DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

EL FRANCISCANISMO

por Agustín Gemelli, OFM

 

Capítulo segundo
LA ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO EN LOS SIGLOS

II. EL SIGLO XIV

Giotto: San FranciscoEl siglo XIII dejaba una herencia de gloria y de lucha; el XIV recogió la lucha y fue el siglo más tempestuoso para la pobreza franciscana, la cual muchas veces se confundió y aun se falsificó con otra pobreza rebelde, viciosa, extraviada, como la que profesaban las sectas de los apostólicos, beguinos, bizocos, hermanos del libre espíritu y los fraticelos que pululaban en todas las partes de Europa. Así como en la historia de la Iglesia el siglo XIV señala el triste paréntesis del papado aviñonense, y en la historia de Italia la extrema desolación de Roma, así para el Franciscanismo señala el peligro mayor, el de perderse a sí mismo, de trocar espíritu y fisonomía. Los espirituales, que tenían fuertes centros en las Marcas, Toscana, Sicilia y Provenza, avivan la lucha, que culmina por los años de 1309 a 1312 con la famosa causa entre espirituales y moderados, definida por Clemente V en 1312 sin contentar a unos ni otros. Así que vuelve a encenderse más viva pocos años después en el pontificado de Juan XXII.

LAS LUCHAS POR LA POBREZA

Las infiltraciones joaquinitas y heréticas, especialmente la de los fraticelos, dan a la defensa de la pobreza, de suyo nobilísima, carácter de rebelión, por lo que de franciscano les queda poco más que el nombre a los que, como Guillermo Occam, vienen al fin con sus intemperancias a dar en el sectarismo y alguna vez hasta en la herejía, al paso que empujaban a la decadencia el pensamiento escolástico, resquebrajando con sus sutilezas la límpida construcción de éste, y de otra parte compadraban con el emperador y los gibelinos, enturbiando así en la política su aspiración religiosa.

La lucha en favor de la pobreza, a la que asisten tres pontífices maltratados por Dante: Bonifacio VIII, Clemente V y Juan XXII, cuenta entre sus paladines a Hubertino de Casale y Ángel Clareno, herederos espirituales de Joaquín de Fiore y Pedro Juan Olivi más que de San Francisco.

Hubertino fue amonestado en su juventud por almas grandes: Margarita de Cortona, Ángela de Foligno, Cecilia de Florencia y Pedro Pettinaio le dijeron a tiempo palabras de salvación; mas él, inteligencia pasional, solo a la edad de treinta y nueve años y veinticinco de profesión, oscilante entre la relajación y el rigor, se entregó del todo al rigor y se declaró por los espirituales, saliendo en su defensa con el ímpetu a que puede llegar un carácter extremista cuando se cree iluminado de Dios. Se desembarazó de todo trabajo para darse a la predicación; mas su palabra excitaba los ánimos, removiendo con el ideal de la pobreza todas las controversias que lo acompañaban, por lo que el celante predicador fue enviado a la Verna para un largo retiro. Allí donde San Buenaventura escribió el Itinerarium, Hubertino, al cabo de un año de meditaciones, dictó en siete meses -por inspiración divina, según él dice- el Arbor crucifixae vitae Jesu, un grueso volumen que narra la vida de Jesús desde su generación eterna en el seno del Padre hasta la Asunción de María, y la nueva vida de la humanidad redimida, la cual, pasadas siete edades, lograría la purificación que la haría digna de las eternas bodas con Cristo.

Inspirándose de una parte en el Apocalipsis y en las obras de Joaquín de Fiore y de su maestro, Pedro Juan Olivi, y de otra en los rollos de fray León, en el Sacrum Commercium, en la segunda Vita de Celano y aun en el Lignum Vitae de San Buenaventura (el general a quien desprecia, pero utiliza), Hubertino escribe páginas de profunda interioridad sobre la vida de Cristo, sobre la devoción a su Nombre y a su Corazón, y páginas apocalípticas en las que fustiga Iglesia y pontífices y, como verdadero joaquinita, anuncia próxima la edad sexta del mundo y el retorno de San Francisco, ángel de la sexta edad, para combatir al Anticristo y traer de nuevo la virtud a las almas y la paz a la Iglesia.

Tan extravagantes ideas, ajenas a la mentalidad religiosa moderna, estaban muy difundidas en la Edad Media, y hasta las acariciaron Dante y Petrarca; pero distan mucho de la concretez franciscana, así como también el rigorismo joaquinita, que infunde en Hubertino -uno de los hombres más representativos de esta dolencia apocalíptica que por espacio de dos siglos afligió al Franciscanismo- un pesimismo general. Hubertino no sabe amar la naturaleza, ni compadecer a los hermanos, ni obedecer a los superiores; desconfía de la primera, juzga ásperamente a los otros.

Más franciscano que él es Ángel Clareno, que en su vida nonagenaria padeció cárceles, destierros, persecuciones, por haber sostenido con todo conato la observancia -sine glossa- de la Regla y del Testamento de San Francisco. El solitario a quien Celestino V concedió la autonomía de su Orden y el hábito de los eremitas celestinos era, sin parecerlo, un peligroso agitador, por más que sus adictos no perteneciesen ni a los apostólicos de Gerardo de Borgo S. Donino, ni a los partidarios del rebelde Miguel de Cesena, ni a los espirituales de Olivi, ni a esotros fraticelos que vagabundeaban en túnica y sandalias mendigando como los franciscanos, pero que eran impostores o herejes. Su famosa Historia septem tribulationum Ordinis Minorum es una narración unilateral de la vida de San Francisco; una apoteosis de Juan de Parma, Pedro Juan Olivi, Conrado de Offida y Hubertino de Casale; una requisitoria tanto más fuerte cuanto menos agresiva contra todos los moderados; una obra que, comenzando por el título, tiene el encanto, pero también la parcialidad, de la pasión.

Ángel Clareno y Hubertino de Casale murieron jurídicamente separados de aquel tronco franciscano que habían amado con tanto frenesí. Virtuoso hasta la santidad Clareno, dividido entre pasiones terrenas y arranques ascéticos Hubertino; ambos superiores a los sectarios vulgares y a los herejes, pero ambos exponentes del misticismo revolucionario del siglo XIV; ambos amartelados de la pobreza; pero, ofuscados por la ideología joaquinita, amaron con pasión el Franciscanismo y tuvieron muchas virtudes franciscanas, mas no la que plegó a San Francisco dócil a los consejos del cardenal Hugolino y a la obediencia de fray Elías.

LA RECONSTRUCCIÓN

En la primera mitad del siglo XIV los franciscanos, divididos entre sí, segados por la herejía, al borde del cisma, tocan en el período más triste de su historia, pero se levantan; que el Franciscanismo tiene en sí mismo vida harto más vigorosa que la de los individuos, no sujeta a las eventualidades históricas. A mediados del siglo comienza un movimiento de retorno hacia la integridad de la Regla por obra de generales buenos y celosos, de prelados protectores, de papas propicios. El cardenal Albornoz, el perspicaz hombre de Estado que quiso ser sepultado en Asís; Gregorio XI, el pontífice que emprendió de nuevo el camino de Roma, contribuyeron a devolver a la Orden su trabazón de severidad y autoridad; mas, al lado de este movimiento oficial, se va elaborando otro calladamente, en lo profundo, en los conventillos ignorados, por obra de aquellos silenciosos hombres de oración que, como predijo San Francisco, serán siempre el vivero de la Orden y la fuerza de los militantes.

Mientras en tierra de Francia se pensaba en suprimir la prohibición del dinero y en disciplinar a los franciscanos según la Regla benedictina nada menos, como si la suya fuese inobservable, el amor de la pobreza resurgía en su país nativo, el valle espoletano. El Beato Juan del Valle con un hermano lego amigo suyo, el Beato Gentil de Spello, atraían al eremitorio de Brogliano, junto a Foligno, a muchos compañeros sedientos de perfección franciscana. Con permiso de los superiores, los fieles de la Observancia ocuparon otros eremitorios, como las Cárceles, puestos avanzados de una milicia que se remozaba tornando a la antigua vida, luego suprimidos porque la joven milicia tenía sus extravagancias en el vestido y en el porte, quizá por culpa de los fraticelos que se insinuaron en el rebaño fiel. Pero la buena idea fue recogida y continuada, con esa humildad que es tino y discreción y lleva a cabo las revoluciones sin levantar polvareda, por un noble de Foligno, fray Paulucio Trinci, el cual en el espantoso eremitorio de Brogliano, donde había que entrar con zuecos para librarse de las serpientes, y luego en San Damián de Asís, promovió y congregó las vocaciones para una severa observancia de la Regla. Y como su reforma no hacía ostentación de singularidades, ni pretendía privilegios, ni predicaba a los superiores, se la dejó crecer, y aun fue protegida señaladamente de aquel general inteligente y celoso que se llamó Enrique Alfieri; la reforma se extendió por Umbría, las Marcas y Toscana, siendo bien acogida en todas partes, porque penetraba con humildad. Movimiento análogo se desenvuelve casi contemporáneamente en España y en la Francia septentrional.

De esta suerte el último drama franciscano del siglo XIV, que comienza con la causa de Hubertino de Casale, se enciende con tonos de tragedia en las iras de Juan XXII contra los espirituales, en la negación de la pobreza, en la rebelión de Miguel de Cesena y sus partidarios; declina luego dolorosamente en la constitución benedictina impuesta a la Orden; tiene, por fin, un epílogo prometedor en el resurgir de la Observancia. Cuando todo se daba por perdido, todo se remozaba; el tejido se recomponía debajo de la disolución superficial. No hay que olvidar que el drama franciscano se desenvolvía en la Italia señorial, en la Francia de los Valois y de la guerra de los Cien Años, en la Alemania dividida por las luchas entra el Imperio y la Iglesia, en la Iglesia del período aviñonense y del cisma de Occidente.

LOS PENSADORES

No obstante esta inquietud de conciencias, el Franciscanismo del siglo XIV tuvo sus pensadores originales. La obra de San Buenaventura de Balneorregio, más adaptable a una interpretación tomista y más penetrada de misticismo, reclamaba partidarios menos laboriosos; la obra de Escoto, al contrario, se hacía signo de bandera a odios y amores. Más que sus fidelísimos, como Landulfo Caracciolo, Pedro de Aquila y Francisco Mayron, fueron sus adversarios, parte por divergencia, parte por conformidad, los que le debieron la gloria.

Landulfo Caracciolo, el elocuente arzobispo de Amalfi, protonotario del reino de Nápoles, embajador de Juana II y del papa Clemente VI en la corte de Luis de Hungría, continuó la defensa de la Inmaculada iniciada por el maestro, y en su Comentario al libro tercero de las Sentencias secundum doctrinam Scoti trató de la Concepción Inmaculada de María, apoyándola en los argumentos de San Agustín, San Anselmo y Escoto, y reivindicando la licitud y conveniencia de una fiesta en honor de María Inmaculada.

Igualmente Pedro Aureolo, discípulo y émulo de Escoto, su contradictor y su crítico en la Universidad de París, recogió de él la tesis mariana y la defendió con claridad y profundidad en el Tractatus de Conceptione beatae Mariae Virginis, que suscitó la censura de los dominicos, con quienes Pedro, hombre batallador, hubo de sostener pública disputa en la Universidad de Toulouse, en diciembre de 1514, con tal ardor que conquistó al auditorio. Enviado lector de las Sentencias a la Universidad de París por el general Miguel de Cesena, nombrado doctor en Teología y después Magister por voluntad de Juan XXII, se dedicó a los estudios bíblicos y recopiló sus lecciones en un Compendium sensus litteralis totius divinae Scripturae, útil para su tiempo como comentario breve de la Biblia, interesante en el nuestro por sus ideas pedagógicas sobre el modo de estudiar.

Otro más formidable contradictor sistemático de Escoto fue Guillermo Occam. Venerabilis inceptor le llamaron los contemporáneos, y este título universitario, que significaba un grado inferior al de Magister, resultó en Occam antonomástico para indicar al iniciador de una vía nueva y moderna. Realmente Occam extrema las dos exigencias de su educación oxfordiense y franciscana. Siente necesidad de saber y creer con indiscutible concretez; posee la mentalidad intuitiva y juntamente experimental de Bacon, quiere en las doctrinas científicas la demostración matemática, exige para las investigaciones que no atañen a la teología la mayor libertad de pensamiento. Por otra parte, como raras veces encuentra en metafísica las pruebas y la claridad intuitiva de una demostración experimental, limita la razón a los confines de la experiencia y deja a la Revelación el dominio de las verdades universales y eternas. Para Occam el hombre tiene su raya en la zona de los sentidos, ignora lo que está sobre sí y sobre el mundo, mientras el cristiano se espacia en lo infinito; el hombre niega un imperativo moral absoluto, mientras el franciscano sigue a la letra el Evangelio y exalta la pobreza. Censurado por su filosofía, combatido por sus opiniones respecto de la pobreza, Occam agravó su posición abrazando el partido de Luis de Baviera y defendiéndole. De esta suerte se declaraba contrario en todo: en filosofía, en religión, en política; por lo que era más leído y estudiado. Su culto de las ciencias, su pensamiento fundado enteramente sobre las cosas y los hechos, su corte neto entre conocimiento y Revelación, respondían a las tendencias positivas del siglo de Giotto, de Boccaccio, de Chaucer. En el fondo de sus errores, Occam dejaba algo vivamente franciscano: el amor de la verdad práctica y obradora, el amor de la pobreza.

LAS OBRAS DE DIVULGACIÓN Y DE EDIFICACIÓN ESPIRITUAL

El pensamiento franciscano entra en la literatura informativa y divulgadora del siglo XIV con las Postillae perpetuae in universam Sacram Scripturam, con el Repertorium super Bibliam de Nicolás de Lira, el doctísimo exegeta normando que enseñó en la Sorbona, tan conocido que se decía de él: Si Lyranus non lyrasset, totus mundus delirasset, y con la obra singular de Juan de Wales, que recoge argumentos y dichos no sólo de la Biblia y de los Padres, sino también de los filósofos y poetas paganos, y comenta y aplica a la vida cristiana las Metamorfosis de Ovidio: Expositio super moralitates fabularum Ovidii, primer ejemplo de aquella amplitud en los estudios y de aquella necesidad de amistosa concordia entre el mundo clásico y el mundo cristiano, ya viva en Bacon y que distinguirá a San Bernardino de Sena. El Franciscanismo entra en la literatura didáctica con dos libros catequísticos para niños, escritos por dos teólogos y predicadores y místicos alemanes que amaban la escuela: el Buch der zehen Gebot, de fray Marcuardo de Lindau, que en treinta sermoncillos explica los diez mandamientos y el modo de orar, y con Der gulden Thron, de Otón de Passau, que en veinticuatro capítulos, haciendo hablar a veinticuatro ancianos, da sucintas instrucciones sobre la perfección cristiana.

Este siglo de verdadero tormento para el Franciscanismo se cierra con una obra que del Franciscanismo expone el significado substancial y revela cuán grande comprensión y apasionado amor del gran Santo celaban las luchas dilacerantes; es el Liber conformitatum, generalmente atribuido a fray Bartolomé de' Renonichi de Pisa. El autor tuvo una idea genial. Persuadido de que la imitación de Cristo es el carácter fundamental de la santidad de Francisco, probó a trazar un paralelo entre la vida de Jesús y la del Sol de Asís, utilizando todo el material disponible en su tiempo, para concordar, aun en los mínimos pormenores, las dos vidas paralelas. La obra se divide en tres libros y el tema de cada libro se declara en hemistiquios donde los nombres de Jesús y de Francisco se alternan («... Jesus submissus omnibus, Franciscus minoratur - Jesus propheta lucidus, Franciscus radiatur - Jesus vacans laboribus, Franciscus imitatur - Jesus dans pacem fluctibus, Franciscus solidatur - Jesus orans inspicitur, Franciscus exorator...») hasta el fin.

Si los pormenores no eran todo oro puro, la conformidad de San Francisco con Jesús era substancialmente exacta y segura. En el fondo, fray Bartolomé probó con los medios de su tiempo a comentar la palabra de Cristo, mostrándola realizada en su Seráfico imitador de Asís, generalizando tal vez demasiado, pero conservando intacta la verdad histórica fundamental y desenvolviendo los gérmenes vitales y mejores de la tradición franciscana, desde las Florecillas a San Buenaventura, y sobre todo fijando delicadamente la característica de la santidad de Francisco en la fiel, alegre, afectuosa e indefectible adhesión a la sublime invitación de Cristo: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, tome su cruz y sígame». No era, con todo, el fraile tan cándido y presuntuoso que juzgase haber hecho obra perfecta. Al fin del primer prólogo declara que confía en la divina bondad, «la cual perfecciona el bien innato en nosotros y lo acaba, y no niega el don de su gracia a quien la pide». Y luego añade: «Creo, pues, oportuno encomendar humildemente y con el mayor encarecimiento a la benevolencia de los lectores las muchas y variadas cosas que imperfecta e indignamente he escrito en este libro en torno a la santidad de tan gran Padre...».

La literatura franciscana del siglo XIV, que va del canto XI del Paraíso dantesco a las inimitables traducciones del Floretum y de la Legenda trium sociorum; del Arbor vitae de Hubertino de Casale al Liber conformitatum de fray Bartolomé de Pisa, demuestra que las borrascas constitucionales no impedían al espíritu de San Francisco el continuar su misión evangélica, semejante a esos caudalosos ríos que los vientos encrespan y remueven, mas no desvían del mar.

LAS MISIONES

Entre los infieles la labor misionera seguía adelante con fervor. La evangelización del Extremo Oriente, iniciada con fray Juan de Piancarpino, prosigue con Juan de Montecorvino, Odorico de Pordenone y Juan de Marignolle, admirables propagadores y organizadores del catolicismo en China. Andan descalzos, llevan su hábito de penitencia, viven como los más pobres de los espirituales, mas son cultos, hablan el armenio y el tártaro, frecuentan las casas de los grandes a fin de tornarlos propicios a los cristianos y atraer mejor a los humildes; y tan buen logro tienen sus pretensiones, que pueden predicar libremente, construir iglesias con sus campanas optimas et pulcherrimas y desplegar todo el fausto de la liturgia. Juan de Montecorvino celebra la Misa según el rito romano, pero en lengua china; compra cuarenta niños de ocho a once años, los bautiza, los instruye; escribe para los chinos treinta y dos himnos; manda pintar escenas del Antiguo y Nuevo Testamento para la enseñanza de la doctrina; pone todo su desvelo en la formación de misioneros indígenas, porque «ego iam senui et canus factus sum potius laboribus et tribulationibus quam aetate». Su conquista no es precipitada ni superficial, sino metódica y consolidada por medio de una organización jerárquica que asegura su estabilidad. En efecto, comienza, como los Apóstoles, ocupando los centros más populosos, los puertos principales, las grandes arterias caravaneras; funda conventos, establece en todo el territorio de la Misión la jerarquía eclesiástica y la jerarquía de su Orden.

Odorico de Pordenone recorre la Persia, la Armenia, la India, la China, la Tartaria, se detiene en el Tibet y, consumiéndose en estas marchas gigantescas por el Reino de Dios, repite la odisea misionera del sacrificio de sí propio sin medida. Su obra, favorecida, por conveniencias políticas, de los emperadores chinos, halla un valeroso continuador en Juan de Marignolle, florentino, culto, poliglota, diplomático finísimo, que en 1339 fue enviado por Benedicto XII embajador al gran kan Scium-ti. Recibido triunfalmente, cumple su misión, deteniéndose tres años en China, y emplea otros once para regresar a la patria después de haber recorrido evangélicamente la India, la Mesopotamia y la Palestina.

El XIV es el siglo de la propaganda católica, por obra de los franciscanos, en Bosnia, Servia, Bulgaria, Rumanía, Lituania, regiones en aquella sazón semibárbaras y semipaganas. La propaganda se pagó, como siempre, con enormes sacrificios. Se hizo memorable el martirio de los cinco frailes menores de Vidin, perseguidos por los monjes ortodoxos, y, a instigación de éstos, capturados en una iglesia por los conquistadores búlgaros, torturados y muertos fuera de los muros de la ciudad, en las márgenes del Danubio.

El siglo XIV es también el siglo del establecimiento legal de los franciscanos en Tierra Santa, ya que en 1309 un firmán memorable del califa de Egipto Bibais II reconocía a los Frati della Corda, y exclusivamente a ellos el derecho de domicilio en Jerusalén, el Santo Sepulcro y Belén. Era mucho. Era el domicilio, aun no la posesión. Ésta vino en 1333, cuando Roberto de Anjou y su mujer Sancha de Nápoles, con gesto magnífico que costó expensas, fatigas y sacrificios, compraron al califa de Egipto el Santo Sepulcro y el Cenáculo y se los dieron a los franciscanos con posesión jurídica reconocida por la Santa Sede y del califa mismo, obligándose con regia liberalidad a mantener a doce religiosos en aquellos dos santuarios, los más sagrados de la cristiandad. Desde entonces une a Nápoles con Tierra Santa una corriente de viva simpatía y de asistencia por la mediación franciscana; desde entonces Italia tiene derecho de propiedad sobre el Santo Sepulcro y el Cenáculo.

La consolidada posición jurídica no salvó a los frailes de las represalias musulmanas; feroz, por ejemplo, la de 1363, cuando el califa de Egipto, para vengarse de las correrías del rey de Chipre por las costas de Sori y del incendio de Alejandría, puso en prisiones a los frailes del Cenáculo, del Sepulcro, de Belén, los torturó durante cinco años en las cárceles de Damasco y al fin los mandó degollar. A estos hechos atroces sucedían, por intervención de las potencias europeas, en especial de Venecia, períodos de relativa calma, durante los cuales tomaban nuevo calor las obras de caridad y los trabajos de restauración de los santuarios, hasta la hora de nuevas rapiñas y violencias, que no desalentaban a los franciscanos.

Sobre la Tierra Santa en el siglo XIV se proyecta el pensamiento de Raimundo Lulio, quien no tenía ya fe en las Cruzadas, corrompidas por muchos intereses políticos, sino que quería y propugnaba las Misiones, la unión de las Iglesias griega y latina, la fusión de las órdenes caballerescas, y, una vez logrado todo eso, reclamaba incluso una flota disciplinada, al mando de un solo jefe, según el plan estratégico de fray Fidencio de Padua, a fines del siglo XIII, en el importantísimo Liber recuperationis Terrae Sanctae. El plan atrevido y genial no se efectuó y los franciscanos continuaron padeciendo y muriendo por el País de Jesús.

LOS TERCIARIOS SEGLARES

Las Cruzadas misioneras eran en parte favorecidas por príncipes y señores terciarios, entre los cuales, en primera línea, Roberto de Anjou. Rey de Sermones le llamó Dante, y, efectivamente, escribió y dijo, en latín, unos trescientos. Sobrino segundo de San Luis, rey de Francia, y hermano de San Luis de Tolosa y de Blanca (esposa de Jaime II de Aragón y madre de Pedro, que vistió el hábito de fraile menor), Roberto continuó la tradición franciscana y fue terciario ferviente como su mujer, la reina Sancha, que fundó en Nápoles la bellísima iglesia y el convento de Santa Clara. Terciarias o clarisas fueron las mejores princesas aragonesas de Sicilia, que llevaron en el trono el cordón franciscano, o dejaron el trono por el convento. La Tercera Orden se extendía de los palacios reales a las casitas de los tejedores, tomando formas de vida religiosa muy diversas: prueba de la magnífica flexibilidad de la Regla, apta para santificar todos los estados y todas las almas.

Es notable cómo cada uno de los grandes terciarios cuya historia se conoce desempeña una misión particular. Santa Brígida de Suecia, esposa modelo, madre de ocho hijos, no teme peregrinar con su familia por los santuarios de Europa, y cuando el piadoso marido entra en la Orden cisterciense inicia una vida de pobreza y penitencia, premiada con visiones prodigiosas, y hace cuanto puede por que Roma vuelva a ser la sede de los pontífices. Santa Isabel de Portugal, sobrina de Santa Isabel de Hungría, mujer no feliz del rey Dionisio, no contenta con imitar la caridad inteligente y organizadora de su egregia tía homónima, desempeña desde la infancia hasta la muerte una misión que los historiadores llamarían diplomática, pero que es franciscanamente pacificadora, en su familia, entre el padre y el abuelo, entre el marido y el hijo, entre el marido y el propio hermano, entre sus hijos y sobrinos, soberanos de la península Ibérica, sacrificando hasta los últimos años de la vida la deseada paz claustral a sus deberes familiares y reales.

San Elceario de Sobrán y la Beata Delfina de Glandève, admirable pareja en la que el voto de castidad no apaga, sino que afina, el amor profundísimo y el afecto recíproco, mantienen dignamente su puesto, ya entre los grandes feudatarios provenzales, ya en la corte de Nápoles, aun observando con todo rigor la Regla de la Tercera Orden. Modelo de caballeros, Elceario gobierna con cabal justicia su feudo de Provenza, combate valerosamente en pro de Roberto de Anjou contra Enrique VII, educa como a hijo suyo al hijo de Roberto, Carlos, duque de Calabria, y muere a los cuarenta años asistido de un ilustre franciscano, Francisco Mayron. Delfina, de su dolor viudal sube a rigurosa pobreza voluntaria en una caridad inagotable y divide su vida entre la Provenza y Nápoles, adonde la llama para alivio la buena reina Sancha. Delfina, a quien acaso retrató Simón Martini en la cándida y regia figura de mujer en un fresco de la basílica inferior de San Francisco en Asís, es un tipo ideal de gentildama terciaria.

A su apostolado se acerca el de la Beata Juana María de Maillé, también viuda virgen de un valeroso, el barón de Silly, que en la penitencia y en la caridad pasó su larga vida, realizando una acción religiosa y patriótica en la corte de Carlos VI y entre los grandes de Francia por salvar la nación de las luchas civiles y de los ingleses.

El deseo de la perfección evangélica enajena y arrebata algunas veces a los terciarios, hasta arrancarlos a la propia familia y al propio país, para lanzarlos al apostolado o a la penitencia solitaria, por los caminos de la desnuda pobreza. En 1315 la locura de la Cruz separa la pareja de los Confalonieri de Placencia: la mujer, Eufrosina, tomó el velo de clarisa en el convento de su ciudad; el marido, San Conrado Confalonieri, tras larga peregrinación, se estableció en Sicilia, cerca de Noto, donde vivió hasta el 1351, mortificándose ásperamente y haciendo bien a todos.

Y es un terciario del siglo XIV el Santo hasta el día de hoy predilecto del pueblo por su poder contra la peste y en general contra todo linaje de epidemias, Roque de Montpellier, quien, huérfano y rico en su juventud, en vez de entregarse a los goces de la vida marcha peregrino a Roma y son sus etapas de viaje los hospitales, su reposo el cuidado de los apestados, su dicha curarlos con una señal de la cruz. Pero la peste hiere también en Placencia al médico prodigioso, cebándose en él tan ferozmente, que le constriñe a dar alaridos de dolor. Roque deja el hospital para no molestar a los enfermos, se arrastra penosamente a un bosque, donde se dejara morir si un can no viniera a traerle un pedazo de pan y lamerle las llagas. Sana, y en torno suyo acuden no sólo hombres, sino también animales apestados, como pidiendo los libre de tan horrible mal. De vuelta en Montpellier, hecho prisionero por un yerro que el Santo se guarda bien de disipar, llega al trance de la muerte y, antes de morir, pide al Señor una sola gracia, la de continuar su obra salvadora en favor de los apestados que recurriesen a él. Parece que el siglo XIV, aterrorizado por la terrible epidemia del 48, que diezmó a Europa, concentró en este humilde franciscano, piadoso con hombres y animales, toda su desolación y su fe.

LOS TERCIARIOS REGULARES

Había, pues, terciarios que vivían tranquilamente en sus propias familias y en los propios tráficos; terciarios eremitas, como el Beato Francisco de Pesaro y el Beato Guillermo de Sicli; terciarios unidos en asociaciones comerciales, de mutuo socorro y defensa; terciarios congregados en pías comunidades seculares con aspiraciones de vida evangélica, sin ningún voto ni vínculo, salvo la obligación de observar las leyes de la Casa; había comunidades masculinas, comunidades femeninas y hasta comunidades mixtas, como la que rigió durante casi todo el siglo XIV el hospital de San Juan en Gante. Estas comunidades libres de terciarios erigían y dirigían hospitales, hospicios, asilos; se imponían obras de penitencia y de beneficencia. De las comunidades seculares separadas, que sentían mayores anhelos de perfección, surgió el deseo de los votos y de una Regla. La primera que obtuvo de los pontífices una disciplina regular fue la Beata Angelina Corbara de Foligno, en 1397; después las congregaciones de terciarias regulares se multiplicaron, cada cual con su iniciativa de piedad, todas focos de espíritu franciscano.

Muy pronto también obtuvieron la aprobación pontificia las congregaciones masculinas, que -en asociaciones profesionales, como en Holanda y Bélgica; o en pías comunidades, como en Francia y España; o en eremitorios y casas hospitalarias en multitud de pequeñas comunidades, como en Italia- durante los siglos XIII y XIV orientaron la Orden al estado regular.

En las tres órdenes floreció la santidad a despecho de las contiendas; floreció con los mártires o las víctimas de las Misiones, como el Beato Tomás de Tolentino, el Beato Gentil de Matelica y el Beato Odorico de Pordenone; con la espiritualidad sencilla y férvida del Beato Conrado de Offida y del Beato Juan de la Verna; con la penitencia iluminada de una mística altísima, la Beata Angela de Foligno.

PIEDAD FRANCISCANA Y ARTE.

GIOTTO Y DANTE.

Mas quien desee conocer cómo el espíritu franciscano obraba, no ya sólo en el templo y en los claustros, sino también en la sociedad del siglo XIV, piense en Dante y en Giotto, en Bartolo y en Baldo.

Giotto ha narrado la vida de San Francisco con más verismo quizá que interioridad religiosa; pero su manera de representarle en la concretez de lugares y tiempos es en parte una consecuencia del nuevo modo de ver la realidad que el Franciscanismo propagaba a la sazón, en parte una causa de mayor devoción al Poverello y de divulgación de su vida. Giotto ha reproducido a San Francisco como a un hombre de su tiempo, y los hombres le han sentido cerca de sí, sencillo, asequible a los propios ensueños y a los propios dolores, no obstante su alteza espiritual, humilde y grande, como realmente fue. Por influjo franciscano el arte retornaba con Giotto al estudio de la vida y al mismo tiempo aproximaba la santidad a la vida, haciendo sus ejemplos evidentes, atrayentes, accesibles.

Respecto de Dante, no se puede ciertamente sostener que el desterrado desdeñoso tuviese índole seráfica, pero seráfico era el joven poeta de la Vita nova, y franciscano volvía después de largo yerro y dolor el poeta del Paraíso, especialmente en el concepto del triunfo regio de Cristo y en la suprema visión de la Divinidad, a la que, como le enseñó San Buenaventura, no se puede subir con la teología, sino con la mística. La estructura doctrinal de la Commedia es tomista, mas los cantos paradisíacos del amor y del fulgor son franciscanos. Más que en la obra y más que en el carácter, Dante es franciscano en el concepto de la vida.

Como San Francisco, concilia los contrastes, resolviendo en sus deberes de seglar el antagonismo entre el tiempo y la eternidad, entre lo humano y lo divino. Al perenne problema: ¿Cabe dar un valor a la realidad contingente?, Dante con espíritu franciscano responde: «Sí», considerando la virtud puramente humana de la justicia indispensable para la felicidad terrena y, sobrenaturalizada por la Gracia, para la eterna felicidad; y «Sí» responde también considerando la civilización antigua ordenada al advenimiento del Cristianismo, y a los grandes de la antigüedad clásica cual espíritus magnos dignos de reverencia, aunque excluidos de la eterna beatitud, por cuanto se estampó más vasta en su humanidad la huella del Creador. A la pregunta: ¿Hay modo de conciliar la ascesis, que es lógica consecuencia de la trascendencia, con la acción intensa, que puede ser una premisa de la inmanencia?, Dante franciscanamente responde: «Sí, lo hay»; y ese modo es la renuncia al goce y posesión de los bienes, aun permaneciendo en la acción y en la lucha. Tal es el significado de las Nuove rime, de las cuales resulta un amor que escala los cielos; tal es el significado último de La Divina Comedia.

Renuncia para Dante, como para San Francisco, no significa cesar de amar ni cesar de padecer, sino poseerse uno a sí mismo sobre el dolor, señoreándose de las propias fuerzas. Y, puesto que una renuncia sincera conduce no sólo al dominio de sí, sino también a la posesión ideal de la cosa amada, Beatriz comenzó a ser criatura dantesca cuando el hombre renunció a la niña de los Portinari; Florencia fue suya, es decir, recibió vida de arte con la Commedia, cuando Dante renunció a tornar a ella, cuando después de las últimas vanas tentativas de repatriación, blindado el corazón en la resignación, sin los sacudimientos de la esperanza, halla su primer refugio y su albergue no tanto en la cortesía del gran Lombardo cuanto en sí mismo, ya del todo convertido a la Verdad, a la Justicia, a la eterna Patria. Esta enseñanza, que recibe de nuestro poeta forma artística, tiene sus raíces primeramente en el Evangelio y en segundo lugar en el Cántico del Hermano Sol. Allí lo aprendió Dante, cuando, adolescente terciario, frecuentaba el convento de los menores de Santa Cruz; y también en aquel cántico de alabanzas y en el Itinerarium de San Buenaventura, Dante profundizó la enseñanza de subir a Dios despojándose de todo sin despreciar nada, cuando, en el ocaso de la vida, confortaba sus fatigas de desterrado en la iglesia franciscana de Ravena, donde el ideal de la pobreza le endulzaba la sal del pan ajeno y la mística del Estigmatizado, mediante la doctrina bonaventuriana, lo guiaba de la realidad sensible a la intelectiva, a la suprasensible, por grados de purificación, de iluminación, de unión, hasta el «Amor che muove il sole e l'altre stelle». Que Dante considerase a San Francisco el Santo más próximo al divino modelo, Jesucristo, se prueba por el hecho de que en su Paraíso lo coloca sobre los doctores y más alto que los demás fundadores de órdenes religiosas, sólo inferior a Juan Bautista, definido por Jesús: el mayor entre los nacidos de mujer. En la jerarquía del Paraíso dantesco, el primero entre los santos, después del grande Precursor, es, pues, el Poverello, que mereció llevar en su cuerpo las llagas de Cristo.

Petrarca no llegó, o llegó sólo por breves momentos, a la conquista dantesca; no concertó definitivamente sus afectos en aquella superior serenidad de empíreo; en su vida, debatiéndose entre un bien terreno que no lograba renunciar y un ideal que no lograba conseguir, fue menos franciscano que Dante. Mas por otro camino se acercó a San Francisco. Temple de poeta, que no podía encerrarse en la árida filosofía del tiempo, recurre a San Agustín. Por su posición francamente agustiniana, en contraste con el pensamiento entonces dominante; por su amor a la naturaleza y a la belleza, pero que ni con la belleza ni la naturaleza se calmaba, sobre todo por el misterio de la Redención siempre presente a su espíritu, que le dio vivo el sentimiento de la Realeza de Cristo en la conciencia y en la historia, tuvo más de un rasgo franciscano y celebró a San Francisco en dos capítulos de su libro De vita solitaria. Por eso quizá Benozzo Gozzoli lo pintó al lado de Dante y Giotto entre los medallones de los veinte ilustres personajes que orlan la historia seráfica en los frescos del ábside de la iglesia de San Francisco en Montefalco.

BARTOLO Y BALDO

En los dos mayores juristas italianos del siglo XIV, Bartolo de Sassoferrato y Baldo de Ubaldis, el Franciscanismo es atracción hacia un ideal de piedad perfecta que sólo en la muerte les pareció a ellos posible de alcanzar. Bartolo, discípulo de un franciscano, Pedro de Asís, amigo y bienhechor de conventos franciscanos, tanto que en uno de ellos, en presencia de los frailes, extendió su testamento, escribió un tratadillo: Liber Minoricarum decisionum, para elucidar la capacidad sucesoria de los conventos y religiosos franciscanos, apoyando por primera vez las debatidas cuestiones de la pobreza sobre el granito del derecho romano, y aparentando, como güelfo moderado que era, propenso (dice Baldo) a las opiniones de los laicos, favorecer, justificándolos legalmente, los conflictos entre la letra y el espíritu de la Regla, según las desviaciones, acaso históricamente necesarias, del ideal íntegro de la pobreza.

Baldo de Ubaldis, el perusino discípulo y émulo de Bartolo, no estudió expresamente cuestiones franciscanas, pero las trató ocasionalmente, en sus comentarios, y se reveló menos laxista, más adherente al espíritu primitivo, quizá porque se servía menos que Bartolo de los textos romanísticos y más de las Decretales, quizá también porque, escribiendo algunos años después de Bartolo, cuyo tratadillo es del 1354, se aleja del período de Juan XXII, verdaderamente mortífero para la pobreza minorítica, y tiene el sentimiento de la tradición más pura del Franciscanismo.

Ambos, Bartolo y Baldo, quisieron ser sepultados vestidos con el hábito de franciscanos en el templo de San Francisco de Perusa, cual si, hombres de leyes, gustasen de reposar para siempre so la protección del Santo que renunció a todos los derechos, salvo al derecho de la pobreza y del amor cristiano.

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NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
3.- OBRAS REFERENTES AL SEGUNDO CAPÍTULO
2.- Siglo XIV

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