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. | Capítulo XV Cuando estaba en Asís San Francisco, visitaba con frecuencia a Santa Clara y le daba santas instrucciones. Ella tenía grandísimo deseo de comer una vez con él; se lo había pedido muchas veces, pero él no quiso concederle ese consuelo. Viendo, pues, sus compañeros el deseo de Santa Clara, dijeron a San Francisco: -- Padre, nos parece que no es conforme a la caridad de Dios esa actitud de no dar gusto a la hermana Clara, una virgen tan santa y amada del Señor, en una cosa tan pequeña como es comer contigo; y más teniendo en cuenta que por tu predicación abandonó ella las riquezas y las pompas del mundo. Aunque te pidiera otro favor mayor que éste, deberías condescender con esa tu planta espiritual. -- Entonces, ¿os parece que la debo complacer? -respondió San Francisco. -- Sí, Padre -le dijeron los compañeros-; se merece recibir de ti este consuelo. Dijo entonces San Francisco: -- Puesto que así os parece a vosotros, también me lo parece a mí. Mas, para que le sirva a ella de mayor consuelo, quiero que tengamos esta comida en Santa María de los Angeles, ya que lleva mucho tiempo encerrada en San Damián, y tendrá gusto en volver a ver este lugar de Santa María, donde le fue cortado el cabello y donde fue hecha esposa de Jesucristo. Aquí comeremos juntos en el nombre de Dios. El día convenido salió Santa Clara del monasterio con una compañera y, escoltada de los compañeros de San Francisco, se encaminó a Santa María de los Angeles. Saludó devotamente a la Virgen María en aquel mismo altar ante el cual le había sido cortado el cabello y había recibido el velo, y luego la llevaron a ver el convento hasta que llegó la hora de comer. Entre tanto, San Francisco hizo preparar la mesa sobre el suelo, como era en él costumbre. Y, llegada la hora de comer, se sentaron a la mesa juntos San Francisco y Santa Clara, y uno de los compañeros de San Francisco al lado de la compañera de Santa Clara; y después se acercaron humildemente a la mesa todos los demás compañeros. Como primera vianda, San Francisco comenzó a hablar de Dios con tal suavidad, con tal elevación y tan maravillosamente, que, viniendo sobre ellos la abundancia de la divina gracia, todos quedaron arrebatados en Dios. Y, estando así arrobados, elevados los ojos y las manos al cielo, las gentes de Asís y de Bettona y las de todo el contorno vieron que Santa María de los Angeles y todo el convento y el bosque que había entonces al lado del convento ardían violentamente, como si fueran pasto de las llamas la iglesia, el convento y el bosque al mismo tiempo; por lo que los habitantes de Asís bajaron a todo correr para apagar el fuego, persuadidos de que todo estaba ardiendo. Al llegar y ver que no había tal fuego, entraron al interior y encontraron a San Francisco con Santa Clara y con todos los compañeros arrebatados en Dios por la fuerza de la contemplación, sentados en torno a aquella humilde mesa. Con lo cual se convencieron de que se trataba de un fuego divino y no material, encendido milagrosamente por Dios para manifestar y significar el fuego del amor divino en que se abrasaban las almas de aquellos santos hermanos y de aquellas santas monjas. Y se volvieron con el corazón lleno de consuelo y santamente edificados. Al volver en sí, después de un largo rato, San Francisco y Santa Clara, junto con los demás, bien refocilados con el alimento espiritual, no se cuidaron mucho del manjar corporal. Y, terminado que hubieron la bendita refección, Santa Clara volvió bien acompañada a San Damián. Las hermanas, al verla, se alegraron mucho, porque temían que San Francisco la hubiera enviado a gobernar otro monasterio, como ya había enviado a su santa hermana sor Inés a gobernar como abadesa el monasterio de Monticelli, de Florencia (2). San Francisco había dicho algunas veces a Santa Clara: «Prepárate, por si llega el caso de enviarte a algún convento»; y ella, como hija de la santa obediencia, había respondido: «Padre, estoy siempre preparada para ir a donde me mandes». Por eso se alegraron mucho las hermanas cuando volvió. Y Santa Clara quedó desde entonces muy consolada. En alabanza de Cristo. Amén.
Capítulo XVI El humilde siervo de Dios San Francisco, poco después de su conversión, cuando ya había reunido y recibido en la Orden a muchos compañeros, tuvo grande perplejidad sobre lo que debía hacer: o vivir entregado solamente a la oración, o darse alguna vez a la predicación; y deseaba vivamente conocer cuál era la voluntad de Dios. Y como la santa humildad, que poseía en alto grado, no le permitía presumir de sí ni de sus oraciones, prefirió averiguar la voluntad divina recurriendo a las oraciones de otros. Llamó, pues, al hermano Maseo y le habló así: -- Vete a encontrar a la hermana Clara y dile de mi parte que, junto con algunas de sus compañeras más espirituales, ore devotamente a Dios pidiéndole se digne manifestarme lo que será mejor: dedicarme a predicar o darme solamente a la oración. Vete después a encontrar al hermano Silvestre y le dirás lo mismo. Era éste aquel messer Silvestre que, siendo aún seglar, había visto salir de la boca de San Francisco una cruz de oro que se elevaba hasta el cielo y se extendía hasta los confines del mundo. Era el hermano Silvestre de tal devoción y santidad, que todo lo que pedía a Dios lo obtenía y muchas veces conversaba con Dios; por esto, San Francisco le profesaba gran devoción. Marchó el hermano Maseo, y, conforme al mandato de San Francisco, llevó la embajada primero a Santa Clara y después al hermano Silvestre. Éste, no bien la recibió, se puso al punto en oración; mientras oraba tuvo la respuesta divina, y volvió donde el hermano Maseo y le habló así: -- Esto es lo que has de decir al hermano Francisco de parte de Dios: que Dios no lo ha llamado a ese estado solamente para él, sino para que coseche fruto de almas y se salven muchos por él. Recibida esta respuesta, el hermano Maseo volvió donde Santa Clara para saber qué es lo que Dios le había hecho conocer. Y Clara respondió que ella y sus compañeras habían tenido de Dios aquella misma respuesta recibida por el hermano Silvestre. Con esto volvió el hermano Maseo donde San Francisco, y San Francisco lo recibió con gran caridad, le lavó los pies y le sirvió de comer (4). Cuando hubo comido el hermano Maseo, San Francisco lo llevó consigo al bosque, se arrodilló ante él, se quitó la capucha y, cruzando los brazos, le preguntó: -- ¿Qué es lo que quiere de mí mi Señor Jesucristo? El hermano Maseo respondió: -- Tanto al hermano Silvestre como a sor Clara y sus hermanas ha respondido y revelado Cristo que su voluntad es que vayas por el mundo predicando, ya que no te ha elegido para ti solo, sino también para la salvación de los demás. Oída esta respuesta, que le manifestaba la voluntad de Cristo, se levantó al punto lleno de fervor y dijo: -- ¡Vamos en el nombre de Dios! Tomó como compañeros a los hermanos Maseo y Ángel (5), dos hombres santos, y se lanzó con ellos a campo traviesa, a impulsos del espíritu. Llegaron a una aldea llamada Cannara (6); San Francisco se puso a predicar, mandando antes a las golondrinas que, cesando en sus chirridos, guardasen silencio hasta que él hubiera terminado de hablar. Las golondrinas obedecieron (7). Y predicó con tanto fervor, que todos los del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo: -- No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas. Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos (8). Y, dejándolos así muy consolados y bien dispuestos para la vida de penitencia, marchó de allí y prosiguió entre Cannara y Bevagna.
Iba caminando con el mismo fervor, cuando, levantando la vista, vio junto al camino algunos árboles, y, en ellos, una muchedumbre casi infinita de pájaros (9). San Francisco quedó maravillado y dijo a sus compañeros: -- Esperadme aquí en el camino, que yo voy a predicar a mis hermanitos los pájaros. Se internó en el campo y comenzó a predicar a los pájaros que estaban por el suelo. Al punto, todos los que había en los árboles acudieron junto a él; y todos juntos se estuvieron quietos hasta que San Francisco terminó de predicar; y ni siquiera entonces se marcharon hasta que él les dio la bendición. Y, según refirió más tarde el hermano Maseo al hermano Santiago de Massa, aunque San Francisco andaba entre ellos y los tocaba con el hábito, ninguno se movía. El tenor de la plática de San Francisco fue de esta forma: -- Hermanas mías avecillas, os debéis sentir muy deudoras a Dios, vuestro creador, y debéis alabarlo siempre y en todas partes, porque os ha dado la libertad para volar donde queréis; os ha dado, además, vestido doble y aun triple; y conservó vuestra raza en el arca de Noé, para que vuestra especie no desapareciese en el mundo. Le estáis también obligadas por el elemento del aire, pues lo ha destinado a vosotras. Aparte de esto, vosotras no sembráis ni segáis, y Dios os alimenta y os regala los ríos y las fuentes, para beber; los montes y los valles, para guarecemos, y los árboles altos, para hacer en ellos vuestros nidos. Y como no sabéis hilar ni coser, Dios os viste a vosotras y a vuestros hijos. Ya veis cómo os ama el Creador, que os hace objeto de tantos beneficios. Por lo tanto, hermanas mías, guardaos del pecado de la ingratitud, cuidando siempre de alabar a Dios. Mientras San Francisco les iba hablando así, todos aquellos pájaros comenzaron a abrir sus picos, a estirar sus cuellos y a extender sus alas, inclinando respetuosamente sus cabezas hasta el suelo, y a manifestar con sus actitudes y con sus cantos el grandísimo contento que les proporcionaban las palabras del Padre santo. San Francisco se regocijaba y recreaba juntamente con ellos, sin dejar de maravillarse de ver semejante muchedumbre de pájaros, en tan hermosa variedad, y la atención y familiaridad que mostraban. Por ello alababa en ellos devotamente al Creador. Finalmente, terminada la plática, San Francisco trazó sobre ellos la señal de la cruz y les dio licencia para irse. Entonces, todos los pájaros se elevaron en banda en el aire entre cantos armoniosos; luego se dividieron en cuatro grupos, siguiendo la cruz que San Francisco había trazado: un grupo voló hacia el oriente; otro, hacia el occidente; el tercero, hacia el mediodía; el cuarto, hacia el septentrión, y cada banda se alejaba cantando maravillosamente. En lo cual se significaba que así como San Francisco, abanderado de la cruz de Cristo, les había predicado y había hecho sobre ellos la señal de la cruz, siguiendo la cual ellos se separaron, cantando, en dirección de las cuatro partes del mundo, de la misma manera él y sus hermanos habían de llevar a todo el mundo la predicación de la cruz de Cristo, esa misma cruz renovada por San Francisco. Los hermanos menores, como las avecillas, no han de poseer nada propio en este mundo, dejando totalmente el cuidado de su vida a la providencia de Dios. En alabanza de Cristo. Amén.
Capítulo XVII Un niño muy puro e inocente fue admitido en la Orden cuando aún vivía San Francisco (10); y estaba en un eremitorio pequeño, en el cual los hermanos, por necesidad, dormían en el suelo. Fue una vez San Francisco a ese eremitorio; y a la tarde, después de rezar completas, se acostó a fin de poder levantarse a hacer oración por la noche mientras dormían los demás, según tenía de costumbre. Este niño se propuso espiar con atención lo que hacía San Francisco, para conocer su santidad, y de modo especial le intrigaba lo que hacía cuando se levantaba por la noche. Y para que el sueño no se lo impidiese, se echó a dormir al lado de San Francisco y ató su cordón al de San Francisco, a fin de poder sentir cuando se levantaba; San Francisco no se dio cuenta de nada. De noche, durante el primer sueño, cuando todos los hermanos dormían, San Francisco se levantó, y, al notar que el cordón estaba atado, lo soltó tan suavemente, que el niño no se dio cuenta; fue al bosque, que estaba próximo al eremitorio; entró en una celdita que había allí y se puso en oración. Al poco rato despertó el niño, y, al ver el cordón desatado y que San Francisco se había marchado, se levantó también él y fue en su busca; hallando abierta la puerta que daba al bosque, pensó que San Francisco habría ido allá, y se adentró en el bosque. Al llegar cerca del sitio donde estaba orando San Francisco, comenzó a oír una animada conversación; se aproximó más para entender lo que oía, y vio una luz admirable que envolvía a San Francisco; dentro de esa luz vio a Jesús, a la Virgen María, a San Juan el Bautista y al Evangelista, y una gran multitud de ángeles, que estaban hablando con San Francisco. Al ver y oír esto, el niño cayó en tierra desvanecido. Cuando terminó el misterio de aquella santa aparición, volviendo al eremitorio, San Francisco tropezó con los pies en el niño, que yacía en el camino como muerto, y, lleno de compasión, lo tomó en brazos y lo llevó a la cama, como hace el buen pastor con su ovejita. Pero, al saber después, de su boca, que había visto aquella visión, le mandó no decirla jamás mientras él estuviera en vida. Este niño fue creciendo grandemente en la gracia de Dios y devoción de San Francisco y llegó a ser un religioso eminente en la Orden; sólo después de la muerte de San Francisco descubrió aquella visión a los hermanos. En alabanza de Cristo. Amén.
Capítulo XVIII El fiel siervo de Cristo Francisco reunió una vez un capítulo general en Santa María de los Angeles, al que asistieron cinco mil hermanos (11). En él estuvo presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa María de los Angeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden (12). Se halló también presente a este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual él le había profetizado que sería papa, y así fue (13). Este cardenal había llegado expresamente de Perusa, donde se hallaba la corte pontificio, a Asís; y todos los días iba a ver a San Francisco y a sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba a los hermanos en el capítulo. Experimentaba grande gozo y devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa asamblea, viendo en la explanada, en torno a Santa María de los Angeles, sentados a los hermanos por grupos; sesenta aquí, cien allá, doscientos o trescientos más allá, todos a una ocupados en razonar de Dios; unos llorando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía el menor ruido. Lleno de admiración al ver una multitud tan bien ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción: -- ¡Verdaderamente éste es el campamento y el ejército de los caballeros de Dios! En toda aquella muchedumbre, a ninguno se le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores, o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por almohada tenían una piedra o un madero. Todo esto hacía que todos los que los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y era tanta la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos condes, barones y caballeros, y otros gentileshombres, y mucha gente del pueblo, así como también cardenales, obispos y abades, además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa, tan grande, tan humilde, como nunca la había conocido el mundo con tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para ver al que era cabeza y padre santísimo de toda aquella santa gente, aquel que había arrebatado al mundo semejante presa y había reunido una grey tan bella y devota tras las huellas del verdadero pastor Jesucristo.
Estando, pues, reunido todo el capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras: -- Hijos míos, grandes cosas hemos prometido, pero mucho mayores son las que Dios nos ha prometido a nosotros; mantengamos lo que nosotros hemos prometido y esperemos con certeza lo que nos ha sido prometido. Breve es el deleite del mundo, pero la pena que le sigue después es perpetua. Pequeño es el padecer de esta vida, pero la gloria de la otra vida es infinita (14). Y, glosando devotísimamente estas palabras, alentaba y animaba a los hermanos a la obediencia y reverencia de la santa madre Iglesia, a la caridad fraterna, a orar por todo el pueblo de Dios, a tener paciencia en las contrariedades y templanza en la prosperidad, a mantener pureza y castidad angélicas, a permanecer en paz y concordia con Dios, y con los hombres, y con la propia conciencia; a amar y a observar la santísima pobreza. Y al llegar aquí dijo: -- Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial. Todos ellos recibieron este mandato con alegría de corazón y rostro feliz. Y, cuando San Francisco terminó su plática, todos se pusieron en oración. Estaba presente a todo esto Santo Domingo, y halló muy extraño semejante mandato de San Francisco, juzgándolo indiscreto; no le cabía que tal muchedumbre pudiese ir adelante sin tener cuidado alguno de las cosas corporales. Pero el Pastor supremo, Cristo bendito, para demostrar que él tiene cuidado de sus ovejas y rodea de amor singular a sus pobres, movió al punto a los habitantes de Perusa, de Espoleto, de Foligno, de Spello, de Asís y de toda la comarca a llevar de beber y de comer a aquella santa asamblea. Y se vio de pronto venir de aquellas poblaciones gente con jumentos, caballos y carros cargados de pan y de vino, de habas y de otros alimentos, a la medida de la necesidad de los pobres de Cristo. Además de esto, traían servilletas, jarras, vasos y demás utensilios necesarios para tal muchedumbre. Y se consideraba feliz el que podía llevar más cosas o servirles con mayor diligencia, hasta el punto que aun los caballeros, barones y otros gentileshombres, que habían venido por curiosidad, se ponían a servirles con grande humildad y devoción. Al ver todo esto Santo Domingo y al comprobar en qué manera era verdad que la Providencia divina se ocupaba de ellos, confesó con humildad haber censurado falsamente de indiscreto el mandato de San Francisco, se arrodilló ante él diciendo humildemente su culpa y añadió: -- No hay duda de que Dios tiene cuidado especial de estos santos pobrecillos, y yo no lo sabía. De ahora en adelante, prometo observar la santa pobreza evangélica y maldigo, de parte de Dios, a todos aquellos hermanos de mi Orden que tengan en esta Orden la presunción de tener nada en propiedad (15). Quedó muy edificado Santo Domingo de la fe del santísimo Francisco, no menos que de la obediencia, de la pobreza y del buen orden que reinaba en una concentración tan grande, así como de la Providencia divina y de la copiosa abundancia de todo bien. En aquel mismo capítulo tuvo conocimiento San Francisco de que muchos hermanos llevaban cilicios y argollas de hierro a raíz de la carne, lo cual era causa de que muchos enfermaran, llegando algunos a morir, y de que otros se hallaran impedidos para la oración. Llevado, por lo tanto, de su gran discreción paternal, ordenó, por santa obediencia, que todos aquellos que tuviesen cilicios o argollas de hierro se los quitasen y los trajeran delante de él. Así lo hicieron. Y se contaron hasta quinientos cilicios de hierro, y mayor número de anillas, que llevaban en los brazos, en la cintura, en las piernas; en tal cantidad, que se formó un gran montón; y todo lo hizo dejar allí San Francisco (16). Terminado el capítulo, San Francisco animó a todos a seguir en el bien y les instruyó sobre el modo de vivir sin pecado en este mundo malvado, y los mandó, llenos de consoladora alegría espiritual, a sus provincias con la bendición de Dios y la suya propia. En alabanza de Cristo. Amén.
* * * 1) Cf. 1 Cel 18. Puede que hubiera sucedido este hecho aquí recogido en la primera fase de su vida, en que intentaba vivir en retiro y en fidelidad a dama Pobreza. 2) Inés había seguido a su hermana a los pocos días de la profesión de ésta, fugándose de casa como ella. Hacia 1229 fue enviada al monasterio de Monticelli como abadesa. Por lo tanto, el autor de las Florecillas ha sufrido un despiste cronológico al colocar ese hecho en vida de San Francisco. Santa Inés murió en San Damián el 16 de noviembre de 1253, a los tres meses de la muerte de su hermana Santa Clara. 3) El hecho aquí revelado responde a una duda que repetidamente asaltó a San Francisco en los primeros años (cf. 1 Cel 35; LP 118) y está atestiguado por San Buenaventura (LM 12,1-3). Debió de suceder por el año 1213, a raíz del fracasado viaje de San Francisco a Oriente. Según San Buenaventura, los mensajeros enviados a Clara y Silvestre habrían sido dos; el segundo sería el hermano Felipe, según Wadding (Annales I a. 1212 XXXII p. 145). Clara estaba aún en los comienzos de su experiencia evangélica en San Damián; el hermano Silvestre era asiduo frecuentador del próximo eremitorio del monte Subasio, donde pasaba -dice San Buenaventura- los días y las noches en oración. Obsérvese que Francisco consulta a dos contemplativos si debe dedicarse a la vida activa. Es de notar que San Buenaventura como Actus-Fioretti establecen una clara relación entre la respuesta recibida por Francisco a sus vacilaciones y las dos sorprendentes predicaciones inmediatas; pero mientras San Buenaventura presenta las avecillas como el primer público con el que el Poverello desahogó el ímpetu espiritual que le impulsaba, las Florecillas anteponen el sermón no a los habitantes de Alviano, como dice el primero, sino a los de Cannara. Es más verosímil el itinerario que sigue el relato de las Florecillas. 4) Actitud muy en conformidad con el ceremonial caballeresco del tiempo, tan del agrado de Francisco. 5) Se trata del hermano Ángel Tancredi (cf. LP 7), uno de los once primeros seguidores de Francisco, «el primer caballero que entró en la Orden». Francisco lo apreciaba por su exquisita cortesía y afabilidad (EP 85). Formaba parte del coro de los «juglares de Dios» (EP 123). Es uno de los colaboradores de los relatos de los Tres Compañeros. 6) Cannara se halla a unos doce kilómetros de Asís, en el camino de Montefalco. 7) Según 1 Cel 59 y LM 12,4, el episodio de las golondrinas, a las que el Santo impuso silencio porque con su vocinglería no dejaban oír el sermón, habría sucedido en Alviano, entre Narni y Orvieto. 8) La Orden Tercera de Penitencia surgió por efecto de la renovación suscitada en los seglares por la predicación de Francisco, a imitación de otros movimientos penitenciales existentes en aquellos años. Suele considerarse como fecha de fundación el año 1221, en que el cardenal Hugolino le dio una organización juntamente con la institución canónica. Así es cómo el Poverello, comprometiendo en el mismo ideal evangélico, primero, a los Hermanos Menores (1209), luego, a las Damas Pobres (1212), y, finalmente, a los Hermanos de Penitencia (1221), se vio fundador de tres Ordenes. 9) La tradición señala Pian d'Arca como lugar de la predicación a los pájaros. Este hecho, tan representativo de la vida de Francisco, se halla atestiguado por las fuentes biográficas de mayor solvencia: Tomás de Celano, quien especifica que entre las aves había palomas torcaces, cornejas y grajos (¡se comprende que Francisco no mencione el canto entre los dones que esas aves han recibido de Dios!) (1 Cel 58; cf. 3 Cel 20; Julián de Espira, Vita s. Francisci 37; LM 12,3). 10) Se trata, quizá, de un novicio admitido en edad muy temprana. No consta que en vida de San Francisco existiera el uso, más tarde bastante extendido en la Orden, de recibir los pueri oblati, niños de once o doce años que eran educados en los contentos y, al llegar a la edad canónica, hacían el noticiado y profesaban. 11) El Capítulo de las esteras, célebre en la historia de la Orden, suele colocarse en el año 1219. Sin embargo, el dato de la proximidad de la corte pontificia en Perusa obliga a adelantar a 1216 la fecha del capítulo de que hablan las Florecillas; pero entonces la fraternidad no había alcanzado la enorme cifra que supone el relato. Es posible que el relato haya juntado en un mismo recuerdo el capítulo de 1216, con la presencia de Hugolino y de Santo Domingo, y el de 1221, en que a Hugolino reemplazó el cardenal Rainero Capocci. En un principio, Francisco reunía a todos los hermanos dos veces al año en la Porciúncula; desde 1216, los capítulos fueron una vez al año, y por fin cada tres años. El de 1221 fue el último que congregó a todos los hermanos de la fraternidad; en adelante, según la Regla, las reuniones de la base se harían a nivel regional, mientras que los capítulos generales estarían integrados sólo por los ministros. La cifra de 5.000 participantes está confirmada por otras fuentes (LM 4,10; EP 68; Eccleston, De adventu, 6 ed. Little, p. 40; Ángel Clareno, Expos. Regulae, ed. Oliger [Quaracchi 1212] pp. 128 y 190. Jordán de Giano da solamente 3.000 [o.c., 16 p. 161). 12) No es inverosímil la visita de Santo Domingo de Guzmán al capítulo general, si éste tuvo lugar en 1216, ya que el fundador de la Orden de Predicadores estuvo en Roma con ocasión del IV Concilio de Letrán (1215). Tanto las fuentes franciscanas como las dominicas hablan de encuentros habidos entre los dos grandes fundadores, pero no es fácil determinar las fechas. Los cronistas franciscanos tienden a poner de relieve la superioridad carismática del Poverello frente a la prudencia humana y a la eficiencia científica y organizativa, en que llevaban ventaja los hijos de Santo Domingo. Cada una de las dos Ordenes gemelas tendría una misión diferente en el común servicio a la renovación de la Iglesia. 13) Se trata del cardenal Hugolino. 14) Es textualmente el tema que, según Tomás de Celano, pone San Francisco, en una parábola, en boca del predicador sencillo ante el capítulo general; sin duda, corresponde al esquema de las exhortaciones de San Francisco en tales ocasiones (cf. 2 Cel 191). 15) Hay una clara intención polémica en las expresiones puestas en boca de Santo Domingo. No es fácil precisar en qué grado el ideal de vida de San Francisco influyó en la evolución del de Santo Domingo; consta que por aquellos años éste adoptó la pobreza personal y colectiva como elemento esencial de su Orden; en 1220, el capítulo general de Bolonia sancionó este paso. 16) El hecho está atestiguado por LP y EP: «El santo Padre... prohibió en un capítulo que los hermanos llevaran sobre la carne otra cosa que la túnica» (LP 50; EP 27). Véase, además, 2 Cel 21; TC 59. San Francisco veía, en ese afán de maceración corporal, un peligro para la verdadera pobreza de espíritu (Adm 14). |
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