|
LA ORACIÓN, ELEMENTO ESENCIAL DE LA
FORMACIÓN |
. |
Apreciados hermanos. Si estoy aquí entre vosotros, se debe a la gran estima que tengo por los responsables de la formación franciscana de las generaciones jóvenes. Tenéis de hecho una tarea increíblemente difícil, dada la crisis de fe y de identidad que aflige a la Iglesia de hoy. El encargo que se os ha hecho es blanco de tiro preferido de las críticas de los frailes. Difícilmente se os alaba; más bien se cargan a vuestra cuenta, aún después de varios años, las quiebras espirituales de hermanos que «habían pasado por vuestras manos». A esto se une la enorme dificultad de orar en el actual contexto sociopsicológico. Aquellos pocos candidatos que llegan al noviciado son hijos de nuestro tiempo. Continúan, aún en el convento, viviendo «en el contexto de la Iglesia y de la sociedad de nuestro tiempo, sujeto a tantos cambios» (Documento de Taizé, n. 2). Parece que han desaparecido también en ellos unos puntos básicos de referencia espiritual. Están animados ciertamente de buenas intenciones, buscan ser sinceros consigo mismo y con los demás, a veces hasta la exageración, pero muchas veces son interiormente inseguros, inquietos y extrovertidos. Por eso, les cuesta mucho más que a nuestra generación concentrarse y orar. También en el campo religioso están atrapados por una insaciable manía de experiencias siempre nuevas. Si estoy aquí es, pues, con la intención de traeros una ayuda fraternal para estimular vuestra reflexión común. No me ilusiono con que os vaya a ofrecer soluciones milagrosas. Tengo la suerte de estudiar desde hace años a S. Francisco, su espíritu y la historia de la Orden. Después del Capítulo especial de 1968, me he concentrado particularmente sobre las fuentes franciscanas para descubrir el secreto de la oración franciscana. Con estos presupuestos, pienso desarrollar mi intervención, refiriéndome evidentemente a nuestras Constituciones actuales y, de modo particular, al Documento del Consejo Plenario de Taizé. Quisiera trazar algunos rasgos principales, haciendo hincapié sobre todo en cosas concretas. Hecho este preámbulo, entro sin más en el tema que me habéis asignado. I. Educadores-maestros de la oración, porque son cultivadores de ella 1. Si en cualquier campo es válido el principio filosófico: «Nadie da lo que no tiene», lo es de un modo clarividente en el campo pedagógico. !Quien quiere formar hombres orantes es necesario que ore él mismo! Giovanni Barra afirma justamente: «El ejemplo es determinante para los jóvenes. La ley biológica: la vida la da solamente un viviente, tiene aquí su confirmación, su verificación. Se aprende a orar viendo a los demás orar. Se enseña a orar a los jóvenes, orando con los jóvenes. El arte de la oración se enseña por contagio y por contacto». Los educadores franciscanos deben prepararse, y cada vez con más profundidad, en teología espiritual, espiritualidad franciscana, psicología religiosa; pero tales requisitos, aunque indispensables, no bastan por sí solos. Como la vida parte de uno que la posee, también el arte sublime del coloquio con Dios se comunica solamente de una conciencia a otra. La experiencia orante otorgará al educador la necesaria carga espiritual para convencer a los demás de la grandeza y bondad de Dios; le abrirá los ojos interiores para descubrir las necesidades particulares de aquellos que se le han confiado a su cuidado espiritual; le permitirá también conducirlos, con mano serena y segura, en su itinerario individual hacia Dios. El maestro de novicios y el director de estudiantes deberán ser, para sus jóvenes hermanos, como un libro vivo y abierto, en el cual ellos, en cualquier momento, puedan comprender cómo encontrarse con Dios. 2. !No se podrá consultar un libro de la biblioteca conventual que es prestado continuamente a extraños! !Es más que evidente que los educadores no son seleccionados de entre los frailes del montón de una Provincia! Podrían, por consiguiente, ser bien considerados en los variados campos de la pastoral de una diócesis. Pero vuestro encargo no es un empleo de media jornada o un título honorífico, que os permita aceptar una serie interminable de tandas de ejercicios espirituales. Vuestra tarea profesional es, por el contrario, una vigilante y continua presencia en la Fraternidad de formación y, por tanto, incompatible con obligaciones que os sustraigan habitualmente o con mucha frecuencia a vuestro deber, al cual la obediencia y la confianza de los Superiores os ha llamado. Nuestras Constituciones insisten clarísimamente en este principio (n. 21). Considero sin embargo urgente subrayar tal norma, obvia en sí misma. Conozco casos concretos en que los hermanos jóvenes en situación de crisis no han podido abrirse a tiempo a su director, porque estaba casi siempre fuera de casa, o era inaccesible por el excesivo trabajo. En casos de conflicto de conciencia, el responsable de la formación deberá ser el primero en hacer uso del derecho concedido por la Regla de recurrir al Ministro provincial. 3. La presencia física no es, naturalmente, más que un presupuesto indispensable para que el educador franciscano pueda ejercer su tarea de director espiritual. Uso este término sabiendo muy bien que voy contra corriente. En un clima de proclamación de absoluta libertad, le toca a la dirección espiritual la triste suerte de verse relegada al museo de las instituciones preconciliares. Si os la vuelvo a proponer, salvándola de su olvido injustificado, es porque me apoyo, no sólo en el buen sentido de quien me escucha, sino también en el ejemplo de S. Francisco mismo. El primer biógrafo, Tomás de Celano, no solamente refiere cómo el seráfico Padre enseñaba a orar a los primeros compañeros (1 Cel 45), sino que escribe expresamente: «Examinaba con diligencia la conducta de cada uno, santamente curioso de conocer el espíritu de los súbditos; y no dejaba nunca de castigar las más pequeñas culpas voluntarias. Primero tomaba en consideración los defectos de lo íntimo del espíritu, después juzgaba las cosas externas, finalmente quitaba las ocasiones que suelen conducir al pecado» (1 Cel 51). El Poverello, tan respetuoso con la vocación personal ajena, no dudó entrar en el santuario de la conciencia de aquellos que lo seguían. Desde este intercambio de experiencias espirituales se explica la maravillosa floración de santidad en la primera generación franciscana. La exigencia de atravesar el umbral de lo íntimo de los candidatos se impone, de hecho, por la obligación de iniciarlos en la vida espiritual. Ahora bien, encaminarlos hacia el conocimiento práctico de la vida franciscana no es comunicar un sistema doctrinal o hacer aprender una técnica, sino introducirlos en una forma de vida que deberá injertarse sobre un tejido espiritual, con un determinado grado de evolución. El maestro, para poder ayudar válidamente al candidato, deberá ineludiblemente conocer el carácter, las aptitudes, las tendencias interiores, el itinerario espiritual recorrido hasta aquel momento. Quien rehusara abrirse progresivamente a la confianza del director, mostraría con ello haber tocado a una puerta equivocada. Indicar cuáles son en concreto las tareas del director en la conducción de los jóvenes al descubrimiento gradual de Dios y del camino propio hacia Él, nos llevaría demasiado lejos. Sin embargo, no puedo eximirme de indicaros algunos puntos de referencia, evidentemente sólo en la perspectiva de la temática que nos interesa. Uno de los objetivos más importantes es el de explorar en el candidato, con delicadeza infinita, la imagen psicológica que tiene de Dios. La representación interior de Dios como bien sabéis es el fruto de un largo proceso espiritual. Lo que para un niño son la bondad premurosa de la madre y la presencia tranquilizadora del padre, viene proyectado poco a poco en la pantalla del alma con referencia a Dios. Como nos demuestra la experiencia pastoral, tal transposición muchas veces o no se realiza de hecho, o se realiza de tal manera que deforma la imagen divina. La idea de un Dios-tirano que inexorablemente castiga toda infracción del código moral, aunque sea pequeña, provoca necesariamente estados de angustia, de perfeccionismo y legalismo. Un amor desmesurado de los padres llevará al niño a una representación acaramelada de Dios, en la cual faltan totalmente los rasgos de su trascendencia. Tal «Dios» se reduce fácilmente a un ente de beneficencia, al cual se recurre solamente en caso de extrema necesidad. Entre tales extremos, se encontrarán innumerables matices de posibles equilibrios o desequilibrios. En nadie resplandece la imagen de Dios con aquel esplendor con que nos lo presenta el Nuevo Testamento. Por esta razón, una de las tareas del educador, tan delicada como agradable, es estimular al candidato a purificar sin cesar su idea psicológica y religiosa de Dios, por cuanto que en ella se encuentran lagunas o sinuosidades. Pero esto no agotará el empeño del responsable de la formación. Justamente con vistas a una oración eminentemente franciscana, él se dará prisa en subrayar los acentos religiosos tal como emergen en la experiencia espiritual del Poverello. En él descubrimos, de hecho, un admirable equilibrio entre trascendencia e inmanencia de Dios. Para convencernos de ello, basta recordar el primer verso del Cántico de las criaturas: «Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición». El aspecto dominante de su experiencia mística se orienta decididamente hacia la idea de «Dios, sumo bien, todo bien, bien total» (AlHor 11), como Él se manifiesta en la creación y en el misterio de Cristo. Para fundamentar una oración que se convierta en vida, que realice una total y continua donación a Dios y a los hermanos, el educador deberá favorecer una visión de Dios que resalte fuertemente la caridad divina. Otro problema, cada día más frecuente, que hace sufrir al director espiritual, es la inseguridad de la fe en los jóvenes. Causa y expresión de ello es el pluralismo teológico existente hoy día, la imprudencia extrema con que algunos ponen en circulación opiniones claramente contrarias a los dogmas de fe y las tendencias a la «contestación» total. Ningún educador religioso podrá hoy sustraerse a su grave obligación de confirmar a los candidatos en su fe (cf. Lc 22,32). Según la Regla y las Constituciones, le corresponde a él, junto con el Ministro provincial, constatar si los candidatos demuestran «con la propia vida creer firmemente lo que cree y tiene por cierto la Santa Madre Iglesia» (Constituciones, n. 18b). Considero que hoy día es particularmente imperioso aceptar la dimensión crística, sacramental y eclesial de su fe. Si tal base fuese defectuosa o faltase, sería temerario querer construir un edificio destinado a derrumbarse pronto o tarde. En presencia de incertidumbres concretas respecto a verdades de fe, no hay motivo para alarmarse, aunque nunca sea lícito descuidar una adecuada terapia. Urge hacer comprender que la fe cristiana no es tanto la aceptación de un sistema doctrinal, cuanto una adhesión alegre a una Persona. Contra la pretensión de pruebas racionales de los misterios revelados y contra el problematicismo inundante, es necesario insistir en la exigencia de la respuesta humilde y generosa de María: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Tal asentimiento global, obviamente no excluirá el «intelectus fidei», la profundización racional en el mensaje divino, para darse cuenta de lo que se cree y del porqué. Por eso, los responsables de la formación de todos los ciclos deberán ser teólogos bien informados. El que se contentare con el nivel alcanzado en los lejanos años del estudio de la teología, sería como el que hace de guía en la escalada de una montaña sin estar preparado. Además de una ayuda filosófico-teológica, se intentará ofrecer una dirección estrictamente espiritual, mostrando que la fe, además de ser un inestimable don de Dios, es también una conquista personal. El camino hacia Dios muchas veces está envuelto en densas nubes. Es sintomático para todos los creyentes el estado de ánimo que se revela en el grito del padre de un muchacho endemoniado: «!Creo, ayuda mi poca fe!» (Mc 9,24). Un problema particularmente delicado lo constituye la inquietud, inconstancia, volubilidad y escasa capacidad de concentración de los muchachos modernos. No os puedo, ciertamente, ofrecer medios taumatúrgicos para afrontar esta gran dificultad que ningún educador podrá eludir. Indico aquí solamente aspectos que tienen relación con la oración. Acoged al muchacho en su punto personal de llegada, sin pretender que dé pasos de gigante. Lo desanimaremos y hasta lo torturaremos si le pedimos desde el primer día una hora de meditación. Habituados al estrépito y al ritmo frenético del tráfico moderno, arrastrados por la rápida sucesión de imágenes de la televisión, los candidatos deben aprender fatigosamente a reentrar desde la periferia al centro, a posar la mirada contemplativa en una bella flor, a gustar la palabra del Señor, rumiándola hasta experimentar su dulzura y profundidad. En los casos en que el recogimiento encontrase obstáculos casi insalvables, podrán ser útiles, como nos recuerda el Documento de Taizé (n. 13), «las varias posiciones del cuerpo, con acciones simbólicas y signos». Es una discreta insinuación a los métodos orientales del Zen o del Yoga, que, para ser aconsejados por el director espiritual, requieren por parte suya el conocimiento y la experiencia personal. 4. Aunque es importante e indispensable la función del educador franciscano, él solo no podrá alcanzar la meta. Nuestras Constituciones dicen expresamente que «la responsabilidad del educador franciscano se extiende a toda la fraternidad, a la cual pertenecen los candidatos» (n. 29). La familia religiosa del noviciado o del estudiantado deberá, por tanto, favorecer activamente el aprendizaje y la profundización de la oración de los candidatos. El Documento de Taizé afirma justamente: «Es verdadera oración comunitaria aquella en que todos participan de hecho» (n. 33). Sería contraproducente a los fines de la formación que algunos miembros de la Fraternidad, aunque sea por motivos de apostolado, estén habitualmente ausentes de la Liturgia y de la oración mental. En tal caso, el tiempo de formación vendría inevitablemente considerado como una especie de obstáculo a superar para librarse después definitivamente del peso de la oración comunitaria. Además, hay que tener en cuenta que la gracia de la oración florece solamente sobre el humus de una vida cristiana y franciscana verdadera. Contrastes manifiestos y continuos entre los frailes, especialmente entre los responsables de la formación, un consumismo que se disfraza de pobreza, una obediencia que permite a cada uno seguir su propio capricho, extinguirían irremediablemente «el espíritu de la santa oración» (2 R 5). II. Vida franciscana-vocación contemplativa 1. Por todas partes hay lamentos en la vida religiosa por la creciente pérdida de identidad. Las Constituciones de los Institutos religiosos, oportunamente renovadas después del Concilio Vaticano II, se asemejan entre sí como dos gotas de agua. Tal nivelación amenaza con producir un tipo único de vida religiosa postconciliar, con grave menoscabo del carisma especial de los Fundadores. Como consecuencia, un número cada vez más creciente de religiosos dudan de su propia elección y con asombrosa facilidad dejan el propio Instituto. Los mismos jóvenes sienten la enorme dificultad de elegir el propio camino, no consiguiendo ya ver muchas veces las fisonomías espirituales propias de cada Orden religiosa. ¿Quién osará afirmar que la Orden capuchina ha escapado a este peligro? Mirando a estos vacíos e incertidumbres, se ha intentado recuperar, al menos sobre el papel, lo que se había perdido. En el Documento del Consejo Plenario de Taizé veo sobre todo un confortante signo de replanteamiento. En la Carta autógrafa que Pablo VI envió al Ministro general, con fecha del 20-VIII-1974, el Papa encomendó al Capítulo general la siguiente tarea: «Por último, dada la extrema importancia de la formación de los jóvenes de este elemento capital, en efecto, suele depender en gran parte la prosperidad o decadencia de los Institutos religiosos, es necesario que se examine más profundamente y se exponga más claramente la peculiar tradición de los Capuchinos, por la que vuestra Orden se distingue de las otras Familias franciscanas. Por lo tanto, deberán ser más claramente definidos y explicados el carisma franciscano y lo característico de la vida capuchina, que emana de la sana tradición de la Orden». Poco antes, el Pontífice explicaba: «Además, el espíritu contemplativo, que resplandece en la vida de San Francisco y de sus primeros discípulos, es un bien inestimable que sus hijos deben ahora promover nuevamente y hacer realidad en su vida». El Papa volvió sobre el mismo argumento en la memorable audiencia del 30-IX-1974, a la que tuve la suerte de asistir: «En primer lugar, permitidnos que nuevamente os recordemos la necesidad de conservar y excitar más y más en vosotros aquel espíritu contemplativo que tan claramente brilló en la primera época de los Franciscanos». 2. Que la vida franciscana tenga una orientación eminentemente contemplativa, se deduce de la Regla. Ninguna actividad, sea del género que sea, debe extinguir «el espíritu de la santa oración y devoción, al cual deben servir las demás cosas temporales» (2 R 5). Además, los Hermanos «tengan presente que por encima de todas las cosas deben desear tener el espíritu del Señor y su santa operación; orar siempre a Él con corazón puro...» (2 R 10). En estos dos textos se establece, de modo inequívoco, un principio de prioridad y de subordinación. Todo trabajo, aun el pastoral, está subordinado a la búsqueda de Dios en la oración y a la apertura a sus dones espirituales. Tal contemplación se desborda en acción fecunda. 3. Fue precisamente la Reforma capuchina la que reanudó y puso de relieve la vocación contemplativa de la Orden franciscana primitiva. Tras unos comienzos inciertos y fatigosos, en los que se tomó una orientación hacia una forma de vida casi exclusivamente eremítica, las Constituciones de 1536 encontraron el equilibrio justo. Así leemos en ellas: «Y porque la oración es la maestra espiritual de los Hermanos, a fin de que el espíritu de la devoción no se entibie en ellos, sino que, ardiendo continuamente en el altar del corazón, se encienda cada vez más, tal como deseaba el seráfico Padre, y también que el Hermano menor verdaderamente espiritual ore siempre, se ordena que por lo menos se destinen a esto, para los tibios, dos horas particulares...». A continuación sigue una joya de teología de la oración: «Y recuerden los Hermanos que orar no es sino hablar a Dios con el corazón; por esto, no ora quien a Dios habla sólo con la boca. Por esto, cada uno se esforzará en hacer oración mental, y según la doctrina de Cristo, Maestro óptimo, en adorar al Padre eterno en espíritu y verdad, teniendo diligente cuidado en iluminar la mente e inflamar el afecto, más que en formular palabras». He citado extensamente estos dos textos porque estoy convencido de que hay que volver atrás, más allá de las Constituciones de 1968 y hasta más allá del citado Documento de Taizé, para ver descritas plenamente las características de nuestro «munus contemplativum». La orientación contemplativa de la Orden capuchina abraza, pues, además de la prioridad de la oración sobre cualquier actividad, el primado de la oración interior sobre la vocal, su carácter prevalentemente afectivo y los dos períodos de tiempo mínimos de meditación diaria. 4. La orientación contemplativa de la vida capuchina no podrá ser silenciada durante el período de formación. Por lo demás, ya desde los tiempos de S. Francisco existía la vida exclusivamente contemplativa, sea de modo temporal, sea de modo definitivo; una vocación franciscana particular, por tanto, que deberá ser también explicada y para la que se debe dejar vía libre a los candidatos que se sientan llamados a ella. Además, es «un problema de vida o muerte» (Documento de Taizé, n. 4f) conseguir comunicar vitalmente a los jóvenes religiosos nuestro carisma específico. ¿No debería hacernos reflexionar el que, después de habernos abierto totalmente al mundo, muchas Provincias atraviesen un estado de agonía prolongada, mientras que algunas Ordenes contemplativas conocen una verdadera floración de vocaciones? ¿No nos debería dejar perplejos el inmenso éxito de los movimientos de meditación oriental en el mundo occidental, mientras nosotros los Capuchinos estamos no sólo prácticamente ausentes de tal campo de apostolado, sino que reducimos, un poco por todas partes, los tiempos de oración individual a la mínima expresión? Una recuperación !pero no solamente de palabra! en este campo significará comenzar la deseada reforma verdadera, reencontrar con plena claridad nuestra identidad, y reconquistar la eficacia en los varios campos del apostolado. III. El «munus contemplativum» en la oración personal Después de haber intentado delinear la orientación contemplativa de la Orden capuchina en general, debemos ahora centrarnos otra vez en la formación espiritual de nuestros candidatos. 1. Se ha dicho más arriba que el primado de la oración interior constituye una de las características del carisma capuchino. Vale la pena extenderse un poco más en la enunciación de este principio, para explicarlo mejor y evitar desagradables malentendidos. Se trata de dar a la oración individual, de una manera vívida y formal, la prioridad intensiva y extensiva sobre la oración vocal, incluida la litúrgica. Esto no significa, ciertamente, negar la primacía teológica de la Liturgia, como lo ha puesto de manifiesto vigorosamente el Concilio Vaticano II; ni excluye en lo más mínimo nuestra participación más viva y activa en el movimiento litúrgico sancionado por el mismo magisterio supremo de la Iglesia. Justamente la actitud contemplativa nos estimulará a beber más abundantemente en las fuentes inagotables de la sagrada Liturgia. No hace falta mucha experiencia para constatar cómo, hasta la celebración eucarística, aunque enriquecida con cantos festivos, puede degenerar en un formalismo vacío y ritualístico carente de vida. La meta de un corazón absorto en contemplar lo que la palabra divina o el gesto litúrgico encierran, es precisamente lograr una celebración en la que «la voz concuerde con el alma, y el alma concuerde con Dios» (CtaO). Para esta finalidad servirán «los intervalos de silencio», por ejemplo después de las lecturas bíblicas de la Misa y de la Liturgia de las Horas. No menos importantes me parecen aquellos minutos de recogimiento puestos al comienzo de la celebración litúrgica, intentando así romper psicológicamente con lo que se ha hecho y pensado antes, y poniéndose en sintonía con aquello que se va a celebrar. !Es difícil imaginarse que uno, diez minutos antes de la Misa, salte de la cama y consiga «ex abrupto» identificarse con lo que está viviendo en el altar! Lo mismo vale para aquellos que por sistema entran en el coro cuando el Oficio divino ha comenzado ya. La actitud contemplativa sugerirá, además, elegir los textos litúrgicos como objeto de meditación antes de recitarlos en público, y empujará a cada uno a preparar concienzudamente la parte que le tocará durante la celebración. Da pena observar cómo el celebrante en el altar o el lector en el coro, busca afanosamente la fórmula justa, creando en todos los participantes tensión y nerviosismo. El educador no se cansará de infundir en los jóvenes un gran respeto a la palabra divina y al rito sagrado. Debe resonar en sus corazones la exhortación del obispo: «Haz lo que haces». Así, una lectura bíblica debe ser pronunciada con tal claridad y solemnidad que sea comprendida fácilmente por todos los presentes, sin que tengan que recurrir al libro. Sería también un ejercicio muy benéfico introducir toda celebración eucarística con una breve explicación, refiriéndose sea al misterio, sea al santo que se celebra en aquel día, como también a las dos lecturas bíblicas. De esta manera la Fraternidad de formación experimentará cada día esta verdad: la oración interior es el alma de toda celebración litúrgica. 2. Pero además del fin contemplativo, al que el capuchino tiende en toda oración vocal, él dedicará todas sus energías y el tiempo necesario a la oración mental. El Documento de Taizé (n. 26) es muy explícito a este respecto: «Urge formar la conciencia a sentir la necesidad de la oración personal. Cada uno de los Hermanos, en cualquier lugar que se encuentre, ha de procurarse cada día un tiempo suficiente para la oración individual, por ejemplo, una hora entera». Considero aún como posible la distribución en dos tiempos de meditación al día, de los cuales uno se realizaría de forma comunitaria, y el otro preferiblemente de modo personal por cuenta propia. Fallaría toda formación espiritual, si no consiguiéramos crear la convicción de que la obligación de la oración personal nos acompaña dondequiera que estemos o andemos. Igual que encontramos tiempo y hasta más de una vez al día de nutrir el cuerpo con la comida necesaria, del mismo modo llegaremos a crear los intervalos de tiempo para la alimentación de la fe y del amor con una meditación que merezca tal nombre. Un «ayuno» espiritual prolongado se revelaría muy perjudicial para la genuinidad y fecundidad de nuestra vocación. Por lo demás, a un laico que visitase nuestras Fraternidades le parecería sin duda algo extraño constatar cuánto tiempo pasan muchos frailes delante del televisor, al tiempo que afirman que están sobrecargados de trabajo y que no disponen de tiempo para largas oraciones. 3. !Los dos tiempos de oración interior están previstos en las Constituciones de 1536 para los tibios! El espíritu de oración debería empapar toda la jornada. He aquí por qué el texto legislativo fundamental, desde las Constituciones del Albacina hasta las de 1968 y el Documento de Taizé, insisten unánimemente en el silencio. En el último documento, por ejemplo, leemos: «Corresponde a todos los Hermanos el cuidado de crear un clima de silencio, apto para la oración, comprometiéndose de común acuerdo a hacer uso con moderación, y en espíritu de mutua comprensión, de los medios de comunicación social» (Documento de Taizé, n. 28). Lo que aquí se inculca con mucha suavidad es ciertamente un «punctum dolens», un punto doliente de la vida religiosa de hoy. Además de los ruidos ensordecedores que día y noche rodean nuestras Fraternidades de ciudad, está el transistor que alguno, para oír una transmisión deportiva, lleva hasta el confesonario; existen, además, tocadiscos y «cassettes» que con melodías y palabras ligeras acompañan a no pocos frailes todo el santo día. Si la línea de comunicación espiritual está siempre ocupada y los oídos y el corazón están siempre inundados de un rumor canoro continuo, ¿cómo estaremos en situación de oír a Aquel que está a la puerta del corazón y llama, esperando que se le abra y se le acoja, para convidar al banquete festivo de su amor? (cf. Ap 3,20). El silencio, caracterizado como el «fiel custodio del espíritu de interioridad» (Constituciones, n. 43), tiene un rol insustituible para progresar en la oración. Como aspiración silenciosa al amor, ella se realiza en una zona situada mucho más allá de la sensibilidad, de las imágenes, de la reflexión. El lugar del encuentro entre Dios y el orante se halla en el punto del alma donde están enraizadas la voluntad y la inteligencia; allí donde el amigo y el esposo sienten la felicidad del propio amor sin conseguir expresarlo. Ahora bien, para saber entrar en tal profundidad interior, es indispensable un clima de tranquilidad, libre de ansia o agitación. ¿Conseguiremos convencer a los jóvenes de hoy de la absoluta necesidad de un mayor silencio? Ciertamente, no con imposiciones autoritarias, sino proponiéndoles la meta del diálogo con Dios, y enseñando el camino obligado que conduce a ello. Del mismo modo que el silencio vocal y ambiental favorece el «mentis silentium», la serenidad interior, así también la paz del alma es la atmósfera en la que florece el «spiritus orationis». 4. No es necesario demostrar que la oración mental franciscana es eminentemente evangélica y cristocéntrica. El cambio definitivo en la vida de S. Francisco sucedió precisamente al escuchar el texto evangélico de la misión de los apóstoles en la Porciúncula. Aunque su conocimiento extensivo de la Biblia fuese limitado los libros escritos a mano de entonces tenían un precio prohibitivo, él había penetrado en los textos accesibles hasta el punto de dejar admirados a los exégetas de profesión. Su comprensión extraordinariamente profunda del mensaje divino no dependía de una preparación cultural, sino que era fruto de su connaturalidad con él, hecha de límpida pureza interior, de escucha vigilante y de amor intenso. Son testimonios elocuentes de ello sus Escritos que, en su sencillez literaria, hablan el lenguaje del Evangelio y proponen ciertos temas dominantes de su espiritualidad evangélica, como el seguimiento de Cristo, la actitud filial de Jesús hacia el Padre, la pobreza interior y exterior, la minoridad y el servicio, la pureza interior, el espíritu y la carne, etc... Es igualmente evidente que la meditación del Poverello se concentraba toda en Cristo y en sus misterios. Nadie negará que Francisco fuera un enamorado de Jesús tal como se le mostraba a través del prisma de los Evangelios. Es interesante, sin embargo, constatar como él ha contemplado la historia de la salvación desde el ángulo especial de su carisma religioso. El ejemplo de la humildad y pobreza de Jesús, y sobre todo su infinito amor hacia la humanidad, guiaba su lectura y meditación bíblica. Aun subrayando con el Documento de Taizé (n. 22) la «divina inspiración con libertad evangélica» en la oración, se nos revela aquí un criterio preferencial. Nuestra meditación deberá orientarse con acentuada predilección hacia el evangelio y los misterios de Cristo. Creo que, también aquí, debo ser muy concreto. Sería muy deseable que, durante el noviciado y los años de formación, el candidato aprendiese de memoria los textos más sobresalientes del Nuevo Testamento. !Cuánto beneficio espiritual sacaríamos para nuestra piedad eucarística, con la memorización, por ejemplo, del capítulo 6.o de S. Juan! Transponiendo los versículos correspondientes del diálogo, el coloquio interior con Cristo se serviría de sus mismas palabras, encendiendo nuestro amor y acrecentando nuestra fe de modo intensísimo. El ciclo de las lecturas bíblicas será objeto de explicación exegético-espiritual diaria por parte del educador, de modo que se les facilite a los candidatos la meditación personal. El espíritu y el texto evangélico deberán transformarse en un verdadero torno de alfarero en el cual los hijos de S. Francisco reciben su típica conformación espiritual. 5. Constituye una mejora, respecto a las Constituciones de 1968, la afirmación del Documento de Taizé: «Nuestra oración es más bien afectiva, u oración del corazón, que nos lleva a una experiencia íntima con Dios» (n. 17). Como se ha dicho más arriba, la oración interior se sitúa más allá de la zona del sentimiento. Oración afectiva, por tanto, no tiene nada que ver con sentimentalismo, sino que se refiere a la facultad expresiva del corazón, como centro de la persona humana. Todas las experiencias profundas y los encuentros verdaderos se verifican allí. En la oración afectiva tampoco falta la luz que le viene al hombre del conocimiento, aunque supere el razonamiento discursivo y se identifique con la intuición que mana de la iluminación de la sabiduría divina. Es vastísima la gama de expresiones en que se manifiesta el amor a Dios. Con todo, el Documento de Taizé describe los temas dominantes: «Al contemplar a Dios, Sumo Bien, de quien procede todo bien, ha de brotar de nuestros corazones la adoración, la acción de gracias, la admiración y la alabanza» (n. 18). Mirando «nuestra condición de pecadores» en el espejo de la santidad infinita de Dios, el orante no puede dejar de expresar el dolor de su corazón. Finalmente, muchas veces el alma fija, en un silencio sereno y prolongado de adoración extasiada, su mirada en Dios infinitamente grande y misericordioso. También aquí hay que poner de relieve la importancia de que el candidato, sobre todo al comienzo, sea ayudado a crearse su repertorio personal de conceptos e imágenes para saber hablar afectuosamente con Dios. Se le advertirá también que después de prometedores comienzos, seguirán períodos de aridez en los que el alma tendrá la sensación de estar como una esponja exprimida. Entonces sentirá la necesidad de ser confortado y animado a continuar orando con fidelidad perseverante. Lo recuerda el mismo Documento de Taizé con una frase muy feliz: «Quien ora sólo cuando se siente con ganas, hace de la oración un instrumento de su amor propio» (n. 16). Será útil recordar siempre que «la oración debe ser un acto de amor auténtico» (n. 16). Es importante hacer comprender desde el principio que el progreso en la oración es proporcional a la superación del egoísmo. S. Francisco nos lo recuerda con insistencia, hablando, en el mismo contexto, del «corazón limpio», sólo con el cual se encuentra a Dios. El amor fraterno será especialmente la fragua donde se pruebe la autenticidad del afecto a Dios. Un autor moderno, E. Bianchi, parafraseando un texto conocido de S. Juan, dice: «¿Si uno no dialoga... con el hermano a quien ve, cómo podrá dialogar... con Dios a quien no ve?» 6. Faltaría una nota significativa si en el contexto de la oración interior franciscana no se hablase de la contemplación de Dios en la naturaleza. Tal dimensión del espíritu franciscano está muy bien tratada en varios textos de nuestras Constituciones. En el n. 10 leemos: «Inflamado por el amor del Espíritu Santo, S. Francisco adquirió de la adoración del Padre, Sumo Bien, el sentimiento de fraternidad universal por el que contemplaba en toda criatura la imagen de Cristo, primogénito y salvador». En el n. 83 se vuelve sobre lo mismo, completando el cuadro: «S. Francisco, lleno de alegría por la creación y redención del mundo, se sentía en comunión fraterna no sólo con los hombres, sino también con todas las criaturas, como él mismo proclamó admirablemente en el Cántico del hermano sol. A la luz de tal contemplación, admiramos las obras de la creación, cuyo principio y fin es Cristo, y que las investigaciones científicas hacen más maravillosas, induciéndonos a la adoración de la sabiduría y potencia del Padre... Contemplamos también en el misterio de Cristo el mundo de los hombres, al que de tal suerte amó Dios que le entregó su Hijo unigénito». Ni se silencia la necesidad de pobreza interior para no tener empañados los sentidos y el corazón: «S. Francisco exhorta a sus hermanos a alejar toda preocupación y, con puro corazón, casto cuerpo y santas obras, amar y adorar al Señor Dios en todas las criaturas» (n. 164). La mística de la naturaleza no es un punto de partida, sino una meta alcanzada después de un largo y penoso itinerario espiritual. Con todo, tal hecho innegable no dispensa de ponerse en camino. Hay que recordar de nuevo la necesidad de enseñar al candidato a saber unir los ojos y el corazón, a admirar largamente un paisaje, un cuadro artístico, los ojos de un niño. El estar excitados casi continuamente por tantas impresiones, noticias sensacionales, filmes interminables de imágenes, tiende a hacer insensible nuestro corazón. No acostumbrados a pararnos a mirar las cosas con cuidado y amor, hemos perdido la facultad de maravillarnos de la sabiduría y bondad divinas cuales se reflejan por todas partes. El espíritu franciscano debería ofrecer a un mundo árido y vacío interiormente por su tecnicismo desacralizado, un mensaje muy actual. * * * Ha llegado el momento de concluir. Inicialmente quería haber tratado también otros dos puntos importantes: la celebración litúrgica y las devociones en la formación franciscana. Al no serme factible, me he limitado a los aspectos de la oración personal. Antes de terminar quisiera, sin embargo, mencionar una meta muy importante en vuestra tarea de formadores. Esta tendrá buen éxito en la medida en que lleguéis a formar no sólo frailes orantes, sino también maestros de oración. Esto lo subraya, en un contexto más amplio, el Documento de Taizé: «El espíritu de oración y la promoción de la oración, sobre todo interior, fue desde los comienzos un carisma específico de nuestra Fraternidad Capuchina, dentro del pueblo de Dios» (n. 20). Agradeciéndoos de corazón vuestra escucha atenta, os ruego que integréis o rectifiquéis, en la discusión posterior, lo que desde vuestra experiencia de oración y de formación, os haya parecido incompleto o equivocado. Os deseo fraternalmente que continuéis con confiado optimismo en vuestra ardua tarea de «administrar» a los hermanos jóvenes «espíritu y vida». [En Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, n. 12 (1975) 315-328] |
. |
|