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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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Capítulo segundo I. EL SIGLO XIII
EN PRO DE LA POBREZA Muerto San Francisco, en las falanges seguidoras se señalaron dos corrientes: la de los celantes, llamados luego espirituales, que aceptaban a la letra la Regla y el Testamento del Santo, sin admitir modificaciones ni otorgamientos pontificios, y la de aquellos, más tarde llamados conventuales, que estimaban incompatible la estricta observancia de la pobreza con la evolución histórica de la Orden; entre una y otra se interpuso la tendencia de los moderados, que a todo trance procuraban conciliar ambos extremos por amor de la unidad. No es mi propósito escribir la historia de estas contiendas. Observo sólo que las divisiones intestinas no impiden a los franciscanos llevar adelante su misión ni menoscaban su irradiación benéfica. Si no hubo nunca verdadera disgregación fue porque, mientras los hombres de este mundo luchan casi siempre y sólo por las conquistas económicas o a lo menos por supremacías de orden material, los franciscanos contienden por la pobreza, y el ideal los salva. Entre los varios movimientos de transformación y reforma franciscana ni uno solo tuvo por principio aspiraciones a igualar a los otros en las comodidades de la vida; fueron todos anhelos de sobresalir, de obtener la primacía en la pobreza; la palabra misma «elevarse», que en el vocabulario demagógico significa enriquecerse, en el franciscano significa empobrecerse, humillarse; y así se explica el que la tendencia individualista del organismo democrático de los franciscanos, no estando animada de aspiraciones materialistas, se embote y pierda su fuerza disgregadora gracias a la eficacia del ideal de la pobreza. LOS FRANCISCANOS Y EL ESTUDIO En la lucha por la pobreza se infiltran dos elementos de discordia -uno superficial, otro profundo-: el joaquinismo y el estudio. La voz del abad de Fiore fascinaba a los celantísimos, que ahora tomaron el nombre de espirituales, como una profecía cuyo cumplimiento ya ellos representaban con su vida de estrecha pobreza. La tercera edad, predicha por el abad Joaquín, la edad del espíritu, la edad de los vírgenes, tenía cabalmente visos de ser la edad de los franciscanos fieles y a ellos tocaba realizarla; lo afirmaban con esa cándida presunción que distingue a los hombres de fe entusiasta cuando dan en el flaco de creerse elegidos. En la práctica, el joaquinismo de los espirituales era más fiel a las utopías de Joaquín que a la pobreza, pues amparaba a frailes que más tarde, en puntos de pobreza, aparecieron con tendencias moderadas, como Juan de Parma, mientras dirigía sus ataques a rigurosos contra el laxismo, como San Buenaventura de Balneorregio; era, en suma, un moho teórico fácil de limpiar. Al contrario, la cuestión del estudio se identificaba con la de la pobreza, amenazando tempestad. Los espirituales, estrechos en sus miras, se espantaban de ver que el Franciscanismo, con insospechable rapidez de expansión, conquistaba a los intelectuales. El episodio de 1214 entre fray Bernardo de Quintavalle y Nicolás de Pepoli, en Bolonia, se repetía en París, en Oxford, en Magdeburgo; el grupo de estudiantes juglares de Dios, que, capitaneado por fray Pacífico, rey de los versos, llegado a París en 1217 entre la desconfianza del clero francés, la malquerencia de los doctos y los escarnios del pueblo, podía en 1224 edificar una casa; en 1231 contaba entre sus miembros un hombre, un maestro, ¡y qué maestro!, Alejandro de Hales. Con el maestro tenía derecho a una cátedra universitaria en el propio colegio, que de esta suerte se convertía en Estudio público. Los nueve estudiantes franceses, ingleses e italianos que en 1224, a las órdenes de Agnello de Pisa, partían de París, desembarcaban en Dover, se establecían en Oxford y frecuentaban las lecciones en pobreza y alegría, corriendo sobre la nieve desde su conventillo a la Universidad, llevando a todas partes, al coro y al aula, a la capilla y al refectorio, una contagiosa gana de reír, inextinguible aun entre los golpes de la disciplina; y aquella otra caravana de novicios que asentó en uno de los centros más populares de Cambridge unas cabañas al estilo de Porciúncula, de donde entre la niebla y la nieve conseguían orar y estudiar, cantar las laudes de Dios y confortar al prójimo como en la campiña asisiense, halló pronto un maestro que la comprendió y protegió y fue su padre intelectual: Roberto Grossatesta. Los valerosos que en 1221 con Cesáreo de Spira arrostraron los peligros de Alemania, después de la expedición trágica de 1219, y, por la vía de Brenner, llegaron muertos de hambre a Augsburgo, poco después, en 1228 -gracias a la inteligencia y mentalidad estudiosa y organizadora de los jefes, entre ellos Tomás de Celano-, tenían su escuela teológica en Magdeburgo, a orillas del Elba, autorizada por Juan Parente y fundada por uno de los más potentes caracteres franciscanos de aquella generación primitiva y heroica: Juan de Piancarpino. Éste, Saxoniam honorare volens et exaltare [queriendo honrar y exaltar Sajonia], mandó allí a leer teología a fray Simón. En breve se abrieron nuevas casas de estudio en Estrasburgo, Hildesheim, Augsburgo y Ratisbona. Esta conquista universitaria tomaba incremento señaladamente fuera de Italia, pues las grandes Universidades filosóficas y teológicas florecían en Francia e Inglaterra, mientras en Italia la Universidad representaba la tendencia laica, la tradición clásica del derecho y de la ciencia, al águila más que a la cruz. Pero tal conquista universitaria escandalizaba a los espirituales, que no comprendían que el amor del saber se hallaba cabalmente en su propia casa en aquellas chozuelas minoríticas, y recobraba en aquellos hombres descalzos a sus amigos y en la pobreza a su esposa, ya que el estudio quiere corazones libres, sin codicia de ganancias, ni de placeres, ni de honores, siendo la verdad desinteresada conquista del amor. Aquellos franciscanos pobres y amantes eran incentivo al estudio; es decir, todo estudioso sincero comprendía que su forma de vida era el atajo de la verdad, y, pudiendo, la seguía. El ser hombre de ciencia no constituía un impedimento al ser franciscano; pero la mentalidad científica se inclinaba a considerar por categorías la nueva experiencia religiosa, a transformar en concepto lo que hasta entonces era intuición, en teoría lo que era práctica, en teología lo que era oración. Los hombres, que a los espirituales parecían demoledores del Franciscanismo, lo edificaban sobre la roca del pensamiento. Ellos, los espirituales, querían ignorar el mundo del saber, cual si fuera el mundo del diablo; los otros, en cambio, querían conquistarlo para Jesucristo injertándole el espíritu de San Francisco. EL GENERALATO DE SAN BUENAVENTURA El largo generalato de San Buenaventura de Balneorregio sosegó, al parecer, la lucha; no porque las cuestiones fuesen resueltas, sino porque el Santo supo dominarlas con su espíritu equilibrado entre la energía y la dulzura, eminentemente italiano y, sobre todo, franciscano. Su personalidad de general se revela en las Constituciones narbonenses presididas por él, en la Vida de San Francisco escrita por él, en las Seis alas de los Serafines y en las numerosas prescripciones por él enderezadas a los frailes y novicios. Su personalidad, a la vez autoritaria y persuasiva, concentradora y conciliadora, al paso que elimina con energía hombres, ordenanzas y escritos extremistas, procura acallar las voces discordes y conquista a los mismos adversarios por la serena superioridad del trato y la mirada penetrante con que escudriña las conciencias, distinguiendo la bondad hecha para mandar de la bondad hecha para obedecer, las enfermedades de la voluntad, las flaquezas del corazón, los curables en breve tiempo, los obstinados, los incurables y los crónicos. San Buenaventura se hace amar porque sigue él mismo, y traza a los superiores, una línea directiva, para hacer a los otros cristiformes; línea que puede resumirse en una sola palabra, pero rica de toda la sabiduría pedagógica del mundo; la palabra misma que San Francisco dio por norma de conducta a ministros y guardianes: maternidad. Sensibilísimo, como San Francisco, a la belleza, en los consejos para los novicios, que, si no propiamente escritos, fueron con certeza inspirados por él y su método, desciende con solicitud a mínimos pormenores no sólo de la vida interior, sino también del porte externo, revelándose profundísimo maestro de espíritu que conoce la importancia de la estética en la piedad. La elegancia era una necesidad de su naturaleza. San Buenaventura, príncipe de la Iglesia en hábito y sandalias, se adelanta a los grandes didascálicos de vida estética de nuestro Renacimiento cuando dice: «El orden del vivir es como el orden del arte»; magnífico de euritmia espiritual, sabe descender de las cumbres contemplativas del Itinerarium mentis in Deum para analizar la acción y esculpirla con adverbios inolvidables: hay que trabajar mansuete, velociter, acceptabiliter, integre, circumspecte. Posee el secreto del trabajo fecundo: Est in opere bono necessaria strenua velocitas. San Buenaventura, hombre de estudio, consciente de las exigencias especulativas que brotan del movimiento franciscano, consciente de las exigencias doctrinales y científicas del apostolado, consciente de las exigencias de las vocaciones individuales, defiende el estudio, mirándolo como medio indispensable de predicación y como trabajo, el trabajo más espiritual, más difícil, el que exige mayor esfuerzo de cuerpo y espíritu y más soledad, el más cargado de sacrificios y el menos remunerado de todos, y lo une sin esfuerzo a la rigurosa pobreza. Leídas sus explicaciones de la Regla, quien recuerde las intenciones formales del Fundador ve con sorpresa la rotunda confirmación de esta verdad: aunque San Francisco no puso la ciencia entre los medios de acción necesarios a la Orden, la ciencia se ha establecido en ella por la fuerza de las cosas y su desenvolvimiento no contradice la Regla. San Buenaventura aprendió de San Francisco a amar y realizó aquel tipo perfecto de ministro general que, como había previsto su Fundador, era necesario a una Orden que sólo encuentra su unidad en la fuerza dialéctica del amor. EPOPEYA FRANCISCANA A su muerte, en 1274, revive la lucha en los tres focos de los espirituales: Provenza, las Marcas y Toscana, capitaneadas respectivamente por tres hombres que con sus escritos polémicos han contrapesado los principios y la historia de este característico movimiento insurreccional del Franciscanismo: Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno y Hubertino de Casale. A principios del siglo XIV el furor de los espirituales marquesanos se calma y la última ola de treinta años de pasiones va a perderse en riachuelos eremíticos por la Italia central y meridional, mientras la lucha continúa vivísima en Provenza, con Hubertino de Casale al frente. El joaquinismo sigue produciendo en los espirituales una inquietud fantástica, aventurera, reformadora, que no tenían los primeros compañeros de San Francisco, mas no puede negarse que, con todos sus errores, atraen y cautivan por un no sé qué de heroico que se revela en su desesperado amor a la pobreza, en su ideal de una Iglesia limpia de toda contingencia, en su desprecio de las cadenas de la historia. Al quid heroico que anima a los espirituales en general, comenzando por los fidelísimos de la primera hora, se debe la tradición de las características populares e inmortales de la Orden; se les debe también a ellos, juglares de Dios, la grande epopeya franciscana. Mientras fray Elías con genialidad y energía erige en Asís la doble solemne basílica en honor del Santo, los otros, fray León, fray Ángel Tancredi, fray Gil, fray Bernardo, los íntimos de Rivotorto, de Porciúncula, de Greccio, del Valle Reatino, se rebelan contra aquel marco áureo de su Padre y con pasión ardiente plasman de nuevo su retrato tal como ellos le conocieron y amaron, escribiendo en sus tugurios rótulos sobre rótulos y acudiendo en demanda de recuerdos a la que fielmente los custodiaba en el corazón: a Clara de Asís. De la pasión de los espirituales, en inmediato contacto con el pueblo, nace el ciclo sacro de nuestra literatura en un latín toscano-umbro-marquesano que puede llamarse, como lo definió León XIII, el vagido de la lengua italiana. La Italia comunal -que algunos doctos tildan de burguesa, práctica, sin ideales, porque no supo crearse un Orlando, un Reinaldo, un Lanzarote, ni una Ginebra, ni una Isis- tuvo de Dios a San Francisco y por San Francisco a la Dama Pobreza. El ciclo caballeresco de este pueblo de mercaderes y navegantes fue la leyenda franciscana en sus poemas en prosa: Legenda trium Sociorum, Speculum perfectionis, Legenda antiqua, Sacrum commercium cum Domina Paupertate, Actus Beati Francisci et sociorum eius. El pueblo peregrinó a la gran basílica, se arrodilló en demanda de gracias debajo de los cruceros estrellados, contempló sus frescos, mas conoció, cantó y amó al Poverello de las Florecillas. Y, a despecho de toda crítica y no obstante ciertas afirmaciones recientemente renovadas por algunos conocidos franciscanófilos sobre su valor histórico, serán siempre las Florecillas el monumento más divulgador de San Francisco. EL PENSAMIENTO FRANCISCANO El Franciscanismo se presenta en la historia como renovación de la conciencia y como acción social; mas una acción tan vasta y potente presupone un pensamiento adecuado. Y, a la verdad, apenas entró en el combate universitario, el Franciscanismo dio pruebas de una mentalidad adulta, consciente de sus notas distintivas, apta para tomar posición en el movimiento filosófico contemporáneo. Poquísimas órdenes religiosas manifiestan en su infancia una exigencia especulativa igual a la que se revela desde luego en el Franciscanismo, el cual, por haber nacido sin ningún propósito de estudio, de hombres que se habían despojado del saber para ser simples como los Doce de Galilea, parece preferentemente afectivo y activo. Con todo, la originalidad y la experiencia riquísima del Fundador, unidas a la experiencia que brota de la acción de los discípulos, estimularon al estudio más que los libros mismos, preparando una mina ideológica que sólo esperaba una sistematización para llamarse filosofía. Y llegó con los grandes pensadores del siglo XIII; mas no fue en rigor intelectualista ni del todo uniforme. Como no lo es en la acción, tampoco en el pensamiento es monocorde el Franciscanismo, porque San Francisco no es unilateral; con todo, nacido del amor y de la voluntad, aun consintiendo a sus adictos varias direcciones, jamás desmentirá sus principios generadores, y en el dominio mismo de la especulación pura pondrá el amor por alfa y omega de la realidad, la voluntad por reina de la inteligencia, y el Bien, el sumo Bien, el Bien que es sabiduría y beatitud, por fin supremo de la vida. En el binomio «amor-voluntad» concuerdan todas las corrientes franciscanas. Este binomio declara desde luego el rumbo filosófico predominante en el Franciscanismo. Consideradas las dos interpretaciones de lo real, que desde la antigüedad caminan paralelas en la historia del pensamiento, la platónica y la aristotélica, los franciscanos pertenecen naturalmente a la corriente platónica, no genuina, es decir, pagana, sino tal como llegó a la Edad Media mediante la elaboración de los Padres. El Franciscanismo se injertó, como en tronco propio, en el platonismo agustiniano, porque su intuición del universo, su amor a la belleza, su voluntarismo y sus anhelos de lo divino pedían las soluciones de la doctrina agustiniana. Además de esto, en la doctrina agustiniana encontraba las premisas de aquella teología cristocéntrica y de aquella mística que logra la máxima intimidad con Dios, mediante la Encarnación, que cabalmente él, el Franciscanismo, desenvolverá en sus doctores y en sus santos, con tradición no interrumpida de siglo en siglo, hasta obtener la proclamación del dogma de la Inmaculada y la difusión del culto a la Realeza de Cristo. A esta razón intrínseca de parentesco ideal se unía otra razón de índole histórica, y es que hasta mediados del siglo XIII el agustinismo representaba la genuina tradición de la Iglesia, casi la única admitida en las escuelas. La otra grande Orden mendicante, la dominicana, llevada también por afinidades intelectuales, se injertó a su vez en el postergado tronco aristotélico, y señaladamente con el genio de Santo Tomás de Aquino conquistó para la Iglesia aquella parte de la especulación griega que aun no era del dominio católico. Esta labor la había comenzado el Franciscanismo con Alejandro de Hales y San Buenaventura y la continuó con Bacon, mas sólo en parte y no sistemáticamente, pues el aristotelismo era harto diverso de su Forma mentis; más importante es que, adhiriéndose a la escuela agustiniana y prosiguiéndola, fijó en el seno de la escolástica una escuela, la antigua escuela de los Padres, destinada a trabajar y desenvolverse al lado del tomismo. En breve tiempo, desde la mitad del siglo XIII a los primeros años del XIV, el Franciscanismo tiene cinco grandes pensadores, para no citar sino los más representativos: Alejandro de Hales, San Buenaventura de Balneorregio, el Beato Juan Duns Escoto, Rogerio Bacon y el Beato Raimundo Lulio. No es del caso exponer aquí su doctrina, sino sólo el espíritu franciscano que la informa. ALEJANDRO DE HALES Y SAN BUENAVENTURA El amor fraternal para con las criaturas, el amor inmenso para con el Creador y el Redentor, que hacen de San Francisco el hermano de todos y el Estigmatizado de la Verna, enseñan a San Buenaventura el Itinerarium mentis in Deum, la escala ascensional del espíritu de la vida empírica a la vida interior y a la vida mística; de la expiación, a la purificación, a la iluminación, a la unión; la divina escala que se sube por medio de la sursumactio, obra misteriosa de la Gracia invocada y coadyuvada por los deseos ardentísimos del alma. La sensibilidad artística de San Francisco, su admiración de la naturaleza y su vehemente afición a la música se truecan en San Buenaventura en estudio formal de lo bello y del arte. Si no llega a plantear el problema estético en sentido moderno, asienta a lo menos como ninguno antes de él, ni siquiera los griegos, sus datos psicológicos. Manteniendo firme el valor objetivo de la belleza, San Buenaventura distingue y señala con toda precisión el momento subjetivo, y en el momento subjetivo la parte emocional. El hecho estético, según él, no es sólo de índole cognoscitiva; lo bello, así como la beatitud celeste, para él y para toda la escuela franciscana no es esencialmente contemplación, sino también amor y goce. La cortesía de San Francisco, sobrenatural en el espíritu, caballeresca en las formas externas, resulta en San Buenaventura exquisitez de análisis psicológico, penetración de los más delicados estados de conciencia. Hasta la enemiga de San Francisco con el intelectualismo halla inmediata repercusión en la mentalidad de San Buenaventura, que no llega a compilar una Summa Theologica ni a dar un orden sistemático a sus escritos, que sacrifica el estudio al gobierno de la Orden, la enseñanza a la acción, la especulación a la contemplación. San Buenaventura, más pensador que filósofo, más místico que pensador, más «hombre de deseos», esto es, de poesía, que hombre de metódica prosa, es el escritor que más se adhiere al espíritu de San Francisco. EL BEATO JUAN DUNS ESCOTO San Buenaventura habla de deseos y de amor; el Beato Duns Escoto, de voluntad y de praxis. Acaso no haya doctor medieval menos comprendido que este franciscano escocés que estudió en Oxford, enseñó en París, fue expulsado por Felipe el Hermoso por no haber querido firmar su apelación contra el Papa y murió en Colonia, a la edad en que los otros filósofos comienzan a producir, como si la llama del pensamiento le hubiese abrasado la juventud. El título mismo de Doctor Sutil con que le decoran tiene matices de ironía. Se le llamó rebelde, y continúa la más antigua tradición escolástica, exponiendo las intuiciones de San Agustín y concordándolas con las partes conciliables del aristotelismo; se le motejó de franciscano que ha perdido el sentimiento del amor, y su filosofía descansa toda sobre el amor; se le llamó contradictor sistemático, teólogo caviloso, precursor del voluntarismo y de la inmanencia, el Kant del siglo XIII, y su realismo es lo más escolástico, enemigo de toda pretensa autonomía de la naturaleza y del yo; sus teorías sobre la Virgen y sobre la Encarnación hallan, al cabo de siglos, la confirmación en el dogma de la Inmaculada y el culto de la Realeza de Cristo. Elabora el misticismo razonado de San Buenaventura, como San Buenaventura elabora la acción y el éxtasis de San Francisco; San Buenaventura es un poeta y un místico que anhela la sumersión silenciosa en lo divino; Escoto es un metafísico y un teólogo que estudia ese anhelo, indaga su causa, mide su fuerza y sus consecuencias, y antes que dirigirlo a la beatitud del éxtasis lo endereza a la penetración del misterio de Dios, a la exaltación del Verbo encarnado. Escoto no admite, como admite San Buenaventura, que el hecho del conocimiento provenga de una iluminación interior, pero admite que el amor guía la inteligencia a la verdad suma. No admite las razones seminales, las cuales producen las criaturas, pero admite un principio espiritual, la hecceitas, que las individualiza y distingue. No se contenta con decir, como San Buenaventura, que memoria, entendimiento y voluntad sunt consubstantiales, coaequales et coaevae, se invicem circumincedentes, y que el amor, con ayuda de la Gracia, llega allí donde la razón se detiene; mas, despojando la voluntad de las vendas del misticismo, afirma que la voluntad, lejos de ser determinada por el entendimiento, lo domina y lo guía, prescribiéndole el tema, concentrándolo o distrayéndolo, imponiéndole o vedándole el reflexionar. El hombre, determinado sólo por el entendimiento, piensa Escoto que sería un buen animal: Sic homo esset unum bonum brutum, mientras él, con el primado de la voluntad, tiende a asegurarle una individualidad original e inconfundible. El principio cristocéntrico, que informa todo el pensamiento de San Buenaventura, sube en Escoto a la concepción grandiosa del Summum Opus, la Encarnación del Hijo de Dios. Por un proceso mental, que, si no tiene la elevación del éxtasis que arroba y suspende, tiene la de las visiones más penetrantes, Escoto se inclina sobre el abismo de lo divino y, sintetizando de una parte la doctrina de los victorinos sobre el amor de Dios, de la otra la doctrina de la escuela franciscana de Oxford sobre la Encarnación, concluye: Dios es amor. No sólo causa y término del amor, sino esencialmente amor. Dios se ama primeramente a Sí mismo; luego, se ama en otros seres que le amarán libremente y participarán del amor que Él se tiene a Sí mismo y que es beatitud; en tercer lugar, quiere ser amado de un Ser extrínseco a Sí que pueda amarle sumamente; cuarto, prevé la unión hipostática de esta naturaleza humana que debe amarle sumamente aunque el hombre no pecase, es decir, prevé un Hombre capaz de amarle con infinito amor como Él se ama a Sí mismo, un Hombre que sea juntamente Dios: he ahí el motivo primero de la Encarnación. Por tanto, la caída de Adán no ocasionó el plan divino; sólo hizo que Jesús fuese Señor del mundo en el dolor antes que en la gloria. Duns Escoto considera casi una ofensa a la grandeza del Hijo de Dios la opinión, común entre los teólogos, de que la Encarnación haya tenido su primer motivo en la Redención; ¡motivo insuficiente de un prodigio estupendo! Ya Roberto Grossatesta, Rogerio Marston, Mateo de Acquasparta y Guillermo de Ware habían meditado el mismo problema, pero ninguno lo había formulado y resuelto con tanta claridad. Escoto, que tiene la característica de no buscar en la especulación el propio consuelo, sino el reconocimiento público de la gloria de Dios y de cuanto Dios ama, así como exalta la gloria del Verbo, librándola de la eventualidad del pecado de Adán, así quiere exaltar a la Madre de Dios, librándola de la mancha original; y sobre el fundamento de su concepto espiritual y voluntarista del pecado, de su distinción entre la naturaleza general y la individualización de cada uno, de su doctrina sobre la gradual ascensión de la predestinación, asienta la Concepción Inmaculada de María. San Francisco es el caballero de la Señora; San Buenaventura, su poeta; Escoto, su teólogo, en tanto grado que ha merecido el título de Doctor Mariano; pero es un teólogo que construye porque ama, y ama con un amor franciscanamente concreto, que es praxis. Él mismo da esta profunda interpretación del amor: «Ostensum est dilectionem esse veram praxim». Cabalmente porque el amor es praxis, Escoto construye sintéticamente; concibe el universo como una pirámide formada de los géneros y las especies que se escalonan por grados, uniéndose lo inferior a lo más alto por su porción más noble; así la naturaleza sensible se abraza con la intelectiva por medio del hombre; y el hombre, cifra y compendio del cosmos, se junta a Dios por el Verbo encarnado, cúspide a la que tiende toda la creación. Jesucristo, al lado del «trono del Altísimo, es la conciliación de los extremos: tiempo y eternidad, espacio e inmensidad, contingente y necesario, finito e infinito. Jesucristo es el último término dialéctico de la creación». La Edad Media, universalista y unitaria, no llegó a concebir un triunfo del Verbo más alto que este de Escoto, como no sea, por ventura, en la visión sobrehumana de Dante; mas conviene recordar que ese triunfo es el desenvolvimiento lógico y teológico de aquel principio de la Realeza de Cristo que el Pobrecillo de Asís intuyó cuando, trazada con yeso una cruz sobre el tabardo grosero, vagaba libre por las faldas del Subasio, gritando: «Soy el heraldo del Gran Rey». La rehabilitación de las criaturas en el amor, iniciada en Asís con el Cántico del Hermano Sol, medida y jerarquizada en la Verna con el Itinerarium de San Buenaventura, recibe su sistematización filosófica de este escocés que, siguiendo el hilo más sutil de la lógica, concluye: La voluntad es amor, la praxis es amor, la sabiduría es amor, la gracia es amor, la visión beatífica es amor. Hasta el pensamiento, en cuanto imperado de la voluntad, es amor. Luego la realidad es amor. Nunca expresión más sucinta significó amor más profundo e inteligente, amor férreo. Ni ha habido doctrina que respondiese como ésta a la inclinación más elemental y fundamental de los hombres, y cabe decir de todos los vivientes: la aspiración a la felicidad, aquella especial felicidad que es el Bonum. ROGERIO BACON San Buenaventura estudia la escala mística que llevó a San Francisco a los Estigmas, y escribe el Itinerarium mentis in Deum; Escoto concretiza el amor y la voluntad de San Francisco en doctrinas audaces para su tiempo, adivinadoras para los nuestros, y el dogma de la Inmaculada y el culto de la Realeza son su corona. Mas quien transformó el amor de las criaturas en observación científica; quien, replegándose sobre los fenómenos naturales con franciscano apremio de concretez, de claridad, de utilidad fraterna, llevó el Franciscanismo a la ciencia que entonces nacía, y con gérmenes franciscanos comenzó a dar a la ciencia misma una vida autónoma, fue Rogerio Bacon. El arrojo y la originalidad franciscana rayan en Bacon en paradoja. Tiene fe exuberante, no sólo en Dios, sino también en la naturaleza, en los hombres, en sí mismo. Siente el universo rico de infinitos secretos, el propio yo potente de infinita capacidad. Afirma que puede en solos tres días enseñar a leer y entender una lengua como el griego y el hebreo; sostiene que de viejos se aprende mejor que de jóvenes, como para ahuyentar el único espectro que le espanta: la impotencia para el trabajo. Por eso mismo acaso escribe el De retardandis senectutis accidentibus. No silogiza ni blasona de filósofo. En un vocabulario personalísimo e intraducible zahiere a los escolásticos, desde Alejandro de Hales hasta Alberto Magno; se burla de aquellos comentadores que urden teorías sobre un texto incorrecto de Aristóteles. Ve, observa, experimenta, aplica. El saber para él es acción; tiene necesidad de los hechos. En este concepto es aún menos intelectualista que San Buenaventura y Duns Escoto. No descubre un fenómeno, no intuye una ley sin pensar en seguida en utilizarla para el mejoramiento de la vida humana. Tiene el alma de un Leonardo, con la religiosidad de un franciscano. Como Leonardo, pone el fundamento del saber en las matemáticas, scientiarum porta et clavis. Dos siglos y medio antes de Leonardo, en la estrechez de su pobre celda, prevé la máquina para volar, los navíos de vapor, los puentes inmensos de una sola arcada; dos siglos antes de Colón, en el Tractatus de Geographia, que excitó la admiración de Humboldt, a propósito de la cantidad de tierra habitable, escribe las palabras que Colón meditó: «Para hallar la forma de la Tierra hay que navegar hacia oeste, para llegar al este». Cerca de cuatro siglos antes de Galileo, afirmando que la óptica es la flor de la filosofía, intuye la lente astronómica, el telescopio, el microscopio; estudia más los astros que la astrología, en la cual cree, con todo, medievalmente. Define la utilidad de los cristales para ayudar y corregir la vista, o lo que es lo mismo, inventa los anteojos. Es el profeta de la teoría de las ondulaciones, de las rápidas carrozas sin caballos. Es un precursor de la química. Su mente franciscana desvía la alquimia de la busca del oro, que estúpidamente hacía sudar a los magos del medievo en torno a los crisoles y alambiques, y, enderezándola a descubrimientos útiles, se empeña en reducirla a ciencia: la química, destinada, dice él mismo, «a explicar la formación de todos los seres vivientes y de todos los minerales, a ser el fundamento de la medicina». Este hombre, que gasta en veinte años dos mil liras (cien mil italianas antes de la guerra) en espejos, vidrios, instrumentos, manuscritos, padeciendo por eso castigos graves y prisiones de parte de sus superiores, que recelan tenga comercio con el demonio, es profundamente franciscano en el pensamiento y en el fin de sus estudios. Tiene acerca de la idea de Dios la misma teoría que San Buenaventura, y como él admite que el conocimiento cabal de la Verdad es fruto de un don de Dios, mediante la Revelación, que la Providencia, directa o indirectamente, jamás niega a los hombres de buena voluntad. Por eso en los grandes filósofos antiguos ve a los precursores del pensamiento cristiano, y guarda con ellos un respeto y veneración fervientes que recuerdan mucho los de Dante con los «espíritus grandes» y su Virgilio. Así como San Buenaventura reduce todas las artes a la teología, Bacon reduce todas las ciencias a la Sagrada Escritura: en tanto son aquéllas de estima y valor en cuanto radican en ésta, coinciden con ésta y acuden a su servicio. La Escritura es la depositaria de la verdad, por cuanto los Profetas y los Santos fueron adoctrinados por la Revelación; los filósofos y los sabios, por los Profetas y los Santos. Ciertos errores aparentes del sagrado Texto dependen de errores de interpretación, y éstos, de ignorancia de la lengua; por lo que Bacon, ampliando la tradición filológico-religiosa iniciada en Oxford por Roberto Grossatesta, insiste y porfía sobre la necesidad de estudiar el griego, el hebreo y las lenguas orientales para corregir el Texto sacro, que traductores y comentadores alteraban, cada cual a su modo, leyéndolo y enmendándolo sin conocimiento de la lengua, sin unidad de método. Él, en cambio, sabe el árabe, posee el griego, el hebreo, el caldeo; escribe la única gramática griega del siglo y una introducción al estudio del hebreo. No sólo el griego y el hebreo, sino todas las lenguas extrañas modernas quiere que se aprendan en utilidad del comercio, para las relaciones diplomáticas y, sobre todo, para el apostolado; imposibles las Misiones entre infieles sin el dominio de sus lenguas, y las Misiones son el ápice de sus anhelos. Principios filosóficos bonaventurianos, sutileza crítica escotística, amor de las criaturas en su más intrínseca y concreta realidad, fervor de acción misionera informan el Franciscanismo de Bacon, padre del método experimental, quien por su ojeriza con el intelectualismo se acerca más de lo que parece a sus adversarios, los espirituales, pues en el fondo se rebela contra el cientismo teorizante y endereza la ciencia verdadera, la que quiere ser y no parecer, obrar y no hablar, a la gloria de Dios y al bien del prójimo. RAIMUNDO LULIO A San Buenaventura por el arranque místico, a Escoto por el motivo de la Encarnación y la idea de la soberanía de Cristo, a Bacon por el espíritu misionero retrae el Beato Raimundo Lulio, el terciario mallorquín de vida multiforme y legendaria. Es poeta. La Gracia, que con la repetida visión del Crucifijo le hiere y derriba a los treinta años entre la pompa de la vida cortesana y cabalmente enfrascado en la composición de un poema para conquistar la dama ilícitamente codiciada, no extingue su vena, antes la dirige a Dios, y el Diálogo entre el Amigo y el Amado es un idilio en prosa encendido de pasión, de los más bellos de la literatura mística después del Cantar de los Cantares. Es filósofo. Sin caer en la exageración de Menéndez y Pelayo, que le definió: «un realista que ocupa el período intermedio entre Platón y Hegel», cabe decir que su concepto apriorista de la realidad de lo ideal, su paralelismo entre las leyes del mundo objetivo y las del mundo subjetivo, su lógica real, lógica del ser, en oposición a la lógica de Aristóteles, anuncian ya algunas nuevas exigencias lógicas, salvo el error idealista, tanto cuanto la ciencia de Bacon se adelanta al método experimental moderno, salvo el error positivista. No es un constructor solitario. También Lulio, como Bacon, busca la verdad con el único fin de defender y difundir la Fe; por eso construye el mecanismo lógico-matemático del Arte Magna con que pretende resolver, por medio de preguntas y respuestas combinadas, todos los problemas científicos, de modo que convenza a los más endurecidos incrédulos. Por eso, sabiendo que la divulgación de la verdad se alcanza antes con el arte que con la filosofía, escribe las tres novelas en prosa: Blanquerna, Félix, Llibre de Cavalleria. Su pensamiento dominante es la conversión de los infieles, y a ella quiere que se consagre todo el saber, todo el querer, las fuerzas todas de todo cristiano, porque todo cristiano, como miembro de Cristo, «debe» continuar la obra redentora de su Cabeza. Por el apostolado deja la soledad de Randa, donde se había retraído después de su conversión, y con permiso del Papa y la protección del rey Jaime II funda el Colegio de Miramar, en Palma de Mallorca, para los frailes menores con destino al Islam. Allá iban trece cada vez y aprendían el árabe, junto con un método racional para penetrar la mentalidad de los pueblos que habían de convertir. De esta manera el franciscano español realizaba lo que el franciscano inglés, contemporáneamente, recomendaba al Papa con toda insistencia: preparación misionera, cultura misionera. Mas no era Raimundo Lulio hombre que se limita a preparar las Misiones en un colegio. También él salía de misión. Por ellas dejaba la quietud de Miramar, recorría ciudades y castillos, discutía con los doctos, hablaba en las plazas con mercaderes y mendigos, catequizaba hombres y mujeres de mala vida en las tabernas y arrabales de la ciudad. Viajó por Europa, África, Tierra Santa; enseñó en Montpellier y en París, adaptando su ingenio de filósofo y poeta a todas las almas, sirviéndose de la sutileza dialéctica, así como de la riqueza imaginativa y el hechizo de los versos, para su único ideal: la humanidad consagrada a Cristo. No quedó satisfecho hasta que selló con el martirio su fe. Al cabo de ochenta años de fatigas halló el martirio en la lapidación de Bujía, en las costas de Argel. Dos mercaderes genoveses lo recogieron moribundo y pensaron en trasladarlo a Génova para enriquecer su patria con las reliquias del mártir, mas el viento lanzó la nave con rumbo a Mallorca, y los ojos de Raimundo Lulio vieron emerger del mar su amada isla al reír el alba, que para él iba a ser el alba de la eternidad. Es fama que en la agonía repitió a los dos genoveses su idea fija: «A la otra parte del arco del mar que ciñe a Inglaterra, Francia y España, opuesto a este continente que nosotros vemos y conocemos, existe otro continente que no vemos ni conocemos... Un mundo que ignora a Jesucristo...». Uno de los mercaderes genoveses recogió aquellas palabras y las transmitió a sus descendientes: se llamaba Esteban Colombo. OTROS PENSADORES A más de los grandes constructores, justo es recordar los menores: Juan de la Rochela y Eudes Rigaud, al lado de Alejandro de Hales; Juan Peckham, Mateo de Acquasparta y Guillermo de Ware, al lado de San Buenaventura; el independiente Pedro Juan Olivi y el pedagogista Gilberto de Tournai, que escribió una especie de De magistro en su De modo addiscendi para Juan, hijo del conde de Flandes, y un tratadillo político, Eruditio regum et principum, para Luis IX. Justo es también recordar a un erudito, honor de la escuela de Magdeburgo, fray Bartolomé Ánglico, que escribió la primera Enciclopedia del Medievo, el De proprietatibus rerum, que hasta el siglo XVI tuvo amplísima difusión (no diminuida por el famoso Speculum universale de Vicente de Beauvais), que fue útilmente consultada por los doctos del período isabelino y por el mismo Shakespeare, y que todavía hoy se lee con gusto por la exactitud de las informaciones, fidelidad, frescura y colorido de las descripciones geográficas. Son bellísimas algunas páginas sobre las regiones italianas. Fray Bartolomé sale de la torre de marfil de la alta cultura y escribe para simplices et rudes. Con él dan principio los franciscanos a una obra humilde y grande de caridad intelectual: la divulgación de la ciencia. Con estos pensadores el Franciscanismo, de vida que era, se convierte también en una filosofía, que, fiel en general al platonismo agustiniano, mantiene en casi todas sus ramificaciones estos principios fundamentales: la doctrina de la iluminación en el problema del conocimiento, el primado de la voluntad, la exigencia moral de una Revelación, que integre la especulación, y, por consiguiente, de la teología, que corone la filosofía; en teología, el principio cristocéntrico, que da a la Encarnación un motivo de glorificación y exaltación del Hijo de Dios independiente del motivo de la Redención humana. Finalmente, en lo que mira al concepto de la vida, un simbolismo entre poético y místico, que en las criaturas ve adumbrado al Creador y al Redentor, y -a diferencia de cierto frío y retórico simbolismo medieval- ama las criaturas no sólo por lo que significan, sino también por lo que son y valen en cuanto obras del sumo Bien. Esta filosofía, derivada de la intuición y de la vida de San Francisco, no es fin de sí misma, sino sabiduría ordenada a la acción. Y la acción -más que resultado- es principio del pensamiento franciscano, y de ahí su carácter de adhesión a la realidad, de concretez, de amor, destinado a atraer todos los espíritus que no pueden llegar a la verdad sino al través del amor. SAN ANTONIO DE PADUA Los grandes estudiosos a quienes denostaban los espirituales,
probablemente sin conocerlos, eran en realidad sus hermanos en el
concepto del amor, de la vida y de la eternidad. Unos y otros, espirituales San Francisco había sido un revolucionario de la elocuencia sagrada con aquella su improvisación, que proviene de la intuición rápida; y la primitiva predicación franciscana, divinamente juglaresca, pasmó a doctos e ignorantes, caballeros y rufianes, cardenales y bandoleros, aves y lobos. Mas no todos podían ser como San Francisco, ni la semilla de Juníperos, Giles y Leones era de todos los tiempos ni de todos los países, ni el mundo entero era como Asís, donde los conflictos entre la autoridad civil y la eclesiástica podían ser resueltos con la dulce invitación de San Francisco. El primero en unificar la profunda doctrina y la sencillez popular en una elocuencia irresistible fue San Antonio de Padua. La educación agustiniana de más de diez años proporcionó a San Antonio vigorosa cultura religiosa y científica y le dio anticipadamente la explicación teológica de aquella vida franciscana que luego iba a cautivarle como realización perfecta del Evangelio. Cuando resueltamente pasa de la soledad de la oración y del estudio al apostolado militante, San Antonio, joven de veinticinco años, estaba preparado para la predicación, la controversia y el magisterio con la segura posesión de la Sagrada Escritura y de los Padres, con buen acopio de conocimientos clásicos y óptima erudición en las ciencias contemporáneas. En un grande centro de cultura arábiga, como la península de su nacimiento, y en un grande centro de estudios jurídicos, como Italia; en la Cruzada contra los albigenses en Provenza y en la Cruzada de paz en nuestras «ciudades divididas»; en la experiencia de la meditación y en la experiencia de la tentación, que también es enérgica maestra, Antonio aprendió después lo que los libros no podían enseñarle: las tendencias de su época y el secreto para llegar a las conciencias. Tiene pensamiento teológico decidido y a veces precursor, elocuencia atrevida y substanciosa, imaginación de artista, viva y casi moderna conciencia del valor de la cultura. Toma del Evangelio y de los Padres la devoción al Sagrado Corazón, y la transmite a San Buenaventura; la devoción al Nombre de Jesús en el sol radiante, y la transmite a San Bernardino de Sena; la devoción a la Sangre de Cristo, y la transmite a San Jaime de la Marca; la devoción a Cristo, Rey de la creación y redención, y la transmite a Escoto. Su misión no le permite hacer pie en las regiones especulativas; la concretez franciscana le abre los ojos sobre los vicios del tiempo, sobre usureros e hipócritas, violentos y lujuriosos, y especialmente sobre los religiosos corrompidos. Contra la relajación del clero es inflexible, y sus páginas propias, las que resaltan sobre las demás -comunes a todos los predicadores de penitencia-, son cabalmente las que fustigan a los sacerdotes indignos, sin excluir a los obispos. Las observaciones sobre la vanidad, la gula, la simonía, contra praelatos et malitiam eorum, son tan severas, que hacen pensar que San Antonio las pronunció no en público, sino sólo ante un auditorio particular. Una, actitud así -nueva que yo sepa en la predicación franciscana de los primeros años, rara en adelante- nos muestra la virilidad del ánimo antoniano. Contrapesándolo con la conducta bien diferente de su gran Padre, el intrépido lenguaje de San Antonio se explica recordando que él, sacerdote, sentía más que San Francisco -lego y convertido- el deber y el derecho de reconvenir a sus colegas. Por algo San Francisco, conocedor de hombres, le llamó «mi obispo». La línea franciscana emerge, con todo, en el método de persuasión y blandura usado con los infieles. Acaso el «Martillo de los herejes» pensaba que los pecadores se convierten ante todo con el ejemplo, que los lobos se cazan con la dulzura, y hacía recaer sobre la negligencia de los pastores la dispersión del rebaño. A los pastores recomendaba, con San Agustín, el amor: «Plus a vobis amari appetat quam timeri. Amor enim aspera dulcia, importabilia levia; timor vero ipsa levia importabilia facit». Como todos los escritores sagrados de su tiempo, San Antonio usa y abusa de los símbolos y semejanzas, y afila el ingenio en las concordancias bíblicas. Mas, aun en esta forma, propia de la oratoria medieval, descubre personalidad propia, decidida. El símbolo es su manera de ver la realidad, esto es, de percibir lo eterno en lo contingente, el espíritu en la materia, lo que ama en lo que le sirve. Y como quiera que no le falta fantasía de artista, sobre el símbolo le brota la semejanza, bella por sí sola. Para dar viveza a sus sermones no recurre San Antonio a ejemplos de historia profana y mucho menos a anécdotas, sino a la vida de las plantas y de los animales, a la naturaleza, que sentía franciscanamente, y a la ciencia, tal como se la ofrecían los bestiarios, los lapidarios, las enciclopedias, y nos transmite, por tanto, siempre en analogías y comparaciones, la botánica semipoética y la zoología y geografía semifabulosas de su época, junto con una etimología arbitraria, la anatomía aplicada al alma y la terapia aplicada a la moral. Interesante, por ejemplo, es la descripción de los cinco sentidos en el Sermo in die sancto Pentecostes con una particular minuciosa anatomía y fisiología del aparato auditivo. Con todo, tales escarceos por el campo científico no alejan a San Antonio de la unidad de su plan de trabajo, que consiste en dar juntos, en todo sermón, el Evangelio, el Introito, la Epístola de la Misa dominical y el trozo del Antiguo Testamento sacado del Oficio del día, una cuadriga (así la llama) que haría temblar las venas y los pulsos de cualquier otro auriga menos robusto que él, menos sutil y menos ingenioso para conducirla concorde por los distintos derroteros de la alegoría, analogía y moral. Esta tentativa de unidad, que forzosamente nunca llega a síntesis, no es sólo exigencia de su mente y de su tiempo; responde asimismo a la arquitectura eurítmica que San Antonio pretende dar al sermón, a fin de no fatigar al auditorio. Por tanto, si mezcla la erudición sagrada con la ciencia profana, y las derrocha en galanas comparaciones; si a menudo crea frases elegantes y lapidarias, no es por vanidad o moda, sino por justísimo criterio de apostolado. Su ingenio de docto y el trato con el mundo le advierten que el gusto de los lectores y oyentes de su tiempo se ha hecho delicado, y le parece insípida la sabiduría «nisi verba polita, exquisita et novum quid resonantia invenit, vel audierit, legere fastidit, audire contemnit». Y a fin de que la palabra de Dios no cause fastidio y sea expuesta al desprecio, el Santo distribuye el sermón en forma variadísima y lo anima y lo torna interesante con sus observaciones in naturalibus, poniendo al servicio del apostolado todas las riquezas del saber, todo el esfuerzo del ingenio. San Antonio hizo cabal concepto de la misión de la cultura cuando hubo de habérselas no ya con el público sin letras del campo, sino con un público burgués, avispado y descontentadizo, dispuesto a profanar la divina palabra cuando no se le presentaba a su gusto. Así como la obediencia levantó la llama de su ingenio, que San Antonio había tenido escondida debajo de la humildad más silenciosa, así la caridad le forzó a dejar la cándida exhortación moral por la elocuencia docta, en que era maestro. Las divergencias que algunos historiadores no penetrados del espíritu franciscano han pretendido ver entre San Francisco y San Antonio no existen, o sólo en apariencia. La conducta del humildísimo y egregio doctor tiene cabal justificación en el gusto de aquel público exigentísimo, pronto a enojarse, aburrirse y despreciar, terriblemente crítico, cabalmente como el día de hoy. Antes de que el Renacimiento venga a difundir el gusto de la forma, este franciscano del siglo XIII, con amor de la belleza e intuición del valor de la belleza, que son propios de su espiritualidad, afirma la necesidad de la palabra pulida, exquisita, y une la ciencia sacra a la profana, con sencillez, porque a sus ojos franciscanos la naturaleza no es profana, sino obra admirable de Dios, y es deber de gratitud y goce de admiración y contemplación estudiarla. Entre el siglo de Abelardo y el siglo de Santo Tomás de Aquino, entre la época de San Francisco y la época de San Buenaventura, Antonio pasa como un meteoro recogiendo en la gama de su palabra la cultura y la piedad de lo pasado, con gérmenes de lo por venir, y realizando en sí las dos virtudes esenciales por las que un docto puede ser hijo de San Francisco: la humildad y la pasión del apostolado. BERTOLDO DE RATISBONA Mientras San Antonio da ser a un tipo de elocuencia media entre docta y popular, San Buenaventura representa la oratoria solemne y Bertoldo de Ratisbona la predicación popular. San Buenaventura fue el Bossuet y Bertoldo el San Bernardino del siglo XIII. San Buenaventura tenía un auditorio superfino: Luis IX y su corte, cardenales, maestros universitarios, estudiantes y clérigos, las nobles clarisas de Longchamps; trazaba sus sermones muchas veces al talle de un pensamiento de San Bernardo, siempre acudiendo a su rica y profunda experiencia interior; luego los iba desenvolviendo según las ordinarias divisiones escolásticas: tema, protema, exordio, definición, argumentación; silogizando, induciendo, ejemplificando, argumentando ad hominem; de aquí las citas, ilustraciones, peroraciones. El culto auditorio quedaba satisfecho, en tanto que las almas se suspendían al oír, acaso por vez primera, dentro de aquel alcahaz intelectualista, un canto de amor divino. Rogerio Bacon, en cambio, se mofaba de la construcción artificiosa y verbosa de los catedráticos: «Divisiones per membra faciunt sicut artistae, concordantias sicut legistae, consonantias rhythmicas sicut grammaticae». Mas la mayor parte de los predicadores franciscanos, teniendo por público al pueblo de la parroquia y de la plaza, hablaba conforme al ejemplo de San Francisco. Bertoldo de Ratisbona es de ello la figura más representativa. Nótase, con todo, desde luego, que su sencillez no es la de fray León o del Beato Gil; es la sencillez del hombre culto que sabe que, si para hablar a los doctos basta determinada especialización y una fraseología técnica, para hablar a los ignorantes y a los semiignorantes no hay doctrina ni vocabulario que basten. Bertoldo era deudor de su educación espiritual a David de Augsburgo, místico profundo que la Provincia Teutónica, maravillosa en su expansión, dio presto al Franciscanismo, y debía su educación intelectual a Bartolomé Ánglico. Fray Bertoldo hablaba, como quiere la Regla minorita, «de vicios y virtudes, de pena y gloria»; mas, siempre estribando sobre la ciencia sacra, su discurso tomaba hechos, ejemplos, locuciones de la vida de sus oyentes; interpretaba sus necesidades, hurgaba en su ambiente doméstico y en sus faenas, daba noticias higiénicas, comerciales, geográficas, científicas, consejos útiles a la salvación eterna y al bienestar temporal; era para ellos lo que hoy el libro y el diario; reprendía, zahería y pasaba de las palabras a los hechos cuando era menester ayudar a un pecador a mudar de vida, ya que es inútil el arrepentimiento si el arrepentido no puede salir del ambiente vicioso. Por todas partes donde ponía su planta: en Suiza, Austria, Hungría, Bohemia, las muchedumbres corrían tras él a centenares de miles. Bertoldo tenía que predicar a cielo raso y no detenerse muchos días seguidos en la misma ciudad, porque faltaban los víveres, por la gran afluencia de pueblo. No era multitud de aldeanos y labriegos afiliados a la gran abadía colonizadora, ni era tampoco multitud de jornaleros: era multitud de artesanos y artífices, de modestos fabricantes y mercaderes de la ciudad naciente; eran tejedores, bateleros, vidrieros, fundidores, plateros y herreros, artistas y braceros, que hormigueaban por las callejuelas sombrías y sucias, vivían amontonados en casas obscuras, sobre las cuales la noche septentrional descendía muy pronto, obligando a trabajar a la luz humeante de los candiles; era multitud anónima, pero cada cual en su oficio especializada, individualísima, creadora de un trabajo personal, ávida de libertad, supersticiosa, fantaseadora, terreno abonadísimo para las herejías y rebeliones. Debajo de esta multitud trabajadora se agitaba otra ociosa, viciosa, fuera de ley, manchada con un paganismo nuevo amasado de sensualidad y superstición, de odio concentrado y embrutecimiento, pronta a sublevarse, fanática, al menor alboroto de los estratos superiores. Sobre este mundo en fermentación, vanguardia de la civilización industrial, la palabra de Bertoldo de Ratisbona traía la luz y la alegría solares de la predicación nacida entre el Subasio y el valle espoletano. LAS MISIONES En aquel ángulo umbro, junto con la predicación que se hace simple y llana a fin de penetrar en las conciencias, había renacido la idea evangélica del Euntes docete. La pobreza parecía simplificar las expediciones. San Francisco se había lanzado y había lanzado a los suyos por los caminos del mundo, sin reparar en peligros, con divina osadía, persuadido de que para recoger mieses de almas en tierras de infieles es preciso arrojar antes en ellas la semilla del sacrificio. La expedición a Marruecos, iniciada viviendo aún el Santo y terminada con el martirio de sus frailes, abre con gloriosa página purpúrea la historia de las Misiones franciscanas. La pobreza, o sea el voluntario renunciamiento de cuanto puede hacer agradable y llevadera la jornada, y el deseo concreto de la inmolación, facilitaban estas empresas apostólicas. Los franciscanos fueron los primeros que iniciaron las cruzadas pacíficas contra los infieles y con ellas una cruzada de civilización, fundada en el intercambio de ideas y de relaciones diplomáticas entre Oriente y Occidente. Este carácter conciliador y diplomático se manifestó mejor hacia la mitad del siglo XIII, después de un hecho que hizo temblar a Europa: la invasión mogólica, que, echándose sobre Rusia, llegó hasta Sajonia, Hungría y el Adriático. La Iglesia vio en esta amenaza un designio providencial, en los hombres amarillos almas que redimir, en el Imperio mogol una conquista para el Reino de Dios, y destacó sus embajadores contra los nuevos bárbaros. No los escogió entre los altos prelados, sino entre los mendicantes: dominicos y franciscanos. En 1245 Inocencio IV nombró delegado apostólico, para una embajada al gran kan de los tártaros, a fray Juan de Piancarpino. Si es cierto que Pian dei Carpini es el antiguo nombre del llano de Magione, nunca más potente hombre de acción salió de tierra más idílica y soñadora, un valle espoletano en miniatura a pocos kilómetros del Trasimeno. Cuando el Papa le invitó a partir a Tartaria contaba sesenta y tres años de edad, cuarenta de vida franciscana (lo que significa consunción de sí) y más de veinte años de apostolado en Alemania. Llegó aquí en 1221 y, con intuición de estratega, desde el valle del Rhin plantó las raíces de la Orden en Sajonia; de Sajonia la propagó a Bohemia, Hungría, Polonia, Noruega, Dinamarca y Suecia, recorriendo Europa desde Lorena a Silesia, desde los Alpes al mar del Norte, sobre un asnillo, porque de obeso no podía andar a pie. Corpulentus erat. El pueblo acudía en torno a su humilde cabalgadura y los frailes le rodeaban como los polluelos se acogen a la clueca, porque él los amaba, los confortaba y los guiaba: el hombre regordete tenía en los ojos la dulzura de Asís. En el declive de la vejez y después de semejante vida le ofrecían un viaje terrible, al través de países desconocidos y pueblos feroces, y aceptó. Era, ciertamente, hijo de aquel Padre que, agotado ya de fuerzas, juzgaba no haber hecho nada y pensaba en comenzar de nuevo la vida. Parte de Lyon el día de Pascua de 1245, con dos compañeros, uno de los cuales quedó, enfermo, en el camino. Después de un viaje espantoso al través de Lituania, los Urales, el Turquestán y la Manchuria, llegan a Karakorum el 22 de julio de 1246 y, acogidos benévolamente por el emperador, gozan al fin de un período de reposo. Asisten -visión de las mil y una noches- a la coronación de Kuyuk en el centro de su horda, el corazón viviente del gran imperio bárbaro. En medio de la pompa de la corte oriental, entre cuatro mil embajadores llegados de todas las partes del mundo, a la sombra de la «horda de oro», el fantástico pabellón imperial de toldo de oro, columnas de oro, clavos de oro, los dos pobres franciscanos, como un día su Padre «en la presencia del sultán soberbia», exponen al gran kan su embajada con dignidad de reyes. «Somos los emisarios del señor Papa, que es señor y padre de la cristiandad. Nos ha enviado al rey, príncipes y pueblos tártaros, porque desea que los cristianos hayan paz y amistad con ellos. Los invita por nosotros y con sus cartas a hacerse cristianos y abrazar la fe de Nuestro Señor Jesucristo, sin la cual no podrán ser salvos. Manifiesta su estupor a causa de las matanzas a que se han entregado, invadiendo los pueblos cristianos, particularmente en Hungría, Moravia y Polonia...; Dios está gravemente ofendido de tales actos y exhorta a los tártaros a abstenerse en lo sucesivo de semejantes yerros». Era el primer grito de la justicia contra la violencia, de la piedad contra la fuerza, de la conciencia cristiana contra los depredadores mogoles; y los que llevaban esta palabra nueva eran dos hombres sin riqueza, sin armas, sin cortejo, fuertes con la propia fe, exponentes de la más alta civilización occidental. Los dos misioneros cayeron pronto en desgracia del emperador, «fuerza de Dios y señor del Universo», y al cabo de muchos riesgos y peripecias regresaron a su patria; mas durante el largo viaje y en los cinco meses de estancia en Karakorum fray Juan observó el país con ojos de explorador, tomó nota de hombres y costumbres con precisión de psicólogo y de historiador, trajo noticias preciosas sobre las condiciones económicas y bélicas de los tártaros, propagó el Cristianismo, reconcilió algunos príncipes de la Iglesia rusa con Roma y enlazó por vez primera, él, pobre fraile, las relaciones diplomáticas entre el Extremo Oriente y Europa. Su viaje -más lleno de aventuras que los que ciertos modernos inventan y hermosean con la pluma- se repite, mutatis mutandis, en la relación de Guillermo de Rubruck y Bartolomé de Cremona, enviados en 1252 por Luis IX al gran kan, que llegan a Karakorum en 1254, detrás de una horda tártara; se repite en los viajes de casi todos los embajadores franciscanos enviados por los príncipes cristianos a los jefes mogoles o turcos; todos relatan años de camino, de hambre, de humillaciones, de aislamiento del mundo civil, de peligros entre bárbaros, sin más alivio en aquella soledad sin límite, de horizonte y de alma, que la presencia de Dios, la pasión de su Evangelio y la Eucaristía... cuando podían celebrar. El más egregio entre los misioneros del siglo XIII, si bien tuvo la dicha de recoger en el siglo siguiente los frutos de su trabajo, Juan de Montecorvino, partió en 1289 de Rieti con un compañero y con la misión de Nicolás IV para el gran kan; atravesó la Georgia, la Armenia y la Persia, entregando a su paso a los príncipes de los diversos territorios y a los obispos de la cristiandad las cartas pontificias; pasó a la India y, muerto su compañero de viaje, prosiguió solo el camino desde el centro del Asia a la China, y solo, sin confesarse una sola vez, sin poder recibir noticias europeas ni comunicar las suyas, solo de cara a los caminos inmensos, sostenido de una voluntad escotista, por un ideal franciscano, el reinado de Cristo en la humanidad infiel, alcanza su intento quizá mejor que nosotros, novecentistas, que vamos de Roma a Pekín en aeroplano y, por medio de la radio, no perdemos una hora el contacto con el mundo. Las Misiones franciscanas se extienden a Tierra Santa, Rumanía, Grecia, a todos los países de la península Balcánica, donde hallan la más enemiga oposición entre los cismáticos; a Lituania, donde los Caballeros Teutónicos, por razones políticas, se oponen a la conversión de los indígenas. Y los franciscanos padecen, predican, benefician, mueren. Muchos mueren de consunción, y ninguno lo sabe. ¿Moderados? ¿Espirituales? ¿Quién los distingue de cara al martirio? En los caminos de la evangelización la Dama Pobreza los acompaña en todo momento, libertadora y atormentadora, y es ella la primera misionera, callada, formidable por su fuerza de edificación, de expiación, de propiciación. SANTA CLARA Y LA SEGUNDA ORDEN La devoción franciscana a Jesucristo Niño, crucificado, eucarístico, y a María Virgen alcanza en Santa Clara la intensidad del éxtasis y del milagro; la pobreza y la alegría, inseparables consecuencias del amor franciscano, informan su vida y sellan su fin por modo singularísimo. En efecto, la virgen fiel, estrechando contra su corazón la bula de Inocencio IV, que confirma el privilegio de la pobreza, se entrega a la muerte más contenta que a las bodas, segura del Esposo, segura de sí misma, porque tendrá «buena escolta». Oculta en el conventillo de San Damián, entre los olivos y los cipreses, Clara es la discípula, mas también la consejera de San Francisco; el agua manantial límpida y silenciosa del Cántico del Hermano Sol; la confidente de Gregorio IX, la amiga y guía de los primeros fieles que sobreviven al Maestro, la libertadora de Asís de las mesnadas imperiales y de las hordas sarracenas, un tipo nuevo de virgen religiosa, que conserva en su fisonomía los rasgos de la castellana con arrestos para fugas y resistencias, y anuncia desde muy alto la silueta de Beatriz. También San Damián representa un nuevo tipo de convento femenil, que a la clausura y a los rezos corales del monasterio benedictino une la pobreza colectiva y todas sus consecuencias de trabajo manual y humilde, de edificación, de oración agradecida por los bienhechores. Las clarisas preparan medicamentos para los leprosos, trabajan para las iglesias, expían por los ciudadanos, participan en el apostolado social con cuantos medios les permite su reclusión; saben admirar los montes, los árboles y las flores; cantar las laudes, ser límpidamente felices según el espíritu de San Francisco. La Orden de las Señoras Pobres se difunde rápidamente aun fuera de Italia; princesas tienen a honra tomar la divisa de la Pobreza; Inés de Bohemia en Praga, Cunegunda de Polonia en Sandek e Isabel de Francia en Longchamps fundan conventos que serán célebres a causa de sus nombres. La Segunda Orden constituye para el mundo franciscano una preciosa reserva de vida interior, un capital de oración, de sacrificio, de pobreza, al que recurrían y recurren los hombres de acción de la Primera y de la Tercera Orden y cuantos católicos aman a San Francisco. LA TERCERA ORDEN Y SUS SANTOS La Tercera Orden prueba qué resonancia tuvo la palabra de San Francisco sobre las muchedumbres. La idea de agrupamientos espirituales de seglares que vivían en el mundo sujetos a la dirección de órdenes religiosas no era nueva en el siglo XIII. Las abadías premonstratenses y benedictinas se rodeaban de un halo de fieles, los oblatos: hombres, mujeres, familias enteras que muchas veces trabajaban en las dependencias de los monjes y siempre difundían su espiritualidad y ofrecían un campo de reclutamiento al noviciado. Las corrientes heréticas determinaron otras asociaciones, no sin motivos económicos y tendencias políticas, que hallaban entre los trabajadores de la naciente vida ciudadana favor grandísimo. La asociación de los Humillados de Lombardía, no herética, sino constituida según la Regla dada por Inocencio III entre el 1198 y el 1201, se adelanta en el espíritu de trabajo y pobreza a la Tercera Orden franciscana; pero ésta se desenvuelve desde el principio con movimiento más vasto, con carácter de Orden religiosa más distinto y juntamente con eficacia social más profunda. Hombres y mujeres que se agolpaban en torno a San Francisco, presos de su palabra y de su ejemplo, participaban en aquella oleada de penitencia y ascesis que invadía la Europa medieval. El siglo estaba tan orientado hacia lo trascendente, que cualquier forma nueva de vida religiosa se propagaba con la misma rapidez con que hoy se propagan los inventos mecánicos. A la pregunta de la multitud, que quiere arrancarle el secreto de la santidad, San Francisco responde con la Carta a todos los fieles, verdadero programa de vida según el Evangelio y la Iglesia, y con la Regla de 1221. La parte más original de ésta es la observancia del Evangelio, exigida íntegramente aun a los que viven en el mundo, a los que tienen familia y negocios; exigida, digo, tan íntegramente, que se opone a las mismas contingencias históricas, creando serios embarazos a sus secuaces; esto es, veda prestar juramento, llevar armas, aceptar cargos públicos. Tales prohibiciones emancipaban a los terciarios de la obligación de fidelidad y, por tanto, de la enfeudación a un señor o al magistrado de una ciudad; los exoneraban de todo servicio militar o civil, pero los exponían a persecuciones legales y a violencias privadas. Por eso la Iglesia se sentía en cierto modo obligada a defenderlos, reconociéndolos por suyos, declarándolos libres, como hizo Honorio III, del servicio militar; dispensándolos, como hizo Gregorio IX, de los oficios públicos, aunque no de las contribuciones; sometiéndolos, en suma, a su jurisdicción y al Tribunal eclesiástico, como verdaderos religiosos, no como miembros de una confraternidad laica. Pero pronto recobra la historia sus derechos. Gregorio IX declara que los terciarios pueden prestar juramento para hacer las paces, para sustentar la Fe, para defenderse y para testificar en los tribunales. Nicolás IV añade que pueden llevar armas en defensa de la Iglesia, de la Fe, del propio país, o por cualquiera otra razón aprobada por sus ministros. Mas, a pesar de estas modificaciones, le queda a la Tercera Orden un destacado carácter religioso que le da la preferencia sobre las confraternidades laicas, y le queda -para quien quiera respetarlo- el espíritu, que es juntamente espíritu de amor y de libertad. Efectivamente, de la Regla de la Tercera Orden resalta, mejor que de las otras, un aspecto menos conocido de San Francisco: aquel sentido fortísimo de autonomía espiritual que le plegaba solamente a la autoridad religiosa y, en obsequio de ésta, a la autoridad civil. El hombre que prohíbe juramentos a los suyos es el mismo que muchos años antes, citado por los cónsules a sincerarse de las acusaciones paternas, respondía que dependía ya únicamente del obispo, señor de las almas. No negaba San Francisco los deberes y exigencias de la vida pública; quería, con todo, que los suyos, así como él, tendiesen a una perfección capaz de desafiar los convencionalismos humanos y romper los lazos terrenos por servir a la Iglesia y a la sociedad mucho más como religiosos que como seglares. ¿No fue él quien llamó a la Tercera Orden milicia de la penitencia? Conviene tener presente el nombre para recordar su espíritu. Milicia, para San Francisco, es combatirse a sí mismos, negarse, expiar; juramento es la Regla una vez aceptada; arma, el cordón que castiga y une. Los pontífices comprendieron la fuerza de esta milicia -expresión perfecta de la vida cristiana en el mundo- y la protegieron, enriqueciéndola con privilegios otorgados sólo a las órdenes religiosas, como la inmunidad del entredicho, en virtud de la cual los terciarios podían tener la celebración de los divinos oficios, los Sacramentos, la sepultura eclesiástica, aun cuando sobre la ciudad donde residían pesase la excomunión. En 1289 Jerónimo de Ascoli, antiguo general de los menores, después papa Nicolás IV, con la bula Supra montem refundió la Regla de la Orden de los Hermanos de la Penitencia. De propositum vitae, de carácter popular que era en los trece primeros artículos, hizo una ordenanza canónica con normas precisas referentes a la admisión, jerarquía y disciplina; recalcó en ella el espíritu franciscano de la primera Regla, modelándola en lo posible sobre la de la Primera Orden y sometiendo las confraternidades a los frailes menores, es decir, a reformadores y visitadores designados por los guardianes y los custodios, a fin de que la dirección de la Primera Orden imprimiese a la Tercera unidad y fuerza. La buena organización interna, la acción bien disciplinada de las distintas confraternidades, el reconocimiento legal de los papas, las exenciones y privilegios recibidos hacían de la Tercera Orden una fuerza autorizada en la vida pública entre las corporaciones laicas; una fuerza rival para ciertos párrocos que veían con celos el que su grey acudiese a las iglesias de las órdenes mendicantes y escuchase únicamente la predicación de los frailes; una fuerza terrible, por fidelísima al Papa, para los gibelinos. En la Italia meridional los terciarios organizaron una oposición algo seria contra Federico II; en la Italia septentrional fueron el alma de la segunda Liga lombarda, incitados por el Beato León de Perego, ministro provincial de Lombardía, que capitaneó a los milaneses en la batalla de Cortenuova, los sostuvo en la derrota y los animó al desquite con un valor magnánimo tal que provocó las iras del emperador. Éste, como hereje y desobediente al Papa, tuvo por enemigos a casi todos los franciscanos, frailes y terciarios, en Italia y Alemania, señaladamente por su actitud, peor que ambigua, respecto de las Cruzadas, pero los halló inteligentes medianeros de paz cuando aparentó volver a la Iglesia. Al través de las corporaciones, el espíritu franciscano se esforzaba por encauzar la acción económica al centro de un ideal ético, esto es, por arraigar en la conciencia de artesanos y comerciantes el amor al trabajo, la rectitud en los negocios, el principio del socorro mutuo, la honestidad de las costumbres. Doquiera que la predicación minorita despertaba las conciencias, en las ciudades y en los campos, surgía la Tercera Orden; pasaba el predicador y quedaban los terciarios. Y pertenecían a las más diversas condiciones. Desde Santa Isabel de Hungría, la joven duquesa de Turingia que consagra de virtudes franciscanas el matrimonio, la maternidad, la viudez, el trono y el destierro, la felicidad del amor y las penas de la persecución, y recibe como regalo de San Francisco su manto, y da un ejemplo de virtudes que serán, durante largo discurso de siglos, en los territorios alemanes, motivo de atracción e imitación, a Santa Rosa de Viterbo, la aldeana que, niña aún, se convierte en apóstol y predica por calles y plazas contra Federico II en favor de la Iglesia y del común; desde San Ibo de Bretaña, admirable entre las gentes como sacerdote abogado de los pobres, a San Bartolo de San Geminiano, párroco de Pichena, llamado por su paciencia en la lepra el Job toscano; desde San Fernando, rey de Castilla, a Pedro Pettinaio, el silencioso y honradísimo comerciante de Sena, que compraba peines en Pisa y arrojaba al Arno los que tenían la más liviana rotura, no queriendo «que nadie llevase de su casa mala mercancía»; desde Luis IX, que desde el trono de Francia da el ejemplo de una santidad atrayente y conquistadora de almas, a Nevolón faventino, zapatero; desde Humiliana de Cherquis, esposa y viuda honestísima, a Margarita de Cortona, pecadora, no hay conciencia demasiadamente elevada u obscura para el Franciscanismo: dondequiera que penetra, todo se esclarece y alegra como cuando nace el sol. PIEDAD FRANCISCANA Las tres órdenes vivían tan lozanas porque tenían en su fundador un manantial riquísimo de devoción, o sea de comunicación con lo divino. Retrayendo la vida a las fuentes del Evangelio, San Francisco restituyó a las relaciones entre el alma y Dios la intimidad filial enseñada por Jesucristo, y la confianza, el abandono, la coparticipación íntima en la Pasión, que se revelan en el Evangelio entre el Maestro y los discípulos. Antes de él, los monjes habían enseñado la meditación solitaria de la celda, el grandioso rezo coral, las laudes solemnemente cantadas; San Francisco hace su celda en la copa de un árbol, o en el interior de una gruta, o en el ángulo más incómodo de una habitación elegante donde le hospeda un cardenal, o sobre el jumentillo que le lleva, o en medio del ruido o del tráfico de las calles, porque no le distrae el ambiente externo y su cuerpo es su celda. Nadie había pensado en afirmar cosa semejante; antes de él, todos habían considerado el cuerpo como una vivienda peligrosa con cinco ventanas, por donde entraba a barlovento el polvo del mundo; San Francisco, en cambio, logra descubrir que, donde el alma no sepa recogerse dentro de sí misma, no hay muro que la separe y la defienda, y lo descubre porque ama y sabe que sólo el amor puede desasirla de las cosas de fuera y concentrarla en el pensamiento preferente. San Francisco enseña a orar en todas partes: en los bosques, en los tugurios, en las iglesias desamparadas, en soledad y en compañía; a orar en todas las formas, meditando y rezando el Padrenuestro, dialogando y cantando. Conoce el valor del rezo litúrgico, y, por fidelísimo a Roma y a fin de no sobrecargar a sus frailes, pobres y nómadas, con el largo Oficio basilical, conveniente al clero monástico, prescribe a los suyos el Breviario Romano, esto es, el Oficio más breve, casi sumario, del rezo oficial en uso entre los clérigos de la capilla pontificia. Conoce las dulzuras del coro solemne so las bóvedas del templo, donde el alma, elevándose, se olvida de sí, pero se permite y permite a sus hijos, que viven como las aves, el canto improvisado, la libertad del himno personal, que brota desbordante de la dicha y del tormento del amor divino. Estas laudes sacras, cantadas en lenguaje y sobre motivos populares, llegan al alma del pueblo antes que el grave himno litúrgico, que empieza a hacerse incomprensible para los que hablan ya el romance vulgar, y largo en demasía para los que viven en la fiebre del trabajo urbano. El pueblo aprende de los franciscanos a loar a Dios con sencillez, en la lengua vulgar. Y, como ya no se interpone el velo literario entre el sentimiento pío y su expresión, y se adhiere más la palabra, parece más cercana a los hombres la invisible Corte de los cielos. Por eso ya no se piensa en la Corte celeste y la tremenda grandeza del Altísimo tanto como en la Humanidad del Verbo encarnado, y se propagan las Meditationes vitae Christi, erróneamente atribuidas a San Buenaventura, pero de cierto penetradas de su espíritu, las cuales contemplan y desentrañan el Evangelio en sus mínimos pormenores, cual si el escritor -y con él el lector- viese, sintiese, se moviese en medio de los Doce acompañando a Jesús. Los fieles acuden a los belenes dispuestos por los franciscanos, a las pláticas sobre la Pasión que tienen los franciscanos, a las iglesias franciscanas, lindas y floridas, porque allí sienten el encanto de una paz, de una alegría, de una unión de almas hasta entonces desconocida, y al mismo tiempo aprenden de San Francisco (el primer Santo digno de llevar en su cuerpo las llagas del Señor) la parte más difícil del Cristianismo: la dicha de la imitación de Cristo hasta la crucifixión del alma. San Antonio de Padua y San Buenaventura de Balneorregio anuncian la devoción al Sagrado Corazón; Hubertino de Casale, la del Nombre de Jesús; Escoto y Raimundo Lulio, la Realeza de Cristo. Con el renovado amor al Redentor se intensifica el culto de la Virgen en sus formas más filiales. Los franciscanos recuerdan que su palacio real es la Porciúncula, dedicada a Santa María de los Ángeles, y añaden a la salutación angélica su segunda parte: «ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte»; en el Capítulo asisiense de 1269, presidido por San Buenaventura, confirman la costumbre, ya introducida en 1250, de rezar tres avemarías de rodillas al toque de las campanas a la caída de la tarde; así que la parte más conmovedora del Avemaría, que será el aliento de tantos pecadores, la esperanza de tantos moribundos, y el Ángelus, el tierno saludo que, al difundirse por el aire crepuscular, alivia del fatigoso trabajo a los mortales y hace inclinar la frente a Dante, Byron, Carducci, son pensamiento franciscano. Aymón de Faversham y Juan de Parma prescriben el rezo después de Completas, según las estaciones, de una de las antífonas: Regina Caeli, Alma Redemptoris, Ave Regina, Salve Regina. San Buenaventura manda que en las fiestas de María se añada la estrofa final: «Gloria tibi, Domine, qui natus es de Virgine». El Beato Duns Escoto cierra el siglo XIII y abre el XIV, ilustrando explícitamente una verdad que será definida dogma para gloria de María. Estas devociones franciscanas no son meras fórmulas, sino índice de una piedad profunda que penetra las fibras más delicadas de la humanidad, la cual exige expresiones concretas y sensibles, al paso que, siguiendo el ejemplo vivo del Estigmatizado, sabe renunciar a todos los egoísmos; siguiendo las huellas de San Buenaventura sabe ir creciendo en una espiral de purificación y de plegaria, que recoge y valoriza las más simples devociones del corazón, hasta la gran unión mística; y, siguiendo la lógica tajante de Escoto, sabe imponerse y moderarse el vuelo con la fuerza de la voluntad. Ni sentimentalismos ni fantasías, ni complicaciones ni perplejidades, sino potencia del yo cristiforme en el arranque de la piedad franciscana. LITERATURA FRANCISCANA La literatura franciscana, por su amor a la naturaleza, su culto a la adorada Persona de Cristo y por sus exigencias de concretez, suscita aquella renovación del arte que ha cautivado a los estudiosos y atraído la voluble atención mundana sobre el Franciscanismo. La mentalidad nueva de San Francisco y su nueva visión de la vida en nada se revelan tan claramente como en el arte; antes bien, mientras es difícil circunscribir la piedad franciscana en una definición exclusivamente suya, que no pueda en parte referirse a otra forma de vida cristiana, el arte la destaca del fondo común y descubre su originalidad renovadora, porque el ideal vivo de Cristo, que San Francisco despertó en las conciencias, y el amor concreto que le distingue hallan su más poderosa realización en el arte, el cual nace y vive de un grande ideal, y su esencia es la concretez. La vida-poema de San Francisco suscitó directamente en el siglo XIII una miríada de narraciones, repetidas de los conventos a las plazas y de las plazas a los hogares; narraciones que resultaron biografías en los rollos de fray León y de los primeros compañeros, donde conservan olor de selvas y de grutas; en las Dos Leyendas de Tomás de Celano, donde reciben compostura literaria, y aun algunos ribetes retóricos, sin perder la nativa espontaneidad; en la Vita de San Buenaventura, donde ganan en profundidad lo que pierden en cercanía; en los Actus Beati Francisci, que representan al Confaloniero de Cristo entre la corona caballeresca de su tabla redonda. La santidad de San Francisco inspira directamente a los poetas litúrgicos que compusieron para su canonización el Oficio rimado: Tomás de Capua, cardenal de Santa Sabina; Rainerio Cappoccio de Viterbo, cardenal de Santa María in Consmedin, y, sobre todos, fray Julián de Espira, el buen minorita, maestro de capilla del rey de Francia, que compuso la parte histórica -antifonal, responsorial- del Oficio con exactitud y vigor sintético, donde da a su Padre el elogio, todavía hoy repetido por felicísimo, de vir catholicus et totus apostolicus, y el de Franciscus evangelicus. Más que por la parte literaria descuella Julián de Espira por la parte musical, ya que se aleja del modelo gregoriano y utiliza todos los motivos melódicos compatibles con la liturgia. Para el mismo Oficio compuso Gregorio IX, el grande amigo y protector de San Francisco, el himno sereno, solemne, regado con vena de duelo que es su belleza, y la secuencia marcial en la que representa a San Francisco legado y portaestandarte de Cristo, que combate al antiguo dragón, lanzando sus tres milicias contra tres catervas diabólicas. También directamente en San Francisco se inspira la docta Leggenda versificata compuesta por Enrique de Avranches hacia el 1232-34, en la que con excesivo clasicismo el Poverello, parangonado a César y Alejandro, combate contra las Erinas (Furias infernales: vicios) ayudado de la charites (virtud). Mas no sólo la vida de Francisco: toda su piedad, es decir, su modo de amar, es un venero de renovación espiritual y artística. Desenvolviendo la imagen simbólica de Miseñora Pobreza un fraile, acaso Juan de Parma, escribe el Sacrum Commercium, que probablemente inspiró a Dante y Giotto. Siguiendo a Francisco en Belén, San Buenaventura reconstruye en la imaginación lo que el Santo reprodujo de hecho en Greccio y escribe el tratadito De quinque festivitatibus pueri Jesu, donde con mirada paternal penetra los pormenores de la concepción y primera infancia del Redentor, los representa con osadía de artista y los aplica a la vida interior con profundidad de maestro de espíritu; siguiendo a San Francisco en el Calvario, reconstruye lo que él reprodujo en su vida sobre la Verna y escribe el Lignum vitae y el Vitis mystica, descripción plástica, impresionante, de la Pasión de Jesús, engastada en una alegoría que en nada merma su belleza, porque es sutil como una orla de filigrana, y al mismo tiempo antigua y nueva: la alegoría de la cruz, árbol de salvación e instrumento de pasión; la alegoría de la vid, injertada, atada, podada, con sus zarcillos, sus sarmientos, su florescencia, sus racimos que serán prensados para un vino de color de sangre; alegorías antiguas que resumen el simbolismo cristiano de doce siglos, pero en la expresión sencilla, naturalista, del casto y sobrio naturalismo franciscano. El árbol de la vida con sus doce frutos será el emblema de San Buenaventura, será tema de nueva meditación para Hubertino de Casale y otros, será motivo de frescos para cenáculos y claustros, será estímulo de reflexión y de amor para millares de almas. San Buenaventura vuelve a tratar de la Pasión de Jesús con espíritu y formas de poeta en las treinta y nueve estrofas septenarias del Laudismus de Sancta Cruce, lamento de dolor continuado, inmóvil; en las treinta y dos estrofas de la Meditatio de Passione Jesu Christi, en las Siete palabras de Jesús en la Cruz. Su poesía es contemplación del Crucifijo en la visión concreta de la Cabeza traspasada, de las llagas abiertas, de la sangre fluente; es coparticipación espasmódica en el martirio divino: Corpus ange, corde plange, / mentem frange, manu tange / Christi mortis saevitias. Es coloquio consigo mismo al pie de la Cruz, para excitarse al dolor: Plange, fidelis anima, / amica crucis intima. El poemita Philomena, que dos códices atribuyen a Juan Peckham, pero que tiene de San Buenaventura el concepto de la subida a Dios según el Itinerarium, el modo de considerar la vida de Cristo y el sentido de la muerte mística, deriva, en cuanto a la estructura, de los antiguos Relojes de la Pasión, pero con muy diversa poesía. Contaba una leyenda que el ruiseñor, cuando se siente morir, sube a la cumbre de un árbol al salir el sol, y canta. Al paso que el sol crece sobre el horizonte, crece su canto, y todo su cuerpo vibra como una sola cuerda, hasta que, lanzando la última nota al mediodía, se le rompen las venas, la garganta se le rasga y el ruiseñor muere de amor. El poeta franciscano toma la belleza de la leyenda pasional, pero, como buen místico, la espiritualiza en el símbolo. El ruiseñor es el mensajero del alma al Amado, pues también el alma canta de hora en hora la vida de Cristo de la infancia a la crucifixión y anhela con vivas ansias morir con Él. Las horas que cantan a Jesús Niño son de una ternura inimitable. La literatura familiar no tiene unos versos tan delicados como aquellos en que el grave doctor de los frailes menores, futuro cardenal, suspira por imprimir sus besos en los piececitos, preparar el baño y lavar los paños del divino Niño pobre. El canto alcanza lo sumo de la embriaguez en la última hora: el ápice del amor es la muerte. Aunque Philomena perteneciese a Juan Peckham, esta concepción es auténtica de San Buenaventura. Y, si no suya, la Corona B. Mariae Virginis es digna de él, que ordenó la poesía actual y perenne del Ángelus: Ave, regina caelorum, / Ave, domina Angelorum. FRANCISCANISMO Y POESÍA NUEVA San Francisco tuvo también sus horas trágicas: incertidumbre del perdón, trabajo de tentaciones, noches insomnes en las iglesias desamparadas, lucha con el demonio al borde de los precipicios. Esto y los terrores apocalípticos que invaden la alta Edad Media, renovados hacia fines del siglo XII por las influencias hereticales y las violencias del XIII, que fue también el siglo de Ezelino, «hijo del diablo», y de los odios sangrientos «entre aquellos a quienes encierran un muro y una fosa», lo sintieron y recogieron también los poetas franciscanos. Y la prueba es que hasta el descubrimiento del Códice de Caramanico, revelado por el P. Inguanez en septiembre de 1931, la sombría secuencia monorrima del Dies irae fue atribuida a Tomás de Celano aun por estudiosos del mérito de un Ermini. Tal cual nota apocalíptica resuena en las rimas de Jacopone de Todi, poeta tan poderoso en las antítesis de terrible y suave, de naturalismo e idealidad. Diálogos entre el alma y el cuerpo, entre el vivo y el muerto; flagelaciones de la carne hasta la invocación de la enfermedad, renegamiento de la humanidad hasta el deseo de la demencia, sátiras mordaces de un naturalismo brutal, cuanto de grotesco y macabro acumuló la Edad Media, junto con análisis sutilísimos del amor y sus tormentos, escenas de maternidad íntimas y sublimes en las que parece derretirse el alma, danzas paradisíacas, azules «coros de alegría» sobre báratros infernales, todo esto canta la poesía de Jacopone de Todi siguiendo su concepción sobrenatural de la vida, tan sobrenatural que a algún lector le parece más potente (religiosamente hablando) que la misma poesía dantesca. Jacopone no llega a la sublime conciliación de lo divino con lo humano, que es cabalmente el soberano don de San Francisco: se agita y comunica sus estremecimientos a cuanto esculpe; para él María Santísima, la divina silenciosa del Evangelio, que inmóvil vio «a un Hijo tal morir sobre la Cruz», es una pobre madre que se retuerce; mas ¡qué franciscano en esa concreta identificación con el dolor! Y no sólo en el dolor, sino en todo sentimiento humano. Jacopone es el poeta del Donna di paradiso y del Stabat Mater, que evocan palpitante la tragedia del Gólgota a los cristianos distraídos, mas es también, con más atrevimiento que ningún otro, el poeta de la jubilosa maternidad de María: Ved cómo retoza / Jesús sobre el heno, / cuál lleva sus manos / al materno seno. / Le abriga su Madre / lo mejor que puede, / y a los tiernos labios / aplica su pecho. La imagen, que resulta en Jacopone fantasma artístico, era una forma acostumbrada de oración mental entre los franciscanos. Jacopone hizo de ella poesía en versos; pero otros (y el primer ejemplo lo dio San Buenaventura con las Cinco Festividades del Niño Jesús) hicieron tratados de meditación como el famoso de las Meditationes vitae Christi, en el que las sintéticas líneas del Evangelio despliegan su íntima realidad; el paisaje se puebla, los personajes se mueven, los relatos se truecan en acción y las páginas de la Pasión, humedecidas con el llanto franciscano, se embermejecen como esponjas secas empapadas en sangre coagulada, las cuales, si lágrimas calientes las bañan, chorrean sangre de nuevo. Entretanto, los espirituales y en general los menores, en más directo contacto con el pueblo, continúan, a partir del Cántico del Hermano Sol, transformando la Secuencia latina en la Laude vulgar, que por la lengua y la melodía responde mejor a la nueva espiritualidad. El canto sacro toma con frecuencia las notas de la canción de amor; la Laude, hija de la Secuencia, se hermana con la Balada, pero la transformación no es siempre profanación, antes corre paralela a otra mucho más profunda en el concepto de la mujer y del amor, que da por resultado el hecho literario importantísimo del «nuevo estilo». Desde la canción guinizelliana: Al cor gentil ripara sempre amore, al último soneto de la Vita nova: Oltre la spera che più tarda gira, el nuevo estilo, en su nervatura racional y mística, es bonaventuriano, hecha excepción respecto de Guido Cavalcanti, que se aleja hacia Avempace. La criatura, escala para el Creador; la belleza, manifestación de la eterna Bondad; la mujer angelizada, ya no instrumento de perdición, sino de salvación; la gradual subida del amor sensible al amor intelectual y, finalmente, al amor espiritualísimo y sobrenatural que claramente diseña Dante en la Vita nova, aquella unión ideal extática con su dama en Dios, adonde llega al través de la renuncia y la muerte, son el Itinerarium, vivido no ya por un novicio en el claustro silente, sino por un poeta altanero y adivino, en el tumulto de los años juveniles, en medio de la Florencia del siglo XIII, poderosísima en riquezas y valor. La primera grande lírica de amor humano y al par cristiano que se consolida en el mundo después del Evangelio es italiana y franciscana: beneficio que los italianos no agradecerán nunca suficientemente a su Poverello. No basta. De la laude lírica se desenvuelve la laude narrativa y la laude dialogada, que dan origen al drama sacro y, más tarde, a las sacras representaciones. Cuatro laudistas asisienses -desconocidos de los estudiosos y descubiertos en 1933 por Arnaldo Fortini, podestá de Asís- confirman el origen enteramente franciscano de las laudes dramáticas y, en consecuencia, del teatro medieval italiano. Entre las obras de poesía, no es posible pasar en silencio el ingenuo y desmañado poemita De Jerusalem caeleste et Babilonia infernale de fray Jacomino de Verona, que hizo, tal vez, sonreír y pensar a Dante; ni desluce la Crónica de fray Salimbene de Parma, que, en un latín del todo suyo, refleja hombres y cosas del siglo XIII sin arquitectura de planos y distancias, mas conforme se van sucediendo en la dinámica de la vida. Pontífices, cardenales, frailes, emperadores, caballeros, herejes y santos, minucias de todos los días y acaecimientos clamorosos, enredos y grandes empresas se describen con ese calor fluido de un narrador que ha visto y se ha divertido en ver y obrar, como se divierte en contar, a fuer de hombre sano y satisfecho de la vida, aun cuando el mundo marche desesperadamente mal. Esta jocundidad y casi curiosidad de vivir, que vence a la educación joaquinita del autor; este plantarse en el río de la historia con una bondad que no se asusta de las insensateces y miserias de los hombres, esta visión compleja y férvida de la realidad son genuinamente franciscanas y ofrecen a la historiografía una de sus obras más originales y deleitosas. FRANCISCANISMO Y ARTE No sólo en las letras, sino en todas las demás artes ejerce también su influjo la nueva espiritualidad. La iglesia románica se aligera y toma forma de cruz latina o de tau: los símbolos apocalípticos, los animales grotescos, los monstruos, los diablos que la decoraban ceden a una línea simple que, sobre todo después de las Constituciones narbonenses, quiere también ser pobre y preparar la pared lisa para el fresco. Efectivamente, el fresco es pobre comparado con los bajorrelieves marmóreos y los mosaicos centelleantes, pero en la pobreza florece su belleza; y ya no hay Vírgenes bizantinas rígidas sobre fondo de oro, ni tronos de santos lígneos, ni triunfo de Cristo juez con ojos saltones y manos y pies desmesurados. Como en el canto de los Juglares de Dios, en la predicación de los menores, en la narración de las leyendas franciscanas, en la lectura de las meditationes, en todas las demás artes el infierno se aleja, el paraíso se acerca y humaniza, prevalece el Crucifijo sobre el Juez y el Triunfador en una nueva expresión de perdón, la Virgen de la Anunciación se arrodilla investida del misterio de la Encarnación, la Madre divina desciende del trono guarnecido de perlas, se inclina sobre el Niño que sonríe, o se sienta «en humildad» sobre un cojín de paja a dar de mamar al «rorro» «que no quiere tomar sopitas»; y de los Santos, los «grandes amadores» preferidos por los franciscanos: San Juan Bautista, San Juan Evangelista, Santa María Magdalena, San Pedro, San Pablo, vienen a conversar con la Virgen. Pasarán algunos años y los «coros de alegría» de los grandes amadores descritos por Jacopone animarán las paredes y los lienzos. Armonía de pensamientos y misterio de afectos pasan invisibles entre la tierra y el cielo desde que el Heraldo del Gran Rey llamó hermana a la muerte. El arte revela ese prodigio a todos, incluso a los analfabetos. EL SIGLO DE ORO A fines del siglo XIII el Franciscanismo se ha consolidado ya como una fuerza espiritual tan entera, compleja y consciente, que obra en todas las capas sociales y en todas direcciones: en las plazas y en las Universidades, en los desiertos y en las cortes, en las multitudes europeas y en las muchedumbres asiáticas. Esta fuerza es el amor; amor concreto y operativo, que imprime a la especulación un arranque voluntarista y místico de consecuencias importantísimas para la acción, para el arte, en una palabra, para la civilización. La acción franciscana, que se resume en el apostolado del ejemplo evangélico y de la predicación, por su carácter de amor y concretez, obtiene casi en seguida dos efectos: universal el uno, particular el otro. Universal es la difusión de una religiosidad más filial, íntima y confiada, que atenúa la discordia entre la carne y el espíritu y casi concilia lo divino con lo humano; particular es el marcado impulso dado al desenvolvimiento de la personalidad en los individuos y en los pueblos. Es cabalmente el Franciscanismo el que, desde su fundador, imponía la plegaria de la adoración, de la alabanza, del hacimiento de gracias, y el más profundo desprecio de sí mismo; es cabalmente el Franciscanismo el que, haciéndose, con Escoto, maestro de energía, despierta y reaviva en el siglo XIII la fuerza por la que el hombre es hombre: la voluntad. Con la voluntad forma la vocación y plasma los caracteres. El hecho se manifiesta deslumbrador e incontestable en los próceres de la Orden, quienes, aun teniendo el mismo espíritu y el mismo fin, mantienen las características del propio yo y de la propia estirpe. El fervor y la personalidad de San Buenaventura, que se equilibran en la prudencia de gobierno, son señaladamente italianos, así como el rumbo voluntarista de Escoto y la tendencia científicopráctica de Bacon son en general características anglosajonas, y las profundas intuiciones, seguidas del impulso a la acción, de Raimundo Lulio, es lo que más distingue a los españoles. Hasta en los pueblos favorece el Franciscanismo los caracteres regionales y nacionales (si los hay), hablando su lengua, cantando sus melodías, disciplinando y santificando su trabajo, estudiando sus costumbres, dirigiéndose a sus ideales y a sus afectos para enderezarlos a Dios. El Cántico del Hermano Sol bautiza la lengua italiana, así como los Càntics d'amor entre l'Amic y l'Amat de Lulio bautizan el catalán. El cordón franciscano ciñe y estrecha dos características aparentemente opuestas: al hombre del propio país y al católico. Ésta es otra de las conciliaciones del Franciscanismo, y no la menos importante para la historia; significa diferenciación nacional en la unidad romana, o, lo que es lo mismo, en el Reino de Cristo. Desde los espirituales invencibles en la pobreza a los grandes maestros del pensamiento, desde los predicadores que arrebatan a las muchedumbres hasta los misioneros que recorren los continentes, el siglo XIII franciscano es un siglo de gigantes que zanja a la Orden sobre un basamento ciclópeo e imprime su espíritu en la vida de la Iglesia, en la liturgia, en el mundo. Cuanto va a ser gloria y gala del Renacimiento: culto de la belleza, estudio de la naturaleza, fuerza de voluntad, magnanimidad de caracteres, alegría del vivir, en el siglo XIII es franciscano, y mientras permanece franciscano es cristiano, católico, santo. Más tarde la antorcha, pasando por manos profanas, variará de luz, variará de nombre. Pero los gérmenes de la vida moderna y de nuestra civilización voluntarista y dinámica están ya en el siglo XIII franciscano; mejor dicho, están en aquel hombrecillo italiano santo, que se abismó, como ningún otro del mundo, en el sentimiento de su nada, frente a la grandeza y omnipotencia del Dios hecho hombre. * * *
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