rebajarlo a una visión humano-terrena, lo llama reverentemente «santísimo Padre», tratamiento que incluye tanto la distancia como la cercanía, el respeto y la confianza. Esta equilibrada y expresiva visión de Dios volveremos a encontrarla a menudo en Francisco, para quien Dios es el Padre vivo y verdadero de Jesucristo, el Dios del amor. Orar a ese Dios hace feliz a Francisco. 2. DIOS ES EL ALTÍSIMO
En esta misma línea de pensamiento, Jesús pide en el Padrenuestro la santificación del nombre de Dios, es decir, del ser de Dios, de Dios mismo. Idéntica petición eleva Jesús en su oración al Padre poco antes de la Pasión, cuando ha llegado «su hora»: «Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre» (Jn 12,27; cf. Jn 17). Santificado sea tu nombre He aquí cómo comenta Francisco la petición relativa a la santificación del nombre de Dios:
Según Francisco, el nombre de Dios será santificado cuando sea clarificada en nosotros la noticia de Dios. Poco antes había dicho, hablando de los santos, que Dios Padre los ilumina «para el conocimiento, porque tú, Señor, eres luz». Luz y conocimiento son dos conceptos afines. La luz es la fuente; el conocimiento sabe que es un don procedente de la luz. Del mismo modo que Dios-Luz iluminó a los santos para que le conocieran, así también debe iluminarnos a nosotros. El nombre de Dios es santificado siempre que brota en nosotros un indicio de la grandeza de Dios, cuando leemos sus vestigios en la historia y nos comprometemos en el vasto plan de salvación que Él quiere realizar con nuestra cooperación. Francisco contempla la acción salvífica de Dios en su conjunto, desde la creación hasta el último día. A la vez, traza sobre nosotros la señal de la cruz, cuando se refiere a las cuatro direcciones: anchura, largura, sublimidad y profundidad. Menciona los beneficios de Dios, pero también su majestad excelsa; piensa en sus consoladoras promesas, pero sin olvidar su juicio justo e inminente. El nombre de Dios es sin duda grande, y su conocimiento no puede ser parcial. Es bondadoso, pero también justo; es excelso, pero también amorosamente cercano. Como en el encabezamiento de su exposición, también aquí aparece la amplia y equilibrada visión que de Dios tiene san Francisco. Venga tu reino En tanto que la primera petición del Padrenuestro está formulada en lenguaje véterotestamentario, la segunda nos introduce en el modo de hablar del Jesús histórico. Jesús describe el Reino de Dios con muchas parábolas y lo hace perceptible con milagros y signos. El cristiano pide la venida de este Reino de Dios, con la certeza de que el Reino ha empezado ya en Jesús y alcanzará un día su plenitud en el mismo Jesús. Quien así reza, no se entrega a esas utopías que quieren construir un mundo nuevo con las solas fuerzas humanas. Por otra parte, no puede uno pedir la venida del Reino de Dios y quedarse con los brazos cruzados. Repetir la oración de Jesús, quiere decir también que hemos de imitar su comportamiento y cumplir nuestra misión de colaborar en la venida del Reino de Dios, trabajando en pro de los pobres y marginados. He aquí el comentario de Francisco a la segunda petición del Padrenuestro:
En la Edad Media se creía que, en caso de necesidad, era lícito difundir el Reino de Dios también por la fuerza. Las Cruzadas son un abrumador ejemplo de esta forma de entender la misión de la Iglesia. Con excesiva frecuencia, se identificó la Iglesia con el Reino de Dios y, apelando a este Reino, se procuró imponer en países no cristianos el dominio a veces excesivamente temporal de la Iglesia. De manera completamente distinta, Francisco procuró mediar en Damieta en aquella guerra de religión entre musulmanes y cristianos, y acabar con aquel funesto «error». La exposición del Padrenuestro no habla de difusión territorial de la fe, de expansión de la Iglesia. Francisco entiende el Reino de Dios no tanto en sentido local cuanto personal, relacionado con los hombres: el Reino de Dios está dentro de nosotros. Así pues, repite, aplicado a su visión del Reino, cuanto había dicho antes respecto al cielo. El Reino de Dios empieza en nosotros por la gracia de Dios. Y es también Dios mismo quien nos introduce en su Reino, es decir, en Él mismo, en la unión sempiterna con Él. Esta unión consiste en que un día podremos ver cara a cara a ese mismo Dios al que intentamos conocer ahora en la tierra. Este encuentro cara a cara convertirá en llameante fuego la chispa de nuestro amor. La contemplación producirá en nosotros la unión con Dios, de forma que podremos verle y gozarle abiertamente y sin interrupción. El cielo en la tierra En Dios, nuestra meta, se alcanza definitivamente lo que Francisco pedía al Crucifijo de San Damián: la «caridad perfecta». Es decir, el amor entre el hombre y Dios, pero también el amor de los hombres entre sí, como insinúa la expresión «societas beata», compañía bienaventurada. Donde adquiere forma el Reino de Dios, se da compañía bienaventurada, sociedad feliz. Y el Reino de Dios adquiere forma donde quiera que se construya esa unión bienaventurada en la que los hombres, «trayendo el cielo a la tierra», se hacen felices unos a otros y viven en «societas», en una sociedad que merece el nombre de «unión». El Reino de Dios, Dios mismo, no es para Francisco algo abstracto, intangible, sino algo que puede captarse con todos los sentidos: «visión», «dilección», «compañía bienaventurada», «fruición». Todas estas palabras, especialmente la última, ponen de manifiesto hasta qué punto Francisco de Asís concibe la vida eterna como algo sensible y verdaderamente experimentable. Con esta alentadora visión de la fruición de Dios, termina la primera sección de temas de la Paráfrasis del Padrenuestro de san Francisco. En ella ha descrito un camino: la ascensión del hombre a Dios, camino que empieza con el descenso de Dios al hombre. La segunda parte de esta profunda exposición de la oración dominical se refiere más bien a la vida práctica. 3. DIOS QUIERE LA SALVACIÓN DE LOS POBRES Se ha hablado y se habla a menudo de la voluntad de Dios. A veces los hombres creen haber encontrado en ella una explicación de la fatalidad del destino; en otros casos se habla de la voluntad de Dios a la vez que de lo incomprensible que resulta el curso de los acontecimientos; otras veces se habla de ella como expresión de fe en una justicia suprema. En todos estos casos se habla de la voluntad de Dios, apoyándose en la esperanza final de que nada carece de sentido, aun cuando éste resulte incomprensible e inquietante para los hombres. Aunque con frecuencia parece bastante claro cuál debe ser (o debería haber sido) la voluntad de Dios en tal o cual situación, la historia, conocedora de tantos acontecimientos curiosos y singulares, nos hace experimentar una y otra vez que la voluntad de Dios es, a un tiempo, patente y oculta, conocida y desconocida. Y, sin embargo, la Sagrada Escritura habla de la voluntad de Dios. Jesús mismo enseña a sus discípulos, y por tanto también a nosotros, a pedir que se haga la voluntad de Dios. Para Jesús, que nos enseña a pedir el cumplimiento de la voluntad de Dios, ésta constituyó su programa de vida. Con esta petición del Padrenuestro, Jesús nos permite obtener una visión más amplia de su propia vida y misión. En su oración de despedida nos deja atisbar algo del secreto de su relación con el Padre que está en los cielos: «Yo te he glorificado en la tierra» (Jn 17,4); y ruega por sus discípulos, diciendo: «Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado» (Jn 17,11). La petición de que venga el Reino de Dios nos introduce en el centro mismo de la misión de Jesús y de su obra salvífica. Nos manifiesta para qué ha venido: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17). Su exclamación de júbilo por los pequeños y sencillos (Mt 11,25-27) quiere significar que Dios no reservó el conocimiento de los secretos de la salvación a quienes conocían perfectamente la ley y, por tanto, podían también cumplirla en todos sus detalles, por lo que se consideraban con frecuencia autojustificados; al contrario, Dios reveló el misterio de la salvación a quienes entendían poco de la ley, a la gente sencilla y despreciada. La voluntad de Jesús consiste en querer la salvación de los pobres, pues tal es la voluntad de Dios. Jesús actúa de conformidad con esta voluntad de Dios, busca a los «extraviados» y no se avergüenza de relacionarse con los pecadores. En Jesús coinciden siempre palabra y acción, proclamación y vida. Hágase tu voluntad La petición «Hágase tu voluntad» nos permite profundizar un poco más. No sólo indica que Jesús debía revelar la salvación a los pobres; también nos aclara algo de su relación con el Padre. Los evangelios relatan a menudo que Jesús oraba, pero la mayoría de las veces no nos dicen cómo lo hacía ni cuál era el contenido de su oración. La oración de Getsemaní sí nos la describen con detalle (Mc 14,32-34). En ella podemos ver cómo la oración de Jesús coincide con la que Él había enseñado a sus discípulos. También Él se dirige a Dios llamándolo «Padre», y lucha por tener fuerzas para aceptar la voluntad de Dios; en esta lucha es donde radica precisamente el núcleo de tan dramática escena. Jesús se muere de tristeza. Presiente lo que se le avecina. Conoce también las posibilidades de Dios: Dios podría ahorrarle la Pasión. Estremecido y agitado, se arroja de bruces al suelo y ora: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). Presenciamos cómo Jesús lucha para aceptar la voluntad del Padre: para poder conocerla y cumplirla. Francisco, que meditaba con especial atención la Pasión de Jesús, debió de contemplar con frecuencia este acontecimiento de Getsemaní. En el salmo 2 del Oficio de la Pasión, hacia el final de todas las quejas y de toda la tristeza de Jesús, pone en boca de éste las palabras: «Tú eres mi Padre santísimo, Rey mío y Dios mío» (OfP 2,11). Y, en la Paráfrasis, el tema que Francisco describe con más detalle es éste de la voluntad de Dios. Veamos su comentario:
Esta exposición es bastante extensa, pero, en el fondo, tiene una estructura muy sencilla. Consta de dos partes, como la petición del Padrenuestro: el amor a Dios y el amor al prójimo. El común denominador es, por tanto, el amor. Francisco se encuentra aquí en la tradición de san Agustín, según el cual «la voluntad de Dios es el amor». Francisco viene a decirnos que la voluntad de Dios se cumple cuando amamos a Dios y al prójimo. El ansia del corazón Francisco desarrolla este tema a la luz del mandamiento del amor, el mandamiento de Jesús. Como Jesús, enumera las fuerzas anímicas, que son al mismo tiempo la sede del amor (y también del odio): el corazón, el alma, la mente. Subraya que hemos de amar absolutamente a Dios con todas esas fuerzas. Y explica qué quiere decir esto en concreto con la referencia a acciones prácticas (las frases en gerundio). De este modo aclara lo que significa amar a Dios. Amar a Dios quiere decir pensar en Él, anhelarlo, orientar a Él nuestros afanes, buscar en todo su honor y movilizar todas nuestras fuerzas en respuesta a su amor. Aquí se exige la participación del hombre entero con todos sus sentidos. Pensamientos, palabras y obras deben estar orientados exclusivamente a Dios, pues Él es absolutamente digno de ser amado, admirado y deseado. El amor se manifiesta siempre en un ansia intensa del ser amado. Y cuanto más crece el amor, más desea al ser amado. Nunca cesa y, como a cualquier amor auténtico, no se le puede limitar encerrándolo en las categorías del tiempo. Un amor tal impregna y marca nuestros pensamientos, palabras y obras. No nos permite buscar el propio honor, antes bien nos impulsa a procurar siempre y en todo el honor de Dios. Aquí podemos ver cuán importante es estar a la entera disposición del ser amado y entregarse a él, no encerrarse en uno mismo, sino vivir constantemente orientados al «tú». Amor significa apertura, tensión y dinamismo. Es la fuerza básica de la que todo toma cuerpo y vida. Pero esta fuerza puede impulsar también en una dirección equivocada, de manera que, al final, el hombre se encuentre otra vez frente a sí mismo. Por eso subraya tanto Francisco la orientación hacia ese Tú que es Dios: «pensando siempre en ti», «deseándote siempre a ti», «buscando en todo tu honor». Sabe muy bien cuán egoísta puede ser, y es a veces, nuestro amor a Dios. A veces es únicamente un amor propio mal encubierto. Con frecuencia lo que buscamos es sólo nuestro propio honor, o lo que nos parece tal, y al que no sabemos renunciar. La verdadera pobreza consiste justamente en buscar en todo el honor de Dios. Respuesta al amor A continuación Francisco dice que debemos gastar «todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo, en servicio de tu amor y no en otra cosa». La contraposición «en servicio de tu amor - y no en otra cosa», es una expresión típica de Francisco. Dice en la Regla de 1221: «Ninguna otra cosa, pues, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios» (1 R 23,9). También debemos fijarnos en la expresión «en servicio [obediencia] de tu amor». No se trata aquí de una obediencia ciega, que se limite a observar un mandato, sino de una respuesta a la acción salvífica de Dios. Él se adelantó a amarnos cuando nosotros todavía éramos pecadores. En esto hemos conocido el amor que Él nos tiene: en que nos envió a su Hijo. De este conocimiento debería nacer la respuesta de nuestro amor. Pero muy a menudo somos ciegos ante las maravillas que Dios ha hecho y hace en la creación y en la historia, sordos a su atracción y solicitudes. Por eso nos exhorta Francisco a sensibilizarnos al amor de Dios, a experimentarlo con todas nuestras fuerzas físicas y psíquicas, a fin de responderle con todo el corazón y con toda el alma. Este «servicio» no es otra cosa que la respuesta al amor. De ahí que Francisco considere hermanas la caridad y la obediencia. Dice en el Saludo a las virtudes: «Señora santa caridad, el Señor te salve con tu hermana la santa obediencia» (SalVir 3). Y en una de sus Admoniciones aúna igualmente ese amor a Dios y al prójimo, que tanto acentúa en la Paráfrasis, llamando «caritativa» a la «obediencia», «porque cumple con Dios y con el prójimo» (Adm 3,6). Todos deben conocer el amor de Dios Se hace la voluntad de Dios «en la tierra» cuando amamos a «nuestro prójimo como a nosotros mismos». Francisco había explicado antes con ejemplos prácticos el amor a Dios, y ahora hace otro tanto con el amor al prójimo. Éste consiste, en primer lugar, en atraer, según nuestras fuerzas, a todos nuestros prójimos al amor a Dios. Claramente oímos hablar aquí al «misionero». Francisco querría que todos los hombres conocieran el amor que Dios nos tiene. El amor es el punto de partida y la meta de toda misión. ¡Y Francisco hace esta afirmación en tiempo de las Cruzadas! Concretamente, el amor al prójimo significa: gozarse del bien que los demás hacen, y esto en la misma medida con que nos alegramos de lo que hacemos nosotros mismos. ¡Cuánta sabiduría contiene esta frase! Quien no sabe alegrarse de sus buenas cualidades, de sus propias capacidades y rendimiento, tampoco podrá alegrarse de los logros y destellos de los demás. Quien no se goza en sí mismo, raramente se gozará en los otros. Pero no debemos mirarnos solamente a nosotros mismos, sino que debemos mirar primero el bien de los demás; reconocer sin envidia cuanto los demás hacen, alabarlos y gozarnos con ellos en sus éxitos, constituye para Francisco la forma diaria y habitual de amar al prójimo. ¡La alegría compartida es doble alegría! La tarea diaria del amor al prójimo no se reduce a gozarnos en el bien de los demás; de ella forma parte también la compasión. Debemos compartir con los otros sus alegrías y sus penas, pues un mal compartido es sólo medio mal. Cuando se actúa así, experimentamos esa feliz y bienaventurada unión y compañía de la que hablaba Francisco en la anterior petición del Padrenuestro. Si se da esa comunión o unión, se experimentará el amor de Dios, pues se compartirán con gozo todos los bienes, espirituales y materiales. Se liberarán las fuerzas para colaborar en la construcción del Reino de Dios. Todos sabemos cuán fácil resulta el trabajo cuando lo envuelve un clima de mutuo reconocimiento y alegría compartida, sin celos ni envidias. Finalmente, existe este amor al prójimo cuando no se da «a nadie ocasión alguna de tropiezo». También este último ejemplo es una exigencia concreta. No debemos escandalizar a nadie de ninguna manera. Francisco cita aquí a san Pablo: «A nadie demos ocasión alguna de tropiezo» (2 Cor 6,3). Así pues, Francisco concluye su comentario a la tercera petición del Padrenuestro con una palabra del autor del «himno a la caridad» (cf. 1 Cor 13). Francisco prolonga este mismo himno (en servicio y respuesta al amor de Dios) como un eco de aquel Amor que vino a esta tierra; a Él consagra Francisco todas sus fuerzas, pues la voluntad de Dios es el Amor. 4. DIOS SE PREOCUPA DE LOS HOMBRES
Encontramos aquí otro de los rasgos humanos del mensaje de Jesús, que sabe muy bien que el hombre depende del pan, y lo que el pan significa. ¿No compara acaso el Reino de Dios con «la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo» (Lc 13,21)? Sabe lo que es sentir hambre, pero no se deja degradar convirtiéndose en un mago que transforme las piedras en pan (Lc 4,3). Sacia con cinco panes y dos peces a la multitud que había ido tras Él sin llevar provisiones. Y cuando intentan proclamarlo rey, se retira: Jesús no quiere ser un rey-providencia que abastezca de pan a sus súbditos; el Reino que Él proclama no es Jauja. Persiste la preocupación por el pan de cada día y Jesús participa de ella. Nos manda que, ante esta preocupación, acudamos al Padre con toda confianza. El pan, como las demás cosas de este mundo, es un don de Dios que el hombre debe aceptar con gratitud. Si carecemos de él, hemos de exponerle a Dios nuestra necesidad (cf. Mt 6,25-33). La petición sencilla y realista del pan de cada día es expresión de la confianza absoluta en Dios, también respecto a las necesidades materiales. Los discípulos que acompañaban a Jesús conocían las dificultades que entraña el procurarse el pan de cada día. A pesar de ello, cuando Jesús los envía a proclamar el Reino de Dios, les manda que no lleven nada consigo, ni siquiera pan, a pesar de necesitarlo (Lc 9,3). Deben confiar en Dios y en la bondad de la gente; en pago a su proclamación del Reino, y de conformidad con el mandato evangélico: «Permaneced en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el obrero tiene derecho a su salario» (Lc 10,7), los hombres les darán lo necesario para vivir. La cuarta petición del Padrenuestro responde enteramente a la situación de los discípulos que anunciaban la Buena Nueva de Jesús. En sus viajes misioneros se entregan confiados en las manos de Dios y le piden el pan de cada día. Danos hoy nuestro pan de cada día Francisco había tomado a la letra el mandato de Jesús a sus discípulos, había renunciado a todo apoyo y vivía sin agobiarse por el mañana. Cuando enviaba a los hermanos a predicar, solía recordarles las palabras del salmo: «Descarga en el Señor todos tus afanes, que Él te sustentará» (Sal 54,23; cf. LM 3,7; 1 Cel 29). Francisco y sus compañeros confiaban en recibir por su trabajo manual en los campos y en las casas lo necesario para su sustento. Dice en el Testamento: «Y cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22). Viviendo en esta incertidumbre, desconociendo con frecuencia si a la mañana siguiente encontrarían un trozo de pan que llevarse a la boca, los hermanos comprendieron más profundamente el Padrenuestro. Supieron lo que es rezar, con el estómago vacío: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Su petición del pan de cada día no era una retórica piadosa, sino algo muy real y concreto. A pesar de todo ello, el comentario a esta petición transciende con mucho el plano de la alimentación corporal. Francisco amplía la petición del pan de cada día del siguiente modo:
El pan del cielo El salto conceptual del pan material a Jesucristo es algo que podría causarnos sorpresa. Francisco piensa en el Señor presente en el sacramento del altar: «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado» (Adm 1,17-19). ¿Cómo llega Francisco a este nuevo y exclusivo sentido eucarístico de la petición del pan de cada día? Esta acepción la encontramos ya en varios Padres de la Iglesia. Así, en su Tratado sobre el Padrenuestro (cap. 18), san Cipriano escribe: «Decimos: Danos hoy nuestro pan de cada día. Esto puede entenderse en sentido espiritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y este pan no es sólo de todos en general, sino también nuestro en particular. Porque, del mismo modo que decimos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que lo conocen y creen en Él, de la misma manera decimos: El pan nuestro, ya que Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo» (cf. Liturgia de las Horas, Comisión Episcopal Española de Liturgia, III, p. 309). No nos causará extrañeza este sentido espiritual si consideramos el sentido profundo que el pan y el banquete tienen en la vida de Jesús. Jesús afirma de sí mismo: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre» (Jn 6,35). De este modo, la petición del pan cotidiano se transforma en petición del pan de la vida que es el mismo Jesús: «Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,34). Eucaristía viva y vivificante Como sabemos por sus Cartas, Francisco cultivaba un gran amor a la Eucaristía. Quería que el sacramento del altar se recibiera y se conservara con profunda veneración y esmero. Esta actitud no era fruto de una escrupulosidad rubricista, sino respuesta de su corazón amante. Debemos amar al Amor que nos ha amado tanto. Por eso recuerda con tanto apremio el amor de Dios, en su exposición del Padrenuestro. Para Francisco, celebrar la Eucaristía significa ante todo cumplir el testamento de Jesús: «¡Haced esto en memoria de mí!». En esta memoria de Jesús, el amor de Dios se hace vivo y presente; comprendemos mejor el amor de Dios en la celebración de la Eucaristía que en una meditación analítica. La serie de palabras empleadas por Francisco no carece de importancia: «para memoria, inteligencia y reverencia». Del recuerdo y de la comprensión crecen el altísimo aprecio y veneración de los que a veces carecemos. En la Carta a toda la Orden escribe: «El hombre desprecia, mancha y conculca al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin diferenciar y discernir el santo pan de Cristo de otros alimentos o ritos, o bien lo come siendo indigno, o bien, aun cuando fuese digno, lo come de manera vana e indigna» (CtaO 19). Para celebrar correctamente la Eucaristía, hemos de hacer memoria de la Última Cena de Jesús, y reconocer y cumplir su designio. Una y otra vez aparece el amor de Dios, que debemos meditar, comprender y reverenciar. La Eucaristía es el banquete del amor, el lugar donde el amor de Dios se hace visible, tangible y comestible. Por eso, todo cuanto se relaciona con la Eucaristía merece sumo respeto. El cáliz, la patena, los libros del altar, etc., pueden ser preciosos: la suma pobreza exigida por Francisco en todos los demás ámbitos, parece haber perdido aquí su razón de ser. Con las palabras «memoria, inteligencia y reverencia», Francisco apunta a lo central de la Eucaristía, que se resume en el amor. De manera análoga resume la obra salvífica de Jesús en tres palabras: «lo que por nosotros dijo, hizo y padeció». Cuando recibimos o queremos recibir el «pan del cielo», pensamos o debemos pensar en todo ello. El profundo respeto a la palabra de Dios y al santísimo sacramento del altar muestran claramente una vez más la conexión entre palabra y obras. Jesús nos habló anunciando el Reino de Dios y refrendó con obras sus palabras. Aceptó la muerte, culminando su palabra con la vida, con su propia vida. Por eso hay que recordar aquí expresamente, como lo hace Francisco, la Pasión del Señor. Y lo que Jesús «dijo, hizo y padeció» no debe considerarse solamente a la luz de una visión histórica y retrospectiva; no se trata de un mero acontecimiento del remoto pasado y que, en el fondo, ya no nos afectaría. Lo que Jesús dijo, hizo y padeció, lo hizo, dijo y padeció por nosotros. Concierne a todos los hombres del pasado, del presente y del futuro. Estas palabras de Francisco son como un comentario al artículo del Credo de la Iglesia: «Por nuestra salvación bajó del cielo». Quien medite palabra a palabra la interpretación que Francisco hace de la petición del pan cotidiano, advertirá que se trata de algo más que del proverbial «pan nuestro de cada día». Se trata de Jesucristo, el Hijo amado del Padre, que nos dio y nos da vida, una Vida que supera a nuestra vida. 5. DIOS ESCUCHA NUESTRA ORACIÓN Tras esta promesa de una vida que llega más allá de las fronteras de la muerte, Jesús vuelve a referirse en el Padrenuestro a la vida anterior a la muerte. Nos enseña que la petición del perdón de nuestras ofensas está vinculada a nuestra disposición a perdonar a los que nos ofenden. En la conmovedora parábola del siervo sin entrañas (Mt 18,25-35), Jesús, una vez más, nos permite echar una mirada al centro de su anuncio del Reino de Dios; Dios condiciona su perdón al perdón que nosotros estemos dispuestos a brindar a nuestros deudores. Según el Padrenuestro, lo único que tenemos que hacer es perdonar. Es la única «palabra-acción» que se refiere a nosotros; todas las demás acciones que aparecen en el Padrenuestro provienen de Dios. Para que nuestra oración sea atendida, hemos de estar dispuestos a perdonar al prójimo. Este principio está presente en todo el Nuevo Testamento (cf. Mt 6,14ss; Mc 11,25). Jesús no puede mostrarnos una relación más clara entre nuestra adoración a Dios y nuestras relaciones interpersonales. No se puede adorar a Dios y despreciar a los hombres. Quien quiera estar a buenas con Dios, ha de tener también en orden, en cuanto le sea posible, sus relaciones con sus familiares, conocidos, vecinos y compañeros. Aquí se disipa igualmente la última duda acerca de la oración como posible fuga del mundo. Lejos de ser una huida, la oración obliga a revisar y, en determinadas circunstancias, a reorganizar nuestras relaciones vitales. Perdona nuestras ofensas También Francisco ve la indisoluble vinculación existente entre el perdón de nuestras ofensas por parte de Dios y nuestra disposición a reconciliarnos con quienes nos hayan ofendido. Comenta por separado las dos partes de la quinta petición del Padrenuestro. En la primera, resalta sobre todo las mediaciones del perdón:
Cuando pide el perdón de sus ofensas, Francisco sabe que depende totalmente de la misericordia de Dios. Y en ella confía, pues la misericordia de Dios no tiene medida; no se puede expresar con palabras, pues envió a su Hijo amado para salvarnos. Hemos sido redimidos por su Pasión. La misericordia del Padre y la Pasión del Hijo son la causa primera y original del perdón de nuestros pecados. Sólo en segundo término confía Francisco en los méritos e intercesión de María y de todos los santos. En esta frase de la Paráfrasis, muy precisa desde el punto de vista teológico, resuena la oración que seguía a la antigua fórmula de la absolución, conocida probablemente por Francisco en su recepción del sacramento de la confesión. En sus restantes oraciones vemos también cómo el Santo es consciente de la unión de la Iglesia del cielo y de la de la tierra, y pide la intercesión de los santos. Así, en la Antífona del Oficio de la Pasión, que recitaba en todas las Horas, dice: «Santa Virgen María... ruega por nosotros con el arcángel san Miguel y con todas las virtudes del cielo y con todos los santos ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro». Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden A continuación Francisco expone la segunda parte de la petición del perdón, amoldándose plenamente al mensaje de Jesús:
«Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Esta frase nos plantea siempre una pregunta muy importante: ¿Podemos orar verdaderamente con tanta sinceridad de corazón? Rezar el Padrenuestro con odio en el corazón equivale a desmentirlo. Por otra parte, resulta casi imposible que no quede en alguno de los oscuros repliegues de nuestro complicado «yo» algo de resentimiento, un anhelo de venganza más que de perdón. Por eso se vuelve Francisco al Señor, pues sólo Él puede hacer posible que perdonemos de veras. El amor a los enemigos El amor a los enemigos puede crecer únicamente a partir de una disposición ilimitada al perdón. Este pensamiento empalma directamente con la exposición de la tercera petición del Padrenuestro, que hablaba del amor al prójimo. Allí se trataba de compartir las alegrías y las penas de los demás y de no dar nunca a nadie ocasión de tropiezo. Aquí se trata del grado máximo del amor al prójimo, consistente en el amor a los enemigos. Para nuestro contexto no tiene demasiada importancia analizar con detalle el concepto de «enemigo». Las exigencias concretas citadas aquí por Francisco tienen valor y vigencia independientemente de cualquier otra «consideración». En concreto, el amor a los enemigos significa: - que amemos de verdad a los enemigos por Dios; - que intercedamos por ellos ante Dios; - que renunciemos a devolver mal por mal; - que no pensemos en nada ni en nadie buscando nuestro propio provecho. Debemos buscar la salvación de los enemigos y no nuestra propia seguridad. Ante todo debemos ganarlos al amor a Dios y rezar por ellos. Hemos de renunciar a cualquier deseo de venganza o desquite y, sin buscar el propio provecho, estar pendientes de servir al plan salvífico de Dios, que quiere que todos los hombres se salven. El final de la frase contiene una expresión: «in omnibus, en latín», que puede traducirse de dos modos: «para todas las cosas» y «para todos los hombres». Ambas traducciones tienen pleno sentido: queremos procurar ser útiles en todo; queremos ver en todos, también en los enemigos, a personas a las que Dios coloca en nuestro camino: en el camino que es Él mismo y que nos conduce hacia Él. No se subrayará bastante que todos estos ejemplos de amor a los enemigos se relacionan directamente con Dios. Francisco vincula a Dios la disposición universal a la reconciliación con todo y con todos. En primer lugar tenemos la conversión a Dios: «Señor». Sigue después la oración por los enemigos: «por ti». Y, en tercer lugar, seremos capaces de ser útiles en todo y a todos si estamos en Dios: «en ti». La explicación de esta quinta petición del Padrenuestro deja patente que donde Francisco acentúa con más fuerza la unión con Dios es allí donde más se le exige socialmente al hombre. Su propia conducta confirma esta línea de pensamiento. Él fue predicador de paz y mediador de paz a partir de y desde su relación con Dios, relación que los demás percibían y reconocían. No nos dejes caer en la tentación El hombre puede hacerse culpable. La capacidad de decisión contiene también la posibilidad de culpa. A la petición del perdón de nuestras ofensas sigue, por ello, la petición: «No nos dejes caer en la tentación». A veces se entiende mal esta petición, como si fuera Dios mismo quien nos induce a la tentación (cf. Sant 1,13). Lo que esta petición dice es: guíanos de tal manera que no sucumbamos a la tentación. También Jesús fue tentado en el desierto (Mt 4,1-11) y probado en el sufrimiento. Él venció al tentador y no eludió el sufrimiento. Así se convirtió, como dice la Carta a los Hebreos, en el Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nosotros y que fue «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). En la vida de Francisco, como en la de casi todos los santos, las tentaciones desempeñaron un importante cometido. Aun cuando a veces se las haya adornado con leyendas, su esencia contiene una verdad evidente: cuanto más se esfuerza uno en responder a la gracia de Dios, tanto más siente en sí mismo y en su entorno las fuerzas de las tinieblas. Francisco deja entrever la diversidad de estas tentaciones en su corta ampliación de la quinta petición del Padrenuestro:
La petición se completa con dos pares de palabras opuestas, expresivas de una gran tensión: Dios nos proteja de las tentaciones de todo tipo, bien sean difíciles de captar o fácilmente reconocibles, bien sean imprevistas y transitorias o persistentes y recidivas. Y líbranos del mal Esta petición es una ampliación y prolongación de la anterior. Es una repetición de aquella oración de Jesús por sus discípulos: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). De nuevo resuena aquí el tema central de toda la historia de la salvación: Dios salva a su pueblo y a todo aquel que quiera ser salvado. Quien así pide la liberación, la salvación, sabe y reconoce que Dios es el único que puede preservarnos de la condenación y salvarnos de la amenaza del mal. Francisco amplía la última petición del Padrenuestro con una fórmula que él conocía muy bien:
Una vez más Francisco nos ofrece un testimonio de cómo rezaba con la Iglesia y vivía en consonancia con la liturgia. Como era usual al final de la recitación del Padrenuestro en las misas desde la antigüedad (embolismo), pide que seamos liberados del mal en todo tiempo. No transfigura el pasado, ni el presente, ni el futuro. Todo nuestro tiempo está amenazado por el mal. Dios tenga a bien librarnos del mal pasado e iniciado, de nuestras ofensas; Dios tenga a bien librarnos hoy de los enredos del mal, y protegerlos del mal en el futuro. La inclusión de todos los tiempos cierra la Paráfrasis del Padrenuestro de Francisco. Y para no permanecer ante Dios en actitud de mera súplica, culmina las siete peticiones alabando a Dios Trino y Uno:
6. RESUMEN La atenta lectura de la Paráfrasis del Padrenuestro de san Francisco nos permite entrever la profundidad con que el Santo de Asís comprendió el sentido de la oración del Señor. No fue para él una simple fórmula. La mirada al Padre que está en el cielo le ayudó a separarse de su padre terreno. La confianza en la bondad paterna y atenta de Dios se le convirtió en la fuente de su gozosa pobreza. Puesto que Dios es nuestro Padre que está en el cielo, todos los hombres de la tierra somos hermanos. Francisco tomó muy en serio esta buena noticia del mensaje cristiano, y vivió una fraternidad sin límites. Sobre este fundamento construyó él su Fraternidad, en la que nadie podía llamar «Padre» a otro que no fuera el del cielo. El Padrenuestro proyecta una nueva luz sobre la vida de Francisco y de su Fraternidad. Podemos verlo fácilmente: Francisco de Asís es el Padrenuestro vivido individualmente, y la Fraternidad es el Padrenuestro vivido en común. La explicación del Padrenuestro que Francisco nos transmitió y que ha llegado hasta nuestros días, es una experiencia vivida. Nos invita a emplear de forma parecida la oración del Señor, a amarla y vivirla. Haciéndolo así, seguiremos a Jesús y seremos compañeros de Francisco, el hombre a quien se ha llamado, con razón, el «Santo del Padrenuestro». [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVII, n. 50 (1988) 269-299] |
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