DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

I. LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES HASTA 1517

Capítulo X
LA ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

Caracteres distintivos

Seguir a Cristo según el evangelio en pobreza y humildad es el ideal propuesto por san Francisco en la regla, un ideal que cada hermano lo realiza en compromiso de fraternidad y de minoridad para con sus hermanos unidos en la misma vocación y para con todos los hombres; más aún, en hermandad con toda la creación, bajo la paternidad de Dios.

Francisco llegó al encuentro con el Cristo pobre y crucificado a través del hermano que sufre, del leproso, y el Cristo hermano le llevó a descubrir a Dios como sumo Bien, fuente de todo bien, el Dios que se manifiesta como Amor en la constante donación al hombre. La Trinidad es el gran misterio de ese amor increado, que crea, que redime, que santifica. Por eso la oración de Francisco es, casi exclusivamente, oración de alabanza, de acción de gracias, de bendición al Dios Altísimo, cuya bondad enriquece a todos los seres. Lo único que interesa es servirle con mente pura y corazón limpio, en plena docilidad al espíritu del Señor y su santa operación, no haciéndonos esclavos de la letra que mata, sino del espíritu que da vida. El vuelo franciscano hacia Dios se caracteriza por la espontaneidad y la libertad de espíritu1.

El cristocentrismo es nota característica de toda la espiritualidad medieval, sobre todo a partir de san Bernardo; pero en el ideal franciscano de santidad el Cristo hermano se hace objeto de contemplación afectiva, es acompañado y compartido en la humillación y en la pobreza, en el gozo y en el dolor, sobre todo en el dolor de la pasión.

En este itinerario de ascensión hacia Dios hay una tendencia marcadamente mística, informada por el amor, en que no halla lugar una ascesis metódica y múltiple, sino la entrega unitaria que tiene como punto de partida el desasimiento liberador, la expropriatio, fruto de una decisión penitencial o de conversión.

Este distintivo se perpetuará como una herencia, a través de todos los santos franciscanos. Pero, además, hay que reconocer en la sistematización de la espiritualidad franciscana, llevada a cabo principalmente por san Buenaventura, una génesis intelectual, que nos permite hablar, aunque en sentido impropio, de escuela franciscana: el eslabonamiento con la corriente agustiniana y platónica llegada a Alejandro de Hales y al doctor seráfico a través de san Anselmo y de la escuela de San Víctor. En este ambiente recibió forma la exigencia experimental y afectiva del espíritu franciscano. Este predominio del amor, fuerza impulsora y garantía de humanismo, es lo que ha hecho aplicar a todo lo franciscano el apelativo de seráfico.

Y con la caridad, las virtudes más destacadamente evangélicas, como son la humildad, la sencillez, el abandono en la Providencia, la alegría y el optimismo ante la vida. Son las que frenan el peligro de subjetivismo, inherente a todo espiritualismo centrado en la experiencia mística personal. El auténtico espíritu franciscano aparece siempre profundamente encarnado en la realidad.

Los maestros de espiritualidad

San BuenaventuraEl primero y más importante es san Buenaventura. Podemos decir que toda su obra literaria se orienta hacia la síntesis de la filosofía y de la contemplación en una sola ciencia: la teología mística; y la obra maestra de este esfuerzo unitario es el Itinerarium mentis in Deum, calificado como una de las más excelsas producciones del ingenio humano. Entre sus escritos de índole puramente espiritual destacan: De triplici via o Incendium amoris, Soliloquium, Lignum vitae, De quinque festivitatibus Pueri Iesu, Vitis mystica, De perfeccione vitae ad sorores, Collationes de septem donis Spiritus Sancti.

Puede compendiarse la doctrina espiritual bonaventuriana en los siguientes puntos fundamentales:

El hombre es imagen de Dios por su ser natural, y es semejanza de Dios por su ser sobrenatural. El pecado original borró la semejanza y conservó solamente la imagen de Dios, aunque mutilada y borrosa por haberse apartado el hombre de Dios y haberse vuelto hacia los seres creados. De aquí que la vida espiritual deba comenzar por una nueva creación (recreatio animae).

Esta nueva creación nos vino con Cristo y consiste en la infusión de la gracia santificante acompañada de las virtudes infusas (rectificatio animae), de la gracia sacramental (sanatio animae), de los dones del Espíritu Santo (expeditio animae) y de las bienaventuranzas (perfectio animae) sobre el fundamento del cumplimiento de los divinos mandamientos.

Regenerada de esta forma, el alma se dispone para unirse con Dios. Nuestra vida sobre la tierra debe ser un anticipo y comienzo de la gloria del cielo.

Y como la vida del cielo consta de tres elementos: perfecta posesión de la paz, perfecta visión de la verdad y perfecta fruición de la caridad, la vida espiritual sobre la tierra debe ser el camino que nos lleva al reposo de la paz, al esplendor de la verdad y al gozo de la caridad. De aquí las tres vías: purgativa, iluminativa y unitiva; purgatio ad pacem ducit, illuminatio ad veritatem, perfectio ad caritatem. De esta forma, las operaciones del alma quedan jerarquizadas, es decir, la colocan en un grado determinado de semejanza con Dios, restaurando la escala rota por el pecado de Adán. Vía para san Buenaventura es sinónimo de acto jerárquico o sucesión de actos por los cuales el alma consigue uno de los tres elementos constitutivos de la perfección: paz, verdad, caridad.

Estas tres vías deben ejercitarse en todos los grados de la vida espiritual. Son como tres caminos que se prolongan igualmente, paralelamente, desde el grado ínfimo hasta la cumbre de la santidad.

En cambio, los tres grados -incipientes, proficientes y perfectos-, expuestos también por el doctor seráfico, son tres etapas sucesivas, tres edades, que se dan por igual en cada una de las tres vías.

La meditación o consideración es común a las tres vías, aunque el ejercicio de las facultades del alma sea distinta en cada una. La oración mental comprende tres grados o ejercicios: deploratio miseriae (vía purgativa), imploratio misericordiae (vía iluminativa), exhibitio latriae (vía unitiva).

La contemplación es el ejercicio más importate. Distingue dos géneros: a) Contemplación intelectual, que consiste en el éxtasis de la inteligencia, al que se llega por seis grados consecutivos -speculatio Dei: in creaturis et per creaturas, animae in se ipsa et per se ipsam, in ipso Deo et per ipsum Deum-. Este éxtasis, sin embargo, no es transformativo, sino solamente conformativo del alma con Dios. b) Contemplación sapiencial, que lleva a la unión perfecta con Dios por el amor. Es el conocimiento experimental de Dios, el gusto de la divina suavidad. Este es éxtasis transformativo.

Según el santo, todos los hombres están llamados a la contemplación sapiencial, y si no llegan a ella es por falta de generosidad. Para gozarla se requieren por parte del hombre las siguientes disposiciones: purificación de las potencias, práctica de la estricta pobreza, oración ferviente y deseo de las ascensiones místicas.

En la contemplación mística distingue san Buenaventura varios grados o manifestaciones: el éxtasis de la voluntad, las fruiciones espirituales, las sensaciones espirituales, la muerte mística, las tinieblas luminosas, el rapto.

Huelga advertir que toda la teología mística bonaventuriana se mueve dentro de la concepción del ejemplarismo y de la iluminación, tan personal en su filosofía2.

La influencia de san Buenaventura en su tiempo y en los siglos posteriores fue muy grande, dentro y fuera de la orden. Ese mismo renombre hizo que le fueran atribuidas multitud de obras espirituales, por ejemplo las Meditationes vitae Christi, escritas, según parece, por el franciscano Juan de Caulibus a principios del siglo XIV, que alcanzaron enorme divulgación en toda la cristiandad y contribuyeron, como ningún otro escrito, a aproximar las almas hacia la humanidad de Cristo. Es patente su influjo en la devotio moderna, en la piedad popular y en el arte.

Contemporáneo de san Buenaventura fue el ya citado David de Augsburgo, que escribió en alemán gran número de tratados espirituales, pero la obra que le dio renombre fue la destinada a la formación de los novicios, que ya examinamos, uno de los libros más leídos antes de la Imitación de Cristo; ejerció también notable influencia en los escritores de la devotio moderna, como Tomás de Kempis, Radewijns, Monbaer.

Tuvieron asimismo gran divulgación el Speculum beatae Mariae Virginis, de Conrado de Sajonia († 1279), atribuido durante mucho tiempo a san Buenaventura; el Stimulus amoris, de Jacobo de Milán, tenido también como obra del doctor seráfico; la Meditatio pauperis in solitudine, de un anónimo del siglo XIII, no exento de las preocupaciones del partido espiritual.

Y dentro plenamente de esta tendencia está el Arbor vitae crucifixae Iesu, escrito en 1305 por Ubertino de Casale, mezcla de autobiografía, de vuelos místicos tomados en su mayor parte de san Buenaventura y de ideas joaquinitas con ataques contra el papa, la iglesia y la orden.

La mística franciscana halló a fines del siglo XIII una espléndida interpretación femenina en la extática terciaria Angela de Foligno († 1309), que congregó en torno de sí a gran número de discípulos, entre ellos el mismo Ubertino, y cuyos escritos y experiencias contemplativas son hoy objeto de estudio.

Otro terciario, el mallorquín Ramón Lull († 1316), escribía por el mismo tiempo, entre la multitud de sus obras, preciosos y originalísimos tratados espirituales, mezcla de poesía y mística del amor. Son los más importantes: Libre de contemplació en Déu, Libre d'Amic e Amat, intercalado en la obra mayor Blanquerna.

En el siglo XIV, siglo de decadencia, son escasos y de poca monta los autores espirituales. En Cataluña florece, a fines del siglo, el eminente Francisco Eiximenis († 1409), propulsor de la observancia, cuyo Tractat de contemplació, incluido en su obra Scala Dei, tiene gran importancia como metodización de la oración mental y sería imitado un siglo más tarde por el benedictino García de Cisneros en su Exercitatorio. Merecen mencionarse, además, Rodolfo de Biberach, con su tratado De septem itineribus aeternitatis; Otón de Passau († c. 1390), y Marquardus de Lindau († 1392), ambos escritores en lengua vulgar.

Estos últimos pertenecen al florecimiento místico alemán, entre cuyos representantes destaca en el siglo XV Enrique Herp (Harphius), observante de la provincia de Colonia († 1477). Discípulo o más bien vulgarizador de Juan Ruysbroeck, Herp aparece influenciado de lleno por la escuela intelectualista alemana y explica la unión mística como una especie de retorno a la unidad de Dios mediante la aniquilación y el despojo de toda imagen sensible. Hay en él expresiones de sabor panteísta y quietista, que fueron la causa de que en 1599 pasara al índice su Theologia mystica, título bajo el cual se editaron sus más importantes tratados: Edem seu Paradisus contemplativorum, Scala amoris y Speculum perfectionis seu Directorium contemplativorum. Su influjo fue muy grande, sobre todo en los místicos españoles del siglo XVI y en los capuchinos franceses del siglo XVII.

La vicaría observante de Colonia produjo por el mismo tiempo otros escritores de menor talla, como Juan Brugman († 1473), Guillermo de Gouda († p. 1480) y Felipe Meron († p. 1492).

Entre los observantes de Italia, sin hablar del influjo ejercido por san Bernardino de Siena y san Juan de Capistrano, merecen mencionarse Nicolás de Osimo († c. 1453), conocido por su Quadriga spirituale en lengua vulgar, varias veces editada en el siglo XVI, y Querubín de Spoleto († 1484) cuya Regola della vita spirituale fue impresa en 1477 y alcanzó 32 ediciones.

En este mismo siglo de renovación espiritual y de eximios frutos de santidad, hallamos tres figuras femeninas, exponentes genuinas de la espiritualidad seráfica: las clarisas santa Catalina de Bolonia († 1463), y la beata Camilla Baptista da Varano († 1524), y la terciaria santa Catalina de Génova († 1510). Todas ellas místicas encumbradas y maestras de gran influencia. Catalina de Bolonia escribió el libro titulado Le setter armé spiritualis, especie de autobiografía, que viene a ser un anticipo de la sistematización del "combate espiritual" tan del gusto de la escuela italiana posterior. Baptista da Varano tuvo una actividad literaria más fecunda; es notable su tratado I dolor mental di Ges, que ha tenido 278 ediciones en varias lenguas, y su Autobiografía. Catalina de Génova es conocida por su Tartrato del Purgatorio, fruto de su experiencia de las purificaciones místicas, y por el Dialogo spirituale.

Frutos de santidad

Pero la verdadera historia espiritual no es la literaria ni la didáctica, sino la más oculta de la santificación personal, y ésta ofrece, solo en la primera orden y ciñéndonos a los que han recibido el reconocimiento oficial de la iglesia, un largo catálogo de 16 santos y 61 beatos, que son el testimonio más elocuente de la potencia santificadora del ideal franciscano.

Abren la serie los cinco santos mártires de Marruecos, que ofrendaron su vida en 1220, y los siete de Ceuta, sacrificados en 1227. Enlazada con el martirio de los primeros se halla la vida desmesurada de san Antonio de Padua († 1231), el doctor evangélico, hecho a la medida del corazón de Francisco. El otro santo de primera magnitud es san Buenaventura de Bagnoregio († 1274). Y todavía en el mismo siglo hallamos al obispo san Bienvenido de Ancona († 1282) y a otro obispo, el purísimo san Luis de Toulouse († 1297), príncipe de la casa de Anjou, arrebatado por la tisis a la edad de veinticuatro años. De los 25 beatos que vivieron en el siglo XIII, cuatro son mártires y el resto son hombres que fueron venerados después de su muerte y cuyo culto ha sido canónicamente reconocido. Merecen mencionarse Gil de Asís († 1262), único de los compañeros de san Francisco que ha recibido el honor de los altares; Juan de Parma († 1289), ministro general, y Conrado de Offida († 1306).

El siglo XIV, tan trabajado en otros aspectos, pero fértil en generosas iniciativas misioneras, es rico en mártires. Cuatro de ellos han sido canonizados en 1970: los misioneros de Palestina Nicolás de Tavelic, Deodato de Rodez, Pedro de Narbona y Esteban de Cuneo, que sufrieron el martirio en 1391. De los 12 beatos del siglo XIV, cuatro son misioneros mártires, a los que hay que añadir otros dos misioneros, Odorico de Pordenone († 1331) y Jacobo de Strepa († 1409).

Los santos del siglo XV, canonizados, son todos ellos figuras representativas de la observancia: Bernardino de Siena († 1444), que renovó la vida cristiana en Italia; Juan de Capistrano († 1456), brazo derecho de los papas en los años difíciles del apogeo otomano; Pedro Regalado († 1456), prototipo de los moradores de los eremitorios reformados de España; Diego de Alcalá († 1463), el humilde hermano lego que alcanzó universal popularidad; Jacobo de la Marca († 1476), muy semejante a san Juan de Capistrano en sus actividades al servicio de la iglesia. Los beatos de la misma época son 24, todos observantes.

Influjo en la liturgia y en la piedad popular

Uno de los servicios providenciales de las órdenes mendicantes fue tender un puente entre la vida litúrgica tradicional, recluida en los monasterios y colegiatas, y las exigencias religiosas de aquella nueva sociedad. La movilidad y los nuevos rumbos del apostolado, junto con la intensidad de los estudios, no se avenían bien con las largas horas diarias de la liturgia laudatoria desarrollada por el monacato. No es, pues, de extrañar que, usando de la facultad de que en el siglo XIII gozaba cada instituto religioso de ordenar libremente su vida litúrgica, los frailes menores fueran evolucionando hacia un culto más abreviado y al propio tiempo más próximo a la piedad individual.

El ejemplo lo dio el mismo san Francisco. Nadie miraba con más espíritu de fe y veneración que él las manifestaciones litúrgicas, como atestigua Celano; pero era una fe práctica que tenía por objeto ante todo la eucaristía y cuanto con ella va unido: templos, sacerdotes, vasos sagrados. En el oficio divino no veía tanto la solemnidad de una oración social cuanto el cumplimiento de un tributo de alabanza a Dios y el cauce oficial de su devoción personal. En un principio, la fraternidad ni siquiera poseía los libros para el rezo canónico; y cuando éstos se tuvieron y fue necesario organizar el oficio coral, san Francisco se fijó en el Breviarium de la capilla papal, es decir, un oficio más breve que el acostumbrado, encerrado en un volumen de fácil manejo. Pero en lugar del salterio romano, adoptó el galicano más difundido a la sazón3.

Prosiguiendo en esta tendencia a abreviar el rezo de las horas canónicas, la orden introdujo una reforma por su cuenta con la autorización de Gregorio IX y una segunda algo más tarde, todo con el fin de dar más tiempo al estudio. El autor de estas novedades, consistentes principalmente en cercenar rezos de supererogación, como el oficio de difuntos y el oficio parvo de la Virgen, fue Haymón de Faversham. Pero aún había un sector de la orden que hallaba excesivamente largo y oneroso el oficio diario, y de esta queja se hizo eco san Buenaventura en uno de sus opúsculos, mientras los adversarios de fuera acusaban a los frailes menores de revolucionar la liturgia eclesiástica. Nicolás III (1277-1280) impuso a todas las iglesias de Roma el breviario franciscano reformado y en el curso del siglo XIV éste se extendió a toda la iglesia latina4.

También en la evolución del Misal romano, es decir, del usado por la curia romana, adoptado asimismo por la orden, influyeron los frailes menores. Haymón hizo una nueva redacción de las rúbricas de la misa. Es difícil precisar hasta qué punto fue obra de los franciscanos el predominio definitivo de las rúbricas y las fórmulas propias de la misa privada en el siglo XIII, como las del ofertorio y las que preceden a la comunión; lo que sí consta es que varias de las rúbricas actuales aparecen por primera vez en los decretos litúrgicos de los capítulos generales de la orden, eso sin tomar en cuenta las secuencias y fiestas nuevas que de los códices franciscanos pasaron al misal romano común5.

De la comunicación extralitúrgica con los misterios revelados por medio de la meditación personal no menos que del contacto pastoral con el pueblo cristiano, al que decía ya muy poco el ciclo litúrgico, se originó un notable cambio en el calendario eclesiástico al pasar a la categoría de solemnidades muchas de las formas de devoción que se fueron abriendo paso bajo la influencia franciscana. Cada decisión capitular de los frailes menores en este punto dejaba huella inmediata en el año eclesiástico.

En 1260 se insertó en el calendario franciscano la fiesta de la Santísima Trinidad, que venía ya celebrándose en algunas regiones; en 1334, Juan XXII la extendía a toda la iglesia. Mayor difusión alcanzaron por obra de los hijos de san Francisco las fiestas y devociones relacionadas con la vida de Jesucristo. La representación plástica del Nacimiento existía ya con anterioridad, pero los franciscanos le dieron gran impulso, amaestrados por el seráfico fundador desde la celebración de la solemne Navidad de Greccio6.

Y, como es natural, fue el culto de la Pasión la nota más llamativa de la piedad difundida por el ejemplo y por la predicación de los menores. San Francisco había compuesto un "oficio de la pasión del Señor" para satisfacer su devoción personal; lo propio hizo san Buenaventura, con fines más litúrgicos. La devoción a los Santos Lugares de Palestina venía ya desde la época de las cruzadas; pero, perdida Jerusalén definitivamente, los franciscanos mantuvieron en Europa el recuerdo de las santas peregrinaciones recurriendo a aquel instinto de concretez imitativa heredado del Poverello. A esto obedecieron aquellas reconstrucciones de la ciudad santa, la más famosa de las cuales fue la trazada por Bernardino de Caimi en el monte Varallo, a fines del siglo XV, y sobre todo la práctica del Vía Crucis, que tanta difusión había de alcanzar7. Con el amor a la pasión corría parejas en san Francisco la veneración a la sagrada Eucaristía, promovida por él ardientemente mediante cartas y exhortaciones. Era la época en que la fe en la presencia real venía a suplir la práctica de la comunión, reducida al mínimo en el siglo XIII. A acrecentar esta fe contribuyeron los predicadores franciscanos mediante cofradías eucarísticas, como la fundada por Querubín de Spoleto († 1484)8.

En el siglo XV san Bernardino de Siena tomó como bandera propia de su apostolado el Nombre de Jesús, secundado por san Juan de Capistrano y otros predicadores; más tarde recibiría esta devoción carta de naturaleza en la liturgia con oficio propio, concedido por Clemente VIII a la orden seráfica y extendido a toda la iglesia por Inocencio XIII9. En cambio, no sonó todavía la hora de entrar en el cuerpo de la oración pública el culto al sagrado Corazón de Jesús, en cuya devoción se distinguieron san Buenaventura, la beata Angela de Foligno y la beata Bautista de Varano10.

Con la humanidad de Cristo no podía menos de ir unida la Virgen María en la piedad franciscana. No hablemos del entusiasmo con que la orden promovió la devoción al misterio de la Inmaculada Concepción, considerado desde principios del siglo XIV como enseña y gloria corporativa. La fiesta de la Visitación, introducida en el calendario minorítico, se extendió a toda la iglesia en el siglo XV. A los franciscanos parece haberse debido la adición de las palabras Ora pro nobis peccatoribus nunc et in hora mortis nostrae en el Ave María. A una iniciativa de fray Benito de Arezzo († 1282) recogida por los capítulos generales desde mediados del siglo XIII, se debe la práctica del toque de campanas y rezo del Angelus, que en un principio se hizo sólo a la hora de completas, en memoria de la Asunción, y después tres veces al día. Un decreto del beato Juan de Parma introdujo en 1254 las antífonas finales de la Virgen en el oficio divino, adoptadas después en el breviario romano. Lo mismo que los dominicos, también los franciscanos tuvieron su rosario, llamado de las siete alegrías de María, grandemente propagado por san Bernardino y san Juan de Capistrano11.

El esposo virginal de María, san José, tuvo su fiesta y un puesto cada día más importante en la devoción popular gracias a los hijos de san Francisco. Ellos fueron los primeros en unir al santo patriarca con la Virgen en la fiesta de los Desposorios; el capítulo de 1399 introdujo en el calendario la fiesta del santo, que en el siglo XVII llegaría a hacerse de precepto; san Bernardino de Siena y Bernardino de Bustis fueron grandes apóstoles de la devoción a san José12. También los padres de María, Joaquín y Ana, entraron en la órbita del amor, concreto y emocionado, a la humanidad de Cristo y recibieron por primera vez honores litúrgicos en la orden franciscana. Y como herencia de san Francisco, particularmente devoto del abogado de los caballeros, sus hijos dieron importancia particular a la fiesta de san Miguel arcángel, invocado por los teólogos franciscanos como protector especial de sus posiciones en defensa de las prerrogativas del Verbo encarnado y de la Virgen Inmaculada13.

De la conjunción feliz entre liturgia y religiosidad popular nacieron las representaciones sagradas, de las que fueron impulsores los franciscanos. Solían estar a cargo de los hermanos de penitencia de la orden tercera14.


NOTAS:

1. Véase Lázaro Iriarte, Vocación franciscana. Valencia, Ed. Asís, 1989, 3.ª ed. Y la bibliografía reseñada en la introducción.

2. E. Longpré, Bonaventure (Saint). Doctrine mystique, en Dict. de Spiritualité, I, 1772-1843.- A. Blasucci, La spiritualità di S. Bonaventura. Firenze 1974.

3. E. Clop, St. François et la Liturgie de la chapelle papale, AFH 19 (1926) 753-802.

4. A. Le Carou, Le Bréviaire Romain et les frères mineurs au XIIIe siècle. Paris 1928.- G. Abate, Il primitivo breviario francescano (1224-1227), MF 60 (1960) 47-240.- P. Salomon, L'Office divin au Moyen Age. Paris 1967.

5. H. Dausend, Franziskaner-Orden und Entwicklung der Liturgie. Münster i. W. 1924.- S. J. P. Van Dijk - J. H. Walker, The origins of the modern Roman liturgy. The liturgy of the papal court and the Franciscan Order in the thirteenth century. Westminster 1960.- S. J. P. Van Dijk, Sources of the Modern Roman Liturgy. The Ordinals by Haymo of Faversham and related documenta (1243-1307). 2 vols. Leiden 1963.

6. P. Bargellini, Il Natale nella storia, nella legenda e nell'arte. Firenze 1959.- I. Noye, Enfance de Jésus (dévotion), en Dict. de Spiritualité, IV, 652-682.- G. Cantini, L'Infanzia divina nella pietà francescana, en Studi Franc. 9 (1923) 283-313.

7. A. Teetaert de Zedelgen, Aperçu historique sur la dévotion au Chemin de la Croix, CF 19 (1949) 45-142. Trad. esp. de Crispín de Riezu, Bilbao 1958: Historia del Vía Crucis.- La Passione di Gesù nella spiritualità francescana, en Quaderni Spir. Franc., 4, Assisi 1962.

8. L'Eucaristia nella spiritualità francescana, en Quaderni Spir. Franc., 3, Assisi 1962.

9. C. Mariotti, Il Nome di Gesù e i francescani. Roma 1896.- A. Montanaro, Il culto al SS. Nome di Gesù. Teologia-Storia-Liturgia. Napoli 1958.

10. L. Di Fonzo - G. Colasanti, Il culto del Sacro Cuore di Gesù negli Ordini francescani, en Cor Iesu, II, Roma 1959, 97-137.

11. La Madonna nella spiritualità francescana, en Quaderni Spir. Franc., 5, Assisi 1963.- D. Cresi, Il beato Benedetto Sinigardi d'Arezzo e l'origine dell "Angelus Domini". Firenze 1958.- M. Bertagna, De gaudiis B. M. Virginis in pietate seraphica, en Maria et Ecclesia, XIV, Roma 1961, 95-125.

12. P. Putz, Der Anteil des Franziskanerordens an der St. Joseph verehrung in der vortridentinischen Zeit, en FS 7 (1920) 298-333.

13. E. Clop, Il "santorale" nel Breviario francescano, en SF 1 (1914-1915) 216-328, 368-384, 429-448.

14. A. G. Lazzarini, Il "Canto Passionale" delle sacre rappresentazioni, MF 54 (1954) 246-254; Il codice Vitt. Em. 128 e il teatro musicale del trecento, en Arch. Stor. Ital. 113 (1955) 482-521.- F. Ghilardi, Le origini del teatro italiano e s. Francesco, IF 30 (1955) 341-351; 31 (1956) 81-87.

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