DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

I. LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES HASTA 1517

Capítulo XI
APOSTOLADO ENTRE LOS INFIELES

Al servicio de la santa Sede

Las dos grandes órdenes mendicantes hacen su aparición en el momento del máximo apogeo del pontificado. El clarividente Inocencio III y el no menos clarividente Gregorio IX (Hugolino) se percataron muy pronto del apoyo que esas nuevas fuerzas suponían para la acción espiritual de la santa Sede en la cristiandad y fuera de ella, en una coyuntura en que, frente a las ambiciones imperiales y a las pretensiones de los nuevos estados nacionales, no podían ya echar mano ni del prestigio de las abadías, ni del resorte de las cruzadas, ni de la "tregua de Dios". Por eso desde un principio los menores y los predicadores fueron, ya lo hemos visto en parte, los hijos mimados de la Sede apostólica y los preferidos para empleos y comisiones de confianza. Estos emisarios, nada sospechosos de miras interesadas, podrían penetrar en todas las cortes y abordar todas las gestiones; además, por medio de ellos, el pontificado podría apoyarse en el pueblo contra los poderosos enemigos de los intereses de la Iglesia.

La exención de los mendicantes era muy diferente de la exención feudal anterior, por la que un monasterio lograba su autonomía ofreciendo vasallaje a san Pedro. Esta nueva forma de exención no era tanto un privilegio de los frailes cuanto una manifestación y un requisito del ejercicio de la jurisdicción ordinaria del papa en toda la iglesia; era además una consecuencia de la sumisión directa a la santa Sede, profesada por los menores y expresada terminantemente en la regla: "Fray Francisco promete obediencia y reverencia al señor Papa Honorio y a sus sucesores que canónicamente entraren, y a la iglesia romana" (2R 1,2). Esta "sumisión sin intermediario a la silla apostólica" era lo que, en frase de Alejandro IV, hacía acreedores a los frailes menores a la especial confianza y a los privilegios con que eran distinguidos1.

No hemos de extrañarnos, pues, de ver, ya desde el principio, el hábito franciscano en la corte pontificia. Los menores aparecen como capellanes, sacristanes, predicadores y penitenciarios pontificios. Los papas, sobre todo, pasando por encima de la expresa consigna de san Francisco, que quería a sus hijos verdaderos "menores" en la iglesia, elevaron sin cesar a éstos a las más altas dignidades. Honorio III y Gregorio IX respetaron la voluntad del fundador; este último, que elevó al episcopado hasta treinta y un dominicos, sólo nombró un obispo franciscano, el de Marruecos; pero los sucesores juzgaron que el bien de la iglesia estaba por encima de la humildad minorítica; sólo Bonifacio VIII escogió cuarenta y dos obispos de la orden de menores en nueve años. En total, los obispos franciscanos fueron doscientos cincuenta en el siglo XIII, setecientos cuarenta y seis en el XIV, setecientos noventa y uno en el XV y setenta desde 1500 hasta 1517. Los cardenales fueron veintinueve en los tres siglos y los nuncios y legados pontificios pasaron de trescientos. Con frecuencia, eran elegidos por los mismos cabildos catedralicios, pero ordinariamente los nombraba la santa Sede directamente. La orden miró, en el siglo XIII, con gran prevención este crecimiento del número de obispos y tomó medidas enérgicas para moderarlo y para salir al paso a la indisciplina que de aquí pudiera originarse, si la ambición lanzaba a los religiosos por este camino. Las constituciones de Narbona privaban de toda participación en los bienes espirituales de la orden a los que aceptasen el episcopado sin la aprobación del ministro general o provincial, decisión que fue corroborada en diversas ocasiones por documentos obtenidos de los papas2.

Varios fueron los franciscanos que en este período escalaron la cumbre del pontificado supremo: Nicolás IV (1288-1292), que había sido general de la orden con el nombre de Jerónimo de Ascoli y había desempeñado importantísimas misiones al servicio de la santa Sede: su breve pontificado estuvo absorbido por graves asuntos políticos, la preparación de la cruzada y el esfuerzo por la unión de las iglesias orientales; Alejandro V (1409-1410), el papa elegido en el concilio de Pisa para solucionar el Cisma de Occidente; Sixto IV (1471-1484), anteriormente ministro general con el nombre de Francisco de la Rovere, el gran pontífice renacentista, defensor de la cristiandad contra el peligro turco, propulsor de las artes, pero víctima de un nepotismo escandaloso. A estos tres nombres podríamos añadir el del antipapa Nicolás V (Pedro Rainalducci de Corbara), nombrado en 1328 por Luis de Baviera en la lucha con Juan XXII.

Los menores tomaron parte muy activa en todos los concilios generales celebrados en esta época: en el de Lyon de 1245, en el de Lyon de 12743, en el de Vienne de 1311/12, en el de Constanza de 1414/18, en el de Ferrara-Florencia de 1431/45 y en el de Letrán de 1512/17.

Los papas echaron mano de ellos constantemente para misiones diplomáticas, sea con los príncipes católicos, sea con las iglesias de Oriente, sea con los jefes tártaros, como veremos más adelante, y asimismo para la predicación de la cruzada. Se distinguieron, sobre todo, en esta confianza en los hijos de san Francisco Inocencio IV en los años de la lucha con la dinastía de Hohenstaufen, Alejandro IV, Gregorio X, Gregorio XI y Eugenio IV. Los cronistas enumeran unos trescientos menores enviados por la santa Sede como legados o nuncios a todas las partes del mundo4.

Y no deben omitirse los que se distinguieron como defensores de las prerrogativas del sumo pontífice; el portugués Álvaro Paes (Alvarus Pelagii, † 1349) se puso de la parte de Juan XXII frente al ministro general y rebatió las ideas de Guillermo de Ockham, al mismo tiempo que reclamaba la reforma al interior de la iglesia in capite et in membris y ponía al vivo las lacras de su tiempo en su conocida obra De planctu Ecclesiae. En el largo período de la controversia conciliarista fueron numerosos los teólogos franciscanos que defendieron la supremacía del papa, como san Juan de Capistrano, y los conventuales Luis de Pirano († 1447) y Agustín de Ferrara († 1466).

El servicio de la Sede apostólica que más repugnaba seguramente al espíritu franciscano era el de la inquisición. En el curso del siglo XIII fue constituyéndose en gran parte de Europa la inquisición pontificia, sustituyendo a la que hasta entonces dependía de la jurisdicción episcopal, y fue confiada casi exclusivamente a los mendicantes. En un principio la santa Sede contó sólo con los dominicos, pero después fueron asociados los franciscanos, quienes en algunas regiones quedaron constituidos inquisidores permanentes. Los religiosos designados para desempeñar esta misión eran nombrados por el ministro general o provincial; pero, aun así, los capítulos hubieron de salir al paso muchas veces de los abusos que se seguían de la independencia de que gozaban los inquisidores y de las gestiones en que habían de intervenir. Se conocen los nombres de más de doscientos inquisidores franciscanos hasta 15175.

Predicación6

La primera manifestación de la vocación apostólica de san Francisco fue la predicación, una predicación llana y espontánea, consistente sustancialmente en el mensaje de paz evangélica y en la exhortación a una vida mejor. Era la predicación llamada penitencial, para distinguirla de la teológica, reservada a los clérigos letrados. En la intención del fundador todos los frailes menores debían ser predicadores, de palabra o de obra; y de tal forma apareció la predicación como distintivo de la nueva orden, que ya en aquellos primeros años Jacobo de Vitry la presentaba como ordo praedicatorum. Aquel modo sencillo y natural de dirigirse al pueblo, en un tono de desconocida sinceridad, introdujo un cambio total en la predicación.

Al crecer el número de religiosos hubo de regularse el ejercicio de la predicación. La regla de 1221 exigía la licencia del ministro, la de 1223 reservaba esta licencia al general, con el consentimiento, al menos tácito, de los obispos. Gregorio IX volvió a conceder esta facultad a los ministros provinciales. La aprobación solía ser definitiva; así se fue formando en la orden la clase de los "predicadores", que gozaban de mayor prestigio y con el tiempo adquirieron privilegios especiales, sobre todo en lo referente a la participación en los capítulos. Así también quedó luego excluida de la predicación la clase de los legos y la de los simples sacerdotes, que no poseían los conocimientos suficientes para aspirar a la patente de predicador. Con el tiempo, y por estar limitada a los letrados, la predicación volvió a hacerse amanerada, revistiendo un estilo muy semejante al de las disquisiciones escolásticas de las aulas. También en este particular los movimientos de reforma tratarían de volver a la primera sencillez: "los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón", como había escrito san Francisco en la regla (2R 9,4).

El primero de los grandes predicadores franciscanos fue san Antonio de Padua, que removió en menos de diez años Italia y el mediodía de Francia con una elocuencia de eficacia singular, llegando a congregar auditorios de más de 30.000 personas.

Italia conoció además, en el siglo XIII, a Rainaldo de Arezzo († 1252), Buenaventura de Iseo († 1260), Bienvenido de Módena, Tomás de Pavía († c. 1282) y Servasanto de Faenza († c. 1300). Francia a Guillermo de Cordelles († 1241), Hugo de Digne († c. 1255), Odón Rigaud († 1275), Gilberto de Tournai († 1284) y Eustaquio de Arras († 1291). Alemania, a Bertoldo de Ratisbona († 1272), el más famoso orador popular germánico de la Edad Media, que vio reunirse en torno suyo hasta 50.000 oyentes, y sus discípulos Conrado de Sajonia († 1279) y Luis de Sajonia. Inglaterra, a Haymón de Faversham († 1243) y Rodolfo de la Rose. En el siglo XIV son raros los predicadores que llegan a adquirir renombre, si se exceptúa el cardenal Bertrand de la Tour († 1332) y alguno que otro de las regiones del Rhin.

La mayoría de estos grandes predicadores, juntamente maestros de teología, dejaron colecciones de sermones latinos, que se difundieron grandemente. Algunos de ellos escribieron, además, tratados teóricos de oratoria sagrada o Artes praedicandi: son conocidas las de Juan de la Rochelle († 1245), Juan Wallensis († 1285), Francisco de Fabriano († 1322), Landolfo Caracciolo de Nápoles († 1351), Astazius de Sainte-Colombe († 1368) y Francisco Eiximenis7.

Por otra parte, a fines del siglo XIII y durante el XIV estuvieron muy en boga ciertos prontuarios de carácter enciclopédico que, bajo títulos como Summa de exemplis, Tabula exemplorum, Dormi secure..., proporcionaban al predicador común copioso material de temas teológicos y morales, así como de comparaciones, anécdotas o fábulas para ilustrarlos. Los franciscanos contribuyeron grandemente a desarrollar este género de literatura, distinguiéndose el citado Servasanto de Faenza, Nicolás Biard († p. 1250), Bartolomé Ánglico con su De proprietatibus rerum, el autor anónimo de la Tabula exemplorum secundum ordinem alphabeti y el del Speculum laicorum.

El siglo XV puede considerarse como el siglo de oro de la predicación franciscana. La Italia del renacimiento halló en la elocuencia netamente evangélica, sin dejar de ser culta, de los oradores observantes un contrapeso decisivo a la corriente paganizante que descendía de las altas esferas sociales. Como san Francisco en la aurora de las libertades ciudadanas, supieron estos santos, populares y aristócratas a un tiempo, identificarse con aquella sociedad desbordante de las repúblicas italianas, engreídas con su apogeo, y obligarle a mantener el sentido cristiano de la vida. Ciudades enteras quedaban transformadas a la voz de uno solo de aquellos mensajeros de la justicia o de la misericordia.

El padre y maestro de este nuevo género de predicación es san Bernardino de Siena († 1444), que tuvo el mérito de haber lanzado la observancia fuera de sus eremitorios para distribuir al pueblo cristiano los tesoros de vida concentrados en la oración; Italia entera se sintió conmover al encanto y vigor de su palabra; sus sermones en lengua vulgar, tomados taquigráficamente, son caso único en la historia de la elocuencia sagrada. Contemporáneo suyo fue Alberto de Sarteano († 1450), llamado el "rey de los predicadores"; lo mismo que el anterior, veíase precisado a predicar en las plazas, porque no había iglesias capaces de contener aquellos auditorios de hasta 50.000 ó 60.000 personas. De semejante popularidad, pero en un radio mucho más extenso, se halla rodeada la figura de san Juan de Capistrano († 1456), que hizo oír su voz en Italia, Francia, Alemania, Austria, Bohemia, Hungría y Dalmacia; desempeñó importantes comisiones al servicio de la santa Sede y fue el campeón de la lucha contra los husitas y contra los turcos; a él se debió principalmente la victoria de Belgrado sobre Mohamet II en 1456. El último de las "cuatro columnas de la observancia" es san Jacobo de la Marca († 1476), cuya acción se extendió, asimismo, además de Italia, a todo el centro de Europa, hasta Noruega y Dinamarca, donde halló una parte de la población sumida aún en la idolatría.

Junto a estos colosos alcanzan también elevada talla el beato Herculano de Piegaro († 1451), Antonio de Rímini († 1459), Antonio de Bitonto († 1465), el beato Pacífico de Cerano († 1482), Bernardino de Feltre († 1494), el beato Marcos de Montegallo († 1496), Domingo de Leonessa († 1497), Bernardino de Bustis († c. 1513) y los conventuales Roberto de Lecce († 1495) y Lorenzo Guillermo Traversari († 1503). Fuera de Italia, Juan de Werden († 1437), autor de un Dormi secure muy difundido, Juan Brugmann († 1473), Esteban Brulefer († 1497), Oliverio Maillard († 1502), Esteban Fridolin († 1498), Miguel Menot († 1518), Tomás Ilírico († 1528) y los beatos polacos Simón de Lipnicz († 1482), Juan de Dukla († 1484) y Ladislao de Gielniow († 1505).

Unido a la predicación se consideró siempre en la orden el ministerio del confesonario; pero mientras no hubo iglesias conventuales, donde organizar el culto con libertad, ese servicio a los fieles fue muy limitado, tanto más que los cánones lo tenían prohibido a los monjes. El Concilio IV de Letrán (1215) había hecho del poder de absolver una atribución exclusiva del proprius sacerdos, es decir, el párroco para los seglares. De 1237 data la primera bula pontificia reconociendo a los menores la facultad de confesar, que ya la ejercían en la práctica. Los pontífices apoyaron cada vez más a los mendicantes en este derecho frente a la reacción constante del clero parroquial. Por fin, Bonifacio VIII, con la bula Super cathedram, acabó de dar forma canónica a esta forma de la actividad pastoral de los religiosos.

Para entonces, la administración del sacramento de la penitencia era una de las principales ocupaciones de los hermanos sacerdotes. Desde 1492 las constituciones requerían treinta años de edad para oír confesiones de seglares y una especial aprobación, reservada al provincial, previo serio examen de la teología moral8.

Acción social

Por su mismo origen y por los caracteres de su misión en el mundo, la orden franciscana aparece, desde los comienzos, eminentemente social. El hermano menor vive en medio del pueblo, mezclado en sus condiciones de vida, sensible a sus necesidades espirituales y temporales9.

El siglo XIII fue tiempo de enorme fermentación social, particularmente en los países europeos del Mediterráneo. Al feudalismo sucedió la sociedad comunal, dirigida por la burguesía, más opresora del débil que el anterior dominio territorial; los conglomerados urbanos padecerían en mayor escala la presencia de masas de pordioseros, inválidos, desocupados, a merced exclusivamente de la iniciativa de la caridad cristiana. El siglo XIV vio desarrollarse el asociacionismo artesanal, que, juntamente con la merma de la población, frenó los problemas sociales. Pero éstos volvieron a recrudecerse en el siglo XV, al activarse el comercio marítimo y al aumentar la importancia del dinero como capital, objeto de especulación lucrativa.

El recurso más indicado para influir franciscanamente en la sociedad es la presencia seglar de los hermanos de penitencia o tercera orden. Pero los hermanos menores disponen de medios directos para ponerse al servicio de todas las clases sociales con espíritu de minoridad.

Característica de la época estudiada es la tendencia a constituir gremios entre los artesanos de una misma profesión, tendencia impuesta por la necesidad de aunar la producción y de hacer frente a los riesgos de la especulación y de la competencia. Los hermanos menores supieron imprimir a tales agrupaciones un sello de hermandad cristiana, aun en la designación oficial, y una orientación espiritual que dio nueva fisonomía a la religiosidad urbana. En adelante, junto al clero y los estamentos cívicos, desfilarían las hermandades o cofradías con sus pendones y sus santos abogados.

Apostolado social eran, en otro sentido, las frecuentes intervenciones de los franciscanos como mediadores de paz entre los príncipes y sus vasallos, entre las diversas ciudades rivales o entre los bandos de una misma ciudad. Para no mencionar más que a los que llevaron misiones de alto nivel, recordemos al ministro general Juan Parenti, enviado en 1231 por Gregorio IX para restablecer la concordia en Florencia; Jerónimo de Ascoli, asimismo general, que negoció la paz entre Francia y Castilla bajo Juan XXI; el cardenal Mateo de Acquasparta, enviado a Toscana por Bonifacio VIII; el cardenal Gentile de Montefiore († 1312), que llevó una misión a Hungría a principios del siglo XIV; Juan Minio de Morrovalle († 1312), que en 1298, siendo general, fue enviado, juntamente con el general de los dominicos, para mediar la paz entre Francia, Inglaterra y Flandes; el ya mencionado Bertrand de la Tour, legado de Juan XXII en 1318 como mediador en la misma contienda; Paulino de Venecia († 1344), embajador de la república véneta ante el rey de Nápoles en 1314/16 y comisionado en 1322 por el papa para tratar con la misma república; Tomás de Frignano († 1381), empleado por Gregorio XI desde 1372 en diferentes misiones de paz en Génova, Milán, Hungría, Austria y Venecia; Ludovico Donati de Venecia († 1386), enviado a la corte de Hungría y de Venecia como agente de paz en 1379 por Urbano VI; Pedro Philargis de Candia († 1410), que en 1392 negoció la paz entre Venecia y Florencia a ruegos del señor de Milán y en 1393 llevó a nombre de éste una misión a Bohemia.

Como iniciativas de caridad merecen destacarse, además de la limosna diaria que se acostumbraba dar a los pobres a la puerta de los conventos, el cuidado de los leprosos, tan del gusto de san Francisco, la asistencia a los apestados y las diversas instituciones benéficas, como asilos y hospitales, promovidos por el celo de los hermanos menores y puestos generalmente bajo la dirección de los terciarios. Son dignos de mención en esta labor los nombres de Rainerio de Perusa († c. 1275), fundador de varias cofradías benéficas y de un hospital; Pedro de Asís († 1349), a quien Venecia debió la institución de tres asilos de niños; san Juan de Capistrano, cuyo nombre va unido al del hospital de Santa María de la Scala y al Consorcio de la Caridad de Milán; Miguel de Carcano († 1484), organizador de amplios hospitales en Milán, como Piacenza, Crema y Venecia; Francisco Jiménez de Cisneros († 1517), fundador de una compañía de las Obras de Misericordia para socorro de viudas, huérfanos y enfermos. En Feltre (1499) y en Verona (1503) existió la Compañía del Nombre de Jesús, antecedente de los oratorios del divino amor.

Los grandes predicadores observantes del siglo XV no se contentaban con dejar a su paso instituciones de caridad, sino que, como ya lo hicieron san Antonio y Bertoldo de Ratisbona en su tiempo, no temían denunciar públicamente los desafueros de los poderosos contra el pueblo indefenso y la explotación de los logreros. Y fue en este terreno donde se hicieron particularmente beneméritos.

Ya a fines del siglo XIV había abordado el tema del préstamo a interés, con visión realista, Guillermo de Cremona († 1402). La obra más específicamente social fue la de los montes de piedad, cuya finalidad era combatir la plaga de la usura mediante prestaciones de dinero bajo prenda. La usura, en efecto, había venido a ser, a favor de la nueva economía de inversiones pecuniarias, el medio más tentador de especulación a costa del pobre. Parece que el iniciador fue Domingo de Leonesa († 1497), que estableció el primer monte de piedad en Ascoli en 1458. El más celoso propagador fue el beato Bernardino de Feltre († 1494). Sucesivamente fueron apareciendo los de Perusa (1462), Orvieto (1463), Gubbio (1463), Terni (1464), Borgo San Sepolcro (1466), Amelia (1470), Milán (1486), Verona (1490), todos ellos obra de los predicadores observantes.

La iniciativa desencadenó fuerte oposición, ante todo por parte de los prestamistas hebreos, ya que a ellos les afectaba más directamente. Miguel de Carcano, celoso propagador de los montes de piedad, fue expulsado dos veces de Milán y sañudamente perseguido. Pero, del lado opuesto, los franciscanos fueron duramente combatidos por los moralistas de escuela, en especial dominicos y agustinos, que impugnaban los montes por razón del módico interés que percibían; todo préstamo a interés, enseñaban, es usura, contrario al evangelio. Los franciscanos justificaban ese interés por la seriedad misma de la institución y la confianza de los usuarios: debe pagarse el personal y hacer frente al riesgo.

Una finalidad similar tenían los montes frumentarii, pósitos para proteger al pequeño agricultor contra la eventualidad de las malas cosechas y contra los acaparadores10.


NOTAS:

1. I. Rodríguez, Orígenes históricos de la exención de los religiosos, en Rev. Esp. Der. Can. 10 (1955) 583-608; 11 (1956) 243-271.

2. H. Holzapfel, Manuale, 186-190.- F. de Sessevalle, Histoire, II, 221-444.- U. Betti, I cardinali dell'ordine dei frati minori. Roma 1963.- R. Ritzler, I cardinali e i papi dei frati minori conventuali, MF 71 (1971) 3-77.

3. Octavianus a Rieden, De sodalium franciscalium in concilio oecumenico Lugdunensi secundo parando et celebrando promeritis, CF 32 (1962) 122-147.

4. H. Holzapfel, Manuale, 186-190.- F. Delorme, Documenta de praedicatione Cruciatae saec. XIII per fratres minores, AFH 9 (1916) 99-217.- L. Pisanu, L'attività politica d'Innocenzo IV e i francescani (1243-1254). Roma 1957.- G. Mollat, Grégoire XI et les Frères Mineurs, AFH 56 (1963) 463-466. Cf. AFH 48 (1955) 52-72; 55 (1962) 521-523.

5. Cf. Mariano d'Alatri, L'Inquisizione francescana nell'Italia centrale nel secolo XIII, CF 22 (1952) 225-250; 23 (1953) 51-165. Inquisitori veneti del duecento, CF 30 (1960) 398-432. Nuove notizie sull'Inquisizione toscana nel duecento, CF 31 (1961) 637-644.

6. O. Zawart, The history of franciscan preaching and of franciscan preachers. New York 1927.- Bonaventura a Mehr, De historia praedicationis, praesertim in Ordine Fr. Min. Capuccinorum, scientifica pervestigatio, CF 11 (1941) 373-422; 12 (1942) 5-40. Uber neue Beiträge zur Geschichte der vortridentinischen Predigt, CF 18 (1948) 245-258.- B. Belluco, De sacra praedicatione in Ordine Fratrum Minorum. Roma 1956.- Predicazione francescana dagli inizi al quattrocento, en Picenum Seraphicum 10 (1973) 7-195.

7. H. Caplan, Mediaeval "Artes praedicandi". New York 1934.- Th. M. Charland, "Artes praedicandi". Contribution à l'histoire de la rhétorique au moyen âge. Paris 1936.

8. Sixto M. da Romallo, Il ministero della confessione nei primordi dell'ordine francescano in relazione ai diritti parrocchiali. Milano 1949.- D. Soliman, Il ministero della confessione nella legislazione dei frati minori. Roma 1964.

9. L. Dubois, Saint Francis of Assisi Social Reformer. New York 1906.- H. Roggen, Die Lebensform des heiligen Franziskus von Assisi in ihrem Verhältnis zur feudalen und bürgenlichen Gesellschaft Italiens. Munchen 1965.

10. Ludovic de Besse, Le b. Bernardin de Feltre et son oeuvre. 2 vols. Tours-Paris 1902.- A. Ghinato, Studi e documenti intorno ai primitivi Monti di Pietà. 6 vols. Roma 1960-1963.- G. Barbieri, Il beato Bernardino da Feltre nella storia sociale del Rinascimento. Milano 1962.- S. Majarelli - U. Nicolini, Il Monte dei Poveri di Perugia. Periodo delle origini (1462-1474). Perugia 1962.- P. Compostella, Il Monte di Pietà di Milano. Le origini (1486-1528). Milano 1966.- I monti di pietá e le attività sociali dei francescani nel quattrocento, en Picenum Seraphicum 9 (1972) 7-332.- V. Meneghin, Bernardino da Feltre e i Monti di Pietà. Vicenza 1974.

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