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. | Capítulo XLIX
Este hermano Juan, siendo aún niño seglar, anhelaba con todo el corazón la vida de penitencia, que ayuda a mantener la pureza de alma y de cuerpo. Desde muy pequeño comenzó a llevar un cilicio muy áspero y una argolla de hierro a raíz de la carne y a practicar una gran abstinencia. En particular, cuando estaba con los canónigos regulares de San Pedro de Fermo, que vivían espléndidamente, huía de las delicias corporales y maceraba su cuerpo con una abstinencia rigurosa. Pero tenía compañeros que le zaherían de continuo, le quitaban el cilicio y le impedían de muchas maneras su abstinencia; por lo cual, inspirado por Dios, pensó en dejar el mundo con sus amadores y ofrecerse por entero en los brazos del Crucificado vistiendo el hábito del crucificado San Francisco. Y así lo hizo. Recibido todavía niño en la Orden y confiado al cuidado del maestro de novicios, llegó a ser tan espiritual y devoto, que algunas veces oyendo al maestro hablar de Dios, su corazón se derretía como la cera junto al fuego; y se enardecía en el amor divino con tal suavidad de gracia, que, no pudiendo estar quieto ni soportar tanta dulcedumbre, se levantaba y, como ebrio de espíritu, corría por el huerto, por el bosque o por la iglesia, según le empujase el ardor y el ímpetu del espíritu. Después, andando el tiempo, la gracia divina hizo crecer a este hombre angélico de virtud en virtud, en dones celestiales y en divinas revelaciones y visiones; en tal grado, que en ocasiones su alma era elevada unas veces a los esplendores de los querubines; otras, a los ardores de los serafines; otras, a los goces bienaventurados; otras, a los abrazos amorosos y extremos de Cristo; y esto no sólo por fruición espiritual interior, sino también por manifestaciones exteriores y goces corporales. Una vez, sobre todo, la llama del amor divino encendió su corazón de manera extrema, y duró esta llama en él por tres años; en este tiempo recibió admirables consolaciones y visitas divinas, y con frecuencia quedaba arrobado en Dios; en una palabra, parecía todo inflamado y abrasado en el amor de Cristo. Esto sucedió en el monte santo de Alverna. Pero, como Dios tiene cuidado especial de sus hijos, dándoles, según la diversidad de los tiempos, unas veces consolación, otras tribulación; ora prosperidad, ora adversidad, tal como Él ve les conviene para mantenerlos en humildad, o también para avivar en ellos el deseo de las cosas celestiales, plugo a la divina bondad, a los tres años, retirar al hermano Juan ese rayo y esa llama del divino amor, y le privó de toda consolación espiritual; con lo cual el hermano Juan quedó sin luz y sin amor de Dios, todo desconsolado, afligido y apenado. Por esta razón iba lleno de angustia por el bosque, yendo de acá para allá, llamando con la voz, con lamentos y suspiros al amado Esposo de su alma, que se le había ocultado alejándose de él, y sin cuya presencia no podía hallar su alma quietud ni reposo. Pero en ningún lugar y de ninguna manera podía hallar al dulce Jesús, ni volver a engolfarse en aquellos suavísimos solaces espirituales del amor de Cristo a los que estaba habituado. Esta tribulación le duró muchos días, durante los cuales él continuó llorando y suspirando y suplicando a Dios que le devolviese, por su misericordia, al amado Esposo de su alma. Por fin, cuando plugo a Dios dar por suficientemente probada su paciencia y encendido su deseo, un día en que el hermano Juan iba por el bosque de esa forma afligido y atribulado, cansado, se sentó apoyado a un haya (2), y permaneció con el rostro bañado en lágrimas mirando hacia el cielo, cuando he aquí que de pronto se le apareció Jesucristo allí cerca, en la misma senda por donde había venido el hermano Juan; pero no decía nada. Al verlo el hermano Juan y reconociendo bien que era Cristo, se lanzó en seguida a sus pies y comenzó a suplicarle deshecho en llanto y con gran humildad: -- ¡Ven en mi ayuda, Señor mío, porque sin ti, salvador mío dulcísimo, yo me hallo en tinieblas y en llanto; sin ti, cordero mansísimo, me hallo en angustias y temores; sin ti, Hijo de Dios altísimo, me hallo en confusión y vergüenza; sin ti, yo me siento privado de todo bien y ciego, porque tú eres, Jesús, verdadera luz del alma; sin ti, yo me veo perdido y condenado, porque tú eres vida de las almas y vida de las vidas; sin ti, soy estéril y árido, porque tú eres la fuente de todo bien y de toda gracia; sin ti, yo me siento desolado, porque tú eres, Jesús, nuestra redención, nuestro amor y nuestro deseo, pan que da fuerzas y vino que alegra los corazones de los ángeles y los corazones de todos los santos! Lléname de tu luz, Maestro graciosísimo y Pastor misericordioso, porque yo soy tu ovejita, aunque indigna. Mas como el deseo de los hombres santos, cuando Dios tarda en darles oído, se enciende en mayor amor y mérito, Cristo bendito se fue por aquella senda sin escucharle y sin decirle una palabra. El hermano Juan entonces se levantó, corrió detrás y se le echó de nuevo a sus pies, deteniéndole con santa importunidad y suplicándole entre lágrimas devotísimas: -- ¡Oh Jesús dulcísimo!, ten misericordia de este pobre atribulado; escúchame por la abundancia de tu misericordia y por la verdad de tu salvación, y devuélveme el gozo de tu rostro y de tu mirada de piedad, ya que de tu misericordia está llena la tierra entera. Y Cristo se marchó todavía sin decirle palabra y sin darle consuelo alguno; se portaba con él como la madre con el niño cuando le hace desear el pecho y le hace ir detrás llorando para que luego lo tome con mayor gana. Entonces, el hermano Juan, con mayor ardor y deseo, fue en seguimiento de Cristo; cuando le alcanzó, Cristo bendito se volvió a él y lo envolvió en una mirada llena de gozo y de gracia, y, abriendo sus brazos santísimos y misericordiosísimos, lo abrazó con gran ternura. En el momento que abrió los brazos, el hermano Juan vio salir del santísimo pecho del Señor rayos maravillosos, que inundaron de luz todo el bosque y a él mismo en el alma y en el cuerpo. El hermano Juan se arrodilló a los pies de Cristo; y Jesús bendito le tendió benignamente el pie para que lo besase, como la Magdalena; el hermano Juan, tomándoselo con suma reverencia, lo bañó con tantas lágrimas, que parecía verdaderamente otra Magdalena, y le decía devotamente: -- Te ruego, Señor mío, que no tengas en cuenta mis pecados, sino que, por tu santísima pasión y por la efusión de tu preciosa sangre, resucites mi alma a la gracia de tu amor, porque es tu mandamiento que te amemos con todo el corazón y con todo el afecto; un mandamiento que nadie puede cumplir sin tu ayuda. Ayúdame, pues, amadísimo Hijo de Dios, y haz que yo pueda amarte con todo mi corazón y con todas mis fuerzas. Y como el hermano Juan permaneciera así, repitiendo estas palabras, a los pies de Jesús, fue escuchado por Él y recibió de Él la primera gracia, o sea, la gracia de la llama del divino amor, y se sintió totalmente renovado y consolado; al experimentar que había vuelto a él el don de la divina gracia, comenzó a dar gracias a Cristo bendito y a besarle devotamente los pies. Levantóse luego para mirar al Salvador cara a cara, y Cristo le dio a besar sus santísimas manos; cuando se las hubo besado, el hermano Juan se acercó y se estrechó contra el pecho de Jesús, y abrazó y besó el sacratísimo pecho, y también Cristo le abrazó y le besó a él. Mientras duraban estos abrazos y besos, el hermano Juan percibió tal fragancia divina, que todas las esencias aromáticas del mundo reunidas juntas hubieran parecido malolientes en comparación de aquel perfume; y el hermano Juan quedó con él totalmente arrobado, consolado e iluminado, y ese perfume permaneció en su alma durante muchos meses. A partir de entonces, de su boca, abrevada en el manantial de la divina sabiduría junto al sagrado pecho del Salvador, salían palabras maravillosas y celestiales, que transformaban los corazones de quienes las oían, y hacían mucho fruto en las almas. Y en la senda del bosque, en que se posaron los benditos pies de Cristo, lo mismo que en un amplio radio alrededor, sentía el hermano Juan aquella fragancia y veía aquel resplandor cada vez que iba allí mucho tiempo después. Vuelto en sí el hermano Juan después de la visión y desaparecida la presencia corporal de Cristo, quedó tan lleno de luz en el alma, tan abismado en su divinidad, que, aun no siendo hombre de letras por el estudio humano, con todo, sabía resolver y declarar las cuestiones más sutiles y elevadas sobre la Trinidad divina y los profundos misterios de la Sagrada Escritura. Y muchas veces después, hablando ante el papa y los cardenales, ante reyes y barones, ante maestros y doctores, dejaba a todos estupefactos con sus altas palabras y con las profundas sentencias que salían de su boca. En alabanza de Cristo. Amén.
Capítulo L Celebraba una vez la misa el hermano Juan el día siguiente a la fiesta de Todos los Santos por todas las almas de los difuntos, como lo tiene dispuesto la Iglesia, y ofreció con tanto afecto de caridad y con tal piedad de compasión este altísimo sacramento, el mayor bien que se puede hacer a las almas de los difuntos por razón de su eficacia, que le parecía derretirse del todo con la dulzura de la piedad y de la caridad fraterna. Al alzar devotamente el cuerpo de Cristo y ofrecerlo a Dios Padre, rogándole que, por amor de su bendito Hijo Jesucristo, puesto en cruz por el rescate de las almas, tuviese a bien liberar de las penas del purgatorio a las almas de los difuntos creadas y rescatadas por Él, en aquel momento vio salir del purgatorio un número casi infinito de almas, como chispas innumerables que salieran de un horno encendido, y las vio subir al cielo por los méritos de la pasión de Cristo, el cual es ofrecido cada día por los vivos y por los difuntos en esa sacratísima hostia, digna de ser adorada por los siglos de los siglos. Amén.
Capítulo LI Con ocasión de hallarse el hermano Jacobo de Falerone (3), hombre de gran santidad, gravemente enfermo en el convento de Mogliano, de la custodia de Fermo, el hermano Juan de Alverna, que a la sazón moraba en el convento de Massa, al enterarse de su enfermedad, se puso a orar por él, ya que lo amaba como a su padre querido, pidiendo a Dios devotamente, en su oración mental, que le devolviera al hermano Jacobo la salud del cuerpo, si así convenía a su alma. Mientras estaba orando así fue arrebatado en éxtasis y vio en el aire, sobre su celda, que estaba en el bosque, un gran ejército de muchos ángeles y santos, en medio de un resplandor tan grande, que todo el contorno estaba iluminado. Y entre aquellos ángeles vio al dicho hermano Jacobo enfermo, por quien él oraba, con vestiduras blancas y muy resplandeciente. Vio también entre ellos al padre San Francisco adornado con las sagradas llagas de Cristo y lleno de gloria. Vio, asimismo, y reconoció al santo hermano Lúcido y al hermano Mateo el antiguo, de Monte Rubbiano, y a muchos otros hermanos que nunca había visto ni conocido en vida. Estando mirando el hermano Juan con grande gozo aquel bienaventurado escuadrón de santos, le fue revelada con certeza la salvación del alma de aquel hermano enfermo y que moriría de aquella enfermedad, pero que no iría al paraíso en seguida después de la muerte, porque tenía necesidad de ser purificado un poco en el purgatorio. Con aquella revelación recibió el hermano Juan tal alegría por la salvación de aquella alma, que no sentía pena alguna por la muerte del cuerpo, sino que llamaba al enfermo con gran dulzura, diciendo dentro de sí: -- ¡Hermano Jacobo, mi dulce padre! ¡Hermano Jacobo, dulce hermano mío! ¡Hermano Jacobo, fiel servidor y amigo de Dios! ¡Hermano Jacobo, compañero de los ángeles y asociado a los bienaventurados! Volvió en sí con esta certeza y este gozo, y en seguida salió del convento y fue a Mogliano a visitar al hermano Jacobo. Lo halló tan grave, que apenas podía hablar; entonces le anunció la muerte de su cuerpo y la salud y gloria de su alma, conforme a la certeza que había tenido por revelación divina. El hermano Jacobo, muy regocijado en el espíritu y en el semblante, lo recibió con muestras de gran alegría y júbilo, dándole gracias por las gratas nuevas que le llevaba y encomendándose devotamente a él. Entonces, el hermano Juan le rogó encarecidamente que después de la muerte volviese a él y le hablase de su estado; el hermano Jacobo le prometió hacerlo, si era del agrado de Dios. Dicho esto, acercándose la hora de su muerte, el hermano Jacobo comenzó a decir devotamente aquel versículo del salmo: Dormiré y reposaré en paz en la vida eterna (Sal 4,9). Y dicho este versículo, con el semblante gozoso y alegre, pasó de esta vida. Después que recibió sepultura, el hermano Juan regresó al convento de Massa y estuvo a la espera de la promesa del hermano Jacobo de volver a él el día que había dicho. Estando en oración en dicho día, se le apareció Cristo con un gran séquito de ángeles y santos, entre los cuales no se veía al hermano Jacobo; el hermano Juan se sorprendió mucho y lo encomendó piadosamente a Cristo. Al día siguiente, estando el hermano Juan orando en el bosque, se le apareció el hermano Jacobo acompañado de ángeles, todo glorioso y alegre; y el hermano Juan le dijo: -- ¡Oh padre santo!, ¿por qué no has venido a mí el día que me prometiste? -- Porque tenía necesidad de alguna purificación -respondió el hermano Jacobo-. Pero en aquel mismo momento en que se te apareció Cristo y tú me encomendaste a él, Cristo te escuchó y me libró de todas las penas. Entonces me aparecí al hermano Jacobo de Massa (4), santo hermano laico, que servía la misa, y en el momento de la elevación vio la hostia consagrada transformada en la figura de un hermoso niño vivo, y yo le dije: «Hoy, con este niñito, me voy al reino de la vida eterna, al que nadie puede ir sin él». Dicho esto, el hermano Jacobo desapareció, yéndose al cielo con toda aquella bienaventurada compañía de ángeles; y el hermano Juan quedó muy consolado. Murió dicho hermano Jacobo de Falerone la víspera de Santiago Apóstol, en el mes de julio, en el convento de Mogliano, donde, por sus méritos, la bondad divina obró muchos milagros después de su muerte. En alabanza de Cristo. Amén.
Capítulo LII Como el hermano Juan de Alverna había hecho perfecta renuncia de todo deleite y consuelo mundano y temporal, y había puesto en Dios todo su deleite y toda su esperanza, la divina bondad le favorecía con admirables consolaciones y revelaciones, especialmente en las solemnidades de Cristo. Una vez, al aproximarse la solemnidad del nacimiento del Señor, con ocasión de la cual él esperaba con certeza consolaciones de Dios por medio de la dulce humanidad de Cristo, le comunicó el Espíritu Santo en el alma un ardor tan grande y extremo de la caridad de Cristo, por la cual se humilló hasta tomar nuestra humanidad, que le parecía verdaderamente le hubieran arrancado el alma del cuerpo y la tuviera encendida como un horno. Y, no pudiendo soportar aquel ardor, se angustiaba y se deshacía todo, y gritaba en alta voz, sin poder contenerse a causa del ímpetu del Espíritu Santo y del excesivo fervor del amor. Cuando le sobrevenía aquel desmedido ardor, le venía, juntamente, una esperanza tan fuerte y cierta de su salvación, que no creía tener que pasar por el purgatorio si entonces muriese. Este amor le duró fácilmente medio año, si bien aquel extremo fervor no era continuo, sino limitado a ciertas horas cada día. En ese tiempo y después recibió numerosas visitas y consolaciones de Dios; y con frecuencia era arrebatado en éxtasis, como le vio el hermano que primero escribió estas cosas (5). Entre otras, una noche fue elevado y arrebatado en Dios hasta el punto de ver en el mismo Creador todas las cosas creadas, las del cielo y las de la tierra, con todas sus perfecciones, grados y órdenes distintos. Entonces conoció claramente cómo cada cosa creada representa a su Creador y cómo está Dios encima, dentro, fuera y al lado de todas las cosas creadas. Además, conoció cómo es un solo Dios en tres personas, y tres personas en un solo Dios, y la infinita caridad que llevó al Hijo de Dios a tomar nuestra carne para obedecer al Padre. Finalmente, conoció en aquella visión cómo no hay otro camino por el que se pueda ir a Dios y conseguir la vida eterna sino Cristo bendito, que es camino, verdad y vida del alma (Jn 14,6). Amén.
Capítulo LIII Sucedió una vez al hermano Juan, en el dicho convento de Mogliano, como refieren los hermanos que estaban presentes, este caso admirable. La primera noche después de la octava de San Lorenzo y dentro de la octava de la Asunción de nuestra Señora, había dicho los maitines en la iglesia con los demás hermanos; al notar que le sobrevenía la unción de la divina gracia, se fue al huerto a contemplar la pasión de Cristo y a prepararse con toda devoción para celebrar la misa, que aquella mañana le tocaba cantar. Y, estando contemplando las palabras de la consagración del cuerpo de Cristo, a saber: Hoc est corpus meum, al considerar la infinita caridad de Cristo, que le llevó no sólo a rescatarnos con su sangre preciosa, sino también a dejarnos, para alimento de nuestras almas, su cuerpo y sangre sacratísimos, comenzó a crecer en él el amor del dulce Jesús con tal fervor y suavidad, que su alma no podía soportar ya tanta dulcedumbre, y gritaba fuertemente como ebrio de espíritu, sin cesar de repetir: Hoc est corpus meum; porque, al decir estas palabras, le parecía ver a Cristo bendito con la Virgen María y multitud de ángeles. En esas palabras, el Espíritu Santo le daba luz sobre todos los altos y profundos misterios de este altísimo sacramento. Llegada la aurora, entró en la iglesia con aquel fervor de espíritu y con aquella ansiedad, repitiendo esas palabras, pensando que nadie le veía ni oía; pero había en el coro un hermano que veía y oía todo. No pudiendo contenerse por la fuerza del fervor y por la abundancia de la divina gracia, gritaba en alta voz, y continuó así hasta que llegó la hora de celebrar la misa; entonces fue a revestirse y salió al altar. Comenzada la misa, cuanto más adelante iba en ella, tanto más le aumentaba el amor de Cristo y aquel ardor de la devoción, con el cual le era dado un sentimiento inefable de Dios, que él mismo no acertaba a expresar con la lengua. Llegó un momento en que se halló en grande perplejidad, temiendo que aquel ardor y sentimiento de Dios creciese tanto, que le conviniese dejar la misa, y no sabía qué partido tomar, si seguir adelante en la misa o esperar. Pero, como ya le había ocurrido algo semejante otras veces y el Señor había templado aquel ardor de manera que no había tenido necesidad de dejar la misa, confió poder hacerlo también esta vez, y así, con gran temor, optó por seguir adelante en la celebración. Al llegar al prefacio de la Virgen, comenzaron a crecer tanto la luz divina y la suavidad y gracia del amor de Dios, que, en el momento de decir Qui pridie, apenas podía soportar tanta suavidad y dulcedumbre. Finalmente, llegado el acto de la consagración, al decir sobre la hostia las palabras de la consagración, cuando llegó a la mitad, o sea: Hoc est, no pudo proseguir en manera alguna, sino que se quedó repitiendo solamente esas palabras: Hoc est; y la razón por la cual no podía seguir adelante era que sentía y veía la presencia de Cristo con una muchedumbre de ángeles, sin poder soportar la majestad de su gloria. Veía que Cristo no entraba en la hostia, o que la hostia no se transustanciaba en el cuerpo de Cristo, si él no profería la segunda mitad de las palabras, es decir: corpus meum. En vista de que continuaba en esta ansiedad y que no seguía adelante, el guardián y los demás hermanos, como también muchos de los seglares que estaban oyendo la misa en la iglesia, se acercaron al altar, y quedaron espantados viendo lo que le sucedía al hermano Juan; muchos de ellos lloraban de devoción. Por fin, después de un buen espacio de tiempo, cuando Dios quiso, el hermano Juan pronunció: corpus meum en voz alta; y en aquel momento desapareció la apariencia de pan y en la hostia apareció Jesucristo bendito encarnado y glorificado, dándole a conocer así la humildad y la caridad que le hicieron encarnarse en la Virgen María y que le hacen venir cada día a las manos del sacerdote cuando él consagra la hostia (6). Esto le produjo una dulzura de contemplación más fuerte todavía. Por lo cual, cuando elevó la hostia y el cáliz consagrado, quedó arrobado fuera de sí, y, estando el alma privada de los sentidos corporales, su cuerpo cayó hacia atrás, y, de no haber sido sostenido por el guardián, que estaba detrás de él, se hubiera desplomado en tierra de espaldas. Entonces acudieron los hermanos y los seglares que estaban en la iglesia, hombres y mujeres, y lo llevaron como muerto; y los dedos de las manos estaban contraídos tan fuertemente, que a duras penas podían ser extendidos o movidos. Y de esa manera permaneció yacente, o desvanecido o arrobado hasta tercia. Esto sucedió en el verano. Como yo me hallaba presente a este hecho, tenía vivo deseo de saber lo que Dios había obrado en él; por eso, cuando volvió en sí, fui a encontrarlo y le rogué que, por amor de Dios, me contara todo. Entonces, como tenía mucha confianza en mí, me contó todo punto por punto; y, entre otras cosas, me dijo que, cuando él consagraba el cuerpo y la sangre de Jesucristo, y aun antes, su corazón estaba derretido como una cera muy calentada, y que le parecía que su carne no tenía huesos, de suerte que le era imposible levantar los brazos y las manos para hacer la señal de la cruz sobre la hostia y sobre el cáliz. Me dijo además que, ya antes de ser ordenado sacerdote, Dios le había revelado que había de desvanecerse en la misa; pero, como había celebrado muchas misas y nunca le había sucedido eso, pensó que aquella revelación no era cosa de Dios. Y, con todo, unos cincuenta días antes de la Asunción de nuestra Señora, en la que se produjo dicho caso, le había sido todavía revelado por Dios que aquello le sucedería en torno a la dicha fiesta de la Asunción; pero había olvidado luego esa revelación. En alabanza de Cristo. Amén.
* * * 1) Los cinco últimos capítulos de las Florecillas están dedicados al Beato Juan de Alverna, que durante muchos años santificó el eremitorio del monte Alverna. Nació en Fermo en 1259, entró en la Orden en 1272 y murió el 9 de agosto de 1322. 2) El haya fue derribada por el viento en 1518; en el lugar donde se levantaba fue construida una capilla, que aún subsiste. 3) Del hermano Jacobo de Falerone, a quien hemos hallado ya en el capítulo 32 de las Florecillas, se sabe que vivía en 1289; debió de morir a principios del siglo XIV, un 24 de julio. 4) El hermano Jacobo de Massa, el de la visión referida en el capítulo 48 de las Florecillas, debió de morir hacia 1260; no se ve, pues, cómo se le pudo aparecer el hermano Jacobo de Falerone, muerto, lo más pronto, en 1290. Quizá se trata de dos homónimos. 5) El texto latino de Actus dice: «como yo mismo lo he visto más de una vez con mis propios ojos y como otros muchos lo han comprobado». 6) Cita aproximativa de un conocido texto de San Francisco: «Ved que diariamente se humilla como cuando del trono real descendió al seno de la Virgen..., desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» (Adm 1,16.18). |
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