DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Espejo de Perfección, 76-100


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Capítulo V

Su celo por la profesión de la Regla
y por toda la Religión

Cómo alababa la profesión de la Regla
y quería que los hermanos la supieran,
hablaran de ella y murieran con ella

76. El bienaventurado Francisco, perfecto celador de la observancia del santo Evangelio, vigilaba ardentísimamente por la común profesión de nuestra Regla, que no es sino la observancia perfecta del Evangelio. A los que son y serán verdaderos celantes de la misma, los bendijo con bendición especial (1).

Decía a sus imitadores que esta profesión nuestra [la Regla] es libro de la vida, esperanza de salvación, arra de la gloria, medula del Evangelio, camino de la cruz, estado de perfección, llave del paraíso y pacto de eterna alianza. Quería que todos los hermanos la tuvieran y que todos la supieran (1 R 24,4); quería también que los hermanos en los coloquios, para quitar el tedio, hablasen de ella con frecuencia y que, para recordar el juramento emitido, reflexionaran acerca de ella muchas veces en su interior.

Enseñó también que debían llevarla siempre ante los ojos, como aviso y despertador de la vida que tenían que llevar y de la observancia regular a que estaban obligados; y lo que es más todavía, quiso y enseñó que los hermanos debían morir con ella.

Un santo laico que fue martirizado
con la Regla en las manos

77. Hubo un hermano laico que nunca olvidó estas santas enseñanzas del beatísimo Padre. Creemos firmemente que forma parte del coro de los mártires, pues, estando entre los infieles en ansias de martirio y siendo conducido a él por los sarracenos, estrechaba con gran fervor la Regla entre sus manos; y, puesto de rodillas, dijo a su compañero: «De todas las faltas que he cometido contra esta Regla, querido hermano, me confieso culpable ante los ojos de la divina Majestad y ante ti».

A esta breve confesión siguió el golpe del alfanje, que, al cortar su vida, le ciñó la corona del martirio. Este jovencito había entrado en la Orden sin apenas poder soportar los ayunos de la Regla, y llevaba, sin embargo, tan joven, la loriga a raíz de la carne. ¡Joven feliz, que felizmente empezó la carrera y más felizmente la acabó! (2).

Quiso que la Orden estuviera siempre
bajo la protección y corrección de la Iglesia

78. El bienaventurado Francisco decía: «Iré a recomendar la Religión de los hermanos menores a la santa Iglesia romana. Con su vara poderosa, los malévolos serán asustados y corregidos, y, en cambio, los hijos de Dios gozarán de libertad en todas partes para aumento de la eterna salvación. Reconozcan así los hijos los dulces beneficios de su madre y sigan siempre con singular devoción sus huellas venerandas.

»Con su protección no habrá en la Orden ningún mal tropiezo, ni el hijo de Belial pisará impune la viña del Señor. Ella, madre santa, emulará la gloria de nuestra pobreza y no permitirá jamás que con la nube de la soberbia se oscurezca el resplandor de la humildad. Ella conservará vigorosos en nosotros los vínculos de la caridad y de la paz, reprimiendo con estrictas penas a los disidentes; y en su presencia florecerá siempre la observancia de la pureza evangélica; y no consentirá que ni por un momento se desvirtúe el olor de la buena fama y de la santa vida».

Cuatro privilegios que el Señor otorgó a la Religión
y reveló al bienaventurado Francisco
(3)

79. El bienaventurado Francisco decía que había alcanzado del Señor, según le fue comunicado por un ángel, estas cuatro prerrogativas: que la religión y profesión de los hermanos menores duraría hasta el día del juicio; que ninguno que de propósito persiguiera a la Orden viviría mucho; que ningún pecador que quisiera vivir mal en la Orden podría permanecer en ella mucho tiempo, y que todo el que amara de corazón a la Orden, por mayor pecador que sea, al fin alcanzará misericordia.

Las condiciones que señaló como necesarias
en el ministro general y en sus consejeros

80. Era tanto el celo que tenía por la conservación de la perfección en la Religión y tan alta le parecía la perfección de la profesión de la Regla, que muchas veces pensaba en quién sería el idóneo para empuñar, después de su muerte, el gobierno de toda la Religión y mantenerla, con la ayuda de Dios, en su perfección; y no lo descubría por ninguna parte.

Cuando estaba ya próximo a la muerte, le dijo un hermano: «Padre, tú irás al Señor, y esta familia que te ha seguido quedará en este valle de lágrimas; dinos si tú conoces en la Orden alguno en quien confíes y a quien puedas imponer el cargo de ministro general».

El bienaventurado Francisco respondió con palabras entrecortadas por los suspiros: «Hijo mío, para capitán de este numeroso y multiforme ejército, para pastor de tan vasto y extendido rebaño, no descubro ninguno con suficientes cualidades, pero señalaré en un cuadro cómo debería ser el jefe y pastor de esta familia.

»Ha de ser -dijo- de vida muy ponderada, de mucha discreción, de reconocida fama, libre de preferencias particulares, no sea que, amando más a una parte, levante escándalo en el todo. Ha de ser muy amante de la oración, pero de modo que dedique un tiempo a su alma y otro a su grey. Antes que nada, muy de mañana antepondrá el santísimo sacrificio de la misa (4), y con todo afecto y mucha devoción encomendará en él su persona y la grey a la protección divina. Después de la oración quedará a merced de todos, dispuesto a ser despellejado, dispuesto a responder a todos, a atender a todos con caridad, paciencia y mansedumbre.

»No ha de tener acepción de personas, cuidando no menos de los sencillos e ignorantes que de los sabios y letrados. Aunque le haya sido otorgado el don de la ciencia, muéstrese, sin embargo, como ejemplar de piedad y sencillez, de paciencia y de humildad, y cultive las virtudes en sí y en los demás, ejercitándose continuamente en su práctica y estimulando a ellas más con el ejemplo que con discursos. Deteste el dinero, que es la principal corruptela de nuestra profesión y perfección, y, como modelo y cabeza, que ha de ser de todos imitado, nunca jamás lleve bolsa. Para sí, bástele tener el hábito y algún opúsculo, y para los demás, un estuche con la pluma, la tablilla y el sello. No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe al oficio lo que consagra al estudio. Consuele con benignidad a los afligidos, pues el consuelo es el último remedio para los atribulados, no sea que, faltándoles los medios para sanar, prevalezca en ellos la enfermedad de la desesperación. Para conseguir que los protervos se dobleguen a la mansedumbre, humíllese él primero y sepa perder algo de su derecho para ganar el alma.

»A los prófugos de la Orden ábrales las entrañas de su clemencia, así como a ovejas que se habían perdido, y nunca les niegue la misericordia, teniendo en cuenta que han de ser tentaciones muy fuertes las que pueden conducir a tan profunda caída; y si el Señor las permitiera en él, podría tal vez caer más hondo. Quisiera que fuera honrado por todos con devoción y reverencia, como vicario de Cristo, y que todos trataran de proveerle en todo con benevolencia según lo que necesitare y lo que consiente nuestro estado. Es menester, sin embargo, que no encuentre más complacencia en los honores y favores que deleite en las injurias, de suerte que los honores no cambien sus costumbres sino para mejorarlas. Si alguna vez necesitare de alimento más especial y mejor, no lo tome en oculto, sino en público, para evitar a los demás la vergüenza que habrían de pasar si tuvieran que proveerse en sus enfermedades y achaques.

»A él, sobre todo, le incumbe discernir las conciencias ocultas y sacar la verdad por hilos escondidos. Como principio, tenga por sospechosas todas las acusaciones hasta que la verdad, después de diligente examen, empiece a esclarecerse. No preste oídos a los charlatanes, y, ante todo, cuando acusan, téngalos por sospechosos y no les dé crédito fácilmente. Por último, debe ser de tal temple, que, a trueque de retener el honor, no mancille ni relaje de ninguna manera la virtud insobornable de la justicia y de la equidad. Y obre de tal manera, que no ocasione la muerte a alma alguna por el excesivo rigor, ni por demasiada blandura sobrevenga la indolencia, ni por sobrada condescendencia sobrevenga la relajación de la disciplina. Sea temido de todos y amado de los mismos que le temen. Piense siempre y esté convencido de que la prelacía es, para él, más bien carga que honor.

»Quisiera también que tuviera algunos compañeros adornados de virtud, severos con los caprichos, fuertes en las contrariedades, piadosos y compasivos para con los pecadores, iguales en el aprecio para con todos; que por el trabajo nada reciban, sino lo puramente necesario para el cuerpo; que no ansíen otra cosa que la gloria de Dios, el bien de la Orden, los méritos de la propia alma y la perfecta salvación de todos los hermanos; asimismo, debidamente afables para con todos y dispuestos a recibir con santa alegría a cuantos acudieren a ellos, y esforzados en mostrarse a todos en todo pura y sencillamente como forma y ejemplo de la observancia del Evangelio, según lo profesado en la Regla. Tal debiera ser el ministro general de esta Religión y tales debieran ser sus compañeros».

Cómo le habló el Señor una vez
que se encontraba muy afligido porque los hermanos
se desviaban de la perfección

81. Según el celo constante que sentía por la perfección de la Religión tenía que ser en él la tristeza que se produjera si alguna vez oía o veía alguna imperfección en ella. Pues bien, cuando llegó a enterarse de que algunos hermanos daban mal ejemplo en la Religión y que los hermanos comenzaban a decaer del supremo ápice de la profesión, herido de un grande y profundo dolor, dijo una vez al Señor en la oración: «Señor, a ti te encomiendo la familia que me diste».

Y al momento escuchó que el Señor le decía: «Dime, simple e ignorante hombrecillo, ¿por qué te afliges tanto cuando algún hermano sale de la Religión o cuando sabes que los hermanos no andan por el camino que yo te mostré? Dime también: ¿quién ha plantado esta Religión de hermanos? ¿Quién hace que el hombre se convierta a penitencia? ¿Quién da la fortaleza de perseverar en ella? ¿No soy yo? No te elegí por ser hombre dotado de ciencia y de elocuencia para que estés al frente de esta mi familia, pues quiero que ni tú ni los que han de ser verdaderos hermanos y sinceros observantes de la Regla que yo te di vayáis por el camino de la ciencia y de la elocuencia. Te elegí a ti, simple e ignorante, para que sepáis tú y tus hermanos que velaré por mi grey; te he puesto a ti como enseña de ellos para que las obras que yo obro en ti, ellos las imiten de ti. Los que caminan por la senda que te he mostrado, me tienen a mí, y me tendrán más abundantemente; en cambio, a los que quisieren ir por otro camino, aun aquello que creen tener, les será quitado. Así, pues, te digo que en adelante no te aflijas tanto, sino que pienses en hacer lo que haces y en obrar lo que obras, porque en amor perpetuo he establecido la Religión de los hermanos. Y ten entendido que amo tanto a la misma, que, si alguno de los hermanos volviere al vómito (Prov 26,11) y muriere fuera de la Religión, yo enviaré otro que herede su corona; y, si no hubiere nacido todavía, le haría nacer. Y para que sepas hasta dónde llega mi espontánea voluntad de amar la vida y Religión de los hermanos, te digo que, aun en el supuesto de que no quedaran más que tres hermanos en ella, todavía sería mi Religión y no la abandonaría jamás».

Oído todo esto, su alma quedó maravillosamente consolada.

Y si bien, dado el ardiente celo que tenía siempre por la perfección de la Religión, no podía por menos de afligirse profundamente cuando oía que los hermanos cometían alguna imperfección de la que se derivaba mal ejemplo o escándalo, pronto (después que había sido ya confortado con este consuelo del Señor) se decía trayendo a la memoria aquello del salmo: «He jurado y prometido guardar las leyes del Señor (Sal 118,106) y observar la Regla que el mismo Señor me dio para mí y para los que quieran imitarme. Todos los hermanos se obligaron a guardarla lo mismo que yo. Así, desde que dejé el oficio de gobernar a los hermanos por mis enfermedades y otros motivos razonables, no me siento constreñido a otra cosa que a rogar por la Religión y a dar buen ejemplo a los hermanos. Pues del Señor he recibido esta gracia -y estoy de verdad convencido- de que la mayor ayuda que podría yo prestar a la Religión -aun en el caso de que la enfermedad no me excusara del abandono del cargo- es dedicarme a diario a la oración, para que el Señor la gobierne, conserve y proteja. Me he obligado con el Señor y con los hermanos a que, si alguno de éstos perece por mi mal ejemplo, tenga yo que rendir cuentas al Señor».

Todo esto lo recapacitaba en sí para aquietar su corazón, y lo comentaba también muchas veces en los coloquios con los hermanos y en los capítulos.

Y si algún hermano le insinuaba que debía intervenir en el gobierno de la Orden, le respondía: «Los hermanos tienen su Regla, que juraron guardar; y para que no puedan excusarse recurriendo a mí, luego que el Señor tuvo a bien constituirme en prelado de ellos, juré en su presencia guardarla yo también. Por eso, desde que los hermanos conocen lo que deben hacer y lo que deben evitar, sólo me resta enseñarlos con mis obras, porque para esto les he sido dado durante mi vida y después de mi muerte».

Celo singular que mostró por el lugar
de Santa María de la Porciúncula y las normasque estableció allí contra las conversaciones ociosas

82. Mientras vivió tuvo siempre celo singular y empeño primordial en que en el santo lugar de Santa María de los Ángeles, como cabeza y madre de la Religión, se conservara, más que en otros lugares de la Orden, toda la perfección de la vida y de la convivencia. Quería y procuraba que dicho lugar fuera forma y ejemplo de humildad, de pobreza y de toda perfección evangélica para los demás lugares y que sus moradores fueran más mirados y solícitos que los demás en todo lo que debían hacer y evitar con relación a la perfecta observancia regular.

En consecuencia, cierto día ordenó que, para evitar la ociosidad, que es la raíz de todos los males, y más en el religioso, los hermanos a diario se ocuparan, juntamente con él, en hacer algo después de la comida, no fuera que el bien adquirido en el tiempo de la oración lo perdieran luego, total o parcialmente, con palabras inútiles y ociosas, a las cuales es más propenso el hombre después de haber comido.

También mandó y ordenó con entereza que, si algún hermano, desocupado o trabajando, dijera alguna palabra ociosa entre los hermanos, esté obligado a rezar una vez el padrenuestro, alabando a Dios (5) al principio y al fin de la oración. Mas si, consciente de su falta, se adelantare a excusarse de ella, diga por su alma el padrenuestro y las alabanzas del Señor, como queda dicho. Pero, si otro hermano se hubiere adelantado a corregirle, diga en la forma indicada el padrenuestro por el alma del hermano que lo corrigió.

Si el que ha sido corregido se excusare y no quisiere rezar el padrenuestro, esté obligado, del mismo modo, a decir dos padrenuestros por el alma del que lo corrigió. Si, por testimonio del mismo o de otro, se comprobare ser cierto que había dicho la palabra ociosa, rece en alta voz las dichas alabanzas de Dios al principio y al fin de la oración, de suerte que los hermanos presentes las puedan oír y entender. Estos, mientras las dice, guarden silencio y escuchen. Si alguno hubiere oído que un hermano dice una palabra ociosa y callase y no corrigiese al hermano, esté obligado a decir, de la manera indicada, el padrenuestro con las alabanzas de Dios por el hermano que dijo la palabra ociosa.

Si, al entrar un hermano en una celda, en una casa o en un lugar cualquiera, encontrare allí a otro o más hermanos, debe bendecir y alabar devotamente al Señor.

El Padre santísimo ponía gran solicitud en decir estas alabanzas del Señor, y enseñaba y exhortaba con ardiente voluntad a que los hermanos las dijeran también solícita y devotamente.

Cómo exhortó a que los hermanos
no abandonaran nunca este lugar

83. El bienaventurado Francisco sabía que en cualquier rincón de la tierra está establecido el reino de los cielos y creía que en todo lugar se puede dispensar la gracia a los elegidos de Dios, pero conocía por experiencia que el lugar de Santa María de la Porciúncula estaba enriquecido de gracia más abundante y era más frecuentemente visitado de los espíritus celestiales.

Por eso, decía muchas veces a los hermanos: «Mirad, hijos, no abandonéis nunca este lugar; si os echan por una parte, entrad por otra, pues este lugar es, en verdad, santo y morada de Cristo y de la Virgen, su madre. Cuando éramos pocos, fue aquí donde el Altísimo nos hizo crecer en número; aquí, con la luz de su sabiduría, iluminó las almas de sus pobres; aquí encendió nuestros corazones en el fuego de su amor. Aquí, todo el que orare con devoto corazón, alcanzará lo que pide, y quien pecare contra este lugar, será más gravemente castigado. Por tanto, hijos míos, tened este lugar como dignísimo de toda reverencia y honor, como verdadera morada de Dios, amada con predilección por Él y su madre. Y cantad en él de todo corazón con voces de júbilo y de alabanza a Dios Padre y a su Hijo, el Señor Jesucristo, en la unidad del Espíritu Santo».

De las grandezas que obró el Señor
en Santa María de los Ángeles
(6)

84. Lugar santo, en verdad, entre los lugares santos. Con razón es considerado digno de grandes honores.

Dichoso en su sobrenombre [la Porciúncula]; más dichoso en su nombre [Santa María]; su tercer nombre [de los Ángeles] es ahora augurio de favores.

Los ángeles difunden su luz en él; en él pasan las noches y cantan.

Después de arruinarse por completo esta iglesia, la restauró Francisco; fue una de las tres que reparó el mismo Padre.

La eligió cuando cubrió sus miembros de saco. Fue aquí donde domeñó su cuerpo y lo obligó a someterse al alma.

Dentro de este templo nació la Orden de los Menores cuando una multitud de varones se puso a imitar el ejemplo del Padre.

Aquí fue donde Clara, esposa de Dios, se cortó por primera vez su cabellera y, pisoteando las pompas del mundo, se dispuso a seguir a Cristo.

La Madre de Dios tuvo aquí el doble y glorioso alumbramiento de los hermanos y las señoras, por los que volvió a derramar a Cristo por el mundo.

Aquí fue estrechado el ancho camino del viejo mundo y dilatada la virtud de la gente por Dios llamada.

Compuesta la Regla, volvió a nacer la pobreza, se abdicó de los honores y volvió a brillar la cruz.

Si Francisco se ve turbado y cansado, aquí recobra el sosiego y su alma se renueva.

Aquí se le muestra verdadero aquello de que duda y además se le otorga lo que el mismo Padre demanda.

Capítulo VI

Su celo por la perfección de los hermanos

Cómo les describió al hermano perfecto

85. El bienaventurado Padre, en cierto modo identificado con los santos hermanos por el amor ardiente y el celo fervoroso con que buscaba la perfección de los mismos, pensaba muchas veces para sus adentros en las condiciones y virtudes que debería reunir un buen hermano menor. Y decía que sería buen hermano menor aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: «No tenemos aquí la morada, sino en el cielo».

Cómo describía unas miradas impúdicas
para hacer amar a los hermanos la honestidad

86. Entre las virtudes que amaba y deseaba ver practicadas por los hermanos, después de la virtud fundamental de la santa humildad, apreciaba, sobre todo, la hermosura y la limpieza de la honestidad. Queriendo enseñar a sus hermanos a tener ojos castos, solía valerse de esta parábola para describir las miradas impúdicas: «Un rey piadoso y poderoso envió dos mensajeros sucesivamente a la reina. Volvió el primero y refirió de palabra las palabras de la reina y nada dijo de ella. Había tenido los ojos sabiamente recogidos en su cabeza, y para nada los fijó en la reina. Volvió el otro, y, a las pocas palabras, empezó a tejer una larga historia de la hermosura de la reina, y dijo: "Señor, he visto en verdad una hermosísima mujer; ¡dichoso el que tal gozo tiene!"

»El rey dijo a éste: "Siervo malo, tú has fijado tus ojos impúdicos en mi esposa; está claro que has querido poseer lo que mirabas".

»Mandó llamar de nuevo al primero, y le dijo: "¿Qué te ha parecido la reina?" "Muy bien me ha parecido -dijo-; me escuchó con agrado y paciencia". Éste respondió con perspicacia. El rey, de nuevo: "¿Es ella hermosa?" Y respondió: "Señor, a ti te corresponde verlo y juzgarlo; yo tuve por misión hablarle".

»El rey dio la sentencia: "Tú miras con ojos puros: quédate en mi cámara, tú de cuerpo casto, y disfruta de mi felicidad. Este otro, impúdico, salga de mi palacio, no sea que mancille mi tálamo"».

Y añadía: «¿Quién no debería temer poner sus ojos en la esposa de Cristo?»

Tres consignas que dejó a los hermanos
para que perseveraran en la perfección

87. Un día en que por la flaqueza de estómago sentía ansias de vomitar, por la mucha violencia que tuvo que hacerse vomitó sangre durante toda la noche hasta la hora de maitines. Creyendo sus compañeros que, debido a su extremada debilidad y angustia, estaba a punto de morir, le dijeron con gran sentimiento y muchas lágrimas: «¿Padre, qué haremos sin ti? ¿A quién nos confías huérfanos?

»Tú has sido siempre para nosotros el padre y la madre, que nos engendran y alumbran en Cristo. Tú has sido para nosotros el guía y pastor, el maestro y censor que enseña y corrige, más que con las palabras, con el ejemplo. ¿Adónde iremos, como ovejas sin pastor? ¿Huérfanos sin padre? ¿Hombres rudos y simples sin guía? ¿Adónde iremos a buscarte, oh gloria de la pobreza, alabanza de la sencillez, honor de nuestra vileza?

»¿Quién nos enseñará la senda de la verdad a nosotros, ciegos? ¿En dónde estará la boca que nos hable y la lengua que nos aconseje? ¿Dónde el espíritu fervoroso que nos dirija por el camino de la cruz y nos anime a la perfección evangélica? ¿Dónde estarás para recurrir a ti, luz de nuestros ojos, y buscarte, consuelo de nuestras almas? ¡Ves, Padre, ves, tú te mueres! ¡Mira qué desolados nos dejas, tristes y llenos de amargura!

»¡Ya se acerca aquel día, día de llanto y amargura, día de desolación y tristeza! ¡Día este amargo, que, desde que vivimos contigo, siempre temíamos que llegara y en el que ni siquiera podíamos pensar! Ni es de extrañar, porque tu vida era para nosotros una continua luz, y tus palabras, hachas encendidas que nos inflamaban a seguir de continuo el camino de la cruz, la perfección evangélica, el amor y la imitación del dulcísimo Crucificado.

»Ya, pues, Padre, imparte, por lo menos, tu bendición sobre nosotros y sobre los demás hermanos, hijos a quienes engendraste en Cristo, y déjanos algún recuerdo de tu voluntad para que tus hermanos lo tengan siempre presente y puedan decir: "Nuestro Padre nos ha dejado a sus hermanos e hijos estas palabras en su muerte"».

Entonces, el piadosísimo Padre, con mirada paternal, dijo a sus hijos: «Llamad al hermano Benito de Piratro». Era un sacerdote santo y discreto que celebraba a veces la misa al bienaventurado Francisco cuando éste estaba enfermo, pues quería oírla siempre que podía, por más enfermo que se sintiera.

Cuando llegó el hermano Benito, le dijo el Padre santo: «Escribe que bendigo a los hermanos que hay y habrá hasta el fin del mundo. Y porque mi debilidad y los dolores de la enfermedad me impiden hablar, manifiesto brevemente en tres frases mi voluntad e intención a todos los hermanos actuales y venideros. Esto es: que, en señal del recuerdo de mi bendición y testamento, se amen mutuamente, como yo los he amado y los amo; que amen y guarden siempre nuestra señora la pobreza y que vivan siempre fieles y sumisos a los prelados y clérigos de la santa madre Iglesia» (7).

De esta manera, nuestro Padre siempre solía bendecir y absolver, al fin del capítulo, a todos los hermanos presentes y a los que habían de venir a la Religión; y lo hacía muchas veces, impulsado por el fervor de la caridad, aun fuera del capítulo. Amonestaba también a los hermanos que temieran el mal ejemplo y se abstuvieran de él, y maldecía a cuantos con sus malos ejemplos provocaren a los hombres a hablar mal de la Religión y de la vida de los hermanos, pues los buenos y santos hermanos se avergüenzan de ello y sufren mucho.

Amor que manifestó a los hermanos,
momentos antes de su muerte,
repartiendo a cada uno un pedazo de pan, como lo hizo Cristo

88. Una de las noches se agravaron tanto los dolores de su enfermedad, que apenas pudo en toda la noche ni descansar ni dormir. Después del amanecer, cuando los dolores habían disminuido algo, mandó llamar a todos los hermanos que había allí, y luego que se colocaron en rededor de él, se imaginó y vio en ellos a todos los hermanos. Y, poniendo la mano derecha sobre la cabeza de cada uno, bendijo a todos: presentes y ausentes y a los que habían de ingresar en la Orden hasta el fin de los tiempos. Y se le veía como afligido, porque no le era posible ver a todos sus hermanos e hijos antes de su muerte.

Con deseo de imitar en su muerte a su Señor y Maestro, a quien en vida había imitado con toda perfección, mandó que le trajeran unos panes; los bendijo y los hizo partir en pedazos pequeños, porque él no tenía ya fuerzas para hacerlo. Luego, tomando el pan, fue dando a cada uno un pedazo, con el mandato de que lo comiera todo.

De este modo, como el Señor el jueves antes de su muerte quiso comer con sus apóstoles en señal de amor, también el bienaventurado Francisco, perfecto imitador de Cristo, quiso manifestar con este signo su amor a los hermanos.

Y está claro que tuviera intención de hacerlo para imitar a Cristo, porque luego preguntó si era jueves. Al saber que no era tal día, dijo que pensaba que era jueves.

Uno de los hermanos guardó un trocito de aquel pan, y, después de la muerte del bienaventurado Francisco, muchos enfermos que probaron de él sanaron al momento de sus enfermedades.

Cómo temía que sus hermanos se turbaran
a causa de sus enfermedades

89. Debido a los muchos dolores de las enfermedades, no podía descansar; y observaba que los hermanos andaban muy solícitos y afanosos por atenderle. Como tenía más estima de las almas de los hermanos que de su propio cuerpo, empezó a preocuparle que, a consecuencia del mucho trabajo que por él se imponían, pudieran incurrir en la más mínima ofensa de Dios si se dejaban llevar de la impaciencia.

Así, movido de piedad y compasión, dijo una vez a sus compañeros: «Carísimos hermanos e hijitos míos, no os pese atenderme en la enfermedad, porque el Señor, mirando a este pequeñuelo siervo suyo, os galardonará en esta vida y en la otra con el fruto de las obras que ahora os veis precisados a omitir por cuidarme en la enfermedad; es más, adquirís mayor ganancia que si trabajarais en favor vuestro, porque todo el que me ayuda, ayuda a toda la Religión y a la vida de los hermanos. Y aun podéis decirme: "Contigo haremos nuestros gastos, pero por ti será el Señor nuestro deudor"».

Hablaba así el Padre santo, queriendo animarlos a levantar su espíritu deprimido, por el ardiente celo que tenía por la perfección de sus almas. Temía que alguna vez, pesarosos de aquellos afanes, dijeran: «No tenemos tiempo para orar ni podemos llevar tanto trabajo», y, tocados del tedio y de la impaciencia, perdieran el mucho fruto del pequeño trabajo.

Cómo exhortó a las hermanas de Santa Clara

90. Después que el bienaventurado Francisco había compuesto las Alabanzas del Señor por las creaturas (cf. EP 102), escribió también unas letrillas santas, con canto, para consuelo y edificación de las damas pobres, porque sabía que estaban muy afligidas a causa de su enfermedad. Como no podía ir personalmente a visitarlas, se las envió por medio de sus compañeros. Con ellas les quiso manifestar su voluntad, a saber, cómo habían de vivir y trabajar humildemente y estar unidas en la caridad. Pues sabía que su conversión y santa vida no sólo era una exaltación de la Religión de los hermanos, sino la mayor edificación de la Iglesia universal.

Como desde el principio de su conversión llevaban ellas una vida de estrechez y pobreza, siempre las miraba con ojos de piedad y compasión. Así, en estas últimas palabras les rogaba que, a la manera que el Señor las había reunido de muchos lugares para que vivieran unidas en la práctica de la santa caridad, de la santa pobreza y de la santa obediencia, así también debían vivir siempre y morir abrazadas a esas virtudes. Y especialmente las exhortó a que de las limosnas con que el Señor se dignara regalarlas, tomaran discretamente para sus cuerpos lo suficiente con alegría y acción de gracias; y de manera más especial a que todas tuvieran mucha paciencia: las sanas, en los trabajos que habrían de sobrellevar en cuidar a las enfermas, y las enfermas, a su vez, en soportar sus enfermedades.

Capítulo VII

Su constante fervor de amor y compasión
a la pasión de Cristo

No se cuidaba de sus enfermedades
por amor a la pasión de Cristo

91. Sentía el bienaventurado Francisco tal fervor en el amor y compasión de los dolores y sufrimientos de Cristo y sufría tanto externa e internamente todos los días ante la consideración de la pasión del Señor, que no se cuidaba de sus propias enfermedades. Durante largo tiempo hasta el día de su muerte padeció enfermedades del estómago, del hígado y del bazo; y, a contar del tiempo en que regresó de ultramar, sufrió dolores atroces de los ojos; no obstante, nunca se preocupó de hacerse curar.

Sabiendo el señor ostiense [el cardenal Hugolino] que el Santo había tratado siempre, ahora y antes, con dura austeridad a su cuerpo, y, sobre todo, que había comenzado a perder la vista por descuidar su curación, le reconvino con mucha piedad y compasión, diciéndole: «Hermano, no obras bien al no dejarte curar; tu vida y salud son muy útiles a los hermanos, a los seglares y a toda la Iglesia. Si tú siempre te compadeces de tus hermanos enfermos, si siempre has sido piadoso y misericordioso con ellos, no has de ser cruel contigo ahora que te encuentras en tanta necesidad. Te mando, por tanto, que hagas que te curen y ayuden».

Mas nuestro Padre santísimo consideraba dulce lo que era amargo para la carne, porque de la humildad y del seguimiento del Hijo de Dios extraía de continuo inmensa dulcedumbre.

Cómo fue encontrado llorando en alta voz
la pasión de Jesucristo

92. Poco después de su conversión caminaba solo por las inmediaciones de la iglesia de Santa María de la Porciúncula, llorando y suspirando en alta voz. Un hombre muy espiritual se encontró con él, y, pensando que tuviera algún dolor proveniente de enfermedad, le preguntó: «¿Qué te pasa, hermano?» Y le respondió: «En esta forma debería ir por todo el mundo, sin avergonzarme, llorando la pasión de mi Señor». Entonces aquel hombre empezó a llorar con él y a derramar copiosas lágrimas.

Nosotros hemos conocido a este hombre y de él lo hemos sabido; y él sirvió de mucho consuelo y compasión al bienaventurado Francisco y a nosotros sus compañeros.

Cómo ciertos esparcimientos exteriores
terminaban en lágrimas por la compasión de Cristo

93. Ebrio de amor compasivo a Cristo, el bienaventurado Francisco exteriorizaba así sus sentimientos.

La dulce melodía espiritual que bullía en su interior, la expresaba frecuentemente en francés, y el soplo del susurro divino que furtivamente percibía en su oído, estallaba en júbilo manifestado en la misma lengua (8).

A veces, cogía del suelo un palo; lo apoyaba en el brazo izquierdo y, tomando otro palo en su mano derecha, lo rasgueaba, a modo de arco, cual si de viola u otro instrumento se tratara, mientras, acompañando con gestos acompasados, cantaba en francés al señor Jesucristo. Todo este regocijo terminaba, por fin, en lágrimas, y el júbilo se deshacía en compasión de la pasión de Cristo.

Con esto exhalaba continuos suspiros; y, redoblando sus gemidos, olvidado de lo que tenía en las manos, se quedaba absorto mirando al cielo.

Capítulo VIII

Su celo por la oración y el oficio divino
y por conservar la alegría espiritual en sí y en los demás

La oración y el Oficio divino

94. A pesar de que durante tantos años fue aquejado de las enfermedades referidas, era tal su devoción y reverencia a la oración y al oficio divino, que, en el tiempo en que oraba o rezaba las horas canónicas, nunca se apoyaba en ningún muro o pared, sino que estaba siempre de pie y con la cabeza descubierta; algunas veces se arrodillaba, máxime por razón de que pasaba en oración la mayor parte del día y de la noche; incluso cuando iba por el mundo, se detenía siempre para decir las horas; y si por enfermedad cabalgaba, se apeaba para recitarlas.

Un día llovía a torrentes; él iba a caballo por su enfermedad y gravísima necesidad (cf. 2 Cel 96). Cuando quiso rezar las horas, ya completamente calado, se apeó del caballo; con tanto fervor, devoción y reverencia recitó el oficio, de pie en el camino y expuesto a una lluvia continua, como si hubiera estado en la iglesia o en la celda. Y dijo a su compañero: «Si el cuerpo quiere estar sosegado y tranquilo para comer su alimento, siendo así que ambos han de ser pasto de gusanos, ¡con cuánta paz y sosiego, con cuánta reverencia y devoción debe el alma tomar su alimento que es el mismo Dios!»

Cómo amó siempre, en sí y en los demás,
la alegría espiritual interior y exterior

95. Fue siempre sumo y principal afán del bienaventurado Francisco disfrutar continuamente de alegría espiritual interior y exterior aun fuera de la oración y del oficio divino. Y lo mismo quería de modo especial en sus hermanos; incluso los reprendía muchas veces cuando los veía exteriormente tristes y desganados.

Decía que, «si el siervo de Dios pusiera interés en conservar interior y exteriormente la alegría espiritual, que trae su origen de la pureza de corazón y se adquiere por la devota oración, nunca podrían los demonios dañarle, pues dicen: "Cuando el siervo de Dios está alegre tanto en lo próspero como en lo adverso, tenemos cerrada la puerta para acercarnos a él y causarle daño". Pero los demonios saltan de gozo cuando logran matar o impedir de alguna manera la devoción y alegría que proviene de la fervorosa oración y de otras obras virtuosas.

»Pues cuando el diablo logra hacer suyo algo en el siervo de Dios y éste no es prudente y solícito en borrarlo y arrancarlo cuanto antes por la virtud de la santa oración, contrición, confesión y satisfacción, en breve el primer cabello, al que irá sumando otros nuevos, se convertirá en viga. Hermanos míos, ya que la alegría espiritual dimana de la limpieza de corazón y de la pureza de una continua oración, es necesario poner todo el empeño posible en adquirir y conservar estas dos virtudes, con el fin de que, para edificación del prójimo y escarnio del enemigo, podáis tener esta alegría interior y exterior que de todo corazón deseo y amo verla y sentirla tanto en mí como en vosotros. A él y a su comparsa toca estar tristes; a nosotros, en cambio, alegrarnos y gozarnos en el Señor».

Cómo corrigió a un compañero que se mostraba triste

96. Decía el bienaventurado Francisco: «Sé que los demonios me tienen envidia por los dones que el Señor me ha concedido; sé también y veo que, cuando no pueden dañar directamente a mi persona, me tienden asechanzas y tratan de hacerme daño a través de mis compañeros. Mas, si no logran causarme daño ni directamente ni a través de mis compañeros, huyen muy avergonzados. Es más, si alguna vez me siento tentado o desganado, en cuanto contemplo la alegría de mi compañero, quedo libre de la tentación y de la desidia y recobro la alegría interior y exterior»

Por eso, el mismo Padre reconvenía con firmeza a los que exteriormente se mostraban tristes. Una vez reprendió a uno de sus compañeros que aparecía con cara triste y le dijo: «¿Por qué manifiestas en lo exterior dolor y tristeza de tus faltas? Muéstrasela a Dios; pídele que te perdone por su misericordia y devuelva a tu alma la alegría de su salvación, de la que has sido privado por el demérito del pecado. Delante de mí y de los demás, procura siempre tener alegría, pues es indigno del siervo de Dios aparecer ante sus hermanos u otros con tristeza y rostro turbado».

No se ha de pensar y creer que nuestro Padre, amante de toda madurez y honestidad, quería que esta alegría se manifestara con risas y exceso de palabras vanas, porque así no se demuestra la alegría, sino, más bien, la vanidad y fatuidad. Es más, aborrecía, especialmente en el siervo de Dios, la risa y la palabra ociosa. No sólo no quería que el siervo de Dios se riera, sino que le desagradaba el que se procurase a los demás la menor ocasión para reírse. En una de sus exhortaciones expuso claramente cómo tiene que ser la alegría del siervo de Dios. Dice así: «Dichoso aquel religioso que no tiene placer y alegría sino en las santísimas palabras y obras del Señor, y con ellas incita a los hombres al amor de Dios en gozo y alegría. Y ¡ay de aquel religioso que se deleita en palabras ociosas y vanas y con ellas incita a los hombres a la risa» (Adm 20).

Entendía por alegría del rostro el fervor y la solicitud, la disposición y la preparación de alma y cuerpo para hacer todo bien de buena gana, porque los hombres más se mueven en ocasiones por este fervor y disposición que por la misma obra buena. Es más; si la obra, aunque buena, no aparece realizada de buen grado y con fervor, más engendra tedio que estimula al bien.

Por eso, no quería ver caras tristes, que manifiestan muchas veces la desidia e indisposición del alma y la pereza del cuerpo para toda obra buena. Amaba, en cambio, en sí y en los demás, la sensatez y madurez en el rostro y en todos los miembros del cuerpo y sus sentidos; y, en cuanto podía, inducía a esto de palabra y con el ejemplo. Tenía experiencia de que esta gravedad y modestia en el obrar eran como la muralla y escudo invulnerable contra las flechas del diablo; de que el alma desprovista de esta defensa era como soldado sin armas entre huestes de enemigos fortísimos y muy armados, siempre deseosos de darle muerte y dispuestos al degüello.

Cómo aconsejaba a los hermanosa dar lo suficiente al cuerpo
para que no desfallecieran en la oración

97. Considerando y entendiendo el santísimo Padre que el cuerpo ha sido creado en razón del alma y que los ejercicios corporales están subordinados a los espirituales, decía así: «El siervo de Dios, tanto en el comer y dormir como en remediar otras necesidades, debe dar con discreción lo suficiente al cuerpo, para que el hermano cuerpo no pueda quejarse y decir: "No puedo estar de pie y dedicarme a la oración, ni alegrarme en mis tribulaciones, ni hacer otras obras buenas, porque no atiendes a mis necesidades".

»Pero si el siervo de Dios satisface con discreción y de manera conveniente a sus necesidades corporales y el hermano cuerpo quiere ser negligente, perezoso y soñoliento en la oración, vigilias y otras obras buenas, entonces lo deberá castigar como a un jumento malo y perezoso que quiere comer y se niega a ganar y llevar la carga. En cambio, si, por escasez y pobreza, el hermano cuerpo, sano y enfermo, no puede tener lo necesario y, pidiéndolo por amor de Dios honesta y humildemente a su hermano o prelado, no se lo dan, sufra pacientemente por amor de Dios, que también buscó quien le consolase y no lo encontró. Esta necesidad, sobrellevada con paciencia, le será imputada por el Señor como martirio. Y, puesto que ha hecho lo que estaba de su parte, esto es, haberlo pedido humildemente, está excusado de pecado aunque se agrave la enfermedad corporal».

Capítulo IX

Algunas tentaciones que permitió el Señor en él

Cómo el demonio penetró en la almohada
que tenía debajo de la cabeza

98. Estando el bienaventurado Francisco en el eremitorio de Greccio, oraba una noche en la última celda, que está después de la mayor; al primer sueño llamó a su compañero, que descansaba cerca de él. Se levantó el compañero y fue a la entrada de la celda donde estaba el bienaventurado Francisco, y el Santo le dijo: «Hermano, no he podido dormir esta noche ni estar erguido para orar, pues me tiemblan mucho la cabeza y las piernas y me parece como que hubiera comido pan de cizaña».

El compañero le dirigió palabras de consolación, pero el bienaventurado Francisco le dijo: «Yo creo que el diablo está en este cabezal que tengo a la cabeza».

Nunca, desde que dejó el siglo, se permitió descansar en jergón de plumas ni usar almohada de plumas; pero, contra su voluntad, los hermanos le obligaron a aceptar aquella almohada por razón de la enfermedad de sus ojos.

Se la echó a su compañero; tomándola éste con la mano derecha, se la puso sobre el hombro izquierdo. Al salir al vestíbulo de la celda, perdió de repente el habla, y no podía tirar la almohada ni mover los brazos; quedó rígido de pie, sin poder moverse de un lugar a otro e insensible. Habiendo permanecido así cierto tiempo, lo llamó, por gracia de Dios, el bienaventurado Francisco; al momento se recuperó y dejó caer la almohada por la espalda.

Volvió a donde estaba el bienaventurado Francisco y le contó todo lo ocurrido. Díjole el Santo: «Al anochecer, cuando rezaba completas, sentí que el diablo venía a la celda. Veo que este diablo es muy astuto, porque, no pudiendo hacer daño a mi alma, intenta impedir el descanso necesario del cuerpo, para que no pueda dormir ni estar erguido para orar, para impedir la devoción y la alegría del corazón, y provocarme así a murmurar de mi enfermedad».

Una tentación molestísima
que tuvo por más de dos años

99. Viviendo en el lugar de Santa María le sobrevino, para provecho de su alma, una gravísima tentación. Sufría tanto en el alma y en el cuerpo, que se apartaba muchas veces de la compañía de sus hermanos, porque no podía mostrarse tan alegre como solía. Se mortificaba con privaciones de comida, bebida y palabras; oraba con más insistencia y derramaba abundantes lágrimas, a fin de que el Señor se apiadara de él y se dignara darle alivio suficiente en tan gran tribulación.

Por más de dos años le duró la tribulación (9); y un día que oraba en la iglesia de Santa María escuchó como si en espíritu se le dijeran estas palabras del Evangelio: Si tuvieras tanta fe como un grano de mostaza, dirías a este monte: Vete de aquí allá, y se iría (Mt 17,20-21).

San Francisco respondió al momento: «Señor, ¿cuál es ese monte?» Y oyó que se le respondía: «Ese monte es tu tentación». Y el bienaventurado Francisco: «Pues, Señor, hágase en mí como has dicho». Al instante quedó libre de la tentación cual si nunca hubiera sido turbado por ella.

Igualmente, en el tiempo que permaneció en el monte Alverna y recibió en su cuerpo las llagas del Señor (10), padeció también tantas tentaciones y tribulaciones de parte de los demonios, que no podía mostrarse alegre como de costumbre. Y decía a su compañero: «Si supieran los hermanos cuántas y qué tribulaciones y aflicciones sufro de parte de los demonios, no habría ninguno que no se moviera a compasión y no tuviera piedad de mí».

Tentación que le ocasionaron los ratones,
consuelo del Señor y su certeza del reino

100. Dos años antes de su muerte, estando en San Damián en una celdilla formada de esteras y padeciendo indeciblemente por la enfermedad de los ojos -tanto que por espacio de más de cincuenta días no podía ver ni la luz del día ni la del fuego (cf. LP 83)-, sucedió, por permisión divina y para aumento de sus aflicciones y méritos, que una plaga de ratones invadió la celda y, saltando de día y de noche sobre él y a su alrededor, no le dejaban orar ni descansar. Y, cuando comía, trepaban a la mesa y le molestaban muchísimo. Tanto él como sus compañeros reconocieron en ello una tentación diabólica.

Viéndose el bienaventurado Francisco atormentado con tantos sufrimientos, una noche, movido a compasión de sí mismo, dijo interiormente: «Señor, ven en mi auxilio y socórreme en mis flaquezas para que pueda sobrellevarlas con paciencia».

Al momento oyó en su espíritu: «Dime, hermano; si alguno te diera por tus enfermedades y tribulaciones un tesoro grande y precioso en cuya comparación estimaras en nada la tierra convertida en oro puro, todas las piedras convertidas en piedras preciosas, v toda el agua en bálsamo, ¿no te alegrarías de verdad?» Respondió el bienaventurado Francisco: «Señor, grande y precioso sería ese tesoro, apetecible y muy codiciable».

Y oyó de nuevo en su interior: «Pues regocíjate, hermano, y salta de júbilo por tus enfermedades y tribulaciones, y condúcete en adelante con tanta seguridad como si estuvieras en mi reino».

Se levantó por la mañana y dijo a sus compañeros: «Si el emperador diera a un criado suyo todo un reino, ¿no debería estar repleto de alegría aquel criado? Y si le diera todo su imperio, ¿no debería regocijarse más todavía?» Y añadió: «Pues yo tengo que gozarme muchísimo en mis enfermedades y tribulaciones, y fortalecerme en el Señor, y dar gracias a Dios Padre, y a su único Hijo, el Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo por la inmensa gracia que el Señor me ha hecho; quiero decir, por haberse dignado certificar en vida a este indigno siervo suyo que gozaré de su reino. Por eso, para alabanza de Dios, para nuestro consuelo y para edificación del prójimo, quiero componer una nueva alabanza de las creaturas del Señor, de las cuales nos servimos todos los días, sin las cuales no podemos vivir y en las cuales el género humano tantas veces ofende a su Creador. Y continuamente somos ingratos a tantas gracias y beneficios que nos da; no alabamos al Señor, creador y dador de todos los bienes, como es nuestra obligación». Y, sentándose, se puso a meditar un rato.

Y luego dijo: «Altísimo, omnipotente, buen Señor», etc. (cf. EP 120); aplicó una música a esta letra y enseñó a sus compañeros a recitarla y cantarla.

Su espíritu gozaba entonces de consuelo y dulzura tan hondos, que quería mandar que llamasen al hermano Pacífico, que en el mundo era llamado el «rey de los versos» y fue muy cortesano maestro de cantores; tenía intención de darle algunos compañeros, buenos y espirituales, que fueran con él por el mundo predicando y cantando las alabanzas del Señor. Deseaba que quien mejor pudiera predicar entre ellos, predicase primero al pueblo y después cantaran todos juntos las alabanzas del Señor, como juglares de Dios.

Quería que, después de cantar las alabanzas, el predicador dijera al pueblo: «Nosotros somos juglares del Señor, y esperamos vuestra remuneración, es decir, que permanezcáis en verdadera penitencia». Y añadía el bienaventurado Francisco: «¿Pues qué son los siervos de Dios sino unos juglares que deben levantar y mover los corazones de los hombres hacia la alegría espiritual?»

Y de manera muy especial decía esto de los hermanos menores, que ha puesto Dios en el mundo para la salvación de su pueblo.

* * * * *

Notas:

1) Esta bendición está incluida en el Testamento de San Francisco, vv. 40-41.

2) Se llamaba Electo. Cf. 2 Cel 208.

3) Cf. Eccleston, De adventu, 13. Éste recoge un testimonio del hermano León.

4) La expresión, muy vaga, no parece prever que el ministro general tenga que ser sacerdote. San Francisco no fue más que diácono; tampoco fueron sacerdotes los hermanos Juan Parenti y Elías.

5) Tanto aquí como cuando más abajo habla de alabanzas de Dios, hace referencia a las Alabanzas para todas las horas, uno de los opúsculos de San Francisco.

6) Este capítulo, en su texto original latino, es una poesía.

7) Test 6-10. Lo dictado a Benito de Piratro, hermano conocido sólo por esta referencia, se denomina Testamento de Siena.

8) San Francisco recurría al francés en momentos de intenso gozo espiritual. Cf. 1 Cel 16.

9) Vorreux (Saint François, Documents p. 443 n. 1) piensa que sería el período que corre de 1223 a 1226.

10) El 14 de septiembre de 1224 en el Alverna, a 120 kilómetros al norte de Asís (cf. 1 Cel 94-96).

EP 56-75 EP 100-124

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