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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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II. ÉPOCA MODERNA: Capítulo II Conatos de reforma (1517-1625) La bula de separación de 1517 dejó resuelta la cuestión de régimen entre conventuales y observantes, pero ni en unos ni en otros, la cuestión de la fidelidad a la regla. De aquí la inquietud interna que siguió acuciando hacia la reforma a los conventuales, aunque no con el ímpetu desbordado con que obraba en la observancia. Aquella especie de mitigación legal, basada en los privilegios pontificios, no aquietaba a los buenos religiosos ni aclaraba la relación de la orden a la regla. El mismo contacto con los movimientos de reforma que, desgajándose del seno de la observancia, invocaban el apoyo del general de los conventuales para salir con su intento, contribuyó a despertar el deseo de imitarlos. De tales contactos brotaron los conventuales reformados en España e Italia. El movimiento fue contagiándose con tal intensidad, que hubo de pensarse si había llegado la hora de pasar bajo la obediencia de los observantes y realizar la unión. De hecho, los conventuales desaparecieron totalmente en España y Portugal, siendo incorporados a la observancia por dos breves de Pío V de 1566 y 1567, a petición de los reyes Felipe II y don Sebastián1. Un obstáculo de monta puso el Concilio de Trento en 1563 al declarar que, a diferencia de las otras dos ramas franciscanas, los conventuales podían poseer en común y retener los latifundios. Pío IV, tal vez para evitar la indisciplina que se originaba de las iniciativas privadas, quiso llevar a cabo la reforma de arriba abajo. De esta voluntad del papa se hizo eco en 1565 el capítulo general, promulgando importantes decretos de reforma que recibieron la aprobación pontificia y por ello se llamaron constituciones pianas. Como podía temerse, la reforma no tuvo efecto, por lo cual san Pío V concibió el plan de imponer la unión con los observantes, haciendo desaparecer el conventualismo, como lo había realizado con los dominicos. Había ya ganado para este plan al maestro general Tancredo de Colle, quien en el capítulo de 1568 apoyó decididamente la unión. Pero se interpuso el prestigio del doctor navarro, Martín de Azpilcueta, poniendo en juego su amistad con el papa para hacer triunfar el partido de la oposición. El capítulo se limitó a dar nuevos decretos de reforma y a inculcar la vida común, prohibiendo el peculio. Estos esfuerzos de los capítulos y de los excelentes maestros generales, que en aquellos años de la restauración católica gobernaron la orden, combinados con los impulsos reformatorios de abajo arriba, condujeron a un grado ejemplar de disciplina y de observancia. Fue no pequeña suerte para la orden el haber contado entonces entre sus filas al inteligente y enérgico Félix Peretti de Montalto, que en 1585 subió al solio pontificio con el nombre de Sixto V. Este gran pontífice, que ya había gobernado la orden como vicario general de 1566 a 1568, favoreció por todos los medios a los conventuales y se propuso acoplar sabiamente las reformas que brotaban aquí y allá en bien de la comunidad. A este fin prestó decidida protección a los conventuales reformados que habían comenzado a extenderse en Italia el mismo año en que quedaban suprimidos en España (1562). Disuelta, en efecto, por Pío IV una extraña reforma de dominicos y franciscanos fundada por Jerónimo Lanza, algunos de los secuaces de éste volvieron a los conventuales, bajo cuya obediencia iniciaron una nueva reforma que desde Nápoles se extendió rápidamente por toda Italia. Los reformados observaban la regla conforme a las decretales Exiit y Exivi y vestían un hábito muy parecido al de los capuchinos. A reforzar este movimiento vino después la supresión de otra reforma singular: la de los descalzos de Juan Bautista Lucarelli de Pésaro. Este inquieto conventual, educado en su juventud bajo la dirección de Félix Peretti, se había incorporado a los descalzos españoles de la provincia de san José para realizar su vocación misionera; pasado a Filipinas, había tomado parte en la primera entrada en China y echado después las bases de la custodia de descalzos de Malaca; vuelto a Europa en busca de nuevos operarios, se propuso despertar el celo misionero entre sus compatriotas de las tres ramas franciscanas, y a este fin fundó dos florecientes planteles de misioneros, uno en Roma y otro en Génova, bajo el signo de la descalcez, con notable afluencia de conventuales, observantes y capuchinos. Pero el P. Lucarelli se atrajo con ello la oposición de poderosos émulos y toda su obra se fue abajo en virtud de un breve de Sixto V que suprimía los descalzos en Italia y adjudicaba sus casas a los conventuales reformados. El mismo Lucarelli murió como conventual reformado en 1604 en el convento de Santa Lucía de Nápoles, reclamando siempre su derecho y el de todo hijo de san Francisco a llevar a término su vocación misionera2. En el primer cuarto del siglo XVII los conventuales reformados hubieron de padecer grandes molestias por parte de la comunidad, por la facultad que tenían de admitir conventuales no reformados, y por parte de los capuchinos, porque a modo de éstos llevaban barba, sandalias y capucho cónico. En bien de la paz, y a pretexto de que la mayoría eran legos y no disponían de personas aptas para el gobierno, Urbano VIII los suprimió en 1626, dándoles libertad para pasarse a otras ramas franciscanas. Pero lograron sobrevivir, no obstante un nuevo breve de supresión de Inocencio X en 1646, hasta que Clemente IX los extinguió definitivamente en 1669; las pocas casas que quedaban fueron la base para la provincia de los descalzos de Nápoles3. La realidad era que, con la muerte de Sixto V, habían caído por tierra sus amplios planes de renovación de la orden; ésta, por otra parte, como reacción contra el favoritismo anterior, había atraído sobre sí la emulación de los extraños. Efecto de ello había sido la caída en desgracia del general Francisco Bonfigli (1590-1593) ante la santa Sede por calumnias levantadas contra él, si bien fue rehabilitado haciéndole justicia. Volvió a sentirse la necesidad de la reforma interna y fue reclamada particularmente en los capítulos de 1593 y de 1596. Como nada podía esperarse de medidas tomadas para toda la orden, se decretó que en cada custodia se reformase una casa, a fin de que de ella se fuera extendiendo la renovación paulatinamente a las demás. Clemente VIII, por su parte, visitó el convento central de los Doce Apóstoles de Roma. Veíase además la precisión de uniformar los criterios, muy dispares, sobre la obligatoriedad de los preceptos y consejos de la regla y de llegar a una legislación más adaptada y eficaz. La indecisión creció cuando el capítulo de 1593 anuló las constituciones de Pío IV con miras a la reposición de las de Alejandro VI. Con el fin de concordar las voluntades y aquietar las conciencias publicó en 1615 el vicario general Jacobo Montanari unas ordenaciones razonadas que tituló Minorica fratrum conventualium sancti Francisci. Elegido Montanari en 1617 ministro general, hizo promulgar nuevas constituciones para hacer triunfar su criterio. Pero el capítulo general de 1625 echó por tierra todos sus esfuerzos, promulgando unas constituciones de tipo totalmente nuevo, que fueron confirmadas por Urbano VIII en 1628 y se denominaban, por esta razón, constituciones urbanas. En ellas se hacía caso omiso de todas las declaraciones pontificias anteriores, con lo que desaparecía por completo la ambigüedad, y se daba valor legal a todas las costumbres introducidas en la orden con relación a la observancia de la regla. Era el término de la evolución. En adelante, los novicios emitirían la profesión de la regla seráfica con la adición iuxta Constitutiones Urbanas y éstas permanecerían inmutables; las nuevas leyes que fueran necesarias serían añadidas en forma de apéndice y no tendrían valor si no eran aprobadas por las dos terceras partes del capítulo. Estabilidad (1625 - siglo XIX) Al buen nombre de la orden en el campo de las ciencias eclesiásticas, siempre a gran altura, vino a juntarse en el período de estabilidad el prestigio de la santidad con el extático y sencillo san José de Cupertino († 1663), sacerdote de escasa cultura que halló en la interpretación conventual de la vida franciscana el camino para ser un perfecto hijo de san Francisco, con el obedientísimo beato Buenaventura de Potenza († 1711) y con el celoso apóstol de Apulia beato Francisco Antonio Fasani († 1742). En la revolución francesa tendrían los conventuales un mártir en el beato Juan Francisco Burté († 1792), último guardián del gran convento de París. Si las provincias conventuales ofrecían clima propicio para las más altas virtudes claustrales, no lo ofrecían menos para la formación de grandes personalidades. Buen argumento de ello es el que los dos papas franciscanos de la Edad Moderna hayan sido conventuales: Sixto V y Clemente XIV. El primero brilló en la cúspide gloriosa de la restauración postridentina; al segundo en cambio tocó regir los destinos de la iglesia en la peor época de la opresión regalista y de la virulencia filosófica; presionado por las cortes borbónicas, se vio precisado a suprimir la Compañía de Jesús. El favor de que rodeó a su orden trajo, lo mismo que tras el pontificado de Sixto V, la aversión de los extraños después de su muerte († 1774). Obra suya fue la unión de los observantes franceses a los conventuales en 1771, al mismo tiempo que promulgaba nuevas constituciones, que venían a ser las mismas de Urbano VIII en una redacción más ceñida. Parece que no estuvieron en vigor más que en las provincias francesas agregadas, en atención a las cuales se había hecho la modificación. Lo cierto es que después de la revolución francesa no se tuvieron en cuenta4. NOTAS: 1. J. Meseguer Fernández, La bula "Ite vos" y la reforma cisneriana, AIA 18 (1958) 311-321. Documentos para la historia de los franciscanos conventuales de Aragón en el siglo XVI, en Miscell, Melchor de Pobladura, I, Roma 1964, 335-345. 2. Lázaro de Aspurz, La aportación extranjera a las misiones españolas del patronato regio. Madrid 1946, 134-137. 3. Annales Minorum, XXVI, 1624, p. 179; 1626, p. 416-420; XXIX, 1646, p. 323s.- G. Odoardi, Conventuali riformati, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, III, Roma 1976, 94-106. 4. H. Holzapfel, Manuale, 530-534.- G. Odoardi, Conventuali, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, III, Roma 1976, 2-94 (amplia bibliografía). |