DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

FRANCISCO, MAESTRO DE ORACIÓN
Comentario a las oraciones de san Francisco

por Leonardo Lehmann, OFMCap

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Capítulo XI
TÚ, TÚ Y SIEMPRE TÚ,
EN TODAS LAS VARIACIONES

Las «Alabanzas del Dios altísimo» (AlD)

[Du, Du, immer nur Du - in allen Variationen. Der Lobpreis Gottes von La Verna, en Franziskus, Meister des Gebets, Werl/Westf., Dietrich Coelde Verlag, 1989, 181-204].

DESDE SAN DAMIÁN AL MONTE ALVERNA

El Crucifijo de San Damián, pintado en vivos colores, había impresionado mucho a Francisco.[1] Este icono reproduce la escena de la crucifixión, con todas las personas que participaron en ella. Cristo pende de la cruz, pero no está contorsionado ni desfigurado por el dolor, sino erguido y lleno de majestad, con los ojos abiertos y el rostro resplandeciente. Cuando rezaba arrodillado ante él, Francisco se sintió llamado a salir de su letargo y de su perplejidad. Fue una etapa muy importante en el camino de su vocación. Desde aquel momento quedó marcado por la cruz: «Desde entonces se le clava en el alma santa la compasión por el Crucificado, y, como puede creerse piadosamente, se le imprimen profundamente en el corazón, bien que no todavía en la carne, las veneradas llagas de la pasión» (2 Cel 10b). El primer biógrafo tiende aquí un puente entre aquella experiencia de Francisco y su futura estigmatización. Su explicación de este acontecimiento, inexplicable al fin y al cabo, empieza en la juventud de Francisco. Así lo harán también los psicólogos actuales, que preguntarán: ¿Cuáles fueron los momentos cruciales de su vida? ¿Qué es lo que marcó, dejándole impresas huellas, cicatrices, heridas?

En el caso de Francisco hay que citar sobre todo dos acontecimientos: el beso al leproso y las palabras del Crucifijo de San Damián. La sensibilidad ante el sufrimiento ajeno vincula ambos hechos. Francisco se hace accesible al sufrimiento, se hace vulnerable. Si antes rehuía, como todos, a los leprosos, ahora, en cambio, se apea del caballo, se acerca al leproso y lo abraza. Se acabó el despacharlos con una limosna entregada desde una distancia segura, o el atenderles por medio de terceros. A pesar del peligro de contaminación toca, más aún, besa a aquel ser desfigurado por la lepra. Y esta autosuperación le abre un mundo nuevo. Da la vuelta a su escala de valores. Lo que hasta entonces le era repugnante y espantosamente amargo, se le vuelve enteramente agradable y dulce (cf. Test 3).

A lo largo de toda la vida sentirá atracción por los leprosos, los enfermos, los que sufren. Se mantendrá abierto a las necesidades de los demás, sensible e impresionable ante el sufrimiento en sus múltiples manifestaciones. Todas las formas de la miseria humana, todas las desgracias que se abaten desde fuera sobre el hombre, todo el mal que se causan mutuamente las personas, Francisco los ve reunidos en la cruz. La cruz es símbolo del sufrimiento del mundo. Y es también símbolo del emerger del mundo nuevo. «Porque por tu santa cruz redimiste al mundo», reza siempre que ve una cruz o signo de la cruz (1 Cel 45). Desde aquel encuentro con el Crucifijo de San Damián, Francisco identifica todo rostro humano marcado por el dolor con el rostro del Crucificado, que cargó sobre sí el pecado del mundo. Sobre el Crucificado se ha volcado la maldad del hombre, se han abatido las olas de la violencia. Se rebajó y Dios lo exaltó. Por eso, es la respuesta a la torturante pregunta sobre el por qué del dolor y el ancla de la esperanza en el mar del sufrimiento.

El leproso y el Crucificado no eran para Francisco dos mundos diferentes que iban cada uno por su lado. La cruz que veía en las iglesias le mantenía abierto al indecible dolor humano, y la visión de un ser humano sufriente le recordaba a Jesús en la cruz, de quien dice el salmo: «Yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 21,7). Francisco meditaba este versículo sálmico en su Oficio de la Pasión. Así tenía casi diariamente ante los ojos el camino de la cruz de Jesús, desde su injusta condena hasta su dolorosa crucifixión. Recorrió espiritualmente este camino doloroso; y también lo recorrió, luego, en su propio cuerpo, importunado por toda suerte de enfermedades y herido por el dolor al que se expuso. Pero la cruz fue en todo momento su consuelo y su apoyo. Fue «el centro de su meditación». Más todavía, la llevaba, así nos lo dice Celano, en el corazón (2 Cel 211; cf. 2 Cel 203).

FRANCISCO, HERIDO

Cuando alguien contempla de ese modo y durante años al Crucificado, identificándose con la vida y la pasión de Jesús, enamorándose de él, en su vida se hace perceptible, incluso externamente, aquello que ama y aquel a quien ama. ¿No se dice de los esposos que han vivido largos años juntos, que se parecen el uno al otro? El amor los ha ido asemejando. Francisco quedó tan conmovido por el amor de Dios a nosotros, que anduvo durante días llorando sin consuelo por los caminos; a la pregunta de por qué lloraba, respondía: «¡El amor no es amado!». Su amor a Dios no era una simple confesión de labios afuera, no era sólo de palabra, sino también de sentimientos. El amor de Dios lo conmovió hasta los tuétanos.

Podemos entender también así lo que le sucedió en septiembre de 1224, el día de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, en el que se hizo externamente visible en su cuerpo lo que le impulsaba y marcaba en su interior. En su carne brotaron las llagas de Jesús crucificado. Solemos decir que Francisco recibió las llagas de Cristo. Con ello reconocemos suficientemente que la acción provenía de Dios: Dios fue el autor, Francisco el receptor. Pero pudo recibir aquellos estigmas porque se había sensibilizado con ellos, ejercitado en la meditación y en el aguante del sufrimiento, capaz para la com-pasión con el Crucificado y para la sim-patía con todas las criaturas sufrientes. La reproducción de las llagas de Cristo en su cuerpo demuestra que el amor lo hirió hasta lo más íntimo de su ser, convirtiéndolo a él mismo en herida. En San Damián tenía la cruz delante, en el Alverna la tenía dentro. Se convirtió en símbolo de Cristo, en reproducción del Crucificado, en «otro Cristo» (san Buenaventura). En él se dio una confirmación de lo que Ángel Silesio formuló más tarde con tanta precisión: «Te conviertes en lo que amas».

FRAY LEÓN Y LA TENTACIÓN DEL DESALIENTO

Aunque no fue testigo presencial del acontecimiento, fray León, compañero espiritual y secretario del Santo, lo vivió de cerca. Francisco lo había llevado consigo al monte Alverna, de 1.283 metros de altitud, situado en la provincia de Arezzo, en Toscana, donde iba a hacer una cuaresma voluntaria en honor de san Miguel (desde la fiesta de la Asunción de la Virgen María hasta la fiesta del arcángel, el 29 de septiembre). Pero León tuvo que quedarse a una conveniente distancia de la cabaña de Francisco; no debía molestarle y sólo podía acercarse cuando éste se lo permitía. Una sima separaba a ambos; sobre ella habían colocado una tabla.

Esta sima que los separaba es como un símbolo del abismo que se abrió entre los dos. Francisco fue elevado a las alturas místicas; León, por el contrario, se sintió abatido, minúsculo. De vez en cuando podía llevarle a su padre un jarro de agua y un poco de pan, pero Francisco quería estar completamente solo y que no le observara nadie. El estar tan separado de la cabaña del padre y compañero, debiendo permanecer alejado de todo lo que en ella acontecía, no le resultó nada fácil. Sólo podía sospechar que eran las horas más felices de la vida de Francisco. Éste quiso esconder a toda costa sus llagas, pero apenas podía mantenerse sobre los pies y no siempre podía ocultar las heridas de las manos. Fray León se quedó sin habla, vacilando entre el asombro y la confusión. Se sintió como rechazado por su padre y compañero, que dialogaba confiadamente con Dios.

Francisco se dio cuenta de la situación. Para confortar al hermano León, escribió unas alabanzas de Dios y su bendición personal en un pequeño pergamino que regaló al deprimido compañero. Tomás de Celano sabe describírnoslo con detalle:

«Sucedió al tiempo que vivía el Santo en el monte Alverna. Él permanecía retirado en la celda. Uno de los compañeros deseaba con mucho afán tener por escrito, para que le confortase, alguna de las palabras del Señor, acompañada de una breve anotación manuscrita de san Francisco. Creía, en efecto, que con eso desaparecería, o se aliviaría por lo menos, una tentación molesta -no de la carne, sino del espíritu- que lo atormentaba. Aunque se consumía con este deseo, le daba pavor descubrirlo al padre santísimo; pero a quien no se lo manifestó el hombre, se lo reveló el Espíritu.

»Y así, un día llama el bienaventurado Francisco al hermano y le dice: "Tráeme papel y tinta, porque quiero escribir unas palabras del Señor y sus alabanzas que he meditado en mi corazón". En cuanto los tuvo a mano, escribió de su puño y letra las alabanzas de Dios y las palabras que quiso, y, por último, la bendición para el hermano, a quien dijo: "Toma para ti este pliego y consérvalo cuidadosamente hasta el día de tu muerte". Al instante desaparece del todo la tentación; se guarda el pliego, que después ha hecho prodigios» (2 Cel 49).

León guardó de hecho aquel escrito hasta el día de su muerte, acaecida en 1271. Lo llevaba, doblado en cuatro, cosido en un bolsillo interior, como un precioso recuerdo y una santa reliquia. El valioso pergamino se ha conservado hasta nuestros días, y puede verse en una sala lateral de la iglesia inferior del sacro convento de San Francisco, en Asís. Apenas puede leerse a simple vista. Como León lo llevó consigo durante tanto tiempo, su escritura está parcialmente difuminada, sobre todo en el anverso, que es donde están las Alabanzas del Dios altísimo, muchas de cuyas palabras se han borrado. Pero gracias a las antiguas copias ha podido reconstruirse el texto original, fijando su tenor literal que, por otra parte, puede volver a leerse hoy en día con el rayo láser. En el reverso está la Bendición a fray León, que se lee sin dificultad. Francisco escribió en tinta negra, con caracteres grandes y toscos. De ahí que contraste aún más la fina caligrafía en tinta roja del hermano León, avezado secretario. Sus palabras nos informan de que Francisco «compuso estas alabanzas que están al otro lado de esta hoja, y que escribió de su mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había hecho».

Podemos tener, pues, la certeza de que el motivo de escribir las Alabanzas del Dios altísimo fue la petición de fray León. El estigmatizado le contesta remitiéndole al gran «Tú» de Dios y dándole su bendición personal. Escribe el pergamino de su propia mano, después de haber recibido las llagas. Así da gracias a Dios y, a la vez, ayuda a su atormentado compañero. En el anverso habla con toda devoción a Dios, el Tú misterioso y confidente; el reverso, a León su hermano. Ambas caras son un solo y mismo regalo, una meditación gráfica y escrita, una carta de consolación para el hermano León.

CARACTERÍSTICAS DE LAS
«ALABANZAS DEL DIOS ALTÍSIMO»

Una letanía de nombres de Dios

Las Alabanzas, escritas en el anverso del precioso pergamino, constan de breves frases. La mayoría de ellas tienen sólo tres palabras. Todas empiezan con el vocablo «Tú». Son una serie de invocaciones y exclamaciones de asombro que se suceden sin interrupción. Incluso a primera vista dan la impresión de ser una letanía. A la invocación no sigue una respuesta exclamativa invariable, sino que, inmediatamente después de cada «Tú» se proclama un enunciado distinto sobre él. Mejor dicho, no se habla de Dios, sino a Dios; no es un tratado, sino una oración. Tan intensa y profunda ha sido la experiencia que Francisco ha tenido de Dios, que de él no brota sino Dios. Y ese «Tú» divino le arranca sin cesar nuevos enunciados. No puede «acabar» con Dios. Por eso lo invoca hasta con expresiones opuestas, llamándolo, por ejemplo, «fortaleza» y «mansedumbre», «omnipotente» y «humilde». De ese modo, confiesa que Dios es incomprensible. Dios es y será un misterio para Francisco, incluso después de la estigmatización. El estilo litánico es un reflejo del esfuerzo de entregarse continuamente a Dios, de decir cosas cada vez más profundas de Él, de alabarlo sin interrupción. El cielo, la tierra y todo bien están comprendidos en Aquel que es, era y será, y a quien el Santo invoca lleno de respeto y confianza: Tú, tú, tú..., en todas las variaciones posibles.

Un "Te Deum"

En estas Alabanzas Francisco no trata de él mismo, sino sólo del «Tú» de Dios. En ellas no aparece nunca un «yo» o un «mío». La oración carece de toda referencia al «yo», es una entrega total, mirada centrada en el que está delante, un reconocimiento, lleno de ardor íntimo, de Dios, sin expresar opiniones personales, sin formular preguntas ni exponer peticiones: pura alabanza de Dios.

Por cierto, en este escrito no aparecen tampoco las palabras «alabanza», «alabar». A diferencia de otras oraciones de Francisco, no hay ninguna invitación a la alabanza. Ni se cita acción alguna por parte del hombre, y sólo una por parte de Dios (v. 1). La acción cede totalmente el paso al ser. El ser de Dios es contemplado con amor. No se habla del hombre, ni de su pequeñez e indignidad. Tampoco hay ninguna alusión a los dolores causados por las llagas, ni ninguna palabra que recuerde la pasión de Cristo. Las Alabanzas se asemejan más bien a un himno pascual, aunque no se mencione la resurrección de Cristo. El orante está inmerso en la luz y el amor de Dios. Parece estar, a la vez, más allá de la historia terrena de Jesús y alejado así mismo de la propia historia personal. Sin entrar directamente en lo que le ha sucedido, alaba al Dios grande y bueno, que es para él un mysterium tremendum et fascinans, un misterio que le estremece de respeto y temblor y que, al mismo tiempo, le atrae irresistiblemente. Así pues, las Alabanzas del Dios altísimo poseen un sublime respeto y una fuerza parecidas a las del Te Deum de san Ambrosio, con el que coinciden igualmente en la continua repetición del «Tú».

ESTRUCTURA

La edición de la BAC, siguiendo a K. Esser, divide el texto en seis versículos o estrofas. La edición de Isidoro Rodríguez y la de Lázaro Iriarte siguen esta misma división, a la vez que subdividen los versículos según el número de invocaciones. T. Zweerman enumera todas las invocaciones, de principio a fin, llegando al número de 33, en el que ve una probable alusión a los años de Cristo. ¡También el Cántico del hermano Sol consta de 33 líneas! Zweerman subdivide, además, las Alabanzas del Dios altísimo en tres partes, la principal de las cuales consta, a su vez, de 24 líneas, que aludirían simbólicamente a las seis alas del Serafín (seis por cuatro). Aquí seguimos la traducción de I. Rodríguez:[2]

1. Tú eres santo Señor Dios único, que haces maravillas (Sal 76,15).

2. Tú eres fuerte,
tú eres grande (cf. Sal. 85,10),
tú eres altísimo,
tú eres rey omnipotente,
tú Padre santo (Jn 17,11), rey del cielo y de la tierra (Cf. Mt 11,25).

3. Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses (cf. Sal 135,2),
tú eres el bien, todo bien, el sumo bien,
Señor Dios vivo verdadero (cf. 1 Test 1,9).

4. Tú eres amor, caridad;
tú eres sabiduría,
tú eres humildad,
tú eres paciencia (Sal 70,5),
tú eres belleza,
tú eres mansedumbre,
tú eres seguridad,
tú eres descanso,
tú eres gozo y alegría (Sal 50,10),
tú eres nuestra esperanza,
tú eres justicia,
tú eres templanza,
tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

5. Tú eres belleza,
tú eres mansedumbre,
tú eres protector (Sal 30,5),
tú eres custodio y defensor nuestro;
tú eres fortaleza (cf. Sal 42,2),
tú eres refrigerio.

6. Tú eres esperanza nuestra,
tú eres fe nuestra,
tú eres caridad nuestra,
tú eres toda dulzura nuestra,
tú eres vida eterna nuestra:
Grande y admirable Señor,
Dios omnipotente, misericordioso Salvador.

La primera, la octava y la última invocación son más largas y más solemnes. Tienen una especie de entonación inicial y conclusiva. La primera parte va en ascenso, hasta detenerse en la invocación. «Tú eres el bien», idea que repite tres veces. También tenemos una progresión en la mitad de la segunda parte: doce invocaciones (sustantivos y no adjetivos como antes) resaltan las actitudes de Dios: Dios es amor, caridad, sabiduría, humildad, paciencia, etc.; los enunciados son simétricos hasta llegar a la aclamación: «Tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción». Después de esta invocación, más larga, los enunciados vuelven a tener las mismas dimensiones de antes, salvo la última alabanza, que es más larga y solemne, como el «último acorde».

Tanto si se sigue la numeración en versículos (K. Esser) como según el número de invocaciones, puede observarse una cierta división en tres partes. A continuación comentamos las Alabanzas del Dios altísimo, dividiéndolas en esos tres bloques.[3]

COMENTARIO

Grandeza y bondad de Dios

1. Tú eres santo Señor Dios único, que haces maravillas (Sal 76,15).

2. Tú eres fuerte,
tú eres grande (cf. Sal. 85,10),
tú eres altísimo,
tú eres rey omnipotente,
tú Padre santo (Jn 17,11), rey del cielo y de la tierra (Cf. Mt 11,25).

3. Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses (cf. Sal 135,2),
tú eres el bien, todo bien, el sumo bien,
Señor Dios vivo verdadero (cf. 1 Test 1,9).

El v. 1 es la aclamación de entrada, el introito que pone la base de todo el cántico. Tiene una oración subordinada: «que haces maravillas». Es el único caso en el que se habla de la acción de Dios; en todos los demás se habla de quién es y de cómo es Dios. Francisco emplea el presente: «Tú eres», «haces». Sigue vivamente impresionado por la experiencia mística de la estigmatización. En la palabra «maravillas» podemos captar una alusión velada a la experiencia de su estigmatización, con lo que las alabanzas que siguen se entienden todavía más como respuesta a su crucifixión mística. Está embargado de asombro, amor y gratitud. En primer lugar subraya, como siempre, la santidad de Dios. Dios es el totalmente otro, sobrepasa toda idea que podamos forjarnos sobre Él, supera nuestra capacidad de comprensión: es santo y omnipotente.

El v. 2 realza también la transcendencia de Dios, su fuerza, su grandeza, su energía creadora, su realeza y señorío. Pero junto con la realeza divina se entremezcla la invocación paternal: Dios es altísimo y, al mismo tiempo, paternalmente cercano. Francisco une aquí (al igual que en 1 R 23,1) dos oraciones pronunciadas por Jesús y transmitidas en dos lugares distintos del Nuevo Testamento: Jn 17,11 y Mt 11,25. Ora con palabras de Jesús. Es una muestra de que se sumergía sin cesar en la oración de Jesús al Padre.

La incomprensibilidad de Dios encuentra su expresión dogmática en el misterio de la Trinidad. El v. 3 confiesa este misterio de la trinidad y de la unidad de Dios. Es lo distintivamente cristiano. Y no se trata de una especulación numérica de tipo filosófico, sino de la donación de Dios a nosotros. Es lo que subraya la invocación conclusiva: «Tú eres el bien». Dios no es soledad, sino plenitud que se desborda en su trinidad. A ello alude el triple bonum. Dios es «el bien, todo bien, el sumo bien». Como en otros lugares (AlHor 11; ParPN 2; 1 R 23,9), Francisco subraya con fuerza la bondad de Dios. Y como si quisiera precaverse del peligro de minimizarlo, añade inmediatamente: «Señor Dios». De un aliento llama a Dios «el bien» y «Señor». Ambas cosas son partes de una misma realidad. Experimenta a Dios como alguien que le supera y que, a la vez, se le entrega. Dios ha actuado en su vida y dispone de ella. ¿Podría pensarse en el acontecimiento del Alverna, si Dios no fuera para Francisco el «Señor Dios vivo y verdadero»? Las llagas rubrican hasta qué punto está marcado por Cristo. Con Pablo puede exclamar: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

La humildad de Dios, nuestra riqueza

4. Tú eres amor, caridad;
tú eres sabiduría,
tú eres humildad,
tú eres paciencia (Sal 70,5),
tú eres belleza,
tú eres mansedumbre,
tú eres seguridad,
tú eres descanso,
tú eres gozo y alegría (Sal 50,10),
tú eres nuestra esperanza,
tú eres justicia,
tú eres templanza,
tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

Las trece invocaciones del v. 4 tienen como común denominador la entrega amorosa de Dios al hombre. Por eso lo primero que se nombra es el amor, y dos veces por cierto: «Tú eres amor, caridad». En la Paráfrasis del Padrenuestro Francisco dice: «inflamándolos (a los ángeles y a los santos) para el amor, porque tú, Señor, eres amor» (ParPN 2).

«Tú eres sabiduría» es una invocación que podría encontrarse en el Antiguo Testamento. En cambio, el enunciado «Tú eres humildad» sólo puede pensarse en una mentalidad neotestamentaria. Desde la encarnación del Hijo de Dios y su muerte en la cruz, la fuerza de Dios se nos ha revelado como debilidad voluntaria y querida, como humildad. La afirmación de que Dios es humilde es en sí misma un enunciado paradójico, que sólo puede afirmarse en el cristianismo. Francisco puso también en su justa luz la «humildad de Dios» cuando expuso a los hombres la humildad de Cristo, por ejemplo en la representación navideña de Greccio. Cuando piensa que Dios se ha rebajado en la encarnación y en la eucaristía al nivel de los hombres, exclama lleno de júbilo: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad!, ¡Oh humilde sublimidad: que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!» (CtaO 27; cf. Adm 1). Y escribe en la Regla: «Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1; cf. 2 R 12,4). Toda la vida franciscana es un manifestar la humildad de Dios, y saca su fuerza de la fe en ese Dios que se ha rebajado por nosotros. La fuerza de Dios no aplasta; su humildad da nuevos ánimos. De ahí la alegría en la vida y en la proclamación evangélica de los hermanos menores.

Tras contemplar la humildad de Dios, Francisco se fija en su paciencia. Ambas constituyen para él una pareja inescindible. En la Admonición 13,2-3 escribe: «El siervo de Dios no puede saber cuánta paciencia y humildad posee mientras todo le vaya a su gusto. Mas cuanta paciencia y humildad muestra el día en que le contrarían quienes debieran complacerle, tanta tiene y no más». Y escribe en la Admonición 27,2: «Donde hay paciencia y humildad, no hay ira ni perturbación». Y afirma en la Carta a todos los Fieles, hablando de quien tiene el ministerio de la autoridad sobre algún grupo: «Tampoco se deje llevar de la ira contra el hermano por algún delito suyo, sino con toda paciencia y humildad amonéstelo y sopórtelo benignamente» (2CtaF 44). Las virtudes de la humildad y la paciencia que debe procurar vivir el hombre, Francisco las ve hechas realidad en Dios, más concretamente, en Jesucristo: Jesucristo es la humildad, la paciencia. «Y se aplica con empeño a la humildad y la paciencia y a la pura y simple y verdadera paz del espíritu» (1 R 17,15; 2 R 10,9). Quien practica la paciencia, imita a Cristo y se hace morada de Dios, que es paciencia. «En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (1 R 16,20; cf. Lc 21,9).

Las Alabanzas del Dios altísimo son la única oración en la que Francisco alaba la belleza de Dios, y dos veces por cierto (vv. 4 y 5). La experiencia mística del Alverna dejó impresas las llagas de Cristo en el cuerpo de Francisco, y en su alma imprimió belleza. Tal vez puedan contemplarse aquí, aunados, el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección. En cualquier caso, merece resaltarse el hecho de que Francisco aplique a Dios el concepto estético de la belleza y, por tanto, las ideas de forma, color, luz, figura... En su Oración ante el Crucifijo de San Damián llama a Dios «glorioso» y en la Paráfrasis del Padrenuestro dice: «Tú, Señor, eres la luz». Para él el sol es la más hermosa de todas las criaturas, imagen del Altísimo. En el Cántico alaba al Creador por la belleza de las distintas criaturas, y en las Alabanzas del Dios altísimo resume todo ello en la exclamación: «Tú eres belleza». El colorido y profusión del Cántico son una explicitación de esta exclamación.

La aclamación «Tú eres mansedumbre» aparece también dos veces (vv. 4 y 5). Percibimos como un balbuceo. El orante no se cansa de expresar y alabar las propiedades de Dios. Le faltan palabras para hacerlo. Se repite. Ciertamente esto también indica cómo experimenta a Dios; lo experimenta como el bien (tres veces), amor (tres veces), esperanza (dos veces)... En la anáfora de la Regla no bulada llama a Dios «manso, suave y dulce... suave» (1 R 23,9.11); es una faceta de la humildad y de la cordialidad con que Dios nos trata.

Los dos siguientes nombres de Dios, seguridad y descanso, forman también una pareja. Quien se apoya en Dios, encuentra descanso. Así lo expresa el dicho de Francisco: «Donde hay quietud y meditación, allí no hay preocupación ni vagancia» (Adm 27,4).

Forman así mismo un binomio el gozo y la alegría. Francisco conoce este binomio del salmo 50: «Hazme oír el gozo y la alegría». Podrían citarse muchos textos paralelos y, sobre todo, relatos impresionantes sobre esta virtud. Baste con aludir al diálogo de Francisco y León sobre la verdadera y perfecta alegría (VerAl). La oración del monte Alverna nos dice dónde está la fuente de la alegría perfecta: Dios es la alegría. Por eso exhorta Francisco con san Pablo a los hermanos a estar alegres en el Señor (cf. Flp 4,4). «Y guárdense los hermanos de mostrarse tristes exteriormente o hipócritamente ceñudos; muéstrense, más bien, gozosos en el Señor y alegres y debidamente agradables» (1 R 7,16). La vinculación de la pobreza con la alegría (cf. Adm 27,3) puede considerarse como una característica especialmente franciscana. Y exige que nos preguntemos también hoy si carecemos de auténtica alegría, por ejemplo, si nos asusta el riesgo de la pobreza y por qué. «Donde hay pobreza con alegría» brillan signos de esperanza. Francisco une intencionadamente la pobreza y la esperanza en sua Alabanzas del Dios altísimo, pues dice: «Tú eres nuestra esperanza».[4]

También están emparentados los términos justicia y templanza. Si la afirmación de que Dios es justo aparece a menudo en la Biblia y en Francisco (CtaO 22.50; 1 R 23,1.9), la idea de la templanza, en cambio, es más rara. Para Francisco es un reflejo de la justicia de Dios, un signo de que Dios contiene su ira, es manso y bondadoso.

Lo que más le conmueve a Francisco en el v. 4 es la entrega de Dios al hombre. Repite sin cesar conceptos que expresan el anhelo eterno del ser humano. Todo cuando el hombre ansía, está en Dios. Por eso concluye el párrafo con un reconocimiento que resume y sublima las afirmaciones anteriores: «Tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción». Esta expresión contiene la base teológica más profunda de la pobreza. Somos criaturas de Dios, de quien dependemos por entero. Él es nuestra riqueza, una riqueza que nos pertenece en la medida en que le pertenecemos a Él. Cuanto menos uno se posee, tanto más es de Dios. Así es como Francisco entiende la pobreza. Es un modo de pensar que recuerda y coincide con lo que dirá más tarde santa Teresa: «Sólo Dios basta». El anhelo del ser humano es tan grande que sólo Dios puede aquietarlo. Sólo Él puede bastar al hombre, imagen suya. Quien capta esto, puede dejar todas las cosas. Dios le basta. Es su único y su todo, su «riqueza a satisfacción».

La fuerza de Dios es nuestra salvación

5. Tú eres belleza,
tú eres mansedumbre,
tú eres protector (Sal 30,5),
tú eres custodio y defensor nuestro;
tú eres fortaleza (cf. Sal 42,2),
tú eres refrigerio.

6. Tú eres esperanza nuestra,
tú eres fe nuestra,
tú eres caridad nuestra,
tú eres toda dulzura nuestra,
tú eres vida eterna nuestra:
Grande y admirable Señor,
Dios omnipotente, misericordioso Salvador.

Tras repetir belleza y mansedumbre, dos nombres ya mencionados, destaca el tema de Dios como protector, custodio y defensor. Alaba la fuerza de Dios. El hombre puede apoyarse en Dios y sentirse seguro. Por eso termina el v. 5 diciendo: «Tú eres refrigerio». Si se quiere determinar una relación de las Alabanzas del Dios altísimo con fray León, aquí la tenemos: contra sus tentaciones y luchas, le recuerda que Dios nos protege, custodia y defiende. Y para quien se ha cansado en el camino, Dios es le refrigerio restaurador que conduce a las aguas de la vida. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 22,4). ¿No es éste el estímulo que necesita fray León en la situación en que se encuentra?

El principio de v. 6 repite la expresión del v. 4: «Tú eres esperanza nuestra». Y añade las otras dos virtudes teologales, completando la tríada, como en la Oración ante el Crucifijo de San Damián: «Dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta». La línea de unión entre la OrSD y la crucifixión mística en el monte Alverna aparece, pues, reflejada también en esta mención de las tres virtudes teologales. La súplica del joven Francisco durante aquel tiempo de conversión ha sido escuchada. Ahora ya no está dominado por la preocupación de tener una fe recta, una esperanza cierta y una caridad perfecta; la distancia se ha acortado: para él, agraciado con el carisma de las llagas, Dios es fe, esperanza y caridad; y no sólo para él, sino para todos nosotros. Dios es el «Salvador de todos los que en Él creen y esperan y lo aman» (1 R 23,11). La esperanza, fe y caridad fundamentan y colman la vida cristiana; provienen de Dios y conducen a Él.

A la designación de Dios como «caridad nuestra» sigue el concepto de dulzura, todavía más fuerte desde el punto de vista afectivo. Y, en línea ascendente, se añade el adjetivo toda. Francisco ha experimentado a Dios como la felicidad más completa y profunda, lo ha saboreado y degustado como a auténtica delicia: así lo da a entender la expresión «dulzura». Estamos ante la forma de expresarse de un místico, de un hombre que no sólo busca comprender a Dios con el entendimiento, sino que está unido a Él con cuerpo y alma.[5] La conmoción interna se irradia al exterior. Los procesos espirituales se transmiten a los sentidos y asumen una dimensión y forma corporal. Escribe Celano aludiendo a la estigmatización:

«Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros... Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo» (1 Cel 115).

La palabra amor está unida en las Alabanzas del Dios altísimo con la palabra dulzura, alusión a lo que escribe Celano en otro lugar:

«Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la palabra amor de Dios sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón» (2 Cel 196).

Merece la pena advertir también la dimensión plural de esta invocación: «Toda dulzura nuestra». Aunque Francisco redacte las Alabanzas del Dios altísimo después de un encuentro personal e intransferible con Cristo, su mirada se mantiene abierta a la comunidad de nosotros. Hubiera sido lógico que, después de la estigmatización, escribiera: «Tú eres mi dulzura». Estas afirmaciones de tipo exclusivamente personal se encuentran muchas veces en la tradición anterior a Francisco, sobre todo en Juan de Fécamps. Pero Francisco reza en primera persona del plural; incluso después de la estigmatización no se siente desvinculado de los hombres, sino en comunión con ellos.

La última frase dirige una mirada al vasto futuro. Francisco sabe que Dios regala una vida sin fin. Y también entiende esa vida eterna en sentido comunitario y no simplemente individual: es «vida eterna nuestra», para cada uno en particular y para todos en común.

En las Alabanzas del Dios altísimo no aparece ninguna palabra negativa, ningún no o nada, ni la palabra malo o maligno, como tampoco el término dolor o juicio. Dios es bueno, de ahí que todo sea visto positivamente. Por eso el «Te Deum» de Francisco concluye con una exclamación solemne y vibrante. Repite, cerrando el círculo, palabras empleadas al principio de la oración: Señor, Dios, grande, admirable y omnipotente. Son signos distintivos permanentes de la visión que de Dios tiene el Santo, quien deja reflejada también su confesión de la Trinidad en la triple exclamación: Señor, Dios, Salvador. Esta última palabra, por otra parte, muestra una vez más la visión positiva del futuro. Dios es «misericordioso Salvador». Con ello se equilibra instintivamente la expresión «grande y admirable Señor, Dios omnipotente». Francisco contempla simultáneamente la sublimidad y la misericordia de Dios, su omnipotencia y su acción salvífica. Dios «nos salvará por sola su misericordia» (1 R 23,8). La última palabra le corresponde al «Salvador», la última palabra la tiene la misericordia.

Las «Alabanzas del Dios altísimo», ejemplo de oración afectiva

Meditándolas línea a línea, las Alabanzas del Dios altísimo revelan algo de la visión de Dios y de la experiencia de Dios de Francisco. Percibimos el carácter marcadamente afectivo de su piedad, pero también captamos su conciencia de la gran distancia existente entre Dios y él. Como en sus otras oraciones, Dios es para él presencia viva, realidad verdadera; es grande y misterioso, pero puede hablarse con Él. Merece todo amor. Es el Señor pero, en su bondad, es también Padre maternal, nuestra riqueza, nuestra dulzura, nuestro único y nuestro todo.

Las Alabanzas del Dios altísimo nos muestran, así mismo, cómo reza Francisco. Permanece en adoración, impresionado por el misterio tremendo y fascinante de Dios trino bueno. «Dios, que se entrega al hombre con amor sin límites, aquí no es objeto de reflexión teológica, sino de degustación afectiva».[6] La oración repetitiva, en uso desde el período carolingio entre los monjes y los laicos piadosos, y dirigida normalmente a Cristo, adquiere aquí un tono meditativo-afectivo.[7] Tras la letanía de tantos nombres de Dios se esconde la preocupación de entregarse por entero a Él, de hablar de Él con profundidad cada vez mayor. Y como faltan las palabras, repite algunas expresiones. El río de las alabanzas resulta, con todo, insuficiente. Cada invocación va acompañada de un latido del corazón, es un nuevo testimonio de amor. En el misterio del «Tú» el orante descubre características siempre nuevas y fascinantes, incesantes y renovadas formas de entrega a nosotros. Los conceptos objetivos cobran una relación personal mediante la repetición del «Tú eres». De ese modo queda todo insertado en el «Tú» eterno. «Francisco procura expresar aquí, en sencillas invocaciones, la experiencia de la grandeza y de la bondad fontal de Dios vivida en el monte Alverna».[8]

INDICACIONES PRÁCTICAS
PARA LA ORACIÓN PERSONAL Y EL TRABAJO EN GRUPO

1. Las Alabanzas del Dios altísimo, escritas en el monte Alverna, son muy apropiadas como acción de gracias después de la comunión.

2. Pronunciadas lentamente, en particular o en grupo, se prestan especialmente como oración ante el santísimo Sacramento. En tal caso puede ser muy eficaz fijar la mirada en el Señor, expuesto en las sagradas especies. O en un crucifijo (por ejemplo, el Crucifijo de San Damián). Ello puede ayudar a centrarse en ese «Tú» al que se está invocando. La oración puede subrayarse también permaneciendo con los brazos en cruz, un gesto de apertura y de entrega que le ayudó a Francisco a crecer en su conformación con Cristo.

3. Las Alabanzas del Dios altísimo pueden servir de hilo conductor de la meditación personal. Las leo línea a línea y me pregunto si mi experiencia de Dios concuerda con la de Francisco. Por ejemplo, ¿puedo decir honradamente: «Tú eres el bien, todo bien, el sumo bien...»?

4. Selecciono algunas invocaciones con las que me siento particularmente identificado...

Continúo la letanía de nombres de Dios escrita por Francisco con otros nombres divinos...

Pongo por escrito mi propia letanía de nombres de Dios.

5. A. van Constanje[9] propone diseñar un texto-contraste: a las expresiones que ensalzan a Dios añado otras que humillan al hombre. Por ejemplo:

Tú eres santo, Señor. - Yo, Señor, soy un pecador.

Tú eres fuerte, - yo soy débil.

Tú eres altísimo, - yo soy pequeñísimo.

Tú eres descanso, - yo estoy lleno de inquietud...

Esta meditación toma en serio la distancia existente entre Dios y el hombre. Sin embargo, uno no debe humillarse de tal modo que se quede fijo en la autocompasión. Hay que tener cuidado de que esa minusvaloración no se convierta en un culto a las propias debilidades.

6. Anton Rotzetter califica las Alabanzas del Dios altísimo como una «grandiosa meditación sobre la incomprensibilidad de Dios».[10] Las invocaciones opuestas atestiguan que, para Francisco, Dios no puede ser captado, comprendido, expresado en un concepto. Ora es fuerza, ora es mansedumbre, ora altísimo, ora humildad...

Busca en las Alabanzas del Dios altísimo otras invocaciones aparentemente contrarias. Añade otras de tu propia experiencia.

7. Las letanías son oraciones que se rezan siguiendo el ritmo de la respiración. Puedes recitar lentamente cada una de las invocaciones de las Alabanzas del Dios altísimo. Esta repetición reposada ayuda a profundizar en las actitudes que se atribuyen a Dios: quietud, alegría, humildad, amor... Pueden dejarse de momento actitudes que uno no puede llevar a cabo, proponiéndoselas uno como un objetivo futuro. De este modo las Alabanzas del Dios altísimo pueden ayudarnos en el camino de nuestro crecimiento espiritual.

8. En las Alabanzas del Dios altísimo Francisco responde al ruego de fray León, ofreciéndole en aquella difícil situación una palabra del Señor.

Podemos escribir una carta en nombre de Francisco y en nombre de fray León, procurando identificarnos con la situación de cada uno de ellos. ¿Qué pudo escribirle León en aquellas circunstancias? ¿Cuál podría ser el tenor de la carta con que Francisco acompañaría, explicándolas, las Alabanzas del Dios altísimo?

9. Escribir, caso de trabajar en grupo, cartas en las que uno le exprese a otro qué dificultades encuentra en la oración y qué es lo que le ayuda a vencerlas.

10. En un intercambio fingido de cartas, Helmut Schlegel[11] expresa como sigue su visión de las Alabanzas del Dios altísimo:

¡Querido hermano Francisco!

Me dirijo a ti para manifestarte la turbación en que me encuentro. La oración me plantea cada vez mayores dificultades. Un gran muro se interpone entre Dios y yo. Estoy atónito y me siento como paralizado. Cuando entro en una iglesia y busco sosiego, me invade la duda: ¿Me escucha verdaderamente Dios? ¿Se interesa por mí? Los pensamientos se agolpan en mi mente. Me distraigo y estoy en todo menos en Dios. Reincido continuamente en mis propias faltas. Mis culpas me acusan y siento que no valgo nada. Me angustia la duda de si puedo osar hablar con Dios.

Hermano Francisco, ¡ayúdame en mi apuro!

Tu hermano León


¡Querido hermano León!

Comprendo perfectamente tu situación. ¡También a mí me ha ocurrido con frecuencia ese no encontrar ninguna paz en la oración y hallarme lleno de dudas!

No te importuna sólo la distracción. Ni el simple temor de que no te oiga Dios. Tu problema es más profundo. Creo que te estás haciendo daño. Te miras demasiado a ti mismo en la oración. Te paraliza el temor de no valer nada. La preocupación por tu vida es el muro que te impide ver a Dios. Te ocurre como a aquel hombre invitado por su amigo: cuando entraba en la casa donde éste vivía, le asaltó el temor de no ir bien vestido. Luego se puso nervioso pensando que su regalo no era suficiente. En su angustia tenía los ojos fijos en el suelo, y no se dio cuenta de que su amigo estaba a la puerta, esperándole.

Así es, hermano León, como van muchos hombres a orar a Dios. Miran sólo sus propias necesidades y apuros, fijos en ellos mismos. Sólo están pendientes de su propia persona, de sus problemas y de sus carencias. Así no pueden darse cuenta de que Dios les está esperando.

Cuando ores, no ores así. Mira lejos de ti. Abandona tus miedos. Dirígete sin temor a Dios y dile: «¡Aquí estoy!». Alégrate en Él. Asómbrate de su belleza. Llámale con esos nombres con que un amante llama a su amado. O simplemente tutéale.

Entonces, hermano León, encontrarás en la oración a un amigo. Percibirás la cercanía de Dios y sabrás que, para Dios, lo importante es que tú estás allí, no cómo vistes ni qué le traes.

También yo, hermano León, he atravesado esos mismos momentos difíciles que atraviesas tú ahora. Un día me atreví a dar el paso de mirar a lo lejos y lanzarme por entero al «Tú» de Dios. Te escribo y te regalo estas «Alabanzas de Dios». Repítelas continuamente. Llama a Dios con otros nombres. Ponle nombres nuevos. Repítele siempre «Tú».

Hermano León, te deseo la cercanía de Dios.

Tu hermano Francisco

NOTAS:

[1] Véase L. Lehmann, En busca de sentido . La Oración de S. Francisco ante el Crucifijo de San Damián, en Selecciones de Franciscanismo n. 58 (1991) 65-76.

[2] Cf. J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época, Madrid 1989, BAC, 4.ª edición, 24-26; L. Iriarte, Escritos de san Francisco y de santa Clara de Asís, Valencia, Ed. Asís, 1981, 176-177 (la subdivisión de L. Iriarte en algunos pocos casos no sigue enteramente este criterio); I. Rodríguez, Los escritos de san Francisco de Asís, Ed. Espigas, Murcia, 2003, 2.ª edición, 2003, 79-80; Th. Zweerman, «"Timor Domini". Versuch einer Deutung der 27 Ermahnung des hl. Franziskus», en Franzikanische Studien 60 (1987) 202-233. T. Zweerman hace una división siguiendo las distintas invocaciones, llegando, como decimos, al número de 33; al mismo tiempo divide las Alabanzas del Dios altísimo en III fragmentos: el I (8 invocaciones) comprende los vv. 1-3 de K. Esser; el II (24 invocaciones, de la 9 a la 32) comprende los vv. del 4 al 6, hasta «tú eres vida nuestra» inclusive; el III (invocación 33) es «Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».

En el v. 4, en la expresión tu es gaudium, tu es spes nostra et laetitia, según la edición de K. Esser, el autor de este artículo, el p. Lehmann, sigue una lectura distinta: tu es gaudium el laetitia, tu es spes nostra, cuya fundamentación puede verse en su obra Tiefe und Weite, Werl 1984, 251-252; aquí seguimos esa lectura.

[3] Cf. Paolazzi, Lettura degli scritti di Francesco, Milán 1987, 57-68.

[4] Cf. D. Thevenet, La vera e perfetta letizia negli scritti di Francesco d'Assisi, en Miscellanea Francescana 91 (1991) 281-336.

[5] Cf. O. Schmucki, La mística de san Francisco de Asís a la luz de sus escritos, en Selecciones de Franciscanismo núm. 60 (1991) 355-390; L. Lehmann, Franz von Assisi, en G. Ruhbach - J. Sudbrack (editores), Christliche Mystik. Texte aus zwei Jahrtausenden, Munich 1989, 131-138.

[6] O. Schmucki, La mística de san Francisco de Asís a la luz de sus escritos, en Selecciones de Franciscanismo núm. 60 (1991) 367-375.

[7] Cf. J. Frank, Franz von Assisi - Frage auf eine Antword, Dusseldorf 1982, 53.

[8] C. Pohlmann, Franziskus - ein Weg. Die franziskanische Alternative, Maguncia 1980, 58; Id., Franziskanische Meditation - Erfahrungen für heute, Maguncia 1982.

[9] A. Van Constanje, Francis: Bible of the poor, Chicago 1977, 108-109.

[10] A. Rotzetter, Franz von Assisi. Erinnerung und Leidenschaft, Friburgo 1986, 46-51.

[11] En Dienender Glaube 62 (1986) 175.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXIII, n. 67 (1994) 122-138]

[En L. Lehmann, Francisco, maestro de oración, pp. 193-213]

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