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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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Capítulo tercero I. LOS PROBLEMAS Y LOS ERRORES En el prólogo he dicho que mi propósito, al escribir este libro, era examinar si el Franciscanismo, como concepción del Universo, como norma de vida, aún tiene que decir una palabra al mundo moderno, y si esta palabra es cabalmente la que el mundo moderno ha menester a causa de sus yerros y a fin de curarse de sus torturas. El haber intentado recoger el carácter fundamental de San Francisco y de su espiritualidad y el haber estudiado esta espiritualidad en su obra de siete siglos no ha sido más que una premisa a la respuesta que pretendo dar aquí a la pregunta: ¿Cuál es la palabra que el Franciscanismo tiene que decir al mundo moderno? ¿Qué misión tiene el Franciscanismo en la vida moderna? Para responder a esta pregunta se han de considerar dos puntos: 1) Si la civilización moderna es cristiana y en qué grado; 2) Cuál es la posición de la espiritualidad franciscana en relación con los errores y exigencias de la conciencia moderna. La respuesta al primer punto será breve; es un análisis doloroso, y para hacerlo basta una ojeada a nuestro rededor. La respuesta al segundo resultará del análisis de algunos conceptos fundamentales del Franciscanismo acerca de la vida interior, la libertad, el saber y la acción. En realidad vamos a recoger conceptos y doctrinas ya ilustrados en las páginas precedentes al hacer mención de los hombres que han defendido y vulgarizado unos y otras; pero una exposición sistemática y ordenada me parece útil, y voy a darla en los párrafos siguientes. Nuestra sociedad presenta profundos contrastes, por lo que resulta difícil recoger su carácter fundamental. De una parte el desenvolvimiento de la ciencia, que rápidamente, en el transcurso de un siglo, ha revelado secretos de energías ignorados en los siglos pasados; la ascensión económica y política de las clases obreras; la nivelación de todas las clases en el aprecio de los valores intelectuales y morales; la disminución notable de las venganzas privadas, de los odios cívicos, de los abusos personales; el bienestar material más difundido; un criterio más amplio de igualdad y socorro social son otros tantos signos de que nuestra sociedad contemporánea ha conseguido un grado de civilización que las épocas precedentes sólo en ciertos momentos creyeron posible. Y no faltan tampoco en esta sociedad contemporánea tan adelantada señales de una vida espiritual intensa, ni las que revelan la profunda influencia que ha ejercido en ella el Cristianismo. Basta pensar en el infinito número de almas que, en el dolor de las pruebas y de las angustias, se vuelven a Dios implorando su misericordia. Quien luego considere cuántos jóvenes de ambos sexos viven en nuestros días en pureza de costumbres y al servicio de un ideal, no puede menos de reconocer que todavía en la vida moderna hay tesoros de fe y de caridad como en los siglos de más intensa vida cristiana. No se descubren estas señales a los superficiales, al que mira las cosas por defuera; mas quien tiene conocimiento de almas sabe que hasta en las grandes ciudades modernas, tan paganas al parecer, hay abundancia de vida sobrenatural, férvida actividad de obras de fe y de caridad que penetra en el conjunto social y lo transforma. Los frutos los conoce quien frecuenta hospitales, cárceles y escuelas. Mas, si alguno observase que todo eso es irradiación, no el centro del Cristianismo, justo será responder que aun el centro solar del Cristianismo, la Iglesia católica, apostólica, romana, con sus dogmas, sus Sacramentos, su jerarquía, su vida sobrenatural e histórica, no sólo continúa místicamente la vida de Cristo, su Jefe y unificador divino, sino que además ejerce en nuestros días una influencia como quizá raras veces la ejerció en los pasados siglos. Puede decirse que la palabra, la enseñanza y el ejemplo de la Iglesia, de su Jefe augusto, del sacerdocio católico, son recibidos por la sociedad contemporánea con menos irreverencia que ayer y que es menor la oposición a la obra del apostolado católico. Al lado de estos bienes que fuera injusto negar, esa misma sociedad presenta señales de una decadencia religiosa, moral y hasta civil que aterroriza. Es verdad: el mal no sobrepuja al bien que muchos hacen y persiguen; es verdad: grande el número de los malos, mas no vence a los buenos; es verdad: la vida, pagana, mas ese neopaganismo no sofoca todas las aspiraciones a Dios; es verdad: la civilización moderna niega lo sobrenatural, mas no logra substraerse a ello. Luego el mal no excede al bien. Luego, aun de cara al diagnóstico de tantos males, puede el ánimo abrirse a la esperanza; esta sociedad pagana aun puede salvarse, escuchar los llamamientos de Dios, responder a su vocación cristiana. ¿Cómo puede hacerlo? Para responder a esta pregunta conviene calar más hondo en el diagnóstico del mal. Que nuestra sociedad no aplique los oídos a la voz de la Iglesia romana, ni siga el ejemplo de las almas profundamente cristianas que viven en su seno, no debe causar maravilla. Meditemos: cuantos (y son por desgracia numerosos los que están en este estado de conciencia) aman el Evangelio, mas prescinden de los dogmas, rechazan los Sacramentos, niegan el Magisterio de la Iglesia, podrán ser hombres de bien, no verdaderos cristianos; podrán llamarse criaturas de Dios, no «hijos de Dios» por la Gracia, que es la divina nobleza de los cristianos; podrán gozar de rechazo de los beneficios del Cristianismo, no participar de su vida. Sentada esta verdad harto amarga, por cuanto repugna a todas las pasiones humanas, desde el orgullo hasta la voluptuosidad, de verdaderos cristianos queda escaso número. Los más de los hombres de nuestro mundo moderno viven sin Cristo y su Iglesia, o porque ignoran o porque niegan la vida sobrenatural, nuestro destino sobrenatural, el gobierno sobrenatural del mundo. Lo que con expresión muy sumaria y algo abstracta se llama pensamiento moderno, y comprende filosofía, arte, política, economía, es el fruto de un proceso secular, que viene desde el Renacimiento, de negación de lo sobrenatural. Y hemos llegado a tal extremo de negación, que hasta el lenguaje sobrenatural es incomprensible al hombre moderno; las grandes verdades de la Fe o se han olvidado, o se han descuidado, o han variado de significación para la mayor parte de los hombres; raras veces son elementos de decisión en sus actos; la ideología racionalista circula por nuestra sangre como una enfermedad hereditaria, ataca en cuanto puede el Catecismo aprendido en la infancia, pone puntos interrogativos a nuestro Credo para abrir a la conciencia un subterfugio cuando la Fe le prohíbe pecar. Esta ideología racionalista, que instintivamente se resiste a admitir un Dios personal y tiende a considerarle fantasma de la mente humana en una fase de puerilidad, o creación de nuestro espíritu, está en acecho contra todo arranque del corazón hacia Dios, y detiene asimismo toda inquisición que el corazón hace de Dios, para sonreírse mefistofélicamente: «Repara, tú creas lo que buscas y lo tendrás. Tú mismo creas a tu Dios». ¡Y lo dice como si este acto de la así llamada creación fuese posible sin un Dios que nos haga capaces de pensar; como si este hacernos a Dios no fuera ya un testimonio de la existencia de Dios! Más todavía: la ideología racionalista frena el impulso hacia el Eterno y la fe en la autoridad de la Iglesia, insinuando el temor de la puerilidad, como si no fuesen también pueriles los hombres cuando se fabrican sistemas que el tiempo destruye, en tanto que Dios permanece; como si amar a una persona hasta la adoración y seguir una idea hasta convertirla en culto no fuese substituir el siervo al señor, la sombra a la luz. Tal vez pocos niegan a Dios, pero pocos le conocen según la Revelación; muchos le acomodan a la propia conciencia, por no decir a las propias debilidades. Mas cuanto más se anubla la idea de Dios, tanto más crece el concepto de la autonomía y de la potencia del hombre; la excesiva valoración de la naturaleza, comenzada en el siglo XV, desvalora el dogma del pecado original, del que hoy se sonríe como de un mito, y tiende a ennoblecer los instintos, a considerar una necesidad, mejor dicho, un deber y un signo de fuerza la satisfacción de los mismos, por manera que, en la conciencia vulgar, pecados se llaman sólo aquellos que ofenden al prójimo, no los que rebajan el alma al nivel animalesco, no los que ultrajan al Legislador divino. Se olvida la debilidad del hombre, motivo profundo de meditación para todo el medievo; se exalta su pensamiento, su voluntad; por el pensamiento se hace del hombre el creador de lo real, mientras por la voluntad se le hace árbitro de la vida y de la historia. La exaltación del hombre trae otra consecuencia deletérea: el olvido e incuria del misterio de la Encarnación. Cristo es todavía amado como el iniciador de una nueva era, y cabalmente del advenimiento de la libertad y de la «divinización» interior del hombre, mas no como el Mediador, el Redentor, el Rey, el Pontífice del Universo. El centro de la vida se le ha traspasado de Cristo al hombre, no al hombre individuo empírico, se entiende, sino al hombre en cuanto humanidad, mejor en cuanto espíritu; y en la fuerza del espíritu, que crea lo real, desprecia el dolor, se extiende a lo por venir, en la seguridad de un progreso indefinido se ha puesto el endiosamiento. Perdida la idea de Cristo Mediador y Redentor se pierde también la idea de la Gracia. Basta observar la sociedad contemporánea para ver al punto la evidencia de este hecho: la ofrenda de su vida divina hecha por Cristo deja indiferentes a los hombres, que se creen divinos o divinos quieren hacerse con las propias fuerzas. Si la gloria de Dios no les preocupa, la felicidad del cielo no les atrae. Cielo e infierno son nombres incoloros para los hombres de hoy, inmersos en la acción, incapaces de ahincarse en la meditación de una verdad extraña a su experiencia y ajena a su inmediato interés. El concepto del devenir se ha posesionado de tal suerte de nuestro pensamiento, que la fugacidad de la vida, en vez de ser un elemento de dolor como para el pasado, se ha convertido en elemento de placer. A la felicidad inmóvil, aspiración de la Edad Media, se prefiere la hora fugitiva que nos trae el ajenjo y la miel, el gozo y la pena, aquel contraste de bien y de mal que forma el espasmo de la vida. La paz es una aspiración de otros tiempos, porque en el dinamismo moderno paz significa estancamiento y tedio: estancamiento de aquella actividad que es la explicación del yo, tedio por falta de estímulo a la consecución de un mayor bien. La filosofía moderna ha quitado al dolor su eficacia de modo que ya no sirve para conducirnos a Dios. El aliquid amari, que hacía dejar con hastío la copa del placer a Lucrecio, es para el hombre moderno incitamento a nuevo deleite. Tras el goce la saciedad, y tras la saciedad la náusea; de acuerdo: mas, pasada la náusea, se torna a gozar; la vida comienza mañana. El vanitas vanitatum, «vanidad de vanidades», no aconseja ya la renuncia; al contrario, la satisfacción. La vida tiene sabor en cuanto es fruto que no se muerde dos veces; la felicidad, siempre deseable porque no se alcanza nunca, se consume en la dialéctica de la acción que empeña, absorbe y trastorna, que hace olvidar la eternidad, ya cuando deprime, ya cuando exalta. Leopardi y Schopenhauer hoy no serían escuchados; su gran motivo pesimista ha perdido su valor; energía, la décima musa, así como ahoga orgullosamente el dolor, así también rechaza orgullosamente el placer y la felicidad misma cuando atentan a su poder, y aspira a una sola cosa: al predominio del yo. Así, pues, la excesiva valoración de la naturaleza, la exaltación del hombre, el menosprecio del dogma del pecado original, el olvido del Legislador supremo, la fe en la autonomía del espíritu y en su continuo desenvolvimiento son como los anillos de una cadena de errores, con los cuales el hombre ha volcado los dos pilares de la felicidad y del dolor, donde descansaba la exigencia sentimental humana del más allá, para fundirlos, indivisibles, necesarios, inmanentes, en la onda del devenir. Esta cadena de errores ha hecho algo más y peor: ha confundido el criterio distintivo de lo verdadero y lo falso, del bien y el mal. Si la verdad es el pensamiento presente; si cada acto contiene toda la experiencia de lo pasado y adquiere una nueva que, sea cual fuere, favorece el acrecentamiento del espíritu, viene a faltar un serio motivo de remordimiento; la necesidad de la expiación se amortigua con el pensamiento de que toda acción halla en sí y en sus consecuencias el premio o el castigo; la necesidad de la purificación se templa en la ilusión de aprender cayendo y de mejorarse uno a sí mismo comenzando de nuevo con más rica humanidad. Prevalece en los intelectuales, en los seudointelectuales y en la gente de mundo una cierta conciencia estética, que es la negación de la conciencia cristiana del pecado. Considera con la misma benévola indulgencia el vicio y la virtud como dos aspectos igualmente interesantes de la realidad efectiva; no desprecia la culpa, no se conmueve, antes se sonríe de la austera moralidad; y, si admira alguna grandeza, es la grandeza tenaz del querer y del osar, como quiera y en cualquiera que se manifieste, en un aventurero o en un santo. Admira la elegancia de la línea, buena o mala que sea; mediante ella se puede, con tal que se haga de un modo elegante, engañar con habilidad, ofender con cortesía, mentir con genial invención. Esta conciencia estética refinada, cuando admira sobre todo la voluntad y la astucia, se acerca por inmoralidad, o por criterio anticristiano, a la conciencia ignorante y encallecida, que tiene por blanco el lucro o el placer, que tiene por criterio de juicio el éxito, que da siempre la razón a quien vence; en una palabra, a la concepción groseramente materialista y económica de la vida. Por fortuna la estética y la economía no logran acallar la voz del deber; y si esa voz no habla en nombre de Dios, habla en nombre de nosotros mismos, o de la humanidad, o de la patria; substituciones, a decir verdad, insuficientes, por nobles y grandes que sean, pero útiles, como el pan de zahína cuando falta el trigo. Existe, pues, si bien en pocos, y raras veces franca y entera en todas sus partes, una conciencia moral natural, una moralidad cívica, la cual, si es suficiente a alejar de la culpa, o a lo menos de aquellas culpas que ofenden a la colectividad, contribuye, no menos que la conciencia estética y la vulgarmente económica, a desconocer y desvalorar el pecado como ofensa a Dios y condenación del alma. Considerando el pecado desde el punto de vista natural, como hecho humano, lo despoja de su fundamento de error y sobre todo de su carácter de ofensa a Dios. Se peca, y por ventura el que peca se avergüenza, mas no teme pecar; se peca, pero se considera el pecado como parte integrante, cuando no necesaria, de la humanidad; más aún: algunos pecados parecen derechos de naturaleza; algunas virtudes, como la castidad, la humildad, la mansedumbre, son hoy a los ojos de muchos mutilaciones y renuncias injustas. Considerado como un mito el dogma del pecado original, la miseria humana se cubre con la fuerza plasmadora de la voluntad, o más bien, se niega; considerados asimismo como mitos pueriles el cielo y el infierno, la felicidad, o mejor, la alegría del vivir, pretenden muchos alcanzarla de la fugitiva realidad, y lo pretenden a costa de mentirse a sí mismos. La voluntad y la voluptuosidad, para los hombres vulgares; la voluntad y el bien del Estado, o más genéricamente el bien público según un determinado ideal político, para los hombres superiores; a veces todo junto: voluntad y voluptuosidad, patria o humanidad (en quien continúa viviendo impersonalmente el espíritu), representan el alfa y el omega de la conciencia moderna. Cuando un hombre tiene tanta energía volitiva que logra el fin que se propone, y prolonga por sí mismo el blanco adonde tira, de modo que su arco no se afloje nunca y su esfuerzo se proponga cada día una meta más alta que sea su razón de vivir, entonces este hombre toca a la cumbre del heroísmo. Y el ejemplar del heroísmo, desde que el humanismo llamó a los héroes de Plutarco a ocupar el puesto de los santos, no es el imitador de Cristo, héroe por excelencia, sino el hombre que sobresale por potencia de voluntad. Si el dolor, perdida la humildad, ya no logra conducir a la Fe, queda otra grande mensajera de Dios: la muerte. Mas, ¿quién piensa seriamente en la muerte en ese vértigo de trabajo? Antes hallaba uno tiempo para concentrarse e imponerse a sí mismo aquella certidumbre del fin, que es para todo hombre una verdad abstracta hasta el último suspiro; hoy el buen pensamiento, si es que viene, queda sofocado entre las espinas de la actividad exterior. Por otra parte, si la meditación de la muerte torna juicioso a quien busca, a quien duda, a quien sufre por algún remordimiento, resbala indiferente sobre la conciencia absorbida del presente inmediato, satisfecha de su hacer y de su hacerse a través del bien y del mal, curiosa de la muerte sólo como de una postrer experiencia. Más aún: para ciertos hombres, no sé si más cínicos o decadentes o morbosos, pensamiento y peligro de muerte son coeficientes de placer. Tal modo de concebir la vida no es esporádico, sino corriente; de la filosofía se filtra en las escuelas, en la política, en el arte; del teatro, de la novela, del cinematógrafo, se volatiliza en el aire que respiramos y envenena a veces hasta el alma de los católicos mismos, transformando a muchos en herejes inconscientes. A los hombres de su tiempo rebeldes a Dios proponía San Buenaventura su silogismo en esta forma: «La razón pregunta: ¿Qué debe hacerse de un hombre que ha profanado el templo de Dios? - La sindéresis responde: O matarlo o purgarlo con los gemidos de la penitencia. - La conciencia echa en cara: Tú eres ese hombre; y argumenta: O condenarse o sujetarse al aguijón de la penitencia. - Entonces la voluntad escoge. Pues rechaza la eterna condenación, se sujeta de buen grado al aguijón de la penitencia». Mas cuando San Buenaventura ponía este largo silogismo presuponía como verdades ciertas, conservadas en el alma del pecador, Dios y la eternidad, el cielo y el infierno: la armadura moral podía venir al suelo, mas quedaban en pie las paredes maestras. Más tarde, cuando San Ignacio ponía a los hombres de su tiempo, para hacerles volver a Dios, el dilema guerrero evangélico de los dos campos y de las dos banderas, daba por firme en su «ejercitante» la idea del bien y del mal, de la muerte, del fin trascendente de la vida: si algún muro maestro había en parte venido a tierra, los fundamentos resistían y permitían la reconstrucción. Mas hoy Dios, el espíritu, la eternidad, la culpa y la virtud han perdido su significado cristiano para tomar otro trascendental filosófico que extravía a los inexpertos, calma las conciencias débiles, temerosas de un fuerte freno, y se hurta al influjo religioso, erigiéndose a sí mismo en religión. Un Joaquín Ciani podía asustar a Boccaccio; hoy ni siquiera las amonestaciones del Papa conmueven a un D'Annunzio. Savonarola fue el último profeta desarmado que sacudió las conciencias, arrastrándolas a la acción política; mas después que Maquiavelo anatomizó despiadadamente la política, idealizándola al mismo tiempo como la ocupación más alta y digna del hombre, desde entonces la religión es considerada de muchos política, o sea, exclusivamente para los fines de la vida civil. Ya no está la humanidad al servicio de Dios, sino Dios al servicio de la humanidad. * * * En una civilización así formada el Franciscanismo puede parecer un anacronismo, o bien un sueño de otros tiempos, edad de oro del espíritu. ¿Qué hay de común entre los fidelísimos del Evangelio y los modernos esclavos de la máquina, reacios a toda labor bella y delicada? ¿Qué puede darnos el Franciscanismo? Lo que nos falta y que el progreso mecánico exterior de nuestros días es incapaz de crear, o sea, el medio para curar del mal que el veneno de nuestros tiempos ha inoculado en nuestras venas. La fe absoluta en nuestras fuerzas, la fiebre del trabajo, la satisfacción del presente, el desprecio del dolor y de la muerte, que son el tormento de las almas modernas, celan un descontento que no puede destruir todo el confort angloamericano. Este descontento no es ciertamente una novedad de nuestro tiempo, pero en nuestro tiempo es más impresionante, porque contrasta con las conquistas de que se gloría el actual progreso. A este más o menos confesado tormento y anhelo a lo infinito, que es lo que nos hace hombres, la antigua civilización oriental había respondido con la felicidad del aniquilamiento en el Todo; Grecia, con el pensamiento y la belleza; Roma, con el Derecho; el Cristianismo, con la única Revelación capaz de satisfacer las necesidades del corazón humano: la paternidad de Dios y la redención del hombre por obra del Hijo de Dios; el medievo repitió esta respuesta, mas no la practicó completamente, por donde el Renacimiento pidió de nuevo a la antigüedad clásica el saber y la belleza para los hombres fatigados, y los tuvo y los gozó no hasta la felicidad, que está en otra parte, sino hasta el agotamiento en la pasión creadora de las obras maestras de arte. La civilización moderna obtiene de las máquinas la máxima velocidad y el máximo bienestar, mas nada que consuele verdaderamente el corazón de los hombres; esta civilización no acierta a darnos ni siquiera la belleza del arte, porque la belleza quiere contemplación y se expresa en arte mediante un laborioso proceso de amor y dolor, mientras a nosotros nos falta la calma para contemplar, el tiempo para meditar, el recogimiento y el espíritu de sacrificio para sentir la poesía del amor así como el beneficio del dolor. Ahora, si es que tenemos fragmentos de goce, si nos jactamos del progreso mecánico, si compadecemos a los antepasados que andaban en coche y leían a la luz de un candil, en realidad nuestro orgullo es una máscara sobre la duda, sobre la inquietud, sobre la pregunta que en las breves pausas entre carrera y carrera salta del profundo: ¿Por qué? La necesidad de obrar no explica el motivo de la vida. El aeroplano, la luz eléctrica, la radio, no nos ahorran la fatiga de estudiar para saber, el esfuerzo de dominarnos para convivir y de luchar para vencer, la pena de ser humillados y desamados. Todo es pulido, cómodo, rápido; mas el nacer y el morir son como antes, y quien desee una onza de ingenio, un sorbo de amor, un relámpago de idea, un par de años más de vida, no encuentra una máquina que se los suministre. Cuando nos declaramos satisfechos nos mentimos a nosotros mismos y atolondramos el alma. Cuando negamos el pecado y la responsabilidad ahogamos la conciencia, la cual es para cada uno de nosotros legislador y juez inexorable y a cada uno aplica la ley con una personal medida, a la cual no podemos contravenir, aun cuando todos los tribunales del mundo nos absolviesen. En realidad basta que nos detengamos un poco y entremos en nosotros mismos para darnos cuenta de que somos harto más infelices de lo que creemos. Esta diagnosis del mal que aflige a nuestra sociedad puede resumirse en una frase: la privación de Dios, la falta de vida sobrenatural, el dominio de la naturaleza. Mas no hay motivo para desesperar, pues el Cristianismo es una fuerza divina que no faltará jamás en el mundo. San Francisco puede también hoy llevar los hombres a Cristo, porque su espiritualidad ofrece una especial, directa respuesta a ciertos problemas de la conciencia moderna, los cuales son: la inquietud interior, la crisis de la libertad, la tendencia a la acción, la prosecución de la felicidad. II. LA VIDA INTERIOR Al desasosiego de la conciencia moderna San Francisco responde con una doctrina y una mística que es necesario conocer y calar hasta lo íntimo para no caer en ese Franciscanismo literario que ama a Asís, el valle de Espoleto, sus montes, su paisaje sereno, pero sostiene que la vida franciscana es un sueño de tiempos pasados cuyos lineamentos ideales conserva Umbría en su naturaleza, y lo estima inconciliable con nuestra civilización mecánica, veloz, estandardizada. Traer aquella pobreza a nuestras ciudades vertiginosas, entre el humo de las fábricas, el estruendo de las máquinas o el alcorzado lustre de un escritorio bancario, parece absurdo; traer aquella pobreza sobre las esculturas marmóreas de los grandes hoteles, a los magníficos automóviles, a las amplias y bien abastecidas bibliotecas, a los salones modernos, parece utopía; pero utopía, más aún, locura, pareció también a los hombres del siglo XIII la de San Francisco cuando llevó su palabra y su doctrina no sólo a las aldeas umbras y casas de los pobres, sino también a los castillos y palacios, a las ciudades de tráfico y entre las filas de los combatientes, y no se encerró en los claustros de sus montes, sino que peregrinó a Francia, Galicia, Palestina, descalzo y pobre, por todas partes a pie, mientras sus contemporáneos procuraban viajar a caballo, bien provistos, y tenían a las comodidades de la vida el mismo amor que tenemos nosotros. Si las circunstancias históricas varían, las pasiones son iguales en todos los tiempos. En realidad, tanto en el siglo XIII como en el XX el mundo se siente atraído por las manifestaciones externas de simpatía para con las criaturas que caracterizan a los franciscanos; y en las almas de una y otra época ejerce un espectáculo atrayente esa comprensión de la belleza, esa pobreza generosa, esa sencilla alegría, que son como la irradiación y la unificación de la espiritualidad franciscana; mas, colocado frente a la substancia de esta espiritualidad, que es a la vez austera y maternal, especulativa y afectiva, negadora y exaltadora de todas las inclinaciones humanas, el mundo se resiste a aceptar el aspecto más severo de aquélla, porque no comprende su inspiración sobrenatural, y llama fanatismo y locura lo que es, por el contrario, expresión de la substancia de esta concepción de la vida, es decir, el amor de Dios. Y es que para comprender esta espiritualidad son necesarios dos medios: primeramente, colocarse en la mira sobrenatural en que se colocó San Francisco; en segundo lugar es preciso ponerse a meditar los escritos de San Francisco, ya que, si sus mayores Hijos son doctos, sistemáticos y sutiles, ninguno es como él evangélicamente accesible a todos y al mismo tiempo tan original que ofrece por intuición admirable los gérmenes de doctrinas que tal vez él mismo no suponía y que otros desenvolverán. CONFORMIDAD CON CRISTO SEÑOR En las brevísimas paráfrasis al Padrenuestro San Francisco da a cada versículo una interpretación suya, nueva y significativa. Dos pasajes señaladamente son dignos de notarse. El primero se refiere a la frase: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», a fin de que, comenta luego, «te amemos con todo el corazón, pensando siempre en Ti, con toda el alma deseando siempre a Ti, con toda la mente dirigiendo a Ti todas nuestras intenciones, buscando en todas las cosas tu gloria, con todo nuestro empeño expendiendo todas las fuerzas y sentidos corporales y espirituales en obsequio de tu amor y no en otra cosa, amando a nuestro prójimo como a nosotros mismos, trayéndolos todos a tu amor, gozándonos de los bienes ajenos como de bienes nuestros, y compadeciéndolos en sus males sin ofender nunca a ninguno». Aquel «hágase tu voluntad», entendido generalmente como sumisión a la Ley y a los acaecimientos dispuestos por la Providencia, generalmente pronunciado como un acto de fe, de obediencia, de resignación, es para San Francisco un acto de amor. Hacer la voluntad de Dios significa amarlo. En efecto, ¿qué otra cosa quiere Dios de nosotros sino que le amemos? ¿No es el amor la perfección de la ley? Voluntas Dei sanctificatio vestra, dice San Pablo; mas la santificación es obra de amor; por eso San Francisco pide amar a Dios como Dios quiere ser amado, «con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas». Otro pasaje importante de la paráfrasis de San Francisco es aquel en que, habiendo dicho que «el pan nuestro de cada día» es «el amado Hijo tuyo y Señor nuestro Jesucristo», concluye pidiendo este pan en memoria, inteligencia y culto «del amor que nos tiene y de las cosas que por nosotros dijo, hizo y padeció». Aquí es de notar cómo el Santo, libre de todos los deseos terrenales, aun de los más legítimos, y de todas las preocupaciones humanas, pide al Padre únicamente a Jesucristo, pan del alma; mas no lo pide para nutrirse y gozarse con Él (eso deriva necesariamente de su bondad, y no hay por qué mentarlo): lo pide para recordar, amar y adorar el amor olvidado del Hijo de Dios y su Pasión. El comentario del Padrenuestro termina en apasionadas palabras de gratitud y alabanza, cual si quisiera el Santo alejar de su fe toda tendencia utilitaria. Otra oración en alto grado expresiva es el Absorbeat, que responde muy bien al espíritu del Santo, aun cuando la letra no sea de San Francisco: «Arrebate, ruégote, Señor, la ardiente y dulce fuerza de tu amor mi mente de todas las cosas terrenas, para que por amor de tu amor yo muera, como Tú te dignaste morir por mi amor». Con un lirismo no superado por ningún poeta, San Francisco pide morir de amor; no de amor para con Dios, nótese, pues esto parecíale acaso presunción o a lo menos falta de delicadeza para con Aquel que lo había prevenido en amar, sino por amor de su amor: el sentirse amado de Dios él, pobrecillo, le derretía de ternura. La característica de este modo de orar es el olvido total de sí mismo y de las propias necesidades, no sólo temporales (lo que es comprensible), sino también espirituales. La alabanza, el grito de amor (¡Mi Dios, mi todo!), el abismamiento en la propia nada para mejor exaltar la inmensa bondad de Dios, substancian la oración de San Francisco. Si al principio de su conversión se proponía servir al mayor Señor del mundo, y eso quizá más por grandeza de ánimo que por ambición, ahora no dice: «¡Quiero hacerme santo, gran santo!». ¡Ni por sueños! Sólo anhela comprender el amor de Dios para serle agradecido. En la oración San Francisco busca y ama de preferencia la humanidad crucificada de Jesucristo. Al cabo de dieciocho años de imitación del Señor como no se había visto nunca igual, pidió la extrema imitación que no podía conseguir con su voluntad: la crucifixión. Y obtuvo los Estigmas. Con este sello impreso en los miembros de su fundador, la piedad franciscana penetraba todavía más profundamente en la concepción paulina: Cristo cabeza de toda la Iglesia; cada alma un miembro de su cuerpo místico, destinado a completar en sí su Pasión. San Francisco realizó sensiblemente esta participación en la Redención, a la cual son llamados todos los hombres, y con el ejemplo amonestó a todos los fieles a volver todos sus deseos a un centro único: Cristo y Cristo crucificado. Así, pues, la espiritualidad franciscana se compendia en una extrema y total imitación de Cristo; el franciscano no debiera distinguirse de los otros cristianos sino por una mayor adherencia a la vida del Señor, de tal suerte que desde Bartolomé de Pisa en adelante no se habla de imitación, sino de conformidad. Si de hecho el ideal no se alcanza nunca, alimenta, a lo menos, la disposición del alma a conformarse con Cristo no en una parte más que en otra de su vida, sino en todo; ni un pensamiento, ni un acto pueden hurtarse a esta imitación, que, además, deriva espontáneamente de la oración y del deseo de Dios. PIEDAD TEOCÉNTRICA San Buenaventura y Duns Escoto desenvolvieron la doctrina de esta piedad cristocéntrica. Duns Escoto, poniendo el motivo de la Encarnación en la glorificación del Hijo de Dios antes que en la Redención de los hombres, o sea, distinguiendo la Encarnación de la Redención, y afirmando, apoyado en la Escritura, que el Hijo de Dios predestinado a hacerse hombre para la gloria del Padre, después de la caída de Adán se humilló a una vida de trabajo y una muerte de cruz, para que la Encarnación fuese Redención, daba el fundamento central de la piedad franciscana y enlazaba las almas a Aquel por quien omnia facta sunt. El amor del Crucificado lleva a Escoto, como ya antes a San Juan Evangelista y a San Pablo, a la exaltación de Cristo centro y Rey del universo. Esta maravillosa concepción da inmediatamente el tono franciscano a la vida, porque mira la naturaleza, la historia, las cosas humanas a una luz sagrada, como criaturas y vicisitudes destinadas, aunque rebeldes, al triunfo del único Mediador, y hace de cada hombre un obrero y un soldado, voluntario o forzoso, de su Reino divino, puesto que el universo fue creado, dice Raimundo Lulio, para ser cristiano, no para otra cosa. El pensamiento de San Juan y de San Pablo, remeditado por Escoto, concluye en un teocentrismo absoluto en Cristo, el divino y necesario Medianero entre el hombre y Dios. Ésta es la roca teológica sobre la cual ha erigido el Franciscanismo la propia concepción de la vida. Quien penetra esta finalidad del universo y, con San Pablo, se considera a sí mismo miembro vivo de un organismo divino, y recuerda que al hombre se le da la Gracia para querer y obrar teniendo un fin sobrenatural y la capacidad de conseguirlo, sin que se le quite la posibilidad de rebelarse, comprende el plano de pobreza, de abandono en Dios, de apostolado sin límites querido por San Francisco; tiende a hacerse como él cristiforme, esto es, se identifica como él con la voluntad de Jesús, con su misión de adoración y expiación para con el Padre, de Redención para con los hermanos, y se siente apremiado de la responsabilidad misionera sobre todo fin particular y todo bien terreno. Más todavía: quien acepta este modo de concebir la vida puede decirse que ya no se posee en el sentido, siempre algo soberbio, de proponerse un ideal y querer conseguirlo a toda costa; al contrario, se dispone a renunciar no sólo a lo que tiene, sino también a lo que es, y hasta a lo que humanamente le agradaría ser, para no ejecutar más que la voluntad de Dios, al paso que la va conociendo. En este estado de ánimo la vida, en cualesquiera manifestaciones, so cualquier apariencia, es continua oración, continua ofrenda. Por eso puede uno vivir según la Regla franciscana hasta en un palacio, hasta en la misma riqueza, si su vida es cristocéntrica y cristiforme. En efecto, para ser uno franciscano no le basta apreciar sobrenaturalmente la naturaleza y la belleza como obra de Dios, sino que, además, le es necesario realizar en sí mismo, y en el mundo en que vive, el Reino de Cristo, despojándose de todos los cuidados terrenos. Este móvil profundo de la piedad franciscana contribuye además a realizar la pobreza interior, desnudando al alma del hábito de pensar únicamente en sí, aunque sea en orden a su salvación, y de orar únicamente por sí. El franciscano, como humilde miembro de un inmenso organismo, ora en plural, conforme enseñó Jesús; ama la oración litúrgica, que confunde su voz con las mil y mil voces de la Iglesia; imita a San Francisco, quien aun en la espesura de las selvas, lejos de los hombres que podían distraerle, invita a las cigarras y los pájaros, así como a los ángeles y a los santos, a las alabanzas de Dios; toda la creación natural y todo el mundo sobrenatural se une a él para dar testimonio de la bondad del Creador para con él, hombre tan pequeñuelo. Todo el Cielo está presente a San Francisco mientras él ora. Si esa compañía de invisibles espíritus puede desplacer al hombre egoísta que se considera a sí mismo centro del universo y hasta pretende a Dios únicamente para sí, está perfectamente conforme con el espíritu de humildad y fraternidad que nos hace creer indignos de un coloquio particular con el Señor y nos comunica el deseo de hacer a todos partícipes de su Gracia, la cual se multiplica, no se divide, y se multiplica en razón directa del amor. La presencia ideal, pero no imaginaria, refrescada de continuo en la memoria, de la corte del Cielo, de las milicias angélicas, de los espíritus hermanos en la creación, puede dar tedio, como una maquinaria mitológica, a ciertos filosofistas, pero es una grande realidad, de útil recuerdo, para no caer en la ilusión de creernos solos en amar y sufrir, o predilectos o desde lo alto iluminados. Si la concepción cristocéntrica y la persuasión de pertenecer a un único organismo divino no quedan envueltas en las brumas de las teorías, sino que resultan certeza, aumenta nuestra capacidad de amar, y las mezquindades de la envidia y de los celos desaparecen. Lo desconocido que ora a nuestro lado, en vez de causarnos pesadumbre con su murmullo, reaviva nuestro fervor; el coro popular, en las iglesias de gran concurso, en vez de distraernos nos eleva; toda oración en común nos acerca a Dios y nos mejora. En el pecador deploramos nuestros pecados; en el justo nos regocijamos del bien que nosotros no logramos efectuar; a todo hombre podemos decir: Soy como tú. En esta concepción, según la cual Cristo es Rey del universo, el pequeño yo desaparece, se pierde a sí mismo por salvarse, conforme al Evangelio. Pero al mismo tiempo nuestras angustias, nuestros dolores, parece que se disuelven, o a lo menos pierden significado e importancia; porque sólo cuando sufre el alma está segura de asemejarse al Crucificado, y de su generosidad en la aceptación de la cruz ofrecida por la Providencia depende su parte de colaboración en la Redención. Rechazar el cáliz, aceptarlo de mala gana, quejarse de él, es negar en acto la Fe profesada; por otra parte, la Fe se encarna, se hace vida, sólo en la prueba del dolor. De esta suerte, de la concepción cristocéntrica brota la flor del Franciscanismo: la alegría. De ella hablaremos más adelante. MOTIVOS ANTROPOCÉNTRICOS El motivo cristocéntrico de la Encarnación es la más alta conquista del Franciscanismo y el fundamento teológico de su espiritualidad. Pero no es el más conocido ni el que más cautiva; sólo atrae a los hombres pensativos que quieren darse razón del universo y desconfían de cierta piedad individualista que satisface más el corazón que la mente, o, todavía más, de aquella piedad formalista y abstracta que encierra la vida en menudas reglas, privándola del contacto y experiencia de la realidad. Los hombres deseosos de darse razón del universo y de su puesto en el universo mismo dirigen a la religión tres preguntas a que sólo ella puede responder: el porqué de la vida, la misión de la propia vida, la fuerza para cumplirla; mas los otros, la mayor parte, en los cuales prevalecen sentidos y fantasía, preguntan a la religión por otra cosa: la felicidad. El deseo de la felicidad está clavado en el corazón del hombre desde su nacimiento; el corazón, por naturaleza, es indestructiblemente egocéntrico. En la individualidad de cada hombre radica algo de impenetrable e incomunicable, un núcleo recóndito, por el que, si goza, sólo él sabe cómo goza; si sufre, sólo él sabe lo que sufre; si ama, sólo él sabe cuánto ama; si peca, sólo él mide su pecado; cuando está para morir se siente solo delante del Juez; para él no existe el universo. Siguiendo a su Maestro, San Francisco comprendió, mejor que cualquiera otro santo, el doble apremio del espíritu humano hacia lo individual y hacia lo universal, y la respuesta del Cristianismo en su doble aspecto teocéntrico y antropocéntrico, según el cual tanto somos para Dios cuanto Dios es para nosotros, tanto somos para su gloria cuanto Él es para nuestra felicidad, de tal modo que, si nosotros nos olvidamos de nuestra felicidad por su gloria, Él nos da el céntuplo. San Buenaventura de Bagneorregio nos enseña el camino para conducir los hombres al deseo de Dios, renunciando al deseo de las cosas terrenas. San Buenaventura, en efecto, sondea el corazón humano y no se espanta de verlo todo palpitante de deseos; antes parte de esta comprobación para conducirlo al único necesario: al deseo de Dios. Cosa difícil. Se ha visto cómo la civilización moderna sofoca las aspiraciones a lo eterno; ahora, prescindiendo de los no creyentes, debemos añadir que la ideología racionalista, unida al egoísmo individual, lleva aun a los cristianos practicantes la desconfianza de Dios, el temor de que, una vez entrado en el alma, Dios lo absorba todo y no deje vivir ciertas pasioncillas, ciertas costumbres malsanas a las que no se sabe renunciar, que transvierta el sentido de la vida moderna y transporte a la intransigencia y a la locura de la cruz. Por miedo a la renuncia y al ridículo, muchos se contentan con la pequeña moral más que con la grande; y, puesto que Dios no se puede destruir, se resignan a sufrirle como remordimiento antes que a amarle como única consolación. Más grave impedimento al deseo de lo divino son las pasiones en su extensa gama, dentro de la cual se esconde la tríada fundamental: soberbia, codicia, sensualidad. Cuando la aspiración a la felicidad se concentra en una mira terrena, cuando toma un nombre y un rostro, Dios se aleja, porque no sufre rivales, y en el puesto del Eterno se desliza un bien caduco; en el de la verdad, un fantasma; en el de la meditación, los delirios de la imaginación o el cálculo; en lugar de la plegaria, la desazón y el delirio. Parangonados con las pasiones y la tibia vileza, los demás obstáculos que trae el dinamismo del día son livianos y fácilmente removibles; contra los primeros es necesaria, condición sine qua non, la purificación del corazón; contra los otros (y aun contra los primeros) sirve el esfuerzo por buscar a Dios, en lo cual el Franciscanismo revela su insuperable pedagogía. AMOR DE DIOS Para sacudir las almas durmientes los maestros de espíritu de todos los tiempos invitan a meditar las grandes verdades: el fin del hombre, la muerte, el juicio, la eternidad; en suma, los supremos intereses del hombre. Lo mismo, claro está, enseña San Francisco; mas no es ésta la parte original y conquistadora de su enseñanza. San Francisco, concreto en su método, sabiendo que el hombre teme verdaderamente morir sólo cuando se le administra la Extremaunción, le propone otros temas (además del de la muerte) de valentía y esperanza para espolearlo al bien; magnánimo en su fe, no insiste mucho sobre motivos serviles de temor para atraerle a Dios; solícito sobre todo de la gloria de su Señor, quiere que el alma, más que pensar en la propia salvación, se avergüence de no conocerle, de no amarle. Es en seguida teocéntrico, pero al mismo tiempo y en nuevo sentido, antropocéntrico, pues arrebata al hombre hacia Dios asiéndole del corazón. Le dice: Dios te ama; el Hijo de Dios padece por ti. Y si el hombre incrédulo le pide las pruebas de ese amor, San Francisco le invita a interrogar a la naturaleza y a observar la vida y a sí mismo. En el libro revelador de la naturaleza le enseña a leer la palabra bondad. De la experiencia interior le enseña a sacar las pruebas de los beneficios recibidos de la Providencia, la cual, más misericordiosa que severa, a cada uno de nosotros da más de lo que podemos devolver; da, aun cuando especulamos con su ley o nos rebelamos contra ella, sus dones; da como ningún viviente, por mucho que nos ame, puede darnos; y lo que niega o quita es solamente lo que nos había de perjudicar o impedir la misión señalada a cada uno. El estudio atento de la propia conciencia lleva a una gratitud que necesariamente se transforma en amor; la consideración ahincada de ese invisible Dios que la razón nos declara tan bueno y la Fe nos revela infinitamente bueno, bueno hasta encarnarse, y padecer, y morir y aniquilarse en la pequeñez de la especie del pan cotidiano para comunicársenos a Sí mismo, eleva el amor a una adoración que embiste de todo en todo al alma como una llama purificadora. Para vencer la avaricia espiritual, que teme la invasión de Dios, San Francisco, más que amenazar con la ira de Dios, nos persuade de que todo lo que hay en nosotros y fuera de nosotros pertenece a Él. Si la vida tiene algo que nos agrada, es por su bondad. Ningún bien deseado puede venir sino de Él; si amamos una criatura, la manera cierta de favorecerla, de no perderla, es amarla en Él; nuestra ofrenda, por grande que pueda ser, es más aparente que real, es ya de antemano un don suyo, porque nada le damos que Él no pueda quitarnos o acrecentarnos a su voluntad. La ascesis franciscana, aplicando el pensamiento de San Agustín, «ama y haz lo que quieras», no tanto considera las cosas que deja, cuanto a Dios, al que quiere amar. No razona sobre los afectos que ha de excluir, sino sobre la caridad que debe conquistar. Concentra su deseo en el Señor, y todo lo demás pasa a segunda línea por selección lógica y casi espontánea. Meditar y resolver la renuncia es un ejercicio penoso que acerca a las cosas sensibles y excita su deseo a impulsos de la misma separación. Primero amar, después renunciar; amar para renunciar; la renuncia es consecuencia del amor; sólo más tarde es preparación para un amor más alto. Por tanto, la ascesis franciscana no presenta un carácter sombrío y violento por la razón susodicha, pero también por otra: porque no pone a Dios en antagonismo con la naturaleza ni con la vida. Si las cosas son obra suya, es deber amarlas con tal que nunca se amen como a Dios o más que a Dios; si los acontecimientos son permitidos por Él, es justo tomar parte en ellos, mas para defender los derechos divinos, no los intereses propios. Por otra parte, la manera franciscana de ver en las cosas finitas la hermosura infinita y en todas las criaturas la huella de Dios no preludia en modo alguno el inmanentismo, como alguien idealísticamente ha querido deducir, sino que se enlaza directamente con el ejemplarismo e indirectamente con la idea del Cristo Mediador y Rey. San Francisco, su heraldo, parece dominado de la pasión de San Juan, el discípulo predilecto: In mundo erat, et mundus per ipsum factus est, et mundus eum non cognovit. In propria venit, et sui eum non receperunt [«En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron»]. Con la idea cristocéntrica San Francisco junta en la realidad natural e histórica los dos misterios de la Creación y de la Encarnación y restituye a todas las cosas su dignidad originaria y en todos los acontecimientos echa de ver su bondad esencial, sabiendo que van enderezados al triunfo de Cristo. ITINERARIO BONAVENTURIANO A DIOS De la vida y palabras del maestro, San Buenaventura ha extraído un método que ninguno, cautivo de la vocación franciscana, debiera ignorar. Su Itinerarium mentis in Deum es, con todo, leído más por los doctos que por los fieles; más con miras al estudio que a la piedad; poco meditado, mucho menos vivido; sin embargo de lo cual, tiene principios riquísimos de exposición, porque, aparte del simbolismo y las subdivisiones minuciosas para un moderno, el camino indicado por San Buenaventura para llegar a Dios es el que inconscientemente recorre todo espíritu que se pone a buscarle. San Buenaventura dice al hombre atormentado por los deseos que, si toda criatura tiene algún lado deseable, sólo Dios es todo deseable, e invita en consecuencia a la criatura a buscarle fuera de sí, dentro de sí, sobre sí. Primeramente le busca fuera de sí, o sea, en las criaturas sensibles, en la naturaleza; en los hombres, en la sociedad, diremos nosotros. Parece fácil; parece, mejor dicho, el triunfo de la vida sobre la ascesis negadora; mas en la práctica la dificultad comienza en nosotros mismos. Es necesario rehacerse un ojo virgen, porque sólo los puros ven en las cosas a Dios; en cambio, nosotros las miramos por un ángulo visual egoísta, en relación a nosotros y a nuestros ideales; no como fin, sino como medio: medio de placer, de utilidad; medio de enriquecimiento intelectual y espiritual. Esta visión egocéntrica mutila la realidad, la cual está toda al servicio de Dios y a la vez toda a nuestro servicio, cuando vamos hacia Dios. Quien percibe la huella de Dios en las criaturas las ama, aunque sean odiosas; las defiende, aunque sean despreciables; las considera sin codicia, aun estimándolas amables y útiles; las ennoblece refiriéndolas a su principio (fueron formadas por el Verbo de la vida), señalando a su caducidad un puesto en el mar del ser, a sus vicisitudes transeúntes, una finalidad eterna; interpone entre sí y los demás, entre sí y las cosas, la casta distancia del respeto y del desinterés, pero al mismo tiempo deja el fluido de la simpatía, de la confianza, de la admiración. Omnia munda mundis, aseguraba el P. Cristóbal a fray Facio; mas a D. Rodrigo lanzaba el terrible reproche: «Habéis creído que Dios ha hecho una criatura a su imagen para daros el placer de atormentarla». Dos expresiones francamente franciscanas, para significar que las criaturas no han de ser ni peligros, ni juguetes, ni ídolos, ni esclavos, sino testimonios de Dios, «escalas para subir a Él». El gesto de San Francisco en presencia del lobo de Gubbio, de los ladrones de Monte Casale, de la mujer musulmana, enseña con qué bondad se han de tratar las criaturas nocivas; su conducta con Santa Clara, la señora Jacoba, fray León, fray Bernardo, con sus amigos y discípulos, enseña con qué fidelidad y delicadeza se han de amar aquellos que nos aman y aquellos a quienes amamos. El resultado de esta primera grada bonaventuriana es la inteligencia, el dominio, el goce sereno de las criaturas. La segunda grada por donde sube el alma en busca de Dios es buscarle dentro de sí; esta grada es más pendiente que la primera, porque nosotros, o no entramos dentro de nosotros, o, apenas entrados, huimos, cual si temiéramos vernos solos con la conciencia. Es extraño, dice San Buenaventura, mirum autem videtur, que haya tan pocos que contemplen en sí mismos el primer principio, aun demostrado cuán cerca está Dios de nuestras mentes. Pero esto se explica, dice San Buenaventura: la mente humana, del todo cautiva del deseo y de las preocupaciones por las cosas terrenas, sumergida en las cosas sensibles, no puede volver sobre sí y ver en sí la imagen de Dios. Si esto acaecía en el siglo XIII, hoy se puede añadir que estamos tan olvidados de Dios y habituados a sentirnos autónomos, que sólo cuando un desconcierto interior nos anubla el pensamiento y nos detiene la voluntad caemos en la cuenta de que no somos señores de nuestra vida. Ahora San Buenaventura, procediendo a la busca de Dios dentro de nosotros, quiere llevarnos a reconocer también en nosotros mismos el primer principio. En los actos simultáneos y distintos de la memoria, entendimiento y voluntad; en el problema del conocer y del querer, iluminado el uno por la luz de la verdad, encendido el otro por la llama del eterno amor; en el íntimo misterio del alma que da al hombre una dignidad incomparable, San Buenaventura ve la imagen de Dios reflejada como en un espejo. Pero el espejo es un objeto pasivo y frío. ¿Quién lo vivifica? ¿Quién hace de modo que la imagen dé lugar a la realidad del Dios viviente en nosotros? ¿Quién trae al espíritu humano, que sólo comprende las cosas del hombre, el espíritu de Dios, «sin el cual no es posible conocer las cosas de Dios»? Jesucristo. El divino Mediador tomó nuestra pobre mente para trashumanarla y deificarla; el alma, renovada por sus dones, «puede entrar en sí misma y deleitarse en el Señor». Como no pudiera nunca ni mediante luces de naturaleza ni por ciencia adquirida, revestida de fe, esperanza y caridad, se hace templo de Dios, capaz de altísimas contemplaciones. Detengámonos en un punto accesible a todos los bien dispuestos: la presencia de Dios. Ésta es más fácil de conseguir por los que han llegado a la segunda grada que por aquellos que buscan a Dios todavía al través de las cosas exteriores. No debe ser esta presencia de Dios un estado de ánimo sentimental, ni menos una servil sujeción al Dios juez; pero tampoco el gozo de las bodas espirituales; debe ser la presencia del Maestro iluminador; debe ser, por parte nuestra, un amor intelectual de Dios que nos hace desear el silencio, la meditación, el trabajo interno del pensamiento, para recogernos e interrogar al Señor presente, apropiándonos la oración de San Francisco:
Este amor intelectual de Dios nos lleva a la investigación escrupulosa de la verdad, a la sinceridad ante los problemas de la ciencia y de la vida, en presencia de nosotros mismos y de los demás; a una humildad confiada en nuestra misma ignorancia, porque sabemos que una grande luz la ilumina. El niño no pregunta adónde va cuando apoya la cabeza sobre los hombros de su padre; va, contento con verse llevado. Ni este buscar a Dios dentro de nosotros requiere mucha inteligencia o cultura. Podemos dar asenso a Jacopone:
Si nuestra mente es un espejito de Dios, ¡cuán terso y recto debemos mantenerlo para no deformar la imagen divina! ¡Con qué cuidado deben la memoria y la fantasía evitar recuerdos e imaginaciones indignos; y el entendimiento mirar únicamente a la verdad y distinguirla entre las ideologías engañosas; y el juicio desprenderse de consideraciones personales para examinar desde una mira más alta que abrace toda la realidad y en ella encuadre cada hecho de por sí, ingeniándose por reflejar la indulgencia y la serenidad del Creador; y, en fin, la voluntad volverse únicamente a aquellos fines universales que constituyen su gloria! La mente, una vez que ha llegado al convencimiento de ser viva imagen de Dios, vela sobre sí misma con la vigilancia de aquella niña de la fábula nórdica que jamás decía una mentira por temor de que la perla de su anillo variase de color; conquista una calma que ninguna controversia, como ninguna adversidad, puede turbar. Dominio de sí, amplísima visión sobrenatural de las cosas, paz profunda, son las características del segundo escalón, necesario para subir al tercero, donde el alma, toda absorbida de la presencia de Dios, le busca sobre sí en su existencia, en sus atributos, con una meditación que de las alegrías de descubrir «al que es», «el sumamente uno y vario, simplicísimo y máximo, todo en todas las cosas y todo fuera de ellas», llega a la contemplación. Por la Gracia de Cristo, por la Sursumactio, puede venir el alma al excessus mentis, al «transporte mental y místico que da reposo al entendimiento y hace pasar el afecto totalmente a Dios, como por vuelo», al éxtasis, en suma, al cual se llega con «la Gracia, no con la doctrina; con el deseo, no con el entendimiento; con el gemido de las oraciones, no con el esfuerzo del estudio», por virtud del Espíritu Santo, que inflama el alma hasta la medula. Ésta es la meta del itinerario bonaventuriano de la mente a Dios, y éste es también el ápice de la vida interior franciscana. Ahora abrácese con una sola mirada la belleza del camino recorrido. Toda la realidad es el templo vivo del Dios vivo. El universo sensible constituye su atrio; la mente humana, en cuanto espejo de Dios, el «Santo»; la Revelación de la Sagrada Escritura, el Santo de los Santos; el éxtasis trasciende el pensamiento e introduce a la visión y al abrazo de Dios; el hombre parte hacia la altísima busca de Dios, guiado por su deseo llameante, pero pequeño comparado con el todo, pequeño como el corazón; de cosa en cosa, de pensamiento en pensamiento, de contemplación en contemplación, espiritualizándose cada vez más en la gradual ascensión, se halla delante del resplandor de la Trinidad. Entonces la tierra, que tal vez amaba al principio, le parece un bancal y su pequeño yo se olvida en el maravilloso abismo de la Eternidad. ¿Demasiadamente mística esta concepción? Pero es una mística sui generis. Es una mística razonadora que va hacia la Verdad con las alas o, mejor, con los pies del raciocinio, hasta donde el raciocinio la lleva. Una vez que ha llegado al límite del conocimiento, el alma no se da por vencida; aquí fuerza el Sancta Sanctorum con los deseos, con las plegarias, con los gemidos, los llantos, hasta que, no por virtud del entendimiento, sino por obra de la Gracia, es admitida al abrazo del Amado. El abrazo se verifica en el silencio y en la calígine luminosa. No es una visión: es un goce; es la verdad en la forma de felicidad; es el amor. Esta ascensión del alma a Dios, que parece tan alejada de nosotros, es, por el contrario, cercanísima a nosotros, por cuanto conduce al hombre a desembarazarse de la animalidad para subir a la Divinidad, y responde a dos exigencias primordiales del espíritu: exigencia de verdad, exigencia de felicidad, las cuales en el fondo se identifican; sólo en el fondo, porque en la superficie la felicidad, pudiendo tomarse equivocadamente por el placer o por la satisfacción momentánea de un deseo, es perseguida con mucho más ardor y más universalmente que la verdad; en efecto, pocos suben a las causas. Todos buscan el fin, y la mayor parte de los hombres quiere engañarse a toda costa con tal de gozar. Prefiere la mentira al dolor. San Buenaventura, que es uno de aquellos raros espíritus que sienten con igual fuerza la sed de la verdad y la sed del amor (por eso es un místico que razona sobre su pasión), pone la verdad en el bien más deseado, esto es, en el amor, mas hace también que la Verdad sea revelada y prescrita por el Amor. El Amor es el alfa y la omega de la Verdad, y se llama Jesucristo. LA TRIPLE VÍA Si esta ascensión a Dios fuera puramente especulativa tendría ya su valor, pues descubrir al alma su tarea con claridad, más aún, con resplandeciente belleza, es medio ganarla para la gloria de Dios, pero no bastaría a alejar el peligro innegable, el de pararse en una de las gradas de la escala: en el primer escalón, y eso es enamorarse de las criaturas (aunque sea por amor de Dios); o en el segundo, enamorarse del propio pensamiento y confundirlo con el pensamiento y la voluntad de Dios; o aun en el tercero, ilusionarse de transportes místicos y de éxtasis. Quien se aleja totalmente del mundo y extirpa del corazón todo afecto para unirse a Dios en una paz que torna indiferentes y casi extraños a los hombres y a sus cosas está ciertamente menos expuesto a las tentaciones que el que tiene la vocación de llegar a Dios al través de las criaturas, dominando los afectos, sin destruirlos, para servir con mayor comprensión al prójimo. Mas el itinerario bonaventuriano de la mente a Dios no es obra puramente intelectual. El primer paso en la escala franciscana se da con el grito de la plegaria y el gemido del corazón; se sube con la penitencia que purifica, con las virtudes que santifican, con la contemplación de Jesús crucificado. El Crucifijo debe posar en el seno de la mente como un hacecito de mirra, para atraer e inspirar al amor y al dolor voluntario todos los pensamientos. La ascensión a Dios ha de ir acompañada del arrepentimiento, de la gratitud, de la adoración, del sondear en la conciencia y humillarse, del meditar los beneficios de Dios y esperar, del unirse a Cristo Redentor y anegarse en su amor, actos que constituyen la triple vía purgativa, iluminativa, perfectiva, de las cuales San Buenaventura es también un insuperado maestro. El deseo de conformarse con Jesucristo, el espíritu de pobreza, el amor de la Cruz, el hambre de la Eucaristía, sostén de todo progreso en los caminos del alma, eliminan el peligro de detenerse en el primero o en el segundo peldaño de la escala mística. Orar, obrar santamente, especular; partir de la fe en Dios y retornar a Dios al través de la acción; partir de nuestra conciencia, donde brilla la luz del Verbo, lanzarse a la acción con toda justicia, luego volver sobre nuestra conciencia y hablar con el Maestro de la experiencia adquirida, y meditar, y avanzar en la especulación más adelante, más alto, cuanto pide nuestro deseo, hasta donde Él permite, hasta la intuición suprema. El Maestro no pone límites; somos nosotros los que los ponemos. «Hazte la medida por ti mismo», dirá dos siglos después San Bernardino de Sena. Con todo: «Haec lux est proxima animae etiam plus quam ipsa sibi... Cum summum bonum sit supra nos, nullus potest effici beatus nisi supra semetipsum ascendat». Estas dos expresiones son de San Buenaventura y no están en contradicción, porque, para llegar a aquella luz que resplandece hasta en nuestra conciencia, menester es superarse, trascenderse, morir a sí mismos, ser sobreelevados, sursumagi por el Amor. El Sumo Bien está sobre nosotros; la verdad que está en nosotros nos lo dice. El anhelo de lo Eterno es la nota dominante de San Buenaventura. Unirse a Dios, centro del universo; perderse en Dios al través de Jesucristo, consumar en Dios la sed de verdad en la consumación del amor, es el resumen de los diez volúmenes de las obras de San Buenaventura. Los opúsculos místicos, verdaderos trataditos de dirección espiritual, trazan minuciosamente su pedagogía sobrenatural y siempre con esta explicación: del conocimiento propio, de la purificación de las culpas, subir a la meditación, a la contemplación, al éxtasis, con un gradual desprendimiento de los afectos terrenos; desprendimiento que no es desprecio nunca. San Buenaventura, así como San Francisco, supera, no pisotea. LOS DERECHOS DE DIOS Y DEL HOMBRE EN LA PIEDAD FRANCISCANA Muchos estudiosos de cosas franciscanas atribuyen gran importancia al culto de los franciscanos a la Humanidad de Nuestro Señor. El Pesebre, las vivas consideraciones de su vida terrena, el Vía crucis, la devoción a su Nombre, a su Sangre, a sus Llagas, a los dolores y gozos de la Virgen, parecen la característica, tierna y ferviente de la espiritualidad franciscana. En realidad, estas devociones son su irradiación, no el núcleo; el núcleo lo da la «conformidad» con Cristo. Mediante esta «conformidad» el Franciscanismo junta las dos corrientes de la ascética cristiana, la teocéntrica y la antropocéntrica, en el medio divino: Jesucristo. Las almas que anhelan su amor le rinden gloria; las almas que anhelan su gloria reciben su amor. Felicidad del hombre y gloria de Dios se consolidan en el cristocentrismo franciscano, el cual evita los escollos de las dos corrientes susodichas: el formalismo teocéntrico y el egoísmo antropocéntrico. ¿De qué modo? Aceptando toda la realidad sin mutilaciones, como obra de Dios; adaptándose a la realidad de la historia y de las almas con aquel sentido de concretez que es propio de San Francisco. La corriente teocéntrica infunde un espíritu militar que facilita la abnegación: alistado idealmente entre otros mil, el hombre no espera de la religión dulzuras para su alma, sino el refuerzo fraterno para la lucha, dichoso si llega a caer, soldado desconocido, sobre el campo del Gran Rey. Las turbaciones de ciertas conciencias más meticulosas que generosas se ahogan como particularidades insignificantes en la urgencia de una grande obra colectiva, y es un bien. Mas, por otra parte, esta piedad sólida y militar puede resfriarse en prácticas y manifestaciones colectivas y carecer de intimidad y profundidad; puede contentarse con conquistas numéricas. La corriente antropocéntrica, en cambio, une el alma a Dios, como si sólo existiese ella en el universo: Dios para ella, no menos que ella para Dios; la despega perfectamente del mundo, la libra del deseo de consuelo exterior. Pero cortar los vínculos de fraternidad con los hombres, aunque sean pecadores; amar a los demás sólo con un amor de tolerancia y misericordia, es el peligro de la piedad antropocéntrica (que con eso resulta egocéntrica) y es también su castigo, porque el prójimo se aleja y, no sintiéndose amado de veras, antes sintiéndose juzgado, no se convierte. Por tanto, la doctrina del cuerpo místico, del que cada alma es una pequeña unidad, que recibe harto más de lo que da, ayuda a hacer entrar en las filas de la humildad y del amor fraterno. El Franciscanismo suaviza e interioriza el teocentrismo con el culto ardiente de la Humanidad de Jesucristo y el ahínco de imitarle en todo momento de nuestra vida, y templa el antropocentrismo y rompe su cerco egoísta, estableciendo un lazo viviente con el cuerpo místico de Cristo, con el amor de la liturgia y con la obligación imprescindible del apostolado. La piedad franciscana acoge el estado de ánimo del soldado y el estado de ánimo del enamorado, los dos fundamentales gestos de la religiosidad, correspondientes a dos tendencias naturales: apetito concupiscible, apetito irascible, como las llama Santo Tomás de Aquino; espíritu de amor, espíritu de agresividad, dice Freud (que se me perdone la irreverente aproximación, que, por lo demás, demuestra una vez más la actualidad del Angélico); y los acoge porque, uniendo en sí la vida activa y la vida contemplativa, requiere disciplina militar para el uno y arranque de fuego para el otro. ESPIRITUALIDAD SOLAR La espiritualidad franciscana, tan rica que abraza las más diversas tendencias, es, con todo, simplicísima. Es el Evangelio en acto. No una página más que otra del Evangelio, no María más que Marta, no el Maestro más que el obrero, no el solitario más que el apóstol, sino todo el Evangelio, según todas las manifestaciones de la vida. Su interioridad se compendia en dos preguntas de San Francisco en la Verna: «¿Quién sois Vos? ¿Quién soy yo?», silogizadas por San Buenaventura en aquel canon de vida espiritual que se llama De triplici via: «Precede, como proposición mayor, la admiración de Dios; sigue, como menor, la consideración de nosotros mismos; la conclusión sea una ofrenda total de adoración». Cabalmente por simple y concreta, o sea, adherente a la realidad de cada uno, la vida espiritual, según la doctrina franciscana, es libre. Ningún itinerario trazado de antemano, ninguna gimnasia convenida, ningún sistema cerrado. Las normas de la medida las da únicamente la generosidad de cada uno. La misma libertad hay en las relaciones con Dios. La oración litúrgica tiene el primer puesto, pero no siempre inmediatamente. Según las necesidades del apostolado y los apremios del alma se admiten así el canto litúrgico como las oraciones individuales, tanto el coro como la meditación, tanto la iglesia como la celdilla de ramas en el bosque, así el Breviario como la alabanza improvisada. La espiritualidad franciscana es solar. Nació con la aurora de los Estigmas, que antes del alba rompió las tinieblas nocturnas, despertando a los pastores y arrieros del Casentino; creció en San Damián con el Cántico del Hermano Sol; por eso la espiritualidad franciscana no cierra las ventanas, no sumerge el alma en una noche obscura, sino que interpone entre nosotros y las criaturas el pensamiento de Dios; y en el esplendor de Dios que las creó, de Dios que las redimió, reivindica su altísimo valor y prescribe mirarlas e interrogarlas; de otra suerte toda la creación se levantará contra nosotros: Abre, pues, tus ojos, amonesta San Buenaventura con las palabras de la Biblia. Aplica los oídos espirituales, suelta tus labios y ofrece tu corazón, para que en todas las criaturas puedas ver al Señor, y le sientas, alabes, ames, adores, engrandezcas y honres, porque no se levante contra ti toda la creación; por no hacer esto el universo peleará contra los insensatos, al paso que será materia de gloria para los sabios, los cuales podrán decir con el Profeta: «Me deleitaste, oh Señor, con tus criaturas, y me gozaré en las obras de tus manos». En esta concepción sobrenatural tan consoladora los mismos sentidos se convierten en puertas abiertas al amor y conocimiento de Dios; lo asegura hasta el terrible Jacopone:
Jacopone continúa así cantando por los otros sentidos y termina con la estrofa ardiente de caridad:
El secreto del rapto y de la conmoción indefinible que dan las leyendas y los lugares franciscanos -Asís, el valle espoletano, la Verna- no es otro que esta manera extraordinaria de amar a Dios y los hombres con un abandono que nunca es sentimentalismo, con una fuerza que nunca es dureza, con una sencillez que se connaturaliza con la realidad misma y responde a la exigencia más imperiosa del alma: el amor. III. LIBERTAD El primero y más importante resultado de la piedad cristocéntrica franciscana es, para el alma, la conquista de la libertad. Entendemos aquí por libertad aquel poder escoger un fin, imponérselo y alcanzarlo, que es virtud en el significado latino de la palabra; no se conquista, en efecto, un fin prefijado, sin señorearnos de nosotros mismos y del mundo. Tenemos un enemigo doméstico que finge amarnos y nos pierde, un enemigo hecho de tendencias hereditarias, de instintos de poltronería y egoísmo, de hábitos que constituyen la substancia bruta del yo y se rebelan contra toda disciplina, mayormente si la disciplina se revuelve contra ellos. Por otra parte, tenemos fuera de nosotros un mundo natural e histórico limitado en el tiempo y el espacio, en las tradiciones y circunstancias, el cual dificulta cualquier fin que nos propongamos; tanto, que la lucha, o por lo menos el esfuerzo, es el estado normal de nuestra vida. Querer y obrar en oposición a este yo inferior y a este no-yo hostil, para transformarnos de lo que somos naturalmente en lo que aspiramos a ser conforme a un ideal prefijado, es afirmar la propia libertad, formando así la propia personalidad y el propio mundo. Esta «nueva creación» o reconstrucción de sí, aunque deber de todos, es obra tan difícil y rara, que, cuando surge un grande volitivo aseverador de la propia independencia de los vínculos egoístas, ambientales, tradicionales, y que parece, a quien mira las cosas superficialmente, artífice de la propia vida, los hombres quedan hechizados más que en presencia de un artista o de un pensador, quizá porque comprenden que el genio es privilegio de pocos y la voluntad una fuerza cuyo germen poseemos todos. Una inteligencia deslumbra y humilla; una voluntad inflama y seduce, porque la inteligencia no se comunica, y quien la tiene no puede darla, y quien no la tiene no puede proporcionársela, mientras la voluntad es difusiva: quien la tiene en mayor grado alienta a los demás a desenvolver la suya propia. Libros y discursos que tratan de la voluntad y del modo de ejercitarla suscitan siempre grande interés, precisamente por referirse a nuestra íntima potencialidad, cuyo valor nosotros mismos ignoramos. Los deportes, harto estúpidos substancialmente y tales que no pueden contentar a un hombre, suscitan tan grande pasión sobre todo porque ponen a prueba la voluntad para empresas y resistencias conceptuadas imposibles y porque exaltan la libertad humana sobre las barreras de la naturaleza, sobre los determinismos físicos del yo. LIBERTAD CRISTIANA La más alta celebración de la libertad la da el Cristianismo, que rescata los hombres de una herencia de pecado y los hace hijos de Dios; reprime los instintos, sujetándolos a la ley del amor; hace triunfar el espíritu, dominando la naturaleza. La libertad del Cristianismo no es aquella libertad desgreñada, tocada con el gorro frigio de la Revolución francesa. Es severa; nace de la verdad, crece en el deber, vive en la perfección. Para un hombre, como para un pueblo, la libertad es perfección. Dante la alcanza, después del Infierno del pecado y el Purgatorio de la expiación, sobre la cumbre del Edén, donde el género humano fue libre, por hallarse sin culpa; la alcanza sólo cuando Virgilio puede decirle: Libero dritto sano è tuo arbitrio. El mundo de los libres es el mundo de los perfectos; por donde, mientras vivamos en la tierra, la libertad es una certeza y un estado de ánimo más que una realidad de hecho. Para lograr esto, para concretarse en el tiempo, el hombre tendría que rehacerse una virginidad de conciencia moral como antes del pecado original, y fuera necesario restablecer la armonía entre los sentidos y el espíritu; para dar una prueba de que la libertad es una realidad sería necesario que no sólo unos cuantos, sino todos los hombres, fuesen inmaculados de toda culpa y tendiesen siempre a este ideal. En nuestra condición de viadores, la libertad es aspiración a realizar en sí propios el programa ideal de una vida santa; es esfuerzo por redimirse de los enemigos interiores y exteriores, que impiden la realización de la unidad espiritual en un hombre o en un pueblo, gracias a la cual ese hombre o ese pueblo tiende a cumplir en plena eficiencia de fuerzas la misión que Dios le ha confiado. El Cristianismo ha dado a las almas esta aspiración divina, ha traído la levadura de este esfuerzo que es tormento y grandeza, garantiza su victoria y para algunos, los más fuertes, los santos, la anticipa en este mundo. Las diversas corrientes de la espiritualidad cristiana no son más que diversos modos, correspondientes a las diversas inclinaciones de los hombres, de ganar las batallas del alma para servir a Dios. Y servir a Dios es reinar. ¿Qué medios ofrece para la conquista de la libertad la espiritualidad franciscana? Se puede responder al punto: el ejemplo de San Francisco, una teoría, una piedad, una práctica. SAN FRANCISCO Y LA LIBERTAD La vida de San Francisco fue una celebración de libertad en el esfuerzo victorioso por libertarse de cuanto estorbaba su ideal. La lucha despiadada contra sí mismo para vencer sus impulsos hasta hallar agradable todo lo que antes le repugnaba y viceversa; la lucha contra su padre; la lucha en pro de la pobreza (su más grande libertadora); la defensa de la pobreza frente a los mismos pontífices; la conquista de aquella virtud que parece opuesta a la libertad, y es su secreto -quiero decir la obediencia, que practicó hasta someterse a sus frailes-, no fueron más que las etapas de esta conquista. Gracias a ella, San Francisco se rescató a sí mismo de la esclavitud del hombre viejo y consiguió la libertad interior en la concordia perfecta de la carne con el espíritu, como nos lo atestigua Tomás de Celano cuando escribe de San Francisco que «mientras el espíritu se esforzaba por ganar la cumbre de la santidad, la carne no sólo no oponía resistencia, sino que aun procuraba adelantarse». Mas este hombre, que se hace siervo de todos, es celoso de su independencia de hijo de Dios. No obedece a los ujieres del común enviados por Bernardone para intimarle que comparezca ante la autoridad; no quiere ver al emperador excomulgado que pasa cerca de Rivotorto, primer palacio de la Dama Pobreza; alienta a Santa Clara al paso más audaz que doncella puede acometer, defendiendo sus derechos a la libertad de su vocación. Cuando el obispo de Imola rechaza su predicación, primero se retira, luego retorna, insiste y vence con la fuerza de los humildes. Cuando le sugieren que modele su Regla por las grandes Reglas monásticas ya existentes, el humildísimo Poverello tiene un arranque de grande inspirado: «No me habléis de ninguna Regla, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni de vida y forma de vida fuera de la que misericordiosamente a mí me ha mostrado y concedido el Señor». Cuando Santo Domingo le ofrece la unión de las dos órdenes, San Francisco no responde; tal vez sonríe. En su vida interior no tiene otros consejeros que el Papa y su representante el cardenal Hugolino. No quiere confidentes y sólo se confía en parte; el secreto de su alma no es suyo, es del Rey. Tiene una personalidad tan original e independiente, que nadie puede encerrarla en un esquema no suyo. No quiere convento, por amor de la pobreza señaladamente, pero también porque cuatro muros serían una prisión para el caballero, el confaloniero, el trovador de Cristo. No quiere libros, por simplicidad señaladamente, pero también porque el libro obliga a pensar, a lo menos durante el tiempo de la lectura, con la mente de su autor. No quiere dignidades en su Orden, por humildad señaladamente, pero también porque toda dignidad es una servidumbre. Ama las selvas y los animales, por ser criaturas de Dios ante todas cosas, pero también porque en ellos halla aquel no sé qué de primitivo, de ingenuo, de perennemente verdadero, que fue su gozo, porque es su más elemental naturaleza. Hasta de la muerte se emancipa, llamándola hermana y recibiéndola desnudo y libre, como sólo los poetas llegan a cantar metafóricamente, mas nunca a ponerlo por obra. ¡Qué voluntad de hierro en la seráfica dulzura de San Francisco! Carece de los medios más necesarios, y con todo eso no conoce obstáculos a lo que se propone. Viaja; atraviesa el mar, pasa los Alpes; se presenta a los papas y al sultán. Fray Francisco, pequeñuelo, pobrecillo e idiota, llega a obtener de Dios, de los hombres y de los animales, cuanto quiere y aun más de lo que quiere. El Señor le condecora con los Estigmas; los papas aprueban su Regla y otorgan a su iglesita de Santa María de los Ángeles la indulgencia de Tierra Santa; los hombres de armas y de toga se reconcilian bajo su palabra, le siguen, le ofrendan dones principescos como la Verna; las aves le escuchan; los lobos se amansan a su voz; todos le ayudan y ninguno puede hacerle daño, porque nada posee, nada desea, nada teme. Así logra San Francisco la libertad externa, que consiste, como he dicho antes, en la liberación de cuanto impide al hombre realizar el ideal que Dios le propone, liberación total que ordinariamente es imposible a la humana criatura, víctima de sus pasiones y esclava de los prejuicios en nuestra sociedad humana imperfecta. San Francisco alcanza esta libertad espiritual primeramente con la victoria sobre sí mismo y desembarazándose luego de los prejuicios y convencionalismos de su tiempo y del porvenir, obrando siempre en conformidad con Cristo y al contrario del mundo, instituyendo una Tabla Redonda para todos los caballeros de Cristo presentes y futuros, a los cuales no da otra ley que el Evangelio ni otra autoridad superior que la autoridad de la Iglesia. Si halló alguna oposición_ que le hizo llorar; vino precisamente de sus Hijos, porque los quería ingenuos como él en la fisonomía primitiva; apenas comenzaron a dar los primeros pasos en el camino del espíritu los envió de dos en dos por el mundo con una Regla tan sencilla que los dejaba libres en la oración, en el trabajo, en el apostolado, en la mortificación. Era una Regla hecha para hombres libres; mas libres son tan sólo los perfectos; por donde, para impedir los abusos, fue necesario precisarla y disciplinarla. Con todo, esta Regla, en vez de ser una coartación de la libertad, es una garantía del ejercicio de la libertad, si libertad es liberación de la esclavitud de las pasiones humanas, si realiza el Reino de Dios. Por eso la Regla franciscana nos presenta una visión amplia de la vida de los frailes y por eso también ignora las minucias; pero, en cambio, San Francisco pide una obediencia absoluta a sus secuaces, una obediencia de cadáver. «El cadáver no juzga el por qué le mueven, no se cuida del lugar donde le ponen, no porfía por ser trasladado a otro». Esta obediencia, espantable para quien no la entiende, es la más vigorosa aseveración de libertad, porque es victoria sobre el propio yo, pero aceptación voluntaria de lo profundo del corazón: desea el mandato, lo intuye, lo previene. San Francisco le da por fundamento la imitación de Cristo y la caridad fraterna. Tan grande amor debe unir a superiores y súbditos, que haga inútil el mando. La orden explícita es la última palabra del que manda, así como la ejecución intuitiva es la primera de quien obedece. Según San Francisco, el superior no debe poner mano a la espada de la intimación sino en extrema necesidad; en efecto, ¿de qué sirve invocar la propia autoridad si está ya muerta en el corazón del que debiera sentirla? El ideal de este soberano maestro de espíritu es plasmar discípulos tan perfectos que se les pueda ordenar la libertad, o, según el lenguaje religioso, dar a su libertad el mérito de la obediencia, al modo que él escribió a su fray León: «De cualquiera manera que te parezca mejor que agradas al Señor Dios y sigues su ejemplo y pobreza, hazlo con la bendición del Señor y mi obediencia». Pero es conveniente notar que, al exigir esta obediencia, San Francisco revela que quiere en la autoridad que ordena dulzura y bondad internas; San Francisco es madre, madre sobrenatural con autoridad divina. «Te hablo, hijo mío, como madre...». Así habla San Francisco a fray León: «Si lo necesitas para bien de tu alma o para tu consuelo y quieres, León, venir a mi lado, vente». ¡Mirada por de dentro, ved qué viene a ser la cadavérica obediencia franciscana! Es amor. Y el mor no entiende la libertad sino como un medio para hacer la voluntad de Dios. LIBERTAD EN LA VERDAD Todos los santos son héroes de la voluntad, pero lo es por modo singular San Francisco, pues transforma en grado sumo la intuición en acto, sin pasar por la fatiga del razonamiento; en el acto agota, con inteligencia y prontitud y sin residuo, toda la intuición. Su ejemplo, sus enseñanzas, su espíritu, reclaman, por una parte, hombres intuitivos y volitivos; por otra, inspiran un concepto que considera y aprecia el querer como la llave maestra de la vida. Los franciscanos han defendido siempre la autonomía de la voluntad, rechazando impetuosamente todo determinismo, atribuyendo al entendimiento una función directiva y consultiva al servicio de la voluntad, reina de la vida espiritual. Esta posición filosófica lleva a consecuencias importantes respecto de la vida interior, bien que muchos la viven ignorando su fuente. Por ella se rechaza toda fatalidad de nacimiento, de herencia, de ambiente; se siente más fuerte la responsabilidad de los propios actos y, por tanto, la necesidad de dominar los instintos y proponerse una meta; con la certeza de la libertad se adquiere la concretez interior de un: «yo quiero», indispensable para progresar; aquel «yo quiero» es una grande fuerza que tanto más crece cuanto más se experimenta. El franciscano es un hombre de voluntad infatigable en el trabajar en la única realidad de que es señor y de que debe responder: su alma. Cuando Duns Escoto llevó a la supremacía del querer el aparato de un sistema filosófico no hizo otra cosa que destilar en silogismos la psicología no escrita y la experiencia del primer siglo franciscano. Quien la continuó -y fueron todos los pensadores, los predicadores, los maestros de la Orden- interpretó, enseñó y difundió con conciencia filosófica aquel espíritu de San Francisco, que, desde su aparición, había educado caracteres opuestos y formidables, como Santa Clara y fray Elías. La confianza en la voluntad y el respeto a la libertad individual han contribuido y contribuyen a crear entre los franciscanos de todas las órdenes personalidades originalísimas. Mas téngase presente que esta libertad es libertad cristiana; por consiguiente, actuación de la palabra de Jesús: la verdad os hará libres; la verdad es Dios. Quien se esfuerza por mantenerse en la presencia de Dios distingue directamente los engaños de las pasiones y del mundo; quien vive en su ley y en su amor se ve libre de las cadenas de los hábitos y afectos impuros. La singular libertad de conducta, que se llama simplicidad franciscana, deriva de la identificación con la verdad. El franciscano es, como suele decirse, un original, porque es un hombre sincero, íntimamente sincero. No juega a dos cartas con su conciencia; no concede subterfugios al instinto; no crea escapatorias a las pasiones; no titubea entre el quisiera y no quisiera; no saca las castañas con las uñas del gato. Mira de cara al deber, que es la verdad práctica; si puede cumplirlo, lo cumple; si le faltan las fuerzas, se humilla, no se justifica. En la atmósfera de la verdad, que para respirar necesita, se juzga momento por momento con noble valentía, se condena, se soporta, se siente cual es, pequeño en el universo, pero embestido por la mirada de Dios fija sobre él como un faro para escudriñarle y descubrirle hasta en las tinieblas de la noche o entre la multitud de una cosmópolis moderna, y vive en presencia de Dios, sin más deseo que agradarle. Todas las demás preocupaciones con que los profanos complican la vida, y especialmente la de exhibirse, de figurar, de agradar, cesan para él. Nada más contrario a su lealtad que «parecer y no ser», o fingir un sentimiento para dar contento a alguno. Como fray Junípero y fray Gil, el franciscano auténtico tiene algo de selvático. La vida interior, sincera delante de Dios, le da la libertad de portarse como quiere y decir lo que piensa; así que se desembaraza de la cortesanía convencional: convites, visitas, cumplimientos, ceremonias y pasatiempos parecidos, a que muchos, mintiendo sin saberlo, se someten no tanto por favorecer a los demás cuanto por complacerles y complacerse a si mismos; el franciscano se niega a las galanterías obligadas, que son una falsedad y juntamente un sacrificio sin mérito. Mas si las conveniencias sociales, rechazadas como algo mundano, retornan como obras de cortesía, de caridad, de apostolado, las acepta prontamente, por más que le hagan sufrir, porque su libertad es la de la verdad y del deber, nunca la del egoísmo y del capricho. El franciscano conquista la libertad de palabra, abrazándose siempre a la verdad que no es una verdad «suya», opinión, impresión, eventualidad, sino que es Dios. Cuanto más se adhiere a Dios, tanto más incontrovertible, aunque se la combata, es su palabra; tanto más se posesiona de las conciencias, aunque las hiera; tanto es más nueva y original, aunque sea antigua como la Biblia. El franciscano tiene, o debe adquirir, la libertad de los niños y de los muchachos sanos, que son implacablemente verdaderos; y su «sí» y su «no» dependen tan sólo de su alma, que vive en humildad a los ojos de Dios, que a Él solo teme y en solo Él espera. Si el ejemplo de San Francisco dice que, en último análisis, la libertad se resuelve en el Amor, la teoría franciscana de la libertad trae como consecuencia: confianza, sinceridad, sencillez. LIBERTAD EN EL DEBER No puede el hombre vivir en la presencia de Dios sin aprender a conocerse a sí propio; es el efecto de la Verdad. Mas, para que la Verdad nos haga libres, debe encarnarse en el deber cotidiano, convertirse en virtud. Quien no domeña el propio corazón, no es libre. San Francisco llegó a enseñorearse de sí con un asalto impetuoso a todas las viejas posiciones, derrocándolas desde sus fundamentos: amaba las cosas límpidas, delicadas, preciosas, y se lanzó entre los leprosos; gozaba de la riqueza, y se hizo pobre; soñaba con la gloria, y se humilló hasta la limosna y el ridículo. Táctica semejante sugirió a sus compañeros, tomando por regla el consejo evangélico de la pobreza que arranca al hombre de su posición social para trocarlo en una criatura nueva, de todo en todo al servicio del Padre que está en los cielos, semejante cuanto serlo puede a Jesucristo. Su táctica de asalto permanece en la piedad franciscana, que, partiendo de la doctrina de la supremacía del querer, no se detiene a analizar las pasiones ni a razonar sobre ellas. No insiste, en especial con los principiantes, en los motivos doctrinales, antes se dirige al corazón, de donde nacen todas las pasiones, y procura suscitar imágenes, sentimientos, deseos opuestos a los que solicitan el placer y extravían la voluntad. La conformidad con el mundo nos hace insinceros y cobardes; la conformidad con Jesucristo, libres y valerosos; pero no se da conformidad sin amor, ni amor sin conocimiento de lo amado; por eso la piedad franciscana se ingenia por dar a conocer a Jesucristo en su vida íntima, en su profundidad de Maestro, de Amigo, de Redentor, en su grandeza humana y divina, y no teme traer a la memoria escenas del Evangelio, representarlas en el Pesebre o en el Vía crucis, substituir a las imaginaciones vanas y sensuales la imagen viva de Cristo. Se ha reprochado a la piedad franciscana el abuso de lo verosímil en los comentarios al Evangelio y la multiplicidad de las devociones. Quien camina sobre el arco cristalino de la especulación se sonríe de los medios afectivos y los llama pueriles. Pero los hombres son eternos niños, apegados al particular concreto, a lo que más impresiona su deseo íntimo de amar y ser amados, a lo que les infunde más temor y esperanza y frisa más con su modesta realidad. Por eso la meditación investigadora de la vida del Señor y de la Virgen, las devociones diversas, porque diversas son las inclinaciones humanas, y el modo de considerar la vida, ayudan a las almas a combatir defectos, errores, tentaciones. Son medios de combate, no otra cosa. La piedad franciscana los favorece por aquel profundo sentido de humanidad del todo suyo, mas no los echa de menos si encuentra almas fuertes; tan sencilla es; su porro unum necessarium consiste, como explicó brevemente San Buenaventura, en el inhaerere Deo, o, como dice San Bernardino de Sena, en la facilísima arte de amar, que en resumidas cuentas es el lema de San Francisco: Dios mío y todas mis cosas. Representar para conmover, conmover para convencer; tomar el corazón para ganar todo el hombre, substituir por el amor divino los afectos humanos, tales son las armas que la piedad franciscana suministra para el combate espiritual. Su táctica es rápida y consiste sobre todo en contraponer a los vicios o a las pasiones las virtudes contrarias, de modo que la acción interna y la externa realicen y comprueben sin tardanza los sentimientos buenos inspirados por la devoción a la vida y Pasión de Cristo. El Saludo a las virtudes de San Francisco es el código breve, pero significativo, de esta escuela de guerra. Las distribuye en parejas gemelas: la sabiduría con la sencillez; la pobreza con la humildad; la caridad con la obediencia. Pero añade que no pueden subsistir separadas: quien tiene una las tiene todas y «quien ofende a una sola las ofende a todas». De la enumeración se colige que las más importantes son: la pobreza, que confunde a la avaricia; la humildad, que confunde a la soberbia; la caridad, que confunde todas las tentaciones del demonio y de la carne. ¿Condiciones para poseer siquiera una sola? San Francisco responde claramente: «Morir a nosotros mismos». En la lucha contra las tentaciones la estrategia franciscana no espera al enemigo ni lo mira de cara; lo previene poniendo los ojos en la virtud opuesta y empeñando el alma a conquistarla. Es más positiva que negativa. San Francisco recuerda la hermosura y privilegios de la pobreza a fin de que fray Masco aprecie aquel banquete de mendruguillos secos y agua fresca de que no hacía mucha estima; fray Gil encuentra semejanzas caballerescas para mostrar el valor de la obediencia; y no por vía de sutilezas teológicas y psicológicas, sino con metáforas, tomadas de la vida del campo y de la guerra, persuade que «el camino derecho para subir es bajar». Fray Junípero vence la impureza no considerando «la villanía y torpeza del pecado», como fray Simón; no sufriéndola en una oración pasiva, como fray Rufino, sino ocupándose en santas meditaciones y santos deseos, de tal suerte que cuando viene la sugestión carnal y llama a las puertas del corazón, «yo respondo de dentro: Afuera, que la casa está ya tomada y no cabe en ella más gente». Fray Gil afirma que ciertas tentaciones se vencen huyendo; pero en realidad no se trata tanto de una fuga cuanto de una desviación, de un llamar y forzar el alma a una actividad buena. El combate dura lo que dura la vida; mas precisamente en el combate experimenta el hombre su libertad. Las admoniciones de San Francisco, los aforismos del Beato Gil, los opúsculos de San Buenaventura, las predicaciones de San Bernardino, las cartas de San Leonardo de Porto Maurizio confirman esta piedad activista que tiende a libertar al alma del pecado, de los retornos sobre sí misma, de los escrúpulos, lanzándola adelante hacia las virtudes, o sea, hacia las energías de bien, que siempre se renuevan y verdaderamente se puede decir que son inconmensurables, porque tienen por término a Dios. La plegaria y la meditación de la Pasión de Jesucristo acompañan este arranque de liberación que pertenece a la catarsis del Itinerario bonaventuriano, y aun puede decirse que la exige, apoyado en las mismas premisas: voluntad ardiente, sostenida por la Gracia; la Gracia es la misma Verdad que nos hace libres. Y he aquí los tres escalones, o las tres vías, en orden a la libertad: la Verdad en el conocimiento propio lleva a la contrición y a la expiación; la Verdad en el conocimiento de los bienes recibidos conduce a la gratitud y a la confianza; la Verdad en el conocimiento del amor de Dios lleva a la identificación de la voluntad propia con la suya divina, que es la perfecta libertad de espíritu. LIBERTAD EN LA POBREZA Este proceso de liberación es marcadamente franciscano por lo que concierne a la voluntad, a la sinceridad, a la sencillez, a la conquista de las virtudes; mas en el fondo pudiera ser propio de otras espiritualidades cristianas, y no tuviera la fuerza, la rapidez, el resultado excepcional que lo distingue, si para efectuar este proceso faltase la gran libertadora que San Francisco, en conformidad con Jesucristo, hizo esposa suya: la pobreza. La libertad no es el blanco de la pobreza franciscana; es un premio no pretendido, su premio terreno, pero hermoso y digno de ella. He dicho más arriba: libres son tan sólo los perfectos; y puede añadirse, especificando la palabra perfectos: libres son aquellos pobres de espíritu a quienes está reservado el reino de los cielos. Es un lugar común, superficial, importado de países mercantiles y sin pasado, que la riqueza da la independencia: la historia lo desmiente; si fuese verdad, Italia sería aún sierva de los siervos. La independencia está en el ingenio, en el trabajo, en la voluntad de obrar por sí propio. La riqueza constituye antes una rémora que un estímulo al desenvolvimiento de la personalidad. Causa fastidio al espíritu con la facilidad de satisfacer los deseos, lo harta, lo exaspera, lo carga de cosas y cuidados inútiles, lo preocupa, lo ata a los bienes pasajeros. La riqueza, cuanto más se ama, más tiraniza; cuanto más se la desea, parece que falta más. En cambio, la pobreza, o escogida voluntariamente o aceptada gozosamente por amor de Cristo, libra de uno de los deseos más fastidiosos y de uno de los egoísmos más sórdidos: el de la propiedad. También aquí, para comprender el valor de la pobreza hay que defenderse de los lugares comunes y de las satisfacciones ilusorias. El tener parece una concretización del ser; la posesión, un exponente del querer; lo «mío», una dilatación y proyección del «yo». Viceversa, muchas veces (y en particular cuando es una herencia inmerecida) la riqueza esconde un ánimo mezquino y lo mortifica, como una vestidura de oro sobre un organismo raquítico que no sabe llevarla. ¡Es digna de lástima la condición de un rico condenado a expender mal sus dineros por miopía de inteligencia o mezquindad de corazón, condenado a no poseer verdaderamente las cosas que llama suyas porque goza de sus beneficios materiales sin entender su belleza y su precio, o a vivir siempre al servicio de aquellos «bienes» que debieran servirle a él! Lo «mío» no extiende el «yo», antes lo limita. Cuando un hombre acota un prado, o pone su nombre sobre una casa, un libro, un trabajo, se pone límites a sí mismo. El límite se podrá dilatar algunos metros, pero siempre será límite, y de hecho aprisiona el espíritu, lo torna inquieto, sospechoso, celoso. La riqueza es un efecto más que un agente de libertad, así como es una consecuencia más que una causa del dominio de sí propio; y, respecto del señorío sobre los hombres y sobre las cosas, el de la riqueza termina donde comienza el de la inteligencia. Con todo eso, pocos se convencen de esta verdad simplicísima que cada cual puede comprobar con sólo entrar dentro de sí y observar las oscilaciones violentas con que la codicia de la posesión perturba el espíritu. Como la verdadera riqueza no consiste en el dinero, así tampoco la verdadera pobreza consiste en la falta de comodidades o de las cosas necesarias a la vida. En el reino de la libertad es millonario el que no ama lo que posee ni desea lo que no posee; es un pordiosero quien se apega a la propiedad y agoniza por aumentarla. La situación económica real del rico o del pobre vale poco; vale, en cambio, la disposición interior respecto de los así llamados bienes de la tierra y del modo de usarlos. Jesucristo reveló el valor sobrenatural de la pobreza; San Francisco lo recordó, lo practicó, lo cantó con jocundidad nueva e inmortal. A esta virtud, per mill'anni e più dispetta e scura, él, con fantasía de poeta y de caballero, dio el rostro más soñado y acariciado por la fantasía juvenil, el de esposa; la amó no a la manera de los filósofos, por el propio sosiego, por la propia superioridad, sino a la manera de los santos, únicamente por amor de Cristo. En retorno, como presente nupcial, recibió de ella el privilegio de ver la hermosura de la naturaleza en su pureza, de sentir la vida como un perenne milagro, de vivirla como una divina aventura llena de lances y sorpresas, de dominarla como príncipe con el señorío ilimitado de la inteligencia y del amor:
El alma de la espiritualidad franciscana es sin duda alguna el amor penitente y concretamente operativo, mas su manifestación más original es este amor de la pobreza, esta pobreza enamorada, alegre, de poeta, que no tiene igual en la historia de la civilización. LA POBREZA DE ESPÍRITU Al hablar de pobreza se corre el riesgo de la retórica, ya que pocos la viven y la de San Francisco es, en rigor de términos, inimitable. Para desposarse con ella, como él lo hizo, hay que consagrarse a la vida evangélica de apostolado, nómada, sin familia, sin labor sedentaria, sin deberes sociales determinados; y ésta es una vocación concedida a poquísimos, y de los poquísimos no todos son elegidos. Por otra parte, quien no ama la esposa del Santo y no se esfuerza por abrazarla no puede decirse su secuaz. ¿Es, pues, imposible conciliar la pobreza con la vida común del mundo? Así como existe el martirio de deseo, así también hay una pobreza de deseo, que crea un estado de ánimo sinceramente franciscano: el de quien, considerando el origen de las fortunas, no se juzga señor de la suya, sino más bien administrador; el de quien, siendo propietario, no se apasiona por su propiedad, antes la lleva como un deber, una responsabilidad, muchas veces como una cruz, dispuesto de grado a perderla en cualquier momento; no quiere abusar de sus beneficios, antes, en cuanto se lo permiten la salud, el trabajo, los deberes sociales, evita todo lo superfluo y se reduce al mínimo necesario; habita en las propias casas y se ha en las propias cosas «como extranjero y peregrino», o sea, con aquel sentido de la inestabilidad y altibajos terrenos que no importa en modo alguno el desprecio de la vida, pero mantiene en la verdad de la vida misma. Ésta es la parte negativa de la pobreza de espíritu respecto de la propiedad; pero conviene considerar la parte positiva, que es la más franciscana y la más difícil de mantenerse sobre la punta de aguja del desasimiento. El franciscano administra con todo rigor sus bienes, como siervo fiel que debe rendir cuentas de ellos, mas no se preocupa de pérdidas y ganancias. Trabaja, mas no con el ansia de enriquecerse. Gana con indiferencia, pierde con alegría, como quien se siente aligerar de un peso; vive al día, fiándose de Dios, seguro del mañana, que le traerá nuevos dones de la Providencia; y, dando de continuo, posee de continuo; produce y da; de esta suerte acelera la circulación de la riqueza, la cual es un bien cuando pasa de gente en gente y de un linaje a otro, no por capricho de fortuna, sino por libre voluntad del hombre que le señala una misión de auxiliadora de las actividades superiores del espíritu, al servicio de la civilización. El franciscano no se pierde en conjeturas y previsiones, en esperanzas y temores; cuenta con la Providencia, reguladora de la fluyente movilidad de la vida, para cumplir su misión de portador de la buena nueva, sin turbarse si un revés financiero lo reduce a la mendicidad, si un lance de fortuna le da una riqueza que no puede mudar sus sentimientos ni sus hábitos. Nunca se loará lo bastante este espíritu de pobreza, que libra de toda melancolía del dinero, de la celotipia de lo «mío», de la envidia de lo «tuyo», de la molicie, de la pereza, de las complicaciones embarazosas; que aviva el ingenio, templa el carácter, robustece las energías, simplifica la vida, que hasta en el arte es un libertador, porque elige la línea más sencilla, la cual es la más adherente a la desnudez de la idea, la más verdadera. Romántica en los anhelos, en el sentimiento, en la visión religiosa y caballeresca de la vida, la pobreza es lo más clásica en la expresión, sin garambainas, elemental. Aquí asoma un peligro. De ese arrojar al mar todo el lastre de las angustias económicas y de la educación severa de la pobreza pudiera resultar la figura de un antiguo sabio respetable y envidiado. El «yo quiero» legitimado por la teoría franciscana de la supremacía de la voluntad, el aristocrático desdén de todas las cosas transeúntes, la complacencia de reducir la vida a la más simple expresión, que es en el fondo soledad y orgullo de bastarse uno a sí mismo, pudiera hacer olvidar el hito sobrenatural de la pobreza y llevar a una concepción humanística de la conquista de la personalidad. El humanista es, en general, el hombre sabio; se cree libre cuando logra ponerse en paz con su conciencia, cuando puede decir: «Piense el mundo como quiera»; «vuelva la fortuna su rueda»; «yo soy bueno; yo me agrado a mí mismo». Posición ésta de inmovilidad, no de libertad, antitética a la del franciscano que conquista la personalidad negándose; que no se fía de complacer a su conciencia, sino que quiere complacer a Dios; que por lo mismo vive siempre descontento de sí, y paz libertadora encuentra en la bondad de Dios, no en la suya. La renuncia de las cosas es el primer grado de la pobreza franciscana; la renuncia de sí mismo, el segundo. El primero prepara al segundo; la pobreza, a la humildad; el desasimiento de lo «mío», al desasimiento del «yo». LIBERTAD EN LA HUMILDAD La humildad para San Francisco no se resuelve en una meditación sobre la propia nulidad, ni siquiera en la convicción de esta nulidad. Es la traducción en acto de la certeza de ser despreciable, a la que llega considerándose a sí mismo y a Dios. Mas, despreciarse en el silencio de una celda delante del Eterno y de la propia conciencia, despreciarse en alta voz en público, aceptar los desprecios, son ciertamente actos meritorios, pero no tan difíciles como el de ponerse de propósito en condición de ser despreciado. El modo más expedito para ser «despreciado a maravilla» es reducirse a la mendicidad, a la ignorancia, al ridículo; por tanto, no pensamientos o palabras, sino hechos, hechos intrínsecamente meritorios y extrínsecamente humillantes. Por eso San Francisco manda a los suyos a mendigar «de puerta en puerta» o a predicar en Asís en pañetes. La valoración sobrenatural de la mendicidad, que es la humillación máxima de la pobreza, prueba que la pobreza se busca, a más de por el ejercicio de la paciencia y la mortificación de los instintos, por la humildad. Y si el primer grado de la pobreza franciscana produce el estado de ánimo de quien nada posee y nada desea (que puede ser también protervo), el segundo produce el del mendicante, que es el opuesto al tan codiciado «bastarse a sí mismo»; es el reconocimiento práctico de la propia inferioridad; es la negación del «yo», tras la negación de lo «mío». La caridad allana el desnivel entre el que mendiga y el que da, mas pocos donantes saben ponerse a nivel de los mendigos, y la mesa del Señor no quita al pan ajeno la terrible salsedumbre. No obstante eso, cabalmente por eso, un espíritu franciscano guarda en sí el gesto del mendicante con el recuerdo de que es «menor» que todos, necesita de todos, debe ser reconocido a todos. Y no en abstracto; pide siempre alguna cosa: un consejo, una idea, un socorro, una sonrisa, una oración, recordando que hasta los menos favorecidos de la naturaleza o de la fortuna pueden tener algo que a él le falta; hasta los malos son, en algún aspecto, mejores que él; complácese con infinita dulzura en sentirse «menor». Continuamente resuena dentro de su alma la voz del padre: «Yo, fray Francisco pequeñito, pequeñuelo siervo vuestro...», y se le aparece de nuevo aquel su rostro destruido por el amor para con todas las criaturas, con que le da a entender la necesidad que tiene de «hacerse pequeño», pues la prepotencia del amor se declara en la abnegación y en el servir. Pero ¿y la libertad? Quien pide, sirve. Quien recibe, se vende. Mas un espíritu franciscano pide para librarse de la servidumbre del orgullo, y recibe sólo lo que basta para recordar que es «menor». Nada más. No quiere poseer; ni siquiera poseerse soberbiamente. No ambiciona riquezas ni autoridad; no pretende amor. La única fuerza que siente verdaderamente suya, la voluntad, la recibe de Dios y la confía a Dios. De esta suerte se desapropia de todo en todo. Así como la pobreza libra del deseo y congojas de la propiedad, así la humildad verdadera, la que llega hasta las raíces, libra de los demás deseos, de propiedades inmateriales, aun de las que más estimulan: como el deseo del amor, que puede echar al corazón tales cadenas que le impidan el camino; como el deseo del poder y de la gloria, sutiles déspotas. La humildad absoluta es la pobreza del corazón, que en presencia de la verdad se siente tan pequeño y al mismo tiempo tan provisto y defendido de Dios, que lógicamente nada puede esperar de los hombres; se torna tan sabio, que viene a comprender que ningún don, ni siquiera el del amor, merece un solo suspiro suyo. Se libra de la veleidad de parecer y de la ambición de ser. Joven o viejo, hermoso o feo, inteligente o mediocre, sano o enfermo, amado o desamado, poco importa. El franciscano perfecto se desinteresa de sí con un desprecio cordial y sonriente, no se maravilla ni se aflige de su propia mezquindad.
Pero él supera sus mismas turbaciones; para él la vida se reduce a una voluntad recta y flameante al servicio de Dios. En esta altura, derrocados todos los límites del egoísmo, el alma es verdaderamente libre; se espacia sin fronteras en lo creado, que es sencillamente la casa del Padre, donde cada cual tiene su puesto y su mansión, así los últimos como los primeros.
De una base firme de voluntad y concretez, por una laboriosa liberación del espíritu de los vicios y los instintos, por una progresiva conquista de virtudes que se cifran en la soberana virtud de la pobreza y culminan en la pobreza del corazón, se llega a la mayor libertad que conseguirse puede sobre la tierra y que es perfecto desasimiento. Pero es un desasimiento que ama. Ésa es la nota distintiva del Cristianismo. La ascética franciscana se la asimila más que ninguna otra, se la asimila hasta los Estigmas, y reconcilia la tierra con el cielo al través del amor. «Si quieres amar bien, ódiate a ti mismo», dice el Beato Gil. Y del odio de sí y del amor de los otros en aquella Verdad que nos hace libres nace la libertad. |
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