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FRANCISCO, MAESTRO DE
ORACIÓN |
. | Capítulo X
La Paráfrasis del Padrenuestro, de san Francisco, es fruto de su extensa meditación y de la frecuente recitación de la oración del Señor. Es un opúsculo que acompañó a los hermanos menores en todos sus caminos, informando su vida de cada día. El Saludo a las virtudes (SalVir), llamado también «Alabanzas a las virtudes», en un opúsculo de características muy distintas a las de la ParPN, pero se relaciona como ésta con la vida cotidiana de los primeros franciscanos. No es una oración en sentido estricto, pero brota del espíritu de oración, de una meditación y experiencia de vida de largos años. Desconocemos cuándo fue consignada por escrito. Tenemos, en cambio, un testimonio precioso sobre su autenticidad: Tomás de Celano nos informa que Francisco compuso «las alabanzas a las virtudes», laudes de virtutibus, y cita literalmente el primer versículo del Saludo a las virtudes (2 Cel 189). El Saludo a las virtudes concuerda plenamente, tanto en su fondo como en su forma poética, con el modo de pensar y expresarse del Trovador de Asís. UN EJEMPLO DE LA PREDICACIÓN DE LOS HERMANOS Antes de la promulgación de la Regla bulada (1223), a todos los hermanos menores, fueran clérigos o laicos, les estaba permitido ejercer la predicación penitencial, que constaba de una breve exhortación a la penitencia y a la alabanza de Dios. Siempre que hubiera ocasión para ello, los hermanos podían ejercer esta predicación extralitúrgica, popular y cercana a la vida de cada día, la «predicación propia de los laicos», tal y como les había autorizado el papa Inocencio III. Era, a diferencia de la predicación doctrinal, una predicación penitencial y moral sobre las virtudes y los vicios. En la Regla no bulada tenemos un ejemplo de este tipo de predicación-invitación a la exhortación y a la alabanza, exhortatio et laus, que recuerda con sencillez algunas admoniciones bíblicas (1 R 21). Y un fragmento de la Regla bulada nos acerca todavía más al Saludo a las virtudes. Dice en él Francisco: «Amonesto y exhorto a estos mismos hermanos (los predicadores) a que, cuando predican sean ponderadas y limpias sus expresiones, para provecho y edificación del pueblo, pregonando los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de lenguaje, porque palabra sumaria hizo el Señor sobre la tierra» (2 R 9,3-4). Este fragmento de la Regla, que prescribe predicar con brevedad de sermón sobre las virtudes y los vicios, coincide enteramente con el Saludo a las virtudes. En él tenemos, de modo análogo al de 1 R 21, un ejemplo de predicación que el mismo Fundador de la Orden entrega a sus seguidores. Francisco no se limita a amonestar a hablar brevemente, sino que él mismo habla con brevedad, dando un ejemplo concreto. Fija, de palabra y de obra, un ejemplo, un modelo de esa predicación. Al igual que en otros ámbitos, demuestra que es ejemplo y modelo, prototipo viviente, verdadera «forma de los menores», como canta Julián de Espira en su himno al primer hermano menor. El Saludo a las virtudes pertenece a la familia de las laudas, de los cantos de alabanza y exhortación, que los hermanos menores cantaban como juglares de Dios delante de la gente. En él se refleja, más aún que en el cántico-prefacio de alabanza y acción de gracias que es 1 R 23, el espíritu de los trovadores y juglares, de los minnesinger y caballeros. Con viveza poética personifica a las virtudes, llamándolas, a la usanza de los caballeros, «señoras»; a la sabiduría la llama incluso «reina». «Las virtudes y los vicios» constituyeron el tema de muchas obras, escritas y plásticas, de la época de san Francisco, que debieron de influirle. De hecho, en el Saludo a las virtudes se observa, más que en otros opúsculos del Santo, el influjo de la prosa rítmica latina contemporánea y de la lírica cortés de los poetas provenzales. La siguiente reproducción del texto procura transparentar su construcción artística. SALUDO A LAS VIRTUDES
ESTRUCTURA Y ESTILO En la transcripción castellana puede advertirse la sujeción del texto original a ciertas normas, sobre todo su construcción paralela: obsérvese cómo las frases empiezan igual y terminan igual, y obsérvese la repetición de la conjunción «y». El Saludo a las virtudes tiene muchas cosas en común con el Saludo a la bienaventurada Virgen María, que ya hemos comentado: ambos escritos empiezan con un Ave, Salve: «Salve, reina sabiduría» - «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María». Se saluda a las virtudes, a las que se personifica, y se indica un deseo: «el Señor te salve»; a continuación se señala con quién ha de ser salvada cada una de las virtudes: es una acompañante ( con), no un medio para lograr dicho objetivo ( por, por medio de...). Los versículos tienen una construcción paralela y reflejan, sobre todo los versículos 1-4 y 9-13, una unidad. Cada uno de ellos consta de tres miembros. Esta estructura ternaria concuerda con su contenido, que presenta y explica tres pares de virtudes. La estructura ternaria configura, además, todo el opúsculo, que consta, por su forma y su fondo, de tres fragmentos que podemos llamar estrofas A, B y C. La estrofa A comprende los versículos 1-4, construidos simétricamente. La primera palabra, Salve, señala el tema del opúsculo: Saludo a las virtudes. Es un saludo a tres virtudes, a las que se llama señoras. A cada una de ellas la acompaña y protege una virtud hermana. En el v. 4 se da un salto: no se las llama «santas», sino santísimas y se habla de todas ellas a la vez. Este versículo es también una especie de conclusión de la estrofa A, e indica que el Señor es la fuente de la que brotan todas las virtudes. Es el mismo pensamiento con que concluía el Saludo a la bienaventurada Virgen María: «y (salve) todas vosotras, santas virtudes, que sois infundidas por la gracia e iluminación del Espíritu Santo en los corazones de los fieles, para que de infieles hagáis fieles a Dios» (SalVM 6). La estrofa B abarca los versículos 5-8 y no emplea el vocativo, sino el indicativo. Su tema lo constituyen el hombre y las virtudes. ¿En qué condiciones posee el ser humano las virtudes? Cuanto más renuncia a su propio egoísmo y muere a sí mismo. Esta estrofa refleja con nitidez cómo Francisco considera a las virtudes formando una unidad. Son distintos aspectos de una misma realidad, diferentes efectos de una misma fuerza divina que debe penetrar al hombre entero. Cada una de ellas repercute no sólo en una parte de la vida humana, sino en todo el hombre. Por eso no pueden separarse enteramente unas de otras. La estrofa C abraza toda la segunda mitad del Saludo a las virtudes, desde el v. 9 hasta el 18. Si en la estrofa B se hablaba de las virtudes en general, en la C vuelve a hablarse de cada una de ellas en particular, y en el mismo orden que en la estrofa A. Desde el v. 9 hasta el 14, todas las frases comienzan igual. Los vv. 15-18 no son otras tantas frases independientes, sino partes del v. 14, que el P. Esser subdividió simplemente por ser excesivamente largo en comparación con los demás. Los efectos de las virtudes constituyen el tema de esta estrofa C. El término «confundir» es el lema y la palabra central de todos los versículos. Este confundir, destruir, derribar (en latín confundit), es la antítesis del sostener, proteger (en latín salvet), que aparecía como lema de todos los versículos de la estrofa A. La fuerza y viveza poética del Saludo a las virtudes reside en gran parte, además de en los paralelismos, en los contrastes. Se recalcan las antítesis. Las más sublimes virtudes se enfrentan con los peores vicios. El Señor y sus señoras, las virtudes, son los rivales que vencen a Satanás y sus maldades. Así como la virtud tiene diversos nombres, así también la maldad: son la codicia, la avaricia, la soberbia, el temor. Según el poeta umbro, las virtudes son santas porque provienen de Dios, su origen. La maldad, en cambio, está vinculada con este mundo y con este tiempo, con el cuerpo y la carne. En esta concepción influye y se refleja sin duda una actitud espiritual enemiga del cuerpo y del mundo, generalizada desde la época de san Agustín. Aunque no debemos olvidar, por otra parte, que la oposición Dios-mundo, espíritu-carne se remonta a la Sagrada Escritura y fue experimentada vivencialmente y fundamentada teológicamente sobre todo por san Pablo (cf., por ejemplo, Rom 8,1-17). El profundo foso que Francisco abre entre Dios y el mundo, entre la virtud y la maldad, sirve ciertamente también al objetivo de su predicación: conmover, sacudir, dramatizar. El contraste es un recurso de la elocuencia poética, lo mismo que la personificación de las virtudes; pero uno y otra no son meros recursos poéticos o retóricos, sino que tienen un sentido profundo. Así se ve claramente en el hecho de que se dé rostro humano a las virtudes (señoras), pero no a los vicios. COMENTARIO Es imposible comentar aquí todas las virtudes a la luz de los Escritos de Francisco y de sus fuentes biográficas. Francisco y sus primeros biógrafos hablan innumerables veces sobre la pobreza, la humildad, etc. Aquí nos limitamos a evocar algunos pasajes de los Escritos de Francisco, con el fin de mostrar que los breves versos del Saludo a las virtudes son un resumen del seguimiento franciscano de Cristo. 1. LA REINA
SABIDURÍA No sabemos a ciencia cierta por qué Francisco empieza el Saludo a las virtudes nombrando la virtud de la sabiduría, ni por qué la llama reina; sólo podemos conjeturarlo. Tal vez la clave se encuentre en el fragmento de la Carta a todos los fieles en el que afirma que quienes no hacen penitencia «no tienen sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la verdadera sabiduría del Padre» (2CtaF 67; cf. 1CtaF 2,8). En la Adm 5,6 habla también de «un conocimiento especial de la suma sabiduría» recibido «del Señor». Y en otro lugar dice que el espíritu de la carne quiere y se esfuerza por «tener la sabiduría de este mundo... El Espíritu del Señor, en cambio, quiere que la carne sea mortificada y despreciada..., desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, el divino amor del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (1 R 17,10.14-16). «El temor de Dios es el principio de la sabiduría», leemos en el libro del Eclesiástico (Eclo 1,20; es posible que Francisco tuviera alguna noción de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, que conociera, por ejemplo, el «Discurso de la Sabiduría», el capítulo 24 del ya citado Jesús Ben Sirá). Así pues, tal vez cite Francisco en primer lugar a la sabiduría y la denomine reina, porque Cristo es la sabiduría encarnada. Como dice en el Saludo a las Virtudes 4, de Dios vienen y proceden toda sabiduría y todas las virtudes. La unión fraternal entre la sabiduría y la pura sencillez se evidencia también en la Carta a todos los fieles, donde Francisco la opone a la sabiduría de la carne: «No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino, más bien, sencillos, humildes y puros» (2CtaF 45). La sabiduría según la carne se opone a la reina sabiduría, a la sabiduría de Dios. La santa sencillez protege a la hermana sabiduría, desenmascarando la falsa sabiduría. Donde más expresivamente aclara Francisco en qué consiste esta última es en la Admonición 7: «Dice el Apóstol: La letra mata, pero el Espíritu vivifica (2 Cor 3,6). Son matados por la letra los que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que legar a sus consanguíneos y amigos» (Adm 7,1-2). La sabiduría auténtica es sencilla, no necesita sutilezas rebuscadas, desenmascara todos los disimulos, excluye cualquier forma de vanidad o vanagloria: «Pues, aunque fueses tan agudo y sabio que tuvieses toda la ciencia y supieses interpretar toda clase de lenguas y escudriñar agudamente las cosas celestiales, no puedes gloriarte de ninguna de estas cosas... Por el contrario, es en esto en lo que podemos gloriarnos: en nuestras flaquezas...» (Adm 5,5.8). Quien, mediante la sencillez, alcanza la sabiduría, se opone a Satanás y a su malicia, que son la raíz de todo mal (SalVir 9). La reina de las virtudes confunde al autor de todo mal. Satán, que por orgullo quiso ser como Dios, es vencido por la sabiduría, que con sinceridad y sencillez atribuye todos los bienes a Dios y actúa con transparencia, sin mirar de soslayo confiando en alguna posible recompensa o aplauso. Por lo demás, todos conocemos personas, mayores en muchos casos, en quienes se trasparenta ese hermanamiento entre la sabiduría y la sencillez: cuanto con más sencillez, brevedad y en contadas ocasiones hablan, tanto más sabias son sus palabras. Según crecen en sabiduría, crecen igualmente en sencillez. Nada les arrebata la paz interior. Conocen el valor relativo de las cosas y, sobre todo, saben que, en definitiva, lo importante es que todo depende de Dios y el tener una conciencia pura. El resto cuenta poco. 2. LA SANTA POBREZA El segundo par de virtudes lo constituyen la señora pobreza y su hermana la santa humildad. Comúnmente se piensa que la pobreza, entendida sobre todo como renuncia a los bienes materiales y como mendicidad, es la característica más sobresaliente de los franciscanos. En cambio, en el Saludo a las virtudes vemos que Francisco cita a la pobreza en tercer lugar y la entiende sobre todo como pobreza interior. Ella «confunde a la codicia y avaricia y cuidados de este siglo» (v. 11). Francisco no contrapone la pobreza a la riqueza, sino a la codicia y a la solicitud. El adversario de la humildad es la soberbia (v. 12). La «vida sin nada propio» no está garantizada por el hecho de haber abandonado el mundo y haber entrado en un convento, donde todo es de todos. La pobreza significa desprenderse totalmente, sin reivindicar nada para uno mismo. Frente a Dios, el hombre no posee nada. «Y tengamos la firme convicción de que a nosotros no nos pertenecen sino los vicios y pecados» (1 R 17,7). El hermanamiento entre la pobreza y la humildad no lo encontramos solamente en el Saludo a las virtudes. El capítulo noveno de la Regla no bulada empieza, programáticamente, diciendo: «Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1). En 2 R 6,2-4 leemos: «Y, cual peregrinos y forasteros en este siglo, que sirven al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. Y no tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo. Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes». Esta misma Regla concluye, resumiendo: «para que, siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, guardemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4). La pobreza y la humildad están inseparablemente unidas. Así lo expresa a la perfección el nombre de hermanos menores y, más bellamente todavía, el nombre con que se designa a Francisco: la pobreza y la humildad marcan de tal manera su figura que se le llama, y con razón, el Poverello, el Pobrecillo. 3. LA SANTA CARIDAD Lo que más sorprende es que Francisco presente como tercer par de virtudes a la caridad y a la obediencia. La vinculación de la caridad con la obediencia es algo muy típico de san Francisco. ¡Fijémonos en que lo que nombra primero es la caridad! La verdadera obediencia brota del amor. La obediencia sin amor no es una virtud. La Admonición 3, cuyo título y tema es La verdadera obediencia, afirma que «abandona todo lo que posee y pierde su vida aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está contra la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve que algo es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues ésta es la obediencia caritativa (cf. 1 Pe 1,22), porque cumple con Dios y cumple con el prójimo» (Adm 3,3-6). Renunciar, por amor a Dios y al superior, a hacer algo que se considera mejor y más conveniente, es obediencia basada sobre el amor. Hasta qué punto debe el amor modelar la obediencia, queda patente en el trágico caso en que el superior mande algo contrario a la conciencia del súbdito. En este caso, sigue diciendo la Adm 3, el súbdito no debe obedecer al superior, pero «no por eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos» (Adm 3,7-9). Se puede ser mártir de la propia conciencia en la comunidad de la que se es miembro. Aunque los demás le consideren a uno desobediente, persiguiéndolo por ello, mientras ese súbdito no rompe su vinculación con la comunidad, demostrando su amor a los hermanos/hermanas en el sufrimiento y el sacrificio, sigue manteniéndose en la auténtica y perfecta obediencia (¡Espontáneamente vienen aquí a la mente las garantías que la Madre Clara y otras fundadoras y fundadores de Órdenes exigen en este ámbito!). Para Francisco, la caridad es la norma y criterio de toda actuación. Amar al prójimo como a uno mismo significa comportarse con los demás, especialmente cuando se hallan en una necesidad, tal como uno desearía que los demás se comportaran con él si se hallara en esa misma situación (cf. 1 R 4,4-6). Como pecadores que somos, dependemos todos de la misericordia de Dios. Por eso, si el superior se ve en la necesidad de corregir, debe siempre hacerlo por caridad. No puede dejarse llevar a impulsos de la ira o de la arbitrariedad. El pecador necesita un amor especial: «Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámalo más que a mí, para atraerlo al Señor», escribe Francisco a un ministro (CtaM 11). El amor a los enemigos es el súmmum de la caridad. Este amor sólo puede basarse en motivos sobrenaturales. Por eso pide Francisco: «Y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que lo perdonemos plenamente, para que, por ti, amemos verdaderamente a los enemigos, y ante ti por ellos devotamente intercedamos, no devolviendo a nadie mal por mal (1 Tes 5,15), y nos apliquemos a ser provechosos para todos en ti» (ParPN 8). Un perdón de estas características supone la renuncia a uno mismo. Llega a su cima en el martirio. Francisco espera que quienes van entre sarracenos estén dispuestos a soportar toda clase de sufrimientos e injusticias, hasta la misma muerte (cf. 1 R 16,10-21). Él mismo viajó a tierras musulmanas con la esperanza de alcanzar el martirio (1 Cel 55-57). Todo esto explica por qué Francisco subraya con tanta fuerza la obediencia en su Saludo a las virtudes. El comentario a la obediencia (vv. 14-18) ocupa tanto espacio como el comentario a todas las virtudes anteriores (vv. 9-13). La caridad auténtica está libre de todo egoísmo. Así se entiende en los vv. 14-15, donde se dice: «La santa obediencia confunde a todas las voluntades corporales y carnales, y tiene mortificado su cuerpo (el del hombre) para obedecer al espíritu y para obedecer a su hermano». La expresión «tener mortificado su cuerpo» significa lo mismo que la palabra «morir» del v. 5. El hombre tiene que posponer su propia voluntad, ha de morir y vaciarse de sí mismo, para que haya en él espacio para las virtudes, para el reino de Dios. La prueba definitiva para ello la tenemos en la obediencia. La obediencia demuestra si el hombre se ha liberado verdaderamente de él mismo. Tal como el Saludo a las virtudes la describe, la obediencia es la perfección de la sabiduría, citada al principio, el sello de garantía de todas las demás virtudes, la piedra de toque que muestra hasta qué punto estamos realmente libres y desprendidos de nosotros mismos en el amor. El que es obediente tiene un oído finísimo para escuchar al espíritu del Señor, al hermano, a la hermana. Francisco no pone ninguna limitación a quién sea este hermano, esta hermana. El auténtico desprendimiento nos hace súbditos de todos los hombres. A fin de que no se desoiga algo tan desacostumbrado, Francisco añade: «a todos los hombres que hay en el mundo», es decir, en el mundo entero. Y, no contentándose con esta visión radical de la obediencia, prosigue: «y no únicamente a solos los hombres, sino también a todas las bestias y fieras, para que puedan hacer de él todo lo que quieran, en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor» (SalVir 16-18). Aquí se lleva la obediencia a sus límites extremos. Se la entiende de manera universal, sin limitaciones ni condiciones de ninguna clase. Quien se entrega por entero a Dios, no sólo está dispuesto a sufrir el martirio a manos de los hombres, sino también entre las garras de las fieras. Es posible que en este punto Francisco esté influenciado por los relatos sobre los mártires que murieron desgarrados por las fieras (por ejemplo, los relatos sobre el martirio de san Ignacio de Antioquía). Pero es todavía más sencillo pensar en su propia experiencia personal. Conocida es, al respecto, la historia del lobo de Gubbio. Cuando Francisco va a su encuentro con una actitud carente de cualquier hostilidad, y lo trata como a un hermano y lo atiende seriamente en sus necesidades, cambia también la actitud del lobo. Se convierte en el hermano lobo. En todo caso Francisco piensa que las fieras son, al igual que los enemigos (cf. 1 R 22,1-4), un instrumento en las manos de Dios: actúan sobre nosotros «en la medida en que les fuere dado desde arriba por el Señor». Aquí se supera con creces la mera función sociológica de la obediencia. El obediente ha de superarse a sí mismo de tal modo que siempre sea el menor, un hermano siempre menor del que pueden servirse todos los demás según la voluntad de Dios. En la Carta a todos los fieles se dice que «nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios (1 Pe 2,13)» (2CtaF 47). En el Saludo a las virtudes Francisco cita libremente esta palabra de la carta de san Pedro y la amplia nombrando por su nombre, y sin dejarse llevar de sentimentalismos, a las bestias y a las fieras, es decir, a todos los animales, domésticos (bestias) o salvajes (fieras). Para predicadores itinerantes sin casa ni patria propias como eran los hermanos menores, el encuentro con fieras, que entonces eran mucho más abundantes que en la actualidad, no debía de ser ninguna cosa rara. Francisco sabe de qué está hablando. Su pensamiento no refleja ninguna exageración poética, sino la convicción de que a quien es obediente de verdad, no puede en el fondo pasarle nada malo. «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?... estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,35.38-39; cf. 2 Cor 4,7-15; 6,4-10). La obediencia es la autoentrega confiada en la voluntad de Dios: «Aunque lleguen a azotarte, debes considerarlo como gracia. Y quiérelo así y no otra cosa» (CtaM 2-3). Ésta es la obediencia caritativa de quien deja a Dios ser Dios en todas las circunstancias de la vida. Esta apertura hace posible la reconciliación profunda y total del hombre y las criaturas, y produce esa paz que convierte la «vuelta al paraíso», llevada a cabo en lo íntimo del hombre, en una realidad visible para toda la creación, tal y como refleja ejemplarmente la historia del lobo de Gubbio y como lo subraya expresamente Celano al hablar de las relaciones de san Francisco con las fieras (2 Cel 165-171). La obediencia, la pobreza y la humildad forman, pues, parte del horizonte unificador y abrazante de la paz. Una paz que es posible cuando se le reserva espacio al amor, a fin de que pueda brotar la bondad fontal que es Dios. «Son verdaderamente pacíficos aquellos que, en medio de todas las cosas que padecen en este siglo, conservan, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, la paz de alma y cuerpo» (Adm 15,2). Cuando el amor de Aquel que «puso su voluntad en la voluntad del Padre» y murió por muchos (2CtaF 10), se ha convertido en criterio y norma que «confunde a todos los temores carnales» (SalVir 13), la obediencia se vuelve entrega serena y confiada en la providencia y en la bondad de Dios que gobierna la creación. Y el seguimiento se vuelve entonces alabanza. Por eso pudo Francisco expresar las impresionantes y casi inhumanas metas del seguimiento de Cristo en una breve e inspirada poesía. En idéntico plano lingüístico se mueve el Poeta de Asís en su Admonición 27,[*] tan parecida temática y estructuralmente al Saludo a las virtudes. Lleva por título De la virtud que ahuyenta el vicio y es la única Admonición escrita en forma de poesía. Consta de seis frases (dos por tres: seis), y cada una de ellas tiene dos miembros (que empiezan con las palabras Donde... allí). Este número seis corresponde a las seis virtudes de las que se habla en el Saludo a las virtudes. No existe mejor complemento y comentario al Saludo a las virtudes que esta canción, escrita también por Francisco y que alaba, todavía con mayor claridad y brevedad pero con idéntico ritmo, a las virtudes que ahuyentan a los enemigos de la vida espiritual:
SUGERENCIAS
PRÁCTICAS PARA 1. La palabra «virtud», derivada del término latino vir, varón, no goza actualmente de buena fama, ni evoca siempre «fuerza», como su raíz indica. a) Reflexionad (en grupo) sobre qué es lo que hoy en día suele asociarse con la palabra «virtud», y cómo puede explicarse este término. b) ¿Recordáis cuáles son las «virtudes cardinales»? ¿Siguen teniendo vigencia como goznes, cárdines en latín, como actitudes fundamentales de la vida cristiana? 2. Comparad el Saludo a las virtudes y la Admonición 27. a) ¿Qué virtudes y qué vicios se citan en ambos textos? b) ¿Qué virtudes aparecen emparejadas en uno y otro escrito? ¿Qué actitudes hermanan y qué actitudes contraponen ambos opúsculos? c) ¿Qué texto te gusta más? ¿Por qué? 3. Puede meditarse, por separado, cada uno de los versículos del Saludo a las virtudes y de la Admonición 27. a) ¿Qué imágenes o experiencias me sugieren? b) ¿Con cuáles coincido y con cuáles difiero? c) ¿Cuál es la virtud a la que desearía orar más intensamente y decirle con Francisco: «El Señor te salve...? 4. ¿Cuáles son las virtudes y los vicios más de moda hoy en día? a) Redactar un catálogo de virtudes y vicios actuales. b) Colocar delante de cada una de las virtudes y de los vicios un número que indique, por orden, su importancia: 1 para la/el más importante, 2 para la/el segunda/o... c) Compara tu propia escala con las escalas que han redactado los otros componentes del grupo... 5. La virtud es también la aptitud, la capacidad del ser humano para regular la propia vida, como individuo y como ser social, según unas normas éticas y sin dejarse llevar por las inclinaciones e impulsos de cada momento. Enumera las actitudes, las virtudes diarias - de las que vivimos, - con las que (sobre) vivimos. Reflexionad en grupo sobre ellas. [*] Cf. K. Esser, De la virtud que ahuyenta el vicio, 1ª parte, en Selecciones de Franciscanismo n. 62 (1992) 296-302; 2ª parte, en Selecciones de Franciscanismo n. 63 (1992) 323-328. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, n. 65 (1993) 183-194] [En L. Lehmann, Francisco, maestro de oración, pp. 177-191] |
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