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MARÍA EN LA COMUNICACIÓN SALVADORA DEL DIOS TRINO EN JESUCRISTO, SEGÚN S. FRANCISCO DE ASÍS por Sebastián López, o.f.m. |
. | [Continuamos aquí la reflexión abierta en nuestro anterior artículo: El tema mariano en los escritos de Francisco de Asís] Francisco no es un teólogo sino sólo un creyente que confiesa su fe, la celebra en los sacramentos, le da cuerpo en el seguimiento de la pobreza y humillación de Jesucristo, y la comparte y reparte en la real fraternidad y solidaridad con todos los hombres, en primer lugar los más pobres y marginados, y con todas las creaturas. Pero aun así, Francisco nos ha dejado en sus escritos más de un resumen de su fe y de su credo, lo suficientemente amplio como para poder precisar los nervios fundamentales de su confesión de fe. Por ejemplo éste:
El texto dice con claridad que la confesión cristiana de Francisco se centra en proclamar que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo; que Dios se nos ha comunicado, para nuestra salvación, según el designio divino que abarca desde la creación hasta la parusía y cuya piedra angular es Jesucristo, por quien el Padre, en el Espíritu, nos ha abierto las puertas de su casa y de su comunión. Nuestro origen y comienzo como criaturas y como cristianos arranca de nuestra participación en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que nos ha sido revelada y entregada en la vida y pobreza de Jesucristo, en su misterio Pascual. Esto es lo esencial y nuclear de la fe cristiana que nos salva. Y estas las personas que la hacen y que constituyen su término. Después de esto, en la confesión de fe de Francisco a que nos estamos refiriendo y en su existencia concreta, todo se reduce a admiración, alabanza, acción de gracias y operación, como consentimiento y acogida sin concesiones ni contemplaciones. Sin embargo, Francisco se atreve, porque se atreve la Iglesia, a nombrar y a colocar a la Virgen santa y gloriosa en el corazón mismo del plan salvador del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Para que la salvación tenga rostro humano y sea historia y biografía, pobreza y humillación, la Palabra del Padre tomó en su seno la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad (2CtaF 4). Y desde entonces, santa María está asociada y vinculada al Salvador y a la salvación. Desde entonces, la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que es nuestra salvación, tiene que ver con María, esclava e hija del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 1-2). Ahí deseamos centrar nuestra reflexión. Una vez que hemos ofrecido el inventario del tema mariano en los escritos de Francisco, quisiéramos hacer ver que su contemplación de María se centra y clava en el blanco del Credo y por lo tanto en el centro de su experiencia cristiana. Nuestra exposición toma camino de Jesucristo, de su vida y pobreza, desde la que llegamos al Padre en el Espíritu. A pesar del innegable teocentrismo de muchas de las oraciones de Francisco, entre ellas las dos dedicadas a María, el Saludo a la Virgen y la Antífona del Oficio de la Pasión, que justificarían una exposición descendente del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, preferimos en nuestra exposición partir de Jesucristo, nacido de santa María la Virgen y seguido por ella en su vida de pobreza: por Él descubrimos al Padre como origen y meta de todo, que eligió y consagró a María esclava e hija suya, en el Espíritu Santo, que consagra a María su esposa. Es el camino que siguió la fe de los apóstoles, el que normalmente sigue la fe y el que también sigue Francisco a veces, como cuando, en el Oficio de la Pasión, se acerca al Padre desde el dolor y la alegría de Cristo sufriente y glorioso, o como cuando, en la primera Admonición, señala a Jesús en su humanidad y divinidad como medio de conocer al Padre. Ahí, en el camino hacia el Padre abierto por Jesús, por el que el cielo se ha acercado a la tierra y por el que la Trinidad ha llegado a ser nuestra casa solariega, coloca Francisco a la Virgen santa y gloriosa. Con ello nos viene a decir que María no tiene otra explicación ni más razón de ser que el santo amor del Padre, manifestado en Jesús nacido de María la Virgen, el cual nos comunica el Espíritu Santo. Es lo que llamamos la economía de la salvación o el plan de la salvación. Por eso la Virgen está en el Credo y tiene que ver con todo el Credo, con toda la confesión y experiencia cristiana. Por eso también, en nuestra exposición, la contemplación de la Virgen convocará los temas principales de la confesión y experiencia cristiana de Francisco. «María -ha dicho R. Laurentin- es el test de la realidad de la encarnación y de todo cuanto se deriva de ella». I. POR NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO,
Desde entonces, Francisco con sus hermanos no ha cesado de contemplar al buen Pastor que por nosotros soportó la pasión de la cruz. Fijos los ojos en Él, su contemplación fue palpando en Cristo: la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, que lo hizo hermano nuestro y pobre, y que lo condujo a la humillación de la cruz, desde la que el Padre lo acogió con gloria; la relación viva y entrañable que tiene con el Padre, de quien es Hijo, el Hijo amado, igual en todo al Padre, de quien viene y a quien va, con quien vive en comunión de conocimiento, de amor y de dones; por Él, además, conocemos al Padre en el Espíritu; y su ser y función salvadora, por la que saben gozosamente que Jesucristo es enteramente para nosotros y para nuestro bien. Estos son los rasgos más principales del Jesucristo de la contemplación de Francisco, rasgos que podemos contemplar, reflexiona Francisco, gracias a la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad que recibió en el seno de la Virgen gloriosa. De ahí que, en la contemplación mariana de Francisco, la Virgen aparezca junto a Jesucristo y que, además, éste sea el dato más destacado en ella; como dice O. Schmucki, «siempre que el Seráfico Padre habla de la Virgen, la presenta indisolublemente unida con su Hijo». Para Francisco, como para la fe de la Iglesia que en el siglo XII, que lo vio nacer, alcanzaba una generosa y ferviente proclamación, la Virgen sólo se explica desde Jesucristo y por Jesucristo. Todo lo que es y todo cuanto es, lo es por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo y para Jesucristo. Con otras palabras eso es lo que Francisco canta en el Saludo a la Virgen. Y con ello ha dicho toda la alegría de la salvación de Jesús, que se encarna y nace de ella, y al que ella está unida en su condición y destino. Son los dos puntos de su contemplación que pasamos a exponer. 1. María Madre de Jesús, el Hijo amado del Padre Así narra Francisco el comienzo de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo:
Los textos, que subrayan la decisión salvadora del santísimo Padre del cielo, en la que insistiremos, señalan además, y como punto que levanta la admiración y acción de gracias del Pobrecillo, el acontecimiento salvador de la encarnación y del nacimiento de la Palabra del Padre, de su Hijo amado. Con palabras sencillas, sin teologías, repitiendo fórmulas de la liturgia y del lenguaje religioso popular, Francisco confiesa que la Palabra del Padre ha recibido la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de la santa y gloriosa Virgen María; que el Padre ha hecho nacer al Hijo de la gloriosa siempre beatísima santa María; que el Hijo de Dios se humilla ahora en la Eucaristía como cuando descendió del trono real al seno de la Virgen. Y confesando esto, Francisco es consciente de que está proclamando lo más santo y amado, placentero, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable: tener un tal hermano (2CtaF 56). Y, por tanto, que el Padre, que habita en una luz inaccesible, es noticia y conocimiento en la carne que vieron con sus propios ojos los apóstoles (Adm 1,1-21); y que el santo amor del Padre se ha hecho visible y palpable en su Hijo, nacido de María Virgen. De aquí arranca la admiración y acción de gracias de Francisco, que terminaría, sin terminar nunca, en la prisa del seguimiento de las huellas de nuestro Señor Jesucristo. Pero en su admiración y acción de gracias, tropezaría con Aquélla de la que el Hijo amado recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. María no es objeto directo y expreso de ellas; Francisco, sin embargo, no tiene más remedio, desde su fe, que nombrarla y envolverla en su admiración, que tan bien destacan los adjetivos de santa, gloriosa, beatísima Virgen María, con que la saluda. Porque, sin ella, Jesús, el Hijo amado del Padre, que es nuestro hermano, que fue pobre y huésped y que se entregó en la cruz, no existiría, ni se habría realizado el plan salvador del Padre. De ahí que, aun sin proponérselo, nos ofrezca, en esa alusión rápida a María, unos rasgos que la definen e identifican y que abren sus ojos y los nuestros a la admiración; estos dos: a) La Virgen santa y gloriosa le ha dado al Hijo amado del Padre la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. Gracias a ella, Jesucristo es verdadero hombre y está sujeto a los condicionamientos de la existencia humana, que lo han despojado de la gloria que le correspondía como a la Palabra del Padre, tan santa, digna y gloriosa. Nadie, por tanto, ha tenido con el Hijo amado del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, una relación tan única y singular como ella. Eso es lo que admira y canta Francisco en sus dos oraciones a la Virgen, especialmente en el Saludo, en el que los nombres de palacio, tabernáculo, etc., no proclaman otra cosa que la vecindad, la cercanía increíble de María con el Hijo amado del Padre, en la comunión de personas de la Trinidad. Lo mismo dicen los adjetivos que coronan su nombre en los textos que nos han servido de punto de partida, sobre todo el título de Madre de Dios, con el que la admira e invoca. Título éste que, aun estilísticamente, es el punto más alto del Saludo en su segunda parte, al que todo el movimiento del mismo tiende y en el que se cierra y concluye. Lo más que cabe decir de la Virgen beatísima lo dice su título de Madre de Dios. Relación que sólo se salva salvando la verdad entera de Jesús, que es Hijo de Dios y es también Hijo de María. La insistencia de Francisco en la maternidad de María y en la dimensión fisiológica de la misma busca precisamente salvar, a todo trance, la realidad humana del Hijo de Dios, la carne que tomó del seno de la Virgen, en contraposición al docetismo cátaro. b) La Virgen santa y gloriosa tiene que ver, está implicada en el plan salvador del Padre. Si la Palabra del Padre toma carne en el seno de la Virgen, si el Padre ha querido que su Hijo naciera del seno de María, ha sido por nosotros, por nuestro bien, por nuestra salvación. No es más explícito Francisco en este punto, pero dice claramente que, si con Jesús comienza la salvación, la Virgen no es ajena a la misma en cuanto que en su seno comienza el Hijo amado del Padre su camino salvador de pobreza y humillación, y en cuanto que su nacimiento del seno de la Virgen es la manifestación del amor con que el Padre nos ha amado. Desde esta contemplación del comienzo del camino de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, Francisco ha dado en el blanco de la cuestión mariana, sin que tengamos que suponer que él ha hecho este razonamiento. María interesa a la fe, María tiene un lugar incuestionable en la confesión de la fe cristiana, en el Credo, porque si Jesús es el Hijo de Dios en carne humana para salvarnos, lo es porque y desde que se encarnó y nació de santa María. Sin ella, Jesús no sería Jesús: el Hijo de Dios y el Hijo de María, verdadero Dios y verdadero hombre, que «sólo refleja la entraña de Dios en la medida en que refleja a su Madre» (O. González de Cardedal). Por eso ella es gloriosa, santa y beatísima. Y por eso también está justificada la veneración de que se la rodea (CtaO 21). Por el camino de la contemplación de la Palabra del Padre que recibió en el seno de María la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con la encarnación del Hijo del Padre, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que ésta, a su vez, se ilumina; los temas son éstos: a) Importancia de las mediaciones en la experiencia cristiana de Francisco: la confesión y experiencia cristiana de Francisco es consciente de que Dios es inaccesible en sí mismo, y de que sólo es posible conocerlo a través de las mediaciones de Jesucristo, del Espíritu del Señor, de santa María la Virgen, de la Iglesia, de los sacramentos, de los hombres y de las demás criaturas. Lo específico de la mediación mariana, dentro de este conjunto de mediaciones que nos acercan a Cristo y que no tienen todas el mismo rango, consiste en que por ella el Hijo de Dios ha recibido la verdadera carne de nuestra humanidad v fragilidad. b) La absoluta identidad cristiana consiste en la relación con Jesucristo: la confesión y experiencia cristiana de Francisco sabe que el cristiano lo es sólo y en cuanto tiene relación con Jesucristo, el único que nos conduce al Padre. Relación que en la Virgen santa y gloriosa consigue su primera y máxima realización, y que la convierte en la compañera y ejemplar primero de los que, por la inhabitación del Espíritu del Señor, son también «madres, cuando lo llevan en el corazón y en el cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo dan a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 53). Por eso, la dimensión materna de la vida de los Hermanos Menores, destacada en el triple hecho de que el amor de los hermanos entre sí deba sobrepasar al de la madre a su hijo (1 R 9,11; 2 R 6,8), de que los hermanos que cuidan de los que se dedican a la contemplación se llamen «madres» (REr 1-2) y de que se llame estériles a los hermanos dedicados a la actividad apostólica descuidando la oración (2 Cel 164), tiene su raíz en «el puesto dado a María en la imagen franciscana de la Iglesia» (O. Schmucki). c) Centralidad e importancia de la misión en la vida del Evangelio: la fe y experiencia cristiana de Francisco es consciente de que, si Jesucristo Salvador es la salvación y es para salvar, nuestra relación con Él nos define en consecuencia como salvadores y para la misión. «Hemos sido dados al pueblo para su salvación» (LP 83g). Así se señala en los biógrafos lo que aparece claro desde la vocación evangélica de Francisco y desde la de sus primeros hermanos, que la regla y vida de los hermanos recoge ya en las primeras fases de su redacción, sobre todo en los capítulos 16, 17 y 21 de la Regla no bulada. Como María, arrastrada y envuelta en la entrega que el Padre nos hace del Hijo de su amor para nuestra salvación, los Hermanos Menores serán también, desde dicha donación, donadores de gracia para todos. 2. María, pobre con Jesucristo, el Hijo amado del Padre La confesión cristológica de Francisco abraza, como hemos indicado, la vida y pobreza de N. S. Jesucristo, sus huellas, los misterios principales de su vida terrena. Una de las convicciones cristológicas de Francisco consistía en la certeza de que la historia de Jesús, su biografía o, como dice el Pobrecillo, los ejemplos del Hijo de Dios, no es un marginal que importa poco para la confesión cristológica cristiana. Está en juego en ello la realidad de la encarnación. Por supuesto que Francisco no hace este razonamiento ni es tampoco excesivamente detallista en la contemplación de los distintos misterios de la vida de Jesús; pero el hecho de que los distintos misterios de la vida de Cristo sean objeto de su oración y contemplación como contenido del plan salvador del Padre, de que en ella encuentre el camino de Jesús que debe seguir y por el que él y sus hermanos optaron desde el principio de forma decidida y radical como justificación de su forma de vida, está diciendo que, de hecho, eran conscientes de que, para llegar al Padre, el camino era la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y su santísima Madre, contemplada como expresión de su anonadamiento y desapropiación, y por ello como manifestación de la humildad de Dios. Nguyen van Khanh escribe al respecto: «En la Encarnación del Hijo quedó expresada la donación que la Trinidad hace de sí misma a la criatura; dicho de otra forma, la Encarnación nos descubre la humildad de la Trinidad» (Cristo en el pensamiento de Francisco, p. 103). Vinculada a dicha vida y pobreza aparece también la Virgen, en la contemplación de Francisco. Ya hemos indicado la sobriedad con que los escritos se refieren a los distintos misterios de la vida de María o de la vida de Jesús en la que ella esté presente, si se compara con lo que los Evangelios presentan, con lo que celebraba entonces la liturgia y, sobre todo, con la contemplación de los autores del Siglo XII. Los escritos se limitan a aludir a la Anunciación, al Nacimiento de Jesús y, de una manera general, a su vida pública de peregrino y desinstalado, que Francisco contempla reflejada en la de cualquiera de los marginados del Asís de entonces. Además, tales misterios están allí señalados de una forma escueta y sin entretenerse en los detalles y circunstancias que nos refieren los textos del Evangelio. Sin embargo, tanto en la alusión al Nacimiento como a la vida pública, la contemplación de Francisco destaca la vida de pobreza que la Palabra del Padre quiso escoger en el mundo (2CtaF 5). En ambos momentos Francisco presenta a Jesucristo como un peregrino, un sin techo ni hogar que, según un texto evangélico preferido por Francisco al decir de los biógrafos, «no tiene donde reclinar la cabeza». Desde que, en la Encarnación, el Verbo del Padre, «siendo Él sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5), el camino y condición de Jesús irá, por el despojo y la desapropiación, hasta la desnudez de la cruz, pasando por una vida expuesta de tal modo a la pobreza, que se ve obligado a vivir de limosna y en la desinstalación del que no tiene techo ni hogar. Según el P. Schmucki, la presentación que la Regla (1 R 9,3-8) hace de la mendicidad de Cristo y, sobre todo, de la de la Virgen, sin ningún texto evangélico que la respalde, estaría influenciada por la piedad popular de entonces y quizá también por los evangelios apócrifos. Con Él, junto a Él, está María, su Madre..., contemplan los dos textos a que nos estamos refiriendo (OfP 15,3; 1 R 9,3-5). Tampoco ella, por tanto, tiene donde reclinar la cabeza. También ella, como Jesús, debe mendigar el sustento para vivir. Es la «pobrecilla», dice Celano; según éste y los demás biógrafos, Francisco la contempla compartiendo la pobreza y el desamparo de su hijo. Por el camino de la contemplación de la pobreza desinstalada y sin abrigo de Jesús, en la que la Virgen su Madre está implicada como primera y principal seguidora, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana, que tienen que ver con el seguimiento de la pobreza y humildad de Jesucristo, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que, a su vez, ésta se ilumina; los siguientes: a) Centralidad de la compasión hacia los leprosos y marginados en la experiencia cristiana de Francisco: punto de partida de su proceso de conversión es la misericordia con los leprosos. Y la compasión hacia todo el que sufre será actitud permanente que lo acompañará toda su vida, y que tendrá su justificación definitiva y suprema en la vida y pobreza de Jesucristo, hecho leproso por nosotros, y de su santísima Madre. b) Centralidad de la pobreza en la vida del Evangelio: la pobreza, como inseguridad y escasez, en seguimiento de la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo y de su Santísima Madre, tiene en el texto de 1 R 9,3-6, a que nos venimos refiriendo, una de sus primeras formulaciones y uno de los testimonios de su centralidad. Con ello, la vida de despojo y humillación de Jesús como forma de vida de los Hermanos Menores, está también inspirada y acompañada por la existencia de María como seguidora de la vida a la intemperie y en comunión con los pobres de su Hijo. 3. Consagrada por el Santísimo Hijo La confesión cristiana de Francisco no separa nunca la vida y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, de la gloria que Él tiene en común con el Padre. El Jesús hermano en la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad, el Jesús pobre y con los pobres, es el mismo que es la Palabra del Padre, que es igual al Padre, que tiene, vive y obra en comunión con el Padre y el Espíritu Santo. Por eso, al levantar sus ojos hacia la Virgen, la contempla también bajo la acción de su Hijo que, al igual que el Espíritu, la consagra junto con el Padre. Dice así Francisco en el Saludo a la Virgen: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». El texto tiene un indudable tono intemporal que lo distingue de los comentados hasta ahora. Como si nos acercase al secreto y a la intimidad inaccesible de Dios, subrayada ésta además por el doble «santísimo» que acompaña a los nombres del Padre y del Hijo. Es el misterio e impenetrabilidad de los designios de Dios, aunque se le contemple en su comunicación a los hombres, en nuestro caso, a la Virgen santa y gloriosa que Francisco, como veremos, subraya con frecuencia. El texto, además, presenta al Hijo amado en la comunión de personas de la Trinidad, en la que el Padre es siempre el origen y principio y el que tiene la iniciativa, y que aquí aparece junto con el Hijo y el Espíritu Santo, eligiendo y consagrando a la Virgen. En la acción y comunicación consagrante por parte del Santísimo Hijo amado detenemos ahora nuestro comentario. Según el texto a que nos referimos, la contemplación de Francisco sabe que, antes de la acción de María que concibe al Hijo de Dios y que lo da a luz, está la acción y comunicación del Hijo a su Madre, que la consagra, la prepara y capacita como Madre suya, para descender luego del trono real a su seno materno (Adm 1,16). En su concisión, el texto no deja margen para ulteriores desarrollos. Pero cuanto la teología se atreve a decir al hablar de que «cuando el Hijo de Dios, obediente y acorde con el Padre, elige y prepara personalmente como Madre suya a esa mujer elegida por el Padre, entonces ella, hecha por la gracia y el poder de Dios pura apertura y disponibilidad, puede ya concebir a este Hijo, que es su Hijo. Él se confía a ella, se siembra en ella; Él, que es la vida y en cuanto la vida que es, la hace así su Madre, y luego, por ella y desde ella, se entrega a toda la humanidad como la vida nueva » (R. Schulte), está dicho aquí de una forma sencilla y casi visual: el Hijo amado, en la comunión de Personas de la Trinidad, unge y consagra a su Madre, como está ungida y consagrada la capilla de Santa María de los Ángeles. María, dice Francisco, es también obra de su Hijo. Obra, además, conseguida y perfecta, como cantan los aves del Saludo, y el ave de otro escrito haciendo eco al evangelista: «¡Salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo! (Lc 1,28)» (ExhAD 4). Obra que alcanza su plenitud en la glorificación de María, la santa Reina coronada. De nuevo Francisco, al contemplar la acción y comunicación del Hijo amado del Padre a la Virgen santa y gloriosa, nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que se refieren a su confesión de Jesús como el Hijo amado del Padre; desde ellos parte su contemplación mariana y desde ellos ésta, a su vez, se ilumina. Son: a) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad y Unidad: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que son y viven en comunión. ¡Siempre el Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo! Siempre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo actúan y se comunican en la comunión de Personas de la Trinidad, como ha sucedido en María, «elegida por el santísimo Padre y consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito». b) Su visión de Jesucristo como el Hijo del Padre: el Jesús de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es, sobre todo y antes que nada, el Hijo queridísimo del Padre, el Hijo amado que le descubrió al Pobrecillo que, sólo por el Hijo y en su experiencia filial, se conoce y se alcanza al Padre, y que la actitud ante Él no puede ser otra que la del Hijo, en quien la Virgen y nosotros somos hijos del Padre. c) La primacía y anterioridad de la acción de Dios: Francisco es consciente de que sólo el Señor da la gracia de comenzar a hacer penitencia, de que Él es quien conduce a los leprosos, de que el Señor es quien hace y dice todo bien. Por eso también para la Virgen vale lo que debe ser principio incuestionable en la vida evangélica del Hermano Menor: tanto se tiene cuanto Dios da (Adm 19). Tampoco a ella le estaba permitido gloriarse en nada (Adm 5). La gloria de la Virgen gloriosa, como la nuestra, es Dios, el Padre que nos ha comunicado su gloria en Jesús. II. VENIMOS DEL PADRE Y A ÉL VAMOS Fijos los ojos en Jesús, el crucificado de san Damián, y siguiendo sus huellas, Francisco y sus hermanos contemplaron en Su rostro, humillado y glorioso, la relación viva, entrañable y gozosa que tiene con el Padre, de quien es la Palabra, la sabiduría y el Hijo amado y queridísimo, y de quien nos ha revelado el nombre, pues sólo por Él conocemos al Padre que habita en una luz inaccesible. Y así supieron que Dios es su Padre, que de Él ha salido y hacia Él va, que con Él vive en comunión de conocimiento y de amor, que Él lo ha enviado al mundo para su salvación, que ha querido, por el santo amor con que nos amó, que su Hijo naciera de santa María Virgen (1 R 23,3), que de Él ha recibido su amor, sus discípulos y su mensaje, que por Él ha sido entregado a la muerte de cruz para nuestro bien y salvación, y que por Él fue acogido con gloria y así está sentado a la derecha del Padre santísimo en los cielos, eternamente vencedor y glorioso, y orando y dando gracias al Padre por nosotros y en nuestro lugar. Así descubrieron en el rostro del Padre los dos rasgos más salientes que lo identifican y con los que se manifiesta también, como veremos, en su comunicación a la Virgen y en su relación con ella; por una parte, su transcendencia: es el Altísimo, el Santísimo, el Rey sumo; y por otra, su cercanía: es al mismo tiempo el Padre del santo amor, y el que elige y consagra a María (SalVM 2). Descubrieron también que el Padre ha creado todas las cosas por medio de su Hijo único con el Espíritu Santo. Supieron además, gozosa y alborozadamente, que tenían un Padre en el cielo, de quien eran hijos por el Espíritu del Señor que mora en los que perseveran en penitencia y en los que hacen la voluntad del Padre en seguimiento de Jesús, el Hijo amado. Y, en fin, sus ojos y sus manos se alzaron al Padre como el final y término hacia donde todo se dirige y va a dar. Así es el rostro personal y la comunicación gratuita y salvadora del Padre de nuestro Señor Jesucristo, santo y grande, que Francisco y sus hermanos fueron descubriendo tras las huellas de Jesucristo, en comunión con su experiencia filial e impulsados por el Espíritu del Señor. Por eso, no es de extrañar que Francisco, cuando contemple a la Virgen gloriosa y beatísima, la vea bajo la acción del Padre y en relación con Él. Todo cuanto la Virgen es y todo cuanto de ella cabe decir, desde la fe, arranca del Padre, de quien, por Jesucristo, venimos y hacia quien vamos. También ella podía decir: «¡Oh cuán glorioso y santo y grande, tener en el cielo un Padre!» El fervor mariano del siglo XII, contexto inmediato de la confesión de fe de Francisco, fijó también su atención en la acción y comunicación del Padre a María y en la relación entre ambos. Son los puntos que pasamos a exponer. 1. La acción del Padre en María La acción y comunicación gratuita y salvadora del Padre, origen y principio de la Trinidad y de su manifestación y comunicación a los hombres, a la Virgen santa y gloriosa, la expresan los escritos en los siguientes textos:
No nos interesa hacer ahora una exégesis detallada de estos textos, sino únicamente recoger y subrayar el protagonismo del Padre en su acción y comunicación salvadora, que ellos destacan con precisión. En el primero, de una forma directa: «elegida por el Padre» y «consagrada por Él» (SalVM 2). En los otros dos, de una manera indirecta, ya que las acciones de las que se hace responsable al santísimo Padre del cielo: anunciar su Palabra y hacer nacer al Hijo, no recaen sobre la Virgen directamente. Pero los tres presentan a María bajo la acción del Padre y en dependencia absoluta y radical de su designio y amor salvador y generoso. Por lo tanto, también la Virgen santa María, gloriosa y beatísima, comienza en el nombre del Padre y de su acción y comunicación, en la escucha de su anuncio-revelación y en la corriente del santo amor con que nos amó. También la persona y la existencia de María aparece implicada en el quehacer salvador del Padre, tiene que ver con la salvación de todos, y es también, como el descenso del Hijo amado del Padre, nacido de su seno, para la salvación de todos. Lo dicen expresamente los dos últimos textos aducidos, en los que la acción y comunicación del Padre a la Virgen tiene que ver con su acción salvadora, que abraza desde la creación a la parusía, y tiene origen y fuente en su santo amor. La Virgen tampoco es sólo para sí, sino que lo que importa en ella sobre todo es su contribución al designio salvador del Padre: ser la casa que albergue al Hijo salvador y redentor, y que haga posible la casa de Dios en la humanidad, según sugiere el título de Virgen-Iglesia. María es la persona-Iglesia que hace posible la comunidad-Iglesia. Acción y comunicación salvadoras y gratuitas del Padre, que elige y consagra a María, contempladas en la comunión de Personas de la Trinidad, en la que el Padre tiene la primacía de origen y principio sin principio, como acostumbra a contemplar Francisco. En consecuencia, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son los protagonistas principales de la elección y consagración de María, como lo son de la salvación. A ella se comunican, en ella actúan, y por ello María puede ser proclamada como la «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), ya que es palacio, tabernáculo, casa, vestido, esclava y Madre del Hijo, Hijo que tomó la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en su seno (2CtaF 4). También la Virgen, por lo tanto, comienza en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo que han creado todas las cosas, que nos han redimido y que, por sola su misericordia, nos salvarán. También ella está expuesta y sometida al quehacer salvador de cada una de las Personas de la Trinidad, en la que el Padre es el centro y polo absoluto, y la fuente y origen del designio salvador, en el que también ella se ha visto arrastrada y envuelta. Por eso se explica que Francisco, a la hora de la acción de gracias «por estas cosas», suplique humildemente «a la gloriosa Madre y beatísima siempre Virgen María», la primera entre todos los ángeles y santos, que dé gracias al Padre, como a Él le agrada (1 R 23,6). Es la misma estampa que Francisco presenta de María en el Saludo a la Virgen. También en él María aparece como glorificadora del Padre, en la comunión de Personas de la Trinidad, sólo que en pasiva. La Virgen aparece en él como la obra cumbre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en cuanto palacio, tabernáculo, casa, vestido, esclava y Madre del Hijo en la comunión de Personas de la Trinidad (SalVM 2-5), y por ello como epifanía de su grandeza y de su amor. Dios se ha cubierto de gloria en María, canta en definitiva Francisco. 2. Elegida y consagrada por el Padre El resultado de la acción y comunicación del Padre en María lo señalan los escritos del Pobrecillo con dos participios: elegida y consagrada. Primero, ELEGIDA, la acción de elegir, de escoger, de preferir entre otros, que es el sentido que el verbo elegir tiene en los escritos, que a Francisco le podía sonar de sus lecturas bíblicas del Misal y del Breviario, y que la Antífona del Oficio de la Pasión traduce así: «No ha nacido en el mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti». Singularidad por lo tanto de la Virgen, excelencia sobre toda mujer, que el mismo texto de la antífona que comentamos enraíza en las relaciones de María con cada una de las Personas de la Trinidad, y que también e indudablemente enfatiza y singulariza: nadie como ella está relacionada con las Personas de la Trinidad. En segundo lugar, CONSAGRADA. El vocablo habla de ofrecer un objeto a Dios, de hacerlo sagrado o de dedicar algo a Dios. Por lo tanto, el término, en el Saludo a la Virgen, obliga a pensar en la consagración o dedicación de los lugares sagrados a Dios y a su culto, ya que la Virgen es saludada en él como palacio, tabernáculo, casa, morada, al fin, del Hijo de Dios, de quien es Madre. La Virgen santa María se contempla, pues, como objeto y destinataria de la acción del Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, que la preparan, habilitan y consagran para ser lugar que «tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), según la probable secuencia de ideas entre los versos 2 y 3 del Saludo. Como decíamos en nuestro anterior trabajo, en la imagen de María que se desprende de lo dicho hasta aquí destaca sobre todo la acción del Padre que despliega, manifiesta y comunica su amor santo en favor del hombre a través de la creación, de la vida y pobreza de Jesucristo, y de la habitación del Espíritu del Señor que nos hace hijos del Padre, y hermanos, madres y esposos de Jesús; y que, en la Virgen, según la contemplación de Francisco, se concreta en su elección y consagración, en el anuncio-revelación del Padre y en su voluntad de que su Hijo naciera de la Virgen por el santo amor con que nos amo. Por eso hay que decir que, al fin, Francisco más que hablar de María o de alzar su admiración hacia ella, de lo que habla y lo que le estremece es el Dios bien, todo bien, sumo bien, el único bueno, el Padre de ternura e intimidad inefable para su queridísimo Hijo y, desde Él y por Él, para con los hombres y, entre ellos, sin comparación con ninguna creatura, para con la Virgen Santa y gloriosa. Por eso, «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!» (SalVM 1). O dicho de otra forma y con un tema que configura toda su experiencia cristiana: Francisco de lo que habla es de la pobreza de María, vacío para Dios; eso la define, sólo eso es ella ante Dios, y así se identifica ella en su Canto, el Magníficat. Contemplando la acción y comunicación del Padre a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con su visión de Dios, desde los que parte en su contemplación mariana y desde los que ésta, a su vez, se ilumina; los siguientes: a) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad y Unidad: a ella nos hemos referido en el apartado anterior y a él remitimos. b) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como transcendente en su ser y obrar: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es el entera y radicalmente diferente, el indecible e incomparable con nadie ni nada, el altísimo y santísimo, ante quien no cabe otra cosa que la adoración rendida y absoluta, el silencio admirativo y la entrega incondicional en acción de gracias y en donación de gracia. Frente a este misterio de la transcendencia de Dios, acorralada por Él, coloca Francisco a María, también santa y gloriosa porque «elegida por el santísimo Padre del cielo y consagrada por Él, con su santísimo Hijo y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2). c) Su visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como comunicación entre ellos y hacia el hombre: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es también el Dios bien, todo bien, sumo bien, el único bueno, que hace y dice todo bien, que nos ha creado, nos ha redimido y por sola su misericordia nos salvará (1 R 23,8). El Dios que da y se nos da en su Hijo y en el Espíritu Santo. El Dios amor y caridad, el Dios gran limosnero, ante quien no es posible otra cosa que la acción de gracias y el don rebañador y absoluto. Ante Él, envuelta y habitada por su ternura, por su acción y comunicación, contempla Francisco a María, «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), y que, junto con el Hijo queridísimo y el Espíritu Santo, y con todos los ángeles y los santos, da gracias por estas cosas (1 R 2 3,6). d) La visión de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, como gratuito y de balde: el Dios de la fe y de la experiencia cristiana de Francisco es el Dios que obra como a Él le place, que por el santo amor con que nos ha amado, quiso que su Hijo naciera de la Virgen, y que lo entregó a la cruz, no por Él sino por nuestros pecados y para nuestro bien. Ante Él no cabe más que confesar que todo es gracia, y que dar gracias es la actitud justa y debida. Ante el que hace y dice todo bien, contempla también Francisco a María como la que es y tiene en la medida en que Dios le da, según cantan el Saludo a la Virgen y la Antífona del Oficio de la Pasión, y como la que vive ante el Padre dando gracias y pidiéndola para los hombres. e) La primacía y principalidad del Padre de nuestro Señor Jesucristo: en la confesión cristiana de Francisco, el Padre es la fuente de la Trinidad, origen del Hijo y del Espíritu Santo; Él ha creado todas las cosas; de Él somos hijos en el Espíritu. Él es también el término y final de todo: hacia Él va el Hijo, a Él se dirige su acción de gracias y la del Espíritu Santo, y la de María y la de todos los ángeles y santos, y también la fe, esperanza y caridad de todos los fieles y hombres (1 R 23,1-10). Ante Él coloca también Francisco a la Virgen santa y gloriosa: bajo su acción y en relación con Él como esclava e hija. f) La paternidad de Dios Padre sobre los hombres: en la confesión y experiencia cristiana de Francisco, la paternidad del Padre de nuestro Señor Jesucristo sobre los hombres se contempla y admira en las relaciones entre el Padre y el Hijo amado. Cómo Dios es Padre y cómo somos hijos ante Él, sólo se aprende en la contemplación de la paternidad de Dios Padre sobre el Hijo amado y en la contemplación de la filiación del Hijo para con su Padre. Cuando Francisco contempla a María como hija del Padre, hay que colocar dicha contemplación, aunque él no lo diga expresamente, dentro del contexto de sus escritos, en los que la paternidad de Dios sobre los hombres está vista en su fuente, en la relación de paternidad y filiación entre el Padre y el Hijo. María tampoco tiene otra fuente ni origen de su filiación que esa. 3. María, hija y esclava del Padre La acción y comunicación gratuita y salvadora del Padre a la Virgen, en la comunión de Personas de la Trinidad, crea entre Él y María unas relaciones que tienen su raíz en dicha comunicación, y que Francisco expresa con los nombres de «hija y esclava» que le da en la Antífona del Oficio de la Pasión. Nombres que hay que leer y pronunciar a la luz del contexto de sus escritos. En ellos, la expresión «siervo de Dios» supone la convicción de que todo es y depende de Dios, y de que, por tanto, no cabe otra actitud ante Él que la de estar a su entera disposición, la de no gloriarse de nada y la de alegrarse de todo el bien que Dios hace y dice; son precisamente las actitudes de María frente a Dios que destaca el Magníficat. E «hijo de Dios» lo es quien tiene el Espíritu del Señor y quien hace, en seguimiento de Jesús, la voluntad del Padre. Y dichos nombres, tal como aparecen en la antífona, señalan además, en la relación de servicio y filiación de la Virgen hacia el Padre, estos dos aspectos: a) María es hija y esclava del Padre por gracia y don: ni María ni nadie pertenece a Dios ni puede tener relación con Él, sin la gracia y comunicación previa de Dios a ella. Lo ha dejado dicho ya Francisco, por lo que se refiere a María en el Saludo a la Virgen, y lo proclama además su visión de lo cristiano, en la que la respuesta del hombre a Dios está provocada y urgida por su comunicación inefable a nosotros en la humillación de Jesús. b) María, hija esclava del Padre, en cuanto consentimiento personal y actitud existencial de ella frente al don y a la gracia de ser hija y esclava suya. Dimensión que los nombres a que nos referirnos no hacen explícita ni desarrollan, pero que indudablemente expresan por sí mismos, y que, leídos además a la luz de la Carta a los fieles (2CtaF 48-49) y del Saludo a la Virgen, permiten desentrañar su contenido y afirmar que María, igual que los verdaderos penitentes, en los que mora el Espíritu del Señor, es hija del Padre, cuyas obras hace. Mucho más teniendo en cuenta la constante y repetida visión de lo cristiano de Francisco, en la que la respuesta, el seguimiento, la vida en penitencia, son consecuencia obligada y urgente de la confesión de Dios Trino, trascendente y cercano, en su comunicación generosa a nosotros en Jesucristo. Porque Dios es don, al hombre no le queda otro remedio que dar y darse. La imagen de María que nos ofrece Francisco desde su contemplación de las relaciones de servicio y filiación que ella tiene con el Padre, aunque no nos permite pormenorizar sus rasgos, es suficiente para poder afirmar con seguridad la dimensión consentidora y responsiva de María, que no admite parangón en este mundo (OfP Ant 1). Con ello Francisco ha dicho todo lo que la teología no acaba de decir sobre la fe, la disponibilidad y la pasividad-activa de María hija y esclava, que le obligaban a rezar: «Ruega por nosotros». III. EN EL ESPÍRITU SANTO
Y así y en consecuencia, los escritos hablarán de la caridad del Espíritu, de la obediencia del Espíritu, de la paz del Espíritu, de la pobreza del Espíritu, de la vida del Espíritu, de la sabiduría espiritual, y dejarán la impresión, en el uso frecuente y abundante de los términos espíritu y espiritual, de que la vida del Evangelio o la vida de los verdaderos penitentes está transida y ungida toda ella por y del Espíritu Santo. Así es el rostro personal y la comunicación gratuita y salvadora del Espíritu del Señor, del Espíritu Santo, que Francisco y sus hermanos fueron descubriendo y profundizando al paso y prisa del seguimiento de las huellas de desapropiación y humillación de Jesucristo, el Hijo amado del Padre, impulsados precisamente por el Espíritu Santo, opuesto al espíritu de la carne que «quiere y se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres. Y éstos son aquellos de quienes dice el Señor: "En verdad os digo, recibieron su recompensa" (Mt 6,2)» (1 R 17,11-13). Con ello confesaban y proclamaban que sobre todas las cosas está el deseo del Espíritu del Señor y su santa operación (2 R 10,8-12); que el Espíritu Santo tiene la primacía en la vida del Evangelio en cuanto que, gracias a Él, el acontecimiento salvador del santo amor del Padre, que quiso que su Hijo naciera de la Virgen y que fuéramos redimidos por su cruz, sangre y muerte (1 R 23,3), es suceso ininterrumpido y habitual en nosotros por la habitación y morada del Espíritu del Señor. Desde esta confesión del Espíritu Santo y de su comunicación a los hombres que nos introduce en la vida de comunión de la Trinidad, es lógico que Francisco, al contemplar a María, la vea también bajo la acción del Espíritu Santo en la comunión de Personas de la Trinidad, y unida esponsalmente a Él. Aunque los textos que hacen referencia a estos puntos son pocos y tan escuetos que apenas permiten otra cosa que tomar nota de ellos, son, sin embargo, el testimonio suficiente de que la contemplación de Francisco ha acertado a ver a María en su relación con el Espíritu Santo, por quien el acontecimiento de la salvación se nos comunica y nos llega: por Jesucristo venimos del Padre y hacia Él vamos en el Espíritu. O, como dicen los teólogos, sólo en el Espíritu Santo el Padre es nuestro Padre por Jesús; sólo en el Espíritu Santo el Hijo es nuestro hermano en su filiación de y para el Padre. También en este punto Francisco estuvo precedido por la abundante y fervorosa contemplación del siglo XII de la acción del Espíritu Santo en María y de la relación que dicha acción establece entre ambos." Son los dos puntos que pasamos a exponer. 1. María bajo la acción del Espíritu Santo Dice Francisco en el Saludo a la Virgen: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María, que eres virgen hecha Iglesia y elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito: que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 1-3). El texto proclama que la consagración de María es obra también del Espíritu Santo, en la comunión de Personas de la Trinidad, en la que la primacía de origen e iniciativa pertenece al Padre, como ya hemos indicado que subraya Francisco. También María, por tanto, comienza en el nombre del Espíritu Santo y con su acción y comunicación. El texto, como ya queda indicado, no permite ir más allá en el comentario. Pero afirma y proclama con seguridad que la acción y comunicación de Dios a María es acción de las tres Personas de la Trinidad; que su plenitud de gracia y todo bien abarca y se extiende a las santas virtudes que el Espíritu Santo ha infundido en ella y que también infunde en los creyentes para hacerlos, de infieles, fieles a Dios (SalVM 6); y dice también, teniendo en cuenta el contexto de los escritos resumido al principio de este apartado, que la acción y comunicación del Espíritu Santo a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, va enderezada y dirigida a hacerla hija del Padre y Madre del Hijo, como le sucede al cristiano en el que mora el Espíritu del Señor (2CtaF 48-53). Con ello Francisco dice sencilla pero suficientemente cuanto el magisterio y la teología han dicho y seguirán diciendo sobre la acción del Espíritu Santo en María. Otra vez la ermita de Santa María de los Ángeles sería el punto de referencia, concreto y pobre, que le ayudaría a contemplar la consagración de María por el Espíritu Santo. Y de nuevo sus labios se abrirían a la alabanza: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!». 2. María esposa del Espíritu Santo También la acción y comunicación consagrante del Espíritu Santo a María, en la comunión de Personas de la Trinidad, crea y hace surgir una relación entre ambos. Es su esposa, dice la Antífona del Oficio de la Pasión. Francisco no expresa esta ilación entre acción consagrante y relación esponsal, pero lo que llevamos dicho a lo largo de estas páginas permite afirmarla. Tampoco se entretiene en explicar su contenido. Y aunque el nombre de esposa habla de unión, de intimidad y de fecundidad, apenas hay nada en el texto que comentamos ni en los demás escritos de Francisco que permita entretenerse en esa dirección. Únicamente cabe recordar que el Espíritu Santo, según la contemplación de Francisco que hemos desarrollado al principio de este apartado, es quien nos relaciona y une con el Padre y con el Hijo amado, y quien realiza la comunión entre los hermanos de la fraternidad. Desde este contexto, rápidamente señalado, se puede afirmar que, cuando Francisco llama a María esposa del Espíritu Santo, no hace otra cosa que proclamar la unión íntima y profunda de María con el Espíritu Santo, desde la que Él puede realizar su tarea salvadora de unirla con el Padre como hija, y con el Hijo como Madre. Unión en la que tampoco tiene comparación con nadie, y que haría repetir una vez más a Francisco: «¡Salve Señora, santa Reina, santa Madre de Dios, María!». La imagen de María que la contemplación de Francisco esboza según la exposición que acabamos de hacer de sus relaciones con el Espíritu Santo, puede parecer pobre en comparación con la «alta temperatura pneumatológica» de la mariología actual. Y aunque no había por qué esperar de él una exposición más rica y precisa, quisiéramos anotar lo siguiente: los escritos de Francisco no ofrecen una teología completa del Espíritu Santo; apuntan sólo unos temas y sin ninguna pretensión teológica además. En ellos está claramente confesada, como hemos visto, la comunión del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo en su ser y en su acción en la creación, en la redención, en la divinización y en la salvación definitiva y última. También está claramente confesada su santa operación, aunque no en toda su extensión y amplitud. Pero su relación con el Padre y con el Hijo, si bien se confiesa, no tiene el desarrollo que consiguen las relaciones entre el Padre y el Hijo. Otra cosa: los escritos tampoco se refieren a los dos momentos de la historia de la salvación en los que, según la presentación que hace de los mismos san Lucas, el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen: el Pentecostés anticipado de María (Lc 1,35: la Anunciación) y el Pentecostés de la Iglesia (Hch 1,8), que, al decir de los teólogos, la constituyen en pneumatófora. Sin embargo, cuando Francisco afirma que también el Espíritu Santo, en la comunión de Personas de la Trinidad, consagra a la Virgen, aunque no señale ninguno de los dos momentos a que nos acabamos de referir, está proclamando lo esencial y fundamental de las relaciones entre el Espíritu Santo y María, tanto más si se tiene en cuenta el texto de la Carta a los fieles (2CtaF 48-53), donde el Espíritu Santo aparece uniéndonos con el Padre y con el Hijo; el texto mencionado permite afirmar que en esa dirección hay que entender la acción consagrante del Espíritu Santo en la Virgen, como hemos expuesto. Por el camino de la contemplación de la acción del Espíritu Santo en María y de la relación entre ambos, Francisco nos lleva a los temas de su experiencia cristiana que tienen que ver con el Espíritu del Señor, con el Espíritu Santo, desde los que su contemplación mariana arranca y desde los que, a su vez, se ilumina: a) Centralidad del Espíritu Santo, en su experiencia cristiana: Francisco ha acertado a ver que, sin el Espíritu del Señor, el acontecimiento salvador del santo amor del Padre en Jesús no sucede y se realiza en nosotros. Como en María, el Espíritu Santo cierra y concluye la comunicación salvadora de Dios a nosotros. b) La actividad del Espíritu del Señor: la confesión y experiencia cristiana de Francisco es consciente de que el Espíritu del Señor es el responsable último de toda actividad cristiana, de toda operación en seguimiento de Cristo. Es el Ministro General de la Fraternidad de Hermanos Menores (2 Cel 193). Como la Virgen santa y gloriosa no es Madre de Dios por sí ni ante sí, tampoco el Hermano Menor puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo. Y como la Virgen santa y gloriosa está adornada de las santas virtudes que el Espíritu Santo ha infundido en ella, también los Hermanos Menores, en cuanto creyentes, reciben del Espíritu Santo las santas virtudes que, de infieles, los hacen fieles a Dios (SalVM 6). CONCLUSIÓN Quizá la mejor conclusión de estas páginas sería ponernos de rodillas y recitar, como a veces hace Francisco, el gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que se han volcado sobre la Virgen santa y gloriosa en su comunicación salvadora en Jesucristo, en su vida y pobreza. Ahí, en la comunicación salvadora de Dios trino en Jesucristo, ha colocado Francisco a María. Y aunque pudiera parecer que, al contemplarla bajo la acción de las tres Personas de la Trinidad y en relación con ellas, la ha levantado a una altura inalcanzable, en realidad lo que ha hecho ha sido situarla en el descenso de Dios hasta nosotros en Jesucristo, en la absoluta cercanía de Dios en el Emmanuel, que revela al máximo la vecindad salvadora de Dios Uno y Trino. Indicado con lo que acabamos de decir el centro y blanco donde ha dado la contemplación mariana de Francisco, pasamos a señalar los puntos principales que, según creemos, han quedado claros a lo largo de la exposición: 1) La estructura trinitaria de la comunicación salvadora de Dios. La comunicación salvadora de Dios en Jesucristo tiene, según se desprende de toda la exposición, una estructura trinitaria y, por lo tanto y en consecuencia, también la vida cristiana consiste, ante todo y sobre todo, en la relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Por eso, la Virgen de la contemplación de Francisco ha sido «elegida por el santísimo Padre del cielo y consagrada por Él con el santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2), y es hija y esclava del Padre, Madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo (OfP Ant 2). 2) María y el designio salvador de Dios. La contemplación de Francisco ha colocado resuelta y decididamente a María en la comunicación salvadora y gratuita de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, creador, redentor y salvador, al confesar que la Palabra del Padre ha recibido la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad en el seno de María. En la historia de la entrega de Dios al hombre, María, además de no estar ausente, tiene en ella una función única y singular: ser la Madre del Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación. En el designio salvador de Dios, esa es la importancia suprema e insustituible de María, cuya respuesta y colaboración responsable al mismo cantan de maravilla los nombres de hija y esclava del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu Santo que le da Francisco en la Antífona del Oficio de la Pasión. Con ello ha dejado claro Francisco que María no es un «aparte» independiente en la historia de la salvación, sino que está dentro de ella, está implicada en ella y ha sido envuelta también en el amor santo del Padre, que quiere la salvación de todos. En la comunión de los santos, María prosigue, según la contempla Francisco, su compromiso en la salvación dando gracias al Padre por sus intervenciones salvadoras e intercediendo ante Él para que nos alcance su perdón salvador. 3) María y Jesucristo, el Hijo amado del Padre. Francisco ha destacado, en su contemplación de las relaciones de María con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, los siguientes puntos: María ha sido consagrada por el Hijo creador, redentor y salvador en la comunión de Personas de la Trinidad; la Palabra del Padre ha recibido en el seno de la Virgen la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad; el Padre ha querido que su Hijo naciera, para nuestra salvación, del seno de María; la Palabra del Padre ha querido escoger en este mundo la pobreza junto con María su madre, y tanto Él como la Virgen han sido pobres y huéspedes y han vivido de limosna; María es madre del Hijo amado del Padre, y María ha sido coronada como reina junto a su Hijo, rey del universo. Con ello, Francisco ha destacado la relación única y singular que María tiene con Jesucristo, el Hijo amado del Padre, desde su maternidad. Nadie es tan relativa a Jesucristo como ella, nadie tan inevitable junto a Él, nadie tan cristocéntrica. Ha destacado también que todo lo que María es y todo cuanto es desde Dios y para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene origen y raíz en el hecho de ser la madre de Jesús. Al fin, eso es lo que canta y celebra el Saludo a la Virgen. Y ha destacado por fin la implicación de María en la vida y pobreza de Jesús como consecuencia de su vinculación a Él. Implicación que pone de manifiesto además la fe de María, su seguimiento tras de Jesús, su hijo, la acogida responsable y activa que los nombres del Saludo a la Virgen también, implícitamente, proclaman y cantan. 4) María y el santísimo Padre del cielo. Francisco ha destacado, en su contemplación de las relaciones entre el Padre y la Virgen santa y gloriosa, los siguientes puntos: el Padre creador, redentor y salvador ha elegido y ha consagrado a María; el Padre, por medio del ángel san Gabriel, le anuncia su Palabra, tan digna, santa y gloriosa; el Padre, por el santo amor que nos ha tenido, quiere que su Hijo nazca de la Virgen para nuestra salvación; la Virgen es hija y esclava del Padre. Con ello Francisco destaca el protagonismo del Padre en María, en su persona y en su vida, impidiendo en consecuencia una visión de María excesivamente centrada en Cristo solo. Y destaca también, al afirmar que es hija y esclava del Padre, el protagonismo de María, su postura activa y responsable, su entera comunión con el querer del Padre en seguimiento de Jesús, obra y actividad del Espíritu del Señor que mora en los verdaderos penitentes, según 2CtaF 48-53. Comunión con el Padre que María continúa en la comunión de los santos, dando gracias al Padre por sus intervenciones en la historia de la salvación, e intercediendo ante Él por nosotros. 5) María y el Espíritu Santo. Sobre este punto las afirmaciones directas y claras de Francisco son dos: primera, el Espíritu Santo, creador, redentor y salvador, consagra también a María en la comunión de Personas de la Trinidad, y, segunda, la Virgen es esposa del Espíritu Santo. Afirmaciones que, leídas a la luz de 2CtaF 48-53, permiten afirmar, nos parece, que igual que el Espíritu del Señor relaciona y une a los verdaderos penitentes con el Padre como hijos y con el Hijo como hermanos, madres y esposos, la consagración de María por el Espíritu Santo la une con el Padre como hija y esclava, y con el Hijo como madre. Con ello Francisco subraya el protagonismo del Espíritu Santo en María, en su persona y en su vida, impidiendo en consecuencia una visión de la Virgen excesivamente polarizada hacia Jesucristo. Y al afirmar la unión esponsal de María con el Espíritu Santo, destaca también el protagonismo de María, su acogida fiel y entregada, su colaboración responsable en la fe a la obra consagradora del Espíritu Santo en ella. 6) María y la gratuidad de la salvación. La comunicación salvadora de Dios tiene origen, confiesa Francisco, en el santo amor del Padre. Es por lo tanto gratuita e incondicional. Y así es también María, gratuita, incondicional: «Elegida por el santísimo Padre del cielo, consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito, que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 2-3). 7) María, dichosa y beatísima. Los adjetivos «dichosa» y «beatísima», que acompañan en los escritos el nombre de María, son sin duda repetición del lenguaje litúrgico o del lenguaje popular, por lo que no tendrían un especial relieve en la contemplación mariana de Francisco. Pero el uso que hace Francisco del adjetivo «dichoso», «bienaventurado», en otros lugares de sus escritos, con la intención indudable de subrayar la dicha de quien está abierto a la alegría de la salvación de Jesús, obliga a pensar, nos parece, que, cuando Francisco llama a María «dichosa» o «beatísima», está proclamando también que nadie ha participado de la alegría de la salvación como ella, la Madre del Salvador y Redentor, la Virgen dichosa y beatísima. [Sebastián López, O.F.M., María en la comunicación salvadora del Dios Trino en Jesucristo, según S. Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 48 (1987) 339-370.- En esta versión electrónica hemos suprimido las notas y la mayoría de las citas que lleva el original] |
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