![]() |
DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
![]() |
II. ÉPOCA MODERNA: Capítulo I El problema de la unión dentro de la observancia La bula Ite vos de León X, si por un lado resolvió para siempre la querella entre el conventualismo y la observancia mediante la separación, no logró en cambio el segundo objetivo pretendido: la uniformación de los diferentes grupos reformados, el equilibrio en la vía media. Para lograrlo, el papa había ordenado se redactasen luego las constituciones generales. Fueron éstas promulgadas, en efecto, en el capítulo general de Lyon (1518), en que fue elegido ministro general Francisco Lichetto, y nuevamente revisadas en el capítulo de Burgos (1523); eran, con ligeras variantes, las mismas constituciones de Barcelona, y quizá por esta razón rehusó aceptarlas la familia cismontana. Es el primer síntoma del distanciamiento progresivo de las dos familias y de la inestabilidad, bajo algunos aspectos beneficiosa, que caracterizará la evolución de la orden en los siglos XVI y XVII. La familia cismontana mudará de constituciones hasta doce veces en ese lapso de tiempo: en 1529, 1553, 1590, 1593, 1600, 1603, 1606, 1642, 1645, 1662, 1676 y 1684. Más moderados los ultramontanos, hicieron una revisión en 1532, otra en 1583 y una tercera en 1621. Tales cambios no podían menos de acarrear la indisciplina, el desprestigio de la ley y de la autoridad. Con frecuencia las provincias buscaban la estabilidad dándose estatutos particulares, que dañaban aún más la unión de la orden. Así, en 1533 la provincia de Francia adoptó las constituciones de Martín V; en 1583 las provincias francesas y belgas redactaron leyes propias, que fueron refundidas en 1621 y en 1633. Pero el elemento humano que más hizo peligrar la unidad jerárquica fue sin duda el espíritu nacional, fomentado muchas veces por los mismos gobiernos en provecho de su respectiva política. Todas las fases de la lucha por la hegemonía europea entre España y Francia tienen su repercusión en los capítulos generales y en el régimen interno. El partido español, más poderoso por la conciencia de la preponderancia política y, sobre todo, por la enorme superioridad numérica, triunfaba siempre. A fines del siglo XVII eran 44 las provincias hispánicas con voto en el capítulo ultramontano contra 22 de otras naciones, sin contar las 20 de los descalzos y las 24 cismontanas de los dominios españoles de Italia. Los reyes intervenían en los capítulos franciscanos, mediante intrigas e imposiciones, casi con igual afán que en los cónclaves para la elección pontificia. En 1633 España puso el veto al candidato Antonio Galbiato y en 1639 cerró las fronteras al español Juan Merinero, elegido general contra la voluntad del rey, al mismo tiempo que eran desterrados todos los súbditos de éste que le habían dado el voto. Francia, por su parte, buscaba el desquite en la abstención; en 1639 Luis XIII prohibió a los vocales franceses asistir al capítulo general; lo propio hizo Luis XIV en 1676 por motivo de la lucha galicana. Tales recelos abocaron la orden en diversas ocasiones al cisma nacional. Desde 1517 el ministro general debía ser elegido alternativamente cada sexenio de las dos familias, cismontana y ultramontana; cuando a una de ellas correspondía ministro general, la otra era gobernada por un comisario general. De hecho, la alternativa en el generalato quedaría repartida muy pronto entre italianos y españoles (en los siglos XVI, XVII y XVIII hubo 26 generales italianos, la mayoría súbditos del rey católico, 22 españoles y un francés). En 1521, a causa de la guerra entre Francia y España y pretextando que el comisario general ultramontano era francés, los españoles consiguieron para sí un comisario nacional. El capítulo general de 1526 optó por instituir tres comisarios nacionales: para España, Francia y Alemania (con Flandes); sólo fue efectivo el de las provincias germano-belgas, que se gobernaron con total independencia; los españoles dieron al olvido muy pronto este cargo, al acaparar plenamente el de comisario general de la familia ultramontana, que desde mediados de siglo fue siempre español, y los franceses no llegaron a tener comisario nacional permanente, no obstante haberlo intentado varias veces. Añadiéronse problemas internos para cuya solución fueron necesarios todo el tacto y la energía de los superiores y, en ocasiones, la intervención de la santa Sede. Lo era en primer lugar, y muy grave, la incorporación a la observancia de numerosas comunidades procedentes de los conventuales, adheridas de grado o por fuerza; sus componentes se resistían a renunciar a las posesiones y privilegios de mitigación que ellos habían conocido. Con el fin de reducirlos, el capítulo de 1518 decretó que, cuando en una población hubiese dos conventos de la misma provincia, fuese uno de ellos entregado a otra orden religiosa o abandonado, decisión que no se aplicó sino muy débilmente. En Francia el general Pablo Pisotti, tan desacertado en lo demás, procedió enérgicamente contra los recalcitrantes y trabajó con éxito por lograr la uniformidad en la guarda de la pobreza. Cuestión más enojosa fue la de los síndicos apostólicos. Mientras la familia cismontana mantenía los síndicos conforme a las declaraciones de Nicolás III, Martín IV y Martín V, es decir, con amplias facultades para disponer de los bienes de los conventos, en la ultramontana se seguía en general un criterio rígido, no admitiéndolos más que según la intención de Nicolás III; todo otro uso de dinero no podía efectuarse sino en concepto de recurso a los "amigos espirituales". Clemente VII declaró en 1530 que el síndico de Martín IV y Martín V en nada se oponía a la genuina observancia de la regla; esta misma declaración hubo de ser reiterada por los papas Paulo III, Inocencio IX e Inocencio XII. La polémica siguió siempre en pie entre los grupos reformados y la comunidad1. Las casas de retiro Pero no eran ésos los factores principales de disgregación, sino otros de mayor monta y de más puro origen, como que dimanaban del eterno conflicto consustancial a la orden. Ya san Buenaventura consideró necesario mantener en cada provincia, como cauce legítimo de los anhelos de una observancia más estrecha, los eremitorios o casas de recolección a disposición de los religiosos celantes. Equivalía a reconocer la libertad, garantizada por san Francisco, de vivir con fidelidad el ideal primitivo. Invocando esta libertad habían brotado en el siglo XIV los primeros grupos de la observancia, integrados luego en custodias y vicarías hasta conquistar la supremacía. Ahora esa estrecha observancia, convertida en la "comunidad", no llenaba las aspiraciones de muchos. Aparecen los movimientos de observancia más estrecha y estrechísima, pujantes en España más que en ninguna otra parte. El nuevo fermento de reforma no era, por lo demás, sino una manifestación de la inquietud general existente en toda la iglesia en los decenios que precedieron a la rebelión luterana. La reforma era reclamada en todos los ambientes y hasta era solicitada oficialmente por los príncipes, con miras no siempre desinteresadas. En España la habían acometido a fondo los Reyes Católicos, que en 1493 obtuvieron de Alejandro VI una bula en que se les autorizaba para proceder a la reforma general de todos los religiosos. Al margen de estos esfuerzos a nivel político es natural que pulularan iniciativas espontáneas, que son las que suelen obtener frutos más reales2. Extremadura, vivero a la sazón de conquistadores y aventureros, fue el país clásico de los más subidos fervores reformistas. La eterna tentación de la vida eremítica, siempre renovada y siempre superada en las reformas franciscanas, apareció también en los retiros que Juan de la Puebla († 1495) fundó en Sierra Morena, a imitación del de Le Carceri de Asís, donde había pasado siete años. En 1487 obtenía un breve por el que se le autorizaba para fundar en Extremadura una custodia con el nombre de Nuestra Señora de los Angeles; no obstante la fuerte oposición de los conventuales y de los observantes, la nueva custodia contaba en 1490 con numerosos eremitorios, a los que el fundador dio estatutos propios3. Lo que ocurriera con los eremitorios del siglo XIV volvía a repetirse ahora: las casas de retiro comenzaban por agruparse, lograban luego independencia y, en algunos casos, como veremos, terminaban por formar una nueva rama. Es lo que estaba sucediendo por los mismos años con el movimiento de los guadalupenses, que la observancia se esforzaba en vano por integrar en sus circunscripciones. La observancia, en efecto, asumía ahora auténticamente el papel de la comunidad. A la alarma producida por estos y otros brotes secesionistas se debió el decreto del vicario general Marcial Boulier en 1502 disponiendo que en todas las provincias de España fueran designadas algunas casas de recolección, en que pudieran retirarse, los que quisieran, a vivir religiosamente en extrema pobreza, pero bajo la obediencia de sus superiores. Fueron apareciendo de hecho tales retiros provinciales en mayor o menor número, en especial en la provincia observante de Castilla y en la de la Concepción, formada por las dos reformas de Villacreces y de Santoyo; Francisco de los Angeles Quiñones († 1540), elegido general en 1523, celoso como el que más de la pura observancia, como discípulo que era de Juan de la Puebla, dio a las casas de retiro de dicha provincia estatutos especiales, que hubiera querido extender a toda la orden. Los religiosos que se acogieran a ellas habían de llevar vida de oración, silencio y austeridad; no les estaba permitido recibir dinero ni siquiera mediante los síndicos apostólicos; debían considerarse totalmente sometidos a los superiores. No se trataba de eremitorios; cada casa debía tener un mínimo de quince religiosos4. De haber tenido Quiñones las manos más libres para atender al bien de la orden, es posible que las ansias de mayor perfección hubieran hallado cauce generoso dentro de la unidad jerárquica; pero gran parte de los superiores estaban animados de sentimientos hostiles hacia lo que consideraban singularidad perniciosa. En Italia se produjo el mismo movimiento en 1518. El celantísimo general Francisco Lichetto (1518-1520), que en su visita canónica por las provincias de Italia, Alemania y Austria había depuesto en un solo año a 72 guardianes por el único motivo de no atender debidamente a los religiosos enfermos5, supo comprender y dar alas al buen deseo de los que se acogían a las casas de retiro. Pero el vicario general Pablo de Soncino (1521-1523), que le sucedió a su muerte, se opuso a los innovadores, lo mismo que el comisario general cismontano Hilarión Sacchetti (1523-1526). Al llegar Quiñones a Italia en 1525 tomó a su cargo la protección de las casas de recolección y al año siguiente extendió a ellas los estatutos que había dado a las de España y Portugal6. Al insigne Francisco de Quiñones, creado cardenal en recompensa de los servicios prestados en la paz de Barcelona entre el papa y el emperador, sucedió en el generalato Pablo Pisotti (1529-1533), de criterio totalmente opuesto y, además, muy mal considerado en la orden por su vida aseglarada y por su proceder violento y arbitrario. Debido a esto y a los desaciertos cometidos en su gobierno, fue depuesto por Clemente VII. Este gobierno desaconsejado de los superiores cismontanos tuvo como resultado la escisión de la reforma capuchina y la formación del grupo de los reformados de Italia. Las figuras más representativas del movimiento de las casas de recolección irían a engrosar esas dos corrientes autónomas. Las casas de retiro subsistieron en la mayoría de las provincias, particularmente en la Península Ibérica. En Francia las promovió grandemente el general Francisco de Gonzaga (1579-1587) y de ellas derivaría poco después otra de las familias reformadas, la de los recoletos. La tendencia natural de las comunidades de tales casas a agruparse bajo el gobierno de superiores propios fue causa de frecuente malestar en las provincias y dio origen en más de una ocasión a custodias o provincias independientes. Así nació en 1565 la provincia de san Antonio en Portugal, incorporada en 1639 a los descalzos, y en 1581 la provincia Tarraconense, formada con las casas de retiro de Aragón, Valencia y Cataluña; ésta hubo de disolverse poco después, pasando parte de sus miembros a la reforma capuchina. Era también muy natural que paulatinamente las casas de retiro quedaran incorporadas a los diversos grupos reformados, que crecían incesantemente. A remediar las perturbaciones que de esto se originaban vino un breve de Clemente VIII, otorgado a la provincia española de la Concepción, prohibiendo la erección de casas de otra obediencia en su territorio. Por fin, el capítulo general de 1676 abordó el asunto de los retiros promulgando unos estatutos por los que se ordenaba que en cada provincia hubiera al menos tres y no más de cuatro casas de recolección; una de ellas sería el noviciado, mas no lo serían las casas de estudio; los religiosos podrían libremente dejar dichas casas y reincorporarse a las comunidades de la provincia. Así es como quedaban coordinados los retiros a la vida de la provincia; en ellos se formarían los candidatos antes de la profesión y a ellos acudirían los predicadores más celosos con el fin de recobrarse espiritualmente y acrecentar sus energías apostólicas; con esta finalidad expresa se fundaron, por iniciativa del general Jiménez de Samaniego (1676-1682), algunos de ellos en Portugal y en España. Este general había obtenido en 1678 un breve de Inocencio XI comisionándolo para reformar a fondo la orden con autoridad apostólica7. En Italia se propagaron ampliamente en la segunda mitad del siglo XVII por obra de un hermano lego catalán, el beato Buenaventura de Barcelona († 1684), que estableció los primeros en la misma ciudad de Roma. La gloria más preclara de esta Riformella, como se la llamó, fue en el siglo XVIII san Leonardo de Porto Maurizio († 1751). En la primera mitad del siglo XVIII despertaron otro movimiento análogo el beato Tomás de Cori († 1739) y su discípulo san Teófilo de Corte († 1740)8. Reformas autónomas 1. Los descalzos Uno de los discípulos de Juan de la Puebla, el emprendedor Juan de Guadalupe († 1506), fue el primero en hallar un obstáculo para la observancia estrictísima en la dependencia de los superiores de la "regular" observancia. Por primera vez, también adquiere ahora importancia extraordinaria la forma del hábito, como distintivo de la fidelidad al espíritu del fundador. El capucho largo y puntiagudo, que aparece en las más antiguas pinturas de san Francisco y de los primeros franciscanos, tal como lo usó la orden antes de la evolución sufrida en los vestidos, es el caballo de batalla del siglo XV y principios del XVI. Lo había ya restaurado hacia 1430, como vimos, el aragonés Felipe Berbegal. En 1496 Juan de Guadalupe obtenía de Alejandro VI un breve autorizándole para retirarse con otros compañeros a unos eremitorios en tierras de Granada para observar el evangelio y la regla en toda su pureza, vistiendo el mismo hábito de san Francisco. Dependerían directamente del ministro general, no del vicario provincial observante, y podrían predicar en todas partes con misión pontificia. La reforma del hábito consistía en adoptar el capucho cónico, acortar el hábito y el manto, añadir remiendos de diferentes colores por la parte exterior, conforme a la libertad dada para ello en la regla, y suprimir las sandalias. De aquí el nombre de descalzos que prevaleció entre las diversas denominaciones dadas a los guadalupenses9. También se los llamó capuchos, sobre todo en Portugal. Con los eremitorios fundados se formó la custodia del santo Evangelio. En 1499 lograba Juan de Guadalupe la confirmación pontificia de los privilegios y la facultad de admitir conventuales; pero un breve de 1502, conseguido por los observantes con el apoyo real, los sometió de nuevo a sus antiguos superiores de la provincia de Santiago. Un nuevo breve del año siguiente restablecía la exención. En 1506 quedaban bajo la obediencia de los conventuales, pero formando custodia independiente. Nueva intervención pontificia lograda por los observantes, en que se les forzaba a volver a la observancia o salir de la península, y nueva victoria de los guadalupenses en 1508, consiguiendo formar provincia aparte. Siguió luego un arreglo pacífico, que no tuvo resultado, y la bula de unión de 1517, incorporándolos a la observancia. Las dos custodias de los descalzos quedaban poco después convertidas en provincias con los nombres de san Gabriel, la de Extremadura, y de la Piedad, la de Portugal10. Pero uno de los descalzos, Juan Pascual, pasado a los conventuales en 1517, obtuvo del maestro general autorización para recibir en su compañía a todos los conventuales que quisieran llevar su género de vida. Un eremitorio levantado con este fin en Galicia no tuvo el éxito esperado. En 1541 consiguió un breve por el que se le daba poder para recibir observantes y miembros de otras órdenes mitigadas en su agrupación de conventuales reformados. Ahora el resultado fue más lisonjero; pronto pudo contar con cuatro conventos, habitados en su mayor parte por religiosos procedentes de la provincia de san Gabriel. En 1553, muerto el reformador, quedó constituida la custodia de san José. Un acontecimiento vino a dar a las cosas un rumbo inesperado: la entrada de san Pedro de Alcántara en esta custodia. El austerísimo maestro de santa Teresa había sido provincial de la de san Gabriel; quiso después retirarse a la soledad para llevar vida penitente, pero la oposición de los superiores le obligó a recabar autorización pontificia para pasar bajo la obediencia del maestro general de los conventuales, quien en 1557 le nombró comisario general de los conventuales reformados. Fundó por sí mismo el eremitorio del Pedroso, dándole unos estatutos de gran perfección. Se prohibía el empleo de toda clase de síndicos; las casas seguían siendo propiedad del fundador y no pasaban al dominio de la santa Sede. Cada año debían hacer los religiosos la entrega de las llaves a este dueño y sin su consentimiento no podían seguir habitando el edificio. Las iglesias, casas y celdas eran reducidísimas; todos iban descalzos, sin sandalias; eran grandes y numerosas las prácticas de penitencia; sólo a los enfermos se permitían carnes y lacticinios; los superiores habían de permitir a los religiosos remendar de varios colores sus hábitos; estaban prohibidas las bibliotecas y a cada religioso se le concedían libros muy contados11. La custodia de san José quedó erigida en provincia en 1559, todavía bajo el general de los conventuales; en 1563 Pío IV la hacía pasar bajo la autoridad del general de la observancia. En Portugal lograba, asimismo, el rango de provincia la custodia de los capuchos de la Arrábida, reforma austerísima iniciada en 1539 por Martín de Benavides († 1546), encauzada, asimismo, por san Pedro de Alcántara de 1542 a 1544. Ambas provincias quedaban incorporadas a la observancia, pero conservando sus propios estatutos y su modo de vestir. De nada sirvió el decreto de Pío V en 1568 renovando la disposición de León X sobre la supresión de denominaciones y usos particulares dentro de la observancia. La reforma de los descalzos, llamada también de los alcantarinos, apoyada en nuevas concesiones pontificias, fue extendiéndose y adquiriendo personalidad cada vez más definida, sobre todo desde que la provincia de San José tomó a su cargo la misión de Filipinas. Un breve de Gregorio XIII de 1578 prohibía al ministro general intervenir en los asuntos internos de esta provincia y daba libertad a los observantes para pasar a los descalzos. Las provincias filiales, lo mismo que las de la Arrábida, la Piedad y San Gabriel, siguieron el ejemplo de la de San José; más aún, animadas por el éxito de los descalzos carmelitas y agustinos, llegaron a obtener un vicario general propio y el derecho a celebrar capítulos generales. Por entonces, el breve pontificio que otorgaba tales exenciones quedó sin efecto, por el parecer contrario de la mayoría de los descalzos en su capítulo de 1604; se contentaron con tener un procurador general en Roma y otro en Madrid. En 1621 lograban de Gregorio XV el vicario general casi independiente, asistido de un definitorio, y el derecho a reunirse en capítulo; nada se pudo hacer contra la decisión pontificia, a pesar de haberse movido todos los resortes. Pero Urbano VIII anuló en 1624 lo hecho por su antecesor, si bien este mismo papa en 1642 uniformó todas las provincias de los descalzos dándoles constituciones propias y eximiéndolas de la guarda de las constituciones comunes de la orden; las sustrajo además a la autoridad del comisario general ultramontano, sometiéndolas solamente al ministro general. Cada provincia mantenía en Roma su procurador en la residencia común de san Isidro. No obstante la primacía ejercida por la provincia de san José, nunca se logró dar unidad a la exuberante gama de las provincias descalzas, que fueron propagándose por España, Portugal, Indias Occidentales y Orientales e Italia. La notable expansión geográfica y, más que nada, los frutos de santidad y el impulso evangelizador de la descalcez, demuestran hasta qué punto la concentración eremítica, tentación de todos los reformadores franciscanos, es en realidad venero de energías vitales y de acción desbordante. Nueve son en total los santos: san Pedro de Alcántara († 1562), de cuya penitencia y suavidad de espíritu hizo el más acabado elogio santa Teresa en su autobiografía; san Pascual Bailón († 1592), dechado de sencillez y de fervor eucarístico; san Pedro Bautista y sus cinco compañeros mártires del Japón († 1597); san Juan José de la Cruz († 1734), que renovó en Nápoles los tiempos del Pedroso. Larga es también la serie de beatos, la mayoría mártires del Japón12. 2. Los reformados Las casas de retiro que, como ya vimos, habían tomado tan buen rumbo en Italia bajo el general Francisco Lichetto, fueron después tan mal comprendidas, sobre todo por Pablo Pisotti, que obligaron a Francisco de Jesi y Bernardino de Asti a acudir a Clemente VII en demanda de protección. El papa accedió a sus deseos publicando en 1532 la bula In suprema, en que mandaba fuesen erigidas en todas las provincias casas adonde pudieran retirarse libremente cuantos quisieran guardar la regla en todo su rigor, pero interpretándola conforme a las declaraciones Exiit y Exivi; podían además vestir hábitos pobres y remendados, y andar sin sandalias, aunque sin modificar el hábito. Estarían gobernados por un custodio propio, con voto en el capítulo provincial y con autoridad para hacer volver a los conventos de la observancia a los que no se amoldasen a la vida de los retiros. En el rigor de la vida regular y en las austeridades y penitencias se proponían emular a los guadalupenses. Esta pretensión de adaptarse al modo español y, sobre todo, la oposición de los superiores que obligó a Francisco de Jesi y Bernardino de Asti a pasarse a los capuchinos con otros muchos fue causa de que las custodias de reformados prosperasen poco, a excepción de las provincias de Milán y Venecia, desde donde se extendieron por Austria y Alemania, mitigando algo la primera rigidez. El capítulo general de 1535 decretó fuesen favorecidas las casas de retiro; y como paulatinamente los superiores se dieran cuenta de que era el único medio de impedir que los mejores religiosos fueran a engrosar las filas de las reformas independientes, dichas casas fueron aumentando en número, y con el número, como tenía que suceder, adquirieron la conciencia de la propia personalidad y el deseo de mayor independencia. En 1579, siguiendo el ejemplo de los descalzos españoles, obtenían de Gregorio XIII un breve que los sustraía a la obediencia de sus superiores inmediatos y les hacía depender solamente del ministro general; además, en virtud de este decreto, los religiosos que una vez se hubieran alistado entre los reformados no podían ya volver a los observantes, mientras que el custodio de los reformados podía recibir a cuantos observantes lo pidieran, sin contar para nada con los superiores de la provincia; podían celebrar sus capítulos custodiales, regirse por estatutos propios, gozar de voto en los capítulos provinciales y exigir la entrega de los conventos de la provincia que les hicieran falta. A estos y otros artículos que los colocaban en situación enormemente privilegiada, se unía la autorización pontificia para vestir hábitos pobres y despreciables, remendados de saco y otros retazos, y para acortar el manto. Como era de prever, semejante decisión pontificia alarmó a los superiores de la observancia. El general Francisco de Gonzaga no dejó piedra por mover para lograr la suspensión del breve, y lo consiguió el mismo año. Mandó a los superiores que trataran con consideración a los reformados y en 1582 volvió a publicar para ellos los estatutos de Francisco de Quiñones. En el decenio siguiente se procuró quitarles todo pretexto de escisión. En 1595 fueron publicadas unas constituciones especiales para ellos. Pero ya era tarde. En 1596 Clemente VIII ponía en vigor el breve de Gregorio XIII, concediendo además a los reformados un procurador propio y visitadores independientes. De nada sirvieron esta vez los esfuerzos del general Buenaventura de Caltagirone por salvar la unidad, ya reclamando jurídicamente contra la decisión del papa, ya ofreciendo nuevas concesiones, incluso la formación de provincias reformadas autónomas. Tampoco aprovechó la campaña escrita desatada contra la nueva rama que se desgajaba, ni los intentos de mutua inteligencia realizados en el capítulo general de 1600. Gregorio XV pasó más adelante; además del procurador general y de los visitadores, otorgó a los reformados vicario general propio, con su definitorio, y poder para celebrar capítulos generales. La autoridad del ministro general era sólo nominal. En 1624, Urbano VIII ensayó una fórmula de concordia, quitando a los reformados los vicarios generales y los visitadores, pero ordenando que los novicios de cada provincia fuesen educados en sus conventos y que los ministros provinciales se eligieran, en lo posible, de entre ellos. Los observantes no quisieron pasar por esta primacía espiritual y jerárquica de los reformados y en 1628 fueron restituidos los novicios a la observancia. Eran los años en que el milanés Antonio de Galbiato, llegado a Baviera en 1620, llevaba adelante la reforma de las provincias de Europa central, con un procedimiento destinado a dar la solución definitiva al asunto de las relaciones con la observancia. Las provincias pasaban íntegras al nuevo género de vida y conservaban sus propias denominaciones. Así lo hizo la de Baviera en 1625, la del Tirol en 1628, la de Austria en 1632 y lo harían la de Bohemia en 1660 y la de Croacia en 1688. Por el contrario, en Polonia se observó el modo italiano, formándose primero, por obra de Diego de Bolonia, dos custodias en 1623. En 1639, en virtud de una bula de Urbano VIII, tanto estas dos custodias como las de Italia fueron transformadas en provincias, con la misma denominación que las respectivas observantes, añadiendo el adjetivo de "reformada". Además, en adelante, el procurador general de los reformados sería nombrado por el cardenal protector; el ministro general gozaría de jurisdicción plena, pero con arreglo a los estatutos particulares; a él correspondería el nombramiento de vicario general, que tendría que ser de los reformados. En 1642 se hizo una nueva revisión de los estatutos. Y con esto puede decirse que la familia de los reformados cismontanos tomó su postura definitiva. En el siglo XVIII llegarían a contar 37 provincias con 19.000 religiosos. No todo fueron luchas y escándalos en la historia de esta secesión. También en ella, si no con la brillantez y abundancia que en los descalzos, hallamos páginas gloriosas y figuras de santidad. A los reformados de la primera época pertenecen, en algún sentido, el hermano lego san Benito el Moro († 1589) y a la época de estabilidad san Pacífico de san Severino († 1721)13. 3. Los recoletos Las casas de recolección se extendieron a Francia desde España, pero la situación creada por las guerras de religión del siglo XVI no era clima apropiado para que prosperaran. Y las provincias francesas estaban necesitadas de esta inyección de vitalidad renovadora. Así se explica la atracción ejercida por la reforma capuchina no bien hizo su aparición en Francia. Francisco de Gonzaga, con ocasión del capítulo general de París en 1579, trató de impulsar la institución de casas de retiro, pero con escaso resultado. Con todo, un grupo de religiosos de la provincia de Aquitania que, pasados a los capuchinos, habían vuelto de nuevo a la observancia, obtuvo del general algunas casas de retiro agrupadas en una custodia. Pero luego apareció en ellos la tendencia a modificar el hábito y el deseo de imitar en el género de vida a los descalzos, reformados y capuchinos. En 1595, el general Buenaventura de Caltagirone, apremiado por Clemente VIII a tomar con calor el asunto de los movimientos de reforma, publicó los primeros estatutos para los recoletos de Francia y Bélgica. Se les concedía la formación de los novicios de su provincia, pero bajo la obediencia de los superiores y conservando la uniformidad en los vestidos y en la guarda de las constituciones. La solución no les dejó satisfechos. Alegaban que mal podían llevar a cabo la reforma dependiendo de superiores no reformados. En 1601 lograban de la santa Sede un comisario apostólico con amplísimas facultades. Con esto, y con el apoyo decidido del rey de Francia, fueron propagándose rápidamente. En 1612 las casas de recolección formaron dos provincias y una custodia, sometidas inmediatamente al ministro general. En 1637 llegaron a obtener de Urbano VIII vicario general propio aunque por poco tiempo. En 1642, el mismo papa comisionaba a los obispos de Francia para lograr que en las provincias observantes en que aún no había custodias reformadas, asignaran algunos conventos para crearlas, llamando reformados de otras provincias. Predominó el nombre de recoletos, no obstante la decisión del capítulo general de Toledo de 1633 imponiendo el de "reformados", para evitar la confusión con las casas de recolección14. Fue muy grande el prestigio que se granjearon en todas las clases sociales. Usaban hábito propio con capucho piramidal y se asemejaban en el género de vida a las otras familias reformadas. En Flandes existía la recolección, sin duda procedente de España, desde los comienzos del siglo XVI. En 1603 lograron los reformados acogerse a las exenciones de los recoletos de Francia y en 1629, tras un período de luchas y varias vicisitudes, quedó constituida la provincia recoleta de san José. Las provincias alemanas de la familia ultramontana se condujeron en la adopción de la vida reformada con la seriedad y orden que sus hermanas cismontanas. En ellas existían también desde antiguo las casas de retiro, sujetas totalmente a los ministros provinciales. La provincia de Colonia extendió en 1621 a todos los conventos el estilo de vida de los retiros y en 1646 se incorporó a la rama de los recoletos; en 1670 siguió su ejemplo la de Germania Inferior y en 1682 todas las provincias alemanas y flamencas eran recoletas. En 1729, Benedicto XIII creyó llegada la hora de hacer volver a la uniformidad a las provincias germano-belgas, haciéndoles renunciar a la forma del hábito y a su denominación de recoletas; pero fue tal la resistencia, que Clemente XII tuvo que declarar abolido en 1731 el decreto de su antecesor. Las provincias recoletas alcanzaron en el siglo XVIII la cifra de 25 con 11.000 miembros15. Ministros generales más insignes (1517-1700) Conocemos ya dos grandes figuras, de amplia mirada y criterio sobrenatural en los problemas de los años que siguieron a la bula de separación de 1517: Francisco Lichetto (1518-1520) y Francisco de Quiñones (1523-1529). Como sucedió con éste, otros muchos generales serían empleados por la santa Sede en misiones de confianza ante los príncipes y prelados de Europa. La mayor parte de ellos serían también galardonados con obispados de importancia, pese al mal disimulado disgusto de la orden por los inconvenientes que de aquí se originaban. En más de una ocasión, el general elegido tuvo que prestar juramento de no aceptar dignidad alguna eclesiástica ni legación pontificia durante su oficio; otras veces se les obligaba al menos a renunciar al generalato al ser promovidos al episcopado. Entre los que fueron fieles a este juramento sobresale Vicente Lunel de Barbastro (1535-1541), celoso promotor de la vida de observancia con su ejemplo y con sus intervenciones. Su sucesor, Juan de Calvi (1541-1547), supo hallar tiempo, al margen de sus importantes misiones diplomáticas, para dar un paso importante en la disciplina interna de la orden con la abolición del abuso, muy corriente, de lograr breves de exención con que religiosos particulares se sustraían a la obediencia de sus superiores. Clemente de Moneglia (1553-1557) fue uno de los que más trabajaron por resolver el problema de las constituciones; fue creado cardenal en 1557. Luis Pozzo (1565-1571) vio acrecentarse la observancia numéricamente con la incorporación, por decreto pontificio, de los amadeítas, clarenos y conventuales españoles. Francisco de Gonzaga (1579-1587), hombre de extraordinarias cualidades, elevado al gobierno de la orden a la edad de 33 años, promovió eficazmente la reforma interna, no menos que la vida común y el cultivo de los estudios; trabajó por acabar con abusos que aún quedaban en la aceptación de legados y rentas perpetuas y en la conservación de las posesiones anejas a conventos que pertenecieron a los conventuales. Tuvo que habérselas principalmente con el gran convento de París, escándalo de la observancia por su resistencia a renunciar a las fundaciones y rentas que siempre había poseído. Esto y otras medidas tomadas con los observantes de Francia le malquistaron notablemente los ánimos de éstos. Bajo Francisco Sousa de Toledo (1600-1606), estuvo a punto de tomar un giro totalmente nuevo el derecho regular interno con la declaración pontificia, obtenida por el general, en virtud de la cual los superiores podrían dispensar de los preceptos de la regla y éstos no obligarían bajo pecado, sino que serían meramente penales, como en las reglas de las demás órdenes. Con ello Clemente VIII vendría a anular la declaración de Clemente V sobre la obligatoriedad de la regla franciscana bajo pecado grave. Pero la nueva declaración no llegó a promulgarse; muy al contrario, los siguientes capítulos generales renovaron la decisión de la orden de atenerse a las declaraciones clásicas, sin admitir jamás dispensa alguna acerca de la regla. Pero no debían de faltar en la observancia sectores favorables a tales mitigaciones cuando el portugués Bernardino de Sena (1625-1631) recabó en 1625 la bula Sacrosanctum en que nuevamente se inculcaba la guarda de la regla conforme a las decretales Exiit y Exivi, dejando sin valor todas las demás declaraciones, particularmente la de Julio II. La resistencia provenía principalmente de las provincias de Francia, muy aferradas a sus resabios claustrales, y sobre todo del ya mencionado convento de París. Contra los intentos reformatorios de los superiores generales, los franceses apelaban a los estatutos de Julio II y amenazaban con volverse a los conventuales. Formaban como un frente único las antiguas provincias coletanas o "provincias confederadas", reclamando su derecho a la propiedad en común y protestando sin cesar de la postergación de que eran objeto los franceses en la elección de los ministros generales. Juan Merinero de Madrid (1639-1645), elegido contra la voluntad de Felipe IV, pero vuelto luego a la gracia del rey, quiso aplicar el remedio a la raíz de la indisciplina, y la raíz era, lo mismo que en los demás institutos religiosos de la época, el recurso a las personas extrañas a la orden para procurarse cargos, privilegios o exenciones personales. Logró de Urbano VIII en 1639 un breve prohibiendo tal recurso bajo pena de excomunión. Otro de 1640 iba dirigido a suprimir los privilegios particulares en la familia cismontana, principalmente trabajada por esta plaga. Inocencio XI quiso ir más lejos, ordenando que los novicios emitieran un cuarto voto en el mismo sentido; pero desistió en vista de la oposición de la orden. Bajo el gobierno de José Jiménez de Samaniego (1676-1682), en cuya elección no tomaron parte los franceses, las "provincias confederadas", mirando siempre por sus posesiones, trataron de nuevo de separarse de la observancia; pero la diplomacia del general ganó para su causa el favor de Luis XIV y, con su licencia, pudo realizar la visita del convento de París y remediar en parte las corruptelas que allí perduraban. Obtuvo además de Inocencio XI en 1679 una nueva declaración de la regla, mediante la bula Solicitudo, que renovaba en todo su vigor la de Clemente V y excluía de cualquier cargo a los que gozaran de dispensas, aunque fueran legítimas. De esta manera, enfrentándose casi a cada capítulo general con el arduo problema de las constituciones, luchando sin cesar por mantener la unidad y la uniformidad, tan difícil en medio de aquellos dos extremos que eran los restos mal asimilados de la antigua mitigación y los movimientos reformatorios, supieron los ministros generales mantener y elevar la fidelidad a la regla y la vitalidad del tronco de la "comunidad"16. La reforma de arriba abajo (1700-1768) El siglo XVII, siglo de relativa estabilidad y de gran operosidad en todos los órdenes, pero también de alarmante crecimiento numérico y de serios problemas derivados de la misma expansión, terminaba con una sensación de declive y de cansancio, aun en las reformas. Los resortes de renovación eran débiles o hallaban escasa respuesta. Al igual que en los siglos XV y XVI, veremos en la orden franciscana un empeño tenaz por la reforma, pero en sentido opuesto: no la reforma de abajo arriba, que es la eficaz, porque obedece a una exigencia vital, sino la de arriba abajo, labor negativa, de coerción, que supone, sí, conciencia de la propia misión en los superiores, pero también espíritu decadente en la masa. El catálogo de los ministros generales del siglo XVIII se abre con tres españoles, que gobernaron uno después de otro: Luis de Torres (1700-1701), Ildefonso de Biezma (1701-1716) y José García (1716-1723). Debióse esta anomalía, tan contraria al principio de la alternativa, a la guerra de sucesión española que impidió la celebración del capítulo general. Y tanto más insoportable aparecía la preponderancia de los españoles cuanto mayor era el desdén que inspiraba España, juguete ahora de las ambiciones europeas. Con las provincias francesas formaban ahora coro las alemanas, austríacas e italianas; entre unas y otras se cruzó una intensa campaña de libelos en que se acusaba a los españoles de tener acaparado el gobierno supremo desde un siglo atrás, ya que, aun en la familia cismontana, los ministros generales habían sido milaneses o napolitanos. Se les imputaban asimismo multitud de abusos e ilegalidades por su política absorbente en la curia general, en la custodia de Tierra Santa, etc. A esta exacerbación de la vieja querella nacional vino a añadirse la de los reformados. Desde 1706 había dos vicecomisarios de la familia cismontana, uno para los observantes y otro para los reformados; ambas familias estaban descontentas por la supresión del comisario único, pero cada cual aspiraba a que fuese de su gremio. Las provincias reformadas, en efecto, superiores ya en número, reclamaban la igualdad de derechos y podía repetirse paulatinamente lo sucedido en el siglo XV entre observantes y conventuales. ¿Cuál de las dos familias era la "comunidad"? La polémica escrita fue enconada y poco edificante. Los reformados trataban incluso de formar orden aparte con ministro general propio, a imitación de los capuchinos y conventuales. Se explica que los males de que ya se lamentaba Luis de Torres en una circular del año 1700 fueran en aumento. No era el menor de ellos el proceder de ciertos superiores que, para desentenderse de los súbditos indeseables, los enviaban a otras provincias o los tenían fuera del claustro, en casas de amigos o parientes, con la indisciplina y el escándalo que se deja adivinar. Así llegó el capítulo de 1723, en que fue elegido Lorenzo Cozza (1723-1726), de la provincia romana. La causa española comenzaba a declinar, por el hecho de no seguir vinculados a ella los vocales belgas y milaneses, pasados al dominio de Austria. Fruto de aquel capítulo fue la bula de reforma de Benedicto XIII, publicada en 1724; iba enderezada principalmente contra los privilegios personales, que ataban las manos a los superiores. El general halló gran oposición al tratar de aplicarla, y por fin hubo de ser abolida por Clemente XII en 1730, con lo que el mal cobró mayores proporciones. Cozza había sido nombrado cardenal en 1726. Benedicto XIII miró a la orden franciscana con particular benevolencia. Quiso se llegase a la unión de las diferentes familias y, ya que esto no pudo lograr, dio normas muy precisas para el próximo capítulo general, exigiendo ante todo que en la distribución de los mandos supremos se tuviera en cuenta a todas las naciones y no a una sola, como se venía haciendo. A pesar de ello, el capítulo de 1729, celebrado en Milán, volvió a elegir general a un español, Juan de Soto (1729-1736); al morir éste, le sucedió otro español, Juan Bermejo (1736-1740). El nuevo capítulo no pudo celebrarse hasta 1740, a causa de la situación política. Túvose en Valladolid, y sus sesiones fueron una demostración del espíritu reinante; apenas se trató de otra cosa que de privilegios y precedencias. Era aquello una carrera porfiada en pos de las situaciones de favor, para cuya consecución cada día se inventaban nuevos títulos: empleos actuales o pasados, servicios prestados a la orden, recompensas exigidas a veces por los príncipes en favor de los religiosos que les eran gratos. Y lo más triste era que todo esto pasaba a formar parte de la legislación. Benedicto XIV, el gran pontífice del siglo, tan entusiasta de las instituciones franciscanas, intervino eficazmente con diversos documentos apoyando el buen celo de los superiores generales. Decretó por un breve la abolición de todos los privilegios personales contrarios a los estatutos de la orden; autorizó al general Cayetano Polizi (1740-1744) y a su sucesor Rafael Rossi (1744-1750) para nombrar por sí mismos por dos veces en cada provincia los superiores provinciales, ya que los elegidos en los capítulos no siempre respondían a los intereses de la orden; más aún, instituyó a Rossi, escogido de entre los reformados, comisario apostólico, visitador y reformador, con poderes absolutos, aun por encima de las constituciones. Era el remedio extremo exigido por el estado de cosas. Añadió todavía un breve prohibiendo a todo religioso recurrir a los seculares para procurarse privilegios, al mismo tiempo que prohibía a los oficiales de la curia romana recibir recurso alguno que no hubiera seguido los trámites legales de toda apelación dentro de la orden. En bien de la paz condescendió el pontífice con las pretensiones de las cuatro provincias "confederadas" de Francia sobre latifundios y rentas fijas. Finalmente, quiso presidir en persona el capítulo general de 1750, en el cual, quizá por voluntad del papa, fue elegido por primera vez un descalzo, Pedro Ibáñez de Molina, quien desempeñó el cargo con tal celo y sabiduría que, tras el generalato de su sucesor italiano, volvió a ser elegido en 1762, caso único en toda la historia de la orden. No fue el menor de los obstáculos para lograr la necesaria disciplina interior en todo este tiempo la consabida inestabilidad en la legislación, que era modificada a cada capítulo general, sobre todo en la familia cismontana17. NOTAS: 1. H. Holzapfel, Historia, 271-289, 316-327. 2. Cf. L. von Pastor, Historia de los papas, V, Barcelona 1950, 488-532.- R. Arbenas - R. Ricard, L'Eglise et la Renaissance, en Fliche - Martin, Hist. de l'Eglise, XV, 141-143, 275-337.- Tarsicio de Azcona, Isabel la Católica. Madrid 1964, 557-622.- J. García Oro, La reforma de los religiosos españoles en tiempo de los Reyes Católicos. Valladolid 1969. 3. J. Tirado, Epítome historial de la vida de fray Juan de la Puebla. Madrid 1724.- F. de Lejarza, Orígenes de la descalcez franciscana, AIA 22 (1962) 16-33. 4. Texto en Wadding, Annales, XVI, ad a. 1523, p. 193-197; y en AIA 9 (1918) 264-272. 5. Así lo afirmó él mismo en el capítulo provincial de Polonia, AFH 27 (1934) 508, 512 n. 12. 6. J. Meseguer Fernández, Programa de gobierno del padre Francisco de Quiñones, AIA 21 (1961) 5-51. Constituciones recoletas para Portugal, 1524, e Italia, 1526, AIA 21 (1961) 459-489. 7. Annales Minorum, XXXII, 1678, p. 368s. 8. D. Bluma, De vita recessuali in historia et legislatione O. F. M. Roma 1959. 9. La descalcez sería en todo el siglo XVI el denominador común de las reformas de todas las órdenes religiosas que tuvieron origen en España: carmelitas descalzos, agustinos descalzos, trinitarios descalzos. 10. F. de Lejarza, Orígenes de la descalcez franciscana, AIA 22 (1962) 15-131.- A. Uribe, Espiritualidad de la descalcez franciscana, AIA 22 (1962) 133-161. 11. Estudios sobre san Pedro de Alcántara en el IV centenario de su muerte, AIA 22 (1962) 162-758. 12. H. Holzapfel, Historia, 289-298. 13. H. Holzapfel, Historia, 303-311. 14. Annales Minorum, XXVIII, 1633, p. 45s; XXIX, 1642, p. 75. 15. H. Holzapfel, Historia, 311-315.- H. Goyens, Norma vivendi in provincia Germaniae Inferioris a. 1598 praescripta pro domibus recollectionis, AFH 25 (1932) 59-76.- P. Péano, Les chroniques et les débuts de la réforme des récollets dans la province de Provence, AFH 65 (1972) 157-224; Les chapitres et les ministres provinciaux des récollets de Saint-Bernardin en France (1612-1789), AFH 66 (1973) 405-447.- F. Durieux, Les origines des récollets d'Aquitaine (1583-1635), en Etudes Franc., s. II, 7 (1956) 189-203. 16. H. Holzapfel, Historia, 271-289. 17. H. Holzapfel, Historia, 316-323. |