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Leyenda de Santa Clara, 1-29 |
. | Carta proemio
dirigida al Sumo Pontífice Como si lo arrastrase todo la decrepitud misma de aquel mundo ya caduco, la visión de la fe se entenebrecía, se debilitaba el vigor de las costumbres, decaían las varoniles empresas, de suerte que a la descomposición de la época se sumaba la podredumbre de los vicios, cuando el incansable amador de los hombres, Dios, extrayendo de los secretos tesoros de su misericordia nuevas formas de vida religiosa, proveyó, por medio de ellas, de apoyo firme a la fe y de norma segura a la reforma de costumbres. A estos modernos fundadores y a sus fieles seguidores me atrevería a proclamarlos «lumbreras del orbe, guías del camino, maestros de la vida»; pues por ellos surgió un sol de mediodía en aquel mundo crepuscular, «para que vea la luz quien caminaba en tinieblas» (Is 9,2). Y no podía faltar esta providencial ayuda al sexo débil, que, atrapado también en el torbellino de la concupiscencia, si con parecida violencia sentía la atracción del vicio, aún más fácilmente, por su misma debilidad, era arrastrado a él. Por eso, el misericordioso Dios suscitó a la venerable virgen Clara, haciendo de ella clarísimo luminar para todas las mujeres; a la que tú, santísimo Padre, «colocándola en el candelero para que alumbre a todos los que están en la casa» (Mt 5,15), gratamente forzado por la evidencia de sus milagros, has inscripto en el catálogo de los Santos. De estas Órdenes a ti te honramos como a padre, te confesamos su providencia, te abrazamos como a su protector, te veneramos como a su señor. Y reconocemos que, pese a que el gobierno de la inmensa nave universal de la Iglesia te exige un cuidado permanente, no dejas de prestar tu solicitud singular a esta pequeña navecilla. Ahora bien, ha parecido conveniente a vuestra Señoría encargar a este pobrecillo que, examinadas las actas o proceso de canonización de santa Clara, componga una biografía suya; labor esta que mi impericia literaria no osara acometer, de no habérmela requerido de palabra, repetidas veces, vuestra autoridad pontificia. Disponiéndome, por tanto, a secundar lo mandado y no juzgando método seguro poner manos a la obra utilizando el documental incompleto que leía, acudí a los compañeros del bienaventurado Francisco (1) y aun a la misma comunidad de las vírgenes de Cristo, repensando frecuentemente en mi corazón aquella norma antigua de que no está permitido urdir una historia sin haberse informado de testigos oculares o de quienes se han enterado por ellos. Documentado, pues, más ampliamente con total veracidad en presencia de Dios por tales testigos, he recogido unas cuantas cosas, he eliminado otras muchas y he procurado escribirlo todo sencillamente, a fin de que las maravillas de esta virgen, que se gozarán en leer las vírgenes consagradas, no resulten ininteligibles, por la ampulosidad del lenguaje, a los sencillos e indoctos. Vayan, por tanto, los hombres en seguimiento de estos varones, nuevos discípulos del Verbo encarnado; imiten las doncellas a Clara, impronta de la Madre de Dios, nueva capitana de mujeres. Y a vos, santísimo Padre, así como os está reservada la plena facultad de corregir, eliminar y añadir en esto lo que os plazca, así os queda totalmente rendida, sometida, entregada a vuestro parecer mi voluntad. El Señor Jesucristo os conceda toda prosperidad ahora y por siempre. Amén. Comienza la Leyenda de la virgen santa Clara 1. Admirable ya por su nombre, Clara de apelativo y de virtud, esta mujer, nacida en Asís, procedía de muy ilustre linaje: conciudadana primero en la tierra del bienaventurado Francisco, comparte ahora con él el reino de los cielos. Su padre era caballero, y toda su progenie, por ambas ramas, pertenecía a la nobleza militar; de casa rica, con bienes muy copiosos en relación al nivel de vida de su patria. Su madre, Hortulana de nombre, que había de dar a luz una planta muy fructífera en el huerto de la Iglesia, abundaba ella misma en no escasos frutos de bien. Pues, no obstante las exigencias de sus deberes de esposa y del cuidado del hogar, se entregaba según sus posibilidades al servicio de Dios y a intensas prácticas de piedad. Tanto, que pasó a ultramar en devota peregrinación, y tras visitar los lugares que el Dios-Hombre dejó santificados con sus huellas, regresó gozosa a su ciudad. Por dos veces fue a orar al santuario de San Miguel Arcángel y también visitó piadosamente las basílicas de los Apóstoles. 2. ¿Para qué más? Por el fruto se conoce el árbol y por el árbol se recomienda el fruto. Tanta savia de dones divinos gestaba ya la raíz, que es natural que la ramita floreciera en abundancia de santidad. Estando encinta la mujer, muy próxima ya al alumbramiento, oraba en la iglesia ante la cruz al Crucificado para que la sacara con bien de los peligros del parto, cuando oyó una voz que le decía: «No temas, mujer, porque alumbrarás felizmente una luz que hará más resplandeciente a la luz misma». Ilustrada con este oráculo, al llevar a la recién nacida a que renaciera en el santo bautismo, quiso que se la llamara Clara, confiando en que, de acuerdo con el beneplácito de la voluntad divina, de alguna manera se cumpliría la promesa de aquella luminosa claridad (2). Del tenor de vida en la casa paterna 3. Dada a luz de allí a poco, la pequeña Clara empezó a brillar con luminosidad muy precoz en medio de las sombras del siglo, y a ganar esplendor durante la tierna infancia, por la rectitud de costumbres. De labios de su madre recibió con dócil corazón los primeros conocimientos de la fe e, inspirándole y a la vez moldeándole en su interior el Espíritu, aquel vaso, en verdad purísimo, se reveló como vaso de gracias. Alargaba placentera su mano a los pobres y de la abundancia de su casa colmaba la indigencia de muchos. Y para que su sacrificio fuese más grato a Dios, privaba a su propio cuerpecito de los alimentos más delicados y, enviándolos a hurtadillas, sirviéndose de intermediarios, reanimaba el estómago de sus protegidos. De este modo, creciendo con ella desde la infancia la misericordia, manifestaba un espíritu compasivo demostrando conmiseración con las miserias de los miserables. 4. Era muy aficionada a la santa oración; en ella, rociada frecuentemente con la fragancia de lo alto, se introducía paso a paso y con diligencia en la vida espiritual. Y, al no disponer de otro medio con el que llevar la cuenta de sus oraciones, contaba ante Dios sus breves plegarias mediante unas piedrecitas. Cuando empezó a sentir los primeros estímulos del amor, comprendió, ilustrada por la unción del Espíritu, que debía desdeñar la apariencia caduca de los adornos mundanos, tasando en su vil precio las cosas viles. Por eso, debajo de los vestidos preciosos y sensuales, llevaba escondido un pequeño cilicio, mostrándose por fuera aparentemente mundana, pero revistiéndose interiormente de Cristo. Por último, cuando los suyos quisieron desposarla con un marido de su nobleza, no accedió en absoluto; al contrario, aparentando dejar para más adelante el matrimonio con un mortal, confiaba su virginidad al Señor. De este modo comenzó a paladear la virtud en su casa paterna, tales fueron sus primicias espirituales, tales los preludios de su santidad. Y así, al estar tan rebosante del perfume interior, su fragancia misma la delataba, como sucede con un pomo de aroma exquisito, por más cerrado que se halle. En efecto y sin que ella lo percibiese, comenzó a estar elogiosamente en boca de sus vecinos; y se fue divulgando entre el pueblo la noticia de su bondad descubriendo una justa fama sus obras secretas. Del conocimiento y amistad del bienaventurado Francisco 5. Oyó hablar por entonces de Francisco, cuyo nombre se iba haciendo famoso y quien, como hombre nuevo, renovaba con nuevas virtudes el camino de la perfección, tan borrado en el mundo. De inmediato quiere verlo y oírlo, movida a ello por el Padre de los espíritus, de quien tanto él como ella, aunque de diverso modo, habían recibido los primeros impulsos. Y no menos deseaba Francisco, entusiasmado por la fama de tan agraciada doncella, verla y conversar con ella, por si de algún modo él, que estaba ávido de conquistas, que se sentía llamado a destruir el imperio del mundo, lograba arrebatar tan noble presa al siglo malvado y reivindicarla para su Señor. La visita, pues, Francisco; y más aún Clara a él; aunque moderan la frecuencia de sus entrevistas para evitar que aquella divina amistad pueda ser conocida de los hombres e interpretada maliciosamente por públicas habladurías; por eso, acompañada solamente de una íntima familiar y dejando el hogar paterno, la doncella menudeaba sus secretos encuentros con el varón de Dios, cuyas palabras le parecían llameantes y las acciones sobrehumanas (3). El padre Francisco la exhorta al desprecio del mundo; demostrándole con vivas expresiones la vanidad de la esperanza y el engaño de los atractivos del siglo, destila en su oído la dulzura de su desposorio con Cristo, persuadiéndola a reservar la joya de la pureza virginal para aquel bienaventurado Esposo a quien el amor hizo hombre. 6. ¿A qué detenernos en tantos pormenores? A instancias del santísimo padre, que actuaba hábilmente como fidelísimo mensajero, no retardó su consentimiento la doncella. Se le abre entonces la visión de los goces celestes, en cuya comparación el mundo entero se le vuelve despreciable, cuyo deseo la hace derretirse de anhelos, por cuyo amor ansía las bodas supremas. Y así, encendida en el fuego celeste, tan soberanamente despreció la vanagloria terrena, que jamás nada de los halagos mundanos se pegó a su corazón. Aborreciendo igualmente las seducciones de la carne, decidió ya desde ahora no conocer lecho de pecado (Sab 3,13), deseando hacer de su cuerpo un templo consagrado a Dios y esforzándose por hacerse merecedora de las bodas con el gran Rey. En consecuencia, se sometió totalmente a los consejos de Francisco, tomándolo por su guía, después de Dios, para el camino. Desde entonces queda pendiente su alma de sus enseñanzas y recoge con cálido pecho cuanto le predica del buen Jesús. Soporta con molestia la pompa y ornato secular, y desprecia como basura todo lo que aplaude el mundo, a fin de poder ganar a Cristo (cf. Flp 3,8). Cómo, convertida por el bienaventurado
Francisco, 7. Muy pronto, para que el polvo mundano no empañe en adelante el espejo de aquella alma intacta ni el contagio de la vida secular fermente su juventud ázima, el piadoso padre se apresura a sacar a Clara del siglo tenebroso. Se acercaba el día solemne de Ramos cuando la doncella, fervoroso el corazón, fue a ver al varón de Dios, inquiriendo el qué y el cómo de su conversión. Ordénale el padre Francisco que el día de la fiesta, compuesta y engalanada, se acerque a recibir la palma mezclada con la gente y que, a la noche, saliendo de la ciudad, convierta el mundano gozo en el luto de la pasión del Señor. Llegó el Domingo de Ramos. La joven, vestida con sus mejores galas, espléndida de belleza entre el grupo de las damas, entró en la iglesia con todos. Al acudir los demás a recibir los ramos, Clara, con humildad y rubor, se quedó quieta en su puesto. Entonces, el obispo se llegó a ella y puso la palma en sus manos. A la noche, disponiéndose a cumplir las instrucciones del santo, emprende la ansiada fuga con discreta compañía. Y como no le pareció bien salir por la puerta de costumbre, franqueó con sus propias manos, con una fuerza que a ella misma le pareció extraordinaria, otra puerta que estaba obstruida por pesados maderos y piedras (4). 8. Y así, abandonados el hogar, la ciudad y los familiares, corrió a Santa María de Porciúncula, donde los frailes, que ante el pequeño altar velaban la sagrada vigilia, recibieron con antorchas a la virgen Clara. De inmediato, despojándose de las basuras de Babilonia, dio al mundo «libelo de repudio»; cortada su cabellera por manos de los frailes, abandonó sus variadas galas. Ni hubiera estado bien que la Orden de florecientes vírgenes que surgía en aquel ocaso de la historia se fundara en otro lugar que en el santuario de quien, antes que nadie y excelsa sobre todas, fue ella sola juntamente madre y virgen. Éste es el mismo lugar en el que la milicia de los pobres, bajo la guía de Francisco, daba sus felices primeros pasos; de este modo quedaba bien de manifiesto que era la Madre de la misericordia la que en su morada daba a luz ambas Órdenes. En cuanto hubo recibido, al pie del altar de la bienaventurada María, la enseña de la santa penitencia, y cual si ante el lecho nupcial de esta Virgen la humilde sierva se hubiera desposado con Cristo, inmediatamente san Francisco la trasladó a la iglesia de san Pablo, para que en aquel lugar permaneciera hasta tanto que el Altísimo dispusiera otra cosa (5). Cómo resistió, con
firme perseverancia, 9. Apenas vuela a sus familiares la noticia, éstos, con el corazón desgarrado, reprueban la acción y los proyectos de la virgen y, agrupados en tropel, corren al lugar intentando lo que finalmente no pueden conseguir. Emplean el ímpetu de la violencia, el veneno de los consejos, el halago de las promesas, queriendo persuadirla a que abandone tal vileza, indigna de su linaje y sin precedentes en toda la comarca. Pero ella, agarrándose a los manteles del altar, les muestra su cabeza tonsurada, asegurándoles que de ningún modo la arrancarán en adelante del servicio de Cristo. Y a medida que crece la violencia de los suyos, se enciende más su ánimo, y le inyecta nuevas energías el amor herido por las injurias. Y, de este modo, a lo largo de muchos días, sufriendo obstáculos en el camino del Señor, frente a la oposición de sus familiares a su propósito de santidad, no decayó su ánimo, no se entibió su fervor; por el contrario, en medio de los insultos y de los enojos, su decisión va convirtiéndose finalmente en esperanza, hasta que los parientes, quebrantado su orgullo, tienen que desistir. 10. Transcurridos pocos días, pasó a la iglesia del Santo Ángel de Panzo (6); mas como no encontrara allí su espíritu la plena paz, se trasladó finalmente, por consejo del bienaventurado Francisco, a la iglesia de San Damián. Aquí, clavando ya en seguro el ancla de su espíritu, no fluctúa más por posibles cambios de lugar, no vacila frente a aquella estrechez, no se arredra ante la soledad. Ésta es aquella iglesia en cuya restauración sudó Francisco con tan admirable esfuerzo; a cuyo sacerdote ofreció sus dineros para reparar la fábrica. Es ésta la iglesia en la que, orando Francisco, una voz, brotada desde el madero de la cruz, resonó en su alma: «Francisco, ve, repara mi casa que, como ves, se desmorona toda». En la cárcel de este estrecho lugar se encerró la virgen Clara por amor a su celeste Esposo. Aquí, guareciéndose de la tempestad del mundo, encarceló su cuerpo de por vida. Anidando en las grietas de esta roca (Cant 2,14), la paloma de plata engendró un colegio de vírgenes de Cristo, instituyó un santo monasterio e inició la Orden de las Damas Pobres. Aquí, en el camino de la penitencia, trituró los terrones de sus miembros, aquí sembró las semillas de la perfecta justicia, aquí con su propio caminar dejó marcadas las huellas para sus seguidoras. En este estrecho reclusorio, durante cuarenta y dos años, quebró con los azotes de la disciplina el alabastro de su cuerpo, a fin de que la casa de la Iglesia se inundara de sus aromas (cf. Jn 12,3). Se referirá más al detalle cuán gloriosamente habitó aquí una vez que se haya hecho relación de cuántas y qué grandes almas vinieron a Cristo gracias a ella. De la fama de sus virtudes difundida por todas partes Se esparce, en efecto, poco después, la opinión de santidad de la virgen Clara por las regiones vecinas, y tras el olor de sus perfumes corren de todas partes las mujeres. Las vírgenes, a ejemplo de ella, se aprestan a guardar para Cristo lo que son; las casadas se esmeran por portarse más castamente; las de la nobleza y las de ilustre rango, desechados los vastos palacios, se construyen monasterios reducidos y tienen a grande honra el vivir por el amor de Cristo «enceniza y cilicio». Nada menos que el entusiasmo de los jóvenes se siente llamado a estos certámenes de pureza y es animado a despreciar los engaños de la carne por los valerosos ejemplos del sexo débil. En fin, son muchos los que, estando ligados por el matrimonio, se ciñen ahora con la ley de la continencia, y pasan los hombres a las Órdenes y las mujeres a los monasterios (7). La madre invita a la hija, la hija a la madre a seguir a Cristo; la hermana atrae a las hermanas y la tía a las sobrinas. Todas con fervorosa emulación desean servir a Cristo. Todas aspiran a hacerse partícipes de esta vida angélica que Clara esclareció. Innumerables vírgenes, movidas por la fama de Clara, mientras no pueden abrazar la vida del claustro, se esfuerzan por vivir en sus hogares según la Regla, sin haber logrado profesarla todavía. Tantos y tales frutos de salvación daba a luz con sus ejemplos la virgen Clara, que se veía cumplido en ella el dicho profético: Más son los hijos de la abandonada que los hijos de la casada (8). Cómo la noticia de su bondad llegó a lugares remotos 11. Entretanto, a fin de que la vena de esta celestial bendición, que corre por el valle de Espoleto, no quede retenida dentro de unos límites reducidos, por divina providencia se transforma en torrente, de modo que los brazos del río recrean la ciudad (Sal 45,5) entera de la Iglesia. De hecho, la novedad de tan notables sucesos cundió de un extremo a otro de la tierra y comenzó a ganar almas para Cristo. Estando encerrada, Clara empieza a ser luz para todo el mundo y con la difusión de sus alabanzas refulge clarísima. La fama de sus virtudes invade las estancias de las señoras ilustres, llega a los palacios de las duquesas y penetra hasta en la mansión de las reinas. Lo más granado de la nobleza se inclina a seguir sus huellas y desde una engreída ascendencia de sangre desciende a la santa humildad. Algunas, dignas de matrimonios con duques y reyes, invitadas por el mensaje de Clara, hacen rigurosa penitencia, y las que se habían casado con potentados imitan, según pueden, a Clara. Innumerables ciudades se engalanan con monasterios, y hasta los lugares campestres y montañosos se embellecen con la fábrica de tan celestiales edificios. Se multiplica el culto de la castidad en el siglo, abriendo la marcha la santísima Clara, y queda restaurado el renacido estado virginal. Con estas flores espléndidas que Clara produce, reflorece hoy felizmente la Iglesia, la misma que implora ser sustentada con ellas, cuando dice: Confortadme con flores, reanimadme con manzanas, que estoy enferma de amor (9). Pero vuelva ya la pluma a su propósito, para que se conozca cuál era su tenor de vida. De su santa humildad 12. Clara, piedra primera y noble fundamento de su Orden, desde un principio se aplicó a levantar el edificio de todas las virtudes sobre la base de la santa humildad. En efecto, prometió santa obediencia al bienaventurado Francisco y no se desvió en nada de lo prometido. Es más, a los tres años de su conversión, declinando el nombre y el oficio de abadesa, prefirió humildemente vivir sometida y no presidir, servir entre las esclavas de Cristo, y no ser servida. No obstante, porque le obligó el bienaventurado Francisco, asumió, por fin, el gobierno de las damas y de ello brota en su corazón la humildad del temor, no el tumor de la soberbia, y crece en ella no la independencia, sino la servicialidad. De modo que, cuanto más encumbrada se ve por una tal apariencia de superioridad, tanto más baja se encuentra en la propia consideración, más dispuesta al servicio, más despreciable en su condición. Nunca rehúsa las ocupaciones más serviles, sino que es ella la que, de ordinario, se encarga de verter agua en las manos de las hermanas, de asistir en pie a las que se sientan, de servir a las que comen. Le cuesta mucho tener que dar órdenes; las cumple, en cambio, de grado, porque prefiere realizarlas por sí misma antes que imponerlas a las hermanas. Limpiaba las vasijas residuales de las enfermas; con su magnánimo espíritu, ella las fregaba, sin echarse atrás ante las suciedades, sin hacer ascos ante lo hediondo. Con frecuencia, lava los pies de las hermanas externas cuando regresan de fuera y, después de haberlos lavado, los besa. En una ocasión lavaba los pies de una externa; al ir a besárselos, no soportando ésta tanta humildad, retira el pie y golpea con él el rostro de su señora; mas ella vuelve a tomar con ternura su pie y, bajo la misma planta, le clava un apretado beso. De la santa y verdadera pobreza 13. Con la pobreza de espíritu, que es la verdadera humildad, armonizaba la pobreza de todas las cosas. Y lo primero que hizo al comienzo de su conversión, fue vender la herencia paterna que le había tocado y, sin reservarse nada para sí, la distribuyó toda entre los pobres. A partir de aquí, dejado el mundo afuera, enriquecida el alma interiormente, corre en pos de Cristo aligerada del peso de las riquezas. Tal alianza selló con la santa pobreza, tal amor le consagró, que nada quería poseer sino a Cristo el Señor, nada permitió que poseyeran sus hijas. Pensaba que la preciosísima perla del deseo del cielo, adquirida con la venta de todos los bienes (cf. Mt 13,45-46), no podía compartirse con el cuidado devorador de los bienes temporales. Mediante pláticas frecuentes inculca a las hermanas que su comunidad sería agradable a Dios cuanto viviera rebosante de pobreza, y que perduraría firme a perpetuidad si estuviera defendida con la torre de la altísima pobreza. Anímalas a conformarse, en el pequeño nido de la pobreza, con Cristo pobre, a quien su pobrecilla Madre acostó niño en un mísero pesebre. Así, con este singular recordatorio, tal que con un collar de oro, se abrochaba el pecho a fin de que no pasase al interior el polvo de lo terreno. 14. Queriendo, pues, que su religión se ennobleciese con el timbre de la pobreza, solicitó del papa Inocencio III, de feliz recuerdo, el Privilegio de la Pobreza. Este varón magnífico, congratulándose de tan grande fervor de la virgen, le advierte que es extraña la petición, ya que nunca un privilegio semejante había sido solicitado de la Sede Apostólica. Y para corresponder a la insólita petición con un favor insólito, el Pontífice personalmente, con mucho gozo, redactó de propia mano el primer esbozo del pretendido privilegio. El señor papa Gregorio, de feliz recuerdo, hombre tan digno de veneración por sus méritos personales como dignísimo por la Sede Apostólica que ocupaba, amaba muy particularmente, con paternal afecto, a nuestra santa. Mas, al intentar convencerla a que se aviniese a tener algunas posesiones, que él mismo le ofrecía con liberalidad en previsión de eventuales circunstancias y de los peligros de los tiempos, Clara se le resistió con ánimo esforzadísimo y de ningún modo accedió. Y cuando el Pontífice le responde: «Si temes por el voto, Nos te desligamos del voto», le dice ella: «Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento indeclinable de Cristo» (10). Recibía muy alegremente las limosnas más insignificantes y los trocitos de pan que llevaban los limosneros; y como entristecida a la vista de panes enteros, saltaba de gozo a la vista de los mendrugos. ¿Para qué hablar más? Se esforzaba por conformarse en perfectísima pobreza con el Crucificado pobre, de modo que ningún bien caduco apartase a la amante del amado o estorbase su andadura con el Señor. Voy a contar ahora dos sucesos admirables que la enamorada de la pobreza mereció realizar. Milagro de la multiplicación del pan 15. Había en el monasterio un solo pan al tiempo en que urgían el hambre y la hora de comer. Llamada la despensera, ordénale la santa que divida el pan y que envíe la mitad a los hermanos, reservando la otra mitad para las hermanas. De esta mitad le manda que haga cincuenta cortes, según el número de las damas, y que los presente en la mesa de la pobreza. Como le respondiese la devota hija que aquí serían necesarios los antiguos milagros de Cristo para que tan escaso pan admita cincuenta porciones, le contestó la madre y le advirtió: «Hija, haz confiada lo que te digo». Se apresuró la hija a cumplir el mandato de la madre; mientras, ésta dirige a su Cristo piadosos suspiros en favor de las hijas. Por divino favor, entre las manos de la que corta crece aquella escasa cantidad, y a cada una de la comunidad se le puede dar una gran rebanada. Otro milagro del aceite regalado por divina virtud 16. Cierto día, tan del todo se les acabó el aceite a las siervas de Cristo, que no lo había ni para el condimento de las enfermas. Toma madonna Clara un recipiente y, maestra de humildad, lávalo con sus manos; lo pone vacío afuera a fin de que el hermano limosnero lo recoja, y llama a dicho hermano para que vaya a conseguir el aceite. Se apresura el devoto hermano con ánimo de remediar tanta indigencia y corre a recoger la vasija. Pero no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que se apiade. Efectivamente, por sólo la intervención de Dios, se halla la vasija llena de aceite, habiéndose adelantado la oración de santa Clara a la caridad del hermano, en el alivio de las hijas pobres. Ante esto, dicho hermano, creyendo que le habían llamado en balde, comentó murmurando por lo bajo: «¡Estas mujeres me han llamado de bromas, pues, mírala, la vasija está llena!» De la mortificación de la carne 17. De la admirable mortificación de la carne, quizás fuera más conveniente callar que hablar, ya que hizo tales cosas que el estupor de los oyentes pondrá en duda la veracidad de los hechos. No era lo más notable el que, con una tunicucha y un pobrecillo mantito de paño áspero, cubriera, que no abrigara, su cuerpo delicado. Ni era lo más admirable que desconociese por completo el uso del calzado. No era gran cosa que prorrogara sus ayunos sin límites de tiempo y no usara lecho de plumas. Como quiera que en estas prácticas tenía en su convento a otras que también las hacían, no merecería tal vez por ello particulares elogios. Pero ¿qué relación había entre su carne virginal y aquel vestido de piel de puerco? Porque es de saber que aquella virgen santísima se había procurado un vestido de piel de puerco y lo llevaba bajo la túnica, en secreto, aplicando a la carne la aspereza hirsuta de las cerdas. Usaba algunas veces un cruel cilicio, trenzado de crin de caballo y con nudos, que ajustaba fuertemente a una y otra parte del cuerpo con ásperas cuerdas. Se la prestó a una de las hijas, que le pedía la tal indumentaria, la cual no pudo con tal aspereza y, si alegremente la pidió, más velozmente la devolvió al cabo de tres días. La desnuda tierra y de vez en cuando unos sarmientos le servían de lecho, y un tosco leño debajo de la cabeza hacía las veces de almohada. Cierto que, andando el tiempo, extenuado el cuerpo, tendió una estera en el suelo y a la cabeza le concedió por clemencia un poco de paja. Y desde que una larga enfermedad comenzó a adueñarse del cuerpo tan severamente maltratado, por orden del bienaventurado Francisco, utilizó un saco lleno de paja. 18. Además, era tanto el rigor de su abstinencia en los ayunos, que apenas hubiera podido sobrevivir su cuerpo con el liviano sustento que tomaba si otra fuerza no la sostuviera. Mientras estuvo sana, ayunando a pan y agua la cuaresma mayor y la cuaresma de san Martín obispo, solamente los domingos probaba el vino, si lo tenía. Y para que admires, lector, lo que no puedes imitar, durante esas cuaresmas, tres días a la semana, a saber, los lunes, miércoles y viernes, no tomaba nada de alimento. Se sucedían así alternativamente los días de refección escasa y los días de ayuno total, de modo que una víspera sin comer precedía a un festín de pan y agua. No es de maravillar que tanto rigor, mantenido durante largo tiempo, rindiera a Clara ante las enfermedades, consumiera sus fuerzas y privara de vigor a su cuerpo. Se compadecían por ello de la santa madre las devotísimas hijas y lamentaban con lágrimas aquellas muertes que voluntariamente soportaba cada día. Prohibiéronle, por fin, el bienaventurado Francisco y el obispo de Asís aquel agotador ayuno de tres días, ordenándole que no dejase pasar un solo día sin tomar para sustento al menos una onza y media de pan. Y, si bien es cierto que la grave aflicción del cuerpo engendra de ordinario la aflicción del espíritu, de forma muy distinta sucedía en Clara, quien conservaba en medio de sus mortificaciones un aspecto festivo y regocijado, de modo que parecía demostrar o que no las sentía o que se burlaba de las exigencias del cuerpo. De lo cual se da a entender claramente que la santa alegría de la que abundaba interiormente, le rebosaba al exterior, porque el amor del corazón hace leves los sufrimientos corporales. Del ejercicio de la santa oración 19. Así, muerta anticipadamente a la carne y del todo ajena a la vida del mundo, ocupaba su alma de continuo en santas oraciones y divinas alabanzas. Había clavado en la Luz eterna el ardentísimo dardo de su ansia íntima y, trascendiendo la esfera de las realidades materiales, abría más plenamente el seno de su alma al torrente de la gracia. Después de completas, oraba largo rato con las hermanas, y en tanto que en ella se desataban lluvias de lágrimas, las excitaba también en las demás. Y una vez retiradas éstas a reponer sus cansados miembros sobre duras camas, ella permanecía en oración, despierta e infatigable, para recoger entonces furtivamente la vena del divino susurro (Job 4,12), mientras el sueño se había apoderado de las otras. Muchísimas veces, postrada rostro en tierra en oración, riega el suelo con lágrimas y lo acaricia con besos: diríase que tenía siempre a su Jesús entre las manos, llorando a sus pies, besándoselos. Una vez, mientras lloraba en lo profundo de la noche, se le apareció el ángel de las tinieblas en figura de un niño negro, diciéndole: «No llores tanto, que te vas a quedar ciega». Y ella le respondió de inmediato: «No quedará ciego quien verá a Dios»; el diablo, confundido, desapareció. Aquella misma noche, después de maitines, estando Clara en oración y bañada en llanto como de costumbre, se acercó el consejero engañoso: «No debieras llorar tanto -insistió-, no suceda que al fin, derretido el cerebro, vaya a desagüársete por las narices; porque, además, vas a quedar con la nariz torcida». Le respondió ella a bocajarro: «No padece ninguna tortura el que sirve al Señor»; así lo puso en fuga y desapareció. 20. Hay abundantes pruebas de la mucha fuerza que sacaba del horno de su fervorosa oración, de la gran dulzura con que la regalaba en ella la bondad divina. Cuando, por ejemplo, retornaba con júbilo de la santa oración, traía del fuego del altar del Señor palabras ardientes que encendían también los corazones de las hermanas. Advertían con admiración que de su rostro emanaba una cierta dulzura y el semblante aparecía más radiante que de ordinario. Ciertamente Dios había dispuesto para su pobrecilla un convite de su dulcedumbre (cf. Sal 97,11), y trasparentaba al exterior, a través de los sentidos, el alma colmada en la oración por la luz verdadera. Así, en medio del mundo variable, unida a su noble Esposo con lazo indisoluble, se deleita en las cosas celestes con gozo inmutable; así, en medio del rodar versátil de lo humano, afirmada en virtud sobrehumana, y guardando en vaso de arcilla un tesoro de gloria, mientras vive con el cuerpo en la tierra, mora ya su alma en el cielo. Tenía la costumbre de avisar para maitines a las jovencitas, a las que, llamando sigilosamente por medio de una campanilla, excitaba a alabar al Señor. Frecuentemente, mientras aún dormían las demás, encendía ella las lámparas; muchas veces tocaba ella con sus propias manos la campana. No había en su claustro lugar para la tibieza, no lo había para la desidia; sino que con fuerte estímulo aguijoneaba la posible flojera, para orar y servir al Señor. De las maravillas de su oración y, primero,
21. Me agrada narrar ahora los prodigios de su oración, con tanta fidelidad en cuanto a cómo fueron como con merecidísima veneración. Durante aquella tormenta que azotó a la Iglesia en diversas partes del mundo, bajo el emperador Federico, el valle de Espoleto tuvo que beber más frecuentemente del cáliz de la ira. A modo de enjambres de abejas, estaban estacionados en el valle, por mandato imperial, escuadrones de caballería y arqueros sarracenos, con el propósito de destruir las fortalezas y expugnar las ciudades fortificadas. En esta situación, lanzóse una vez el furor enemigo contra Asís, ciudad predilecta del Señor, y avecinándose ya el ejército a las puertas, los sarracenos, gente pésima sedienta de sangre cristiana y capaz de los peores crímenes, cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las vírgenes. Se derriten de terror los corazones de las damas pobres, balbucean presas de espanto y acuden a su madre entre lágrimas. Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos. 22. Y prosternándose de bruces en oración ante el Señor, le dice a su Cristo entre lágrimas: «¿Te place, mi Señor, entregar inermes en manos de paganos a tus siervas, a las que he criado en tu amor? Guarda, Señor, te lo ruego, a estas tus siervas a las que no puedo defender en este trance». En seguida, desde este propiciatorio de la nueva gracia, una voz como de niño se dejó sentir en sus oídos: «Yo siempre os defenderé». «Mi Señor -añadió Clara-, protege también, si te place, a esta ciudad que nos sustenta por tu amor». Y Cristo a ella: «Soportará molestias, mas será defendida por mi fuerza». En esto la virgen, levantando el rostro bañado en lágrimas, conforta a las que lloran diciéndoles: «Hijitas, yo salgo fiadora de que no sufriréis nada malo; basta que confiéis en Cristo». De inmediato, repentinamente, la audacia de aquellos perros, rechazada por fuerza misteriosa, se convierte en pánico, y, escapándose de prisa por los muros que habían escalado, fueron dispersados por el valor de la suplicante. A continuación Clara conmina a las que habían oído la referida voz, prohibiéndoles con seriedad: «Hijas carísimas, guardaos en absoluto, mientras yo viva, de revelar esto a nadie». Ítem, otro milagro de la liberación de la ciudad 23. En otra ocasión, Vidal de Aversa, hombre codicioso de gloria e intrépido en las batallas, desplegó contra Asís el ejército imperial que capitaneaba. En consecuencia, taló los árboles del territorio, asoló todos los alrededores y se asentó para asediar la ciudad. Declaró con amenazadoras palabras que de ningún modo se retiraría hasta que no la hubiese tomado. De hecho, se había llegado a tal extremo, que se temía su inminente caída. En oyendo esto Clara, la sierva de Cristo, suspira vehementemente y, convocando a las hermanas, les dice: «Hijas carísimas, recibimos a diario muchos bienes de esta ciudad; sería gran ingratitud si, en el momento en que lo necesita, no la socorremos en la medida de nuestras fuerzas». Manda que le traigan ceniza, ordena a las hermanas destocarse las cabezas. Y, en primer lugar, sobre su cabeza descubierta derrama mucha ceniza; después la esparce también sobre las cabezas de las otras. «Acudid -añade- a nuestro Señor y suplicadle con todas veras la liberación de la ciudad». ¿Para qué narrar más detalles? ¿Para qué recordar las lágrimas de las vírgenes, sus ansiosas plegarias? Dispuso el Dios misericordioso, que con la tentación da el poder resistirla con éxito (1 Cor 10,13), que a la mañana siguiente se desbandara todo el ejército; que su soberbio jefe, en contra de sus propósitos, abandonara el sitio; y que nunca más pudiera hostigar aquella comarca. Ya que, al poco tiempo, aquel caudillo guerrero fue muerto a espada. De la eficacia de su oración 24. En verdad que no debe quedar sepultada en el silencio la eficacia admirable de su oración, que en las primicias de su consagración convirtió una primera alma para Dios, y convertida la defendió. Es el caso que tenía una hermana de tierna edad, hermana según la carne y según la pureza; como deseaba su conversión, entre las principales plegarias que ofrecía a Dios con plenitud de afecto pedía esto con mayor insistencia: que, así como en el siglo había tenido con la hermana conformidad de sentimientos, así ahora se unieran ambas para el servicio de Dios en una sola voluntad. Ora, por lo tanto, con instancias al Padre de las misericordias para que a su hermana Inés, a la que había dejado en casa, el mundo se le convierta en amargura y Dios en dulzura; y que así, transformada, de la perspectiva de unas nupcias carnales se eleve al deseo del divino amor, de modo que a una con ella se despose en virginidad perpetua con el Esposo de la gloria. Existía realmente entre ambas un extraordinario cariño mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho para una y otra más dolorosa la reciente separación. Muy pronto la divina Majestad accede a tan excepcional orante, y se apresura a concederle aquel primer don, pedido por sobre todo otro, y que más agrada a Dios el regalárselo. Y así, a los dieciséis días de la conversión de Clara, Inés, inspirada por el divino Espíritu, se dirige presurosa a donde su hermana y, descubriéndole el secreto de su voluntad, le confesó que quería consagrarse por entero al Señor. Ella, abrazándola gozosamente, exclamó: «Doy gracias a Dios, dulcísima hermana, porque ha atendido a mi solicitud en favor de ti». 25. A la conversión maravillosa siguió una no menos maravillosa defensa de la misma. Cuando las felices hermanas estaban en la iglesia del Santo Ángel de Panzo, aplicadas a seguir las huellas de Cristo, y la que más sabía del Señor instruía a su hermana y novicia, de pronto se levantan contra las jóvenes nuevas persecuciones de los familiares. En cuanto se enteran de que Inés había pasado a vivir con Clara, corren al día siguiente hacia el lugar doce hombres encendidos en furia y, disimulando al exterior el malvado plan, fingen una visita pacífica. Pero en cuanto se encaran con Inés -pues, respecto a Clara, ya habían perdido anteriormente la esperanza- le dicen: «¿A qué has venido tú a este lugar? Date prisa en volver de inmediato a casa con nosotros». Al responder ésta que no quería separarse de su hermana Clara, se lanzó sobre ella un caballero con ánimo enfurecido y, sin perdonar puñetazos ni patadas, trataba de arrastrarla por los pelos, mientras los otros la empujaban y la alzaban en brazos. A todo esto la jovencita, viéndose arrebatada de las manos del Señor, como presa de leones, grita diciendo: «Ayúdame, hermana carísima, y no permitas que me aparten de Cristo Señor». En tanto que los enfurecidos asaltantes arrastran por la ladera del monte a la jovencita que se resistía, y le rasgan los vestidos, y dejan señalado el camino con los cabellos arrancados, Clara, postrándose en oración entre lágrimas, pide para su hermana constancia en el propósito y suplica que la fuerza de aquellos hombres se vea superada por el divino poder. 26. Y de pronto, efectivamente, el cuerpo de Inés, caído en tierra, parece cargarse de tanto peso, que, aunados los esfuerzos de los numerosos hombres, no pueden de ninguna manera transportarlo más allá de un arroyuelo. Acuden otros más desde los campos y las viñas con la intención de prestarles ayuda, pero les resulta imposible levantar del suelo aquel cuerpo. Y cuando ya tienen que desistir de su empeño, comentan entre bromas el milagro: «Toda la noche ha estado comiendo plomo, no es extraño que pese». Pero el señor Monaldo, su tío paterno, llevado de furiosa rabia, intenta golpearla brutalmente con el puño, cuando sintió de repente que un dolor atroz le invadía la mano levantada para golpearla y por mucho tiempo le siguió atormentando este angustioso dolor. Y en esto, tras la prolongada batalla, llegándose Clara hasta el lugar, ruega a los parientes que desistan de la pelea y dejen a su cuidado a Inés, que yace medio muerta. Mientras se retiran éstos, amargados por el fracaso de su empresa, se levantó Inés jubilosa y, gozando ya de la cruz de Cristo, por quien había combatido esta primera batalla, se consagró para siempre al servicio divino. Luego, el bienaventurado Francisco la tonsuró con sus propias manos y, junto con su hermana, la amaestro en los caminos del Señor. Pero como no podría ser explicada en breves palabras la magnífica perfección de su vida, volvemos a tratar de Clara. Otro milagro: la expulsión de los demonios 27. No es extraño que la oración de Clara tuviera poder contra la maldad de los hombres cuando también lo tenía para irritar a los demonios. Sucedió que una mujer devota, de la diócesis de Pisa, vino una vez al lugar a dar las gracias a Dios y a santa Clara porque, en virtud de sus méritos, había sido liberada de cinco demonios. Confesaban los demonios, en el momento mismo de ser expulsados, que la oración de santa Clara los impelía y los desalojaba de aquel vaso de su posesión. No sin razón el señor papa Gregorio tenía una fe extraordinaria en las oraciones de la santa, cuyo valimiento había experimentado ser tan eficaz. Pues, en verdad, muchas veces, al presentársele, como suele acontecer, alguna nueva dificultad, tanto cuando era obispo de Ostia como después que fue elevado a la cima del poder apostólico, se dirigía por carta a la mencionada virgen pidiendo la ayuda de sus oraciones; y de inmediato experimentaba su auxilio. Acto de humildad este verdaderamente digno de admiración y de fervorosa imitación: el Vicario de Cristo reclamando ayuda de la esclava de Cristo y recomendándose a sus virtudes. Conocía sabiamente cuánto puede el amor y qué fácilmente se les franquea a las vírgenes puras el acceso al consistorio de la divina Majestad. Si ciertamente el Rey de los cielos se entrega a sí mismo a quienes le aman con fervor, ¿qué es lo que no ha de conceder, si conviene, a quienes le ruegan con devoción? De su maravillosa devoción al Sacramento del Altar 28. Cuán señalado fuera el devoto amor de santa Clara al Sacramento del Altar lo demuestran los hechos. Así, por ejemplo, durante aquella grave enfermedad que la tuvo postrada en cama, se hacía incorporar y asentar al apoyo de unas almohadas; sentada así, hilaba finísimas telas, de las cuales elaboró más de cincuenta juegos de corporales que, envueltos en bolsas de seda o de púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de las montañas de Asís. Y cuando iba a recibir el Cuerpo del Señor, primero se bañaba en ardientes lágrimas y luego, acercándose estremecida, no menos reverenciaba a quien está escondido en el sacramento que al que rige cielo y tierra. De una consolación
verdaderamente admirable 29. Comoquiera que durante la enfermedad «todo era recordar» a Cristo, por eso también Cristo la visitaba en sus dolencias. En aquella hora de la Navidad, cuando el mundo se alegra con los ángeles ante el Niño recién nacido, todas las monjas se marcharon al oratorio para los maitines dejando sola a la madre, víctima de sus enfermedades. Ella, puesta a meditar sobre el niñito Jesús y lamentándose porque no podía tomar parte en sus alabanzas, le dice suspirando: «Señor Dios, mira que estoy sola, abandonada para ti en este lugar». Y he aquí que de pronto comenzó a resonar en sus oídos el maravilloso concierto que se desarrollaba en la iglesia de San Francisco. Escuchaba el júbilo de los hermanos salmodiando, oía la armonía de los cantores; percibía hasta el sonido de los instrumentos. No estaba tan próximo el lugar como para que pudiera alcanzar todo esto por humano recurso: o la resonancia de aquella solemnidad había sido amplificada hasta ella por el divino poder, o su capacidad auditiva le había sido reforzada más allá del límite humano. Pero, sobre todo, lo que supera a este prodigio de audición es que la santa mereció también ver el pesebre del Señor. Cuando las hijas acudieron a verla por la mañana, díjoles la bienaventurada Clara: «Bendito sea el Señor Jesucristo, que no me abandonó cuando me abandonasteis vosotras. He escuchado, por cierto, por la gracia de Cristo, las solemnes funciones que se han celebrado esta noche en la iglesia de San Francisco». * * * * * Notas: 1) Entre los compañeros de san Francisco que pudieron ser interrogados por Celano se deben recordar en primer lugar Fr. Ángel de Rieti, que era ministro provincial de la Umbría a la sazón, y Fr. León, que siempre tuvo relación tan íntima con santa Clara y las Clarisas, y por cuya sugestión escribiría san Buenaventura, en 1259, su carta a las Clarisas asisienses. Ambos, con Fr. Marcos, el capellán, estuvieron presentes junto al lecho de Clara moribunda y en las declaraciones de las monjas para la canonización de la abadesa difunta. 2) Fue sor Cecilia de Spello la que en el Proceso VI 12 declaró haber recibido esta confidencia de boca de Hortulana. 3) Según declaración de Beatriz, hermana de Clara, en Proceso XII 2, parece que fue san Francisco quien primero visitó a Clara. Madonna Bona de Guelfuccio precisa, en Proceso XVII 3, que ella acompañaba a Clara en sus entrevistas con san Francisco, y que además de san Francisco solía hablar a Clara también Fr. Felipe Longo. 4) Véase en Proceso XIII 1, el testimonio detallado de sor Cristiana de messer Bernardo de Suppo, que en el momento de la fuga nocturna vivía con Clara en el palacio de Favarone. En esta ocasión no la acompañó Bona de Guelfuccio, que entonces estaba de peregrinación en Roma, sino quizá alguno de los compañeros de san Francisco. No parece que la acompañara Pacífica de Guelfuccio, como se escribe a veces, si bien, por otra parte, ésta fue de las primeras en seguir a la fundadora, con quien convivió en el claustro durante toda la vida, fuera de un año que estuvo en el monasterio de Vallegloria de Spello para iniciar a aquellas monjas en el nuevo género de vida religiosa. 5) Se trata del monasterio de Benedictinas de San Pablo de Bastia, cerca de la confluencia del Tescio y del Chiascio. 6) Santo Ángel de Panso o Panzo, eremitorio situado en las faldas del Subasio, no parece que fuera monasterio de Benedictinas hasta algunos años más tarde, según Mario Sensi. 7) Para las casadas, que también entraban en religión en gran número, véase la Regla de Santa Clara cap. 2. A esta clase de monjas, que al parecer eran muchas al principio, parece aludir la expresión «et aliae ancillae Christi» («virgines Deo dicatae et aliae ancillae Christi»), de los diplomas pontificios de la época. 8) Is 54,1. San Francisco utiliza la misma cita para ilustrar la fecundidad sobrenatural de los frailes de los eremitorios, que con sus oraciones y penitencias hacen fructificar el apostolado activo de los predicadores (cf. EP 72). 9) Cant 2,5. Se citan «señoras» o «damas» ilustres, «duquesas» o «princesas», y hasta «reinas», como santa Inés de Praga o de Bohemia, la beata Salomea de Cracovia, la beata Isabel de Francia, etc. 10) Gregorio IX, que en un principio miró bien el modo de pobreza de las Damas Pobres, luego comenzó a ofrecerles posesiones. El ofrecimiento a Clara debió de tener lugar cuando Gregorio fue a Asís, por julio de 1228, para canonizar a san Francisco. |
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