DIRECTORIO FRANCISCANO
Florecillas de San Francisco (Flor)

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Capítulo XIX
Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro

Se hallaba San Francisco gravemente enfermo de los ojos, y messer Hugolino, cardenal protector de la Orden, por el tierno amor que le profesaba, le escribió que fuera a encontrarse con él en Rieti, donde había muy buenos médicos de los ojos (1). San Francisco, recibida la carta del cardenal, fue primero a San Damián, donde estaba Santa Clara, esposa devotísima de Cristo, con el fin de darle alguna consolación y luego proseguir a donde el cardenal lo llamaba. Pero, estando aquí, a la noche siguiente empeoró de tal manera su mal de ojos, que no soportaba la luz. Como por esta razón no podía partir, le hizo Santa Clara una celdita de cañizos para que pudiera reposar. Pero San Francisco, entre el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones, que le daban grandísima molestia, no hallaba modo de reposar ni de día ni de noche.

Y como se prolongase por muchos días aquel dolor y aquella tribulación, comenzó a pensar y a reconocer que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios con todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz:

-- Señor mío, yo me merezco todo esto y mucho más. Señor mío Jesucristo, pastor bueno, que te sirves de las penas y aflicciones corporales para comunicar tu misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí, tu ovejita, gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor me aparte de ti.

Hecha esta oración, oyó una voz del cielo que le decía:

-- Francisco, respóndeme: si toda la tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen bálsamo, y todos los montes, colinas y rocas fuesen piedras preciosas, y tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas, cuanto aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras preciosas a los montes y las rocas, y te fuese dado, por esta enfermedad, ese tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y alegre?

Respondió San Francisco:

-- ¡Señor, yo no merezco un tesoro tan precioso!

Y la voz de Dios prosiguió:

-- ¡Regocíjate, Francisco, porque ése es el tesoro de la vida eterna que yo te tengo preparado, y cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y aflicción es prenda de ese tesoro bienaventurado! (2).

Entonces, San Francisco llamó al compañero, con grandísima alegría por una promesa tan gloriosa, y le dijo:

-- ¡Vamos donde el cardenal!

Y, consolando antes a Santa Clara con santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el camino de Rieti. Le salió al encuentro tal muchedumbre de gente cuando se acercaba, que no quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante de ella unas dos millas.

Al enterarse los habitantes de que se hallaba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de forma que la viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva desapareció. El capellán tuvo con ello un gran disgusto y estaba pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San Francisco, por revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo llamar y le dijo:

-- Padre amadísimo, ¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los años mejores?

-- Doce cargas -respondió él.

-- Te ruego, padre -le dijo San Francisco-, que lleves con paciencia mi permanencia aquí por algunos días, ya que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de este pobrecillo, que cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de nuestro Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte cargas.

Esto lo hacía San Francisco para seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del amor divino y decididos a abandonar el mundo.

El sacerdote se fió de la promesa de San Francisco, y dejó libremente la viña a merced de cuantos iban a verlo. ¡Cosa admirable! La viña quedó arrasada del todo y despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo. Llegó el tiempo de la vendimia; el sacerdote recogió aquellos racimos, los echó en el lagar y los pisó, obtuvo veinte cargas de excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco (3).

Este milagro dio claramente a entender que así como, por los méritos de San Francisco, produjo tal abundancia de vino aquella viña despojada de uva, así el pueblo cristiano, estéril de virtudes por el pecado, produciría muchas veces abundantes frutos de penitencia por los méritos, la virtud y la doctrina de San Francisco.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XX
Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden

Un joven muy noble y delicado entró en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días, por instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al hábito que vestía, que le parecía llevar un saco vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo, todo se le hacía una carga insoportable. A esto se añadía el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión de dejar el hábito y volver al mundo.

Había tomado la costumbre, como le había enseñado su maestro, cada vez que pasaba delante del altar del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el pecho. Y sucedió que la misma noche en que iba a marcharse y salir de la Orden, tuvo que pasar por delante del altar del convento; conforme a la costumbre, al pasar se arrodilló e hizo la reverencia.

En aquel momento fue arrebatado en espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en forma de procesión, de dos en dos, todos vestidos de brocados bellísimos y preciosos; sus rostros y sus manos resplandecían como el sol y se movían al compás de cantos y música de ángeles. Entre aquellos santos había dos, vestidos con mayor elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos en tanta claridad, que llenaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la procesión vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel caballero con sus galas.

El joven no cabía de admiración ante tal visión, sin entender qué podía significar aquella procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya había pasado toda la procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los últimos y les preguntó lleno de temor:

-- ¡Oh carísimos!, os ruego tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes que forman esta procesión venerable.

-- Has de saber, hijo -le respondieron-, que todos nosotros somos hermanos menores, que en este momento venimos de la gloria del paraíso.

-- Y ¿quiénes son -preguntó- aquellos dos que resplandecen más que los otros?

-- Aquellos dos -le respondieron- son San Francisco y San Antonio (4); y ese último que has visto tan honrado es un santo hermano que ha muerto hace poco tiempo; a ése, por haber combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado hasta el fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos vestidos de brocado, tan hermosos, que llevamos, nos han sido dados a cambio de la aspereza de las túnicas que llevábamos pacientemente en la vida religiosa; y la gloriosa claridad en que nos ves envueltos nos ha sido dada por Dios como premio a la penitencia humilde y a la santa pobreza, obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por amor de Cristo, desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas valerosamente contra el demonio, tú también tendrás un día un vestido igual e igual claridad de gloria.

Dichas estas palabras, el joven volvió en sí mismo, y, animado con esta visión, echó de sí toda tentación, reconoció su culpa ante el guardián y los hermanos, y de allí en adelante deseó la aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la Orden en grandísima santidad.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XXI
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo

En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.

San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:

-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.

¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:

-- Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tú y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.

Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:

-- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesites mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?

El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:

-- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.

Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco:

-- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.

El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro».

Terminado el sermón, dijo San Francisco:

-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz.

Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:

-- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?

El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:

-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.

Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.

El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco (5).

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XXII
Cómo San Francisco domesticó unas tórtolas silvestres

Cierto muchacho había apresado un día muchas tórtolas y las llevaba a vender. Encontróse con él San Francisco, que sentía especial ternura por los animales mansos (6), y, mirando las tórtolas con ojos compasivos, dijo al muchacho:

-- ¡Oye, buen muchacho; dame, por favor, esas aves tan inocentes, que en la Sagrada Escritura representan a las almas castas, humildes y fieles, para que no vengan a parar en manos crueles que les den muerte!

El muchacho, impulsado por Dios, le dio al punto todas a San Francisco, y él las recibió en el seno y comenzó a hablar con ellas dulcemente:

-- ¡Oh hermanas mías tórtolas, sencillas, inocentes y castas! ¿Por qué os habéis dejado coger? Yo quiero ahora libraros de la muerte, y os haré nidos para que os multipliquéis y deis fruto, conforme al mandato de vuestro Creador.

Y San Francisco les hizo nido a todas. Ellas se domesticaron, y comenzaron a poner huevos y a empollar a la vista de los hermanos. Y vivían y alternaban familiarmente con San Francisco y los demás hermanos como si fueran gallinas alimentadas siempre por ellos. Y no se marcharon hasta que San Francisco les dio licencia para irse con su bendición.

Al muchacho que se las había dado dijo San Francisco:

-- Hijo mío, tú llegarás a ser hermano menor en esta Orden y servirás en gracia a Jesucristo.

Y así sucedió: aquel joven se hizo religioso y vivió en la Orden con grande santidad.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XXIII
Cómo San Francisco, estando en oración,
vio al demonio entrar en un hermano

Estaba una vez San Francisco en oración en el convento de la Porciúncula, y vio, por divina revelación, todo el convento rodeado y asediado por los demonios como por un grande ejército; pero ninguno de ellos lograba entrar en el convento, porque todos aquellos hermanos eran de tanta santidad, que los demonios no hallaban por dónde penetrar. Pero ellos perseveraban en su empeño; y he aquí que uno de los hermanos tuvo un enfado con otro, y andaba maquinando cómo poder acusarlo y vengarse de él. Y este mal pensamiento fue la brecha que vio abierta el demonio; así pudo penetrar en el convento y fue a ponerse en el cuello de aquel hermano.

El pastor amante y solícito, que velaba de continuo sobre su grey, viendo que el lobo había entrado para devorar su ovejita, hizo llamar en seguida a aquel hermano y le ordenó que descubriera allí mismo el veneno del odio que había concebido contra el prójimo, y que le había hecho caer en las manos del enemigo.

Quedó él espantado al verse conocido por el Padre santo, declaró todo el veneno de su rencor, reconoció su culpa y pidió humildemente penitencia y misericordia. Hecho esto, una vez que él fue absuelto del pecado y recibió la penitencia, inmediatamente huyó el demonio ante San Francisco. El hermano, librado así de las manos de la bestia cruel por la bondad del buen pastor, dio gracias a Dios y, volviendo corregido y amaestrado a la grey del santo pastor, vivió en adelante en grande santidad.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XXIV
Cómo San Francisco convirtió a la fe al sultán de Babilonia

San Francisco, impulsado por el celo de la fe de Cristo y por el deseo del martirio, pasó una vez al otro lado del mar con doce compañeros suyos muy santos con intención de ir derechamente al sultán de Babilonia (7). Llegaron a un país de sarracenos, donde los pasos fronterizos estaban guardados por hombres tan crueles, que ningún cristiano que se aventurase a atravesarlos podría salir con vida; pero plugo a Dios que no murieran, sino que fueran presos, apaleados y atados, y luego conducidos a la presencia del sultán. Delante de él, San Francisco, bajo la guía del Espíritu Santo, predicó tan divinamente la fe de Jesucristo, que para demostrarla se ofreció a entrar en el fuego.

El sultán le cobró gran devoción debido a esa su constancia en la fe y al desprecio del mundo que observaba en él, pues, siendo pobrísimo, no quería aceptar regalo ninguno, como también por el anhelo del martirio que mostraba. Desde entonces, el sultán le escuchaba con agrado, le rogó que volviese a verle con frecuencia y le concedió a él y a sus compañeros que pudiesen predicar libremente donde quisieran. Y les dio una contraseña a fin de que no fuesen molestados de nadie.

Obtenido este salvoconducto, envió San Francisco de dos en dos a sus compañeros a diversas regiones de los sarracenos a predicar la fe de Cristo; y él, con uno de ellos, se encaminó al país que había elegido. Llegado allá, entró en un albergue para reposar. Había allí una mujer muy hermosa de cuerpo, pero sucia de alma, y esta mujer maldita provocó a San Francisco al pecado.

-- Acepto -le dijo San Francisco-; vamos a la cama.

Y ella lo condujo a su cuarto. Entonces le dijo San Francisco:

-- Ven conmigo, que te quiero llevar a un lecho mucho más bonito.

La llevó a una grande fogata que tenían encendida en aquella casa, y con fervor de espíritu se desnudó por completo, se echó junto al fuego sobre el suelo ardiente y la invitó a ella a desnudarse y tenderse también en una cama tan mullida y hermosa. Y estuvo así San Francisco por largo espacio con el rostro alegre, sin quemarse ni tostarse lo más mínimo. La mujer, espantada ante tal milagro y compungida en su corazón, no sólo se arrepintió del pecado y de su mala intención, sino que se convirtió totalmente a la fe de Cristo, y alcanzó tan gran santidad, que se salvaron muchas almas por su medio en aquel país (8).

Finalmente, viendo San Francisco que no era posible lograr mayor fruto en aquellas tierras, determinó, por divina inspiración, volver con todos sus compañeros a tierra de cristianos; los reunió a todos y fue a despedirse del sultán. Entonces le dijo el sultán:

-- Hermano Francisco, yo me convertiría de buena gana a la fe de Cristo, pero temo hacerlo ahora, porque, si éstos llegaran a saberlo, me matarían a mí y te matarían a ti con todos tus compañeros. Tú puedes hacer todavía mucho bien y yo tengo que resolver asuntos de gran importancia; no quiero, pues, ser causa ni de tu muerte ni de la mía. Pero enséñame cómo puedo salvarme; yo estoy dispuesto a hacer lo que tú me digas.

Díjole entonces San Francisco:

-- Señor, yo tengo que dejarte ahora; pero, una vez que esté de vuelta en mi país y haya ido al cielo, con el favor de Dios, después de mi muerte, si fuere voluntad de Dios, te mandaré a dos de mis hermanos, de mano de los cuales tú recibirás el bautismo de Cristo y te salvarás, como me lo ha revelado mi Señor Jesucristo. Tú, entre tanto, vete liberándote de todo impedimento, para que, cuando llegue a ti la gracia de Dios, te encuentre dispuesto a la fe y a la devoción.

El sultán prometió hacerlo así y lo cumplió.

Después de esto, emprendió el viaje de vuelta con aquel venerable colegio de sus santos compañeros. A los pocos años, San Francisco entregó su alma a Dios por muerte corporal. El sultán, que había caído enfermo, esperaba el cumplimiento de la promesa de San Francisco, e hizo colocar guardias en ciertos puntos con el encargo de que, si aparecían dos hermanos con el hábito de San Francisco, fuesen al punto conducidos a su presencia. Por el mismo tiempo se apareció San Francisco a dos hermanos y les ordenó que, sin perder tiempo, marchasen al sultán y procurasen su salvación, como él se lo había prometido. Aquellos hermanos pasaron en seguida el mar y fueron conducidos por los guardias a la presencia del sultán. Al verlos éste, se llenó de alegría y les dijo:

-- Ahora sé verdaderamente que Dios me ha enviado a sus siervos para mi salvación, conforme a la promesa que me hizo San Francisco por revelación divina.

Recibió, pues, de aquellos hermanos la enseñanza de la fe de Cristo y el santo bautismo; y, regenerado así en Cristo, murió de aquella enfermedad y su alma fue salva por las oraciones y los méritos de San Francisco (9).

En alabanza de Cristo. Amen.

 

 

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1) Este episodio, que la Leyenda de Perusa sitúa «dos años antes de la muerte» del Santo (LP 83; EP 100), tuvo lugar en el verano de 1225. Ya dijimos cómo San Francisco había contraído la enfermedad de los ojos -según parece, la conjuntivitis denominada tracoma- en su viaje a Oriente (1219-20).

2) Las demás fuentes franciscanas colocan aquí, como expresión del gozo desbordante del espíritu purificado de Francisco, la composición del Cántico de las criaturas o Cántico del hermano sol (2 Cel 213; LP 83; EP 100).

3) El hecho, atestiguado por LP 67 y EP 104, sucedió en la iglesia de San Fabián, hoy eremitorio de Santa María de la Foresta. Todavía existe el campo de la viña y el lagar de piedra, propiedad del sacerdote que hospedó a San Francisco.

4) El episodio es, por lo tanto, posterior a la muerte y a la canonización de San Antonio de Padua (1231 y 1232). Se trata de uno de los piadosos relatos que fueron apareciendo en época tardía a favor de una pedagogía ascética de sabor monástico.

5) Mucho se ha escrito sobre la historicidad y el significado del relato del lobo de Gubbio. Puede tratarse de una transposición poetizada de la liberación del azote de los lobos que las fuentes biográficas colocan en la comarca de Greccio; de hecho, el contenido del sermón de San Francisco es idéntico al del que dirige a los habitantes de Gubbio (cf. LP 74; 2 Cel 35s. LM 8,11). O puede ser una ampliación dramatizada de otro hecho conservado en la Legenda S. Verecundi: Francisco va con un compañero, al atardecer, camino de Gubbio montado en un borriquillo. Unos labriegos le advierten del peligro por los muchos lobos que merodean por la zona. «Yo no he hecho ningún mal al hermano lobo para que tenga la osadía de comerse a nuestro hermano borriquito. Adiós, pues, hijos, y vivid en el temor de Dios». Y siguió el camino sin tropiezo (cf. BAC p. 591).

Los fautores de la historicidad vieron corroborada su tesis cuando hace algunos años fue hallado el cráneo de un lobo en el lugar que la tradición señalaba como la tumba de la famosa fiera.

Historia o leyenda, la florecilla del hermano lobo quedará siempre como una creación genial, símbolo de lo que fue y continúa siendo la figura cristiana del Poverello.

6) «Llama hermanos a todos los animales, si bien ama particularmente, entre todos, a los mansos» (2 Cel 165). El aspecto más llamativo, más original, con ser eminentemente cristiano, de Francisco de Asís es su manera de situarse ante la creación. Todos los seres, formando una familia gozosa bajo la paternidad de Dios, son, para él, hermanos y hermanas. Tiene el arte de sintonizar y de dialogar con cada cosa, con cada viviente, como nunca hombre alguno lo ha hecho. Ciertamente, entra en gran parte su enorme sensibilidad de poeta, pero entra en mayor grado la madurez de una fe que se abre a las realidades con ingenuidad, sin manipularlas, respetándolas, con la actitud del pobre de espíritu, que rehuye apropiarse el bien que el Creador ha diseminado en cada creatura útil y bella. «A todas las criaturas las llamaba hermanas, como que había llegado a la gloriosa libertad de los hijos de Dios, y con la agudeza del corazón penetraba, de modo eminente y desconocido a los demás, los secretos de las criaturas» (1 Cel 81).

Babilonia era el nombre que se daba en Europa por aquel tiempo a la capital de Egipto, El Cairo. El sultán cuya conversión intentó San Francisco era Melek-el-Kamel, empeñado a la sazón en hacer frente a la quinta cruzada lanzada por los pueblos cristianos.

El viaje de San Francisco y su entrada pacífica más allá de las filas mahometanas hasta lograr ser recibido amistosamente por el sultán, está avalado por las fuentes históricas y aun por un testigo presencial: el obispo de San Juan de Acre, Jacobo de Vitry, en una carta escrita desde Damieta en marzo de 1220. Véase 1 Cel 57; 2 Cel 30; LM 9,8s; Jordán de Giano, o.c., 10 p. 9. Como es natural, la fantasía fue rellenando la aventura con episodios menos creíbles, como el de la prueba del fuego, referido por San Buenaventura, y el de la tentación de la moza del partido en el mesón.

San Francisco se embarcó en Ancona el 24 de junio de 1219 con doce compañeros, que serían los iniciadores de la misión franciscana en Oriente. Haciendo escala en Chipre y en San Juan de Acre, llegó en agosto a Damieta, que desde hacía un año estaba sitiada por el ejército cristiano. Poco después debió de suceder la visita a Melek-el-Kamel. Provisto de un salvoconducto del sultán, visitó los santos lugares de Tierra Santa y regresó a Italia en el verano de 1220.

El valor verdadero de la entrada del Poverello entre los sarracenos está en haber sido el primer intento de cruzada de paz y de amistad en un momento de la historia en que se hallaban encarnizadamente encontrados el mundo cristiano y el mundo islámico. Hombre de Evangelio, quería demostrar que los recursos de la minoridad y del amor, y no las armas, eran los que debían emplearse con los infieles.

8) Relato a todas luces legendario, con una fuerte impronta convencional de los ejemplos de los antiguos padres del yermo. Lo recoge en el siglo XIV, junto con otros similares, Bartolomé de Pisa en sus Conformidades. Véase AFH 12 (1919) p. 348s. 396s.

9) Melek-el-Kamel murió en 1238. Se ignora el origen de la leyenda de su conversión.

Francisco regresó a Europa con el sentimiento de no haber logrado el martirio por Jesucristo. Más afortunados, los cinco componentes de la misión de Marruecos habían logrado esa meta, ofrendando su vida el 16 de enero de 1220. La vocación misionera de la Orden era un hecho; al completar la Regla con miras a la aprobación pontificia, Francisco añadió un importantísimo capítulo: Los que van entre sarracenos y otros infieles.

Florecillas - Cap. 15-18 Florecillas - Cap. 25-29

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