DIRECTORIO FRANCISCANO
Florecillas de San Francisco (Flor)

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Capítulo XLIV
Dos hermanos que se amaban tanto, que, por caridad,
se manifestaban el uno al otro las revelaciones que tenían

Al tiempo que moraban juntos en la custodia de Ancona, en el convento de Forano, los hermanos Conrado y Pedro (de Monticello), que eran dos estrellas brillantes en la provincia de las Marcas, dos hombres del cielo, estaban unidos entre sí con un amor y una caridad tan grande, que parecían no tener sino un solo corazón y una sola alma, y se habían ligado mutuamente con este pacto: que cualquier consolación que la misericordia de Dios otorgase a cualquiera de los dos, se la tenían que manifestar, por caridad, el uno al otro.

Sellado entre ambos este pacto, ocurrió un día que el hermano Pedro estaba en oración meditando muy piadosamente en la pasión de Cristo; y como la Madre santísima de Cristo y Juan, el amadísimo discípulo, y San Francisco estaban pintados al pie de la cruz, crucificados con Cristo por el dolor del alma, le vino el deseo de saber quién de los tres había experimentado mayor dolor por la pasión de Cristo; si la Madre, que lo había llevado en su seno, o el discípulo, que había reposado sobre su pecho, o San Francisco, que había sido crucificado con Cristo. Estando en este devoto pensamiento, se le apareció la Virgen María con San Juan Evangelista y San Francisco, vestidos de nobilísimas vestiduras de gloria bienaventurada; pero San Francisco aparecía vestido de una veste más hermosa que San Juan.

Y como el hermano Pedro quedó desconcertado por esta visión, San Juan le animó, diciéndole:

-- No temas, hermano carísimo, porque nosotros hemos venido aquí para consolarte y aclararte el objeto de tu duda. Has de saber que la Madre de Cristo y yo hemos sufrido, por causa de la pasión de Cristo, más que ninguna otra creatura; pero, después de nosotros, nadie ha experimentado mayor dolor que San Francisco; por eso le ves con tanta gloria.

-- Santísimo apóstol de Cristo -preguntó el hermano Pedro-, ¿por qué la vestidura de San Francisco es más hermosa que la tuya?

-- La razón es ésta -respondió San Juan-: porque, cuando él estaba en el mundo, llevó un vestido más vil que el mío.

Dichas estas palabras, San Juan entregó al hermano Pedro un vestido de gloria que llevaba en la mano y le dijo:

-- Toma este vestido que he traído para dártelo a ti.

Y como San Juan quería vestirlo con él, el hermano Pedro, estupefacto, cayó a tierra y comenzó a gritar:

-- ¡Hermano Conrado, hermano Conrado querido, ven en seguida, ven y verás cosas maravillosas!

A estas palabras desapareció la visión. Cuando llegó el hermano Conrado, le refirió al detalle todo lo sucedido, y dieron gracias a Dios. Amén.

 

 

Capítulo XLV
Cómo un hermano, por nombre Juan de la Penna,
fue llamado por Dios a la Orden cuando aún era niño

A Juan de la Penna (1), cuando aún era niño en la provincia de las Marcas, antes de hacerse hermano, se le apareció una noche un niño bellísimo, que le llamó diciéndole:

-- Juan, vete a San Esteban, donde está predicando uno de mis hermanos; cree en lo que enseña y pon atención a sus palabras, porque soy yo quien lo ha enviado. Hecho esto, tendrás que hacer un largo viaje, y después vendrás a estar conmigo.

Al punto, se levantó y sintió un cambio grande en su alma. Fue a San Esteban, y encontró allí una gran muchedumbre de hombres y de mujeres que habían acudido a oír el sermón. El que tenía que predicar era un hermano de nombre Felipe (2), uno de los primeros llegados a la Marca de Ancona; todavía eran pocos los conventos fundados en las Marcas.

Subió al púlpito el hermano Felipe para predicar, y lo hizo con gran unción; no con palabras de sabiduría humana, sino con la fuerza del Espíritu de Cristo, anunciando el reino de la vida eterna. Terminado el sermón, el niño se acercó al hermano Felipe y le dijo:

-- Padre, si tuvierais a bien recibirme en la Orden, yo haría de buen grado penitencia y serviría a nuestro Señor Jesucristo.

El hermano Felipe, viendo y reconociendo en él una admirable inocencia y la pronta voluntad de servir a Dios, le dijo:

-- Ven a estar conmigo tal día a Recanati, y yo haré que seas recibido.

En aquel convento había de celebrarse el capítulo provincial. El niño, que era muy candoroso, pensó que era aquél el largo viaje que tenía que hacer, conforme a la revelación que había recibido, y que después iría al paraíso. Creía que así había de suceder en cuanto fuese recibido en la Orden. Marchó, pues, y fue recibido.

Viendo que su esperanza no era realizada y oyendo decir al ministro en el capítulo que a todos los que quisieran ir a la provincia de Provenza, con el mérito de la santa obediencia, él les daría de buen grado el permiso, le vino el deseo de ir, pensando en su corazón que aquél sería el largo viaje que había de hacer antes de ir al paraíso; pero tenía vergüenza de decirlo. Finalmente, se confió al hermano Felipe, que lo había hecho recibir en la Orden, y le rogó encarecidamente que le procurase aquella gracia de ir destinado a la provincia de Provenza. El hermano Felipe, viendo su candor y su santa intención, le consiguió aquel permiso. Así, pues, el hermano Juan se dispuso con grande gozo para ir, dando por seguro que al final de aquel viaje iría al paraíso.

Pero plugo a Dios que permaneciera en dicha provincia veinticinco años, siempre en esa espera y en ese deseo, viviendo con gran honestidad, santidad y ejemplaridad, creciendo sin cesar en virtud y en gracia ante Dios y ante el pueblo; y era sumamente amado de los hermanos y de los seglares.

Hallándose un día el hermano Juan en devota oración, llorando y lamentándose de que no se cumplía su deseo y de que se prolongaba demasiado su peregrinación en esta vida, se le apareció Cristo bendito. A su vista quedó como derretida su alma, y Cristo le dijo:

-- Hijo mío hermano Juan, pídeme lo que quieras.

-- Señor -respondió él-, yo no sé pedir otra cosa sino a ti, porque no deseo ninguna otra cosa. Pero lo que pido es que me perdones todos mis pecados y me concedas la gracia de verte otra vez cuando me halle en mayor necesidad.

-- Ha sido escuchada tu petición -le dijo Cristo.

Dicho esto, desapareció, y el hermano Juan quedó muy consolado y confortado.

Por fin, habiendo oído los hermanos de las Marcas la fama de su santidad, insistieron tanto ante el general, que éste le mandó la obediencia para volver a las Marcas. Recibida esta obediencia, se puso gozosamente en camino, pensando que al término de este viaje había de ir al cielo, según la promesa de Cristo. Pero, vuelto a la provincia de las Marcas, vivió en ella otros treinta años, sin ser reconocido por ninguno de sus parientes; y cada día esperaba que la misericordia de Dios le cumpliese la promesa. En ese tiempo desempeñó varias veces el oficio de guardián con gran discreción, y Dios realizó, por medio de él, muchos milagros.

Entre los demás dones recibidos de Dios, tuvo el don de profecía. En cierta ocasión, estando él fuera del convento, un novicio suyo fue combatido por el demonio y tentado con tal fuerza, que cedió a la tentación y tomó la determinación de dejar la Orden no bien estuviera de vuelta el hermano Juan. Conoció el hermano Juan, por espíritu de profecía, esa decisión; volvió en seguida a casa, llamó al novicio y le dijo que quería se confesara. Pero antes de la confesión le refirió puntualmente la tentación, tal como Dios se la había revelado, y terminó diciéndole:

-- Hijo, por haberme esperado y no haber querido marcharte sin mi bendición, Dios te ha concedido la gracia de que nunca saldrás de esta Orden, sino que morirás en ella con la ayuda de la divina gracia.

Entonces aquel novicio fue confirmado en su buena voluntad, permaneció en la Orden y llegó a ser un santo religioso.

Todas estas cosas me las refirió a mí, hermano Hugolino, el mismo hermano Juan.

Este hermano Juan era hombre de espíritu alegre y sereno, hablaba raramente y poseía el don de la oración y devoción; después de los maitines no volvía nunca a la celda, sino que continuaba en la iglesia haciendo oración hasta el amanecer. Estando una noche así en oración después de los maitines, se le apareció el ángel de Dios y le dijo:

-- Hermano Juan, ha llegado el término del viaje, que por tanto tiempo has esperado. Así, pues, te comunico, de parte de Dios, que puedes pedir la gracia que desees. Y te comunico, además, que tienes en tu mano elegir: o un día de purgatorio o siete días de padecimiento en este mundo.

Eligió el hermano Juan siete días de penas en este mundo, y en seguida cayó enfermo de diversas dolencias: le sobrevino una violenta fiebre, el mal de gota en las manos y los pies, dolores de costado y muchos otros males. Pero lo que más le atormentaba era el ver siempre a un demonio delante de él, con una hoja grande de papel en la mano, donde estaban escritos todos los pecados que había cometido o pensado, y le decía:

-- Por causa de estos pecados cometidos por ti de pensamiento, palabra y obra, estás condenado a lo profundo del infierno.

Y él no se acordaba de haber hecho jamás ningún bien, ni de estar en la Orden, ni de que hubiera estado nunca en ella, sino que le dominaba la idea de estar condenado como el demonio se lo decía. Por eso, cuando alguien le preguntaba cómo estaba, respondía:

-- Mal, porque estoy condenado.

Viendo esto, los hermanos hicieron llamar a un hermano muy viejo, llamado Mateo de Monte Rubbiano, que era un santo hombre y muy amigo del hermano Juan. Llegó el hermano Mateo el día séptimo de la tribulación del hermano Juan, le saludó y le preguntó cómo estaba. Él le respondió que mal, porque estaba condenado. Entonces le dijo el hermano Mateo:

-- ¿No te acuerdas que te has confesado conmigo muchas veces, y yo te he absuelto íntegramente de tus pecados? ¿No tienes presente que has servido a Dios tantos años en esta Orden? Por otra parte, ¿has olvidado, acaso, que la misericordia de Dios sobrepuja todos los pecados del mundo y que Cristo bendito, nuestro Salvador, ha pagado, para rescatarnos, precio infinito? Ten confianza, porque no hay duda de que estás salvado.

A estas palabras, puesto que se había cumplido el tiempo de su purificación, desapareció la tentación y sobrevino la consolación. Y lleno de gozo, dijo el hermano Juan al hermano Mateo:

-- Estás fatigado y es ya tarde; te ruego que vayas a reposar.

El hermano Mateo no quería dejarlo; pero al fin, ante su insistencia, se despidió de él y se fue a descansar, quedando solo el hermano Juan con el hermano que le cuidaba. En esto vio llegar a Cristo bendito en medio de grandísimo resplandor y de suavísima fragancia, cumpliendo la promesa que le había hecho de aparecérsele otra vez cuando él se hallara en mayor necesidad; y lo curó totalmente de toda enfermedad. Entonces, el hermano Juan, juntando las manos, le dio gracias por haber dado fin tan felizmente al largo viaje de la presente vida miserable, encomendó y entregó su alma en las manos de Cristo y pasó de esta vida mortal a la vida eterna con Cristo bendito, a quien por tanto tiempo había deseado y esperado. El hermano Juan está sepultado en el convento de Penna San Giovanni.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XLVI
Cómo el hermano Pacífico, estando en oración,
vio subir al cielo el alma de su hermano fray Humilde

En la misma provincia de las Marcas hubo, después de la muerte de San Francisco, dos hermanos carnales en la Orden, el uno se llamaba fray Humilde, y el otro, fray Pacífico (3), ambos de gran santidad y perfección. El uno moraba en el eremitorio de Soffiano, y murió allí; el otro, en otro lugar muy distante. Plugo a Dios que el hermano Pacífico, estando un día en oración en un lugar solitario, fuera arrebatado en éxtasis y viera subir derechamente al cielo en un instante el alma de su hermano fray Humilde, sin ningún retraso ni impedimento, y ello en el mismo momento de separarse del cuerpo.

Muchos años después sucedió que dicho hermano Pacífico fue enviado al mismo eremitorio de Soffiano, donde había muerto su hermano. Por aquel tiempo los hermanos, a petición de los señores de Brunforte, abandonaron el lugar para ir a otro convento, llevando consigo, entre otras cosas, los restos de los santos hermanos que habían muerto allí. Al llegar a la sepultura del hermano Humilde, su hermano fray Pacífico tomó los huesos, los lavó con buen vino, después los envolvió en un lienzo blanco y los besó, entre lágrimas, con gran reverencia y devoción. Los demás hermanos se admiraron mucho de esto, y no les pareció ejemplar aquel modo de obrar de un hombre de tanta santidad como él, pues parecía que lloraba a su hermano más bien por amor sensible y mundano y que mostraba mayor devoción a las reliquias de su hermano carnal que a las de los otros hermanos de hábito, que no habían sido de menor santidad que el hermano Humilde, y sus restos no eran menos dignos de respeto que los de éste. Conociendo el hermano Pacífico el mal pensamiento de los hermanos, les dio satisfacción con humildad, diciéndoles:

-- Hermanos carísimos, no debéis extrañamos de que haya hecho con los huesos de mi hermano lo que no he hecho con los otros. No me he dejado llevar, gracias a Dios, como vosotros pensáis, de amor carnal, sino que he obrado así porque, cuando mi hermano pasó de esta vida, hallándome en oración en lugar desierto y lejano de él, vi cómo su alma subía derechamente al cielo; por esto tengo la certeza de que sus huesos son santos y de que un día estarán en el paraíso. Si Dios me hubiera concedido la misma certeza sobre los otros hermanos, hubiera mostrado la misma reverencia a sus huesos.

A la vista de su devota y santa intención, los hermanos quedaron muy edificados de él y alabaron a Dios, que lleva a cabo cosas tan maravillosas en sus santos.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

Capítulo XLVII
Un santo hermano a quien,
cuando estaba para morir, se apareció la Virgen María
con tres redomas de electuario y lo sanó

En el mismo eremitorio de Soffiano hubo antiguamente un hermano menor de tan gran santidad y gracia, que parecía totalmente endiosado y frecuentemente estaba arrobado en Dios (4). Y sucedía que, mientras se hallaba todo elevado en Dios, porque poseía en grado notable la gracia de la contemplación, venían a él los pájaros de toda especie y se posaban confiadamente en sus hombros, cabeza, brazos y manos, poniéndose a cantar maravillosamente. Él era muy amante de la soledad y raras veces hablaba; pero, cuando le preguntaban alguna cosa, respondía con tal gracia y sabiduría, que más parecía ángel que hombre; y vivía muy entregado a la oración y a la contemplación. Los hermanos le profesaban gran reverencia.

Terminando el curso de su vida virtuosa, este hermano cayó enfermo de muerte por divina disposición, hasta el punto de no poder tomar nada; por otro lado, él rehusaba recibir ninguna medicina terrestre, sino que ponía toda su confianza en el Médico celestial Jesucristo bendito, y en su bendita Madre, de la cual mereció, por la divina clemencia, ser milagrosamente visitado y consolado. Porque, hallándose en cama, preparándose para la muerte con todo el corazón y con la mayor devoción, se le apareció la gloriosa Virgen María, rodeada de gran muchedumbre de ángeles y de santas vírgenes, en medio de maravilloso resplandor, y se acercó a su cama. Al verla, él experimentó gran consuelo y alegría de alma y de cuerpo, y comenzó a suplicarle humildemente que rogara a su amado Hijo que, por sus méritos, lo sacara de la prisión de esta carne miserable. Y como prosiguiera en esta súplica con muchas lágrimas, le respondió la Virgen María llamándolo con su nombre:

-- No temas, hijo, que tu oración ha sido escuchada, y yo he venido para confortarte antes de tu partida de esta vida.

Había junto a la Virgen María tres santas vírgenes, que traían en la mano tres redomas de electuario (5), de un perfume y de una suavidad inexplicables. La Virgen gloriosa tomó una de las redomas y la abrió, y toda la casa se llenó de fragancia; con una cuchara tomó del electuario y se lo dio al enfermo; éste, no bien lo hubo gustado, sintió tal confortación y tal dulzura, que no parecía que su alma estuviera en el cuerpo. Por ello comenzó a decir:

-- ¡Basta, basta, Madre dulcísima y Virgen bendita, salvadora del género humano; basta, curadora bendita, que no puedo soportar tanta dulcedumbre!

Pero la piadosa y benigna Madre siguió ofreciéndole y haciéndole tomar el electuario. Vaciada la primera redoma, la bienaventurada Virgen tomó la segunda y metió la cuchara para darle; él, gimiendo dulcemente, le decía:

-- ¡Oh beatísima Madre de Dios!, si mi alma está ya casi del todo derretida por la fragancia y la suavidad del primer electuario, ¿cómo voy a poder soportar el segundo? Por favor, ¡oh bendita entre todos los santos y ángeles!, no me des más.

-- Prueba, hijo mío, un poco todavía de esta segunda redoma -insistió nuestra Señora.

Y, dándole un poco más, le dijo:

-- Ahora ya te basta con lo que has tomado, hijo. ¡Animo, hijo mío!, que pronto vendré por ti y te llevaré al reino de mi Hijo, que siempre has buscado y deseado.

Dicho esto, se despidió de él y se fue. Y él quedó tan confortado y consolado por la dulzura de aquel medicamento, que se mantuvo en vida saciado y fuerte por algunos días, sin ningún alimento corporal. Al cabo de unos días, mientras se hallaba hablando alegremente con los hermanos, con gran alegría y júbilo, pasó de esta vida miserable a la vida bienaventurada. Amén.

 

 

Capítulo XLVIII
Cómo el hermano Jacobo de Massa vio, bajo la forma de un árbol,
a todos los hermanos menores del mundo
(6)

El hermano Jacobo de Massa, a quien Dios abrió la puerta de sus secretos y dio a perfección la ciencia y la inteligencia de la divina Escritura y de las cosas que están por venir, fue de tanta santidad, que los hermanos Gil de Asís, Marcos de Montino, Junípero y Lúcido dijeron de él que no conocían en el mundo a nadie más grande ante Dios.

Yo tuve gran deseo de ver a este hermano Jacobo, porque, habiendo rogado al hermano Juan, compañero del hermano Gil, que me explicase ciertas cosas del espíritu, él me dijo:

-- Si quieres ser informado en la vida espiritual, procura hablar con el hermano Jacobo de Massa, porque el hermano Gil deseaba recibir luz de él, y no se puede ni añadir ni quitar nada a sus palabras, ya que su mente ha penetrado los secretos celestiales y sus palabras son palabras del Espíritu Santo; no hay hombre sobre la tierra que yo desee tanto ver.

Este hermano Jacobo, en los comienzos del gobierno del ministro general Juan de Parma (7), estando una vez en oración, fue arrebatado en Dios, y permaneció tres días en arrobamiento, abstraído totalmente de los sentidos corporales; tan insensible, que los hermanos dudaban si estaría muerto. En aquel rapto le fue revelado por Dios lo que había de suceder respecto a nuestra Orden; por eso, cuando yo tuve noticia, aumentó mi deseo de verle y de hablar con él. Y cuando quiso Dios que se me ofreciera oportunidad de hablarle, yo le rogué en estos términos:

-- Si lo que yo he oído de ti es verdad, te ruego que no me lo ocultes. He oído que, cuándo estuviste tres días casi muerto, Dios te reveló, entre otras cosas, lo que había de suceder en esta nuestra Orden. Esto lo ha dicho el hermano Mateo, ministro de las Marcas, a quien tú lo descubriste por obediencia.

Entonces el hermano Jacobo, con mucha humildad, confirmó que cuanto decía el hermano Mateo era verdad. Y lo que dijo el hermano Mateo, ministro de las Marcas, es lo siguiente:

-- Sé de un hermano a quien Dios ha revelado todo lo que ha de suceder en nuestra Orden; porque el hermano Jacobo de Massa me ha manifestado y dicho que, después de haberle revelado Dios muchas cosas sobre el estado de la Iglesia militante, tuvo la visión de un árbol hermoso y grande y muy fuerte, cuyas raíces eran de oro, y sus frutos eran hombres, todos hermanos menores. Sus ramas principales estaban distribuidas según el número de las provincias de la Orden; en cada rama había tantos hermanos cuantos había en la provincia por ella representada. Entonces supo el número de todos los hermanos de la Orden y de cada provincia, con sus nombres, edad, condiciones y oficios, grados y dignidades, así como las gracias y las culpas de todos. Y vio al hermano Juan de Parma en la copa del tronco del árbol, y en las copas de las ramas que rodeaban el tronco estaban los ministros de todas las provincias.

Después vio cómo Cristo se sentaba en un trono grandioso y de una blancura deslumbrante, y cómo llamaba a San Francisco y le daba un cáliz lleno de espíritu de vida y lo enviaba, diciendole:

-- Vete a visitar a tus hermanos y dales de beber de este cáliz del espíritu de vida, porque el espíritu de Satanás se va a levantar contra ellos y los va a sacudir y muchos de ellos caerán y no volverán a levantarse.

Y Cristo dio a San Francisco dos ángeles para acompañarle.

Vino, pues, San Francisco y comenzó a dar de beber del cáliz de la vida a sus hermanos. Lo ofreció primero al hermano Juan, quien lo tomó en sus manos y lo bebió todo de un sorbo muy devotamente; al punto, se volvió todo luminoso como el sol. Después siguió San Francisco dándolo a beber a todos los demás. Y eran pocos los que lo recibían y lo bebían con el debido respeto y la debida devoción. Los que lo recibían con devoción y lo bebían todo, al punto se volvían resplandecientes como el sol; los que lo derramaban todo y no lo recibían con devoción, se volvían negros y oscuros, deformes y horribles a la vista; los que en parte lo bebían y en parte lo derramaban, se volvían en parte luminosos y en parte tenebrosos, más o menos según la cantidad que habían bebido o derramado. Pero quien más resplandeciente aparecía era el hermano Juan, que había apurado más que ninguno el cáliz de la vida, que le había hecho contemplar más profundamente el abismo de la infinita luz divina, en la cual había conocido las adversidades y la tempestad que había de levantarse contra aquel árbol, hasta sacudirlo y derribarlo con todas las ramas.

Por esto, el hermano Juan dejó la copa del tronco en que se hallaba y, descendiendo a debajo de todas las ramas, fue a esconderse al pie del tronco del árbol, y allí se estaba a la espera de lo que iba a suceder. Y el hermano Buenaventura, que había bebido una parte del cáliz y había derramado la otra parte, subió al mismo lugar de la rama de donde se había bajado el hermano Juan. Estando allí, las uñas de las manos se le volvieron uñas de hierro agudas y tajantes como navajas de afeitar; luego dejó el lugar a donde había subido y trataba de lanzarse lleno de ímpetu y furor contra el hermano Juan con intención de hacerle daño. Al verse en peligro el hermano Juan gritó con fuerza y se encomendó a Cristo, que estaba sentado en el trono. Cristo, al oír el grito, llamó a San Francisco, le dio un pedernal cortante y le dijo:

-- Ve y con esta piedra córtale al hermano Buenaventura las uñas con las que quiere arañar al hermano Juan, para que no pueda hacerle daño.

San Francisco fue e hizo como Cristo le había ordenado (8).

Después de esto sobrevino una tempestad de viento, que sacudió el árbol con tanta violencia, que los hermanos caían a tierra, siendo los primeros en caer aquellos que habían derramado todo el cáliz del espíritu de vida, y eran llevados por los demonios a lugares de tinieblas y tormentos. Pero el hermano Juan, junto con los que habían bebido todo el cáliz, fueron transportados por los ángeles a un lugar de vida, de luz eterna y de esplendorosa bienaventuranza.

El dicho hermano Jacobo, que presenciaba la visión, entendía y discernía particular y distintamente todo cuanto estaba viendo, con los nombres, condiciones y estado de cada uno con toda claridad.

Aquella tempestad duró tanto, que derribó el árbol y se lo llevó el viento. Pasada la tempestad, de la raíz de este árbol, que era de oro, brotó otro árbol, todo de oro, el cual produjo hojas, flores y frutos de oro. De este árbol y de su expansión, de su profundidad, belleza, fragancia y virtud, es mejor ahora callar que hablar.

En alabanza de Cristo. Amén.

 

 

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1) El Beato Juan de Penna San Giovanni, muerto hacia 1275. Beatificado, asimismo oficialmente, como los anteriores.

2) Probablemente el hermano Felipe Longo, uno de los once primeros compañeros de San Francisco.

3) Es muy poco lo que se sabe de estos dos hermanos. El hermano Humilde murió hacia el año 1250, y el hermano Pacífico, hacia 1280.

4) Se supone que este hermano anónimo es el Beato Liberado de Loro Piceno, muerto hacia 1260. Pertenecía a la familia de los condes de Brunforte. Desde tiempo inmemorial es venerado como santo en las Marcas.

5) Electuario es un preparado farmacéutico a base de miel.

6) Este capítulo, de índole fuertemente polémica, en que a San Buenaventura se le asigna un papel tan sumamente odioso, recoge un relato divulgado por Ángel Clareno, el jefe rebelde de los «espirituales». Es poco probable que la responsabilidad del relato se le pueda atribuir a Jacobo de Massa, muerto hacia 1260.

7) Juan de Parma fue elegido ministro general en el capítulo de Lyón, el 13 de julio de 1247, y gobernó la Orden hasta el 2 de febrero de 1257, en que hubo de presentar su renuncia por orden del papa.

8) No deja de ser ingeniosa esta interpretación alegórica, fruto de una fantasía resentida, de un hecho histórico que dejó en el partido de los «espirituales» un amargo recuerdo. El Beato Juan de Parma, hombre de tan gran talla espiritual, muy penetrado del puro ideal franciscano, al tomar el gobierno de la Orden alentó las esperanzas de todos los celantes y supo ganarse la confianza de los moderados. Gobernó a satisfacción de todos. Pero fue acusado ante la Santa Sede de simpatizar con las doctrinas del abad Joaquín de Fiore, que a la sazón calentaban las cabezas de muchos franciscanos: se sentían los iniciadores de la «era nueva del Espíritu Santo» anunciada por ese monje calabrés, muerto en 1202. Alejandro IV, que había condenado recientemente aquellas ideas, obligó a Juan de Parma a presentar la renuncia en el capítulo general. Obedeció el hermano Juan, y, a petición del capítulo, él mismo indicó la persona que había de sucederle: Buenaventura de Bagnoregio, joven de treinta y seis años. San Buenaventura tuvo que iniciar su gobierno con el odioso encargo pontificio de formar proceso de herejía contra Juan de Parma, que se había retirado al eremitorio de Greccio. El proceso se concluyó con sentencia absolutoria o, al menos, con la concesión de la gracia después de la condenación; pero los «espirituales» no perdonaron al gran Buenaventura esa humillación infligida a un hombre tan universalmente venerado, si bien ellos mismos admiraron y veneraron al santo doctor y sacaron partido de su concepción de teólogo de la historia sobre la misión de San Francisco, el «ángel del sexto sello». El Beato Juan de Parma murió en Camerino el 20 de marzo de 1289.

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