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Espejo de Perfección, 101-124 |
. | Capítulo X El espíritu de profecía Cómo predijo que habían
de hacerse las paces 101. Después de haber compuesto el bienaventurado Francisco las predichas alabanzas de las creaturas que llamó Cántico del hermano sol, aconteció que se originó grave discordia entre el obispo y el podestà (1) de la ciudad de Asís. El obispo excomulgó al podestà, y éste mandó pregonar que ninguno presumiera vender ni comprar nada al obispo, ni celebrar ningún contrato con él. El bienaventurado Francisco que oyó esto estando muy enfermo, tuvo gran compasión de ellos, y más todavía porque nadie trataba de restablecer la paz. Y dijo a sus compañeros: «Es para nosotros, siervos de Dios, profunda vergüenza que el obispo y el podestà se odien mutuamente y que ninguno intente crear la paz entre ellos». Y al instante, y con esta ocasión, compuso y añadió estos versos a las alabanzas sobredichas:
Llamó luego a uno de sus compañeros y le dijo: «Vete al podestà y dile de mi parte que tenga a bien presentarse en el obispado con los magnates de la ciudad y con cuantos ciudadanos pueda llevar». Cuando salió el hermano con el recado, dijo a otros dos compañeros: «Id y cantad ante el obispo, el podestà y cuantos estén con ellos el Cántico del hermano sol. Confío en que el Señor humillará los corazones de los desavenidos, y volverán a amarse y a tener amistad como antes». Reunidos todos en la plaza del claustro episcopal, se adelantaron los dos hermanos, y uno de ellos dijo: «El bienaventurado Francisco ha compuesto durante su enfermedad unas alabanzas del Señor por sus creaturas en loor del mismo Señor y para edificación del prójimo. Él mismo os pide que os dignéis escucharlas con devoción». Y se pusieron a cantarlas. Inmediatamente, el podestà se levantó y, con las manos y los brazos cruzados, las escuchó con la mayor devoción, como si fueran palabras del Evangelio, y las siguió atentamente, derramando muchas lágrimas. Tenía mucha fe y devoción en el bienaventurado Francisco. Acabado el cántico de las alabanzas, dijo el podestà en presencia de todos: «Os digo de veras que no sólo perdono al obispo, a quien quiero y debo tener como mi señor; pero, aunque alguno hubiera matado a un hermano o hijo mío, lo perdonaría igualmente». Y, diciendo esto, se arrojó a los pies del obispo y dijo: «Señor, os digo que estoy dispuesto a daros completa satisfacción, como mejor os agradare, por amor a nuestro Señor Jesucristo y a su siervo el bienaventurado Francisco». El obispo, a su vez, levantando con sus manos al podestà, le dijo: «Por mi cargo debo ser humilde, pero mi natural es propenso y pronto a la ira; perdóname». Y, con sorprendente afabilidad y amor, se abrazaron y se besaron mutuamente. Los hermanos quedaron estupefactos y radiantes de alegría al comprobar que se había cumplido puntualmente lo que había predicho el bienaventurado Francisco acerca de esta concordia. Y todos los presentes lo juzgaron por gran milagro; atribuyeron a los méritos del bienaventurado Francisco que tan de inmediato los visitara el Señor, haciendo que volvieran los dos de tanto escándalo y discordia a tan perfecta concordia sin el menor recuerdo de pasadas injurias. Nosotros que vivimos con el bienaventurado Francisco, damos testimonio de que, cuando decía de alguno: «Es o será así», siempre se cumplía a la letra. Y nosotros hemos visto tantas cosas, que sería prolijo escribirlas o contarlas. Cómo previó la
caída de un hermano 102. Hubo un hermano, en su porte exterior de vida devoto y santo, que de día y de noche parecía muy solícito en hacer oración. Guardaba de tal manera silencio continuo, que, cuando se confesaba con el sacerdote, se valía, a veces, de señas, no de palabras. Tan devoto y fervoroso parecía en el amor de Dios, que, sentado en ocasiones con los hermanos, con sólo oír buenas palabras -nunca hablaba-, se alegraba de forma extraordinaria interior y exteriormente; tanto que con esto movía muchas veces a devoción a los demás hermanos. Habiendo llevado muchos años este tenor de vida, sucedió que viniera el bienaventurado Francisco al lugar donde él estaba. Cuando le informaron de la vida de este hermano, les dijo: «Tened, en verdad, por cierto que está asediado por tentación diabólica; la señal es que no se quiere confesar». Llegóse allí el ministro general (cf. LP 116) a visitar al bienaventurado Francisco y empezó ante él a elogiar al mencionado hermano. Pero el bienaventurado Francisco atajó: «Créeme, hermano, que está llevado y engañado por el espíritu maligno». El ministro general repuso: «No deja de ser raro y casi increíble que pueda suceder esto en un hombre que ostenta tantas señales y obras de santidad». Mas el bienaventurado Francisco continuó: «Pruébalo; dile que se confiese una o dos veces a la semana. Si no te obedeciere, ten por cierto que es verdad lo que he dicho». El ministro general intimó al hermano: «Hermano, quiero absolutamente que te confieses dos veces a la semana, o una por lo menos». El taciturno se puso el dedo en la boca y, moviendo la cabeza y haciendo señas, manifestó que no lo haría de ninguna manera, por amor al silencio. El ministro, temiendo escandalizarlo, lo dejó. Pocos días después salió de la Orden voluntariamente y regresó al siglo vestido de hábito seglar. Y sucedió que dos de los compañeros del bienaventurado Francisco que iban de camino cierto día, tropezaron con él, que venía solo, como paupérrimo caminante. Con gran compasión le hablaron: «¡Infeliz! ¿Dónde ha quedado aquel tenor de vida tan devoto y santo? No querías conversar ni mostrarte a tus hermanos, y ahora andas errante por el mundo, como hombre que no conoce a Dios». Él empezó a hablar, perjurando muchas veces por su fe, como suelen hacer los del mundo, y le dijeron: «¡Infeliz! ¿Por qué juras ahora por tu fe, como suelen hacer los del siglo, cuando antes evitabas no sólo las palabras ociosas, sino hasta las buenas?» Y así, le dejaron. A los pocos días murió. Nosotros quedamos admirados al ver que se cumplía a la letra lo que había dicho el bienaventurado Francisco en el tiempo en que aquel desdichado era tenido como santo por los hermanos. Uno que lloraba delante del
bienaventurado Francisco 103. En el tiempo en que ninguno era admitido a la Orden sino con licencia del bienaventurado Francisco (cf. LP 70 n.5), vino a él, que estaba enfermo en el palacio del obispo de Asís, el hijo de un noble de Lucca con otros muchos que querían ingresar en la Orden. Al presentarse todos ellos al bienaventurado Francisco, hizo el joven una reverencia ante él y empezó a llorar a lágrima viva, al mismo tiempo que pedía ser admitido a la Orden. El bienaventurado Francisco, mirándole, le dijo: «Hombre infeliz y carnal, ¿por qué mientes al Espíritu Santo y a mí? Tu llanto es carnal, no espiritual». Y, dicho esto, llegaron al palacio, a caballo, unos parientes suyos que querían sacarlo y llevárselo. Al oír el ruido de los caballos, se asomó a una ventana, y vio que eran allegados suyos. Inmediatamente bajó donde ellos y, tal como lo había predicho el bienaventurado Francisco, se volvió con ellos al siglo. La viña de un sacerdote que
dejaron sin uvas 104. A causa de la enfermedad de los ojos, moraba el bienaventurado Francisco, en compañía de un pobre sacerdote, en la iglesia de San Fabián (2), cerca de Rieti. Entonces se encontraba el papa Honorio con toda la curia en dicha ciudad (cf. LP 67 n. 3). Muchos cardenales y otros personajes del clero visitaban casi todos los días al bienaventurado Francisco por la devoción que le tenían. Poseía la iglesia una pequeña viña junto a la casa en que estaba el bienaventurado Francisco, y en la casa había una puerta, por la que casi todos los que lo visitaban pasaban a la viña. Lo hacían porque las uvas estaban entonces en sazón y el lugar era agradable. Como consecuencia, toda la viña quedó hollada y casi limpia de uvas. El sacerdote empezó a enojarse, diciendo: «Aunque es pequeña la viña, de ella recogía lo suficiente para mis necesidades, y este año todo lo he perdido». Cuando llegó esto a oídos del bienaventurado Francisco, mandó llamar al sacerdote y le dijo: «No te turbes, señor, pues de momento no podemos hacer otra cosa; pero ten confianza en el Señor y espera, que por este pequeñuelo siervo suyo podrás resarcirte íntegramente del daño causado. Dime: ¿cuántos cántaros de vino has cosechado el año en que esta viña más ha dado?» El sacerdote respondió: «Trece cántaros, Padre». El bienaventurado Francisco contestó: «No estés por más tiempo malhumorado ni ofendas por esto de palabra a nadie; ten fe en el Señor y en mis palabras; si recogieres menos de veinte cántaros, yo haré que llegues a ese número». A partir de ese momento, el sacerdote guardó silencio y quedó tranquilo. Al tiempo de vendimiar recogió de la viña, por la divina largueza, veinte cántaros de vino, no menos. El sacerdote quedó maravillado, y lo mismo cuantos lo oyeron; y decían que, aunque las cepas hubieran estado cargadas de racimos, era imposible que hubieran dado tal cantidad de uva. Nosotros que vivimos con él damos testimonio de que no sólo en este caso, sino siempre, se cumplía a la letra lo que él había predicho. Unos caballeros de Perusa que le impedían predicar 105. Predicando el bienaventurado Francisco en la plaza de Perusa ante un gran concurso de fieles, algunos caballeros de la ciudad montados a caballo empezaron a correr por la plaza y a divertirse con las armas, e impedían la predicación. A pesar de que los asistentes a la predicación les afeaban su proceder, no cesaban de su diversión. Dirigiéndose el bienaventurado Francisco a ellos, les habló así con fervor de espíritu: «Escuchad y atended lo que el Señor os anuncia por este pobre siervo suyo; ni digáis: ¡Éste es de Asís!» (Se expresaba así porque el odio ciudadano entre Perusa y Asís era ya inveterado, y todavía está vivo) (3). Y continuó hablándoles: «El Señor os ha levantado por encima de vuestros vecinos, mas por eso mismo estáis más obligados a reconocer a vuestro Creador, humillándoos no sólo ante él, sino también ante vuestros vecinos. Pero, engreídos por la soberbia, arruinasteis a vuestros vecinos y matasteis a muchos. Pero yo os anuncio que, si no os convertís pronto a Dios y dais satisfacción a los que habéis ofendido, el Señor, que nada deja impune, hará que, para mayor venganza y castigo y para vuestro mayor escarnio, os levantéis en lucha unos contra otros, y, una vez que haya estallado la sedición y la guerra intestina, tengáis que sufrir tal cúmulo de tribulaciones como jamás os hubieran podido originar vuestros vecinos». El bienaventurado Francisco no callaba nunca en sus predicaciones los vicios del pueblo, sino que los denunciaba y los corregía con valor. Pero le había dado el Señor tantas gracias y dones, que cuantos oían sus palabras, de cualquier clase y condición que fuesen, le oían con temor y le reverenciaban por la gracia que Dios había derramado en él. Y, por mucha que fuera la vehemencia con que eran reprendidos, siempre quedaban prendados de sus palabras, y se convertían al Señor o se compungían de corazón. Y permitió Dios que, a los pocos días, se armara tal escándalo entre los caballeros y el pueblo, que éste llegó a arrojar de la ciudad a los caballeros. Los caballeros, apoyados por la Iglesia, devastaron los campos y los viñedos y talaron los árboles, y causaron todo el mal que pudieron al pueblo. El pueblo, a su vez, destrozó todos los bienes de los caballeros; y así, según la predicción del bienaventurado Francisco, pueblo y caballeros quedaron castigados. Cómo previó la oculta
tentación 106. Un hermano muy espiritual y familiar del bienaventurado Francisco venía sufriendo, desde hacía muchos días, sugestiones gravísimas del diablo, que lo pusieron al borde de la desesperación. Y crecía cada día tanto la sugestión, que ya se avergonzaba de confesarse tantas veces; en su angustia, se mortificaba mucho con abstinencias, vigilias, lágrimas y disciplinas. Dios había dispuesto en su divina providencia que el bienaventurado Francisco llegara a aquel lugar. Y un día que paseaba el hermano con el bienaventurado Francisco, conoció éste, por moción del Espíritu Santo, la tribulación y tentación del hermano. Apartándose un poco de otro hermano que iba con ellos, se acercó al atribulado y le dijo: «Carísimo hermano, quiero que no te creas obligado a confesar más esas sugestiones diabólicas y que no tengas miedo, pues no han dañado lo más mínimo a tu alma; con mi aprobación di siete padrenuestros cuando te veas acosado de ellas». El hermano se alegró mucho de que le hubiera dicho que no tenía que confesarse, pues era particularmente esto por lo que vivía tan angustiado. Pero se quedó estupefacto considerando que el bienaventurado Francisco había leído en su interior lo que sólo conocían los sacerdotes a los que se había confesado. Al momento fue liberado de la tribulación por la gracia de Dios y los méritos de San Francisco, y gozó desde entonces de admirable paz y sosiego. Era lo que el Santo esperaba y ésta la razón por la que lo descargó de ir a confesarse. Lo que predijo del hermano Bernardo
107. Como en los días cercanos a su muerte le hubieran preparado una comida más delicada, se acordó del hermano Bernardo, que fue el primero de los hermanos, y dijo a sus compañeros: «Esta comida es muy buena para el hermano Bernardo». Y mandó llamarlo. Luego que llegó, se sentó junto al lecho donde yacía el Santo. Y dijo el hermano Bernardo: «Padre, te ruego que me des tu bendición y me muestres tu amor. Si me muestras tu afecto paternal, creo que Dios y todos los hermanos me amarán más». El bienaventurado Francisco, que desde hacía muchos días había perdido la luz de los ojos, no lo podía distinguir; extendió su mano derecha y la puso sobre la cabeza del hermano Gil, el tercer hermano, que, por estar sentado junto a él, creyó que era la del hermano Bernardo. Mas, conociéndolo por luz del Espíritu Santo, dijo: «Ésta no es la cabeza de mi hermano Bernardo». Entonces, éste se acercó más, y el bienaventurado Francisco, poniendo la mano sobre su cabeza, lo bendijo (cf. 1 Cel 108; Flor 6), y mandó a uno de sus compañeros: «Escribe lo que te voy a decir: "El primer hermano que me dio el Señor fue Bernardo; el primero que empezó a cumplir y cumplió con toda diligencia la perfección del Evangelio distribuyendo todos sus bienes a los pobres. Por esto y por otras muchas prerrogativas suyas, estoy obligado a amarlo más que a ningún hermano en toda la Orden. Así que, en cuanto está de mi parte, quiero y mando que, cualquiera que fuese el ministro general, lo ame y reverencie como a mí mismo. Y que los ministros y todos los hermanos de toda la Religión lo miren como si de mí se tratara"». El hermano Bernardo y los demás hermanos se sintieron muy consolados con estas palabras. Considerando el bienaventurado Francisco la altísima perfección a que había llegado el hermano Bernardo, profetizó de él en presencia de algunos hermanos, diciendo: «Os aseguro que, para ejercitarlo, acosarán al hermano Bernardo algunos de los más terribles y sagaces demonios, que lo enredarán en mil tribulaciones y tentaciones. Pero, al acercarse su fin, el Señor misericordioso apartará de él toda suerte de tribulaciones y tentaciones y establecerá en tanta paz y consuelo su espíritu y su cuerpo, que todos los hermanos que lo presencien quedarán muy maravillados y lo tendrán por gran milagro; y en esa paz y consuelo de alma y cuerpo volará al Señor» (cf. 2 Cel 48). Todo esto se cumplió a la letra en el hermano Bernardo, no sin gran admiración de todos los hermanos que lo habían oído del bienaventurado Francisco. El hermano Bernardo gozaba en su última enfermedad de tanta paz y consuelo espiritual, que no quería estar echado en el lecho. Y, si yacía, estaba medio incorporado, para que ni la más ligera nubecilla subiera por su mente y le impidiera la consideración de Dios por el sueño o alguna imaginación. Y si alguna vez le sucedía lo que quería evitar, luego se levantaba y se despabilaba, diciendo: «¿Qué pasa? ¿Por qué he pensado así?» No quería tampoco tomar medicinas; y al que se las ofrecía le decía: «Mira, no me distraigas». Para poder expirar con más paz y más libre de todo, abandonó el cuidado de su cuerpo en manos de un hermano que hacía de médico, y le dijo: «No quiero tener ningún cuidado de la comida y de la bebida. Lo dejo en tus manos: si me la ofreces, la tomaré; si no, no la pediré». Desde el momento en que cayó enfermo, quiso tener cerca un sacerdote hasta la hora de morir; y, cuando le venía a la mente algo que agobiara su conciencia, al punto se confesaba. Después de su muerte se tornó blanco; su cuerpo, blando, y su cara, sonriente. Aparecía más hermoso de muerto que vivo, y todos se complacían más en contemplar su aspecto después de muerto que cuando vivía; parecía, en verdad, un santo sonriendo. Cómo, cercano a su muerte, 108. Dentro de la semana en que murió el bienaventurado Francisco, la señora Clara -la primera planta de las hermanas pobres de San Damián en Asís, émula principal del bienaventurado Francisco en la conservación de la perfección evangélica-, temerosa de morir antes que él, pues los dos estaban gravemente enfermos, lloraba amargamente y no lograba consolarse, porque creía que no iba a ver más al bienaventurado Francisco, que era su único padre después de Dios, su confortador y maestro y el primero que la fundamentó en la gracia de Dios. Valiéndose de un hermano, se lo comunicó al bienaventurado Francisco. Al escucharlo el Santo, se compadeció de ella por el amor singular y el afecto paterno que le profesaba. Pero, considerando que no podía suceder lo que ella pretendía, esto es, verlo vivo, para consuelo de ella y de todas las hermanas le dio por escrito su bendición y le perdonó todo defecto que pudiera haber cometido contra sus exhortaciones y contra los mandamientos y consejos del Hijo de Dios. Y para que se sobrepusiera a toda tristeza, iluminado por el Espíritu Santo, le habló así al hermano que ella le había mandado: «Ve y di a la señora Clara que abandone toda tristeza y dolor porque no pueda verme por ahora; pero que sepa de cierto que, antes de morir ella, me verán ella y sus hermanas, y tendrán en esto gran consuelo». Y sucedió que, muerto el bienaventurado Francisco poco después al anochecer [del 3 de octubre de 1226], vino por la mañana todo el pueblo y el clero de la ciudad de Asís, y entre himnos y alabanzas, llevando todos ramos de árboles, levantaron el santo cuerpo del lugar donde expiró. Por disposición divina, lo llevaron a San Damián, para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del bienaventurado Francisco para consolar a sus hijas y siervas. Y, removida la reja de hierro por donde las monjas solían (4) comulgar y escuchar la palabra de Dios, los hermanos levantaron del ataúd el santo cuerpo y lo sostuvieron en sus brazos ante la ventanilla por buen espacio de tiempo, mientras la señora Clara y sus hermanas se consolaban con verlo, aunque llenas de pena y de lágrimas al verse privadas de los consuelos y exhortaciones de tan gran padre. Cómo predijo que su cuerpo 109. Un día en que yacía enfermo en el palacio del obispo de Asís, un hermano espiritual le dijo en plan de bromas y sonriéndose: «¿Por cuánto venderías al Señor estos sacos tuyos? Muchos baldaquinos y telas de seda se pondrán sobre este cuerpecillo, ahora cubierto de saco». Entonces tenía una gorra cubierta del mismo saco que el vestido. Y respondió el bienaventurado Francisco, o, más bien, el Espíritu Santo por él, y dijo con gran fervor y gozo espiritual: «Dices verdad, pues así sucederá para alabanza y gloria de mi Dios». CAPÍTULO XI Providencia divina para con él en las cosas exteriores Cómo el Señor
proveyó a los hermanos que estaban 110. Estando el bienaventurado Francisco en el eremitorio de Fonte Colombo (cf. LP 68), cerca de Rieti, por la enfermedad de sus ojos, lo visitó un día el especialista en esta enfermedad. Como se hubiese detenido allí bastante tiempo y quisiese ya marchar, el bienaventurado Francisco dijo a uno de los compañeros: «Id y dadle de comer opíparamente al médico». El compañero respondió: «Padre, nos ruboriza el decirlo, pero estamos ahora tan pobres, que nos da vergüenza invitarle a comer». El bienaventurado Francisco dio por respuesta a los compañeros: «Hombres de poca fe, no me hagáis hablar más». Y el médico dijo a Francisco: «Hermano, por lo mismo que los hermanos son tan pobres, tengo más gusto en comer con ellos». El médico era muy rico, y, aunque el bienaventurado Francisco y sus compañeros le habían invitado muchas veces, nunca había aceptado el comer allí. Fueron los hermanos y prepararon la mesa; con gran rubor presentaron un poco de pan y de vino con algunas hortalizas que habían preparado para ellos. Apenas se sentaron a la paupércula mesa y empezaron a comer, cuando llamaron a la puerta. Se levantó uno de los hermanos y fue a abrir. Y, al abrir la puerta, se encontró con una mujer que acababa de llegar con una cesta grande llena de un pan hermoso, de una porción de peces, de pasteles de camarones, de miel y de uvas frescas al parecer, que enviaba al bienaventurado Francisco la señora de un castro que distaba siete millas. Ante el suceso, los hermanos y el médico quedaron admirados y llenos de gozo, y todos reconocieron la santidad del bienaventurado Francisco, atribuyendo el hecho a sus méritos. Y el médico dijo a los hermanos: «Hermanos míos, ni vosotros ni yo conocemos como debiéramos la santidad de este hombre». Cierto pescado que apeteció comer en una enfermedad 111. Otra vez que estaba enfermo muy grave en el palacio del obispo de Asís (5), los hermanos le instaban a que comiese algo. Y él les respondía: «No tengo ganas de comer; pero, si tuviese un trozo del pez que se llama lucio, lo comería con gusto». Lo acababa de decir, cuando llegó un hombre con una canasta con tres buenos lucios bien preparados y una torta de camarones, que comía a gusto el Padre santo. Esto era enviado por el hermano Gerardo, ministro de Rieti. Admirando todos la divina Providencia, alabaron al Señor, que había provisto a su siervo de lo que entonces era imposible hallar en Asís, porque era invierno. Manjar y paño que deseaba, cercano a su muerte 112. Estando el bienaventurado Francisco en Santa María de los Ángeles durante su última enfermedad, es decir, de la que murió, llamó un día a sus compañeros y les dijo: «Sabéis que la señora Jacoba de Settesoli (cf. 3 Cel 37) ha sido y es muy devota y fiel a mí y a nuestra Religión. Creo que agradecería mucho y le serviría de gran consuelo que le comunicarais mi estado de salud, y en particular que le dierais el encargo de que me envíe paño religioso de color ceniza, y también de aquella vianda que solía prepararme tantas veces en Roma». Los romanos llaman a este manjar «mostaccioli», y se prepara con almendras, azúcar y otros ingredientes. Era esta señora muy espiritual y viuda, de las más nobles y ricas de toda Roma; por los méritos y predicación del bienaventurado Francisco había conseguido tan inmensa gracia del Señor, que, por las lágrimas que continuamente derramaba y por la devoción que profesaba al amor y dulzura de Cristo, parecía otra Magdalena. Escribieron la carta, como había dicho el Santo, y un hermano buscaba a algún otro hermano que la llevara a la dicha señora. Entonces mismo llamaron a la puerta. Cuando el hermano abrió la puerta, vio que era la misma señora Jacoba, que a toda prisa había venido a visitar al bienaventurado Francisco. En cuanto la reconoció, uno de los hermanos fue en seguida a dar al bienaventurado Francisco la alegre noticia de que había llegado de Roma la señora Jacoba con un hijo suyo y muchas personas más a visitarlo. Y preguntó: «Padre, ¿qué hacemos? ¿Le permitimos entrar y venir hasta aquí?» Preguntaba esto porque sabía que, por voluntad de San Francisco, se había establecido que, por mayor honestidad y devoción a este lugar, no se permitiera entrar en él a ninguna mujer (6). Y respondió el bienaventurado Francisco: «Con esta señora, a quien su gran fe y devoción ha impelido a venir desde tan lejos, no reza este estatuto». Entró, pues, la señora hasta el lugar donde yacía el bienaventurado Francisco y derramó muchas lágrimas ante él. ¡Y cosa admirable! Había traído el paño mortuorio, de color ceniza, para una túnica y todo lo demás que contenía la carta, como si la hubiera leído. La señora habló así a los hermanos: «Hermanos míos, he oído que se me decía en espíritu cuando oraba: "Ve y visita a tu padre bienaventurado Francisco; date prisa y no tardes, porque, si te detienes mucho, no lo encontrarás vivo. Y lleva tal paño para túnica y tales cosas para que le prepares tal vianda. Lleva también buena cantidad de cera para hacer velas, e incienso"». Todo esto, menos el incienso, contenía la carta que se iba a enviar. Y así sucedió que el mismo que inspiró a los reyes que fueran con presentes a adorar a su Hijo el día de su nacimiento, inspiró también a aquella noble y santa señora que fuera con sus regalos a honrar a su amadísimo siervo en los días de su muerte, o, más bien, de su verdadero nacimiento. La señora preparó aquella vianda de la que gustaba comer el santo Padre; pero apenas la probó, pues le iban faltando las fuerzas y se acercaba a la muerte. Mandó hacer también muchas velas para que lucieran después de la muerte ante su santísimo cuerpo; y del paño que había traído hicieron los hermanos una túnica, con la que fue sepultado. Pero él mandó a los hermanos que la cosieran por fuera de saco en señal y ejemplo de santísima humildad y como obsequio a dama Pobreza. Y en la misma semana que vino la señora Jacoba, voló al cielo nuestro Padre santísimo. Capítulo XII Su amor a las creaturas y amor de éstas a él Amor especial que tuvo a las
alondras, 113. Absorto el bienaventurado Francisco todo él en el amor de Dios, contemplaba no sólo en su alma, tan hermosa por la perfección de todas las virtudes, sino también en cualquiera creatura, la bondad de Dios. Por eso, se sentía como transportado de entrañable amor para con las creaturas, y en especial para con aquellas que representaban mejor algún destello de Dios o alguna nota peculiar de la Religión. Así, entre todas las aves, amaba con predilección una avecita que se llama alondra (7). De ella solía decir: «La hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba a Dios con dulce canto, como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra y tienen su corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos». Y porque las consideraba adornadas de estas propiedades, se complacía mucho en verlas. Y fue del divino beneplácito que estas avecillas le demostraran señales de afecto especial en la hora de su muerte. Pues en la tarde del sábado, después de vísperas y antes de la noche, hora en que el bienaventurado Francisco voló al Señor, una bandada de estas avecillas llamadas alondras se vino sobre el techo de la celda donde yacía y, volando un poco, giraban, describiendo círculos en torno al techo, y cantando dulcemente parecían alabar al Señor. Cómo quiso persuadir al
emperador a que diese 114. Nosotros que vivimos con el bienaventurado Francisco y escribimos esto, damos testimonio de haberle oído decir muchas veces: «Si yo lograra hablar con el emperador, le suplicaría y le persuadiría a que, por amor de Dios y mío, diera una ley especial de que nadie coja o mate a las hermanas alondras ni les haga daño alguno. »Asimismo, que las autoridades de las ciudades y los señores de los castros y de las villas estuvieran obligados a mandar a sus subordinados que cada año el día de la Navidad del Señor echaran grano de trigo o de otros cereales por los caminos del campo para que pudieran comer las hermanas alondras y otras aves en fiesta tan solemne. Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese día sabrosa y abundante comida a los pobres». El bienaventurado Francisco tenía a esta solemne fiesta de Navidad mayor reverencia que a otras fiestas, y así decía: «Solamente después que el Señor ha nacido por nosotros, hemos podido ser salvos». Y quería que en este día todo cristiano saltara de gozo en el Señor y que, por amor de quien se nos entregó a nosotros, todos agasajaran con largueza no sólo a los pobres, sino a los animales y a las aves. Amor y obediencia que le
demostró el fuego 115. Cuando vino al eremitorio de Fonte Colombo, cerca de Rieti, a ponerse en cura de los ojos, a lo que le habían obligado, por obediencia, el señor obispo de Ostia y el hermano Elías, ministro general, un día lo visitó el médico. Examinada la enfermedad, dijo al bienaventurado Francisco que querría hacerle un cauterio desde la parte superior de la mejilla hasta la ceja del ojo más enfermo. El bienaventurado Francisco no quería ponerse en tratamiento si no venía el hermano Elías, porque le había dicho que quería estar presente cuando el médico iniciara la cura. Quería que fuera el ministro general quien lo dispusiera todo, porque le asustaba y le resultaba muy duro tener tan gran responsabilidad de sí mismo. Como lo hubiera esperado por algún tiempo y no llegara por impedírselo sus muchas ocupaciones, permitió por fin que el médico hiciera lo que quería. El médico puso el punzón de hierro en el fuego para hacer el cauterio, y el bienaventurado Francisco, para fortalecer más su espíritu y para que no desfalleciera, habló así al fuego: «Hermano mío fuego, noble y útil entre todas las creaturas, muéstrate ahora cortés conmigo, ya que siempre te he amado y te seguiré amando por amor de tu Creador. Ruego también a nuestro Creador, que nos ha creado a los dos, que modere tu ardor, para que yo pueda soportarlo». Y, acabada esta oración, trazó sobre el fuego la señal de la cruz. Nosotros que estábamos con él entonces, nos retiramos despavoridos, porque no lo resistía nuestra piedad y compasión, y se quedó el médico solo con él. Luego que el médico acabó el cauterio, volvimos a él y nos dijo: «Pusilánimes y de poca fe, ¿por qué habéis huido? Pues yo os digo en verdad que no he sentido dolor alguno, ni el ardor del fuego. Y, si todavía no ha quedado bien cauterizado, puede cauterizarlo mejor». El médico no pudo menos de admirarse y decir: «Hermanos míos, os confieso que hubiera temido que cauterio tan recio no hubiera podido soportarlo, no ya éste, débil y enfermo, sino ni el hombre más fuerte. Y él, ¡ni se ha movido ni ha dado muestra alguna de dolor!» Juzgó necesario el médico quemar todas las venas desde la oreja hasta la ceja, pero no le sirvió de nada. Asimismo, otro médico le perforó con un punzón candente las dos orejas, y tampoco le alivió nada. No es de admirar que el fuego y otras creaturas se le mostraran en ocasiones obedientes y respetuosas, pues -nosotros que hemos estado con él- hemos visto muchísimas veces con qué afecto las miraba y se complacía en ellas, y cómo su espíritu, llevado de tierna compasión, aspiraba a que nadie las tratara con desconsideración; él conversaba con ellas con gozo interior y exterior como si fuesen seres racionales; y muchas veces le servían para quedar arrebatado en Dios. No quiso apagar ni permitió
que apagaran 116. Entre las creaturas inferiores e insensibles, amaba singularmente al fuego, por su belleza y utilidad. Por ello, nunca le quería estorbar en su misión. Una vez que estaba sentado al amor de la lumbre, se le prendieron, sin darse cuenta, los calzones de lino por la rodilla, y, cuando empezó a sentir el calor del fuego, no quiso apagarlo. El compañero, viendo que se le estaba quemando la tela, se acercó presuroso a matar el fuego; pero el Santo se lo impidió y le dijo: «Hermano carísimo, ¡no hagas mal al hermano fuego!» Y no permitió de ninguna manera que lo apagase. Este hermano salió precitadamente a llamar al hermano que era su guardián y lo trajo a donde estaba el bienaventurado Francisco; y el guardián apagó el fuego, contra la voluntad del Santo. Ni por urgente necesidad quería apagar el fuego, o el candil, o las velas: ¡tanta era su piadosa atención para con él! No quería tampoco que los hermanos arrojaran las brasas o tizones de un lugar a otro, como es costumbre, sino que quería que los dejaran en el suelo por reverencia a quien los ha creado. No quiso usar más una piel 117. Un día de aquellos en que ayunaba una cuaresma en el monte Alverna, a la hora de comer, el compañero encendió fuego en la celda que hacía de comedor, y, dejándolo encendido, fue en busca del bienaventurado Francisco a otra celda donde éste oraba. Llevaba consigo un misal para leerle el evangelio de aquel día, porque los días que no podía oír misa quería oír el evangelio de la misa del día antes de la comida. Cuando volvió, para comer, a la celda donde estaba el fuego encendido, vio que éste ardía, y las llamas llegaban al techo. El compañero empezó a apagarlo a toda prisa, pero él solo no podía sofocarlo. El bienaventurado Francisco no se prestó a ayudarle, sino que, tomando una piel que usaba por la noche, se marchó con ella al bosque. Cuando los hermanos de aquel lugar, que estaban un poco lejos, se dieron cuenta de que se quemaba la celda, vinieron corriendo y apagaron el fuego. Luego vino el bienaventurado Francisco a comer, y después de la comida dijo al compañero: «No quiero usar ya más esta piel, porque mi avaricia no ha consentido que el hermano fuego la devorara». Amor especial que profesó al
agua y a las piedras, 118. Después del fuego, amaba con amor singular al agua, porque representa la santa penitencia y la contrición, por las cuales se limpian las manchas del alma y porque la primera ablución del alma se hace con el agua del bautismo. Así, cuando se lavaba las manos, se cuidaba de elegir un lugar en el que no pudiera ser pisada el agua que caía a tierra. También, cuando era preciso andar sobre las piedras, caminaba con gran temor y reverencia, por amor de aquel que es llamado piedra (1 Cor 10,4). Y, cuando rezaba el versículo del salmo: Me has ensalzado sobre la piedra (Sal 60,3), decía con profunda y reverente devoción: «Bajo los pies de la roca me has exaltado». Al hermano encargado de preparar la leña para la lumbre le decía que nunca cortase el árbol entero, sino que dejara algunas ramas íntegras, por amor del que quiso salvarnos en el árbol de la cruz. Igualmente, decía al hermano encargado de cultivar el huerto que no destinase toda la tierra para hortalizas comestibles, sino que dejara un trozo de tierra para plantas frondosas, que a su tiempo produjera flores para los hermanos, por amor de quien se llama Flor del campo y lirio de los valles (Ct 21,1). Decía incluso que el hermano hortelano debería cultivar en algún rincón de la huerta un bonito jardincillo donde poner y plantar toda clase de hierbas olorosas y de plantas que produzcan hermosas flores, para que a su tiempo inviten a cuantos las vean a alabar a Dios. Pues toda creatura pregona y clama: «¡Dios me ha hecho por ti, oh hombre!» Y nosotros que estuvimos con él veíamos que era tan grande su gozo interior y exterior en casi todas las creaturas, que, cuando las palpaba o contemplaba, más parecía que moraba en espíritu en el cielo que en la tierra. E, impelido por los muchos consuelos que experimentó y experimentaba en la consideración de las creaturas, poco antes de morir compuso unas alabanzas al Señor por las creaturas (cf. EP 120) para excitar a los que las oyeran a alabar a Dios y para que el mismo Señor fuera alabado en sus creaturas por los hombres. Cómo ensalzaba, más que
a ninguna creatura, 119. Con mayor afecto que a las demás creaturas carentes de razón, amaba al sol y al fuego. Y se explicaba así: «Por la mañana, cuando nace el sol, todos deberían alabar a Dios, porque ha creado el sol para nuestra utilidad: por él nuestros ojos ven la luz del día. Y por la tarde, al anochecer, todo hombre debería alabar a Dios por el hermano fuego; por él ven nuestros ojos de noche. Todos, en efecto, somos como ciegos, y el Señor da luz a nuestros ojos por estos dos hermanos nuestros. Por eso, debemos alabar especialmente al Creador por el don de estas y de otras creaturas de las que nos servimos todos los días». Él lo practicó siempre así hasta su muerte. Es más: cuando se agravaba su enfermedad, empezaba a cantar las alabanzas del Señor a través de las creaturas, y luego hacía que las cantaran sus compañeros, para que, considerando la alabanza del Señor, se olvidara de la acerbidad de sus dolores y enfermedades. Pensaba y decía que el sol es la más hermosa de todas las creaturas y la que más puede asemejarse a Dios y que en la Sagrada Escritura el Señor es llamado sol de justicia (Mal 3,20); así, al titular aquellas alabanzas de las creaturas del Señor que compuso con motivo de que el Señor le cercioró de que estaría en su reino, las quiso llamar Cántico del hermano sol. Ésta es la alabanza de las
criaturas que compuso
Capítulo XIII Su muerte. Alegría que
demostró cuando supo Cómo respondió al
hermano Elías, 121. Cuando yacía enfermo en el palacio del obispo de Asís y parecía que Dios había aplicado su mano sobre él con más peso que de ordinario, temeroso el pueblo de Asís de que, si moría de noche, los hermanos tomaran el cuerpo santo y lo llevaran a enterrar a otra ciudad, acordaron que todas las noches hubiera centinelas apostados por los alrededores, fuera de los muros del palacio, para impedirlo. Nuestro Padre santísimo, para fortalecer más su espíritu, no fuera que con la acerbidad del dolor, que de continuo le punzaba, alguna vez desfalleciera, hacía que sus compañeros le cantaran muchas veces al día las alabanzas del Señor; y lo mismo hacía de noche para consuelo y edificación de los seglares que hacían vela en las afueras del palacio. Viendo el hermano Elías que el bienaventurado Francisco en tan dolorosa enfermedad se fortalecía y se gozaba así en el Señor, le dijo: «Carísimo hermano, es para mí de hondo consuelo y edificación ver la alegría que muestras por ti y por los demás compañeros en tu enfermedad. Pero, aunque los hombres de esta ciudad te tienen por santo, sin embargo, como están persuadidos de que tu enfermedad es incurable y que pronto morirás, al oír que estas alabanzas se cantan de día y de noche, podrían decirse para sí: "¿Cómo manifiesta tanta alegría el que está próximo a morir? Debería pensar en ello"». El bienaventurado Francisco le respondió: «¿Te acuerdas de la visión que tuviste en Foligno (cf 1 Cel 109) y me dijiste entonces que alguno te había dicho que yo no viviría dos años? Pues ya antes que tuvieras esa visión, por la gracia de Dios, que sugiere todo lo bueno al corazón y lo expresa por boca de sus fieles, pensaba continuamente, día y noche, en el término de mi vida. Pero desde aquel momento en que tuviste la visión, he sido más solícito en pensar todos los días en el punto de mi muerte». Y luego, con gran fervor de espíritu, dijo: «Déjame, hermano, gozarme en el Señor y en sus alabanzas mientras padezco, pues, por la gracia recibida del Espíritu Santo, estoy tan adherido y unido a mi Señor que, por su gran misericordia, bien puedo regocijarme en el Altísimo». Cómo indujo al médico a
que le dijera 122. En aquellos días lo visitó en el mismo palacio un médico de Arezzo llamado Buen Juan, muy íntimo del bienaventurado Francisco. Éste le preguntó: «¿Qué te parece, Finiato, de mi mal de hidropesía?» No quiso llamarlo por su nombre propio, porque no quería llamar bueno a ninguno que se llamara así, por reverencia al Señor, que dice: Ninguno es bueno, sino sólo Dios (Lc 18,19). Asimismo, no llamaba a ninguno «padre» o «maestro», ni lo escribía en sus cartas, por la misma reverencia al Señor, que dice: Y a nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, ni os llaméis maestros, etc. (Mt 23,9-10). El médico le dijo: «Hermano, por la gracia de Dios, te irá bien». De nuevo el bienaventurado Francisco: «Dime la verdad: ¿qué te parece? No te dé pena, pues, gracias a Dios, no soy un asustadizo que tema la muerte. Confortado con la gracia del Espíritu Santo, estoy tan unido con mi Señor, que estoy contento con morir como con vivir». Entonces le dijo abiertamente el médico: «Padre, según los conocimientos de nuestra ciencia médica, tu enfermedad no tiene cura, y creo que a fines del mes de septiembre o el 4 de octubre morirás». Al oír esto el bienaventurado Francisco, que yacía en el lecho, extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con íntima alegría de alma y cuerpo: «Bienvenida sea mi hermana muerte». Cómo, cerciorado de que
había de morir pronto, 123. Después de todo esto, un hermano le dijo: «Padre, tu vida y tu comportamiento fue y es luz y espejo, no sólo para tus hermanos, sino para toda la Iglesia, y lo mismo será tu muerte. Y, aunque tus hermanos y otros sientan tristeza y dolor por tu muerte, para ti será consuelo y gozo infinito. Tú pasarás, de grandes trabajos, al eterno descanso; de muchos dolores y tentaciones, a la paz perdurable; de la pobreza temporal, que amaste siempre y practicaste perfectamente, a las verdaderas e infinitas riquezas, y de la muerte temporal, a la vida sin fin, en donde verás cara a cara a tu Dios y Señor, a quien en este mundo has amado y ansiado con fervoroso amor». A continuación le dijo con toda claridad: «Padre, has de saber en verdad que, si Dios no te ayuda con alguna medicina del cielo, tu enfermedad no tiene cura y poco vivirás ya, según dictamen de los médicos. Te digo esto para vigorizar tu espíritu y para que te goces siempre en el Señor interior y exteriormente con el fin de que tus hermanos y otros que te visitan te encuentren siempre gozoso en el Señor; que para quienes lo ven y para quienes lo oigan después que hayas muerto, tu muerte sea memorial perpetuo, como lo fue y será siempre tu vida y tu conducta». Entonces, el bienaventurado Francisco, aunque más decaído que de ordinario por las molestias de la enfermedad, pareció recobrar más alegría espiritual oyendo que tenía próxima la hermana muerte, y con gran fervor de espíritu alabó al Señor, diciendo: «Pues, si es voluntad de mi Señor que muera pronto, llama a los hermanos León y Ángel para que me canten a la hermana muerte». Tan pronto como llegaron los dos hermanos, llenos de tristeza y dolor, cantaron entre lágrimas el Cántico del hermano sol y de las demás creaturas del Señor que el Santo había compuesto. Y, al llegar a la última estrofa del Cántico, añadió estos versos de la hermana muerte, diciendo:
Cómo bendijo a la ciudad de
Asís 124. Certificado el Padre santísimo, tanto por el Espíritu Santo como por dictamen de los médicos, de la inminencia de la muerte, estando todavía en dicho palacio y sintiéndose cada vez más abrumado y falto de fuerzas, dispuso que lo trasladaran en una camilla a Santa María de la Porciúncula, porque anhelaba acabar su vida allí donde había empezado a experimentar la luz y la vida del alma. Cuando llegaron al hospital, situado a la mitad del camino entre Asís y Santa María (8), dijo a los que lo llevaban que dejaran las parihuelas en el suelo. Como, debido a su prolongada y grave enfermedad de los ojos, apenas veía nada, hizo que le volvieran de forma que tuviera el rostro mirando hacia la ciudad de Asís. Entonces, incorporándose un poco, dio la bendición a la ciudad, diciendo: «Señor, como, según creo, esta ciudad fue en la antigüedad lugar y refugio de hombres malvados, así veo que, cuando has querido, por tu mucha misericordia has manifestado en ella de forma singular la abundancia de tus bondades y que por tu sola bondad la has elegido para que sea lugar y morada de los que te conozcan de verdad y den gloria a tu santo nombre y ofrezcan a todo el pueblo cristiano olor de buena fama, de vida santa, de la doctrina verdadera y de la perfección evangélica. Te ruego, pues, Señor mío Jesucristo, Padre de toda misericordia (cf. LP 5 n. 3), que no te acuerdes de nuestras ingratitudes, sino ten presente la inagotable clemencia que has manifestado en ella, para que sea siempre lugar y morada de los que de veras te conozcan y glorifiquen tu nombre, bendito y gloriosísimo, por los siglos de los siglos. Amén». Dichas estas palabras, lo llevaron a Santa María. Cumplidos los cuarenta años de edad y los veinte de su admirable penitencia, el día 4 de octubre del año del Señor 1226 (9) voló al encuentro de nuestro Señor Jesucristo, a quien amó de todo corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas, con vivísimo anhelo y afecto; a Él siguió perfectísimamente, tras Él corrió velozmente y, por fin, gloriosísimamente llegó a Él, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén. Aquí acaba el Espejo de perfección del estado del hermano menor, en el cual se puede ver reflejada suficientemente la perfección de su vocación y de su profesión de vida. Toda alabanza y toda gloria sea dada a Dios Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. ¡Aleluya, aleluya, aleluya! Honor y acción de gracias a la gloriosísima Virgen María. ¡Aleluya, aleluya! Enaltecimiento y glorificación a su siervo santísimo Francisco. ¡Aleluya! Amén. * * * * * Notas: 1) Primer magistrado o gobernador de algunas ciudades italianas. Cf. LP 84. No es seguro que el podestà fuera Opórtolo. El obispo era Guido II. 2) Iglesia llamada hoy «de la Foresta» o «del Bosco». 3) LP 75. Bigaroni hace notar que el autor del EP dice que el antiguo odio «existía y existe» ("antiquum odium erat et est"), porque, cuando él escribía, se volvían a despertar las discordias entre las dos ciudades por obra de Francesco de Muzio. Cf. también 2 Cel 37. 4) A diferencia de LP 13, que dice «suelen comulgar», el EP dice «solían», que, según Bigaroni, querría decir que el texto habría sido escrito después que las clarisas abandonaron San Damián, esto es, después de 1260. 5) A pesar de lo que dice el texto, Bigaroni opina que se trata del palacio del obispo de Rieti, porque es poco probable que el hermano Gerardo le haya enviado el pez a Asís. 6) Respecto a la clausura, cf. LP 8 n. 6. 7) En el texto original se añade: «que vulgarmente se llama lodola capelluta» = alondra de caperuza. 8) El hospital de los crucíferos de San Salvador delle Pareti o di Pallereto. 9) Todos los manuscritos del Speculum perfectionis dan estas fechas. La primera ha de ser corregida: murió la noche del 3 de octubre. Respecto a los demás datos, cf. 1 Cel 1 n. 4. |
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