DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Leyenda de Perusa, 1-50


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1. (= 2 Cel 153)

2. (= 2 Cel 157: «Solía decir... réprobos».)

3. Decía también: (= 2 Cel 159: «Hermanos, he rogado... tres cosas».)

Su cuerpo será honrado después de la muerte

4. Un día, mientras el bienaventurado Francisco yacía enfermo en el palacio episcopal de Asís (1), un hermano, hombre espiritual y santo, le dijo en son de broma y riendo: «¿Por cuánto vendes tus sayales al Señor? Muchos baldaquines y paños de seda se alzarán y se extenderán sobre este tu cuerpo, vestido ahora de saco». El santo Francisco llevaba entonces, por razón de la enfermedad, una gorra de piel recubierta del mismo sayal que el vestido. El bienaventurado Francisco, o, más bien, el Espíritu Santo hablando por su boca, respondió con un gran fervor de espíritu y con alegría: «Dices la verdad, porque así será».

Bendice la ciudad de Asís
mientras es llevado a la Porciúncula

5. El bienaventurado Francisco permanecía todavía en el mismo palacio; pero, viendo que su mal empeoraba de día en día, hizo que le llevasen en camilla a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, pues no podía ir a caballo, ya que se había agravado su enfermedad.

Al pasar junto al hospital (2), pidió a los que lo llevaban que dejaran la camilla en el suelo; y como, a consecuencia de la gravísima y larga enfermedad de los ojos, apenas podía ver, pidió que le giraran la camilla de suerte que quedara con el rostro vuelto a la ciudad de Asís. Enderezándose un poco, bendijo la ciudad, diciendo: «Señor, creo que esta ciudad fue en tiempos antiguos morada y refugio de hombres malos e injustos, mal vistos en todas estas provincias; pero veo que, por tu misericordia sobreabundante, cuando tú has querido, le has manifestado las riquezas de tu amor, para que ella sea estancia y habitación de quienes te conozcan, den gloria a tu nombre y difundan en todo el pueblo cristiano el perfume de una vida pura, de una doctrina ortodoxa y de una buena reputación. Te pido, por tanto, Señor Jesucristo, Padre de las misericordias (3), que no tengas en cuenta nuestra ingratitud, sino que recuerdes siempre la abundante misericordia que has mostrado en esta ciudad, para que ella sea siempre morada y estancia de quienes te conozcan y glorifiquen tu nombre bendito y glorioso en los siglos de los siglos. Amén». Acabada esta plegaria, le llevaron a Santa María de la Porciúncula.

Busca siempre la voluntad del Señor

6. Desde el día de su conversión hasta el de su muerte, el bienaventurado Francisco estuvo siempre -en salud o enfermedad- atento a conocer y a cumplir la voluntad del Señor.

Al anuncio de su próxima muerte,
se hace cantar el Cántico de las criaturas

7. En cierta ocasión dijo un hermano (4) al bienaventurado Francisco: «Padre, tu vida y tu proceder fueron, y son ahora, una luz y un espejo no sólo para tus hermanos, sino también para la Iglesia universal de Dios. Así será también tu muerte. Ella causará a los hermanos y a innumerables personas gran dolor y tristeza, mas para ti será un inmenso consuelo y gozo infinito. Tú pasarás, en efecto, de un gran trabajo, a un gran reposo; de un mar de dolores y tentaciones, al gozo infinito; de la estricta pobreza -que siempre has amado y practicado voluntariamente desde tu conversión hasta el último día-, a riquezas inmensas, verdaderas e infinitas; de la muerte temporal, a la vida eterna, donde verás sin cesar, cara a cara, al Señor tu Dios, a quien has contemplado en este mundo con tanto fervor, deseo y amor». Y añadió, ya sin rodeos: «Padre, es necesario que sepas que, si el Señor no envía desde el cielo un remedio para tu cuerpo, tu enfermedad es incurable y vas a vivir poco tiempo, según dijeron ya los médicos. Te hablo así para confortar tu espíritu, para que te alegres de continuo en el Señor interior y exteriormente; sobre todo, para que los hermanos y cuantos vienen a verte te encuentren alegre en el Señor, pues saben y están persuadidos de que vas a morir muy pronto; y con el fin de que, para los que presencien esto y para los que lo oigan, tu muerte constituya un memorial, como lo ha sido para todos tu vida y tu conducta». Entonces, el bienaventurado Francisco, aunque se encontraba consumido por las enfermedades, alabó al Señor con ardiente fervor de espíritu y gozo interior y exterior, y dijo: «Pues, si pronto voy a morir, llamad al hermano Ángel (5) y al hermano León para que me canten a la hermana muerte».

Acudieron en seguida estos hermanos, y, derramando abundantes lágrimas, entonaron el cántico del hermano sol y de las otras criaturas del Señor, que el Santo había compuesto durante su enfermedad para gloria de Dios y consuelo suyo y de los demás. A este canto, antes de la última estrofa, añadió estos versos sobre la hermana muerte:

«Loado seas, mi Señor,
por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquel que muera en pecado mortal!
Bienaventurado aquel a quien encontrare
en tus santísimas voluntades,
pues la muerte segunda no le hará mal».

Última visita del «Hermano Jacoba»

8. Un día llamó el bienaventurado Francisco a sus compañeros y les dijo: «Vosotros sabéis que la señora Jacoba de Settesoli (cf. 3 Cel 37-39) fue siempre y es muy fiel a nuestra Religión y devota de la misma. Creo que, si le informáis de mi estado, esto será para ella una delicadeza y un gran consuelo. Decidle en especial que os envíe, para una túnica, un paño monástico de color ceniza como el que fabrican los cistercienses en los países de ultramar; que os envíe también aquel manjar que tantas veces me preparaba cuando estuve en Roma». Los romanos llaman a este pastel «mostaccioli», y se hace con almendras, azúcar o miel y otros ingredientes.

Esta señora era una viuda muy piadosa y entregada a Dios; estaba emparentada con las familias más nobles y ricas de Roma. Era tan abundante la gracia conseguida de Dios por los méritos y predicación del bienaventurado Francisco, que parecía otra Magdalena, que continuamente lloraba y vivía devotamente por el amor de Dios.

Escrita la carta, conforme al deseo del santo Padre, un hermano andaba en busca de otro que pudiese llevarla, cuando de pronto llaman a la puerta. Acude un hermano a abrirla, y se encuentra con la señora Jacoba, que había venido de prisa desde Roma para visitar al bienaventurado Francisco; corrió alegre a comunicarle que acababa de llegar para verle la señora Jacoba, acompañada de su hijo y de muchas otras personas. Y le preguntó: «¿Qué haremos, Padre? ¿Le permitiremos entrar y que venga hasta aquí para verte?» Preguntaba esto porque, por voluntad del bienaventurado Francisco, estaba establecido desde tiempos antiguos que, por el honor y dignidad de aquel lugar, ninguna mujer debía ser introducida en el claustro (6). Él respondió: «Esta regla no es aplicable a esta señora, a quien tal fe y devoción ha hecho venir de tan lejos». Pasó la señora a donde el bienaventurado Francisco, y, al verle, rompió a llorar copiosamente. ¡Oh maravilla! Había traído un paño mortuorio de color ceniza para hacer una túnica y todo lo que en la carta se le pedía que trajera. Al ver esto, todos los hermanos pensaron, con la más viva admiración, en la santidad del bueno de Francisco.

Y la señora Jacoba dijo: «Hermanos, estando en oración, oí en mi interior una voz que me dijo: "Marcha y visita a tu Padre, el bienaventurado Francisco; apresúrate y no pierdas un instante, pues, si tardas, no le hallarás vivo. Debes llevar tal calidad de paño para hacerle una túnica y lo necesario para hacerle tal manjar. Toma también para las velas gran cantidad de cera, e igualmente de incienso"».

El bienaventurado Francisco no había ordenado que en el escrito se pidiera incienso, pero el Señor había inspirado a esta señora, para recompensa y consuelo de su alma y para que nosotros conociéramos mejor cuán grande era la santidad de aquel pobrecillo a quien el Padre celestial quería rodear de tanto honor en el momento de su muerte. El que había inspirado a los reyes que llegaran con regalos para honrar al Niño, su Hijo amado, en los días del nacimiento de su pobreza, habló a esta noble señora, que residía lejos, para que viniese con regalos a venerar y honrar al glorioso y santo cuerpo de su santo siervo, que con tanta entrega y fervor amó e imitó, en la vida y en la muerte, la pobreza de su Hijo amado.

Esta señora preparó el manjar que el santo Padre había deseado. Pero él comió poco, porque su cuerpo iba desfalleciendo cada día más a causa de su gravísima enfermedad y acercándose a la muerte. Mandó también fabricar muchas velas para que, después de su tránsito, ardieran ante el santo cuerpo. Con el paño que ella había traído, los hermanos hicieron la túnica con que fue enterrado. Él mismo ordenó a los hermanos que le cosiesen, superpuesta, una tela burda en señal y ejemplo de la santísima humildad y pobreza. Y sucedió que, según la voluntad de Dios, dentro de la misma semana en que vino la señora Jacoba, el bienaventurado Francisco pasó al Señor.

Quiere que sus hermanos sirvan a los leprosos

9. Ayudado de Dios y procediendo con sabiduría desde el principio de su conversión, el bienaventurado Francisco se fundamentó a sí mismo y fundamentó la Religión sobre piedra firme, es decir, sobre la excelsa humildad y pobreza del Hijo de Dios, llamándola Religión de los Hermanos Menores (1 R 7,2; 1 Cel 37).

Sobre la más profunda humildad: por tanto, desde el principio de la Religión, después que los hermanos empezaron a multiplicarse, quiso que viviesen en los hospitales de los leprosos para servir a éstos. En aquella época, cuando se presentaban postulantes, nobles y plebeyos, se les prevenía, entre otras cosas, que habrían de servir a los leprosos y residir en sus casas (7).

Sobre la mayor pobreza: se dice efectivamente en la Regla que los hermanos deben habitar las casas como extranjeros y peregrinos y que nada deben desear tener bajo el cielo si no es la santa pobreza, gracias a la cual el Señor les proporcionará en este siglo alimentos para el cuerpo y virtudes para el alma, y en el futuro conseguirán la herencia celestial (cf. 2 R 6,2.6).

Para sí mismo quiso como fundamento la más perfecta pobreza y humildad, y así, aunque era gran prelado en la Iglesia de Dios, quiso, por libre elección, ser tenido como el último, no sólo en la Iglesia, sino también entre sus hermanos.

Se humilla ante el obispo de Terni

10. Un día en que predicó al pueblo de Terni en la plaza delante del palacio episcopal, asistía a la predicación el obispo de la ciudad (cf. 2 Cel 141, n. 18), hombre de discreción y de vida interior. Al terminar el sermón, el obispo se levantó y dirigió al pueblo, entre otras, las siguientes palabras: «Desde el día en que plantó y edificó su Iglesia, el Señor la ha adornado siempre con santos varones, que la han hecho crecer con su palabra y ejemplo. En estos últimos tiempos la ha enriquecido con este hombre pobrecillo, humilde e iletrado (al decir esto, señalaba con el dedo al bienaventurado Francisco ante todo el pueblo). Por eso debéis amar y honrar al Señor y guardaros de todo pecado, pues no ha favorecido tanto a todas las naciones.

Acabada la predicación, descendió del lugar desde donde había hablado; el señor obispo y el bienaventurado Francisco entraron en la catedral. Allí, el bienaventurado Francisco se inclinó ante el señor obispo y se arrojó a sus pies, diciéndole: «En verdad os digo, señor obispo, que ningún hombre me ha hecho tanto honor en este mundo como vos ahora. Pues los demás hombres dicen: "¡Este es un santo!", atribuyendo la gloria y la santidad a la criatura y no al Creador. Vos, en cambio, como hombre discreto, habéis sabido distinguir lo que es precioso y lo que es vil».

Cuando le prodigaban honores y proclamaban su santidad, el bienaventurado Francisco replicaba frecuentemente: «No puedo asegurar que no tendré hijos e hijas». Y añadía: «Si en un momento dado el Señor quisiera quitarme el tesoro que me ha confiado, ¿qué quedaría? Un cuerpo y un alma. También los infieles tienen esto. Debo estar convencido de que, si el Señor hubiera concedido a un ladrón, y hasta a un infiel, bienes tan grandes como a mí, serían más fieles al Señor de lo que soy yo». Y decía también: «En una pintura en tabla representando a nuestro Señor o a la bienaventurada Virgen, honramos a éstos y les recordamos; sin embargo, la tabla y la pintura nada se atribuyen por ser tabla y pintura. De igual manera, el siervo de Dios viene a ser una pintura, es decir, una criatura de Dios, en la que éste es honrado por razón de sus beneficios. A ejemplo de la madera y de la pintura, el siervo de Dios nada debe atribuirse a sí mismo, sino que ha de rendir honor y gloria a Dios sólo, y reservarse para sí, mientras viva, vergüenza y tribulación, pues, mientras vive, la carne es siempre enemiga de los beneficios de Dios» (cf. Adm 5 y 10).

Renuncia al gobierno de la Orden
y quiere estar siempre en dependencia de un guardián

11. El bienaventurado Francisco quiso permanecer humilde entre los hermanos. Para vivir en mayor humildad renunció, pocos años después de su conversión, al cargo de superior en un capítulo que se celebró en Santa María de la Porciúncula (8). En presencia de todos los hermanos habló así: «A partir de ahora, yo estoy muerto para vosotros; pero aquí tenéis al hermano Pedro Cattani (cf. 1 Cel 25, n. 45), a quien yo y vosotros obedeceremos». Entonces, todos los hermanos prorrumpieron en llanto y derramaron abundantes lágrimas. Luego, el bienaventurado Francisco, inclinándose ante el hermano Pedro, le prometió obediencia y reverencia. Desde entonces hasta su muerte fue un súbdito más, como cualquiera de los hermanos. Súbdito del ministro general, quiso también serlo de los ministros provinciales: obedecía al ministro de la provincia en que moraba o a la que iba por motivo de predicación; pero, para mayor perfección y humildad, ya mucho antes de su muerte dijo en cierta ocasión al ministro general: «Quiero que confíes para siempre tu representación a uno de mis compañeros; le obedeceré como a ti, pues, por el bien y el valor de la obediencia, quiero que en vida y en muerte estés siempre conmigo».

Desde entonces hasta su muerte, tuvo siempre por guardián (9) a uno de sus compañeros, y a él obedecía como a representante del ministro general. En cierta ocasión dijo a sus compañeros: «Entre otras gracias, el Altísimo me ha concedido la de obedecer tan diligentemente a un novicio de un día, si él fuese mi guardián, como al primero o más anciano en la vida y religión de los hermanos. El súbdito debe ver, en efecto, en su prelado no al hombre, sino a Dios, por cuyo amor se hizo súbdito». También decía: «No hay prelado en todo el mundo que se haga temer por sus súbditos y por sus hermanos tanto como haría el Señor que me temieran mis hermanos, si yo me lo propusiera; pero el Altísimo me ha otorgado la gracia de estar contento con todos como quien es el menor en la Religión».

Nosotros que hemos vivido con él hemos visto muchas veces con nuestros propios ojos que, como él mismo lo asegura, si algún hermano no le atendía en lo que necesitaba o le decía alguna palabra que suele molestar a cualquiera, se retiraba en seguida a orar, y al volver no quería recordar lo sucedido ni decía: «Tal hermano no me ha atendido o me ha dicho tal palabra».

Cuando más cercano estaba a la muerte, tanto más atento se mostraba a descubrir la mejor manera de vivir y morir en toda humildad y pobreza.

Última bendición al hermano Bernardo

12. Cuando la señora Jacoba preparó aquel pastel para el bienaventurado Francisco, el Padre se acordó del hermano Bernardo y dijo a sus compañeros: «Este pastel le gustaría al hermano Bernardo». Indicó a un hermano que se acercara y le encargó: «Vete y di al hermano Bernardo que venga en seguida».

El hermano partió y volvió donde el bienaventurado Francisco con el hermano Bernardo, quien, sentándose a los pies del lecho, dijo: «Padre, te ruego que me bendigas y me muestres tu afecto, pues, si tú me lo manifiestas con ternura paternal, creo que Dios mismo y los otros hermanos de la Religión me amarán más».

El bienaventurado Francisco no podía verle, pues hacía muchos días que había perdido la vista. Extendió la mano derecha y la puso sobre la cabeza del hermano Gil, que fue el tercer hermano y se encontraba entonces sentado junto al hermano Bernardo, creyendo que la ponía sobre la cabeza de éste. Mas al palpar, como hacen los ciegos, la cabeza del hermano Gil, reconoció su error por virtud del Espíritu Santo, y le dijo: «Ésta no es la cabeza del hermano Bernardo» (cf. 1 Cel 108; Flor 6).

Entonces éste se acercó más al bienaventurado Francisco, quien posó las manos sobre su cabeza y le bendijo. Luego dijo a uno de sus compañeros: «Escribe lo que voy a dictarte. El primer hermano que me dio el Señor fue el hermano Bernardo. Fue él quien primero comenzó y puso en práctica con toda diligencia la perfección del santo Evangelio distribuyendo sus bienes entre los pobres. Por eso y por otras muchas prerrogativas, estoy obligado a amarle más que a cualquier otro hermano de toda la Religión. Quiero, pues, y ordeno, en cuanto está en mi poder, que el ministro general, cualquiera que sea, le ame y le honre como a mí mismo y que los ministros provinciales y los hermanos de toda la Religión lo miren como si de mí se tratara». Estas palabras fueron, para el hermano Bernardo y para los demás hermanos allí presentes, motivo de gran consuelo.

Un día, el bienaventurado Francisco, teniendo en cuenta la altísima perfección del hermano Bernardo, profetizó acerca de él ante algunos hermanos: «Os digo que para ejercitar al hermano Bernardo le han sido puestos algunos de los más importantes y sutiles demonios, con el objeto de crearle muchas tribulaciones y provocarle a tentación. Pero, el Señor, que es misericordioso, le librará, al acercarse su muerte, de toda tentación y de toda prueba interior y exterior, y concederá a su alma y a su cuerpo tal paz, serenidad y consuelo, que todos los hermanos que lo vean y lo oigan quedarán maravillados y tendrán lo acaecido como milagro. En esta paz, serenidad y consuelo del hombre interior y exterior pasará todo su ser de este mundo al Señor».

Estas palabras fueron para todos los que las escucharon objeto de gran admiración, porque lo que el bienaventurado Francisco había predicho bajo la inspiración del Espíritu Santo, se cumplió a la letra y punto por punto. En su última enfermedad, el hermano Bernardo tenía el espíritu tan sosegado y tranquilo, que no quería acostarse. Y, si se acostaba, lo hacía como si se sentase, a fin de que ni el más ligero vapor de los humores que le subiera a la cabeza le trajera imágenes y sueños ajenos a lo que estaba pensando de Dios. Si alguna vez sucedía esto, en seguida se levantaba y se agitaba, diciendo: «¿Qué me pasa? ¿Por qué pienso así?» Para reanimarse le gustaba aspirar el aroma de agua de rosas; pero, conforme se acercaba su fin, ya no acudía a este recurso, porque estaba continuamente en la meditación de Dios. Si alguno le ofrecía el agua de rosas, decía: «No me distraigáis».

Para poder morir tranquilo, sosegado y sereno, encomendó totalmente el cuidado de su cuerpo a un hermano que era médico y estaba a su servicio. Le dijo: «Ya no quiero preocuparme de la comida o bebida. Te confío este cuidado. Si me das algo, lo tomaré; si no, no». Desde que cayó enfermo quiso que lo acompañara siempre, hasta la hora de su muerte, un hermano sacerdote. Y, cuando le asaltaba algún pensamiento por el que luego le reprochaba su conciencia, en seguida se confesaba y acusaba su culpa.

Luego de morir, su carne quedó blanca y relajada, y el semblante, sonriente. Parecía entonces más hermoso que cuando vivía, y cuantos le contemplaban, hallaban más encanto viéndolo muerto que vivo, pues parecía un santo que sonreía.

Predicción a la hermana Clara

13. La misma semana en que murió el bienaventurado Francisco, la señora Clara, primera plantita de la Orden de las hermanas, abadesa de las señoras pobres de San Damián de Asís, émula de San Francisco en la continua observancia de la pobreza del Hijo de Dios, estaba también muy enferma y temía morir antes que el bienaventurado Francisco. Lloraba amargamente y no se podía consolar, pues creía que antes de morir no podría ver a quien, después de Dios, consideraba como a padre suyo, es decir, al bienaventurado Francisco; él había sido el consolador del hombre interior y exterior y él quien primero la cimentó en la gracia de Dios.

Se le hizo saber al bienaventurado Francisco por medio de un hermano. Al oírlo tuvo compasión de ellas; es que las amaba, a ella y a sus hermanas, con afecto paternal por la santa vida que llevaban y, sobre todo, porque, a los pocos años de haber comenzado a tener hermanos, se convirtió Clara, con la gracia del Señor, mediante las exhortaciones del bienaventurado Francisco; su conversión constituyó motivo de gran edificación no sólo para la Religión de los hermanos, sino para toda la Iglesia de Dios.

Mas, considerando el bienaventurado Francisco que lo que ella deseaba, verle a él, no era entonces posible por estar ambos gravemente enfermos, para consolarla le dio por escrito su bendición y la absolución de todas las faltas posibles a sus órdenes y deseos y a los mandamientos y deseos del Hijo de Dios. Además, para que disipara toda tristeza y se consolase en el Señor, dijo -no él, sino el Espíritu Santo por medio de él- al hermano que Clara había enviado: «Ve y lleva este escrito a la señora Clara. Le dirás que no sufra ni esté triste, porque no pueda verme ahora; pero que esté segura de que, antes de su muerte, ella y sus hermanas me verán y les proporcionaré un gran consuelo».

Poco después, el bienaventurado Francisco falleció durante la noche. A la mañana siguiente, todo el pueblo de Asís, hombres y mujeres, y todo el clero, tomando el santo cuerpo del lugar donde había fallecido y entonando himnos y alabanzas, con ramos de árboles en las manos, le llevaron, por voluntad divina, a San Damián, para que se cumpliera la palabra que el Señor había pronunciado por boca de su Santo para consuelo de sus hijas y servidoras.

Se quitó la reja de hierro de la ventana, a través de la cual suelen comulgar las hermanas y a veces escuchan la palabra de Dios; los hermanos tomaron de la camilla el santo cuerpo y lo sostuvieron en sus brazos delante de la ventana durante largo rato. La señora Clara y sus hermanas se consolaron muy mucho viéndole, aunque derramaron abundantes lágrimas y sintieron gran dolor, pues después de Dios era él, en este mundo, su único consuelo.

Las alondras

14. Era la tarde del sábado anterior a la noche en que el bienaventurado Francisco pasó al Señor; después de las vísperas vino una bandada de pájaros llamados alondras, que, a poca altura sobre el techo de la casa en que él yacía, volaban y revoloteaban cantando.

Nosotros que hemos vivido con el bienaventurado Francisco y hemos escrito estas cosas sobre él, damos testimonio de que muchas veces le oímos decir: «Si yo hablase al emperador (10), le suplicaría que, por amor de Dios y en atención a mi ruego, firmara un decreto ordenando que ningún hombre capture a las hermanas alondras ni les haga daño alguno; que todas las autoridades de las ciudades y los señores de los castros y de las villas deban obligar a que, en la Navidad del Señor de cada año, los hombres derramen trigo y otros granos por los caminos fuera de las ciudades y castillos, para que, en día de tanta solemnidad, todas las aves, y particularmente las hermanas alondras, tengan qué comer; que, por respeto al Hijo de Dios, a quien tal noche la bienaventurada Virgen María, su madre, reclinó en un pesebre entre el asno y el buey, estén obligados todos a dar esa noche a nuestros hermanos bueyes y asnos abundante pienso; y, por último, que en este día de Navidad todos los pobres sean saciados por los ricos».

El bienaventurado Francisco, efectivamente, celebraba la fiesta de Navidad con mayor reverencia que cualquier otra fiesta del Señor, porque, si bien en las otras solemnidades el Señor ha obrado nuestra salvación, sin embargo, como él decía, comenzamos a ser salvos desde el día en que nació el Señor. Por eso quería que en ese día todo cristiano se alegrase en el Señor y que, por amor de Aquel que se nos dio a sí mismo, todo hombre fuese alegremente dadivoso no sólo con los pobres, sino también con los animales y las aves.

Y decía de la alondra: «Nuestra hermana la alondra lleva un capuchón como los religiosos y es una ave humilde, que va gozosa por los caminos buscando algunos granos, y, aunque los encuentre entre el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba al Señor, como los buenos religiosos, que menosprecian lo terreno y tienen su conversación en el cielo. Además, su vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra; así da buen ejemplo a los religiosos, que no deben llevar vestidos de colores y delicados, sino de color pardo como la tierra». Como el bienaventurado Francisco veía todo esto en las hermanas alondras, las amaba mucho y las contemplaba de buen grado.

Consideraba un robo
recibir más limosnas de las necesarias

15. El bienaventurado Francisco decía frecuentemente a los hermanos: «Jamás fui ladrón; quiero decir que de las limosnas, que son la herencia de los pobres, siempre acepté menos de lo que me tocaba, a fin de no lesionar el derecho de los otros pobres, pues hacer lo contrario es cometer un robo».

Dios sale fiador de los que confían en Él

16. Como los hermanos ministros tratasen de persuadir al bienaventurado Francisco de que concediese el tener algo, al menos en común, para que la gran multitud de hermanos tuviera a qué recurrir, San Francisco acudió a Cristo en su oración y le consultó sobre este punto. El Señor le respondió en seguida que rechazase todo, tanto individualmente como en común; que esta familia era suya, y que, por mucho que creciera, estaba siempre dispuesto a socorrerla y que siempre la protegería si confiaba en Él.

Respuesta que dio al hermano Elías
y a los demás que no querían obligarse
a la Regla que estaba escribiendo

17. Estando el bienaventurado Francisco con el hermano León y el hermano Bonicio de Bolonia (11) retirado en un monte (12) para componer la Regla (13) -pues se había perdido la primera, escrita bajo el dictado de Cristo-, muchos de los ministros se reunieron en torno al hermano Elías (14), vicario del bienaventurado Francisco, y le dijeron: «Hemos oído que ese hermano Francisco está componiendo una nueva Regla. Tememos que la haga tan dura, que no la podamos observar. Queremos que vayas donde él y le digas que nosotros no queremos obligarnos a esa Regla. ¡Que la componga para él, no para nosotros!»

El hermano Elías les respondió que no quería ir, porque temía la reprensión del hermano Francisco. Como ellos insistían en que fuese, les contestó que en todo caso iría, si ellos le acompañaban. Partieron, pues, todos juntos. Cuando el hermano Elías, acompañado de los mencionados ministros, llegó al lugar en que se encontraba el bienaventurado Francisco, le llamó. Éste respondió al ver a los ministros: «¿Qué desean estos hermanos?» Replicó el hermano Elías: «Son ministros que, habiendo oído que estás componiendo una nueva Regla, y, temerosos de que la hagas demasiado estrecha, dicen y reafirman que no quieren obligarse a ella; que la hagas para ti, no para ellos».

Entonces, el bienaventurado Francisco levantó su rostro hacia el cielo y le habló así a Cristo: «Señor, ¿no dije bien que no te creerían?» Y se escuchó en lo alto la voz de Cristo, que respondía: «Francisco, nada hay en la Regla que proceda de ti; todo lo que ella contiene viene de mí. Quiero que esta Regla sea observada a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa». Y añadió la voz: «Sé lo que puede la debilidad humana y lo que yo quiero ayudarles. Los que no quieren observarla, que se salgan de la Orden». El bienaventurado Francisco se volvió a aquellos hermanos y les dijo. «¿Habéis oído? ¿Habéis oído? ¿Queréis que consiga que se os repita?» Los ministros se retiraron confusos y reconociendo su culpa.

Se niega a aceptar
ninguna de las reglas monásticas existentes

18. Hallábase el bienaventurado Francisco en el capítulo general de Santa María de la Porciúncula llamado capítulo de las esteras (cf. Flor 18). Asistían a él cinco mil hermanos, muchos de ellos hombres sabios y muy doctos; rogaron al señor cardenal, el futuro papa Gregorio, que estaba presente en el capítulo (cf. 2 Cel 63 y 188), que persuadiese al bienaventurado Francisco a seguir los consejos de los hermanos sabios y a dejarse dirigir por ellos. Invocaban las Reglas de San Benito, de San Agustín, de San Bernardo, que determinan detalladamente las normas de vida.

El bienaventurado Francisco escuchó la advertencia del cardenal sobre este asunto; tomándole de la mano, le condujo a la asamblea del capítulo y habló a los hermanos en estos términos: «Hermanos míos, hermanos míos, Dios me llamó a caminar por la vía de la simplicidad. No quiero que me mencionéis regla alguna, ni la de San Agustín, ni la de San Bernardo, ni la de San Benito. El Señor me dijo que quería hacer de mí un nuevo loco (15) en el mundo, y el Señor no quiso llevarnos por otra sabiduría que ésta. De vuestra ciencia y saber se servirá Dios para confundiros; y confío en que el Señor se servirá de sus mandatarios (16) para castigaros. Y todavía, para vergüenza vuestra, volveréis a vuestro primer estado; de buena mala gana».

El cardenal, estupefacto, nada replicó, y todos los hermanos quedaron asustados.

19. (= 2 Cel 146).

Se niega a conseguir privilegios de la curia romana

20. Ciertos hermanos dijeron al bienaventurado Francisco: «Padre, ¿no ves que los obispos no nos permiten a veces predicar, y nos obligan así a estar largos días ociosos antes de poder dirigirnos al pueblo? Sería conveniente que consiguieras del señor papa un privilegio en favor de los hermanos, mirando así por la salvación de las almas».

Les respondió, reprendiéndoles fuertemente: «Vosotros, hermanos menores, no conocéis la voluntad de Dios y no me permitís convertir al mundo entero, como Dios quiere. Mi deseo es que primeramente convirtamos a los prelados con nuestra humildad y nuestra reverencia para con ellos. Cuando vean la vida santa que llevamos y el respeto que les profesamos (17), ellos mismos os pedirán que prediquéis y convirtáis al pueblo, y lo congregarán, para que os oiga, mucho mejor que los privilegios que pedís, y que os llevarían al orgullo. Si sois ajenos a toda avaricia e inculcáis al pueblo que entreguen a las iglesias sus derechos, los obispos os rogarán que oigáis las confesiones de su pueblo, aunque de esto no debéis preocuparos, pues, si los pecadores se convierten, ya encontrarán confesores. Para mí, el privilegio que pido al Señor es el no recibir privilegio alguno de los hombres, sino mostrar reverencia a todos y convertirlos, mediante el cumplimiento de la santa Regla, más con el ejemplo que con las palabras».

Reproches de Cristo por la ingratitud de los hermanos

21. En cierta ocasión dijo nuestro Señor Jesucristo al hermano León, compañero del bienaventurado Francisco: «Me lamento de los hermanos». A lo que respondió el hermano León: «¿Por qué, Señor?» «Por tres razones -replicó el Señor-. Primeramente, porque no reconocen los beneficios que, como sabes, les otorgo con largueza cada día sin que siembren ni recojan. Después, porque pasan todo el día murmurando y sin hacer nada. Por último, porque con frecuencia se provocan mutuamente a la cólera y no se reconcilian ni perdonan las injurias que han recibido».

Paraliturgia de la última cena y muerte

22. Una noche, el bienaventurado Francisco se vio tan fuertemente atacado por los dolores de las enfermedades, que le era casi imposible descansar y dormir. Habiendo aminorado el dolor, por la mañana hizo llamar a todos los hermanos de aquel lugar. Cuando los tuvo sentados frente a él, posó su mirada sobre ellos, considerándoles representantes de todos los hermanos. Luego, comenzando por un hermano (cf. LP 12 y 2 Cel 216), bendijo sucesivamente a todos, poniendo su mano derecha sobre la cabeza de cada uno. Bendijo así a todos los que vivían entonces en la Religión y a los que habían de vivir en ella hasta el fin del mundo. Y parecía compadecerse de sí mismo, porque no podía ver a todos sus hijos y hermanos antes de morir.

Luego mandó traer panes y los bendijo. Como, a causa de la enfermedad, no podía partirlos, hizo que un hermano los partiera en muchos trozos; y, tomando de ellos, entregó a cada uno de los hermanos su trozo, ordenándoles que lo comieran entero. Pues así como el Señor el jueves santo quiso cenar con los apóstoles antes de su muerte, del mismo modo -así les pareció a aquellos hermanos- el bienaventurado Francisco quiso antes de su muerte bendecirles a ellos, y, en ellos, a todos los demás hermanos, y quiso también que comieran de aquel pan bendito como si realmente lo comieran con todos los demás hermanos.

Creemos que ésta fue su intención, pues, aunque ese día no era jueves, había dicho a los hermanos que creía que era jueves.

Uno de los hermanos guardó un trozo de aquel pan y, después de la muerte del bienaventurado Francisco, algunos enfermos que comieron de él se vieron inmediatamente libres de sus males.

23. (= 2 Cel, 56 y 59): «Enseñaba... piedra» y «No quería... peregrinos».)

24. (= 2 Cel 60.)

25. (= 2 Cel 62: «Enseñaba... los necesitaban».)

26. (= 2 Cel 63: «Tan abundante... suntuoso».)

27. (= 2 Cel 65.)

28. (= 2 Cel 69: «Revestido... cubría el cuerpo».)

29. (= 2 Cel 69: «Execraba... conciencia».)

30. (= 2 Cel 69: «Convengamos en que... en el color».)

31. (= 2 Cel 86.)

32. (= 2 Cel 87.)

33. (= 2 Cel 88.)

34. (= 2 Cel 89.)

35. (= 2 Cel 103: «Durante... palabras del Señor».)

36. (= 2 Cel 103: «Y el maestro... de tierra».)

37. (= 2 Cel 113 y 114: «Solía... tálamo. Y solía decir» y «Quién no tendrá... de Cristo».)

38. (= 2 Cel 127.)

39. (= 2 Cel 143.)

40. (= 2 Cel 144.)

41. (= 2 Cel 155.)

42. (= 2 C 184 y 185: «Hacia el fin... de esta familia» y «Debe ser... use jamás de peculio».)

43. (= 2 Cel 185 y 186: «Debe bastarle... caída» y «Quisiera... más íntimos. No haga vacilar... de la Orden».)

44. (= 2 Cel 188: «Cierto hermano... es mi voluntad».)

45. (= 2 Cel 175: «Y no tenía reparo... a los que amo».)

46. (= 2 Cel 208.)

47. (= 2 Cel 195: «Le dolía... ruina. El Santo después... simplicidad».)

48. (= 2 Cel 161.)

49. (= 2 Cel 148 y 150: «Santo Domingo y... contra los demás» y «Terminadas... de su santidad».)

Penitencia excesiva. Necesidad de discreción

50. En cierta ocasión, al principio de la Orden, cuando el bienaventurado Francisco empezó a tener hermanos, moraba con ellos en Rivo Torto (1 Cel 42 nota 25). Una vez, a media noche, cuando los hermanos descansaban en sus yacijas, un hermano exclamó, diciendo: «¡Me muero! ¡Me muero!» Todos los hermanos se despertaron aturdidos y asustados.

El bienaventurado Francisco se levantó y dijo: «Levantaos, hermanos, y encended la lámpara». Cuando tuvieron luz, preguntó Francisco: «¿Quién es el que ha gritado: "Me muero"?» Un hermano respondió: «He sido yo». El bienaventurado Francisco le dijo: «¿Qué te ocurre, hermano? ¿Por qué te vas a morir?» «Me muero de hambre», contestó él. El bienaventurado Francisco, hombre lleno de caridad y discreción, no quiso que aquel hermano pasase vergüenza de comer solo. Mandó preparar en seguida la mesa, y todos comieron con aquel hermano.

Hay que tener en cuenta que tanto éste como los demás hermanos eran recién conversos y con indiscreto fervor se entregaban a grandes penitencias corporales. Después de la comida, habló así el bienaventurado Francisco a los hermanos: «Hermanos míos, entendedlo bien: cada uno ha de tener en cuenta su propia constitución física. Si uno de vosotros puede pasar con menos alimento que otro, no quiero que el que necesita más intente imitar al primero. Cada uno, según su naturaleza, dé a su cuerpo lo necesario. Pues, si hemos de evitar la demasía en el comer y beber, igualmente, e incluso más, hemos de librarnos del excesivo ayuno, ya que el Señor quiere la misericordia y no el sacrificio» (Mt 9,13). Y añadió: «Mis queridos hermanos, lo que he hecho, es decir, el que, por amor de mi hermano, hemos comido con él a fin de que no pasara vergüenza de comer él solo, lo he hecho impulsado por su gran necesidad y por caridad. Pero os digo que, por lo demás, no quiero hacerlo, pues no sería ni religioso ni honesto. Mas quiero y os ordeno que cada uno, teniendo en cuenta nuestra pobreza, satisfaga a su cuerpo según le fuere necesario» (18).

Los primeros hermanos, en efecto, y los que durante mucho tiempo se les unirían, mortificaban sus cuerpos no sólo con una excesiva abstinencia en la comida y bebida, sino también durmiendo poco, pasando frío y trabajando con sus manos. Llevaban, a raíz de la carne, cinturones de hierro y cotas de malla que podían procurarse, así como los cilicios más punzantes que pudieran conseguir.

Por eso, el santo Padre, pensando que con este proceder los hermanos podían caer enfermos, como efectivamente ya había acaecido con algunos poco tiempo antes, prohibió en un capítulo que los hermanos llevaran sobre la carne otra cosa que la túnica (19).

Nosotros que vivimos con él podemos dar este testimonio: si bien desde el momento en que tuvo hermanos y durante toda su vida practicó con ellos la virtud de la discreción, procuró, con todo, que se guardasen siempre, en cuestión de alimentos y de cosas, la pobreza y la virtud requeridas por nuestra Religión y que eran tradicionales a los hermanos más antiguos; sin embargo, en cuanto a él, tenemos que decir que trató a su cuerpo con dureza tanto desde los inicios de su conversión, cuando todavía no contaba con hermanos, como durante toda su vida, a pesar de que desde joven fue de constitución delicada y frágil, y en el mundo no podía vivir si no rodeado de cuidados (20).

Un día, juzgando que sus hermanos empezaban a quebrantar la pobreza y exagerar en materia de alimentos y de cosas (21), dijo a algunos hermanos, pero refiriéndose a todos: «¿No creen los hermanos que mi cuerpo tiene necesidad de un régimen especial? (22) Sin embargo, porque debo ser modelo y ejemplo para todos los hermanos, quiero usar alimentos y cosas pobres y no delicadas y estar contento con ellos» (23).

* * * * *

Notas:

1) Debe tratarse, a lo que parece, de la última permanencia en el palacio episcopal de Asís antes de morir.

2) El hospital de San Salvador, a cargo de los crucíferos, del que quedan todavía algunos vestigios en los muros de la Casa Gualdi.

3) Extrañamente, se da el título de «Padre de las misericordias» a Jesucristo, cuando en 2 Cor 1,3 este mismo título se le confiere al «Padre de nuestro Señor Jesucristo».

4) Puede que sea el hermano Elías. Pueden indicarlo las semejanzas de este relato con el de LP 99.

5) Bigaroni opina que en las fuentes primitivas se pueden reconocer al menos tres hermanos que llevan el nombre de Ángel: Ángel Tancredi, caballero de Asís, Ángel de Rieti y Ángel de Borgo San Sepolcro. Él piensa que, en este caso, el texto se refiere al hermano Ángel de Rieti, confidente del Santo, compañero suyo en muchas peregrinaciones, presente en el momento de la estigmatización y en el momento de la muerte de Francisco. Sin embargo, Lázaro Iriarte piensa que el hermano Ángel Tancredi es el de Rieti (cf. Flor 16 n.3).

6) Bigaroni observa que la clausura, siendo costumbre antiquísima en el monaquismo, no fue ley canónica hasta Bonifacio VIII.

7) La asistencia a los leprosos fue la primera ocupación de los primeros hermanos. San Francisco establece una relación entre el cuidado de los leprosos y la conversión de los hermanos (Test 1-3). La primera leprosería atendida por ellos fue la de San Lázaro de Arce, llamada luego de Santa María Magdalena por la capilla que allí había. Cf. 1 R 9,3 y Flor 25 n. 2.

8) Probablemente, el 29 de septiembre de 1220, después del regreso de Oriente.

9) El término «guardián» designa aquí una autoridad personal; más tarde tendrá un sentido local, de presidente y superior de una fraternidad.

10) Entonces, Federico II.

11) Sabemos de él que era de Bolonia, que fue compañero del Santo en esta ocasión y que Francisco se le apareció después de muerto para mostrarle sus llagas, y que murió en Bolonia en 1236.

12) Fonte Colombo, cerca de Rieti.

13) La intervención del hermano Elías y los ministros estaría ocasionada por la redacción de la Regla definitiva.

14) El hermano Elías ingresó en la Orden en 1211; provincial de Tierra Santa; vicario general de la Orden de 1221 a 1227; ministro general de 1232 a 1239. Depuesto de su cargo, en 1240 se puso del lado del emperador Federico II, en la lucha que mantuvieron éste y el papa. Fue excomulgado por ello; reconciliado más tarde, murió en Cortona el 22 de abril de 1253. Es figura muy discutida.

15) En el original, pazzus, que es un italianismo de pazzo: loco. Su empleo podría garantizar la autenticidad del discurso. Todo ello evoca 1 Cor 1,20s.

16) Castaldus: término de las leyes de los longobardos que designa una persona cualquiera dotada de autoridad y poder coercitivo para castigar a la plebe.

17) Era la diferencia que existía entre Francisco y los herejes: éstos atacaban al clero y sus costumbres, Francisco lo respetaba sinceramente y se le mostraba sumiso.

18) Decía Alberto de Pisa que, estando en un hospital junto con San Francisco, le obligó éste a comer el doble de lo que acostumbraba (Eccleston, De adventu 14).

19) Quizá en el capítulo de las esteras: TC 59; Flor 18.

20) Afirmación que se repite en el número siguiente y que confirma 1 Cel 3.

21) Aunque no haya aquí una alusión a la comida del día de Pascua en Greccio (2 Cel 61), este episodio da a conocer perfectamente el comportamiento de algunos hermanos y la reacción de Francisco, tal como la describen aquí sus compañeros.

22) El texto usa pitantia, palabra del vocabulario monástico; designa, en sentido propio, un suplemento de la comida, una sobrealimentación.

23) Afirmación que hace muchas veces San Francisco; cf. también LP 117.

Introducción LP 51-66

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