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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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Capítulo tercero IV. LA INTELIGENCIA Y EL SABER Del siglo XVIII acá se viene considerando el estudio desde luego como una luz que ahuyenta las tinieblas de la ignorancia y de la superstición, y en segundo término como el hacerse del espíritu, que, cuanto más sabe, tanto más se desenvuelve, tanto más actúa la Divinidad, y no reconoce otro Dios anterior a sí mismo. Julio Salvadori, el dulce poeta cristiano, decía que la soberbia de la antigua serpiente envenena todo el pensamiento moderno. Por la mucha verdad que hay en tal acusación pudiera advertirnos San Francisco: ¡Yo tenía razón! Porque, si estimó las criaturas y amó la belleza, tanto que fue el iniciador del renacimiento del arte, se opuso de antemano a la religión humanista del estudio, previendo sus consecuencias no menos perjudiciales a la Fe que dañosas al nervio de una nación. Y, con todo, él, el Poverello sin letras, tiene una inteligencia tan cabal, que posee el secreto de desintoxicar el saber. EL SABER ES AMOR Hubo un período, el del cientismo, en que los franciscanos se avergonzaban de decir que San Francisco no amó el estudio ni mandó a las escuelas a sus frailes, como tampoco se atrevían a escribir que San Buenaventura echó por distintos derroteros que Santo Tomás de Aquino. Mas aquí está cabalmente la originalidad del pensamiento franciscano; contra la opinión sostenida, como es notorio, por el capuchino P. Hilarino Felder -según la cual San Francisco «amó y patrocinó los estudios»-, place, por más exacta, la afirmación de Graciano: «San Francisco no puso la ciencia entre sus medios de acción», y place más aún la más explícita declaración del P. Roberto Hammer en Franciscan Educational Conference de 1929: «El cardenal Hugolino persuadió al Santo a modificar su ideal de pobreza intelectual en vista de la predicación. La más honda tragedia de la vida de San Francisco fue quizás este sacrificio de su ideal en el altar de la Iglesia; mas había puesto siempre la sabiduría y el ideal de la Iglesia por encima del suyo». El P. Graciano explica, en bien pensadas páginas, que «el arte entra en cierta medida entre los medios de acción de San Francisco; la ciencia, no». ¿Por qué? ¿Acaso no comprende su valor? Todo lo contrario. Nadie más respetuoso que él con los teólogos y letrados. Pero quiere imitar no a Jesucristo doctor y maestro, sino a Cristo humilde, pobre, amante y paciente. Su vocación no es defender con doctas polémicas la Fe contra los enemigos externos, sino renovar en el seno de la Iglesia la vida conforme al Evangelio con la fuerza probatoria del ejemplo y la predicación de penitencia. «Los doctores, con el auxilio de la ciencia, de la dialéctica y de la controversia, demuestran la verdad del Evangelio; San Francisco demuestra su belleza». A estos motivos sobrenaturales puede añadirse aquel sentido de concretez y renuncia, o sea, de acción y pobreza, que hemos reconocido peculiar al Santo, poeta y caballero. No entra en su experiencia la pasión del hombre de estudio, que se consume en la investigación de un fragmento de verdad o en la expresión de un momento de verdad, de donde no espera gloria ni recompensa alguna. San Francisco ignora la humillación bendita, por engendradora de humildad, del castizo hombre de ciencia, que a cada paso tropieza con un nuevo enigma, ni puede descansar sobre una conquista, porque la duda lo empuja de risco en risco. Y si intuye aquella pasión y aquella humillación, San Francisco desconfía de ellas como de sentimientos demasiado humanos, arrancados de la sobrenaturalidad del sensus Christi que informa su vida. El arte por el arte, la ciencia por la ciencia, le hubieran parecido negaciones de Dios, asechanzas del demonio. La verdad, que es siempre algo divino, se puede alcanzar sin el esfuerzo estático, solitario, libresco, pero más rápidamente con la Fe, la intuición, la acción. Estrechas parecerán estas ideas a quien ama el estudio como una disciplina de vida y un instrumento de verdad; con todo, consideradas a fondo, son geniales, pues dejan a la espontaneidad su fuerza, al ingenio su natural refulgencia. San Francisco es sinceramente juvenil en su intolerancia del saber adquirido en los libros. Junto a él se torna uno muchacho, y, como cuando muchacho, tras horas de encerramiento en preparación para un examen, o en meditación de alguna página difícil, siente una súbita oleada de juventud en las venas y salta de la silla exclamando: ¡Al diablo los libros! ¡Quiero vivir! Pero San Francisco sonríe y responde con una imagen caballeresca: «Carlos Emperador, Orlando y Oliverio y todos los paladines y robustos varones, que fueron valientes en las batallas persiguiendo a los infieles con harto sudor y trabajo hasta la muerte, alcanzaron de ellos señalada victoria», con lo que sigue, y significa: es mejor hacer la historia que escribirla. Sus aforismos acerca del saber resuenan alentadores para todos los hombres de acción. Fundamental es éste: «Tantum scit homo de scientia, quantum operatur», «tanto sabe el hombre, cuanto obra». La ciencia no conforta: «En las horas de la tribulación, el que está repleto de palabras vanas se verá con las manos vacías». La ciencia hincha: «Después del Salterio, desearás un Breviario; y cuando tengas el Breviario, te asentarás en la cátedra como un gran prelado y le dirás a tu hermano: ¡Tráeme el Breviario!». La ciencia que hincha no edifica: «Tantos son los que de buen grado se ahíncan en la ciencia, que será bienaventurado el que se tornare estéril por amor del Señor Dios». El apostolado fecundo no es de los doctos orgullosos: «¿Por qué os gloriáis vosotros de la conversión de los hombres, si éstos fueron convertidos por mis hermanos sencillos?». Quien tiene vocación al estudio, quien tiene cultura, debe perseverar, mas a condición «de no perder el espíritu de oración». Esta vocación constituye una superioridad no accesible a todos: «A los legos que no saben letras no se les permita tener libros, y el que no sabe letras no se cure de aprenderlas». Esta concepción aristocrática del saber se templa luego con el tratamiento igualitario y la humildad impuesta a los doctos. La superioridad se paga poniendo la propia cultura al servicio de los demás, edificándolos con el ejemplo humilde y sencillo. La sabiduría debe ser sencilla; la sencillez, sabia: «Yo te saludo, reina sabiduría; el Señor te salve con tu hermana, la pura y santa simplicidad». San Francisco parte con estos principios ingenuamente revolucionarios a. la conquista del mundo artero y astuto. En su desconfianza de la ciencia como de una propiedad que infla y ata, que es juntamente riqueza y servidumbre al pensamiento ajeno; en su apreciar menos el saber que el obrar; en su querer convertir la ciencia en acción; en su preferencia por los hombres de oración, de mortificación y trabajo, por la ignorancia consciente y humilde; en su permitir el estudio sólo al que ha nacido para el estudio; en su equilibrio, bien singular por cierto, que le mueve a custodiar hasta los escritos de los paganos, porque pueden contener algunas verdades, y a prohibir el Salterio al novicio ambiciosillo, hay un fermento original que produce un saber inmediato, profundo, fuera del común. ¿Cuál es este fermento? El amor. «Todas las cosas abrazaba con amor inaudito», dice Celano; «por modo extraordinario e inusitado sabía comprender, con la intuición penetrante de su corazón, los secretos de las criaturas». San Buenaventura intuyó este fermento nuevo y eterno que constituye el saber de San Francisco y lo concentró, como núcleo generador, en su interpretación filosófica del pensamiento del maestro. El seráfico Doctor ha quitado todo peligro de discordia entre la ciencia y el espíritu franciscano, haciendo del estudio un acto religioso en el sentido más católico de la palabra. Así como en la vida interior quien aspire a ser franciscano no puede ignorar la mística de San Buenaventura, así en la vida intelectual no se puede prescindir de su pensamiento; por otra parte, San Buenaventura es unitario de tal suerte que reduce todos los problemas al problema máximo, y para llegar a la raíz del conocimiento recorre el mismo camino que para llegar a la santidad. EL ESTUDIO ES ORACIÓN Hundámonos de nuevo en la Edad Media para comprender la solución bonaventuriana. Quedaremos pasmados de hallarla tan cercana a nosotros. En el estudio del conocimiento San Buenaventura es franciscanamente cristocéntrico. Pone al Verbo como término medio de un silogismo universal, término medio de la Trinidad, de la naturaleza, de las ciencias. Quien le rechaza, por muy sabio que sea, no podrá jamás venir en posesión de la verdad. «Intellectus Verbi increati, qui est radix intelligentiae omnium, unde qui non habet hoc ostium, intrare non potest» (Coll., III, 4). En Él están encerrados los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios; quien a Él conoce, conoce el universo. Él es como la luz, que da color a los objetos. «Sicut tu vides, quod radius intrans per fenestram diversimodo coloratur secundum colores diversos diversarum partium, sic radius divinus in singulis creaturis diversimodo et in diversos proprietatibus refulget» (Coll., 14). Es muy extraño que veamos los colores y no la luz que nos los descubre; pero esta luz, aunque inaccesible, es más íntima al alma que el alma a sí misma. «Christus est doctor interius, nec scitur aliqua veritas nisi per eum, non loquendo, sicut nos, sed interius illustrando» (Ibíd.). Con San Buenaventura no se sabe nunca dónde termina la filosofía y dónde comienza la mística: tanto anhela su filosofía a la mística, tan sistematizada está su mística como una filosofía. No es él de los hombres que, poniéndose a estudiar, dicen para sí: «Cerremos la oración. Ahora soy hombre de estudio y razono con la cabeza que Dios me ha dado». Para San Buenaventura, estudiar es orar, pensar es recibir, saber es ser iluminado. Nunca pierde de vista al Maestro que está en el centro de su pensamiento; no admite un instante de solución de continuidad entre sí y el Maestro, porque Éste es la vida y aquel instante sería la muerte. Cuando especula, bebe la Verdad en la fuente que le mana en el corazón, junto con la misma fuerza misteriosa que da a su corazón la pulsación del ritmo de la sangre. San Buenaventura no discute la cuestión que ya antes se había propuesto San Agustín y profundizó Santo Tomás de Aquino sistematizándola en un marco aristotélico: si el Maestro interior hace inútil la obra de un maestro humano; sólo afirma que es preciso merecer el comprender a este Maestro, el ver su luz, alejando del Sol las nubes de las fantasmagorías, la impureza del ojo del alma. La profundidad de la inteligencia pide la rectitud de la conciencia; de aquí la ascensión simultánea del saber y el vivir, la verdad que ilumina y consuela la vida, y la vida límpida que en el deber y el sacrificio experimenta la verdad y se hace cada vez más digna de comprenderla. DE LA CIENCIA A LA SABIDURÍA Propio de la concepción cristocéntrica de San Buenaventura es este modo de iluminación intelectual con que resuelve el problema gnoseológico; propia de la misma concepción es la unidad jerárquica que da a la ciencia en el De reductione, unidad extrínseca por símbolos y analogías, unidad intrínseca por común iluminación. En el orden armonioso con que enlaza las ciencias, todas tienen algo divino, por cuanto reflejan la triple enseñanza de la Escritura: teológica (generación del Verbo), moral (regla del vivir), eudemológica (goce de la unión del alma con Dios). Tal concepción del saber, limpia de la hojarasca de los viejos símbolos, elimina el antagonismo entre cultura sagrada y cultura profana, ya que cualquier ensayo científico, cualquiera obra de arte, pueden ser examinados serenamente a la Luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo, incluso a los infieles, los cuales hablan muchas veces sabiamente para edificar a los hombres, como dice el mismo San Buenaventura recordando que el Espíritu sopla donde quiere. Mas en la Collatio XVII del Hexámeron reaparece el antagonismo. Nos interesa porque responde de antemano a ciertos aspectos de la lucha moderna entre ciencia y Fe. Después de reseñar las artes mecánicas y las artes liberales (materias científicas, materias literarias), San Buenaventura observa: «Es peligroso alejarse mucho de la Escritura. A la verdad, el niño no quiere alejarse de la casa. El mismo peligro hay en las ciencias. Tanto se derraman algunos en la consideración de estas ciencias, que no pueden tornar a las cosas de la Escritura; metidos en la casa de Dédalo, ya nunca más salen de ella». Aquí se mira con desconfianza el saber humano. El peligro consistiría en enredar el espíritu en cuestiones de valor secundario, distrayéndolo de su camino sidéreo. San Buenaventura no veda el estudio de las artes mecánicas y liberales, pero le da un valor instrumental; es apenas un escalón para la sapiencia, que para él (cf. Collatio XIX del Hexámeron) tiene el significado clásico de sabiduría. El estudio de las ciencias, cuando no tiende a la sabiduría eterna, es vanidad. ¡Ay de los que aquí se detienen! San Buenaventura se basa en aquel paso de la Escritura : «Transite ad me omnes qui concupiscitis me», y comenta: «Pasan (transeunt) los que ponen todo su estudio en pasar de las vanidades a las regiones de la Verdad». Como hombre experimentado, hace un análisis sutil de la pasión del saber y del peligro de que ésta ocupe y domine de modo que haga olvidar a Dios. «Todos quisieran ser entendidos y doctos en las ciencias, pero acaece a menudo que la mujer engaña al hombre. La sabiduría, continúa San Buenaventura, es superior y noble, mas la ciencia es algo deslucido, algo ambiguo; atraído por las cosas sensibles, el hombre la juzga bella; quiere cada vez más conocerla, experimentarla, poseerla. Y así se enerva, como Salomón, que por saberlo todo, desde las cualidades del cedro hasta las cualidades del hisopo (nótese la cita, que designa propiamente las ciencias naturales), olvidó lo principal y se envaneció». He aquí una afirmación inesperada que nos revela cuál sea el verdadero concepto del saber humano para San Buenaventura y cómo lo distingue de aquella Verdad que es sabiduría suma y que no se alcanza ni con el estudio ni con la acción, sino con el amor ferviente y operante. «Non est ergo securus transitus a scientia ad sapientiam; oportet ergo medium ponere, scilicet sanctitatem. - Transitus autem est exercitium; exercitatio a studio scientiae ad studium sanctitatis, et a studio sanctitatis ad studium sapientiae» (Coll. in Hexaemeron, XIX, vol. V, pág. 420.). «Ad sapientiam autem perveniri non potest nisi per disciplinam, nec ad disciplinan nisi per scientiam; non est ergo praeferendum ultimum primo. Malus esset mercator qui stannum praeligeret auro. Qui enim praefert scientiam sanctitati, nunquam prosperabitur» (Ibíd.). «Appetitus scientiae modificandus est, et praeferenda est el sapientia et sanctitas» (Ibíd.). Para comprender este salto de la ciencia a la acción, esta santidad que se interpone entre la ciencia y la sapiencia y que más parece un vacío que un puente, conviene recordar que sapiencia significa sabiduría y la sabiduría se consigue con la acción. A primera luz no se comprende qué tenga que ver el saber científico con la santidad; pero es concepción genial querer la acción penetrada de conocimiento, de observación, de estudio; querer la disciplina iluminada por el pensamiento; querer, en suma, la ciencia en la santidad. MÉTODO BONAVENTURIANO DE ESTUDIO Según San Buenaventura todo hombre inteligente tiene el deber de ejercitarse en el estudio, y ante todas cosas en el estudio de la Escritura; de otra suerte nacerán en él, como en el huerto del perezoso, las ortigas de la malignidad y las espinas de la codicia. Es indigno que muchos ejerciten el cuerpo y pocos el ingenio. El Santo conoce harto bien el trabajo del estudio, por más que afirme que la ciencia es iluminación; por eso, citando a San Gregorio, trae el ejemplo del milagro de las bodas de Caná, en que Jesús no dijo: «Sea el vino», no lo creó de la nada; quiso que los criados llenasen primero las hidrias de agua, para significar que el Espíritu Santo no da la inteligencia espiritual si el hombre no llena su hidria (la mente) de agua, esto es, de noticias escritas. Por tanto, no hay iluminación sin esfuerzo; la inteligencia de las cosas eternas es el galardón de la fatiga en el estudio, que nadie puede eludir. San Buenaventura entra en cuestiones de método que me place exponer por lo que todavía hoy tienen de vivas y a fin de explicar mejor el pensamiento del Santo. En el estudio, según San Buenaventura, son menester: orden, asiduidad, complacencia, o sea, asimilación y medida. Por lo que atañe al orden, el primer estudio y el más importante es el de la Sagrada Escritura, según la letra y según el sentido, «sicut pueri primum addiscunt a b c d et postea syllabicare et postea legere et postea quid significet pars». Después de la Escritura deben estudiarse las obras de los Padres y Doctores de la Iglesia. San Buenaventura se declara aquí contrario a la cultura de segunda mano; quiere el estudio directo de los originales; mas, como los originales son difíciles, admite con mucha reserva las Sumas de los maestros, que debieron de ser los manuales de su época. Con reserva, digo, porque los autores de las Sumas creen comprender los originales, y muchas veces los entienden mal y se contradicen: «Unde sicut fatuus esset qui vellet semper immorari circa tractatus et nunquam ascendere ad textum, sic est de Summa magistrorum». Tras el estudio de la Escritura y de los Padres viene el de la filosofía, pero con suma cautela, por lo muy peligroso; y por filosofía entiende San Buenaventura juntamente la filosofía racional y las artes liberales. Los escritos de los filósofos hay que estudiarlos sin detenerse en ellos, de pasada y como a hurtadillas, «transeundo et furando», para no mezclar el agua con el vino, a riesgo de que el vino de la Escritura se convierta en agua, o de que nuestra agua purísima descienda al mar Muerto en vez de subir a su primer origen. Para estudiar, amén de orden es menester asiduidad; seguir siempre los mismos maestros, a fin de no mudar espíritu y método («modo legere unum, modo alium»); es necesaria la asimilación, que proviene de reflexionar con deleite y con provecho, del masticar, rumiar, incorporar las cosas estudiadas, a las cuales da Dios para nosotros un deleite que se parece al sabor de los alimentos, precisamente para que se hagan sangre de nuestra sangre. Es menester, además, «medida»: «No pretender saber sobre las propias fuerzas», aconseja el Santo; «no aspires a más de aquello adonde tu ingenio puede levantarse, a fin de que no te quedes a medio camino». Y observa que la medida y la diligencia pueden compensar la medianía de la inteligencia y llegar a producir cuanto un ingenio desordenado: «Unus durus dummodo ordinare sciat studium suum, sicut ingeniosus inordinate studens». Al estudio es preciso unir la disciplina de las costumbres, la recta intención de agradar a Dios y de llenar una misión, la vida religiosa, silenciosa, edificante, santa. Y ciencia y santidad producen el fruto de la sabiduría, la cual se manifiesta en cuatro modos: I. Conocimiento de los propios defectos, que lleva al desprecio de sí mismo. Cuanto más el hombre se aprovecha del saber, tanto más se menosprecia a sí propio. II. Dominio de las pasiones; incluso el temor, el dolor, la esperanza, el gozo, los deseos, la timidez, el odio. Salir de la infancia. Los niños, presa de las pasiones, van en persecución de todos sus caprichos, y cuando gritan mucho, los adultos los reprenden y reportan; el hombre sabio razona consigo mismo, se reprocha, y cuando el dolor aprieta dice: Permanece tranquilo; echa fuera estas niñerías, estos afectos pueriles. ¡Ay de los viejos niños! ¡Ay de los niños de mil años! III. Señorío de los pensamientos. El sabio refrena sus fantasmas: piensa lo que quiere pensar; no se abandona a los sueños. Este señorío es necesario, porque el Espíritu Santo, que es espíritu de disciplina, huye de las ficciones, de los desvaríos de la fantasía «que son sin entendimiento». Los ojos del sabio están en su cuerpo; su corazón, en su diestra. IV. Deseo de las cosas eternas. El sabio aspira a la sursumactio; el sabio cristiano sursum agit. UNIDAD DE CIENCIA Y VIDA En este análisis del estudio se nota el mismo procedimiento del Itinerarium mentis in Deum y de los Opúsculos místicos: de las cosas sensibles pasar a las espirituales y eternas; del esfuerzo para el estudio de los hechos contingentes, al esfuerzo por alcanzar la pureza de la vida, a la sabiduría; de la observación, a la disciplina, a la contemplación. Pasar, hacerse, diríase hoy; «transire», decía mejor San Buenaventura. Y a propósito de aquel «transire» sobre la ciencia, ¿se ha de interpretar en el sentido de estudiar ligeramente, superficialmente, por temor de enamorarse de ella? No; basta recordar que San Buenaventura quiere el estudio de los originales, de los textos, no de los manuales; por tanto, «transire» tiene aquí el significado de pasar por, de penetrar para salir, de llegar a ser, de progresar; el reposo digno del alma no puede ser más que lo infinito. Sobre lo demás «transire, transire»... No conozco consejo más sabio que éste: estar prontos a desasirnos de las cosas antes que las cosas se desprendan de nosotros procurándonos un dolor inefable. Luego «transire» equivale a tomar (furare), no darse, pasar, correr, para llegar a la santidad y a la sabiduría. Esta concepción moralística del saber nos muestra un San Buenaventura más antiguo que nuevo, fidelísimo intérprete de San Francisco y fray Gil y aun de aquellos mismos espirituales que hubieran querido cortarle las uñas, como cuentan las Fioretti, para quienes toda la sabiduría se reducía a «temer y amar»; mas, por otra parte, es suyo, y cercano a nosotros, el descubrimiento de la doble religiosidad del estudio: religiosidad inmanente, en cuanto coloquio con el Maestro eterno; religiosidad instrumental, en cuanto es ayuda para la perfección, más aún, escalón necesario. Es de San Buenaventura la concepción de la unidad y moralidad de las ciencias, planteada y resuelta en nuestros tiempos de un modo inmanente, al paso que San Buenaventura la declara conforme a la más pura trascendencia, concentrándola en el Verbo y haciendo derivar de ella la indisolubilidad del saber y del vivir. Un contemporáneo nuestro dice: Pensar es ponerse en la presencia de Dios. Un moderno ha dicho: La atención es una oración natural. San Buenaventura asiente, con tal que Dios sea el Verbo, según el Evangelio, y no el yo trascendental. Cierta semejanza de palabras no nos debe engañar; el dualismo católico del Franciscanismo corta los puentes a los adversarios. San Buenaventura, en nombre de todos los suyos, da también un consejo práctico: «Estudiad, mas a fin de vivir santamente. Traducid la ciencia en virtudes, y la discordia entre ciencia y Fe desaparecerá, porque esa lucha está compuesta de las nubes de la soberbia, y sobre el terreno sólido de la acción desaparece». La respuesta hoy es insuficiente, porque nuestra ciencia se convierte en obras conformes consigo misma, y su virtud puede ser tal en la significación latina de fuerza, bien que en sentido maquiavélico, no en sentido cristiano. En esta nueva virtud, a menudo destructora, como en Rusia, de ideas, de instituciones, de pueblos, el pensamiento moderno se calma perfectamente, cobra nuevas fuerzas, aspira a nueva civilización, se sonríe de lo pasado. Si la espiritualidad franciscana no tuviese que oponer a la invasión del pensamiento enemigo sino razonamientos y pláticas, debería renunciar a comprender y ser comprendida, y sobre todo a convertir. Pero posee el secreto de San Francisco, que comprendía las cosas divinas y humanas en fuerza del amor. Por este amor pudo San Buenaventura hacer del conocimiento una iluminación del Verbo, y San Bernardino comentar: «Tanto se conoce, cuanto se ama». Quien no ama no sabe. INTELIGENCIA Y SIMPATÍA La cualidad más saliente de la inteligencia franciscana es la simpatía. Por la simpatía nada le es extraño; todo le interesa en la naturaleza y en los hombres. Como va a la Verdad con toda el alma, así va a las criaturas con una atención afectuosa, harto más dispuesta para la admiración que para la crítica, porque sabe que hasta en los más abyectos se halla una chispita de bien. Por simpatía la inteligencia franciscana sabe transfundirse en los demás hasta sufrir del pathos íntimo de ellos; por simpatía sabe estudiar las doctrinas de los adversarios según el espíritu y la lógica interna de ellos, y sabe recoger aquel rayo de verdad que se oculta en los errores más tenaces. Cuantas mayores dificultades encuentra en comprender, tanto más se arroja a amar, hasta que el objeto obscuro descorre sus velos al amor que lo torna transparente. El conflicto entre pensamiento católico y el que se dice pensamiento moderno no se vencerá jamás por el medio exclusivo -digo exclusivo- de las disputas doctrinales, en las cuales la preocupación de defender la propia posición impide comprender la de los adversarios: las dos partes permanecen de frente voceando e inmobles, hasta que un tercero intervenga en separar las fuerzas; el conflicto se vencerá, si llega el caso, empleando, además -además digo-, esta franciscana simpatía de la inteligencia, que, sin transigir en los principios de la verdad, ofrece a los adversarios toda la comprensión; confiada en el Maestro iluminador de todo hombre que viene al mundo, razona tranquilamente, esperando que el otro ceda o se agote en su mismo esfuerzo, atropellado por los tiempos que apremian, mientras el pensamiento cristiano resiste a los siglos. La simpatía es otra manifestación extrínseca del binomio concretez y renuncia, que permea toda la espiritualidad franciscana, pues mantiene el pensamiento sobre la realidad viviente y hace que se olvide uno de sí para comprender a los otros. Mas, como quiera que «quien pierde su alma por Dios, la salvará», el pensamiento sale de la identificación con el no-yo, más robusto y original. La originalidad del pensamiento franciscano consiste cabalmente en una grande fidelidad a lo real (concretez debiera decirse en lenguaje filosófico), la cual ha guiado a los sabios franciscanos en la elección de sus preferencias filosóficas y teológicas. Puede notarse esta actitud en los esfuerzos conciliadores de San Buenaventura, así como en la crítica penetrante de Escoto. Valentín Bretón dice justamente : «La doctrina franciscana no presenta ese bello aspecto de jardín a la francesa que se admira en algunas otras. Será muchas veces enmarañada y difícil, pero llevará el carácter de la realidad». Los franciscanos se preocupan más de la realidad que del sistema. No sacrifican un aspecto de la realidad ni un dato de la Revelación a la muy humana y doctoral pasión de la simetría. Tanto peor para el sistema y la simetría si no dan cuenta de todo lo real, o si lo real no entra en ellos sin hacerlos pedazos. La vida no es simétrica; es sintética sin duda, pero en Dios; sólo por medio de su Revelación se podrá saberlo. Nuestros maestros procurarán, pues, llegar a un mejor conocimiento del problema apoyando siempre la ciencia sobre la Fe para lograr la conciliación. INTELIGENCIA Y HUMILDAD «La libertad en la disciplina», cual se nota en San Francisco y los santos de su estirpe, se encuentra también en la escuela franciscana. Esta libertad y esta originalidad no dan a la mentalidad franciscana un tono presuntuoso. La simpatía la preserva del orgullo. Por otra parte, hereda de San Francisco la humildad y la simplicidad. El estudioso franciscano se encuentra en algún modo en la condición de un muchacho que estudia no contra la voluntad del padre, mas sin su estímulo. Recuerda siempre sus aforismos; cuanto más sabe, más desconfía de sí; da un valor limitado al estudio; está pronto a interrumpirlo, a dejarlo; tiene muy presente que para convertir las almas vale más el ejemplo que la palabra, el sacrificio que la discusión, el arte que la ciencia, la poesía que la filosofía, porque la conversión es una revolución del corazón antes que de la mente. El franciscano docto se despega de la complacencia y de los privilegios de la cultura, así como el franciscano rico se desprende de su dinero. Se desapropia idealmente de su patrimonio intelectual, dándolo a todos, regalando libros, ideas, trabajo, a fin de que el saber, como el dinero, circule con la liberalidad del sumo Dador; se contenta con la inteligencia que Dios le ha dado, siempre poca para la ambición, siempre sobrada para la soberbia; no se escucha y admira con la fatuidad de un Narciso que rebaja letrados y hombres de ciencia; se compara con los más doctos que él, mide la distancia, reconoce su inferioridad y se regocija: «¡Mejor!, así agradaré a San Francisco»; conversa de buen grado con los iliteratos, descubre su inteligencia nativa, la sutileza recta que embaraza a los filósofos, y de nuevo reconoce alegremente que es tardo e ignorante, pues se ve enmarañado de teorías, de sofismas, de frases hechas, aun teniendo una biblioteca en la cabeza. El franciscano culto tiene, o quiere hacerse, un alma sencilla; por eso prefiere la compañía de los sencillos; hace realmente propia la invocación de San Francisco que recordamos poco ha: «Yo te saludo, reina sabiduría; Dios te salve con tu hermana, la pura y santa simplicidad». No se deja envejecer encima las ideas; no se empereza en lo ya hecho; no corre desesperadamente hasta conseguir una cátedra para sentarse en ella, inamovible; no estudia veinte años, para pasar el resto de la vida gozando de los frutos de lo pasado. El franciscano se cree siempre en el silabario del saber; aunque haya estudiado cincuenta años, comienza hoy a aprender, porque el sentido práctico le advierte que la vida está perennemente en camino y es preciso correr con ella para no quedar atrás, para no convertirnos en supervivientes. Simple en su estructura espiritual, simplifica también el saber, no ya, téngase presente, con aquella sencillez que es superficialidad, o que vacía una doctrina para esquematizarla y metérsela en la cabeza en líneas geométricas, muertas, sino con la sencillez que mira a lo esencial de los hechos, de los hombres, de las ideas, y no descansa hasta que lo recoge, digeriéndolo bien. Escucha con más agrado que habla; mas, cuando debe expresar su pensamiento, le cercena lo superfluo y procura la brevedad y sencillez que San Francisco recomendó y ejemplificó en sus escritos, en los cuales se atiene al Evangelio y no lo amplía, no lo redondea, no lo almibara. Una palabra superflua no la dice San Francisco. Los adjetivos que añade en el Cántico del Hermano Sol al Salmo de los tres niños son perspicuos de evidencia y necesarios para hacer resaltar la belleza de las cosas en alabanza del Creador. En la Regla, en las instrucciones, en las cartas, es tan sobrio que es preciso meditarlo palabra por palabra para comprender su originalidad. La sencillez es en el arte y el saber lo que la libertad en la vida: perfección. Pero viviendo en la presencia de Dios (verdad) y en simpatía con todas las criaturas (amor) se puede esperar conseguirla. * * * San Francisco desconfió del saber humano, y, con todo, echó un puente entre la filosofía perenne y el pensamiento nuevo. Su puente está formado de una ciencia que todo lo comprende, que todos comprenden, en la cual los más distanciados pueden convenir: el amor. La zona común sobre la que vienen a encontrarse los adversarios se llama acción. Estudiémosla. V. LA ACCIÓN Hay quien ha querido considerar a San Francisco como un lejano precursor de la filosofía de la acción por su: Tantum scit homo quantum operatur, «tanto sabe el hombre, cuanto obra»; pero la orientación del todo sobrenatural de la actividad interior y exterior de San Francisco, mejor aún, su íntima y perenne inspiración sobrenatural de la vida, le separan netamente de los pensadores modernos. Eso no obstante, hay que reconocer que, así como San Francisco trajo un fermento nuevo a la concepción del saber, así también vio la acción a una luz novísima para sus tiempos; recordó a los hombres, que se consumían en ascetismos solitarios, el valor religioso de la vida activa, siguiendo el Evangelio, imitando a Jesucristo, incansable de corazón y de manos en la voluntad de servir a Dios. RELIGIOSIDAD DE LA ACCIÓN Sus intérpretes han sistematizado su intuición filosóficamente. Así como San Buenaventura descubre en la iluminación y en el coloquio interior la religiosidad del saber, así Duns Escoto pone con la supremacía de la voluntad el fundamento de la religiosidad de la acción. Sólo en su libre «quiero» está todo el hombre; luego, según que este «quiero» esté conforme o disconforme con la voluntad de Dios, toda acción está por Dios o contra Dios. Si la voluntad no fuese soberana, la acción podría ser indiferente, ni de Dios ni del diablo. Otros ponen la rectitud, el valor de una acción humana en un juego más complejo de inteligencia y voluntad. Pues que la doctrina franciscana pone la voluntad en lo sumo de la vida humana, reina y dominadora de nuestra actividad, libre y responsable (el llamado «primado de la voluntad» de los pensadores medievales), síguese que la voluntad es un continuo acto de sumisión o de rebelión, un «sí» o un «no» dado al Creador. La religiosidad de la acción consiste en no poder hurtarse a esta alternativa; lleva consigo su condenación o su justificación; el drama de la acción (como un día el de la libertad) consiste en la lucha entre las inclinaciones egoístas y la voluntad de Dios manifiesta en la ley o en los acontecimientos; la grandeza de la acción está en encarnar una voluntad que de humana tiene sólo la apariencia, siendo de todo en todo sobrenatural. La acción, entendida según la doctrina de los doctores franciscanos, comienza por el «quiero» deliberado en la conciencia y, por lo mismo, es ante todas cosas interior. Cuando los maestros medievales franciscanos hablan de «obrar», «emplearse», no entienden la acción, el trabajo en que la energía humana se empeña y se complace; entienden el esfuerzo del espíritu por vencer los movimientos inferiores o unirse a Dios; por donde la oración misma es un duro combate, en tanto que es ocio cualquiera solicitud o fatiga no enderezadas a la eternidad. Responder inmediatamente a la inspiración divina, no perder jamás un minuto; considerar la conversión como un renovarse de hora en hora, y retroceso el no ir adelante; culpa el omitir cualquiera obra buena, y el mejor de los dones el vencerse a sí mismo en la prolija lucha del orgullo y de los sentidos, tal es el programa de acción de San Francisco. Siendo éste también el programa de todo cristiano, en sí nada tiene de original; pero lo es por el espíritu y por el ímpetu con que el Santo lo desenvuelve; la originalidad comienza allí donde el Santo proyecta este movimiento de su conciencia en la vida social. La acción interior transforma el hombre interior y, sólo indirectamente, la realidad externa. Ésta es condición indispensable de toda acción social; mas no se la propone expresamente, antes bien la evita, con un pudor propio suyo y como un peligro; teme perderse entre el público; obra de lejos, en soledad, orando, expiando por los demás. También San Francisco experimentó el encanto de la vida contemplativa, y en los primeros tiempos de su conversión fue ermitaño; más tarde pensó muchas veces en renunciar a la vida nómada de apóstol; mas no era de esos solitarios que dejan el mundo como lo hallan. Cuando Santa Clara y fray Silvestre le aconsejaron el apostolado dieron en el blanco; si en el siglo presidía las cuadrillas de jóvenes, en la religión debía ser un heraldo que arrastrase a las muchedumbres. Su voluntad, identificada con la voluntad de Dios, obra de dentro a fuera, de la transformación del corazón al trabajo manual, que es ley; luego al apostolado, que es vocación. Toma ejemplo y norma del Evangelio. Aquel trabajar en contacto con todos, hombre entre los hombres; aquel tratar familiarmente con los pecadores, esto es, con hombres y mujeres de dudosa o mala vida; aquel combatir descubiertamente la opinión pública, ya judía, ya romana; aquel desafiar a las multitudes con riesgo de la vida, no representan para San Francisco ni asechanza ni obstáculo a la unión con Dios, antes son un deber. El mundo, con todas sus pasiones, no es una barrera entre él y las almas; si para conquistarlas es preciso atravesar el mundo, o permanecer con él en molesta compañía, desafía el peligro sin miedo; tan unido está con la voluntad del Señor, de tal suerte llega para él hasta la muerte de sí mismo el precepto de la caridad. Y deja a sus secuaces su ejemplo. La ascesis de la perfección individual no se realiza en la soledad, sino en el trabajo humilde para ganarse el pan, en la labor misionera por la extensión del Reino de Cristo, que es el centro de todas las voluntades y de todos los esfuerzos buenos. ACCIÓN Y VIDA INTERIOR Antes de San Francisco la distancia entre la vida activa y la contemplativa era irreductible; Lía y Raquel, aunque hermanas, continuaban siendo rivales; Lía, inferior, sin posibilidad de desquite. San Benito las había conciliado con su armonioso ora et labora, «ora y trabaja», mas la conciliación se efectuaba únicamente en la ciudadela de las abadías; fuera de los sagrados muros, en el mundo profano, Lía se envilecía. San Francisco la rehabilitó. Él y los suyos trabajan por los campos, por las ciudades, en las casas, en medio de los pecadores, no en servicio de la propia Orden, sino de todos, pidiendo en recompensa el pan para el día: lo demás cede en beneficio ajeno. Y no se crea que Lía continúa sirviendo a Raquel, por cuanto aquel pan debe precisamente procurar tiempo y fuerzas para la oración; Lía tiene tanta dignidad, que puede convertirse en Raquel, así como Marta puede tener el corazón de María; basta que no se embarace en muchas cosas. El porro unum necessarium, «solo una cosa es necesaria», comenta con admirable brevedad San Buenaventura, es: soli Deo inhaerere. Esta unión no está subordinada a la movilidad o inmovilidad exterior, sino tan sólo a la total entrega del corazón, que puede permanecer fijo en Dios aun en medio de la actividad y entre la multitud, así como puede permanecer ausente de la oración; la unión puede efectuarse tanto en el ímpetu de la acción cuanto en la soledad de la contemplación, porque depende de la voluntad y de la Gracia, y la Gracia nunca se niega a la buena voluntad. Ciertamente que la vida activa es difícil, porque roza con el peligro de amar a las criaturas más que a Dios; es espinosa, porque acepta la lucha del corazón, el cual, aun sabiendo que sólo lo infinito puede calmar sus ansias, y aun queriendo mantenerse fiel a Dios, siente el atractivo de las cosas deleznables y caedizas. Amar y no querer amar; desear y no querer desear; vibrar ante la belleza de la vida mudable y no quererla gozar; dejarse embestir de la corriente e ir contra la corriente; sentir la fiebre de las conquistas magníficas y permanecer firmes en obscuro puesto de combate, es de próceres. Pero este heroísmo aumenta el valor religioso de la acción. En efecto, si obrar es siempre vencer resistencias, de cualquier naturaleza que sean; si para obrar hasta la realización de la propia voluntad se necesita un esfuerzo inteligente, que puede llamarse en el lenguaje latino «virtud», para obrar sobrenaturalmente es necesario vencer todas las resistencias de la naturaleza coligadas contra la voluntad de Dios, con la cual pretendemos adecuar la nuestra; es menester asimismo depurar la acción de los motivos humanos, concomitantes de la recta intención, y para una obra tal verdaderamente no bastan nuestras solas fuerzas. La piedad cristocéntrica ofrece en la doctrina del cuerpo místico de la Iglesia un medio fraterno que al mismo tiempo alienta y mantiene en humildad, refuerza y somete; mas el socorro máximo viene del mismo Dios, a quien queremos servir. La sursumactio, palabra creada por San Buenaventura, de intraducible verdad y poesía, o sea, la acción elevante, que compendia el esfuerzo humano y la Gracia divina en vencer el peso muerto de la naturaleza, es condición indispensable así para obrar como para contemplar cristianamente. Todo cristiano activo sursumagit. En su actividad tiene la parte dominante lo divino, como fin y como auxilio interior. La acción cristiana, embebida de piedad y penetrada de paciencia, es tan intrínsecamente religiosa, que para efectuar la unión con Dios no ha menester fortalecerse con una oración extraña a sí misma; es ya de suyo oración, por la intención, la atención, el esfuerzo, el sacrificio, que la vivifican; es de hecho un amar a Dios con todas las fuerzas; quien se distrajese, aun para orar, le quitaría en vez de añadirle algo a la acción. Así como no se debe ir a la verdad con el alma mutilada, ni a la oración con el alma ausente, así tampoco se ha de ir a la acción con el alma reacia y ausente; lo cual acontece cuando se considera el trabajo sólo como una cadena y la oración como un ala, siendo así que ambos deben ser alas. San Francisco ha llenado perfectamente el desnivel entre acción y oración, entre vida activa y vida contemplativa. En su alma siempre elevada la acción se convierte en plegaria; la plegaria, en acción. Su originalidad está en haber querido no tanto una vida mixta, que otros santos antes de él habían enseñado, cuanto una vida de acción sobrenatural en el mundo, en la cual oración y acción, más que dos cosas fundidas en una, son dos aspectos de la misma elevación a Dios. Este principio activista determina la función histórica del Franciscanismo, comenzando por su fundador, que dio los primeros pasos en el camino del Señor cuidando leprosos y reedificando iglesias. Hombre de acción directa, de resolución enérgica y de ejecución inmediata y perseverante, le es necesaria la acción para dar a Dios cuanto ha prometido y obtenido en la oración, para extender su Reino, para sacrificarse a su gloria, para amarle cumplidamente con todas sus fuerzas. Obrar sobrenaturalmente en el corazón de la realidad, por tentadora o repugnante que sea, tal es la condición de los franciscanos, desde el lego postulador que va de casa en casa a llevar por un mendrugo de pan la bendición de Dios, hasta el predicador famoso que recoge dolores y aspiraciones de pueblos y crisis de almas y problemas sociales, hasta el terciario que lleva de incógnito la paz entre el desenfreno de las pasiones «use sull'empia terra», haciéndose escudo sólo de su hábito y arma de su flexible cuerda. CARACTERES DE LA ACCIÓN FRANCISCANA La acción es la misma concretez; en otros términos, la acción es, como he dicho muchas veces, uno de los modos de amar propio de San Francisco. Compañera suya es la pobreza, que compendia todas las renuncias. Aquí aparece la sobrenaturalidad de la acción franciscana, pues al paso que la acción simplemente humana trae consigo su recompensa, o de lucro, o de gloria, o de satisfacción personal, la acción franciscana rehúsa el galardón. San Francisco, que deja antes del día, sin despedirle, a su huésped el obispo de Sena, para no recibir de él las gracias después de haber apaciguado un tumulto popular; fray Bernardo, que parte de Bolonia cuando se percata de que se le tiene en grande estima; fray Gil, que devuelve a los compradores la mayor parte de lo convenido, son ejemplos, entre mil, del espíritu de pobreza que veda a la acción franciscana todo cálculo, toda ambición, todo fin egoísta. Todos saben que el trabajo es el banco más honrado; rinde cuanto se le da; a menudo rinde en proporción geométrica. Pero la acción franciscana no se cuida para nada del rendimiento. Dice fray Gil: «Si amas, serás amado; si temes, serás temido; si sirves, serás servido; si te portas bien con el prójimo, justo es que el prójimo se porte bien contigo; mas verdaderamente bienaventurado es el que ama y no desea ser amado, el que sirve y no desea ser servido; bienaventurado el que se porta bien con los demás y no desea que los demás se porten bien con él». La pobreza, prescribiendo a la acción su único fin necesario, la pone siempre al servicio de la Verdad, expresión de la voluntad de Dios, que es la Verdad misma, y la Verdad, librando la acción de toda timidez y respeto humano, la torna leal, recta, sencilla. La acción franciscana aborrece los caminos ocultos, mejor dicho, es constitucionalmente incapaz de ellos por su nativa impulsividad. Si idease un enredo, ella misma lo descubriría; si tiene alguna diplomacia, es la de la franqueza, que, siendo rarísima, no es creída y a veces pasa por astucia. El franciscano auténtico, sencillo hasta el candor, se revela lo que es: sin falsa modestia como sin ostentaciones; no cela ni sus prendas ni sus defectos; no juzga mal de los otros; no se preocupa de que los otros piensen mal de él; «no quiere en su porte ni en sus palabras ni ser visto ni conocido, sino en el puro continente y en los modales sencillos con que Dios le adornó y dotó» (Beato Gil). Tiene su línea: va derecho a Dios sin miramiento alguno. Si para salvar un alma es preciso decirle la verdad hasta arrancarle lágrimas, se la dice; si para socorrer a otra es necesario desazonar el egoísmo de alguno, lo desazona, como fray Junípero cuando cortó la pata al cerdito, mas que luego implorase perdón del legítimo propietario. La pobreza torna la acción franciscana atrevida, sea porque, no teniendo nada que perder, a todo se arrisca; sea porque la confianza en Dios, que es propia de los pobres, estimula a empresas que no acometiera jamás quien contase con los medios humanos. Este arrojo sobrenatural recibe también su fuerza del genio impulsivo, aventurero, caballeresco del Fundador. Propia de otros santos y de otras espiritualidades de no menos estima es la prudencia en la elección de los medios humanos, la previsión de lo futuro, la cautela en las conquistas. San Francisco de propósito no ha querido saber de tales virtudes; como el pobre, vive al día; como el caballero, no mide sus fuerzas, aunque haya de luchar con gigantes; como el trovador, canta aun a sabiendas de no ser escuchado; el Heraldo del Gran Rey no necesita (para usar la frase de Guillermo el Taciturno) «esperar» en lo humano «para lanzarse a una empresa, ni salir con ella para perseverar». Su acción, que no sufre dilaciones, parte de argumentos sobrenaturales y excluye en absoluto los demás. Cuando San Francisco pasa el mar escondido en la bodega de un velero; cuando se presenta al sultán de «Babilonia» tan pobre e inerme, sabe de sobra que desafía la muerte; cuando manda sus frailes a Alemania, a Inglaterra, a Hungría, a Marruecos, sin un cuarto, sin conocer una palabra de aquellos países, sabe muy bien que los expone a la muerte; pero tiene tan grande confianza en Dios, tal certeza de que el martirio es necesario para cimentar una obra divina, que no vacila en la empresa desatinada y heroica. Otros correrán victoriosos por aquellos caminos de sangre. Cuando prescribe a sus frailes la predicación del apóstol, sin techo, sin bolsa, sin calzado, sabe harto bien que hace cosa, diremos nosotros, «antihistórica»; y, con todo, no vacila en dictar así la Regla, aunque el número de sus secuaces sea tal que haya de cubrirse con esteras (ofrecidas por caridad) el valle de Asís. La autoridad de la Iglesia regulará un día su dejamiento; los frailes recibirán de la Iglesia, prestados, una habitación y los medios necesarios a la vida, así como él recibió de su guardián, por obediencia, los pocos paños necesarios para cubrir la desnudez con que se había ofrecido a la hermana muerte; mas él no muda el principio de «imprevisión voluntaria, deliberada, prevista», que debe ser inmanente en la espiritualidad de su acción. La inestabilidad, la precariedad, la incertidumbre del mañana, entran en su programa; porque, como se ha observado, no intentaba fundar una institución sólida, sino dar al mundo el espectáculo insólito de una realización integral del Evangelio, incluso de la paciencia heroica en el despojarse, en las humillaciones, en los padecimientos. Por consiguiente, en la actividad franciscana ninguna premeditación, fuera de la sobrenatural de la confianza en Dios, de la rectitud, de la pureza; ninguna perplejidad; obra de asalto, y, en consecuencia (fuera legítimo pensar), obra de demolición más que de construcción. Pero no. Los franciscanos no saben demoler, porque, gracias a la simpatía, que es cualidad principal de su inteligencia, no saben criticar ni roer hasta el agrietamiento. Como no saben demoler, así tampoco saben tener mucho tiempo un puesto de mando; son por vocación y educación harto ingenuos, desinteresados, impolíticos, toscos, dice alguno. Por eso su tarea, sea en las Misiones, sea en las iniciativas sociales, es la de abrir el camino a precio de la propia sangre con un asalto a pecho descubierto, tomar una posición, luego dejarse estrechar y vencer de otros, o bien cederla graciosamente a otros que la guarnecerán, acaso sin darles gracias, y la poseerán sin acordarse más de ellos. Después de la conquista, los franciscanos, a pie desnudo y el saco a la espalda, emprenden de nuevo el camino en pos de nuevas conquistas y nuevos bastonazos. Mas, si no saben demoler ni mandar, saben construir, porque son resueltos, rápidos, pacientes, incansables. La acción franciscana es incansable, no por ambición, ni por lucro, ni por cualquiera otro fin egoísta; es incansable porque el Evangelio nos muestra a Jesús siempre activo, a imitación del Padre celestial; porque Jesús ama a los siervos despiertos y a los obreros laboriosos; porque la mies es mucha y requiere muchos trabajadores; porque la caridad con el prójimo urge a una acción continua. La acción franciscana es incansable por un solo motivo personal, pero ultraterreno: el tiempo huye y no se detiene un instante, y nosotros disponemos sólo de este tiempo velocísimo («nuestra vida es de tres días», dice fray Gil) para ganarnos la eternidad. En las dificultades, en las contrariedades, en el tedio, en todas las innumerables espinas del salir fuera de sí y del obrar, en la enfermedad misma, la actividad franciscana nunca dice: Basta; no se cruza jamás de brazos para decir: Nada hay que hacer; ni se desalienta si queda inferior a su tarea. Como la humildad le veda el ensoberbecerse, así también le prohíbe el descorazonarse: «Si el hombre, cuando quiere sembrar el grano, dijese: No quiero sembrar, porque si yo sembrase, tal vez vendrían las aves y se lo comerían; y así diciendo no sembrase su semilla, aunque las aves comieran de ella, cierto es que no se recogería ningún fruto aquel año. Mas, si siembra su simiente, la mayor parte la recoge el labrador». De esta forma alienta el Beato Gil a la acción, la cual obtiene de la propia rectitud y el propio esfuerzo un resultado que, por muy imperfecto que sea, vale más que la inercia. Los franciscanos trabajan valerosamente hasta la última hora; no conocen vejez en el trabajo. Juan de Piancarpino acepta el partir para las Misiones de China a los sesenta y tres años; Juan de Parma pide al papa Nicolás IV la gracia de marchar a Grecia para convertir a los cismáticos a los ochenta años; San Antonio, San Buenaventura de Bagnorregio, Raimundo Lulio, San Bernardino de Sena, San Juan de Capistrano, San Lorenzo de Brindis, San Leonardo de Porto Maurizio mueren de viaje predicando o combatiendo. La pobreza, así como torna la acción franciscana leal, osada, infatigable, así también la torna alegre, librándola de todas las preocupaciones de éxito o de fracaso, enseñándole a redimir el amor propio y la ambición que pueden surgir del trabajo, en el esfuerzo, en la pena, en el insaciable deseo de perfección inherentes al trabajo mismo. La acción franciscana es alegre, canta, no teme el dolor, antes lo ama, como una promesa cierta de fecundidad. APOSTOLADO FRANCISCANO El blanco principal de la acción franciscana es el apostolado. La voluntad fervorosa que lo enciende no puede agotarse en una virtud solitaria; quien viviese en el mundo, pero espiritualmente cerrado dentro de sí como un eremita, no sería franciscano. Su meta es bien clara: el reinado de Dios. Para llegar a ella, un espíritu franciscano no soporta el ambiente en que vive; mas tanto ruega, obra, padece y combate, que lo modifica y rehace, hasta que las armas de Cristo se impriman en las casas y en los corazones. En el apostolado la acción franciscana está penetrada del mismo sentido de simpatía que caracteriza la inteligencia franciscana. Su punto de partida es siempre no sólo la intuición, sino también la penetración del alma y del momento psicológico ajeno. Esta simpatía en el fondo no es más que el máximo de la concretez, unido a la más espiritual pobreza, la que se despoja del propio yo, y hasta de los propios acariciados sentimientos, para identificarse con los sentimientos de los demás, antes de conducirlos a la paz de Cristo. También aquí el ejemplo desciende de las fuentes: San Francisco y sus primeros compañeros de Rivotorto convertían con el ejemplo, con la bondad, con el trabajo humilde y sumiso antes que con la predicación, sabiendo que los hombres desconfían de quien quiere traerlos a la religión, y se desarman y enternecen cuando en los nuevos apóstoles no echan de ver, no sólo miras de interés o ambición, sino ni siquiera un aire de superioridad. Los primeros franciscanos no se presentaban como maestros, antes se colocaban a la par, mejor dicho, un escalón más abajo, de los hombres que querían convertir. Conseguían su objeto no con un deliberado dominio social o intelectual sobre los demás, sino como niños, con una entera dependencia; tomaban parte en las faenas cotidianas con los campesinos, o en las casas de los campesinos, y dependían de ellos para el pan de cada día. Se hacían hijos del pueblo, cuando eran apóstoles de una nueva vida religiosa, y su presencia permeaba el territorio y traía un nuevo elemento a la vida de la comunidad y de cada hogar. Edificar sirviendo, convertir obedeciendo, predicar callando, si no es todo el método del apostolado franciscano, ciertamente que es su substrato indispensable, practicable por todos y en todo lugar. San Francisco dio el ejemplo durante toda la vida y en particular cuando, al dar una vuelta en silencio por las calles de Asís, enseñó a uno de sus frailes cuál debía ser la primera predicación, y cuando a un dominico que le pedía consejo acerca del modo de amonestar a los pecadores respondió: «El siervo de Dios debe ser tan ardiente de santidad, que reprenda con la luz del ejemplo y la elocuencia de las acciones a todos los impíos». Esta línea de conducta seguía fray Bernardo en Bolonia cuando ganó para Dios a los doctores y escolares de la Universidad, presentándose en público como un pobre, entre las befas de los chicuelos. El Beato Gil, cuando se ganaba la vida mendigando, a uno que, creyéndole un trotamundos, le ponía en la mano un par de dados, respondió con humildad: «Dios te lo perdone, hijo mío». Por esta sobrenatural identificación con el prójimo (intuarsi, diría Dante), San Francisco come de noche con el novicio hambriento, cata las uvas con el fraile convaleciente, manda a los ladrones homicidas la alforja del pan y el vasito de vino antes de reducirlos a penitencia. Sabe que habla en vano quien no comienza por el argumento más urgente para la persona con quien ha de tratar. Esta simpatía franciscana es, no hay por qué decirlo, muy diversa de aquella otra parcial, caprichosa, discontinua, que dimana de la fantasía y de los sentidos; antes es universal y constante; se extiende a todas las criaturas, aun privadas de razón, imitando a San Francisco, que salvaba los gusanos de las pisadas; las plantas silvestres, del hacha; las tórtolas y los corderillos, de la muerte. Se interesa por toda pena, escucha toda demanda y toda confidencia, halla tiempo para todos y llega a todos con generosidad ilimitada, porque, cuanto más da, más recibe. Semejante acción, que es apostolado, es la dilaceración de todo deseo personal al paso que éste se va formando; es un verdadero cilicio al yo, a la pereza, al voluptuoso gusto del qué me importa a mí eso y de las propias comodidades; es virtud tan difícil que no se puede conseguir sin un amor heroico. El Beato Gil da a este propósito un consejo de oro: «Si quieres emplearte bien, córtate las manos y trabaja con el corazón». La acción misionera nada vale sin el amor que le quita ese no sé qué de seco, de presuntuoso, de pedantesco, por lo que a veces aleja en vez de atraer, o es servida por tunantes para fines humanos. El franciscano, así como vence las dificultades intelectuales internándose con simpatía en los argumentos hostiles, y así como vence a los adversarios del pensamiento amándolos más que combatiéndolos, así reconduce a la Fe las almas alejadas amándolas cuanto se pueden amar, desmesuradamente sin peligro: en la oración y en el sacrificio. Cuanto más alejadas, tanto más intensifica la oración que prepara la acción y se incorpora en la acción especialmente cuando vierte sangre; tanto más pone en la acción su sacrificio. Pero oración y sacrificio son los fundamentos del apostolado cristiano, cualquiera que sea la forma que tome; en cambio, es característica del franciscano la concretez, hecha de simpatía, de pobreza, de actividad leal, veloz, incansable, que se consume como la llama, porque más que con las manos trabaja con el corazón y no espera de su trabajo ni dulzuras humanas, ni dulzuras místicas, ni comodidades, ni honores, ni reposo, ni siquiera la suavidad de la contemplación o los raptos del éxtasis. San Francisco los tuvo, mas los pagó con los Estigmas, sello sangriento de su actividad. VI. ALEGRÍA La alegría es expresión del concepto franciscano de la vida, de la vida misma franciscana en sus varios aspectos de oración y libertad, de meditación y acción. MOTIVOS FRANCISCANOS DE ALEGRÍA La alegría franciscana recoge todas las fuentes de contentamiento humano y cristiano. Entre las fuentes humanas es notabilísima la contemplación de la belleza que arrebataba a San Francisco en medio de las torturas de la enfermedad y le representaba las estrellas y las flores, la tierra y el fuego, el agua y el viento, cuando ya sus pupilas inflamadas no discernían los objetos; el gusto del arte, y de la música en particular, que le despertaba el deseo de la cítara en las noches de doloroso insomnio y le comunicaba la exigencia y la inspiración del canto hasta en la agonía. En vez de replegarse sobre el propio dolor, lo que es supremo egoísmo, un franciscano se sumerge en la armonía del universo; esta armonía le da el olvido de sí mismo y juntamente un goce sutil mezclado de melancolía, la cual se disipa como la niebla luego que de la admiración de las criaturas logra subir a la gratitud para con el Creador. En efecto, la naturaleza por energética, y la belleza por consoladora que sea, no bastarían a explicar y calmar el dolor, como no sabían responder a las preguntas del pastor errante por el Asia y al último canto de Safo, antes bien el contraste entre la impasible armonía de la rerum concordia discors y la inquietud del yo pudiera suscitar una desesperada rebelión, si más allá de la belleza sensible no se descubriese una belleza mayor, sapiente y buena. Por eso el franciscano, dondequiera que descubra la belleza, en una flor o en un rostro, en un jirón de cielo o en un vasto paisaje alpino, la recoge como un don de Dios. La belleza es realmente un don reservado a quien sepa gozarla; los que saben gozarla no son los estetas, que tratan de dominarla para definirla; no son los retóricos, que pretenden aprisionarla en una frase o en una página; son los humildes y puros de corazón, los pobres que gastan gustosos el tiempo en contemplarla, los que se sienten pequeños en el vasto mundo y por lo mismo se olvidan más fácilmente de sí y no sufren mucho en dejar perder sus lágrimas en el torrente de los humanos dolores, cuya necesidad providencial intuyen. Otro motivo de alegría está cabalmente en el sentirnos pequeños en el vasto mundo. El franciscano se goza en la conciencia de su pequeñez, como se goza en la conquista de una verdad; goza porque mide exactamente su yo, que es un punto, y un punto inestable, destinado a desaparecer. Goza de no engañarse, de conocerse, y cuanto más conoce su pequeñez tanto más la ama y se muestra agradecido a toda persona y a toda circunstancia que se la recuerdan. Mas, por muy pequeño que se sienta, no pierde el sentimiento íntimo de su misión, de su responsabilidad, de su valor, en suma; sabe que es un punto, una caña (cabe repetir la palabra de Pascal), pero una caña que piensa. Por eso el franciscano se sonríe de su pequeñez y de la ajena. Esta sonrisa franciscana es la sonrisa de la humildad inteligente y de la inteligencia humilde; por eso tiene un reflejo de ironía muy suyo, ironía siempre benévola, que a menudo se trueca en un exquisito humorismo o en un fino sentido cómico. De fray Junípero a San Bernardino de Sena, del estrambótico fray Salimbene al austero San Leonardo de Porto Maurizio, esta sonrisa bulle en los actos y en las palabras de todos los franciscanos. Como consecuencia del contraste entre la pobreza voluntaria y la riqueza afanosamente perseguida, entre la sencillez de la rectitud y las complicaciones del mundo, es la sonrisa espontánea del sabio que, mientras toma el atajo para la consecución de su fin, ve a los otros desviarse o errar el camino en rodeos voluntarios. No hay hinchazón de hombre o de circunstancia que no se afloje, como un balón horadado, a los alfilerazos de la ironía; no hay dolor que no se embote a la mirada capaz de descubrir su aspecto cómico. San Francisco, que canta como juglar de Dios; fray Junípero, que juega al columpio en presencia de los forasteros que vienen a admirarle, y en lo más recio del tormento se ríe de la gordura de su buen guardián; San Buenaventura, que al anuncio del cardenalato cuelga el capelo de un árbol y continúa fregando la vajilla, enseñan para siempre la sonrisa de la benévola superioridad, no del desprecio, sobre las cosas humanas. Saber sonreírse (sin rencor) de sí, del mundo, hasta del dolor, es don de la humildad inteligente, es don franciscano. Otro manantial de alegría es la acción, despojada, como hemos visto, de todos aquellos motivos egoístas que la hacen dolorosa, reducida al puro desenvolvimiento de la propia vocación en el trabajo para que hemos nacido, sin otro blanco que el de cumplir la voluntad de Dios. No es paradoja decir que el Franciscanismo, respetando la espontaneidad de cada alma, ayudándola a descubrir la propia vocación para conseguir la propia personalidad, enseña a los hombres a cumplir la voluntad de Dios en la voluntad propia; y hacer la voluntad propia, o sea, desplegar todas las energías propias, es lo que en el mundo tiene más semejanza con la felicidad. La vida interior sencilla, el porte exterior pobre, el saber pasar sin lo superfluo y contentarse con lo necesario, el silencio sobre los propios dolores, por la viril dignidad de no dar a conocer que se sufre, contribuyen a mantener en alegría no menos que aquella franqueza profundamente franciscana en la palabra y en el trato y aquel retorno frecuente a la naturaleza que tienden a librarnos de la camisa de fuerza de las conveniencias y convenciones mundanas. Estos motivos de alegría son todavía humanos y darían razón para creer en la acusación de optimismo simplista lanzada contra los franciscanos si el sostén de su alegría no fuese mucho más alto y único: Dios. La belleza regocija, porque es la manifestación más hechizante de la realidad divina; la pequeñez del propio yo place y casi conforta, porque la sentimos protegida por la mirada atenta y paternal de Dios; la vida tiene un sabor cómico, porque todo grande hecho aparece microscópico sobre el fondo de la eternidad; por eso podemos reírnos de nuestros mismos dolores; y viceversa, en relación con la eternidad, la acción voluntaria adquiere valor perenne: el transferirse de vez en cuando en la virtud del acto significa laborar por el Reino de Dios. LA ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA Y EL DOLOR El optimismo del franciscano no es el del doctor Pangloss. No se forja ilusiones sobre la bondad de la naturaleza humana; confía únicamente en las promesas y en el amor de Dios; ama la vida como un don de Dios; ama a los hombres como almas redimidas con la sangre de Cristo; la alegría franciscana no depende de la belleza caediza de las cosas ni del gozo fragmentario, sino del ahincar el ideal y el corazón en el bien eterno; no es candidez, no es insensibilidad: es sabiduría. Como San Francisco, de renuncia en enuncia, vino al punto de no tener nada que dar y nada que perder, así el franciscano adquiere la inmunidad contra todos los dolores que derivan de las pasiones, porque lanza con enérgica reacción la melancolía del amor propio, la sed de la sensualidad, la fiebre del lucro, la atrabilis de los fracasos; la pobreza interior le preserva de la desgracia o le hace incontrastable a sus golpes. Con todo, el hombre no puede hurtarse al dolor, aun cuando evite el que procede de su directa responsabilidad. San Francisco recibió en su salud los golpes de la enfermedad; los Estigmas fueron un manantial continuo de dolores; fue herido en lo más íntimo por la incomprensión de los suyos y las ofensas inferidas a su amada pobreza; por eso el franciscano sabe que es vulnerable al dolor en el cuerpo y en el alma, y lo acepta como medio necesario de purificación e impetración; lo acepta, pero lo padece; y tanto más lo padece cuanto mejor es, porque la virtud afina la inteligencia y los nervios para vibraciones ultradelicadas. El llanto de las «damas pobres» sobre los restos mortales de San Francisco (nunca tuvo caballero cortejo más noble), el lamento de San Bernardino de Sena por la muerte de su compañero de viaje, el desmayo que padeció San Leonardo de Porto Maurizio cuando supo el fallecimiento de su fidelísimo fray Diego demuestran cómo la exquisitez de la sensibilidad vence al pudor de las lágrimas hasta en las almas grandes. Su llanto honra a la humanidad y conforta a los débiles, pero el franciscano no se espanta del dolor, porque lo ama. Desde aquella mañana de septiembre, sobre la Verna, en que Francisco de Asís dirigió a Jesucristo las dos más apasionadas demandas que ha formulado santo en el mundo: «Hazme sentir en el alma y en el cuerpo el dolor de tu Pasión; hazme sentir en el corazón tu amor para con los hombres», desde entonces todo franciscano tiene por su meditación preferida la Cruz. Despertarse y fijar los ojos en ese libro de una sola página, el Crucifijo; imprimir en el propio corazón ese modelo; persuadirse de que la jornada, para ser divina, debe ser una crucifixión de la propia voluntad en la voluntad de Dios, inflexible como la Cruz y salvadora como la Cruz, y a la tarde mirarse una vez más como en un espejo en aquella página para ver si la hemos copiado, y dormirse con el Crucifijo sobre el corazón, como única salvación, esperando que el sueño de la muerte sea velado por el único Amigo que no teme seguirnos en el féretro, esto es Franciscanismo. El dolor, físico o moral, no impide nunca el trabajo ni el canto. Como San Francisco después de la Verna, así el franciscano, después de cada prueba, continúa orando, amando, trabajando, cantando. Nadie debe darse cuenta de las Llagas, salvo aquellos a quienes no puede ocultárselas. El dolor es don de Dios, timbre de honor que el franciscano lleva con gozo y con orgullo, porque es el único bien de que puede gloriarse. Cuanto más clavado se ve, hasta no tener un movimiento natural libre, tanto más goza; cuanto más le llega al corazón la herida, tanto más canta; cuanto más punzan las espinas su pensamiento, tanto se muestra más agradecido a Dios, y entonces comienza a esperar que vale algo a sus divinos ojos, cuando a los de los hombres ya no sirve para nada. La vejez es el calvario natural de la vida; sólo deja la sensibilidad para el dolor, deja las fuerzas sólo para el deber; pero el franciscano no envejece, antes renace cada día en el deseo de hacer más y mejor por Dios, considerando esta vida como vigilia de otra, que sólo «amore e luce ha per confine». La alegría para los franciscanos es un precepto, pero un precepto fácil, puesto que nace de su concepto de la vida. Eliminar los deseos inútiles; ocuparse en una actividad correspondiente a la propia vocación, tan compacta y veloz que no deje lagunas para sueños de imaginación ni sentimentalismos; marchar siempre por los caminos reales, al sol; contentarse con poco y gozar de todo; vivir día tras día en la pobreza libertadora; esperar el dolor como un amigo; amarlo celosamente como prenda de predestinación; confiarse a Dios y querer siempre su voluntad, todo esto crea el estado de ánimo que se llama alegría. La cual no puede, con todo, decirse franciscana, si le faltan sus elementos esenciales de amor y pobreza, de concretez y acción; si no junta lo temporal y lo eterno, abrazando el universo en una línea única, simple e infinita como un círculo, cuyo centro sea Dios. Así concibió Dante en su juventud el amor franciscano, y así es. Este amor, al paso que conduce al alma que a él se da a la perfecta alegría, tiende a difundir el gozo de vivir, desplegando desde hace siete siglos la tarea histórica de valorar sobrenaturalmente la vida en todas sus manifestaciones, desde las mínimas de cada día hasta las sublimes del dolor, de celebrarla como don de Dios al margen del placer, sobre el sufrimiento, sobre las formas «dionisíacas» en las cuales los hombres buscan vanamente la felicidad; en fin, de transfundir en la vida el bien soberano de la Fe y poner al servicio de la Fe todos los bienes de la vida. DESPEDIDA Los libros se abren con un prefacio y se cierran con una conclusión; acaso porque el escritor teme dejar al lector enfrente a su propia obra, para juzgarla y recabar de ella algún bien y alguna utilidad; el autor lleva el propósito -bueno o malo, injusto o erróneo, no es éste el lugar de juzgarlo- de guiar al lector. También yo, que he puesto al frente de este libro un prólogo para declarar al lector cuáles fueron mis intentos al escribirlo, debiera ahora, que he llegado al fin, poner una conclusión y resumir en qué consiste el Franciscanismo. Aquí pudiera yo repetir la idea que, afirmada en las primeras páginas, he procurado seguir y demostrar en todo el libro: el Franciscanismo es el Evangelio vivido integralmente; es amor, hecho de concretez y de sacrificio, y como concretez se explica en la acción, como sacrificio se explica en la pobreza. Mas, ¿para qué sirven las definiciones, sino para disecar las ideas? Y yo temo empobrecer la riquísima espiritualidad franciscana, capaz de nutrir las almas y las obras más diversas, encerrándosela en una fórmula a los pacientes lectores que me han seguido en la rápida visión de siete siglos. Permítame, con todo, el amigo lector, un consejo. Quien desee hallar a San Francisco, vaya a San Damián o a la Verna. Allí le encontrará vivo y verdadero, mejor que en cualquier libro de cualquier escritor. Cuando el piadoso peregrino se haya internado por las callejuelas de Asís, y en ciertos ángulos se haya detenido con el corazón suspenso porque habrá visto por debajo de un arco, en una encrucijada, entre dos casuchas de piedra y una pequeña iglesia, asomar la túnica de un fraile, y habrá recibido la impresión de hallarse en presencia del Santo, tome entonces el piadoso peregrino la calle de Porta Nuova, baje la senda que conduce al llano; los cipreses indicarán de lejos el lugar; el cielo, los montes, el color de la naturaleza, el canto nostálgico de los campesinos le certificarán que entre aquellos olivos existe aún mucha parte viva del primitivo franciscano. En la obscura iglesia de San Damián, en el corillo de Santa Clara, subiendo por aquellas escaleras angostas, entre aquellos rincones y rinconcillos, al sentarse sobre aquellos rústicos bancos y contemplar las primitivas pinturas, entre aquellas piedras toscamente labradas se sentirá desde luego a sí mismo, hombre moderno, como a disgusto, en contraste con el lugar y la poesía. Mas en seguida el alma vencerá aquel primer sentimiento; y si el alma del piadoso peregrino es franciscana, se impregnará toda de aquella dulce poesía de bondad, de pobreza y de sencillez, de suave alegría, aunque ligeramente mezclada de melancolía; respirará entre aquellas celditas y capillas como un aire nuevo; los labios se abrirán entonces a una plegaria sencilla; el piadoso peregrino inclinará la frente y nunca como en aquella intimidad sentirá cerca de sí al Dios humanado. Luego, levantándose, si al través de ciertas escaleras obscuras llega al jardincillo de Santa Clara, que da al valle de Espoleto, le entrará por los ojos toda aquella naturaleza umbra serena y tranquila, le parecerá oír a las aves acompañando el canto de fray Francisco a las criaturas; descenderá a su corazón cierta dulzura y lo enternecerá; entonces el peregrino que va en busca de la paz comprenderá qué cosa es la serenidad franciscana. En cambio, si el piadoso peregrino, deseoso de penetrar el sentido del misterio de San Francisco, trepare por las peñas que conducen a la Verna salvaje y, perdido en la selva, tornare a la capilla que recuerda el don divino de los Estigmas, o se recogiere a orar debajo del Sasso Spicco, sentirá congelársele el corazón y correrle por los miembros un escalofrío: sorprenderle ha un pensamiento de muerte y en su alma brotará un deseo de penitencia; mas también aquí, vencida la primera reacción, le parecerá ver al Cristo de Lucas de la Robbia, levantado entre el cielo y la tierra en la Cruz, como animarse; su carne atormentada encenderse con nueva vida, correr la sangre por la venas y colorear los miembros, el divino rostro respirar suave dulzura; y aquellas manos que se arrancan de los clavos, y aquellos brazos que se desprenden de la Cruz y abrazan a un hombre humilde, sencillo, pequeñuelo, que está a su lado y le habla con las palabras más hermosas que puede formar el corazón. Al peregrino le parecerá oír de la boca del Cristo moribundo esta invitación: «Imítame, alma mía, como éste me ha imitado». Así es como San Francisco nos ayuda a encontrar, comprender, amar, al través de Jesús y Jesús crucificado, la misión de nuestra vida en la tierra. Esta vida es dolor y es angustia; mas la amargura se trueca en dulcedumbre y las lágrimas se transforman en sonrisa si se las considera y avalora en Aquel que ha muerto por los hombres. Y tal acontece a quien aprende de San Francisco a amar en Jesucristo nuestra vocación cristiana, la misión, cualquiera que sea, que el Padre celestial nos ha confiado en la vida. * * * NOTAS BIBLIOGRÁFICAS Ubald D'Alençon: L'âme franciscaine. Paris, 1930. A. de Sérent: L'âme franciscaine, en «Archivum Franciscanum Historicum», 1915. L. Bracaloni: L'anima francescana, ibíd. L. Bracaloni: La spiritualità francescana, en «Studi Francescani», 1930-31. F. Imle: Der Geist der heiligen Franziskus und seiner Stiftung. Rottenburg, 1921. Franciscan Philosophy and Education. A Symposium of Essays, edited by F. Kirsch. Milwaukee, 1931. Psychology and the Franciscan School. A Symposium of Essays, edited by Claude Vogel. Milwaukee, 1932. V. Breton: La pensée franciscaine, en «France Franciscaine», 1922. V. Breton: Le Christ de l'âme franciscaine. Paris, 1927. V. Breton: Médiation de Jésus-Christ (La place du Christ-Jésus dans la piété franciscaine). Paris, 1936. Jaccard: La renaissance de la pensée franciscaine, en «Revue de Théologie et de Philosophie», 1930-31. |
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