DIRECTORIO FRANCISCANO
La Formación Franciscana

LA FORMACIÓN FRANCISCANA HOY
Valores centrales y cuestiones de actualidad
por Thaddée Matura, o.f.m.

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Ofrecemos aquí, traducida del francés, la conferencia que pronunció el P. Matura en unas sesiones de trabajo organizadas por la Secretaría General para la Formación y los Estudios de la Orden Franciscana (OFM), en Roma y octubre de 1983.

La formación franciscana, de la que me propongo hablaros, comprende tanto la formación inicial, que se extiende a los cuatro o cinco primeros años de la vida en fraternidad, como al esfuerzo permanente, ininterrumpido, por profundizar y renovar nuestra vida evangélica.

Mi exposición se articulará en tres partes. En la primera, trataré de presentar el problema de la formación a partir de la situación actual de la Orden, de sus aspectos positivos y negativos. En la parte central, a mi parecer la más importante, abordaré los valores que me parecen fundamentales y que, con demasiada frecuencia, se tienen por adquiridos. La tercera parte suscitará un cierto número de cuestiones que se plantean hoy y que solicitan nuestra atención.


I. PUNTO DE PARTIDA: LA SITUACIÓN

Es necesario comenzar por describir la situación concreta de la Orden, sus riquezas y sus carencias. Porque a partir de ella y en función de ella nos formamos. Ahora bien, esta situación, en lo que concierne a la formación, se caracteriza por una paradoja.


1. Disminución y crecimiento

Desde 1964, cuando la Orden superaba el número de 27.000 miembros, hemos ido disminuyendo constantemente hasta el presente año en que, por primera vez en 19 años, hemos aumentado en 20 hermanos, respecto al año anterior (según Acta OFM, en 1981 éramos 20.130 hermanos, y en 1982, 20.150). Esto significa, por tanto, que durante todo ese lapso de tiempo hemos disminuido en unos 7.000 miembros, o sea, a una media de 368 hermanos por año. Y lo mismo sucede en cuanto a los ingresos en el noviciado: si en 1963 había 800 novicios (¡más de 1.000 en 1934!), en 1982 había apenas 630, de los que los polacos (99), los brasileños (63) y los mexicanos (46) formaban, ellos solos, más de una tercera parte (218).

Mientras el número de hermanos disminuía, crecía el volumen de documentos oficiales, desde las CC. GG. de 1967 hasta el mensaje del Consejo Plenario de Salvador (cf. texto en Sel Fran n. 37, 1984, 51-63). Estos documentos, textos de orientación, de estímulo, de disciplina, pueden dividirse en dos categorías. Por una parte, los que se proponen darnos una visión global, a ser posible exhaustiva, de la vida franciscana. Se trata, en primer lugar, de las CC. GG. de 1967, reelaboradas posteriormente y que constituyen, tanto por los textos espirituales que preceden a los artículos jurídicos como por el espíritu que anima a éstos, un viraje decisivo en la vida de la Orden. Seis años más tarde, el Capítulo General de Madrid aprobó la declaración sobre «La Vocación de la Orden hoy» (cf. texto en Sel Fran n. 6, 1973, 281-292). Este texto se presenta como una carta o manifiesto; en pocas páginas condensa y expresa, en lenguaje de hoy, los valores esenciales de nuestra vida.

La otra categoría comprende los textos que se preocupan de puntos particulares; son intervenciones puntuales que, en su mayor parte, emanan de los Consejos Plenarios de la Orden o se presentan bajo la forma de cartas o mensajes de los Ministros Generales. Así es como se han tratado, con mayor o menor amplitud, temas como la formación de los hermanos (Medellín, 1971; Roma, 1981, cf. texto en Sel Fran n. 31, 1982, 117-132), las misiones (Medellín, 1971), la vida con Dios (Consejo Plenario de 1970), la autoridad y la obediencia (Consejo Plenario de 1974; cf. texto en Sel Fran n. 11, 1975, 239-241; cf. también ibíd., pp. 233-234), el compromiso con los pobres y en favor de la paz (Consejo Plenario de 1983, Salvador-Bahía; cf. texto en Sel Fran n. 37, 1984, 51-63).

La primera categoría de textos, en cuya elaboración participó toda la Orden, y que asumieron lo mejor de la investigación franciscana sobre los orígenes y también lo mejor de las experiencias prácticas, está animada por un soplo incontestable. A mi parecer, son grandes y hermosos textos, que consiguen empalmar las exigencias de los orígenes y las demandas de hoy; son equilibrados en su articulación y nos acercan, a veces más allá de los siglos, a nuestra vocación original, como lo pedía el Vaticano II.

Las intervenciones puntuales quieren responder a ciertas cuestiones particulares planteadas por nuestra situación o por las necesidades de la Iglesia y del mundo. Presuponen la visión de conjunto y se apoyan en ella. He mencionado solamente algunas, sin hacer su lista completa.


2. El escollo: inflación de textos

No nos faltan, pues, orientaciones. Parece que lo esencial se ha dicho y dicho bien, que se han tomado decisiones valientes y que se ha urgido su aplicación. No sufrimos crisis de identidad, pues teóricamente hemos descrito muy bien, por ejemplo en el documento de Madrid, lo que queremos ser. Más bien estamos amenazados por la plétora de textos, por la inflación de documentos, si puedo expresarme así. Cada año una pila de documentos, todos importantes, todos dignos de atención, se amontona en los escritorios de los Provinciales y de los formadores. Es verdad que no somos los únicos que nos encontramos en semejante situación: esto mismo sucede en la Iglesia y, en general, en la sociedad.

Sucede entonces que, como suele decirse, los árboles nos ocultan el bosque; perdemos de vista qué es importante; los detalles, los acentos particulares nos retienen a expensas de lo fundamental. O también, llegamos a estar sobresaturados: hay demasiadas cosas para que uno se detenga en ellas, para que les conceda más que una atención rápida y distraída. Lo que es demasiado frecuente y repetido se hace banal; se acaba por perder el sentido de la jerarquía de valores, y el último documento llegado es el que se declara más importante. Esta sucesión de textos -su estudio, los compromisos y actos concretos que exigen- constituye, pues, un problema real en el que se debería reflexionar. A fuerza de tener demasiadas orientaciones se acaba por no seguir ninguna, o bien se escoge una según las propias inclinaciones.


3. La formación en la Orden

Cuando se habla de la formación, se supone que hay un cierto número de valores humanos y evangélicos, transmitidos por nuestra tradición franciscana, y que esos valores pueden y deben ser asimilados por cada uno de los hermanos. Son llamadas, estímulos, modelos, prohibiciones, que contribuyen a estructurar, a formar tanto a los individuos como a las comunidades. Esos valores conciernen e interpelan tanto a los hermanos que se inician en nuestra vida como a todos aquellos que se encuentran en ella desde hace tiempo. En otras palabras, el contenido de la formación, aquello en que debemos formarnos, es idéntico; cuando se trata de la formación, inicial o permanente, sólo difieren las aproximaciones y los métodos.

Añado todavía una observación: la formación para nuestra vida se hace más por la vida misma que por el discurso teórico. No es que tal discurso se excluya o subestime, sino que nosotros somos iniciados en la «vida del Evangelio de Jesucristo» por la vida misma, propuesta por la Regla, antes de profundizar en ella y de fundamentarla teóricamente.

En esta exposición, por tanto, no me detendré en los aspectos pedagógicos, que merecerían un estudio aparte; voy a insistir en los valores con los que estamos invitados a confrontarnos para hacernos mejores cristianos y verdaderos hermanos menores. Sé bien que esos valores existen, en primer lugar, como ideas platónicas, en un mundo ideal y, por tanto, un poco abstracto; pero se manifiestan, gracias a Dios, bajo una forma cotidiana, humilde y escondida, en la vida de los hermanos y de las fraternidades que toman en serio el Evangelio.


II. VALORES CENTRALES DE LA FORMACIÓN FRANCISCANA

Después de este preámbulo, voy a abordar la parte principal de mi reflexión. ¿Cuáles son los valores centrales en los que nosotros, los hermanos menores, hemos de formarnos? ¿Cuál es el ideal, o la utopía, hacia el que debemos mirar y que puede hacer crecer en nosotros un cierto tipo de hombre evangélico en la línea franciscana? Hago aquí una pregunta temible y difícil, y mi respuesta será necesariamente fragmentaria y tal vez parcial.

Lo que pretendo, sin embargo, es indicar algunos ejes (cinco más exactamente) alrededor de los cuales se construye el proyecto franciscano, o para hablar en términos más concretos, quisiera poner de relieve la estructura sobre la cual se edifica el hombre evangélico franciscano. Esa estructura, esos valores no dicen lo mejor de nuestra vocación; pero los llamo «centrales» porque, a mi parecer, lo sostienen todo, lo mantienen todo unido, le confieren cohesión y unidad. Son fundamentos sobre los que hay que construir, o, para utilizar una imagen biológica, son el programa, el gene particular según el cual crece y se desarrolla el ser vivo. En nuestro caso, ese ser vivo, llamado a crecer en su originalidad individual, es el hombre concreto en marcha hacia su estatura humana y cristiana.

Los ejes que voy a subrayar parecerán tal vez, si no banales, al menos como que caen de su peso. Cuando la cuestión de que se trata es hacerse hombre, convertirse al Evangelio, meterse a la búsqueda de Dios, amar a los hermanos, dar testimonio, ¿quién no estará de acuerdo? Eso no es necesario decirlo, es lo principal, pero, se dirá, hay que pasar rápidamente a la práctica, a lo concreto. Ahora bien, a mi parecer, esas son las exigencias más concretas, las más difíciles, las menos vividas. Viene al caso repetir aquí que «los árboles nos ocultan el bosque», que el acento puesto precipitadamente sobre puntos particulares, consecuencias y efectos, puede hacernos olvidar los fundamentos sobre los que es necesario volver sin cesar. Esos fundamentos no se proponen de una vez por todas; se construyen al mismo tiempo que el conjunto de nuestra personalidad.

Aun a riesgo, pues, de dar la impresión de estar en las nubes y de repetir palabras irreales, voy a detenerme en cinco exigencias que, para mí, constituyen el armazón de toda formación franciscana.


1. Hacerse hombres

Dirigiéndose a los gnósticos de su tiempo, Ireneo, obispo de Lyón en el siglo segundo, les hacía este reproche: «Antes de hacerse hombres, ya quieren ser semejantes a Dios creador» (Adv. haer. IV, 38, 4: «...et antequam fiant homines, iam volunt similes esse factori Deo»). Esta frase puede servirnos de exordio, ella indica bien la primera exigencia de una verdadera formación.

Es necesario hacerse hombres. Tarea, devenir, jamás acabada, siempre a proseguir. Desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte -a decir verdad, hasta nuestra resurrección-, somos seres en busca de nuestra humanidad. A lo largo de las etapas de nuestra vida, a través de umbrales y de crisis, tenemos que sobrepasar lo que somos, para ir más lejos, sin renegar de nuestro pasado, pero también sin fijarnos a él temerosamente. Hacerse hombres es hallarse en estado de crecimiento -o de formación- permanente. No estoy seguro de que en nuestra formación -pasada y presente- hayamos tenido suficientemente en cuesta esta exigencia. Queremos demasiado de prisa ser semejantes a Dios, de una manera abstracta y espiritualizante, olvidando que hacerse hombres de veras es ser semejantes a Dios.

Para pasar a las exigencias concretas de este primer deber y de este primer elemento de formación, voy a enumerar unas cuantas convicciones y conductas que conviene adquirir.

Y, muy en primer lugar, aceptarse y amarse en la propia humanidad particular, en el propio cuerpo; desarrollar en sí las dimensiones masculinas sin atrofiar el lado femenino que forma parte de nuestro ser; el animus (el espíritu, la inteligencia) y el anima (abierta al misterio) deben completarse y cohabitar juntos.

Luego, aprender a ser autónomos, independientes, capaces de vivir y de decidirse solos, sin tener necesidad de recurrir incesantemente a la aprobación de los otros o a su opinión. A esta autonomía está ligada la capacidad de aceptar los propios límites y los límites de los demás, de llevar en silencio las carencias y las frustraciones inevitables de la vida.

La responsabilidad, la conciencia del deber, la fidelidad a sí mismo y, por encina de todo, la acogida y la apertura a los otros, la posibilidad de vivir y de formar con ellos un proyecto humano y evangélico, son otros tantos rasgos de la verdadera humanidad que necesitamos buscar.

Eso nos abrirá al mundo en que vivimos, mundo que es el lugar donde se construye nuestro yo. Mundo del que no hay que huir, ni al que hay que maldecir o adular; mundo al que hay que conocer, amar, utilizar con discernimiento en toda su complejidad cultural, científica, social, política, etc. Hacerse hombres hoy es, pues, tener en cuenta ese mundo que es el nuestro.

Para terminar, debo subrayar todavía un punto capital: la importancia de la dimensión relacional. Como ha escrito Martín Buber, se vuelve uno YO diciendo TÚ; progresa uno en su devenir humano ofreciéndose al encuentro del otro. Es hombre verdadero aquel que sabe abrirse al otro, y acogerlo en su diferencia. Ese otro es el prójimo, el hombre, pero es también, y ciertamente en primer lugar, el Otro absoluto, Dios.

Tal es, pues, el primer valor que tenemos que hacer crecer en lo más profundo de nosotros mismos: hacernos hombres.


2. Convertirnos al Evangelio

La vida franciscana es la «vida del Evangelio de Jesucristo» (1 R Pról 2); consiste en «observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 R 1,1). ¿Palabras redichas y escuchadas tantas veces y, por tanto, estereotipadas, gastadas, sin impacto en nuestras vidas? Y, sin embargo, ¿no son ellas como un grito que debería despertarnos, sacarnos de la mediocridad, ponernos en camino? ¿Qué quiere decir para nosotros Evangelio y conversión al Evangelio? ¿No estará ahí, por fortuna, el motor mismo de nuestra existencia en la fe, el dinamismo que nos hace vivir?

En efecto, ¿qué es el Evangelio sino el rostro mismo de Dios que, a través del libro de las Escrituras, se revela en Jesucristo, en su vida y en su palabra? Y este rostro de Dios es al mismo tiempo luz proyectada sobre el hombre y sobre toda la creación, luz que desvela la riqueza, la profundidad de todo lo que existe, y confiere sentido a la marcha hacia adelante de la historia. El Evangelio es, por tanto, la revelación, a partir del misterio de Dios y de Jesús, del triunfo final y de la magnificencia de la creación hecha por y para el amor.

Volvernos hacia el Evangelio, convertirnos al Evangelio es abrirnos a toda esa riqueza, acoger sus promesas y sus exigencias. Concretamente, eso nos exige una referencia constante, prolongada, paciente a la palabra de Dios escrita, para estudiarla, meditarla, ponerla en práctica. Sin un tal esfuerzo siempre renovado, sin confrontación frecuente con la Palabra, corremos el riesgo de cegarnos, de dejarnos llevar por cualquier viento, de zozobrar en la agitación, de tener una vida hecha astillas.

Ahora bien, ese cambio total hacia el Evangelio jamás está adquirido de una vez por todas: es un movimiento que siempre hay que reemprender y proseguir. «Comencemos, hermanos, porque hasta ahora nada hemos hecho» (1 Cel 103), tal debería ser la exigencia inscrita en el corazón mismo de nuestra vida. La mediocridad que amenaza a cada uno de nosotros y que frecuentemente marca a nuestras fraternidades, ¿no procede acaso del hecho de que creemos haber escuchado ya toda la cuestión y de haberla respondido definitivamente?

Si la ilusión de los jóvenes consiste en imaginarse la conversión ya consumada porque la Palabra ha sido escuchada teóricamente, la debilidad de los ancianos consiste en ser sordos a la llamada porque, instalados, desgastados, tienen la impresión de lo ya escuchado.

Si hay un grupo en la Iglesia que debería ser sensible a la inquietud evangélica, que es lo contrario de toda instalación, de todo adormecimiento, ese es precisamente nuestra familia franciscana. Ahora bien, ¿qué hemos hecho del Evangelio? ¿No se ha convertido, entre nosotros, en un ronroneo más que en una fuerza de alerta, de movilidad, de marcha hacia adelante? Al decir esto siento dolorosamente cómo mis propias palabras prolongan, tal vez, ese ronroneo. Espero, al menos, que algo de la verdadera y apacible inquietud franciscana pase a través de este llamamiento, porque el Evangelio no es un calmante, es fuego.

Sí, la «forma del Evangelio» es el elemento principal de nuestra formación inicial y permanente.


3. No desear sino a Dios

El centro de la experiencia personal de Francisco, como también el corazón de su proyecto comunitario, es el descubrimiento del misterio de Dios. La Admonición primera describe el camino hacia este misterio, y los pasajes principales de los escritos de Francisco atestiguan que ahí reside su preocupación primera. La vida evangélica, tal como es concebida y vivida por Francisco y por sus hermanos, no se comprende ni es posible sino apoyada en este fundamento último. La insistente y apremiante exhortación del capítulo 22 de la Regla primera, como también el llamamiento apasionado del capítulo 23 de la misma Regla, lo recuerdan con vehemencia a los hermanos y a todos los creyentes.

Antes de ser esto o aquello, Francisco es en primer lugar un creyente que camina hacia el esplendor deslumbrante y hacia la indecible dulzura de Dios, y que repite a sus hermanos que ahí, en esa búsqueda incesante, se encuentra el centro y el punto de apoyo de su vida. No estoy seguro de que estemos suficientemente convencidos de que el proyecto franciscano es, esencialmente, un proyecto místico en el sentido de que la experiencia de Dios en Cristo ocupa ahí el primer lugar.

Esta afirmación parecerá evidente, y podríamos interrogarnos sobre una tal evidencia. Precisamente porque semejante experiencia se tiene equivocadamente por presupuesta, como adquirida, como ya dada. En efecto, «tener el corazón vuelto hacia Dios», «no desear, no querer, no tener otro placer que Él» es la exigencia más difícil de vivir. El camino hacia Dios es largo, lento, monótono y secreto. En la marcha hacia Él tenemos que ir más allá de las palabras, de las ideas, de las imágenes, de los sentimientos. De etapa en etapa es necesario hundirnos en lo desconocido del misterio, siempre otro, siempre en otra parte.

Sé bien que estas frases suenan a huecas y parecen no tener garra en la vida real. Pero también sé que sólo esta experiencia indecible da a la vida su consistencia y sentido. Porque Dios solo es la medida y el devenir del hombre. No nos conocemos a nosotros mismos, ni a los otros, ni al mundo que nos rodea, sino descubriendo el misterio de Dios y de su enviado Jesucristo. Sin el presentimiento de este abismo, vivimos en la superficie contentándonos con palabras, con discursos, con comportamientos voluntaristas, y edificamos sobre el vacío. Sólo el hombre atrapado por el misterio último crece en la verdadera humanidad y dirige una mirada nueva sobre la realidad.

Evidentemente, todos nosotros admitimos esta verdad elemental para un creyente, y, sin embargo, reconozcámoslo, ella es la que más difícilmente se encarna en nuestras vidas. Si insisto tanto en ello es porque veo en la ausencia de esa encarnación la debilidad mayor de lo que somos como hermanos menores.

Procurar que desde el comienzo de nuestra vida franciscana hasta nuestra muerte estemos sin cesar abiertos, atentos, sensibles al misterio de Dios, esa me parece que es la tarea primordial de nuestra formación. Ahí se encuentra la piedra angular de nuestro proyecto: todo depende de este foco, todo se derrumba sin él. Hacerse hombres enamorados de Dios, espirituales, ¡qué proposición y qué camino abierto para siempre!


4. Amar a los hermanos

Los dos puntos anteriores hacían referencia a nuestra relación con Dios, a lo más profundo, a lo más oculto y, sin duda, lo más difícil para nosotros. Pero el encuentro auténtico con Dios, lejos de replegar al hombre sobre sí mismo y de separarlo del mundo, lo abre, por el contrario, a la verdadera relación. Más aún, el descubrimiento del misterio de Dios, presente en todo ser, es el único que nos desvela la densidad y esplendor de nosotros mismos y de todo hombre nuestro hermano. Si Dios es la medida del hombre, entrever a Dios es entrever el insondable misterio del hermano.

He dicho más arriba que el encuentro con el otro es el que hace de mí una persona humana, que llegue a ser yo mismo al abrirme al otro. La relación interpersonal es constitutiva del yo auténtico. Encontrar al otro, acogerlo, llevarlo, amarlo en una palabra, es también manifestar que uno ha sido atrapado por Dios, que ha experimentado con qué amor Él ama a todo hombre: «Tú los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,23), y «Como el Padre me ha amado, yo también os he amado a vosotros» (Jn 15,9).

Pero la relación con el otro, que nosotros estamos llamados a vivir en comunidad fraterna día a día, no es un camino de facilidad. Hace falta un aprendizaje perpetuo. Evitar la ilusión de un amor de fusión que no existe más que en la imaginación; aceptar al otro en su alteridad que sorprende, da miedo, repele a veces; proseguir con él, en el perdón, en la misericordia, en el apoyo paciente, el camino cotidiano; hacer gestos concretos de servicio y de amor, no con discursos sino con obras, tal es la exigencia permanente de un auténtico amor fraterno. Un amor humilde, sin captación, sin dominación, vivido en la rutina de la vida comunitaria y que no cede a la costumbre ni al desgaste.

Vivir esto en la vida de cada día con los hermanos que Dios nos ha dado, pero también en el encuentro con todo hombre que se cruce en nuestro camino; extender la misma actitud profunda al conjunto de la humanidad, he ahí un camino al que uno no se acostumbra jamás. Formarse en un tal amor requiere toda una vida; en este campo somos siempre aprendices, niños a quienes les queda todo por aprender. Nos cuesta amarnos unos a otros, y jamás sabremos amar a los otros como Dios y Jesús los han amado. Por eso, acerca de este punto capital, hemos de formarnos, a través de tanteos, fracasos y mucha paciencia, en el amor por el que se reconoce que somos discípulos de Jesús.


5. Dar testimonio con la vida y con la palabra

Una de las adquisiciones mayores del actual retorno franciscano a las fuentes es la convicción de que nuestra misión principal es nuestra vida evangélica en sí misma. Las CC. GG. de 1967 declaran en un artículo lapidario: «El apostolado fundamental de los hermanos menores es vivir la vida evangélica con simplicidad y alegría de corazón» (art. 93,1).

Así, nuestra aportación a la vida de la Iglesia y del mundo no se sitúa primeramente en el orden del «hacer»: ministerios, servicios, obras, sino en el orden del «ser». Queremos ser, en medio de los hombres, fraternidades de oración, de acogida, de amistad, presentes en todos los medios, recibiendo a todo hombre y yendo por doquier se tiene necesidad de una simple presencia humana y evangélica, para la justicia, la paz, la reconciliación.

Por consiguiente, nuestro cuidado primordial debería ser la calidad evangélica de nuestra vida personal y comunitaria. Esta exigencia nos remite a los cuatro puntos precedentes: en la medida en que los vivimos, algo del Evangelio de Cristo se revela, se bosqueja una imagen del mundo nuevo, se afirma la victoria del Resucitado.

La palabra y la acción, individuales y comunitarias, forman parte, por supuesto, de esa presencia misionera evangelizadora, pero sacan su fuerza y su eficacia de su enraizamiento en la vida.

En una palabra, me parece muy importante señalar, a nivel de lo que se llama apostolado o misión, nuestra originalidad franciscana. No hemos sido enviados para compromisos o servicios particulares de la Iglesia o del mundo; nuestra vida, en palabras incluso de la Regla, consiste en vivir según el santo Evangelio. En su Carta a la Orden, Francisco precisa así lo esencial de nuestra misión: «Alabad al Hijo de Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9).

Los actos y las obras de nuestra vida son el primer testimonio dado de Dios; ellos son los que manifiestan de la mejor manera el poder del Evangelio a los ojos de todos.

Así debemos estar convencidos de que nuestro apostolado esencial es nuestra vida según el Evangelio, y en eso es en lo que debemos formarnos.

Con este punto acabo la parte central de mi reflexión en la que he tratado de esbozar, de manera condensada y rápida, algunos valores que, a mi parecer, estructuran la formación franciscana. Nos quedan por tratar, en la última parte, algunas cuestiones de actualidad.


III. PUNTOS DE ACTUALIDAD

Estos puntos de actualidad son situaciones particulares que plantean cuestiones a las que la Orden debe responder. Apoyados en los grandes valores permanentes que acabamos de ver, debemos dar pruebas de imaginación para encontrar soluciones prácticas a estos problemas concretos. Menciono aquí algunos de ellos: el posible desplazamiento de la vitalidad de la Orden; la pobreza y la opción preferencial por los pobres, así como los compromisos por la justicia y la paz; el lugar hecho a los laicos en la Orden; la evolución de los estudios.


1. Desplazamiento de la vitalidad

En un artículo muy reciente sobre los «Jesuitas en el mundo» (Etudes, sept. 1983, pp. 149-158), el autor hacía notar que alrededor del 17 % de los miembros de la Compañía de Jesús viven en Asia, de los cuales cerca del 12 % en la India, donde se encuentra también el 27 % del conjunto de los jóvenes Jesuitas del mundo. En este caso, se puede hablar con justicia de un desplazamiento de vitalidad. Según mis informaciones, el mismo fenómeno sucede con las Franciscanas Misioneras de María. Mientras en los viejos países de Europa y de América del Norte, la vida religiosa da señales de asfixia y disminuye en número, nuevos brotes surgen vigorosamente en el Tercer Mundo, sobre todo asiático.

Desearía poder decir otro tanto de nuestra Orden, pero las estadísticas, incluso las más recientes, no me lo permiten. En efecto, según las últimas estadísticas (Acta OFM, mayo-junio 1983), la presencia franciscana en Europa alcanza el 64 % de la cifra total, América del Norte tiene cerca del 17 % de los hermanos, y América Latina el 15 %; para Asia no queda más que el 4 % del total. Es cierto que algunas entidades de Asia (Indonesia, India, Pakistán, sin hablar del Vietnam) manifiestan tener una buena vitalidad (sobre todo en Indonesia, donde el 50 % de los 104 hermanos está en período de formación), pero la implantación y desarrollo de la Orden no son allí, por el momento, espectaculares.

En cuanto a África, antes de hablar del Proyecto África, pongamos de relieve algunos hechos. Según las últimas estadísticas (Acta OFM, 1983), hay en África, incluyendo Egipto con sus 68 miembros, 483 hermanos. Repartiéndolos por zonas culturales, se encuentran 62 hermanos en el mundo musulmán (46 en el Magreb: Marruecos, Argelia; los otros 16 se encuentran en Libia y Somalia); 170 hermanos en África francófona (Zaire con 115 hermanos; Togo, 20; Madagascar, 15; Costa de Marfil, 12; Burundi, 5; Isla Mauricio, 3); 57 hermanos en los países de influencia portuguesa (Mozambique, 31; Guinea-Bissau, 26); y 126 en África anglófona (África del Sur, 93; Transkei, 13; Rodesia, 12; otros países, 8). En algunos de estos países, la vida franciscana ha tenido en estos últimos tiempos un desarrollo bastante rápido, aunque muy perturbado, como en el caso de Zaire. Madagascar, con una treintena de jóvenes que se han unido desde hace tres años a los 7 hermanos europeos, parece también una promesa con buen futuro (7 hermanos europeos, 1 profeso solemne malpache, 1 profeso simple, 6 novicios, 6 postulantes, 23 aspirantes). El Proyecto África, que preveía la implantación de la vida franciscana, en primer lugar bajo su forma de vida religiosa, se ha orientado principalmente hacia los países de África anglófona que no tenían hasta ahora ninguna presencia franciscana. Se puede preguntar si las implantaciones ya realizadas, sobre todo aquellas que prometen, han sido suficientemente tomadas en consideración y si no hay, por consiguiente, dispersión de fuerzas.

Pero la cuestión principal es saber si la Orden, que está perdiendo velocidad en el mundo desarrollado (Europa, América del Norte y tal vez incluso Japón), sabrá aprovechar la ocasión de echar raíces en Asia y en África: pienso en la India, Indonesia, Zaire, Madagascar, por no mencionar más que estos países.

Hacia la mitad del siglo XIX, cuando en Europa la Orden se encontraba en su punto más bajo, la emigración más o menos forzada hacia el Nuevo Mundo (Estados Unidos, Canadá...) permitió un primer enraizamiento en otras partes. ¿No ha llegado en la actualidad el momento de invertir fuerzas en Asia y en África, adonde se puede entrever un desplazamiento de vitalidad?


2. Pobreza, opción por los pobres, Justicia y Paz

Bajo este título reúno aquí tres cuestiones distintas, pero que tienen entre ellas conexiones naturales.

Hablamos cada vez menos de la pobreza en la Orden; el centro de interés parece desplazarse, al menos verbalmente, hacia la opción preferencial por los pobres, así como también hacia el compromiso en favor de la justicia y de la paz.

A este respecto quisiera hacer algunas preguntas críticas.

Primero, en lo que concierne a la pobreza. Es demasiado manifiesto que no vivimos, ni individual ni colectivamente, nada que se acerque a la pobreza de nuestros orígenes, que era, como sabemos, algo de radical y que situaba a los hermanos en la categoría de marginados. Los estudios recientes de Manselli y de D. Flood lo han demostrado históricamente. Este es un hecho que hay que admitir con lucidez. Pienso que no podemos o que no debemos soñar, en este punto, con un retorno a los orígenes. Queda el que tenemos una mala conciencia colectiva a propósito de la pobreza, el que hay una distancia entre la retórica que la celebra y lo que de ella nosotros ponemos en práctica, y el que la imagen que ofrecemos al mundo no tiene, en este campo, nada de diferente de la mayoría de los religiosos. Habría que sacar las consecuencias, interrogarnos seriamente sobre qué puede significar la pobreza franciscana hoy y, sobre todo, inventar, en lo que a ella concierne, nuevos modos de vida, en primer lugar para nosotros.

De lo contrario, las declaraciones sobre la opción preferencial por los pobres podrían constituir una coartada que nos dispensa de ese esfuerzo. También respecto a este punto se impone una lucidez crítica. La declaración de intenciones no cuesta caro y a menudo, por desgracia, no compromete demasiado. Tendríamos que ser conscientes de lo que ella exige de nosotros. Se dice, quizá demasiado a la ligera, que hay que estar por los pobres, con los pobres y como los pobres. En verdad, estar por los pobres y con los pobres quiere decir estar de acuerdo y comprometerse con ellos en sus pasos para salir de la pobreza, para conseguir condiciones decentes y normales de vida; en una palabra, ayudarles a no seguir siendo pobres. Ser como ellos no puede tener sino un sentido transitorio, como gesto profético de coparticipación de una condición inaceptable y que debe ser eliminada tanto para ellos como para nosotros. No realizar eso es contentarse con las palabras, porque la pobreza social es un mal que Dios condena y que el hombre debe combatir.

Luchar contra la pobreza es un deber de justicia, y, en este sentido, es bueno que los hermanos tomen conciencia de que ese deber les incumbe, como también la llamada a ser artesanos de la paz. Las orientaciones recientes emanadas del centro de la Orden nos han sensibilizado en esta doble exigencia de Justicia y de Paz. Pero aquí, de nuevo, hago una pregunta. ¿Cuál es la forma evangélica y por tanto franciscana de comprometerse en esa lucha? ¿Qué parte deben tener ahí las declaraciones, los gestos simbólicos, las acciones? La violencia y la agresividad pueden infiltrarse incluso en la lucha por la paz y la justicia. ¿Somos entonces hombres evangélicos que, «en medio de todas las cosas que padecen en este siglo, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, conservan la paz de alma y de cuerpo»? (Adm 15). En otras palabras, ¿podemos aportar la paz si nosotros mismos no somos pacíficos? Nuestra aportación propia a la lucha por la paz, ¿no será enseñarnos a nosotros mismos y a los otros cómo adquirir, conservar y difundir la verdadera paz en medio de las contradicciones y luchas?

Además, por muy importantes y urgentes que sean hoy los compromisos por la paz y la justicia, por muy importante que sea la contribución colectiva que aportar ahí, no podemos ver ahí el centro de gravedad de nuestra vida. Es uno de los valores de nuestro proyecto, pero no es el único ni, ciertamente, el principal.


3. El lugar de los laicos en la Orden

Según el testimonio de las Reglas y durante los 30 primeros años de nuestra existencia, fuimos una Orden indiferenciada, ni clerical ni laical. Contrariamente al conjunto de la vida religiosa de su tiempo y restableciendo sin saberlo los orígenes de la vida religiosa, Francisco agrupó en una única fraternidad idéntica a clérigos y laicos. Hasta la deposición de fray Elías (1239), el gobierno de la Orden estuvo en manos de laicos (Francisco, Pedro Cattani, Juan Parente, Elías). El Capítulo de 1239 excluyó a los laicos de los oficios de la Orden y limitó severamente su reclutamiento. Sin hacerlos formalmente religiosos de segunda categoría, se les ha excluido, desde entonces, de todas las funciones de responsabilidad en la Orden. Bajo el impulso de los estudios sobre nuestros orígenes y en la línea del Concilio, las CC. GG. de 1967 afirman, de nuevo, la igualdad total para los laicos en todo lo que se refiere a la vida de la Orden. Esto no se ha realizado canónicamente, aunque se hayan obtenido dispensas particulares.

Después de este rápido preámbulo histórico-jurídico, vengamos a la situación actual. El porcentaje global de los laicos en la Orden se sitúa, según las últimas estadísticas, alrededor del 18 %, por tanto, no llegan a ser 2 sobre 10. Cuando se sabe que los hermanos coadjutores de los jesuitas constituyen el 14 % de la Compañía, se comprueba que el lugar de los laicos en nuestra Orden apenas es más importante numéricamente.

Por otra parte, el hermano converso o laico de corte antiguo (empleado doméstico) está en vías de desaparición y apenas atrae sucesores: de los 630 novicios actuales, no hay más que 82 novicios laicos en sentido estricto, o sea, solamente el 13 %, lo que es notoriamente menor que la proporción en el conjunto de la Orden. Añadiéndoles los 113 novicios «adhuc sine optione», que todavía no han optado por el estado clerical o laical, tenemos un total de 195 novicios laicos, o sea, el 30 %; pero esta cifra es engañosa dado que muchas Provincias ponen sistemáticamente en esta categoría a todos sus novicios, de los que la mayor parte se orientará luego hacia el sacerdocio. En todo caso, hay Provincias que acusan una situación que podría llamarse catastrófica. Así, en Brasil, de 63 novicios, no hay ni uno solo laico; en Italia, de 80, hay 6 laicos; en España, de 29, hay 2; en Yugoslavia, de 44, hay 3. Las Provincias bien provistas son raras: en Alemania, de 30, hay 12 (o sea, el 40 %); en México, de 46, hay 13 (o sea, el 28 %). Mientras hablamos alto sobre la igualdad de derechos de los laicos, ¿estaremos en trance de convertirnos en una Orden puramente clerical? Las tendencias que se observan acá y allá -en las Provincias francófonas, por ejemplo, cuyos datos estadísticos son, por lo demás, confusos y poco significativos- de crear un nuevo tipo de laicos son, pues, mucho más teóricas que prácticas.

Lo que yo deduzco de todo esto, teniendo ante los ojos casos concretos, es que, si queremos hacer sitio a los laicos en nuestra Orden, hay que darles no sólo una igualdad jurídica real frente a las responsabilidades, sino también un cometido espiritual igual al de los hermanos sacerdotes. Quiero decir con esto que no hay que reservar para los laicos únicamente profesiones y empleos seculares: educación, sanidad, administración, trabajo social, manual, asalariado o no. Ciertamente, es normal que ellos tengan una profesión o un oficio; pero reservar las tareas espirituales a solos los sacerdotes y los oficios temporales a los religiosos laicos, me parece que es muestra de un nuevo clericalismo. Estimo que, aparte el ministerio sacramental, los hermanos laicos podrían y deberían ser, con una formación igual, teólogos, guías y animadores espirituales, agentes pastorales, historiadores. Después de todo, Carlo Carretto, Chiara Lubich, la madre Teresa no son sacerdotes y, sin embargo, como figuras espirituales, ejercen en la Iglesia una función que les podrían envidiar muchos sacerdotes. En resumen, es necesario hacer una clara distinción entre el cometido sacerdotal en sentido estricto y toda una serie de atribuciones que, de hecho, se han reservado a los sacerdotes, cuando la mayoría de esos cometidos puede ser ejercida por todos los cristianos que tienen la experiencia y la formación necesarias.

Es cierto que eso exige a los hermanos laicos una formación teológica, espiritual y franciscana apropiada; pero no se ve por qué ésta tenga que estar reservada a los clérigos, cuando hay laicos que llaman a nuestras puertas y tienen capacidad intelectual e incluso títulos universitarios. Y si se les orienta o ellos mismos optan por el sacerdocio, ¿no es porque a menudo toda tarea de animación o de influencia espiritual aparece vinculada exclusiva y abusivamente al ministerio ordenado?


4. Los estudios

Hay personas mucho más competentes que yo para hablar de los estudios en la Orden y de su organización, sobre todo, a nivel internacional. Lo que me permito aquí es hacer resaltar algunos puntos fuertes, así como puntos sensibles.

Un punto positivo, en primer lugar. Desde hace unos 20 años, incluso más en ciertos países, se asiste a una difusión indiscutible de estudios, publicaciones, sesiones sobre nuestros orígenes, particularmente sobre nuestros textos fundacionales: los escritos de Francisco. Vitalidad y penetración que no son iguales en todas partes, pero que llegan a extensas capas de la Orden e influencian la mayoría de los documentos oficiales. A los ojos de un historiador, es sin duda la primera vez en la historia de la Orden que los escritos de Francisco ejercen una tal influencia en la vida y reflexión de los hermanos. Es una gran suerte, un fermento extraordinario de renovación, aunque ésta aún no se hace sentir demasiado en la realidad concreta.

En cambio, el estudio de los grandes maestros franciscanos de la Edad Media (Buenaventura, Escoto) queda reservado a los especialistas y sufre un cierto eclipse en los hermanos. Esto se debe, en parte, al debilitamiento general de los estudios eclesiásticos, pero también, al menos en la mayoría de los países de la vieja Europa, al cierre de las casas de estudios provinciales. Si hace todavía 25 años, cada Provincia de la Orden tenía al menos dos casas de estudios (filosofía y teología) -lo que sin duda era excesivo y dispersaba las fuerzas disponibles-, hoy existen zonas culturales enteras, por ejemplo los países francófonos, donde, para varias Provincias, no hay ninguna casa de estudios, porque no hay bastantes estudiantes. Casi todos los demás países han tenido que reagrupar a los estudiantes de diferentes Provincias en algunas pocas casas o enviarlos a los seminarios diocesanos o a las facultades de teología. No me parece forzosamente negativa esta apertura forzada hacia el exterior; después de todo, ni la Escritura ni la teología son primeramente franciscanas, y se puede profundizar en ellas tanto fuera como en nuestros propios centros.

En cambio, lo que sería grave es dejar de lado lo que nos es propio: nuestras fuentes, nuestra historia, nuestra experiencia espiritual, nuestra manera de leer la Escritura, de profundizar en la teología, de reflexionar sobre el hombre y sobre el mundo. He ahí por qué es importante que existan centros de estudios al menos en cada zona cultural, lo que no ocurre en la actualidad. Esto evitaría la dispersión de fuerzas, coordinaría los esfuerzos individuales, limitaría las tendencias anárquicas que caracterizan hasta demasiado nuestras empresas franciscanas.

Sobre el tema de un centro de estudios verdaderamente internacional, no tengo más que dos deseos que expresar. Es capital, para la circulación de las ideas, para el encuentro de hermanos de todas las familias franciscanas, para el intercambio de experiencias, que exista un centro semejante y que se desarrolle. Pero, en la situación actual, tal vez no sea posible que un tal centro abarque toda la gama de las ciencias eclesiásticas. Más vale tener un sólido Instituto de estudios franciscanos históricos, teológicos, espirituales, que facultades clásicas mal dotadas de estudiantes, si no de profesores.

Para terminar, vuelvo sobre la idea ya enunciada bajo el título anterior: los estudios en cuestión deberían estar abiertos tanto a los clérigos como a los laicos, a condición de que estos últimos, cuando han hecho su ciclo secundario, no sean orientados automáticamente hacia el sacerdocio. Para resolver el problema del lugar de los laicos en la Orden, me parece capital que entre éstos haya también, al lado de los hermanos que ejercen profesiones y oficios seculares, teólogos, espirituales, animadores de la pastoral. Reservar estas funciones exclusivamente a los clérigos es confiscar en provecho de los sacerdotes lo que de suyo pertenece a todos los cristianos.


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Al término de estas reflexiones, tengo conciencia de haber tocado muchos puntos, sin haber desarrollado todas sus posibilidades y matices. Sin duda, también he dejado de lado un cierto número de cuestiones que merecen discusión. Además, he tomado a menudo posiciones que no comprometen más que a mí mismo.

Pero tal cual son, mis reflexiones, de las que he descartado deliberadamente la aproximación pedagógica, no miran más que a un objetivo: suscitar un intercambio, un debate sobre la gran cuestión de la formación inicial y permanente en la Orden.


[Thaddée Matura, OFM, La formación franciscana hoy. Valores centrales y cuestiones de actualidad, en Selecciones de Franciscanismo vol. XIII, n. 38 (1984) 181-196]

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