DIRECTORIO FRANCISCANO
La Virgen María, Madre de Dios

La Mariología en la Orden Franciscana

por Constantino Koser, o.f.m.

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Si la Orden Seráfica imitó con empeño las ideas caballerescas de San Francisco en la teología de Dios Uno y Trino y en la Cristología, no podía dejar de cultivar también con igual empeño y cariño esta herencia sagrada de la piedad y de la teología marianas, ardientes y caballerescas como lo fueron en el santo Fundador. Y, de hecho, tanto la piedad como la teología mariana en la Orden Franciscana son un capítulo glorioso. La Orden demostró celo ardiente por todas las formas del culto mariano y no cesó de desarrollar y ampliar las posiciones teológicas que fundamentan la piedad mariana característica de San Francisco. Los caballeros seráficos conquistaron en esta lid trofeos incontables y gloriosísimos. Particularmente el Paladín de la Inmaculada, Juan Duns Escoto. Caballerosamente estableció como principio de su mariología la generosidad filial de Cristo, la generosidad paternal del Padre, la generosidad esponsal del divino Espíritu Santo. El Doctor Sutil, en su aporte positivo, tan notable para esa época, en su excepcional agudeza especulativa, en su espíritu crítico sutilísimo, en su rigor lógico atentísimo, aplicó con maestría el axioma: «Si no fuere contrario a la autoridad de la Iglesia o a la autoridad de la Escritura, parece probable atribuir a María lo más excelente» (1). Este axioma en manos menos hábiles podría llevar a exageraciones perniciosísimas. Duns Escoto, consciente del peligro pero caballerosamente resuelto a glorificar cuanto podía a la Virgen Madre, se enfrentó al riesgo, procurando con suprema prudencia reducirlo a un mínimo: hizo todo cuanto podía para acertar con la verdad. Para lograrlo, bastaba con que se atuviese de hecho al axioma en todos sus elementos, sin omitir ninguno. El riesgo está en que no se tomen debidamente en serio las verificaciones, que en el magisterio y en la Escritura no existe nada contra una aserción; y suponiendo, también livianamente, sin verificarlo, que determinada posición es más excelente, más honrosa para la Virgen. Basta con el espíritu agudamente crítico del Sutil para conjurar estos peligros. Por otra parte, él era bastante franciscano para ser caballero y apreciar sumamente un axioma de tenor tan caballeresco: nada de medidas estrechas, nada de avaricia, sino valerosa penetración de un terreno inexplorado y nuevo, con el impulso de la más acendrada caridad y con las armas de la agudeza más sutil. Nada de limitarse al mínimo: ni en las tesis, ni en los trabajos, ni en las exigencias extremas hechas a los argumentos.

Esta mentalidad hizo que el Doctor Sutil y Mariano (2) pudiese realizar sus conquistas mariológicas y así le fue dado lanzar los fundamentos de una mariología que hasta el presente no ha sido aún llevada a su término en las consecuencias que fluyen de sus fecundos principios. Quien no posea el espíritu caballeresco y la generosidad de alma de Duns Escoto ha de acobardarse ante el arrojo de sus tesis y ha de abandonarlas, sin tener en cuenta los argumentos, hasta hoy irrefutados, que fueron formulados por el doctor Sutil. Así han obrado muchos en el transcurso de los siglos, pero no es justo obrar así. Si alguna de las tesis parece poco consistente, esta opinión debe provenir de la verificación de fallas en la argumentación y no del temor ante aquello que se afirma. Quien no obrare así no es hijo del santo seráfico, del intrépido caballero de la Madre de Dios, y no es heredero de la teología que practicó siempre la Orden. Muchos acusan a esta teología de temeridad en la tesis, pero las más de las veces ni siquiera se dan al trabajo de examinar los argumentos sobre los cuales se han apoyado tales tesis, y si llegan a considerar los argumentos, no llegan a refutarlos. Permítasenos un testimonio personal: hasta hoy hemos procurado en vano entre los adversarios de la teología franciscana una refutación de sus posiciones. No hemos omitido el provocarla; lo que nos ha faltado es encontrarla. Las búsquedas que hemos hecho y las tentativas inútiles de refutación no han conseguido sino confirmarnos más y más en las posiciones que heredamos de nuestros mayores en la Orden y en la Teología.

El principio marial de Duns Escoto, a más de traducir de manera perfecta su actitud caballeresca y generosa, es también de un valor teológico eximio, ya que incluye una valoración perfecta de las cosas. Puédese suponer, a priori, que la Santísima Trinidad en su amor a la Virgen Santísima haya hecho maravillas excelentes. El Padre no se dejará vencer en el amor de su Hija predilecta, el Hijo no se dejará vencer en su amor a su Madre, el Espíritu Santo no se dejará vencer en su amor a su Esposa, elegida por encima de todas. Es de suponer, mientras no haya prueba en contrario, que las tres personas divinas hayan hecho por María y en María todo cuanto podía hacerse dentro del plan, una vez establecido éste por la sabiduría divina. Así, a priori, lo verdaderamente más glorioso para la Virgen, puestas las condiciones enunciadas explícitamente por el axioma, posee probabilidad, y hasta puede decirse que probabilidad mayor de la que tenga su contrario.

Sin embargo, es preciso saber manejar esta espada de dos filos con prudencia, con seriedad, con rigor crítico, con amor entrañable a la verdad, con conocimientos vastos y profundos de la economía divina acerca de la creación y de la gracia, con la convicción más profunda y más atenta de que la verdad es siempre más gloriosa que el error. De lo contrario se abren las puertas a las tesis más evidentemente contrarias a la revelación y a las intenciones divinas. Establecer tales tesis no es honrar a María, ya que ella, la Virgen sapientísima, no puede ser honrada ni se la puede alegrar con falsedades.

Duns Escoto no legó a la posteridad una Mariología terminada. Enunció principios, indicó caminos, delineó fragmentos, dio orientaciones, acumuló los más fecundos estímulos. Es preciso proseguir en su espíritu y en su método, para llegar a construir una Mariología completa. A la historia de la Teología le interesa mucho no olvidar esto y verificar siempre en las tesis qué fue lo que personalmente dijo Duns Escoto y qué es apenas consecuencia de sus posiciones, consecuencias que él no vio o que al menos no dejó escritas y que fueron puestas en su debida luz por sus seguidores. Si a la teología histórica esto le interesa mucho, su importancia puede ser muy secundaria para la verdad teológica como tal, relativa al objeto de la revelación. Y puede también dejar de interesar aquí, ya que no se trata de hacer una historia de la teología franciscana. Es preciso tener una noción de la Virgen muy próxima a la realidad, tan completa y tan fiel cuanto sea posible. La coincidencia que existe entre esta imagen y las consecuencias de los axiomas de Duns Escoto es un hecho, pero es, sin embargo, enteramente secundaria para la Mariología como tal.

La estructura de la Mariología está evidentemente en dependencia de la Cristología. De aquí que puesta la teología positiva con todos sus datos, su aprovechamiento para una Mariología completa, que incluya los elementos resultantes de la «analogía con las cosas que la razón conoce naturalmente y de la comparación de los misterios entre sí y con el fin» (3), debe partir de aquello que ya está firmemente conquistado en la Cristología. Los mismos principios generales que allí tuvieron aplicación la tienen también aquí, evidentemente que con las necesarias restricciones y precauciones en la aplicación. Se trata, ante todo, de una transposición cuidadosa de la perspectiva finalista de la Cristología hacia la Mariología. Esta perspectiva finalista, la consideración de las cosas a la luz de la causa final, a la luz del plan divino, es lo que más caracteriza a la teología escotista y franciscana. Y la meta de esta labor intelectual debe ser profundizar cuanto sea posible los conocimientos sobre María Santísima y con el conocimiento estimular al amor, para que de este estímulo, con más fuerza y a un nivel más elevado, abierta con nuevos conocimientos, la inteligencia lleve a un nuevo amor.

María no fue unida hipostáticamente a ninguna de las Personas Divinas. Es una mera creatura. En esto se distingue esencialmente su relación con las Personas Divinas, de la relación que para con estas mismas Personas tiene su Hijo Jesucristo. En esto está uno de los datos fundamentales de la Mariología, negativo pero de mucha importancia para la demarcación del campo de las investigaciones teológicas.

El dato positivo más importante es que, siendo y permaneciendo mera creatura, es Madre de Cristo, Madre de Dios en sentido verdadero y completo, hasta las últimas consecuencias que pueden derivarse del concepto de maternidad y que caben en los moldes de la vida de Cristo tal como Él la llevó en este mundo. Como Madre participa de modo directo y único de las prerrogativas de Cristo y se sitúa, por lo mismo, en un punto especial del plan divino: forma parte de sus elementos decisivos y con una prioridad casi absoluta, sobrepujada única y exclusivamente por su Hijo. La plenitud de gracia de que está dotada según el testimonio del arcángel (Lc 1,8), las relaciones especialísimas con la Santísima Trinidad que se desprenden de la maternidad divina y de esa plenitud de gracia, todo esto la coloca muy por encima de todas las demás creaturas, en un nivel que solamente es inferior al de Cristo. Ella sigue inmediatamente después de su Hijo. «Inmediatamente», no en el sentido de proximidad de valor, sino en el sentido de «negación de mejor», en el sentido etimológico de la palabra: si entre Dios y Cristo-Hombre no hay creatura, entre Cristo-Hombre y su Madre tampoco hay ninguna. Ellos son inmediatamente subsiguientes en el plan y en la obra divina, si bien que de un valor inconmensurablemente desigual. El título de Madre de Dios es, después del título de Hijo de Dios, el más sublime, el más alto, el más singular, el más noble. Nada hay que se le pueda igualar entre los demás títulos y dignidades concedidos a las creaturas. Síguese de esto, según los principios teológicos aplicados en la Cristología para saber la posición de Cristo-Hombre en el plan divino, que la Virgen es la segunda en dicho plan y que en todo ocupa el segundo lugar: viene inmediatamente después de Cristo-Hombre.

Con esto se anticipa también, en la intención divina, al pecado original. De un modo semejante al que se da en Cristo. En ninguna hipótesis María debe su existencia ni su dignidad de Madre de Dios a la culpa de Adán. Y esto en el orden real y concreto, no en un orden apenas posible. Todo el orbe de los espíritus y de la materia lo ideó Dios como Reino de Cristo-Hombre, y María fue ideada después de Cristo-Hombre como Reina. Pertenece así al núcleo más íntimo del plan divino. Siendo la segunda en dignidad dentro de este plan, también hacia ella se dirigió, en segundo lugar -sucesión de orden, no de cronología o de espacio y después de dirigirse a Cristo-Hombre-, la atención divina.

Las expresiones «luego, después, en seguida, en segundo lugar» y otras semejantes, fácilmente sugieren ideas erróneas del modo de entender el plan divino, como si allí hubiese sucesión de tiempo o de ideas. Tal sucesión ya se le ha objetado muchas veces a la teología escotista. Pero esto es suponer una excesiva primitividad en un teólogo a quien los propios adversarios le reprueban un excesivo espíritu de crítica y de sutileza. A priori deberían darse cuenta de que un espíritu tan sutil y de una crítica tan acérrima no había de ser víctima de un error tan grosero y tan contrario a sus ideas más explícitas y a sus aserciones más formales. Pero aunque los adversarios que hacen tal objeción ni siquiera merecen respuesta, es preciso, sin embargo, ponerle atención a la objeción para que en la mente no se insinúen ideas que sean antropomorfismos inadmisibles y que vengan a dar una idea completamente errada de las cosas. La sucesión mencionada en Dios no solamente no existe, sino que es inclusive imposible. En Dios todo es simultáneo. El plan fue concebido en un único y exhaustivo pensamiento, sin ningún trabajo, sin necesidad de raciocinio, sin multiplicidad en Dios, sin necesidad de ulterior especificación, y, mucho menos, sin la humana contingencia de revisiones y reajustes. Pero en este plan divino, que es un único e inmenso pensamiento en Dios, simple como Dios, hay orden y estructuración tanto de jerarquía natural como sobrenatural, tanto de seres como de valores. Este orden, marcado por la secuencia de las finalidades, es también la secuencia de la dignidad y el orden de previsión en el plan divino. A ella se refiere el teólogo cuando habla de primero, segundo o tercer lugar en la intención divina.

La Inmaculada Concepción de la Virgen, tal como fue definida por Pío IX, no es toda la doctrina propuesta por la escuela franciscana a través de los siglos, sino apenas una parte. La Bula Ineffabilis Deus dejó abierta la cuestión del débito del pecado original: ¿Tuvo o no María la necesidad de incurrir en el pecado original? La respuesta a esta cuestión se une íntimamente al orden de predestinación, al orden intencional del plan divino. Si Cristo vino por causa del pecado, de tal manera que sin el pecado de Adán no hubiera venido, como se dice vulgarmente, también María santísima depende de que se hubiera cometido el pecado, y parece que en este caso hubiera tenido hasta la necesidad de incurrir en la culpa original. Ella sería hija de Adán, no sólo en cuanto a la carne, sino también en cuanto a la subordinación moral, siendo así que la Inmaculada Concepción podría no ser preservación de débito, sino simplemente de contracción.

Probada, como parece que está probada por Duns Escoto, la independencia interna, actual y concreta de la encarnación respecto del pecado de Adán, coherentemente también María Santísima en su existencia y en sus prerrogativas estaría internamente independiente del pecado original. En este caso no se ve ninguna imposibilidad de que hubiera sido preservada aun del propio débito de pecado. Con esto no se hace independiente de su Hijo Divino, ya que toda esta exención la debe a los méritos del mismo. Así la preservación del pecado original no es solamente de la contaminación con la culpa misma, sino de la propia necesidad de incurrir en el pecado. Como se ve, esta doctrina es una consecuencia de los principios que Duns Escoto aplicó en la Cristología. La aplicación de los mismos principios al caso de María es legítima, siempre que se guarde la debida proporción y que se tomen en consideración todos los elementos que entran en juego. Con todo, la doctrina que se desprende de esta aplicación y la legitimidad de la deducción se discuten no solo entre teólogos de escuelas distintas a la escotista, sino aun entre los mismos adeptos a la teología de Duns Escoto.

En esta construcción teológica, que no es mera opinión, sino que está firmemente fundada sobre la más amplia y resistente base de teología positiva y especulativa, María Santísima aparece con una dignidad sublimísima. Entre las meras creaturas ninguna fue ideada por Dios que se pueda comparar, ni de muy lejos siquiera, con la magnificencia y sublimidad de la Hija y Sierva del Padre, Madre del Verbo Eterno, y Esposa del Espíritu Santo. Esta predestinación absoluta en el sentido de no depender del pecado de Adán ni de otras condiciones creadas extrínsecas a Cristo-Hombre y a la propia Virgen, es íntegramente debida a los méritos de su Hijo, previstos por Dios y aplicados a ella, la Madre, en primer lugar y en una medida singularísima. Si Cristo-Hombre mereció para todos una profusión de gracias, ¿qué será lo que no habrá merecido, lleno de amor y de consagración filial, para su Madre tan querida?

Como se vio ya en las consideraciones sobre Cristo, este orden del plan divino es orden y jerarquía de amor. Si María fue creada en este orden de preferencia sublimísima en el plan de la economía divina y si ahí está colocada en segundo lugar en el amor -el amor que ella consagra a Dios y que Dios le ha consagrado-, entonces ocupa el segundo lugar en la escala.

Si Cristo-Hombre es summus, María, su Madre, le sigue inmediatamente, sin que haya otro intermedio. Entre todas las meras creaturas ella también es summe diligens Deum, la que más ama a Dios. Existe una gran distancia entre su amor y el de Cristo-Hombre, esa misma distancia que hay entre su matrimonio místico y su maternidad respecto de la unión hipostática de Cristo-Hombre. Pero esta enorme distancia de amor no es ocupada por ningún otro: después de Cristo sigue inmediatamente María Santísima.

Siendo tan sublime en el amor, ella es también la mera creatura que más se asemeja a Dios, que más íntimamente participa de la naturaleza divina, que más íntimamente está incorporada al Cuerpo Místico, que más vasta e importante función ejerce en todo el universo de la gracia y de la naturaleza, Cristo Jesús, su Hijo, la mereció aun esta plenitud de gracias de excelsa y singular semejanza, gracias proporcionadas a su dignidad de Madre de Dios.

Predestinada así María, independientemente no sólo de la contracción del pecado original, sino también del propio débito de contracción, y exenta consiguientemente también de que Adán ejerza principado moral sobre ella, es también la Reina de todas las simples creaturas por realeza de excelencia. Los privilegios recibidos la levantan tan incomparablemente por encima de todas las demás creaturas, que la afirmación de su realeza de excelencia no es sino una consecuencia inmediata. Si en el orden de la naturaleza ella se iguala a los hombres, por otra parte, en el orden de la gracia, en el orden que rebasa la razón de ser de todos los demás órdenes, y que de esta suerte da la verdadera escala de todos los valores, ella aventaja incomparablemente a todas las demás creaturas racionales, por más agraciadas que ellas sean. Nadie, después de su Hijo, la alcanza en el orden de la predestinación, y por consiguiente también, en el orden de ejecución. Ella es realmente Reina, ya que es superior a todas las simples creaturas.

Por tanto, no solamente posee la realeza de excelencia, sino también la propiamente dicha, o sea, la jurisdiccional: todos los seres, a excepción de su Hijo, fueron previstos por Dios como súbditos de ella (4). Todos, pues, tanto por la naturaleza como por la gracia, son súbditos de María, forman parte de su reino. Por poco que lo quieran y por poco que se acuerden de esto, con ese fin fueron creados. Grande debe ser el regocijo de todos con María, la Reina, y deben dedicarle caballerosamente el más sincero amor, respeto y fidelidad a toda prueba. Todos saben que no pueden ser agradables a Dios si no se sujetan al imperio de la Madre de Dios. Es una ley del universo, porque Dios mismo lo ha dispuesto así. Es una ley orgánicamente ligada a la economía de la creación y de la gracia, y quien intentare transgredir esta ley, lejos de herir a la Virgen, se hiere a sí mismo, porque se vuelve reo del juicio. La posibilidad de elección no llega hasta el punto de que alguien salte por encima del plan divino: o está dentro de él como hijo obediente y feliz, o como reo de penas eternas. No se menciona esto por suponer que esta disposición divina respecto de la Virgen puede disgustar a alguien y llevarlo a oponerse, sino para evidenciar, lo más claramente posible, cómo la realeza de jurisdicción de la Madre de Dios es real, perfecta en sentido propio.

Pero María no es solamente Reina de los hombres. Habiendo sido ideada y predestinada en un nivel superior al de los ángeles y en una plenitud superior a todos, ella también es Reina de los espíritus celestiales. Su realeza de excelencia sobre los ángeles ha sido pregonada con unanimidad a través de los siglos. Menos lo ha sido la de jurisdicción, pero sigue los mismos principios y tiene el mismo grado de certeza que la que se refiere a los hombres. (Como estas páginas no son un tratado de teología mariana, sino apenas un resumen de las tesis que se desprenden de los principios establecidos por la teología franciscana, se omiten los argumentos, los cuales deberán buscarse en otros lugares.)

Siendo en esta forma Reina de todos los seres racionales creados, María es igualmente Reina de todo el universo, ya que todo lo demás fue hecho para las creaturas racionales y debe sujetarse por lo mismo a aquella para la cual fueron hechas.

De esta suerte todo el Reino de Cristo es también reino de María su Madre, aunque -como es claro- con diferencias de extensión en lo que respecta al mismo Cristo, el cual en ningún sentido está sujeto a la jurisdicción de la Virgen, y con diferencias de motivo y por consiguiente de cualidades de jurisdicción. No hay, pues, fuera de Cristo, una parte del reino que sea de Cristo y otra que sea de María, sino que todo el reino es de ambos, si bien con diversidad de poder y de excelencia. María no es la primera con Cristo, sino que está colocada en segundo lugar. Posee, no obstante, un poder verdaderamente universal, vastísimo, que se extiende a todos los súbditos de Cristo. Y esto no en una forma meramente metafórica, no únicamente como si fuera un modo de hablar, sino realmente: Ella tiene jurisdicción plena y perfecta sobre todo el Reino de su Hijo Divino. Claro está que en completa subordinación a Cristo y sin ninguna posibilidad de conflicto entre ambos poderes. Son dos porque corresponden a individuos diferentes, son ejercidos por voluntades distintas, fundados en motivos distintos y por lo mismo realmente distintos entre sí. Pero son también uno solo por no haber posibilidad de desavenencia y por la armonía completa y la sujeción perfecta del poder de María al poder de Cristo, su Hijo divino.

Por ser Reina en el Reino de Cristo, ipso facto María lo es también del Cuerpo Místico, ya que éste no es otra cosa que el Reino de Cristo. En el Cuerpo Místico ella preside, por tanto, todas las funciones: es Reina poderosa y posee jurisdicción propiamente dicha y universal, única y exclusivamente inferior a la de Cristo, pero incomparablemente superior a todas las demás. Es también de un tipo diferente a la de los demás: no es de origen sacramental, ni de administración de los sacramentos y ni siquiera de representación de Cristo como lo es la de los ministros de éste. Esto, no obstante, verdadera y plenamente, y con una perfecta subordinación a Cristo, posee dentro del Cuerpo Místico funciones de gobierno parecidísimas a las de Cristo. Por eso puede decirse que ella participa de un modo inaudito de la gratia capitis y que posee, según se expresan muchos teólogos modernos, una gracia capital de tipo maternal.

Difícil será encontrar en un organismo natural algún miembro o algún órgano que tenga una función análoga a la de María en el Cuerpo Místico. Ni siquiera al corazón le competen funciones tan completas, tan vastas y tan decisivas. Las comparaciones que se hacen son demasiado precarias para dar una idea de la realidad, y es por esto por lo que no pueden ser debidamente aprovechadas en la piedad y en la teología marianas. Solamente esta comparación de la participación de las funciones de la cabeza está en condiciones de satisfacer la realidad mariana que la teología viene descubriendo. Nada, realmente nada, en el Cuerpo Místico, en todo el Reino de Cristo, con excepción del propio Cristo, está exento de las funciones de María. Ella lo posee todo, lo dispone todo, participa de todo, todo se concentra en ella, para concentrarse por ella en Cristo y por Cristo en Dios. De aquí que pueda decirse con un profundo sentido teológico: Omnia propter Mariam, per Mariam, in Maria, todo por María, por medio de María, en María. Si la fórmula se parece a la que se aplica a Cristo su Hijo, ni aun así a nadie se le ocurrirá confundir las cosas. Cristo es inconmensurablemente superior a su Madre, y prueba de esto es que ella en todo depende de Él.

Cristo Jesús no es únicamente Rey en su Reino, no es únicamente Cabeza del Cuerpo Místico, sino que es también el fundador, la causa de su Reino y de su Cuerpo. Aun en cuanto hombre Cristo es causa, bien que no eficaz, pero sí meritoria, en adquisición y distribución. En atención a los méritos de Cristo-Hombre todo es hecho tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia por la causalidad eficaz y omnipotente de Dios. Y aun en esto se le asemeja su madre.

También María tiene, en efecto, la función de Medianera Universal de todas las gracias. No cumulativa como Cristo y mucho menos al lado de Cristo, pero sí en completa dependencia de su Hijo y con sujeción a Él. Sin embargo ella posee real y verdaderamente esta prerrogativa. Esta función es complemento de las prerrogativas de predestinación descritas arriba, un complemento, por tanto, que entró en discusión e investigación teológica antes que sus fundamentos. La evolución teológica de este tema ya se encuentra muy avanzada, pero las prerrogativas que son su fundamento todavía no han sido suficientemente consideradas. En buena parte la culpa de este atraso la tienen los franciscanos, porque no supieron cultivar debidamente la herencia teológica y mariana inconcebiblemente rica que les legaron otros que fueron más caballerosamente franciscanos.

A todos los miembros del Cuerpo Místico les corresponde una actividad, a cada uno en pro del otro. Esta actividad social, en nuestro caso, no es adquisitiva de redención, sino solamente distributiva (5). Pero a María Santísima, gracias a una de esas maravillas de la sabiduría, generosidad y condescendencia divinas, le corresponde la actividad adquisitiva universal de todos los méritos, de todas las gracias de la redención. Se puede decir que todo el tesoro de méritos fue adquirido por Cristo para María y que ella lo adquirió por su actividad dependiente de Cristo, para el Cuerpo Místico: ángeles y hombres. Hay teólogos que niegan esta mediación adquisitiva, pero cada vez son menos numerosos y menos tenidos en cuenta. Lo que más que todo se objetaba contra esta tesis era la disminución de la honra de Cristo que se veía en esta mediación de María. Pero si todo, enteramente todo lo que ella merece, depende de los méritos de Cristo, ¿cómo puede ser disminuida la honra de Cristo a causa de esos méritos? Se decía entonces: si es así que todo depende de Cristo, ¿para qué sirve entonces la cooperación de la Virgen? ¿No se hace completamente inútil una tal cooperación? A esto se puede responder: tan inútil como es la cooperación obligatoria de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo en la distribución. Si esta «inutilidad» no es en este caso objeción, ¿por qué ha de serlo en el caso de María? La dependencia de María es total: nada puede, a no ser en virtud de los méritos adquiridos por su Hijo. Empero, con estos méritos y por obra de la gracia de Cristo, puede todo. No es que Cristo tuviera necesidad de esta cooperación, sino que Él la ha adquirido gustosamente, como una gloria singular para su Madre, como un engrandecimiento de Dios y de sus obras.

Igualmente vasta es, naturalmente, la mediación distributiva de la Virgen: todas las gracias se distribuyen en atención a sus méritos, a su acción en el Cuerpo Místico y a sus ruegos insistentes. Desde la primera que se distribuyó en este Reino sobrenatural ideado por Dios (excepción hecha de las gracias del propio Cristo y de la raíz de las gracias, en María), hasta la última que será distribuida, todo depende de María, todo, absolutamente todo. Claro está: antes de que María existiese de hecho, su influencia no podía ser de orden físico, pero Dios pudo admitir después y conceder también esta influencia. Así, pues, la influencia de la Virgen en virtud de la previsión divina de sus méritos futuros no está restringida dentro de esos límites.

Qui omnia nos habere voluit per Mariam, "quiso Dios que todo lo recibiéramos por medio de María", nos manda rezar la Iglesia en la fiesta de la Mediación Universal de la Virgen. Verdaderamente que todo, todo depende de ella. Aun la naturaleza, ya que, como se ha observado varias veces, la naturaleza existe para la gracia. Esta influencia de los méritos y de la acción de la Virgen, a la cual todos deben la propia naturaleza y toda la gracia sobrenatural, los une en el vastísimo y sobrenatural organismo de la Iglesia, los ata con vínculos realmente entitativos, reduce todo a unidad mística sin herir las personalidades; inserta a todos los vivos y sobrenaturalmente vivificados en Cristo como miembros, haciendo que se extienda a todos la gracia increada, el mismo Dios que es fuente en cada uno de la gracia santificante propia e individual. También todo esto se debe a María.

Pero hay más todavía: para los hombres María intervino de una manera más profunda, habiendo recibido también de Cristo la dignidad de Co-Redentora. Ella también está incluida en este plan misterioso de la virtus in infirinitate perficitur, «la fuerza se realiza en la debilidad» (2 Cor 12,9). Ella también se sujetó a los dolores y a los más crueles sufrimientos por amor de Dios, pagando los pecados cometidos por otros y mereciéndoles así la redención y dándole a Dios especialísima gloria en este acendradísimo amor junto a la Cruz de su Hijo. El pecado fue también permitido para que María tuviese la gloria singular de ofrecerse como víctima inocente en favor de los reos de castigo eterno. Pagó integralmente el precio de los pecados. Es evidente: también a Cristo le debe enteramente esta gracia singularísima, esta inserción indeciblemente profunda en la obra que el Padre le encomendó realizar (Jn 17,4) por obediencia hasta la muerte de cruz (Fil 2,8). La hora en que esto se realizó era la hora de Cristo, esa hora de que habló tantas veces y de la cual había dicho a su Madre en Caná de Galilea que todavía no había llegado (Jn 2,4). Era la hora de la cual había dicho el profeta Simeón que penetraría como una espada en el corazón virginal, santo e inocente de la Madre de Dios (Lc 2,34). La hora que se realizó en una agonía tremenda y espiritual, cuando de pie, junto a la Cruz, ella, firme e inquebrantable, se ofreció al Altísimo a una con la Víctima Divina: ella en inmolación incruenta, Cristo en inmolación cruenta, ambos por «el intenso amor de Dios y de nosotros, a quienes nos amaban a causa de Dios» (6).

Y así como por voluntad de Dios todos reciben todo por María en mediación descendente, así también todo lo que de todos se dirige a Dios va por María ejerciendo ella la mediación ascendente. No en fuerza de la naturaleza, ni tampoco porque así lo quieran sus hijos para honrarla, sino porque así lo ha dispuesto el mismo Dios.

Esta mediación no debe concebirse por consiguiente como interposición de María entre Dios y los agraciados, de manera que éstos no puedan tener un contacto y una unión directa con su Señor. La gracia santificante es en sí misma unión con Dios, participación de su naturaleza, y por esto mismo no admite ningún elemento interpuesto. Así, pues, no hay elemento interpuesto, ni la Virgen, ni Cristo, que sea intermediario entre Dios y el alma agraciada. La mediación no significa interposición, sino una acción tal que lleve al alma a la unión inmediata.

Las doctrinas marianas recordadas en estas páginas no son todas privativas de la Orden Franciscana, como tampoco fueron todas propuestas originalmente en el seno de ella, pasando luego a otros. Lo que es propio de la Orden Seráfica, de su escuela teológica, es la importancia dada a la consideración del plan divino, del ordo intentionis, y la actitud de amor que estimula el conocimiento y del conocimiento que estimula el amor. En tan pocas páginas no es posible hacer la formulación de toda la inmensa riqueza de la doctrina de gloria para María, del estímulo de amor que contiene la mariología franciscana. Lo que aquí se ha presentado es apenas un esquema. Pero por lo menos se han mencionado las doctrinas más importante y los fundamentos teológicos de esta ya multisecular piedad mariana franciscana, nacida del corazón inflamado del santo Fundador.

Esta teología no es sino la traducción correcta de los anhelos y del amor de San Francisco. Muestra que la devoción a María, la fidelidad caballeresca a su causa, no es una de las muchas cosas que se pueden hacer, y que sin pecado podría dejarse de hacer, sino que es una verdadera obligación. Es evidente que la obligación no se refiere a una determinada forma de piedad mariana. Hay millares de formas, y cada uno escogerá entre ellas la que más le conviene a su individualidad. Pero nadie puede, sin pecar, sin exponerse a la ira divina, rechazar la devoción mariana como tal. Este, entre los elementos integrantes de la piedad católica, es uno de los esenciales. Quien no quiera a María se contrapone a Dios, porque no quiere el plan que el Omnisciente y Sapientísimo Señor ideó en su amor. Los hijos de San Francisco lo comprenden muy bien y, lejos de oponerse, se regocijan con esta profunda inserción de la «Madre del amor hermoso» en el grandioso plan divino. Cuanto más se medita esta inserción, tanto más es lo que ella lleva al servicio de María, y por María a Cristo y por Cristo a Dios. «Dignare me laudare te, Virgo Sacrata. Da mihi virtutem contra hostes tuos», es una plegaria que deberá recitarse con todo el amor y con toda la caballerosidad. Muchas serán las veces que aflorarán a los labios estas oraciones del santo Patriarca: «Salve, Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, a la cual consagró Él con su santísimo amado Hijo y el Espíritu Santo Paráclito, en la cual estuvo y está toda la plenitud de la gracia y todo bien. Salve, palacio suyo; salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya. Salve, vestidura suya; salve, esclava suya; salve, Madre suya» (Saludo a la B.V.M.). «Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres, hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros... ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro» (Antífona del OfP).


Notas:

1) Oxon., lib. III, dist. 3, q. 1, ed. Balic, Ioannis Duns Scoti... Theologiae Marianae Elementa, Sibenici, 1933, 31, líneas 2-5.

2) Cf. Balic, loc. cit., VIII.

3) Denz., 1796.

4) Duns Escoto dejó abierta esta cuestión sobre la realeza de jurisdicción; Balic (loc. cit., p. 172, línea 9) cita el pasaje: «Beata Virgo habet auctoritatem impetrandi, non imperandi» (Report. Paris., lib. IV, dist. 48, q. 2). Tomada la frase así aisladamente parece negar el poder de jurisdicción de la Virgen. Pero en el contexto se ve luego de qué se trata: mera criatura, María no puede poseer la causalidad eficaz necesaria para el «imperium» en el último juicio, la de ejecutar la sentencia. Esta fuerza la tienen solamente Dios, y Cristo-Hombre sólo en cuanto unido a Dios. La mera criatura, como es el caso de la Virgen, solamente puede poseer esta autoridad de modo comisionado y aun así sin causalidad eficaz correspondiente. El texto completo es: «Si autem loquamur de "iudicare" pro determinare per intellectum, et pro imperio efficaci, non tamen efficaci illius naturae, quae imperet, sed illius personae cuius est anima principium coniunctum illi personae, id est Verbo; sic convenit Christo iudicare secundum animam, sive secundum formam humanitatis, ita quod imperium iudicandi erit efficax non illi naturae, sed illi personae, cui est coniunctum, quia Verbo... Unde filius hominis sic habet iudicare secundum forman hominis, et nulli alteri creaturae rationali convenit, nec posset convenire etiam Virgini. Inde beata Virgo habet auctoritatem impetrandi, non imperandi. Et si habet auctoritatem, vel actum imperandi, non tamen impletur imperium efficaciter, nec ab illa natura, nec ab illa persona» (loc. cit., ed. Wadding, Lyon, 1639, vol. XI, col. 886b-887a).

5) Cf. la encíclica Mystici Corporis Christi, de Pío XII.

6) Oxon., lib. III, dist. 20, q. un., n. 11, ed. Wadding, Lyon, 1639, vol. VII, pars I, p. 430.

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[Constantino Koser, O.F.M.,
La Mariología en la Orden Franciscana, en Idem,
El pensamiento franciscano.
Madrid, Ed. Marova, 1972, pp. 71-87].

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