![]() |
|
![]() |
MARÍA SANTÍSIMA Y EL ESPÍRITU SANTO EN SAN FRANCISCO DE ASÍS por Ilario Pyfferoen y Optato Van Asseldonk, o.f.m.cap. |
. | En los últimos decenios se ha escrito mucho sobre el cristocentrismo/ teocentrismo del Poverello, pero no se ha prestado suficiente atención al lugar excepcional reservado a la Madre de toda bondad en la espiritualidad del Seráfico Padre, que en muchos aspectos fue determinante para el siglo XIII, mediante las tres Órdenes por él fundadas. ¿Debemos decir entonces que S. Francisco es un innovador en mariología? Respondemos con franqueza: «Sí y no»; no tememos decir: «En gran parte, no», porque tomó muchos elementos de la espiritualidad tradicional y del ambiente en que vivía; pero enseguida hay que rectificar esa afirmación con una respuesta positiva: «Sí», porque, además de los elementos con que se encontró y que asimiló convenientemente, añadió otros personalísimos suyos, bajo el influjo de su carisma propio, que todo lo informa y unifica. Hay múltiples afinidades entre S. Francisco y los escritores espirituales que le precedieron, por ejemplo, S. Pedro Damiani, S. Bernardo y sus hijos, y no es éste el lugar para repetir lo que otros han dicho o escrito al respecto. Para demostrar cómo S. Francisco expresó de manera personal y propia la espiritualidad común, baste reproducir un texto. En la Regla no bulada, después de dar gracias a Dios por la creación, lo contempla en el misterio de la redención, y dice: «Padre santo y justo..., te damos gracias también [antes lo había hecho por la creación y ahora lo hace por la encarnación] porque, al igual que por tu Hijo nos creaste, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María, y que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte» (1 R 23,3). Al parecer, la expresión «María esposa del Espíritu Santo», que se encuentra en la Antífona del Oficio de la Pasión, es propia y específica de san Francisco, si bien hay que añadir de inmediato, en honor a la verdad, que la doctrina encerrada en esa expresión se encuentra ya en autores anteriores, incluso en los Santos Padres. Lo que parece propio de Francisco es, en cambio, el contexto trinitario que sirve de fondo temático a la afirmación del Poverello. A continuación analizaremos estas afirmaciones nuestras, para facilitar una interpretación y valoración exacta de su significado. Para desarrollar ordenadamente la materia, estudiaremos en la primera parte del trabajo la devoción mariana de S. Francisco en su vida y en sus escritos, reservando para la segunda el título mariano por él festejado: «Esposa del Espíritu Santo». I. ASPECTOS PRINCIPALES DE LA DEVOCIÓN DE FRANCISCO A MARÍA 1. Cristo en el contexto trinitario La lectura crítica de los Escritos de Francisco nos revela cada vez más que el Poverello ve y vive de una manera muy expresiva a Jesucristo como Hijo del Padre en el Espíritu Santo. En los Escritos se comprueba, en primer lugar, que Francisco, cuando habla de Cristo, casi siempre lo llama Señor, Dominus, el título o nombre divino usado por el Santo más que ningún otro, más incluso que el de Dios. También se comprueba que el Señor Jesucristo, por cuanto me consta, es siempre y sin excepción visto y vivido como Dios-Hombre, es decir, en su unidad de Persona divina, como Hijo encarnado, Verbo del Padre. Francisco hace explícito este criterio vital en diversos aspectos de la vida evangélica concreta, pero siempre en relación directa con el Espíritu Santo. En la primera Admonición afirma con pensamientos joánicos y paulinos que, siendo Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) «Espíritu», sólo en el Espíritu es posible ver al Padre en el Hijo; el Espíritu (Santo) es el que da vida (divina). En el Espíritu los Apóstoles vieron en Cristo-hombre-histórico al Hijo del Padre, y en ese mismo Espíritu nosotros debemos ver y recibir en el Cuerpo y Sangre del Señor al verdadero Hijo de Dios-Padre. En la Admonición 8, Francisco explica el texto paulino de 1 Cor 12,3: «Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo», en el sentido de que Él es el autor de todo bien. Además, para Francisco, las santas palabras o las palabras divinas escritas de la Biblia son «espíritu y vida» (Jn 6,63-64), por cuanto contienen el Espíritu que es el que vivifica y da vida. El Poverello sentía una gran predilección por esas palabras de Juan: «espíritu y vida», expresión que aplicaba también a los teólogos y a cuantos explican las palabras divinas, porque así nos administran espíritu y vida (cf. Test 13). En la Admonición 7, comenta el texto de S. Pablo: «La letra mata, pero el espíritu vivifica»; la letra, sin el Espíritu vivificante, es letra muerta (2 Cor 3,6). En efecto, las palabras divinas son palabras del Verbo, del Padre y del Espíritu Santo, y como tales son espíritu y vida (cf. 2CtaF 3). La unión íntima con la Santísima Trinidad, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la inhabitación trinitaria, es obra del Espíritu del Señor que se posa en nosotros haciéndonos hijos del Padre, esposas del Espíritu Santo, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. 2CtaF 48-53). Esta inhabitación hace realidad en nosotros la oración de Jesús en la Última Cena: «Que todos sean uno como nosotros...» (Jn 17,11). El cap. 17 de san Juan es el texto evangélico más citado y vivido por Francisco. Tal vez por esto Francisco es todavía hoy el santo más ecuménico. En su Carta a los fieles, en línea con Jn 17, habla de nuestra santificación en la unidad (1CtaF 1,14-19; 2CtaF 56-60). Y en sus oraciones y cartas Francisco se siente siervo y ministro de todos los hombres y de toda la creación, por cuanto unido íntimamente al Señor en su misterio pascual total y universal como Dominus universitatis, Señor del Universo (CtaO 27). Este Espíritu del Señor, o sea, del Padre y del Hijo, deseable sobre todas las cosas, es quien, según la Regla bulada, realiza en nosotros la oración con puro corazón, la humildad en las persecuciones, la paciencia en las enfermedades y también el amor a los enemigos; el Espíritu del Señor Jesucristo es el corazón de la vida evangélica concretizada en la Regla de los hermanos (cf. 2 R 10,8-10). Toda reforma o renovación de la Orden se inspira siempre en este texto central. Aún pensando, no sin dolor, en la influencia del joaquinismo en la Orden, me parece igualmente probable que el mismo Francisco, tal vez sin pretenderlo, constituyó, con su vida y doctrina evangélica, «pneumatológica y mariana» -permítaseme la expresión-, una respuesta católica y apostólica al fascinante profeta escatológico del Espíritu Santo. Francisco, en efecto, fiel al Concilio Lateranense IV que había condenado a Joaquín de Fiore, vivió la unidad de la vida trinitaria en la creación, redención y salvación de la humanidad y del cosmos, inspirado como estaba por el único y por el mismo Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Este Espíritu del Señor fue enviado por el Padre mediante el Hijo, quien nació de una vez para siempre del Espíritu Santo y de la Virgen María hecha «Iglesia». El Apóstol afirma que «el Señor (o sea, Cristo) es el Espíritu, y que donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17). Se trata de la libertad que nos libera del espíritu de la carne y del mundo, afirma Francisco, para que, «por la caridad del Espíritu», nos sirvamos y obedezcamos unos a otros de buen grado, siguiendo las huellas de Cristo que se entregó espontáneamente a sus enemigos y perseguidores (cf. 1 R 5,13-17; Gál 5,13). En esta caridad del Espíritu precisamente, se practica la verdadera obediencia de nuestro Señor Jesucristo que da la vida por el Padre y por los hermanos; Francisco la llama obediencia caritativa o también obediencia del Espíritu, y nos hace siervos y súbditos de toda humana criatura, más aún, de toda criatura a secas, para que, en cuanto el Señor se lo permita, puedan hacer de nosotros lo que quieran (SalVir 14-18; Adm 3,6; 2CtaF 47-49; 1 R 16,6). 2. María en contexto trinitario
Los biógrafos del Poverello son unánimes en exaltar su fervorosa devoción mariana. Escuchemos al primero de ellos que, hacia el año 1245, escribe en el capítulo titulado: «Su devoción a nuestra Señora, a quien encomendó especialmente la Orden»: «Rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). Pero es necesario remontarse a los primeros años de la vida nueva de Francisco. Después de su conversión (y tal vez incluso antes), frecuentaba él el santuario de Santa María de los Ángeles, y a raíz de los incidentes de Rivo Torto estableció allí su residencia (cf. 1 Cel 44; LP 56). Para Francisco, la Porciúncula con su santuario mariano era el centro y cabeza de la Orden que había fundado, y desde el principio encontró allí la encarnación viva de su devoción a la Madre de Dios. Para penetrar en el misterio del amor de Francisco a la Virgen y en su vinculación con el santuario de Santa María de los Ángeles, hay que tomar en consideración un aspecto psicológico del Poverello, que explica su comportamiento tanto interno como externo. Siendo de naturaleza sensible y empujándolo la gracia en aquella dirección, Francisco intuye el nexo sobrenatural entre el símbolo y su realidad, entre la metáfora y la cosa significada, con el resultado de que tanto en sus expresiones como también en su comportamiento «unifica» y hasta casi «identifica» lo que una mente ordinaria «distingue». Ya en la Sagrada Escritura encontramos casos semejantes, por ejemplo en san Pablo y en san Juan cuando hablan del espíritu: a veces el significado es ambivalente y puede significar sea la persona del Espíritu Santo, sea los dones del Espíritu Santo, sea simplemente el espíritu que en el alma se opone a la carne o al espíritu maligno. Más aún, el mismo Jesús habló en sentido «ambivalente», por ejemplo, cuando dijo a los judíos: «Destruid este templo y en tres días lo reconstruiré»; los judíos entendieron que hablaba del templo de Jerusalén, pero el evangelista explica que «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,19-21). Este método de combinar dos cosas diversas bajo una misma perspectiva estaba muy difundido en la Edad Media. Eso mismo sucede en S. Francisco. Santa María de los Ángeles era para él no sólo la iglesita que había reparado y que tanto amaba, sino también la persona misma de María, que estaba presente en aquel santuario, rodeada de sus Ángeles. Además, en sus dos plegarias marianas llama a estos Ángeles «santas virtudes» o «virtudes de los cielos», término éste que también es ambivalente; en efecto, para Francisco, la palabra «virtudes» designa a los seres espirituales que llamamos ángeles; pero no sólo esto, porque, pasando del sentido personal al real, o más bien, contemplando en una misma perspectiva dos realidades sobrenaturales distintas, las «virtudes» significan para él tanto las virtudes «angélicas» como las virtudes «infundidas en los corazones de los fieles» (cf. SalVM 6; OfP Ant). Era necesario profundizar en ese nexo entre la Porciúncula y la devoción del Seráfico Padre a la Virgen para comprender el sentido profundo de su devoción mariana. Fruto de sus meditaciones a los pies de Santa María de los Ángeles son las dos oraciones trinitario-marianas compuestas por él en honor de la Virgen y que han llegado hasta nosotros. Ofrecemos sus textos y las comentamos. a) El «Saludo a la bienaventurada Virgen María» (SalVM)
En otro estudio hemos intentado probar que S. Francisco compuso sus dos oraciones marianas en la Porciúncula, a los pies de Santa María de los Ángeles y en honor suyo. Aunque faltan argumentos externos convincentes en favor de esta tesis, el examen interno de los textos prueba casi invenciblemente que el Sitz im Leben, que el contexto vital de ambas oraciones es el santuario predilecto del Poverello, y, por tanto, mientras no haya prueba en contrario, así lo tenemos por cierto, sin temor a ser tachados de temerarios. En concreto, el Saludo fue compuesto por Francisco casi ciertamente en y para Santa María de los Angeles, la abogada-patrona-protectora de la Orden, la Porciúncula, casa-iglesia-madre de los Hermanos Menores, para celebrar a la Virgen hecha y consagrada iglesia por la Santísima Trinidad, iglesia de la que todos nosotros participamos mediante el Espíritu Santo. Lo primero que sorprende en el Saludo es el Ave (= Salve) dirigido a la Virgen, repetido siete veces, que hace pensar espontáneamente en el Ave del ángel Gabriel en la Anunciación (Lc 1,28); pero hay otras varias cosas que queremos subrayar. 1. El primer Ave abarca varios títulos marianos, entre los cuales el cuarto es el más misterioso: «Ave... Maria, quae es virgo ecclesia facta», o sea: «Salve... María, que eres virgen hecha Iglesia». Esta es la lectura del texto que debe considerarse como la primitiva y original, y así la ha recogido el P. Esser en su edición crítica de los Escritos de S. Francisco. Las ediciones anteriores daban la siguiente lectura: «quae es virgo perpetua, electa...», «que eres Virgen perpetua, elegida...». Es claro que los errores difundidos por los joaquinitas sobre la Iglesia «carnal» y la Iglesia «espiritual» daban a la expresión «Virgen hecha Iglesia» un sentido equívoco, que había que evitar a toda costa, sustituyendo dicha expresión por otra que fuera válida para todos los Hermanos y para todas las personas devotas. De hecho, algunos Hermanos «espirituales» se adhirieron a los principios joaquinitas de Gerardo de Borgo San Donnino. Para Francisco hay tanta afinidad entre María y la Iglesia, que las considera místicamente en una perspectiva donde se confunden en una realidad contemplada por nuestro Seráfico Padre a través del símbolo de Santa María de los Ángeles; su éxtasis le hace dar a María este título extraordinario, para encarnar su propio ideal. Hay autores anteriores a Francisco que formularon ya esa misma ecuación o equiparación: María y la Iglesia o la Iglesia y María, a causa del nexo íntimo que une a ambas. Pero el título concreto y extraordinario de que venimos hablando no pertenece al uso común ni al uso litúrgico, sino que más bien procede del mismo Francisco, «ignorante e iletrado», sin formación científica, bíblico-patrística y teológico-escolástica, pero inspirado por el Espíritu del Señor, autor de las sagradas letras o palabras divinas, como decían ya los teólogos de su tiempo (cf. 2 Cel 102-104). Según el P. Esser, al afirmar semejante casi-identificación entre la Madre-María y la Madre-Iglesia, Francisco quiere insinuar que su Orden, bajo la protección e impulso conjunto de esas dos madres, debe realizar una misión «materna» en el mundo y en las almas, mediante su ideal evangélico y el carisma que lo consagra; la maternidad fecunda de la Iglesia debe ser un elemento constitutivo de la fraternidad franciscana. Y ni siquiera los hermanos laicos están excluidos de esta misión materno-apostólica (cf. 2 Cel 164). 2. Tras celebrar a María como Reina, Madre de Dios y Virgen hecha Iglesia, Francisco la saluda proclamándola «elegida por el Padre celestial» y «consagrada por la Santísima Trinidad». La palabra «consagrar» es rara en los Escritos de san Francisco, y los autores estudian su sentido preciso. A nuestro parecer hay que tomarla en sentido litúrgico: se consagra un obispo, una virgen, una iglesia, un cáliz... Aquí, en el contexto tanto local (santuario de la Porciúncula) como psicológico-místico (S. Francisco ante María = Iglesia), el sentido es: «Tú, María, eres consagrada por el Padre Eterno de un modo más sublime que este santuario bendito, porque te ha hecho madre virginal de su Hijo y tabernáculo de su Espíritu». Nuestra explicación se basa en el simbolismo que abarca a María, consagrada como virgen-madre, y a su santuario, consagrado antiguamente en honor de la Asunción de la Virgen y de los Ángeles, al menos según la más antigua tradición. Luego le dice que tiene la plenitud de la gracia y del bien, y la saluda como palacio, tabernáculo, casa, vestidura y esclava de Dios. 3. La plegaria del Poverello se concluye con el saludo: «Salve, Madre suya y vosotras todas, santas virtudes...». En la atmósfera de la Porciúncula, estas «santas virtudes», contempladas junto a la Virgen-Madre, designan a los Ángeles que la rodean y, al mismo tiempo, a las virtudes infusas, cuyos mediadores, según la concepción dionisiana, son los espíritus celestiales. Por otra parte, aquí las virtudes personificadas designan a los Ángeles (a causa de la relación explícita entre María y esas «virtudes vivientes»), mientras que, en el Saludo a las virtudes de san Francisco, las «virtudes todas» representan a las damas de honor, al servicio de su reina: la sabiduría. Según algunos manuscritos atendibles, el texto del Saludo a la Virgen diría: «eius sanctae virtutes», «sus santas virtudes», o sea, las virtudes de María, que se in infunden en los corazones de los fieles por obra del Espíritu Santo. Según esta lectura, el Saludo concluiría diciendo que todos los fieles participan en la gracia, bienes y virtudes de María, madre de Dios, en el Espíritu Santo, como don de Él, convirtiéndose así, también ellos, en Iglesia mediante el Espíritu Santo. Hemos procurado dar una explicación coherente al Saludo, ilustrando su Sitz im Leben bajo todos los aspectos: de lugar, de tiempo, de la atmósfera devocional difundida y del carisma vitalmente manifestado en el culto mariano de san Francisco. Esta misma coherencia buscaremos al comentar brevemente su otra oración mariana. b) La Antífona del Oficio de la Pasión
Siguiendo el uso vigente en las Órdenes monásticas, Francisco añadió al Oficio divino, del que era devotísimo, el Oficio de Beata, que él ordenó de acuerdo con un rito especial, diverso según los tiempos litúrgicos, y que en la tradición manuscrita ha recibido el nombre de Oficio de la Pasión del Señor. Dentro de este Oficio de la Pasión, que más bien es un oficio del misterio pascual del Señor, se encuentra la Antífona de la Virgen. Según las rúbricas del Oficio de la Pasión, Francisco recitaba la Antífona en todas las horas, que son siete, antes y después del salmo correspondiente, compuesto por él mismo para celebrar los misterios del Verbo encarnado. Consiguientemente, la recitaba 14 veces al día. La Antífona hacía, además, de capítula, himno, versículo y oración. En este Oficio de la Pasión gloriosa, Francisco, junto con María, hija-esclava, esposa, madre, se une íntimamente al Hijo del Padre santo-santísimo (Jn 17,11 = Padre santo, título joánico, inserto 13 veces en los salmos de Francisco), al Hijo sufriente-resucitado, Buen Pastor-Cordero inmolado-exaltado, con toda la creación del cielo y de la tierra. También santa Clara recitaba frecuentemente este Oficio, que ella llama de la Cruz (cf. LCl 30). ¿De qué fuente tomó nuestro Santo esta Antífona, que es una joya de oración mariana? Hoy sabernos con certeza que ya existía, un siglo antes, en la liturgia de la fiesta de la Asunción, si bien su origen se remonta a tiempos muy anteriores, al menos si formaba parte del Oficio primitivo de la Asunción, del siglo VIII. En cualquier caso, Francisco transformó intencionadamente la antífona antigua para adaptarla a su devoción personal hacia Santa María de los Angeles. De hecho, introdujo en ella una triple ampliación, y también alguna reducción. La antífona primitiva es ésta: «Virgo Maria, non est tibi similis nata in mundo in mulieribus, flores ut rosa, odor ut lilium: ora pro nobis ad tuum Filium». Las variaciones introducidas por Francisco son: 1. Al título «Virgen María» le añade, además del «santa» inicial, la relación única con las tres Personas de la Santísima Trinidad, llamándola hija y esclava del Padre, madre de Jesucristo y esposa del Espíritu Santo; al mismo tiempo, suprime las metáforas de la rosa y del lirio, por quedar demasiado pálidas ante los títulos sublimes antes referidos, que además las absorben. 2. Al implorar la intercesión de María, añade la de san Miguel, la de las virtudes de los cielos y la de todos los santos: ¡Francisco estaba ante Santa María de los Ángeles! 3. Amplía la fórmula final: en lugar de «ruega por nosotros a tu Hijo», Francisco dice: «ruega por nosotros ante tu santísimo amado Hijo, Señor y maestro». El título «Señor y maestro» aparece en un solo texto bíblico: Jn 13,13-14, relato del lavatorio de los pies. Presentar a Cristo, que lava los pies de los discípulos en la última Cena, como Siervo, como Señor y Maestro de Francisco y de todos los hermanos «menores», es una invitación a convertirse en siervos y ministros de todos los hombres y de todas las criaturas. Del título «esposa del Espíritu Santo» trataremos en la segunda parte de este trabajo. Baste por el momento insistir en una característica especial de la devoción del Poverello, a saber: su costumbre de transformar un texto litúrgico conocido en una oración personal que brota de su corazón rebosante de amor. En sus Escritos pueden encontrarse varios ejemplos de esto, así: la Paráfrasis del Padrenuestro, los salmos del Oficio de la Pasión, el Adoramus te (Test 5). ¿Qué juicio global sobre las dos oraciones de Francisco se puede deducir de lo dicho hasta ahora? En síntesis se puede deducir que estas oraciones, en su redacción final debida al Poverello, sin ser originales en sentido pleno, presentan caracteres exquisitamente personales, que merecen ser destacados: 1. En ambas oraciones María constituye el centro, como fin querido por Francisco para alabarla e invocarla. Por eso, la elogia con títulos y expresiones que ilustran el lugar excepcional de María en el designio de Dios respecto a la creación y a la salvación. Ella es por excelencia la elegida y consagrada por el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, la llena de gracia y de todo bien, etc. 2. En ambas Francisco pone de relieve el nexo único que une a María con cada una de las tres Personas divinas. 3. En ambas exalta a María como superior a la Iglesia triunfante de los Ángeles (virtudes de los cielos) y también de los Santos, como afirma en la Antífona del Oficio de la Pasión, mientras que en el Saludo insiste en la relación entre María y la Iglesia militante («hecha Iglesia»). 4. En ambas, si recogemos los indicios convergentes sin prejuicios, sentimos la cercanía, más aún, la presencia mística de Santa María de los Ángeles, en su santuario de la Porciúncula, que Francisco quiso que fuera el centro y cabeza de su Orden. 5. En resumen, tanto el Saludo a la Virgen como la Antífona del OfP nos hacen percibir la devoción excepcional y característica de Francisco a María, devoción que no supone daño alguno para su teocentrismo o cristocentrismo, por cuanto María aparece siempre única y totalmente como obra maestra de la gracia redentora y mediadora de su Hijo en el Espíritu Santo. Francisco es el hombre evangélico que siente siempre y profundamente que todo bien viene del único y total Bien, el Padre (Lc 18,19), «por sola su misericordia» (1 R 23,8) y «por sola su gracia» (CtaO 52). Para completar la fisonomía mariana del Poverello, hemos de llamar la atención sobre algunos otros puntos que, a nuestro parecer, los autores dejan demasiado en la sombra. Omitimos lo referente a las prácticas devotas del Santo, que los autores tratan de manera concorde cuando comentan 2 Cel 198 y LM 9,3. Todos sabemos que Francisco quiso que María fuese la Protectora de su Orden. El texto latino de Celano al respecto es muy expresivo: Ordinis Advocatam ipsam constituit: «La constituyó Abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y protegiese hasta el fin, a los hijos que estaba a punto de abandonar. ¡Ea, Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de totora hasta el día señalado por el Padre» (2 Cel 198). Por otra parte, en 1223/24, algo después de la aprobación de la Regla bulada (29-XI-1223), como resulta del contexto, queriendo que los hermanos simples se encontraran a gusto en su Orden, que debía ser lo mismo para pobres e iletrados que para ricos y sabios, Francisco hacía esta reflexión: «En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico» (2 Cel 193). Así pues, a la cabeza de la Orden tenemos: El Espíritu Santo como ministro general y María Santísima como abogada y protectora. Esta conexión del Espíritu Santo y de María la descubrimos de nuevo a través de otro hecho histórico. Al principio, o sea, hasta 1223, el Capítulo general debía celebrarse normalmente todos los años por los ministros cismontanos y cada tres años por todos los ministros, en la fiesta de Pentecostés, junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula. También aquí encontrarnos unidos al Espíritu Santo y a María, o sea, según la concepción de Francisco, al Ministro general y a la Abogada-Protectora de su Orden. Ahora bien, en ninguna Orden del siglo XIII encontramos una coincidencia semejante, y la que se da en nuestro caso la hemos de atribuir, no a la casualidad, sino a la intención del Fundador, que quiso confiar el gobierno de su Orden al Espíritu Paráclito y a Santa María de los Ángeles. En aquellas asambleas solemnes, el santuario de la Porciúncula se transformaba en el Cenáculo de Jerusalén, donde los ministros y los custodios se reunían en oración, como los discípulos, alrededor de María, la esposa del Espíritu Santo. Y así, casi espontáneamente, pasamos a la segunda parte de nuestro estudio. A modo de conclusión podemos decir que si bien Francisco en su devoción a María Santísima sigue en gran parte las tradiciones de los grandes «santos marianos» que le precedieron, le añade, sin embargo, diversas notas personales que hacen de él un «santo mariano» distinto, digno de admiración y de veneración. Aunque no podemos seguirlo en sus simbolismos y en las aplicaciones que hace de los mismos, que reflejan la Edad Media, sí debemos unirnos como él a la persona viva de María Madre y Virgen, medianera de gracia y de caridad apostólica, modelo de conformidad a Cristo en pobreza, humildad y amor de sacrificio, maestra y educadora que nos enseña cómo podemos y debemos actuar hoy el ideal franciscano sin compromisos: todo eso constituye la quintaesencia del culto mariano del Seráfico Padre, y vale para todos y para cada uno de nosotros sus hijos. II. MARÍA, ESPOSA DEL ESPÍRITU SANTO
Conviene, pues, hacer un bosquejo histórico en tres partes: la historia de este título hasta san Francisco, su importancia en el culto mariano del Poverello, y sus ulteriores vicisitudes hasta nuestros días. Es cierto que a algunos teólogos dogmáticos no les gusta el mencionado título por varios motivos que no vamos a analizar aquí; desde su punto de vista, no les falta razón. En efecto, el denominativo «Esposa del Espíritu Santo» ha sido y sigue siendo aplicado, incluso por un mismo escritor, no sólo a María, sino también a la Iglesia, al alma cristiana, a un grupo de fieles, etc. Y así resulta que al Espíritu Santo se le dan muchas esposas. Por otra parte, a María se la llama también Esposa del Padre celestial, del Verbo Encarnado considerado como Dios y como hombre, y hasta de la Santísima Trinidad, sin hablar de san José, de quien fue la esposa virginal; y ante el hecho de que ese «vínculo conyugal» espiritual se aplica de tantas y tan diversas formas, los teólogos dogmáticos prefieren términos más claros y que tengan un sentido único. Pero en la teología espiritual, o sea, ascético-mística, el título «María, Esposa del Espíritu Santo» es explicado en un sentido perfectamente ortodoxo y que en la actualidad se hace cada día más frecuente. Es evidente que ese título no hay que entenderlo en sentido propio (escriturístico literal); se trata de un puro sentido metafórico, pero fundado en analogías que tienen un sustrato bíblico real, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, del mismo modo que también Jesús es llamado «Cordero de Dios» y «León de la tribu de Judá», etc. Por eso, su uso es legítimo en espiritualidad y en teología mística, en relación con experiencias místicas. Comencemos, pues, a esbozar la historia en tres etapas. 1. Antes de Francisco Por cuanto sabemos, el primero en saludar a María como Esposa del Espíritu Santo, aunque no literalmente, fue el poeta latino Prudencio, nacido en España y muerto después del año 405. En su Liber apotheosis tiene este versículo (v. 572): Innuba Virgo nubit Spiritui, «La Virgen no desposada se desposa con el Espíritu». Pero este primer testimonio permaneció en la sombra, tal vez a causa del carácter poético de la expresión nubere Spiritui y también porque la Iglesia de entonces tenía que combatir con mayor urgencia los errores cristológicos del arrianismo. Habrá que esperar cuatro siglos para ver despuntar en Occidente otro protagonista del misterioso título mariano. Entre tanto, en Oriente, aparecen dos: un Pseudo-Olimpio, del siglo V, y Cosmas Vestitor, del siglo VIII; éste podría ser el primero en llamar indirectamente a María «Esposa del Espíritu Santo». El Ps. Metodio Olimpio (PG 18,345c), en un sermón de Simeón y Ana, explica que María, al presentar a Jesús en el templo, no estaba obligada al rito de la purificación, porque ya antes el Espíritu Santo se había desposado con ella y la había santificado. Cosmas Vestitor, en un sermón de san Joaquín y santa Ana, presenta a Joaquín deseoso de tener descendencia, deseo que Dios escuchó y así Joaquín engendró a la esposa del Espíritu Santo: «(Ioachim) Spiritus sancti sponsam genuit» (PG 106,1006b). En Occidente, el título mariano reaparece hacia la mitad del s. VIII; lo encontramos en un sermón para la fiesta de la Asunción, de un Pseudo-Ildefonso, hoy identificado bien sea con S. Ambrosio Autperto, OSB ( 784), bien sea con S. Pascasio Radberto, OSB ( 860). En dicho sermón, el Espíritu Santo invita a María con estas palabras del Cantar de los Cantares: «Ven del Líbano, esposa mía» (4,8): «Ideo Spiritus sanctus (Mariam) invitabat, dicens: ...Veni de Libano, sponsa mea» (PL 96,266b). Aunque en los dos siglos siguientes los testimonios referentes al título nupcial de la Virgen faltan casi por completo, sin embargo, en el estado actual de la investigación, parece cierto que dicho título se fue propagando imperceptiblemente por los diversos países. En efecto, a principios del siglo XII (o incluso antes) sucedió un hecho extraño en los Países Bajos. Un cierto Tanchelmo o Tanchelino ( 1115) se desposó públicamente con María santísima, poniendo su mano en la mano de una estatua de la Virgen; y para justificar su gesto decía que todo cristiano puede identificarse con el Espíritu Santo recibido en el bautismo y, consiguientemente, tomar también él a María por Esposa. No fue ésta la única rareza que predicó aquel hereje, contra quien combatieron S. Norberto ( 1134) y los Premonstratenses por él fundados. De cualquier modo, en dicho acontecimiento se puede ver que el título de María Esposa del Espíritu Santo estaba ya difundido por todas partes en Occidente. El mismo siglo XII nos ofrece otros cuatro protagonistas del título nupcial de María: un benedictino y tres cistercienses. No nos detenemos en el primero, Gofredo de Vendôme ( 1134), porque en un mismo contexto llama Esposo de María tanto al Verbo encarnado en ella (sponsus et filius) como al Espíritu Santo, al que dice «marido de María», «maritus Spiritus sanctus» (PL 157,267b). Los tres cistercienses son más claros y explícitos. El beato Amadeo de Lausana ( 1159), al describir cómo María fue adornada con los siete dones, afirma que la Virgen se unió al Espíritu Santo en alianza nupcial, «Spiritui sancto foedere maritali copulata est» (PL 188,1309a). Y queriendo ilustrar este nexo nupcial entre María y el Espíritu Santo, comenta las palabras de Gabriel a la Virgen en la Anunciación: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, para cubrirte con su sombra; tú gozarás de una suavidad inmensa, tú serás gratificada con el ósculo celestial, «tú te desposarás con un tal Esposo, y por un tal Marido serás fecundada», «Tali Sponso (= Spiritui Sancto) coniungeris, a tali marito fecundaberis» (PL 188,1318a). El otro cisterciense, Nicolás de Clairvaux ( 1176), bajo el seudónimo de Bernardo, en un sermón sobre la Asunción de la Virgen, describe con dos expresiones la relación entre María por una parte y el Hijo de Dios y el Espíritu Santo por la otra: María jamás conoció lecho de pecado (Sab 3, 13); «como Virgen fue singularmente consagrada al Hijo de Dios, y de especial modo desposada con el Espíritu Santo», «Virgo Dei Filio singulariter consecrata, specialiter sancto coniugata Spiritui» (PL 144,719b). El tercer autor de este grupo que vamos a examinar es el famoso cisterciense calabrés Joaquín de Fiore ( 1202), que presagió el tercer estadio de la historia, el reino del Espíritu Santo, que tendría que suceder al reino del Padre (Antiguo Testamento) y al reino del Hijo (Nuevo Testamento). Ahora bien, María, unida íntimamente al Espíritu Santo, es la indicada por Joaquín como Madre-Genitrix espiritual de la Iglesia santa y renovada de la edad tercera. Joaquín no usa explícitamente la expresión Esposa del Espíritu Santo, pero su explicación simbólica de la edad tercera la contiene implícitamente del modo más formal. Así, en el centro de la tabla XII en torno a la Paloma (= Espíritu Santo), leemos estas palabras: «Oratorio de santa María Madre de Dios y de la santa Jerusalén -sede de Dios-, esta casa será madre de todos», afirmación clara de que el Paráclito se servirá de María-Esposa como Madre de la nueva Iglesia espiritual, en oposición a la Iglesia carnal. 2. Con san Francisco Así llegamos a san Francisco, que desde joven, cuando según su propia expresión todavía «estaba en pecados» (Test 1), creció en la atmósfera devocional del siglo XIII. La gracia del Espíritu Santo lo transformó en una nueva criatura, como se complace en subrayar san Buenaventura, que lo llama servus Mariae, esclavo de María, por cuyos méritos concibió en su santuario de Santa María de los Ángeles «el espíritu de la verdad evangélica», sobre la que fundará la «Regla y vida de los Hermanos Menores» (LM 3,1). Por devoción a la Madre del Señor Jesús, ayunaba desde la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción, titular de su iglesita predilecta (LM 9,3). En esta misma iglesita, la Madre de toda bondad le sirvió de mediadora para obtener de la misericordia de Jesús la indulgencia de la Porciúncula. Ya hemos hablado de las dos oraciones en que Francisco invoca a María en un contexto trinitario, insistiendo en la relación excepcional entre ella y las tres Personas de la Santísima Trinidad: hija-esclava del Padre, madre del Hijo, y esposa del Espíritu Santo. En cuanto a este último título, Esposa del Espíritu Santo, no parece exagerado afirmar que Francisco fue el primero en aplicárselo a María de forma explícita. Todos sus predecesores tienen locuciones equivalentes, pero no la invocación directa y precisa, con esa fórmula expresa; el que más se acercó a esa formulación fue el Pseudo-Ildefonso, quien, como hemos visto más arriba, pone en labios del Espíritu Santo esta invitación a María: «Ven del Líbano, esposa mía». Con san Francisco, pues, comienza la serie de autores que, desde el siglo XIII hasta nuestros días, glorifican a la Madre de Dios con este título realmente nuevo. Hay que tener en cuenta además que, como hemos indicado, Francisco recitaba 14 veces al día la Antífona del Oficio de la Pasión, en la que se encuentra ese título. Y esto mismo hacían sus hermanos y Clara cuando recitaban el dicho Oficio. De esta manera, tanto el Poverello como sus seguidores tuvieron que profundizar en la propia vida nupcial, en unión con la de la Virgen. Es lo que revelan los Escritos. Francisco se preocupó de inspirar a sus hermanos, incluidos los laicos más humildes, que tal vez no recitaban el Oficio de la Pasión, la devoción al Espíritu Santo. De hecho, las palabras de la Regla bulada: «...por encima de todo los hermanos deben anhelar tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,8-9), se dirigen, en el contexto inmediato, más a los hermanos laicos que a los clérigos. Por otra parte, Francisco ordena en la Regla que los hermanos laicos reciten siete Padrenuestros por cada una de las cuatro horas menores y por completas (1 R 3,10; 2 R 3,3). Ahora bien, otras asociaciones religiosas aprobadas por la Santa Sede imponían a sus miembros «recitar por cada una de las horas del Oficio divino siete Padrenuestros, por los siete dones del Espíritu Santo»; Francisco debía conocer esta costumbre y por lo mismo nos parece que no es temerario pensar que él quiso que todos sus hermanos invocaran diariamente al «Espíritu septiforme», del que María es la mediadora. Sus Escritos nos demuestran que Francisco tenía un concepto muy amplio de la relación esponsal entre Dios y sus criaturas: si en las oraciones marianas venera en la Virgen la intimidad con la Santísima Trinidad, en otros lugares subraya igualmente la relación estupenda entre las tres Personas divinas y cada una de las almas que trata de vivir según el espíritu y no según la carne (Rom 8,12-13). La vida evangélica como tal lleva consigo la unión íntima personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y Francisco propone a los penitentes que vivían en el siglo el ideal evangélico del que participan también sus hermanos religiosos. Escribe en su Carta a los fieles: «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 48-50; 1CtaF 1,6-7). El mismo Francisco hace un comentario sublime de sus palabras, que cada uno debería revivir en su propia existencia: «Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y somos hermanos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; somos madres cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros. ¡Oh, cuán glorioso, santo y grande es tener en el cielo un padre! ¡Oh, cuán santo, consolador, hermoso y admirable es tener un tal Esposo! ¡Oh, cuán santo y cuán amado, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable es tener un tal hermano e Hijo! El cual dio su vida por sus ovejas y oró al Padre por nosotros, diciendo: Padre santo...» (2CtaF 51-56; 1CtaF 1,8-14). En los primeros años de la conversión de Clara, Francisco escribe para ella y para sus hermanas de San Damián, en la Forma de vida, unas palabras que reflejan la unión esponsal entre el Espíritu Santo y María con términos perfectamente paralelos a los de la Antífona del Oficio de la Pasión: «Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y esclavas del Altísimo sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio de Jesucristo, quiero y prometo...» (FVCl 1; RCl 6,17). Señalemos de paso que la palabra esposo («sponsus») aparece en los Escritos de san Francisco tres veces en cada una de las redacciones de la Carta a los fieles, cuyo texto hemos citado más arriba; en las Cartas de santa Clara a santa Inés de Praga, aparece otras cuatro. La palabra esposa («sponsa») aparece una sola vez en los Escritos de Francisco, y es precisamente en la Antífona del OfP; en las Cartas de Clara se repite nueve veces. Y el verbo desposarse («desponsare») aparece una sola vez en los Escritos de Francisco, concretamente en la Forma de vida, que acabamos de citar; en los Escritos de Clara aparece tres veces, dos en las Cartas y una en su Regla. Sin temor a exagerar podemos decir que Francisco «vivía» con plenitud lo que enseñaba a sus hermanos, a las clarisas y a los cristianos de buena voluntad, los penitentes laicos, para demostrarles que la unión esponsal que él exaltaba entre Dios, uno y trino, y María, debe ser el gran manantial de la caridad evangélica y apostólica, o sea, de nuestra maternidad espiritual en la Santa Madre Iglesia. La unidad de amor personal, o sea, filial, esponsal, fraterno y materno con las tres Personas divinas, es un don especial y una santa operación del Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Esta santa Madre-Iglesia, consagrada en María por el Padre con el Hijo y el Espíritu Santo, como llena de gracia y de todo bien, está constituida por todos los creyentes. Francisco se convenció de ello desde el momento en que el Cristo crucificado-vivo-resucitado de San Damián le dijo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo (tota destruitur)» (2 Cel 10). Esta casa de Cristo crucificado-resucitado somos todos en María, hecha Iglesia, y lo somos siguiendo sus huellas en el Evangelio, en pobreza y humildad, firmes en la fe católica y sujetos a la santa Madre Iglesia (cf. 2 R 12; Test 14-15). El Testamento y las Cartas de santa Clara dan fe de que también ella vivía fuertemente impelida por esa maternidad mística, mediante el buen ejemplo. Véase al respecto su Testamento, vv. 3-4, 6-7, 11-12. Las Cartas, por otra parte, insisten particularmente en el tema de los desposorios místicos; así, por ejemplo, en la primera a santa Inés de Praga, Clara alaba su opción por la pobreza: «uniéndoos con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo»; poco más adelante le dice: «pues sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo», aludiendo claramente a Mt 12,49 y a un texto de la Carta a los Fieles de Francisco, antes citado; e insiste de nuevo: «habéis merecido ser hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la Virgen gloriosa». En la tercera Carta, le dice Clara a Inés: «Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo... La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente en su seno: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre en tu cuerpo casto y virginal...». Por otra parte, cuatro de los testigos del Proceso de canonización de Clara insisten en la presencia y acción del Espíritu Santo en la Dama pobre de San Damián (3,20; 10,8; 11,3; 20,5). Recordemos también que el Crucifijo de San Damián, contemplado y vivido por Francisco y luego por Clara, es un icono de inspiración oriental siríaca, pintado en Umbría, que representa a Cristo en su misterio pascual total: el Cristo, Hijo del Padre, encarnado-crucificado-resucitado, unido a la Iglesia del cielo y de la tierra; el Cristo joánico, lleno de luz y de gloria, vencedor de la muerte y del pecado; el Cristo, Cordero inmolado y exaltado, digno de toda alabanza, gloria, honor y bendición por parte del cielo y de la tierra. Y así lo celebró Francisco en su vida, en profundo sufrimiento y gloria a la vez, es decir, en perfecta alegría. Su Oficio de la Pasión, que contiene la Antífona de la Virgen, es la prueba más convincente de ello. Aún podríamos decir muchas cosas de la enseñanza de Francisco sobre «el Espíritu del Señor y su santa operación» que, según la voluntad del Santo, «debemos anhelar por encima de todo» (2 R 10,8-9). En efecto, sus Admoniciones son una mina de consideraciones que, tomadas en su conjunto, constituyen un compendio valiosísimo de vida espiritual. 3. Después de san Francisco El nuevo título mariano Esposa del Espíritu Santo, cuya formulación expresa y concreta es de san Francisco, ha permanecido vivo en la tradición de la Iglesia. No se hicieron esperar los autores que lo comentaron, y en los siglos siguientes se multiplicaron de tal manera, que no es posible ofrecer el elenco completo de los mismos. Por eso nos limitaremos a los escritores de la familia franciscana, pero sin pretender ser exhaustivos. En la segunda mitad del siglo XIII aparece el Speculum beatae Mariae Virginis (Quaracchi 1904, 130-140) de fray Conrado de Sajonia ( 1279), quien por tres veces hace el elogio de la Esposa del Espíritu Santo, con una insistencia y un fervor nunca vistos: «María es la bellísima esposa del Espíritu Santo, ...la esposa de la Suma Bondad»; «He aquí la esposa del Espíritu Santo, María...: he aquí la esposa del Sumo Consolador...»; «¡Oh María, el Señor está contigo: el Señor, de quien eres la hija, más noble que cualquier otra; el Señor, de quien eres la madre, más admirable que todas las demás; el Señor, de quien eres la esposa, más amable que todas las demás...». Casi al mismo tiempo que el Espejo de fray Conrado se difundió un Libellus de corona Virginis Mariae (PL 96, 285-318), bajo el pseudónimo de S. Ildefonso, pero que según los últimos estudios es de un hermano menor (Ricardo de San Lorenzo). Varias veces describe el nexo esponsal entre el Espíritu Santo y María, explicando el título «Esposa del Espíritu Santo» con elocuentes elogios: «¡Oh santísima madre de Cristo, tú eres... el bellísimo y virginal tálamo del Verbo encarnado del Padre, ...la hija carísima del sumo Padre, la esposa amantísima del Espíritu Santo, señora y reina de los ángeles y de los hombres!». Este mismo autor llama también a María esposa del Padre y esposa de Cristo. Fray Juan de Caulibus (s. XIII-XIV) estuvo animado por el mismo espíritu que los dos autores anteriores. En sus Meditationes vitae Christi, que pronto se atribuyó a san Buenaventura, no duda en proclamar a la Virgen «elegida por Dios Padre como hija, por el Hijo como madre y por el Espíritu Santo como esposa». Mención especial merece el «sello del generalato» más antiguo que se conoce de la Orden franciscana. Es el del beato Juan de Parma (Ministro general 1247-1257). En un documento de 1254 se ve en dicho sello la venida del Espíritu Santo sobre María Santísima y los apóstoles, debajo de los cuales se ve la figura de un hermano menor en oración, sin aureola, que presumiblemente representa al Ministro general, más que a san Francisco. Juan de Parma quiso representar al vivo al Espíritu Santo como Ministro general de la Orden y a María la Abogada de la misma Orden y medianera de los siete dones del Espíritu Santo. En los siglos XIV y XV no encontramos autores franciscanos que celebren a María como Esposa del Espíritu Santo. Bernardino de Bustis ( 1513/15), en su Mariale, después de exaltar las extraordinarias prerrogativas de María, concluye sus alabanzas con una triple invocación, que recuerda la de Francisco: «¡Oh hija del eterno Padre! ¡Oh madre de la divina Majestad! ¡Oh esposa del Paráclito!» Casi contemporánea de Bernardino de Bustis fue la beata Bautista de Varano, clarisa ( 1524). Sus obras espirituales contienen dos elogios de María como Esposa del Espíritu Santo; el primero, en forma de oración: «¡Oh Virgen de las vírgenes, María.... hija de Dios, madre de Jesucristo, esposa del Espíritu Santo...!»; el otro aparece en una novena a la Virgen, en la que la tercera Persona de la Stma. Trinidad, el Espíritu Santo, expone a las otras dos Personas el deseo de la Virgen de morir para volver a ver a su Hijo: «Mi esposa se derrite como cera al fuego por amor: enviemos por Ella». A principios del siglo XVII, dos capuchinos festejan a María con el referido título. San Lorenzo de Brindis ( 1619), en un sermón para la Visitación de la Virgen, dice de María: «Ella es reina del cielo, señora de los Ángeles, emperadora del paraíso, hija del sumo Padre, madre del Hijo unigénito de Dios, esposa del Espíritu Santo»; y en otro sermón sobre la visión apocalíptica de la Mujer vestida de sol, explica el título mariano con palabras audaces que hay que entender en su sentido espiritual-místico (maritus-uxor). De un modo más sencillo, Tomás de Olera ( 1631), en su opúsculo sobre la Vida, muerte y asunción de María, la saluda como Esposa del Cantar de los Cantares y Esposa del Espíritu Santo. En la misma línea se encuentra san Carlos de Sezze ( 1670): «...el Padre la eligió como amadísima hija suya, el Hijo como carísima madre suya y el Espíritu Santo como dilectísima esposa suya...» (Opere complete III, Roma 1967, 534). Otros franciscanos y franciscanas habrán escapado a nuestra investigación. Viniendo a nuestro tiempo, nos parece que quien mejor ha penetrado y actualizado para la mentalidad de nuestros contemporáneos el significado del título «Esposa del Espíritu Santo» es san Maximiliano M. Kolbe ( 1941). Creemos que sólo un don carismático muy elevado le hizo descubrir el nexo teológico entre los varios misterios que él describe en sus tratados. 4. Consideración conclusiva Respecto al valor actual del título «María, Esposa del Espíritu Santo», hemos de decir que nos encontramos ante un hecho que nadie puede negar: la reseña histórica que hemos esbozado, que no es completa ni exhaustiva, demuestra que ese título ha sido usado con piedad consciente, basada en textos bíblicos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, por muchos escritores sagrados desde la Edad Media hasta nuestros días, así como también por santos canonizados y por doctores de la Iglesia; baste recordar algunos nombres: Roberto Belarmino, Lorenzo de Brindis, Alfonso M. de Ligorio, Luis M. Griñón de Monfort, Carlos de Sezze, Maximiliano M. Kolbe, etc. Desde luego, si se tienen en cuenta las definiciones dogmáticas y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, el peligro de abusar de ese título queda en su mayor parte conjurado. Una confirmación autorizada de ello la tenemos en el uso que han hecho y hacen los Papas: León XIII, Pío XII, Pablo VI, y Juan Pablo II. Por otra parte, la costumbre de llamar a María hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo se ha hecho tan universal, que forma parte integrante del sensus fidelium; desde hace mucho tiempo, en el rezo del santo Rosario se acostumbra en numerosas naciones añadir a las tres Avemarías introductorias o después del Gloria de cada decena, el saludo a las tres Personas divinas, que es un eco permanente de la Antífona del Oficio de la Pasión de san Francisco: «Dios te salve, María, hija de Dios Padre, Dios te salve, María, madre de Dios Hijo, Dios te salve, María, Esposa del Espíritu Santo...». Por todo ello, no nos parece exagerado decir que el título «Esposa del Espíritu Santo», aplicado a María, ha venido a formar parte del magisterio ordinario de la Iglesia; sin embargo, no se encuentra en los documentos del Concilio Vaticano II, en los que el Espíritu Santo nunca es llamado «esposo», ni María «esposa», mientras que la relación «esposo-esposa» se aplica veintiuna veces a Cristo y a su Iglesia. Para mayor gloria del Espíritu Santo y de su Esposa inmaculada María, lo que procede no es pretender retirar del uso el mencionado título, sino más bien ilustrarlo y explicar su sentido correcto, en la pastoral mariana. [Pyfferoen, Ilario - Van Asseldonk, Optato, O.F.M.Cap., María Santísima y el Espíritu Santo en San Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 47 (1987) 187-215.- En esta versión electrónica hemos suprimido las abundantes notas que lleva el original] |
. |
![]() |