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TEMAS BÁSICOS DE ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA por Julio Micó, o.f.m.cap. |
Temas
básicos de espiritualidad franciscana
Pero así como defiendo que es peligroso quedarse en el pasado, también digo que es de ingenuos pretender hacer una lectura actualizada del carisma de Francisco sin haber profundizado previamente en el pasado. El acercamiento a una persona, en este caso tan distante en el tiempo y la cultura como Francisco, requiere desandar el camino que nos separa de ella y hacer posible el encuentro. Pero una vez que éste se ha producido, quedarse parados sería la muerte de la persona encontrada; hay que invitarla a que nos acompañe a nuestro hogar y, en el entorno de lo cotidiano, nos desvele su ser y significado. A un nivel de espiritualidad franciscana en general, y sin limitarse solamente a Francisco, hay ya algún intento de acercar lo franciscano a nuestra realidad diaria, con todo lo que ello supone de riesgo por mantener lo esencial y no desvirtuarlo con el pretexto de hacerlo actual. Concretamente, José Antonio Merino, como una continuación de su libro Humanismo franciscano (Madrid 1982), ha escrito una Visión franciscana de la vida cotidiana (Madrid 1991). Una visión, por supuesto, en la línea del pensamiento filosófico, que satisface las necesidades espirituales de los que se mueven a ese nivel, pero que resulta inasequible para la gran mayoría, cuya vida cotidiana no está influenciada por los grandes pensadores. Está por hacer todavía, y es un gran reto para los franciscanistas, una espiritualidad que alimente las verdaderas necesidades de la vida cotidiana corriente, ofreciéndole un esquema interpretativo que le ayude a descifrar la realidad que le rodea y a crear respuestas satisfactorias. En esta nueva espiritualidad no se trata tanto de apartar al creyente de la vida ordinaria, para colocarlo en un mundo cerrado donde tenga sentido hablar de franciscanismo, sino de acercar la espiritualidad a los problemas diarios, para que nos ayude a interpretarlos y resolverlos con un talante franciscano. Tampoco es que se trate de una panacea. Ningún creyente, y por lo tanto ningún franciscano, por el hecho de serlo, juega con ventaja a la hora de afrontar la realidad. Simplemente tiene una perspectiva distinta, desde la que ha de buscar soluciones que sean coherentes con su forma particular de vivir la fe. La experiencia evangélica de Francisco, además de ser una ayuda para nuestro proyecto personal, tiene que ser una aportación válida a la hora de estructurar la sociedad en que vivimos. Para esta tarea no es suficiente recurrir a las formas, que pasan con el tiempo, sino que es necesario captar las motivaciones, para poderlas revestir con ropajes de actualidad y hacerlas significativas en nuestro entorno cultural. En mi opinión, no se trata tanto de reproducir ambientes del pasado, cuanto de ofrecer modos de vida que interpelen desde el Evangelio y posibiliten el cambio, la conversión. Proporcionar un horizonte de sentido, donde lo cotidiano pierda su tonalidad gris y recobre los matices que hacen vivible la vida, es el mensaje fundamental de la experiencia de Francisco. Palpar día tras día que las cosas, hasta las más pequeñas, tienen un sentido oculto en sus entrañas que hay que alumbrar para que se nos manifieste, es la tarea de todo franciscano. Gozar de lo que tenemos a nuestro alcance, generalmente pequeño, sin llenarnos de ansiedad por alcanzar mundos imposibles, que frustran nuestro deseo de felicidad, es el premio del que opta por el Evangelio. La verdadera utopía no puede impedirnos que gocemos del presente, sino que su función es posibilitar que ese presente crezca y se dilate hasta invadir el futuro con su esperanza. Tener un camino abierto para andar, tener futuro, es la mejor garantía para un presente feliz. Todo esto es lo que nos descubre la experiencia espiritual de Francisco y es lo que, de una forma organizada y sistemática, debiera ofrecernos el nuevo rostro de la espiritualidad franciscana. Recobrar el sentido de Dios sería el primer paso; integrar en nuestra vida la convicción de que habitamos en un mundo abierto a otras posibilidades, porque existe una Presencia buena y fiel que nos acoge y nos confirma la idea de que la utopía de sentirnos realizados no se troncha con la muerte, sino que adquiere su plena realización más allá y a pesar de ella. La relación con este Dios que hace del hombre el objeto de su amor nos lleva a configurar un talante de vida que no es natural ni espontáneo, sino que se percibe como el descubrimiento de algo importante; de haber encontrado la respuesta a esa pregunta radical, pero confusa, sobre qué es el hombre y su destino. Vivir el Evangelio no es, en definitiva, más que un aprendizaje de la vida familiar de Dios; una asimilación progresiva de su talante y comportamiento. Por eso hay que caminar ilusionados, pero con la comprensión como mochila. El cristiano no nace, sino que se hace; de ahí que los valores evangélicos, más que virtudes a mantener, sean actitudes a conseguir. Estas actitudes requieren un aprendizaje, una interiorización, para hacerlas propias. Y lo más lógico es que las captemos allí donde se anuncian, se viven y se celebran; es decir, en la Iglesia. Al margen de las limitaciones con que la hemos ido adornando, la Iglesia sigue siendo el espacio humano más apto para recibir y poner en práctica, de una forma personal y comunitaria, los valores del Reino que Jesús nos manifiesta en su Evangelio. Lo que pasa es que hay que ser críticos hasta el fondo y con todas sus consecuencias, y no pedir a la institución lo que uno mismo tampoco está dispuesto a dar. El proyecto de vida que ofrece Jesús en el Evangelio, como realización progresiva de la utopía del Reino, no está hecho para vivirlo de forma individual y aislada, sino para realizarlo en comunidad. Una comunidad que puede tomar formas distintas y que para Francisco se concreta en la Fraternidad. Personalmente creo que nunca se ha hablado tanto de estos dos valores como hoy; pero estoy igualmente convencido de que nunca el jerarquismo, el individualismo y la insolidaridad han gozado de tanto prestigio como hoy; la opción por considerar a todos los hombres no sólo iguales sino hermanos, concretizada en una forma de vivir en Fraternidad, tiene que contar con la presencia de estos antivalores sociales que se suelen camuflar en un sentimiento vago y romántico de fraternidad. En esta sociedad plural en la que nos ha tocado vivir, nadie puede imponer un determinado modo de convivencia; a lo sumo, ofrecer modelos de vida significativos que inciten a la participación en los mismos. La Fraternidad evangélica franciscana se estructura a partir de unos valores básicos, como la contemplación, la pobreza y la evangelización, que le confieren una originalidad práctica dentro del pluriforme campo eclesial. La Fraternidad, como grupo creyente, tiene un componente de gratuidad que la diferencia de otros grupos sociales, de trabajo o culturales. Su formación y crecimiento no se remite a la voluntad de los componentes, sino a la benevolencia de Dios. Por tanto, es un grupo abierto a la transcendencia, que necesita de la contemplación para entenderse y experimentar qué es y para qué está llamado. Hablar de contemplación en un mundo tan positivista como el nuestro suena a evasión y retroceso, siendo así que, con frecuencia, se buscan sucedáneos laicos para satisfacer estas necesidades. La razón de este desprestigio puede ser su identificación con el aislamiento y la clausura, cosa que no es del todo acertada. Contemplar es algo más; es ir a la raíz de las cosas sin violentarlas ni oprimirlas, respetándolas en su ser y entablando una relación profunda, que termina por llevarnos a una relación superior con el Dios que lo llena todo con su presencia. La contemplación orante, además, es hacerse cargo del mundo con una responsabilidad serena, que rechaza la angustia para crecer en sensibilidad solidaria. Contemplar, por último, es sentirse más hermanos, porque en el ejercicio de esta actividad se descubren niveles del ser que pasan desapercibidos a una mirada superficial. Pero el rasgo esencial que define la oración contemplativa es la experiencia de sentirse amado de una forma incondicional, y la necesidad consecuente de amar a los demás sin medida. El ejercicio del amor contemplativo nos revela, de un modo desconcertante, nuestra condición de pobres agraciados. Relativos en lo fundamental, contamos con el acercamiento de Dios hacia nosotros, hasta acompañarnos en nuestra fragilidad de hombres. La pobreza y la riqueza no se limitan a lo económico, sino que abarcan todo el espectro de lo humano; por eso en la pobreza se engloban una serie de valores, como la humildad, la minoridad servicial y la obediencia, que la hacen representativa de la actitud que debe tomar el hombre ante él mismo y ante Dios. Sin embargo, sería simplista minusvalorar la fuerza del poder económico, al menos por su capacidad para producir víctimas. Optar por la pobreza como una forma de vivir, en una sociedad donde el modelo personal de realización apunta hacia el éxito, la riqueza fácil y el poder, es apostar por la marginalidad, teniendo en cuenta que desde ella se puede ofrecer la experiencia gratificante de una vida sobria, pero creativa y luminosa, que supera en humanidad a la que hoy se acepta comúnmente como forma ideal de vida; es decir, la marcada por el consumismo y el ansia insaciable de tener. Con la particularidad de que un uso sosegado y sensato de las cosas no embota la sensibilidad hacia los empobrecidos por el insolidario sistema económico que sustenta nuestro progreso. En la vivencia fraterna y pobre del Evangelio, el compartir con los demás lo que se es y lo que se tiene, es esencial. Ofrecer sin paternalismos el modo franciscano de ver la vida es un servicio que forma parte del carisma. Por eso, la evangelización no es tanto una actividad desbocada o un adoctrinamiento proselitista, cuanto poner en común la propia experiencia de vida. Esto incluye el respeto por otras formas de vivir, pero también la valentía de valorar la propia. Desde esta perspectiva, la evangelización se convierte en un diálogo sobre el hombre y el camino que hay que recorrer para que alcance su plenitud. La evangelización, en definitiva, no es más que la plasmación del Evangelio en la vida diaria. Por eso hay que llevar cuidado y no reducirla exclusivamente a lo religioso, porque su faceta ética puede ser compartida por otros muchos que, habiendo optado por el hombre, no se sienten ni se confiesan religiosos. Y no hay por qué catalogarlos como cristianos anónimos, con el fin de justificar una evangelización proselitista. Lo importante no es la confesionalidad, sino que el Reino se haga presente, y, aunque parezca paradójico, hay muchos que, sin remitirse al Evangelio, con su vida y actividad están haciendo avanzar el Reino. Este breve resumen del camino espiritual de Francisco leído desde nuestra perspectiva, podría ser el inicio de una nueva visión de lo franciscano que nos ayudara a comprender el presente y esperar esperanzados el futuro. Si tuviéramos que sintetizar el franciscanismo con un sólo rasgo, habría que resaltar su capacidad para mirar la vida con optimismo. Y no precisamente por la garantía que nos pueda ofrecer el hombre, sino porque el mismo Dios está comprometido en ello. Experimentar esto ya es sentirse franciscano. [J. Micó, Vivir el Evangelio, Valencia 1998, pp. 371-375] |
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