DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

II. ÉPOCA MODERNA:
OBSERVANTES - CONVENTUALES - CAPUCHINOS

Capítulo III
LOS CAPUCHINOS1

Los orígenes (1525-1529)

Al tratar de describir el nacimiento de la reforma capuchina no hemos de perder de vista la eterna lucha en torno a la interpretación práctica del ideal franciscano. Las dos tendencias, siempre latentes, van enfrentándose de tarde en tarde en toda la historia franciscana bajo diferentes denominaciones, pero traduciendo siempre el mismo conflicto. En el siglo XIII se llamaron "espirituales" y "comunidad", en el XV "observancia" y "conventualismo", en el XVI "estrecha observancia" y "regular observancia". Ambas concepciones reconocen como norma intangible de vida la regla de san Francisco, pero mientras la del puro ideal la interpreta a la luz de la vida del fundador y de su Testamento, la otra se esfuerza por actualizarla conforme a las exigencias prácticas de la evolución de la orden y de sus fines de apostolado. Y una vez que se ha producido una reforma bajo el signo de la pura observancia, no tarda en aparecer dentro de ella la misma doble tendencia y en repetirse los episodios de la pugna entre la "comunidad", representada por la prudencia humana y el espíritu de disciplina, y los "celantes", religiosos fervorosos e idealistas que esperan una voz de insubordinación legal para hacer valer su derecho a observar la regla a la letra.

El fenómeno se produjo en el seno de la observancia a principios del siglo XVI con incontenible efervescencia, como ya lo vimos. El remedio pudo haberse hallado en el fomento inteligente de las casas de recolección, con una mayor comprensión hacia los religiosos descontentos. Pero esta comprensión faltó sobre todo en la familia cismontana. Abundaban los religiosos, y aun los superiores, deseosos de mayor observancia, pero se desconfiaba de las iniciativas privadas. ¡Eran tantos los que a título de mayor perfección sacudían el yugo de la obediencia para darse a una vida de vagabundos! Y en Italia no había precedido, como en España, la mano vigorosa e inteligente de Cisneros. Lo que sucedía en la floreciente provincia de Las Marcas podía haber sucedido en cualquiera otra de Italia. El provincial, Juan de Fano, ansioso como el que más de una renovación, esperaba verla venir de arriba, de los superiores y de los capítulos; a su índole noble y distinguida repugnaba toda actitud que se desviase de la estricta legalidad. La experiencia le enseñaría que tales reformas oficiales llegan tarde y sin eficacia.

Mateo de Bascio († 1552), joven sacerdote de escasa cultura y de temple de predicador popular, pertenecía al grupo de los que en la provincia de Las Marcas reclamaban la libertad de observar la regla a la letra. En 1525 tuvo una visión en que el mismo san Francisco le confirmó en su actitud. Enterado luego de que el hábito que había usado el seráfico padre no era el mismo que a la sazón vestían los menores, sino uno mucho más áspero y con un capucho puntiagudo cosido a la túnica, lo adoptó sin más y se dio a la práctica literal de la regla. En vista de que no podía contar con la aprobación de su superior ni con la benevolencia de sus hermanos de comunidad, decidió procurarse la aprobación del papa, y una noche salió secretamente de su convento de Montefalcone y se encaminó a Roma. Canónicamente era un fugitivo; pero él se debió de echar la cuenta de que la obediencia a los superiores cesa cuando entra en conflicto con la fidelidad a la regla y con la clara voluntad de Dios; además, el papa es la suprema cabeza de la orden.

Obtuvo con facilidad de Clemente VII el permiso, vivae vocis oraculo, para observar la regla según sus deseos, vestir el hábito que llevaba puesto y andar predicando de una parte a otra, con la única obligación de presentarse todos los años durante el capítulo a su superior provincial. Luego comenzó a anunciar la palabra de Dios con gran fervor en el ducado de Urbino, teniendo buen cuidado de no aproximarse a los conventos observantes para no ser apresado por los suyos. A fines de abril se celebraba el capítulo en Jesi, y allí se presentó fray Mateo conforme al mandato del papa. Como es natural, el provincial, Juan de Fano, lo hizo encarcelar como fugitivo y vagabundo en el convento de Forano. Fray Mateo, en efecto, no poseía documento alguno escrito de la autorización pontificia ni se había preocupado de procurárselo.

Unos tres meses llevaba en su reclusión, cuando llegó la noticia de lo ocurrido a Catalina Cibo, duquesa de Camerino, que veneraba a fray Mateo desde que éste había ejercitado su caridad heroica con los apestados en 1523 en la capital del ducado; era sobrina de Clemente VII, y es muy probable que a tal protectora debiera ya el reformador su éxito en el viaje a Roma. Inmediatamente exigió de Juan de Fano que en el término de tres días pusiera en libertad al preso. El provincial tuvo que doblegarse y fray Mateo reanudó su vida de predicador ambulante.

A fines de 1525 acudían al mismo provincial los hermanos de sangre Ludovico y Rafael de Fossombrone pidiendo permiso para retirarse a un eremitorio con otros compañeros con el fin de observar la regla en toda su pureza. Juan de Fano se lo negó. Entonces ellos huyeron y fueron a refugiarse entre los conventuales de Cingoli. Previendo lo que aquel hecho podía traer consigo, el provincial se dio prisa a proveerse de un breve pontificio (8 marzo 1526) en que se declaraba apóstatas a Mateo de Bascio y a los dos hermanos, facultándole a él para encarcelarlos. En consecuencia, se dirigió a Cingoli con un puñado de frailes. Ludovico y Rafael huyeron a los montes y sólo su astucia pudo librarles de caer en manos de los perseguidores.

Decidieron entonces pedir alojamiento en el eremitorio de los camaldulenses de Massaccio. Allí acudió Juan de Fano con los suyos, acompañado de fuerza armada; pero los fugitivos se escaparon por segunda vez, disfrazados de camaldulenses, a otro monasterio. Y cuando nuevamente les dio alcance el provincial, los dos hermanos habían solicitado ya formalmente su incorporación a la Camáldula. Fueles rehusada por los monjes, para no indisponerse con los observantes, pero el asilo les valió de momento.

Fueron entonces en busca de Mateo de Bascio para acogerse con él a la autorización pontificia; pero él les hizo observar que ésta era sólo personal. Optaron, pues, por dirigirse también a Roma. El 18 de mayo obtenían un breve extendido por el penitenciario mayor, que les autorizaba para separarse de la comunidad juntamente con fray Mateo y para vivir en un eremitorio observando la regla. Debían, con todo, pedir antes el consentimiento de su provincial; si se lo negaba, podían hacer uso de la concesión del breve, aunque sin dejar de ser miembros de la observancia ni cambiar de hábito. El permiso era todavía personal. Juan de Fano, apoyado por el general, Francisco de Quiñones, obtuvo luego del papa la desaprobación del breve. Entre tanto se había unido a los tres fray Pablo de Chioggia, observante que se había secularizado para atender a su madre; éste también obtuvo permiso personal en Roma.

Los cuatro se reunieron en Fossombrone. Luego se refugiaron bajo la protección de la duquesa de Camerino contra la obstinada persecución de Juan de Fano. Presentóse éste decidido a probar las armas de la persuasión y tuvo lugar, en presencia de los duques, una discusión en que los fugitivos presentaron todas sus querellas contra la comunidad.

En la imposibilidad de someterlos por la violencia o de traerlos a razón, el provincial se esforzó ahora por evitar al menos otras deserciones; en junio de 1527 publicaba su Dialogo della salute, cuyo argumento central era éste: "¿Podemos nosotros con segura conciencia seguir a la comunidad?". Y respondía: "Podemos y debemos". Era la réplica a la consigna lanzada por los descontentos: ¡Libertad para observar la regla!

Los cuatro reformados cobraron gran aprecio entre los habitantes de Camerino en la nueva peste que entonces se cebó en la ciudad.

Para prevenirse contra nuevas embestidas de su provincial, fray Ludovico, sagaz y decidido, juzgó más conveniente pasar bajo la dependencia de los conventuales y así se hizo por mediación de la influyente duquesa. El general de los conventuales tomó bajo su protección a los cuatro rebeldes, dejándolos libres para vivir conforme a sus aspiraciones.

La posición de los reformados, jurídicamente considerada, era cuando menos muy expuesta; separados de la comunidad, no tenían entre sí ningún lazo de sociedad canónica ni organización alguna reconocida. Había que dar el paso decisivo.

Y lo dio la incondicional Catalina Cibo dirigiéndose a su tío Clemente VII, cuando éste se hallaba en Viterbo fugitivo del sacco de Roma, presentándole una súplica de Ludovico y Rafael. Después de maduro examen, el papa expidió la bula Religionis zelus (3 julio 1528) que daba existencia jurídica a la nueva fraternidad. La orden capuchina estaba fundada. La duquesa hizo publicar inmediatamente el documento en la plaza pública de Camerino y en todas las iglesias de sus dominios.

La bula iba dirigida a Ludovico y Rafael de Fossombrone y contenía los puntos siguientes: facultad para llevar vida eremítica, guardando la regla de san Francisco, de usar la barba y el hábito con el capucho piramidal y de predicar al pueblo; quedaban los reformados bajo la protección de los superiores conventuales, pero bajo el gobierno directo de un superior propio con autoridad parecida a la de los provinciales; se les autorizaba para recibir novicios tanto clérigos como laicos.

La bula Religionis zelus tuvo como efecto inmediato el que gran número de observantes y algunos novicios fueran a unirse a los capuchinos; hubo que multiplicar los eremitorios y pensar en una organización más estudiada. En un principio se consideraba a fray Mateo como el padre de la reforma; pero el verdadero jefe de hecho, y aun de derecho, en virtud de la misma bula, era fray Ludovico. En abril de 1529 éste convocó el primer capítulo, formado por doce religiosos, con el fin de elegir los superiores y redactar las constituciones. Túvose en el eremitorio de Albacina. Allí se escribieron, sin otra luz que la oración y la letra de la regla, las primeras constituciones, cuyo contenido puede resumirse en los siguientes puntos:

1.º Recitación llana del oficio divino; supresión de toda función pública para dar más tiempo a la oración mental; una sola misa en cada convento, excepto en las fiestas; prohibición de celebrar misas cantadas y de recibir estipendios; prohibición de acompañar y celebrar funerales y tomar parte en otras procesiones que la del Corpus y las Rogativas.

2.º Disciplina diaria después de los maitines de media noche; dos horas obligatorias de oración mental para los menos fervorosos; pero todos han de emplear en la oración todo el tiempo que les quede libre de las ocupaciones; silencio riguroso en tiempos señalados.

3.º En la mesa no se servirá más que un plato; se prohíbe pedir de limosna carne, queso y huevos, pero se pueden recibir estas cosas cuando son ofrecidas espontáneamente; cada religioso ha de tener libertad para privarse en la mesa de carne, vino y alimentos de valor; no se harán provisiones más que para dos o tres días, y ha de pedirse diariamente la limosna.

4.º Se permite segunda túnica cuando fuese necesaria por razón del frío; el manto solamente a los enfermos y ancianos; el hábito será estrecho y ajustado; las sandalias se permiten como excepción al que no puede ir descalzo.

5.º No se admiten síndicos ni procuradores. Las casas se edificarán fuera de las ciudades y quedarán siempre en propiedad de los bienhechores; mientras sea posible se construirán de mimbres y barro; las celdas han de ser tan pequeñas y estrechas, que más bien parezcan sepulcros. Habrá una o dos ermitas apartadas del convento para retirarse los frailes con toda libertad a hacer oración y llevar vida más rígida. En cada casa no habrá más de siete u ocho religiosos; en los conventos más importantes, diez o doce como máximo. Las iglesias han de ser pequeñas y pobres; se desterrarán de ellas los ornamentos de seda y terciopelo y los cálices de oro y plata.

6.º Los superiores han de enviar fuera a los predicadores con frecuencia, pero éstos no aceptarán retribución alguna por sus ministerios; la predicación será sencilla y llana. Cada predicador no tendrá más de uno o dos libros; sólo se permite estudiar la sagrada Escritura y los autores devotos; nadie se atreva a erigir casas de estudio. Los religiosos se abstendrán absolutamente de oír confesiones de seglares, fuera de algún caso de necesidad extrema.

En estas constituciones, que llevaban por título Constituzioni dei frati detti della vita eremitica, han creído descubrir algunos el sello de la Camáldula y del ideal personal de Ludovico de Fossombrone. De hecho, casi todos los puntos responden a abusos existentes en la orden y son el eco de las aspiraciones comunes a todos los movimientos franciscanos de reforma: retiro del mundo, austeridad de vida, sencillez, pobreza, contemplación. Es la tentación de la vida eremítica, latente siempre en la historia de la orden como lo fue en la vida del seráfico fundador, que siempre acaba por ser superada por el destino esencial de la vida minorítica.

En Albacina fue elegido vicario general Mateo de Bascio y obligado a aceptar contra su voluntad. A los diez días renunciaba al cargo para seguir mejor su vocación de predicador ambulante. Las riendas del gobierno pasaron entonces a Ludovico de Fossombrone, que era definidor primero. El general de la nueva reforma lo era el maestro general de los conventuales.

La designación de fratres minores de vita eremitica, expresada en la bula de aprobación y adoptada en el encabezamiento de las constituciones, estaba inspirada, a no dudarlo, por fray Ludovico; pero no adquirió carta de naturaleza. Cuando los reformados aparecieron por primera vez en las calles de Camerino con el nuevo hábito y la barba larga, los muchachos los tomaron por ermitaños errantes y los seguían gritando: Scapuccini! Scapuccini! Romiti! Romiti! Luego comenzó a designarlos el pueblo con ese apelativo, que hacía relación al largo capucho adoptado; pronto se lo aplicaron también los escritores y, desde 1534, los documentos pontificios. Sabemos ya que la denominación no era nueva en la historia de las reformas de estricta observancia.

Luchas externas y crisis internas (1529-1563)

Al revés de fray Mateo, Ludovico tenía vocación de organizador. Su primera idea fue llevar la nueva reforma a Roma para, desde allí, parar mejor los golpes de los adversarios. Con la protección de la duquesa de Camerino pudo sin dificultad establecer un convento en la ciudad eterna y obtuvo para sí el nombramiento de comisario general de los capuchinos hasta el próximo capítulo.

A favorecer los planes expansivos de fray Ludovico vino la anexión de un numeroso grupo de observantes de Calabria. Pero, en esto, el gobierno de la observancia recayó en Pablo Pisotti, enemigo jurado de toda reforma, quien se propuso exterminar las casas de recolección promovidas por Quiñones y acabar sobre todo con los capuchinos.

Pisotti obtuvo de Clemente VII un breve (14 diciembre 1529), que por lo genérico no tuvo efecto alguno, y otro al año siguiente (7 marzo 1530) anulando expresamente todos los privilegios otorgados a los capuchinos y facultando al general para hacerlos volver a la comunidad. Era la sentencia de muerte de la naciente reforma; pero como en el breve no se mencionaba expresamente la bula Religionis zelus de 1528, Ludovico siguió apoyándose en ésta. Un nuevo breve de 27 de mayo, confirmando el anterior, quedó asimismo sin efecto. Tan seguro estaba Ludovico de lo inofensivos que eran los breves obtenidos por Pisotti, que por el mismo tiempo siguió tomando conventos aun en Roma. En 1530 se fundaba también uno en Nápoles por iniciativa de la dama española Lorenza Longo (Llonc), que más tarde fundaría las capuchinas.

En esto intervino Quiñones, ahora cardenal, que no participaba de los puntos de vista de Pisotti, proponiendo una transacción, dirigida además a favorecer la reforma dentro de la observancia: libertad a los capuchinos para seguir su género de vida, pero bajo la obediencia directa del general. Era ni más ni menos lo que él había conocido en Extremadura; pero esta solución era imposible bajo el gobierno de Pisotti.

Para entonces se habían puesto de parte de los capuchinos personajes tan importantes como Vittoria Colonna, el duque de Nocera y otros, y cuando el procurador de los observantes pidió de nuevo la supresión, Clemente VII nombró una comisión de cardenales para dirimir la contienda. El 14 de agosto se dio la resolución definitiva: en adelante, los capuchinos no podrán recibir observantes, pero el ministro general se abstendrá de molestarlos bajo ningún pretexto.

Hubo un momento en que parecía iba a producirse en el seno de la observancia la deseada reforma conforme al gusto de fray Juan de Fano y de otros fervorosos religiosos. El 16 de noviembre de 1532 salía una bula garantizando a los celantes la libertad para guardar la regla a la letra. Pero Pisotti hizo con sus intrigas que quedase sin efecto, y entonces fue cuando, desengañados por fin, se sumaron a los capuchinos los más destacados paladines de la renovación: Bernardino de Asti, que venía reclamándola desde 1518; Francisco de Jesi, doctor en derecho canónico; Bernardino Ochino, el más célebre predicador de Italia, y el mismo Juan de Fano, que venía por fin a dar la razón, a fuer de recto y humilde, a sus mismas víctimas.

El cardenal Quiñones y los superiores de la observancia, justamente alarmados, no dejaron piedra por mover hasta que lograron un breve de 15 de abril de 1534 en que se intimaba a los capuchinos pasados de los observantes a volver a la comunidad en el término de quince días bajo pena de excomunión. Diez días después, a la hora de la comida, los capuchinos del convento de Santa Eufemia de Roma recibían la notificación oficial con la orden de salir inmediatamente de la ciudad; sin tardar un momento se dirigieron procesionalmente a la basílica de San Lorenzo Extramuros.

Esta vez el peligro era serio y sólo la destreza de Fray Ludovico pudo conjurarlo. Al punto hizo intervenir a Vittoria Colonna, Camilo Orsini y otros miembros de la primera nobleza; el pueblo hizo demostraciones a favor de los expulsados; y por fin, Clemente VII se vio obligado a mitigar el breve: los capuchinos debían abstenerse en adelante de recibir observantes y de fundar nuevas casas sin permiso pontificio. Paulo III, que sucedió luego a Clemente VII, confirmó la prohibición de recibir observantes; pero luego, con el fin de urgir la institución de casas de recolección acordada en el capítulo general de 1535, daba permiso a los observantes deseosos de reforma para pasar a los capuchinos si en el término de dos meses no se erigían dichas casas.

Ludovico de Fossombrone, a quien humanamente hablando debía la reforma su existencia y el incremento insospechado que había alcanzado (los capuchinos sumaban ya unos 700), se consideraba insustituible. Pero su gobierno autocrático y el espíritu que quería imprimir a la orden desagradaban a muchos. El se resistía a convocar el capítulo, cuya celebración constituía el término legal de su cargo de comisario general a tenor del nombramiento de Clemente VII. Se repetía el caso de fray Elías, con quien por lo demás tenía pocos rasgos de común la personalidad del vicario general. Se hizo intervenir inútilmente al maestro general de los conventuales. Por fin, Vittoria Colonna, a instigación de Bernardino Ochino, recurrió a un expediente eficaz para doblegar a fray Ludovico. Lo retuvo prisionero en su castillo de Rocca di Papa hasta conseguir de él la convocación del capítulo, mientras ella, por su propia cuenta, alcanzaba del papa el decreto convocatorio.

Reunido el capítulo en el convento de Santa Eufemia, fue elegido vicario general fray Bernardino de Asti. Ludovico echó en rostro a los capitulares su ingratitud para con él y a fuerza de intrigas logró que el papa ordenase la convocación de un nuevo capítulo, el cual ratificó la elección anterior. Entonces Ludovico negó la obediencia a Bernardino y, en vista de su obstinación, fue despedido de la orden, con profunda tristeza de toda la asamblea. Tenía que suceder así desde el momento que la nueva reforma entraba por los cauces auténticos del ideal franciscano, con el cual no estaba identificado fray Ludovico. Genial para la insurrección y la lucha, no se hallaba en condiciones de ser el educador de una institución en marcha; más bien que una reforma franciscana parecía querer formar un nuevo género de vida eremítica.

A fin de prevenir que ocurriera en el futuro lo sucedido con Ludovico, se determinó que en adelante se tuviera el capítulo cada año y que el cargo de vicario general durase tres años. La orden fue dividida en provincias, gobernadas por vicarios provinciales.

Las constituciones de 1536.- Fueron redactadas por Bernardino de Asti, discutidas en el capítulo de 1535 y promulgadas en el de 1536. Constituyen la legislación definitiva de la orden; las ulteriores revisiones no introducirán ningún cambio sustancial y conservarán intacta hasta la redacción original, con su unción y fervor característicos. En ellas se da más importancia a la ley del espíritu, al programa de perfección, que a las disposiciones positivas; éstas brotan como de paso en medio de una constante profesión del más puro espíritu franciscano; es el retorno a la mente de san Francisco, quien quería que la fraternidad se gobernase más por el espíritu que por la letra de la ley.

Algunas de las prescripciones se tomaron expresamente del género de vida de los descalzos de España, por ejemplo la de dar a los pobres las provisiones sobrantes. Se renunciaba al privilegio de la exención, protestando expresa sumisión "a todos los obispos católicos". Se aceptan solamente las declaraciones pontificias de Nicolás III y Clemente V sobre la regla, junto con la "santísima vida, doctrina y ejemplos del seráfico Padre"; las constituciones declaran además obligatoria la guarda del Testamento. Al ser elegido el vicario general debe presentarse al general de los conventuales para recibir de él la confirmación. Se prohíbe el uso del manto a los que, por debilidad de cuerpo o de espíritu, usan túnica interior, "porque el usar tres prendas es manifiesta señal de no tener espíritu". Pueden usarse sandalias con permiso del superior. Se prescribe el uso de la barba (de ésta, como del capucho piramidal, no se hablaba en las constituciones de Albacina). Las casas y los objetos de uso de los hermanos quedan en propiedad del bienhechor, al que una vez al año debe presentarse cada guardián pidiéndole la cesión para un año más. Las celdas no pasarán de nueve palmos (unos dos metros) de cada lado y diez de altas; las puertas tendrán siete palmos de altas y dos y medio de anchas; el claustro, seis palmos de ancho. Se prescriben ermitas en la huerta o en el bosque como en las primeras constituciones. Los hermanos no confesarán a seglares sin licencia del capítulo o del vicario general. El capítulo general se tendrá cada tres años y el provincial cada año. Se prescriben "algunos santos y devotos estudios" de gramática y sagradas letras. Se inculca la vocación misionera de la orden.

Las intrigas de Ludovico de Fossombrone no terminaron con su expulsión. Todavía se atrevió a proponer en el capítulo de 1536 que los capuchinos dejasen la predicación y el ministerio activo y se retirasen a eremitorios para dedicarse a la contemplación y al trabajo manual; propuso, asimismo, que pasasen bajo la obediencia del general de la observancia. El capítulo ni siquiera tomó en consideración estas propuestas.

Casi simultánea a la expulsión de fray Ludovico fue la de Mateo de Bascio. En vista de que no podía continuar usando el hábito si no se ponía bajo la obediencia del vicario general, como disponía un breve publicado por Paulo III, prefirió continuar su vida libre de apostolado fuera de los conventos. Iniciador ocasional e involuntario de la reforma capuchina, no tuvo nunca vocación ni dotes para ser su jefe ni maestro. Más que la renovación de la orden buscaba el libre curso de su personalidad espiritual2.

La tormenta levantada por Ludovico tuvo serias repercusiones en el generalato de Bernardino de Asti. El nuevo general de la observancia, Vicente Lunel, estaba identificado totalmente con las ideas de Quiñones; todos sus esfuerzos se dirigieron a atraer a los capuchinos bajo su obediencia mediante una conciliación; logró se constituyera una nueva comisión de cardenales; hizo intervenir a Carlos V para que se prohibiera a los capuchinos pasar a España, si bien, informado por Vittoria Colonna, el emperador abogó después por ellos ante el papa3.

La defensora acérrima de los capuchinos en estos años fue la marquesa de Pescara, Vittoria Colonna, dama de relevante personalidad en la Italia del Renacimiento. Ella vino a ocupar el puesto de la primera gran protectora, Catalina Cibo, caída en desgracia a la muerte de su tío Clemente VII. Los perseguidos capuchinos necesitaban más que nunca de valiosos padrinos; sus adversarios les acusaban de luteranismo, porque predicaban la libertad de espíritu, de someterse a los obispos locales desconociendo el privilegio de la exención, de rebeldía frente a la santa Sede, por no acatar los breves pontificios publicados contra ellos, etc. Todavía en 1537 apareció un breve que les prohibía nuevamente recibir observantes y otro que les vedaba establecerse al otro lado de los Alpes.

Enfermo de gravedad Bernardino de Asti, hizo convocar el capítulo para Pentecostés de 1538. En él fue elegido vicario general fray Bernardino Ochino de Siena. Este insigne personaje, desde su paso a la reforma capuchina, se había atraído la admiración unánime de todos los religiosos y de los devotos de la orden, especialmente de Vittoria Colonna y de su círculo de humanistas, por su amor a la observancia de la regla, por su austeridad, su fervor sin afectación y sus dotes de gobierno. La joven reforma se sentía ufana de contarle en sus filas.

Tan a satisfacción de todos desempeñó el primer trienio de su gobierno, que en el capítulo general de 1542 fue reelegido sin vacilación, no obstante su porfiada resistencia. Pero desde entonces cambió totalmente su modo de ser. Aflojó en la observancia regular, se dispensó de la vida común y obtuvo privilegios personales con pretexto de sus actividades apostólicas. En realidad, él mismo se sentía muy distanciado de sus hermanos de hábito en sus doctrinas e ideales. El contacto con Juan de Valdés y su piadoso cenáculo de Nápoles le venían retrayendo paulatinamente de su fe ortodoxa y su predicación tenía resabios de luteranismo; los teatinos le espiaban en todas partes y acabaron por hacerlo sospechoso en Roma. Su paso decisivo fue la protesta pública en Venecia contra la prisión de un agustino amigo suyo, por hereje. Fue llamado a Roma; de camino se detuvo en Florencia, donde el agustino Pedro Mártir Vermigli y otros amigos del círculo de Valdés le advirtieron del peligro y le incitaron a la fuga. Encaminóse a Ginebra, después de enviar el sello de la orden a Bernardino de Asti, procurador general4.

La apostasía de Ochino fue la mayor calamidad de cuantas habían caído sobre los capuchinos en aquellos primeros años. En el sentir de todos había sonado para la pujante reforma la última hora. El pueblo, al verse burlado de aquella manera por su predicador favorito, se volvió implacable contra sus hermanos de hábito; en todas partes los capuchinos eran recibidos como hipócritas y herejes; se les negaban las limosnas; los amigos les retiraban su protección y los enemigos se gozaban con el triunfo seguro. Hasta hubo algunos capuchinos que se volvieron a los observantes. Paulo III, pasando por Spoleto y divisando el eremitorio de los capuchinos, había dicho: "Pronto no habrá ya ni capuchinos ni conventos de capuchinos"; en la corte pontificia se daba por cierta la supresión.

El papa expuso en público consistorio el asunto de los capuchinos. Casi todos los cardenales se declararon por la abolición; sólo el cardenal Sanseverino hizo oír su voz en favor de los acusados y aconsejó que antes de dar el paso se entablase una averiguación sobre la conducta de los miembros de la orden. Avínose el papa, y el resultado fue la comprobación más fehaciente de la ortodoxia de los capuchinos y de su adhesión inquebrantable a la santa Sede. Paulo III, después de recriminarles duramente por el escándalo dado en la persona del general, acabó tomándolos bajo su protección paternal y encomendándolos a la responsabilidad del cardenal Carpi, protector de la orden franciscana.

El cardenal nombró comisario general hasta el próximo capítulo a fray Francisco de Jesi, muy venerado de él y del papa. Pero, a causa de la actitud del pueblo, les prohibió la predicación hasta nuevo permiso pontificio. En el capítulo general de 1543 fue elegido vicario general Francisco de Jesi; Bernardino de Asti siguió como primer definidor y procurador.

A Francisco de Jesi corresponde la gloria de haber sacado airosa la reforma de aquel gran peligro. No era inferior el nuevo vicario general a Bernardino de Asti en santidad, amor a la observancia y bondad de corazón; supo desengañar con tacto y prudencia a sus antiguos amigos que dentro de la observancia se esforzaban por llevar adelante el movimiento de reforma y ahora acudían a él a proponerle la vuelta de los capuchinos a la comunidad para dar el paso definitivo; la humillación de los capuchinos les parecía oportuna. El segundo año de su gobierno vio por fin disipada la nube: el papa levantó a los capuchinos la prohibición de predicar a condición de que el vicario general vigilase las doctrinas que exponían sus súbditos; el pueblo sentía de nuevo simpatía por ellos.

La caída de Ochino fue en definitiva un bien para la orden. El entusiasmo y el prestigio de que se vio rodeado su nombre había constituido un peligro para la sencillez y sinceridad en que estaba el secreto de la eficacia de la reforma capuchina; ésta recobró ahora su libertad de acción y se purificó de los elementos indeseables; los pocos religiosos contaminados de herejía siguieron al apóstata en su huida y los que no estaban identificados con los ideales capuchinos se volvieron a los observantes. Lo que se perdió en número se ganó en vigor y libertad.

En el capítulo de 1546 fue elegido de nuevo vicario general fray Bernardino de Asti y reelegido en el de 1549. Ahora completó la obra comenzada en su primer gobierno; supo hermanar a maravilla el entusiasmo por la más pura observancia con los dictados del sentido práctico. Las dos bases sobre las que quiso afianzar la reforma capuchina fueron la oración y la pobreza. Si se tratara de señalar a alguien que se hubiera hecho acreedor al título de padre y educador de la misma, no se hallaría otro con mejor derecho que él. Un escritor moderno ha dicho gráficamente: "Los capuchinos han recibido: de Mateo de Bascio, el hábito; de Ludovico de Fossombrone, la barba, y de Bernardino de Asti, el alma y el espíritu".

Su sucesor, Eusebio de Ancona (1552-1558), siguió fielmente la misma trayectoria de gobierno.

Aún no habían terminado las dificultades externas, sobre todo por parte de los observantes. En 1551 Julio III renovaba el breve de Paulo III prohibiendo el paso de observantes a la reforma capuchina. La afluencia de éstos cesó, en efecto, y ello contribuyó a que poco a poco las dos ramas se fuesen distanciando más y más. Los capuchinos de la generación de Bernardino de Asti mantenían cierto espíritu de cuerpo con los observantes y no perdieron la conciencia de que su intento había sido reformar la observancia; en cambio, la generación siguiente, formada por capuchinos que no habían sido observantes, tendió a considerar la orden como una rama distinta del árbol franciscano.

Otro peligro provino del empeño de Paulo IV por unir a conventuales y capuchinos, plan que no tuvo efecto gracias a la actitud del general Eusebio de Ancona.

El capítulo general de 1552 acordó hacer una nueva redacción de las constituciones. Se trataba en primer lugar de mejorar el estilo literario de las de 1536, que a algunos parecía excesivamente vulgar e incorrecto. El estilo cambió, pero para peor, desagradando a la mayoría de los religiosos por lo afectado. Las modificaciones en cuanto al contenido se reducían a ciertos requisitos para la admisión en la orden y a la celebración del capítulo general; más importantes eran ciertas omisiones que no pudieron menos de entristecer a los celadores del primitivo ideal, a saber: la renuncia a la exención del ordinario, la obligación de los superiores de poner una vez al año el convento y todas las cosas en manos de los bienhechores, el pedir limosna por los pobres en tiempo de carestía, la obligación de servir a los apestados en las epidemias, la hermosa exhortación final del texto anterior. Anuncian el final del período heroico y la reconciliación progresiva con las exigencias de la vida real.

Consolidación y crecimiento (1563-1619)

A Eusebio de Ancona le sucedió en el gobierno de la orden Tomás de Città di Castello (1558-1564), primer vicario general que había recibido su formación íntegra en la reforma capuchina. Tuvo que hacer frente a nuevos intentos de los contradictores, pero en 1560 logró una nueva confirmación del papa Pío IV, que prohibió además el uso del hábito capuchino a todo religioso que no perteneciera a la orden. Este general puso extraordinario rigor en la selección de los candidatos, a fin de que el enorme crecimiento numérico no perjudicara los fines de la reforma.

En la tercera época del concilio de Trento el vicario general tuvo por primera vez asiento entre los generales de las órdenes mendicantes; y al discutirse en 1563 la reforma de los regulares, se reconoció expresamente a los capuchinos el derecho a usar su hábito propio y, juntamente con los observantes, se los exceptuó de la facultad de poseer en común que alcanzaba también a los conventuales. En el concilio, además, se recomendó la reforma capuchina como una de las más beneméritas y más fieles a su vocación, digna de que la iglesia la distinguiera con especial favor. Era el coronamiento del triunfó al cabo de cerca de cuarenta años de lucha.

Una nueva victoria constituyó la institución de un cardenal protector aparte en 1564. Hasta esta fecha toda la orden franciscana había tenido un solo cardenal protector.

Entre los vicarios generales que gobernaron la orden después del concilio destacan Evangelista de Cannobio (1564-1567), Mario de Mercato Saraceno (1567-1573), Jerónimo de Montefiore (1574-1581), Jerónimo de Polizzi (1587-1593), san Lorenzo de Brindis (1602-1605) y Clemente de Noto (1618-1625).

Bajo la dirección de estos superiores, todos ellos eminentes en ciencia y penetrados del genuino espíritu franciscano, la orden capuchina da el último paso en su evolución. Los decretos tridentinos hacen aparecer las casas de estudio y el cultivo de las ciencias entra a formar parte de las actividades esenciales de la orden; se construyen conventos más espaciosos; se imprime a las comunidades una disciplina más rígida, con merma de la espontaneidad de los primeros tiempos; y, sobre todo, se produce la gran expansión geográfica, traspasando los Alpes y enviando las primeras expediciones misioneras. Al finalizar el período, las provincias sumaban ya 40 y los religiosos llegaban a 15.000.

No podía menos de suceder que hiciera su aparición, aunque momentáneamente, el eterno fenómeno de las instituciones franciscanas: la aversión de cierto partido hacia la marcha emprendida, añorando los días de Albacina. Y hubo movimientos de reforma, con tendencia a la vida contemplativa, como el que se produjo en la provincia de Roma bajo el generalato de Jerónimo de Montefiore y el que apareció algo antes en Francia. San Lorenzo de Brindis reprimió con energía tales singularidades.

Las dificultades externas no cesaron y ahora provenían también de los conventuales. Pero la santa Sede consideraba ya la reforma capuchina como una fuerza de primer orden en la restauración católica y nada había que temer. En 1608, Paulo V dio una constitución apostólica en que declaraba a los capuchinos verdaderos hermanos menores e hijos de san Francisco en igual sentido que las otras ramas franciscanas.

Por fin, el 23 de enero de 1619, el mismo papa, mediante el breve Alias felicis recordationis, suprimía la dependencia nominal en que la orden se hallaba respecto del general de los conventuales. En adelante, el supremo moderador de los capuchinos se denominará ministro general y deberá ser considerado como legítimo sucesor de san Francisco.

Los cánones del Concilio de Trento y los decretos pontificios subsiguientes, recogidos en las decisiones de los capítulos generales, hacían necesaria una nueva revisión de las constituciones. Se llevó a cabo, por orden de Gregorio XIII, en el capítulo de 1575. Se volvió, en lo posible, a la redacción sencilla y cálida de 1536. Una nueva revisión fue acordada en el capítulo de 1608, y se publicó al año siguiente con modificaciones de escasa monta.

Hasta el capítulo general de 1535 la nueva reforma se mantuvo en absoluta unidad de gobierno bajo la mano de Ludovico de Fossombrone. En ese año se decretó la división en provincias; los límites correspondían más o menos a las antiguas provincias franciscanas. Quedaba ocupada virtualmente toda Italia con Sicilia, ocupación que se fue intensificando sin cesar con la creación de nuevas provincias en el curso del siglo XVI.

Pero, en cambio, no era posible un ensanchamiento de confines al otro lado de los Alpes. La prohibición de 1535, obtenida de Paulo III por el general de la observancia, por intervención de Carlos V, había sido renovada en 1537 y 1550.

Esta reiteración de los breves prohibitivos obedecía a los esfuerzos que se iban haciendo de varias partes por llevar capuchinos. El primer llamamiento oficial vino de Irlanda. Después la invitación provino de los descalzos de España, que pasaban a la sazón por una situación violenta y deseaban unirse a los capuchinos. Siguió luego Francia, a donde quiso llevarlos el cardenal de Lorena en 1562. En 1567 se constituyó por propio impulso una pequeña comunidad de capuchinos en París con religiosos de la observancia. Después de muchas negociaciones consiguieron el reconocimiento del vicario general y, en consecuencia, el capítulo general de 1573 acordó enviarles un refuerzo de capuchinos italianos, mientras en Roma se trabajaba por obtener la revocación de la prohibición existente.

Por fin, el 6 de mayo de 1574 Gregorio XIII expedía el breve derogatorio, dando libertad a los capuchinos para extenderse por cualquier parte del mundo.

El crédito adquirido en Francia por los capuchinos fue tan grande que buen número de las primeras vocaciones se reclutaron entre la primera nobleza; el crecimiento fue rapidísimo, debido en parte a la gran afluencia de observantes. Para 1618 eran ya ocho las provincias y muy pronto los capuchinos franceses formarían numéricamente la cuarta parte de la orden, colocándose en el primer plano de la vida religiosa de Francia por su múltiple actividad apostólica, por su labor contra la herejía y por su influencia en la vida pública.

En Bélgica penetraron los capuchinos, procedentes de la provincia de París, en 1585, gracias al favor que les dispensó Alejandro Farnese. De los noviciados de Francia procedían asimismo los primeros capuchinos llegados a Inglaterra en 1599 y a Irlanda en 1616, en plan de misioneros.

En España fue más azarosa que en Francia la expansión, a causa de la prevención existente en la corte. Al negarse el capítulo general de 1567 a aceptar la unión proyectada por los alcantarinos, algunos de éstos pasaron a Italia para tomar el hábito capuchino. No eran pocos, por otra parte, los españoles que entraban en los noviciados de las provincias italianas. No es de extrañar, por consiguiente, el empeño de los superiores generales por fundar en España. El primer intento parece haberse hecho en 1570, aunque sin resultado. En 1575, a ruegos del marqués de Santa Cruz, pasaron algunos religiosos con intención de fundar; pero no hubo modo de obtener la autorización de Felipe II y hubieron de volverse a Italia. En 1576 llegaba una petición oficial de la ciudad de Barcelona; accediendo a la invitación, fue enviado fray Arcángel de Alarcón al frente de un grupo de religiosos, en su mayoría españoles, y pudo establecerse la primera comunidad a principios de 1578. Pronto acudieron novicios de todas partes; no tardó en producirse gran efervescencia entre los observantes, gran parte de los cuales tomaron el hábito capuchino. Esto hizo que los superiores de la observancia hicieran valer toda su enorme influencia en la corte, logrando que Felipe II prohibiera a los capuchinos hacer nuevas fundaciones, prohibición que no tuvo efecto, por fortuna; en 1582 tenía ya su primer capítulo la nueva provincia de Cataluña.

La orden fue corriéndose rápidamente hacia el Rosellón, donde para 1590 había fundados seis conventos, luego hacia Valencia, hallando un decidido protector en el patriarca Juan de Ribera, y finalmente en Aragón y Navarra. Pero Castilla seguía cerrada a los capuchinos. De nada había servido un breve expedido en 1577, a instancias de la marquesa de Santa Cruz, autorizándoles para fundar en El Viso (Ciudad Real). No había necesidad -alegaban los que mantenían la tenaz oposición en Madrid- de admitir la reforma capuchina donde existían tantas órdenes religiosas, tanto más que los descalzos satisfacían las ansias de observancia de los franciscanos fervorosos. En 1609 se pudo por fin acabar con la resistencia. En ese año, el general de la orden, Jerónimo de Castelferretti, era recibido en el palacio real con toda clase de atenciones y honrado con el título de Grande de España de primera clase; tras él llegaba en misión diplomática, aquel mismo año, san Lorenzo de Brindis, granjeándose la veneración de la corte. El resultado fue la autorización de Felipe III para fundar en Madrid. Luego se multiplicaron las fundaciones en otros puntos de Castilla y en Andalucía.

El tercer movimiento de expansión se realizó hacia los países de Europa central, donde los príncipes católicos no tardaron en solicitar más y más fundaciones de capuchinos, considerándolos como insustituibles adalides de la restauración católica frente al protestantismo. En 1581 llegaban a Suiza requeridos por san Carlos Borromeo para la labor misional; en 1593, al Tirol; en 1600, a Baviera. Todas estas fundaciones provenían de Italia; en cambio las del bajo Rhin obedecían a la vitalidad de la provincia de Bélgica; en 1611 se fundaba un convento y se abría el primer noviciado en Colonia, donde en un solo año tomaron el hábito cuarenta candidatos. Austria y Bohemia deben la introducción de la orden capuchina a san Lorenzo de Brindis, que en 1599 era enviado al frente de una nutrida expedición misional.

Ideal de vida de los primeros capuchinos5

La generación de Bernardino de Asti.- El esfuerzo de la primera generación, bajo el magisterio, sobre todo, de Bernardino de Asti, se dirige principalmente a inculcar los ideales más heroicos de san Francisco y de sus primeros compañeros, bebidos ávidamente en los escritos del grupo de fray León, junto con el amor al retiro y a la austeridad, matiz de que la orden es deudora en parte a Ludovico de Fossombrone.

En esta primera generación no hallamos santos canonizados. Tampoco los hallamos en los orígenes de las demás reformas franciscanas. Algo que podría formularse como cierta conciencia colectiva de rebelión daba a esta vida heroica un tono de estridencia, de agresividad, de resquemores de partido, y aun cierto carácter de anarquía. Clima, en fin, no del todo propicio para las grandes figuras de santidad.

Las pláticas espirituales de aquellos primeros capuchinos solían versar casi siempre sobre la regla; la llevaban consigo en la manga del hábito y la rodeaban de tal veneración, que el quebrantarla les parecía un sacrilegio. Era también sagrado para ellos el Testamento de san Francisco, que consideraban como "la más clara y la más bella glosa" de la regla. En los fervores iniciales había un marcado afán de llevar el espíritu de la regla hasta el heroísmo. Lo hemos hecho ya notar en las dos primeras redacciones de las constituciones. Al hacerse en 1552 la nueva revisión, en que se mitigaba ese carácter heroico, comentó Bernardino de Asti: "Hemos avanzado hasta el último límite posible; a poco que pasemos adelante obraremos ya contra la regla. Ahora nos hallamos ya en lo que la regla nos permite, mientras que antes íbamos más allá de lo que la regla manda". Para mejor penetrarse del primitivo espíritu franciscano leían de continuo los Tres Compañeros, las Conformidades de Bartolomé de Pisa, y algunas antiguas obras de los espirituales. Por encima de la regla escrita estaba, en efecto, la regla viva, el ejemplo de san Francisco y de sus compañeros. No les cabía una interpretación de la regla como mero documento legislativo, a la luz de los principios canónicos.

Dentro de la fidelidad a la regla, consideraban la pobreza como el "fundamento de toda la perfección franciscana"; sin ella no hay ni observancia regular ni vida de oración. La pobreza resplandecía principalmente en los edificios, si así pueden llamarse aquellos tugurios de mimbres y barro que nada tenían que envidiar a Rivotorto. Auténticos albergues provisionales, se los fabricaban los frailes con sus propias manos, colaborando superiores y súbditos; hubo casas, como la de Fano, que en veintidós días estaban habilitadas. Cuando la caridad para con los religiosos débiles obligó a mitigar algo aquella excesiva sencillez, pavimentando el suelo y empleando piedra y mortero en las paredes, se cuidó muy bien de que todo fuese tan diminuto cuanto era posible. El mueblaje puede decirse que no existía. Generalmente dormían sobre las desnudas tablas o sobre una estera; en el generalato de Eusebio de Ancona se introdujeron las mantas. No se juzgaban necesarios los armarios ni las mesas o escritorios en las celdas. La misma estrechez resplandecía en el ajuar de la cocina y del comedor. Comunidad hubo en que todos los frailes tomaban su pobre ensalada de una sola fuente, sentados en el suelo, con indecible alegría. Las iglesias eran pequeñas en extremo, pero limpias y devotas. Al hacer la entrega de las casas una vez al año a sus dueños, conforme a lo establecido en las constituciones de 1536, les daban humildemente las gracias por el tiempo que se las habían prestado y les llevaban como censo un cestillo de fruta y una ensalada; tras de lo cual pedían autorización para usarlas un año más.

Jamás admitían provisiones para más de una semana. Eusebio de Ancona no consentía que se almacenasen ni siquiera las frutas y productos de la huerta. De camino, ninguno llevaba bolsa o zurrón. Del dinero no sufrían ni el nombre, y cuando los fieles echaban monedas en los altares, las barrían juntamente con la basura. A la hora de la muerte ponían en manos del superior el breviario, la regla, la disciplina, el rosario y el pañuelo, únicos objetos considerados de uso particular. El vestido consistía netamente en las prendas enumeradas en la regla; se consideraba relajación el uso de tres prendas (dos túnicas y manto), tema sobre el que Bernardino de Asti escribió un dictamen en 1550; el tejido era de la lana más burda, hilada al natural, de modo que los hábitos no sólo herían al tacto, sino también a la vista. Iban completamente descalzos siempre que les era posible.

No era sólo el amor a la pobreza lo que movía a aquella primera generación capuchina a buscar la austeridad en el vestido, en el calzado y en el lecho; tenía también su parte el incontenible afán de penitencia, llevado a extremos que hoy nos parecen increíbles. Entre los fines de esta vida penitente señalaba Francisco de Jesi la selección de las vocaciones a la orden, porque -decía- nadie se lanza a abrazarse con tales maceraciones si no es movido de verdadera vocación divina; así no son necesarias penas canónicas ni cárceles para los díscolos. Donde principalmente saciaban sus ansias de penitencia era en la comida; se tenían por "manjares preciosos", reservados a los enfermos, la carne, los huevos, el queso y el pescado; especias y condimentos "se reputaban sacrilegio". Las constituciones aconsejaban ayunar todas las cuaresmas de san Francisco; pero muchos guardaban ayuno continuo y riguroso. Los cilicios y disciplinas eran familiares a todos. Pero en todo reinaba el más amplio espíritu de libertad y de cordura; casi todas las prácticas de penitencia eran absolutamente voluntarias y los superiores cuidaban de ir a la mano a los más fervorosos.

El término a donde conducían tanto la observancia regular como las austeridades era la vida de oración. Ha pasado como un axioma a las posteriores generaciones capuchinas este aforismo de Bernardino de Asti: "Si me preguntáis quién es buen religioso, os responderé: el que hace oración. Y si me preguntáis quién es mejor religioso, os repetiré: el que hace mejor oración. Y si me preguntáis quién es óptimo religioso, lo afirmaré sin vacilar: el que hace óptima oración". Las constituciones de Albacina iban demasiado lejos al suponer que la contemplación era el fin de la vocación a la nueva reforma; pero respondían a la mentalidad general de los hermanos. Eran obligatorias dos horas de oración mental diarias "para los tibios"; el verdadero fraile menor ora siempre, advertían las constituciones de 1536. La primera hora solía tenerse después de los maitines de medianoche, y los religiosos fervorosos ya no se acostaban, sino que se entregaban a la oración y a ejercicios de penitencia hasta la hora de la misa conventual. Para facilitar el ejercicio de la contemplación había en el bosque contiguo a cada convento cierto número de ermitas solitarias a las que libremente podían retirarse los religiosos; los que recibían de Dios la gracia de la contemplación continua eran exonerados de toda otra ocupación exterior.

Otro punto en que la reforma capuchina señaló una reacción contra el formalismo exterior y ceremonioso que iba invadiendo la observancia es la sencillez y el amor fraterno. Se comenzó por suprimir en los oficios divinos todo lo que no reflejara esa sencillez, dando quizá en el extremo opuesto: recitado monótono, misa invariablemente rezada, supresión absoluta de la música, sin hacer distinción de domingos y solemnidades. El general Jerónimo de Montefiore (1574-1581) quiso introducir el canto sencillo en las sagradas funciones, pero hubo fuerte reacción, y en 1581 se rechazó tal innovación como contraria a la sencillez capuchina. Pero donde principalmente resplandecía esta sencillez, unida a la más ingenua fraternidad, era en el trato mutuo. Los cuadros de vida que nos presentan Mario de Mercato Saraceno y Bernardino de Colpetrazzo no ceden en belleza a las páginas en que Celano describe el gozo de la primera fraternidad de la Porciúncula bajo los cuidados de Dama Pobreza. Cuanto más estrechados se veían por los enemigos de fuera tanto más tierno amor se profesaban los capuchinos. Tenían profundo horror a la murmuración y el mismo Bernardino de Asti daba el ejemplo, siendo vicario general: cuando recibía alguna acusación contra un religioso, luego se ponía de parte del acusado y se esforzaba por defenderle o al menos excusarle. Entre ellos se practicaba de continuo la corrección fraterna, de la cual no se exceptuaban ni siquiera los superiores cuando se trataba de advertirles de transgresiones de la regla o de las constituciones; de ello hay muchos casos en las crónicas mencionadas. Las relaciones entre superiores y súbditos estaban siempre animadas de este mismo espíritu de amor y sencillez. Generalmente eran preferidos para guardianes hombres sencillos y de pocas letras, con frecuencia hermanos legos, porque se creía que en sus manos estaba más segura la pureza de la regla; esto contribuía a que se hiciese sentir más el espíritu de familia. Modelo de todos era en esto también Bernardino de Asti, de cuyo sistema de gobierno nos ha dejado una insuperable exposición Mario de Mercato Saraceno.

Dado el gran número de hermanos legos y de sacerdotes sin formación suficiente para el ministerio que en aquellos años formaban las comunidades, había peligro de que hallase acogida la ociosidad con todas sus malas consecuencias, mucho más siendo tan limitados los trabajos precisos en conventos pequeños y de vida tan sencilla. Los superiores no perdonaron esfuerzo por prevenir este daño. Además de la oración, que era la ocupación principal, se ejercitaban en la limosna, en el trabajo manual y en santas lecturas; los predicadores, en sus ministerios; los simples sacerdotes y aun muchos legos, si bien estaban excluidos de la predicación doctrinal, no dejaban de dirigir a los fieles exhortaciones morales según el fervor y la facilidad de cada uno.

Característica de los capuchinos es la atracción tan franciscana hacia la caridad con los enfermos y apestados. El heroísmo desplegado en las epidemias fue tal vez lo que más estima les granjeó entre el atribulado pueblo de entonces. Las constituciones de 1536 ordenaban a los frailes servir a los apestados y cuidar de los pobres en tiempo de carestía; y hay datos que prueban que estas prescripciones no fueron letra muerta.

Murillo: San Félix La generación de san Félix de Cantalice.- Una vez que hubo pasado el primer período de lucha y que, con el rápido crecimiento numérico, fue disminuyendo el primitivo entusiasmo y perdiéndose la novedad de la primera vocación, viene el período de acomodación a la vida real, menos heroico, menos impregnado de poesía y de romanticismo, pero de eficacia más duradera y hasta más propio para crear las figuras auténticamente representativas de la nueva institución. Es el tiempo en que la orden capuchina comienza a moldear santos.

Al eremitorio de los primeros años, insuficiente para las nuevas exigencias, sucede el convento; la libertad de los primeros fervores va dejando paso a una disciplina más ordenada y algo menos cordial; la selección de los candidatos se hace cada vez más rigurosa. Bernardino de Asti y los primeros vicarios generales habían tenido que luchar contra dos escollos igualmente dañosos: el prurito de independencia y la prudencia humana. Por fin se aseguraba el justo medio, sin abandonar la base del ferviente amor a la regla y del espíritu que dictó las primeras constituciones. "Un nuevo tipo de hermano, que sin embargo no deja de ser el mismo -escribe el P. Cuthbert-, aparece ahora en escena. Es un hermano que ha sido instruido acerca de sus responsabilidades sociales, como miembro de una sociedad ampliamente extendida, que ha hallado su puesto en otra sociedad aún más grande: la iglesia. Un hermano que se conserva fiel a los ideales y a las aspiraciones que dieron origen a la reforma capuchina"6. La orden organiza sus estudios, puede presentar figuras eminentes en ciencia y en iniciativas apostólicas, hombres de gobierno...; pero el tipo representativo del capuchino es san Félix de Cantalice († 1587), que enseñó a esta segunda generación el modo de conciliar la primitiva sencillez y la vida contemplativa con la nueva estructura de la fraternidad. Había tomado el hábito en los años angustiosos que siguieron a la apostasía de Ochino; por espacio de cuarenta años recorrió las calles de Roma pidiendo la limosna para sus hermanos de hábito, siempre alegre, siempre pobrísimo y mortificado, siempre elevado en Dios. Sixto V, san Felipe Neri y otros destacados personajes de la sociedad romana se honraron con la amistad del limosnero de los capuchinos.

La generación de san Lorenzo de Brindis.- Esta tercera etapa señala el término de aquella evolución. En la orden capuchina florecen con profusión los santos, los sabios, los misioneros, los diplomáticos, como en terreno propio. San Lorenzo de Brindis, la figura más entera que ha honrado el hábito capuchino, es todo eso a un tiempo. Edad de plenitud y de madurez en que los capuchinos han entrado de lleno en la vida de la iglesia universal como una fuerza de primer orden; el ideal de perfección franciscana recibe ahora una interpretación más amplia al contacto con mentalidades de fuera de Italia. La disciplina religiosa, más ceñida, aunque siempre holgada, recibe forma con la promulgación del Modus procedendi, especie de código penal interno, aprobado en el capítulo de 1596, cuya redacción se ha atribuido al mismo san Lorenzo. Su finalidad no era precisamente establecer un rigor mayor en las penas contra los díscolos, sino más bien regularlas para no dejarlas a merced del criterio particular de cada superior. Respondían a la recomendación hecha por el papa Clemente VIII a los superiores de no ser excesivamente rigurosos al castigar a sus súbditos. Esta mayor unidad disciplinar se completa al final de este período con la composición del Ceremonial de la orden, obra del analista Zacarías Boverio.

En esta verdadera edad de oro de la orden capuchina la enaltecieron con sus virtudes los siguientes santos: san Serafín de Montegranaro († 1604), hermano lego de escasas dotes naturales, pero enriquecido con extraordinarias gracias de contemplación y de milagros; san José de Leonessa († 1612), que en 1587 formó parte de la primera expedición organizada oficialmente en la orden con destino a las misiones entre infieles y después predicó incansable en los pueblos y ciudades de Italia; san Lorenzo de Brindis († 1619), doctor de la iglesia, cuya muerte coincide con la fecha en que alcanza su término la evolución de la orden; san Fidel de Sigmaringen († 1622), el protomártir de la naciente congregación de propaganda Fide, que representa en la orden capuchina el sacrificio heroico en la lucha contra el protestantismo, siendo además la primera flor de santidad de las provincias ultramontanas; el beato Benito de Urbino († 1625), religioso de noble estirpe, doctor en ambos derechos al tomar el hábito capuchino, misionero en Bohemia y celoso predicador en Italia.

En san Serafín quedaba canonizada la clase de los hermanos legos, sin letras y sin ocupaciones brillantes; en san José, la clase de los simples sacerdotes de cultura mínima, grandes paladines a veces de la predicación popular; en san Fidel, el apostolado misional al servicio de la santa Sede; en el beato Benito, la predicación doctrinal, en que el prestigio científico nada restaba a la unción tradicional; y en san Lorenzo recibía el sello divino todo el complejo de la vida capuchina en su más pura expresión ideal y en su más humana realización. Es contemplativo y predicador apasionado; es sabio renacentista, con pasmoso dominio de las lenguas griega y hebrea, escriturista consumado, aguerrido polemista contra la herejía; es hábil diplomático y pacificador, que llega a hablar con soltura el español, el francés y el alemán, y sabe llevar con nativa distinción el remendado hábito capuchino por las cortes de Europa; finalmente, es el gobernante prudente y paternal, sin dejar de ser rígido cuando el caso lo requiere; con el mismo celo corrige las transgresiones de la regla que reprime las singularidades de los que miran con ceño la evolución de la orden. Involuntariamente viene a la mente el paralelo con san Buenaventura; el parecido entre ambos es sorprendente, tanto en el temperamento y en las cualidades mentales como en los ideales respecto a la orden.

Estabilización y crecimiento (1619-1761)

Durante el siglo y medio que abarca la época de que entramos a tratar apenas ocurren vicisitudes internas de importancia; ninguna de ellas llega a imprimir nuevo rumbo a la marcha de la orden. La evolución estaba ya completa. Pero, en cambio, se acusa el influjo de factores externos importantes, unas veces favorables, otras funestos para la armonía y progreso interno. La orden crece sin cesar en número y en actividad; se granjea incesantemente el aprecio de los papas, obispos y príncipes; sigue dando insignes frutos de santidad; pero, por otra parte, tiene que experimentar con harta frecuencia los efectos de los trastornos políticos de Europa y las perniciosas intromisiones de los poderes públicos, cada día más imbuidos de regalismo.

La orden capuchina tuvo un padre y un entusiasta bienhechor en el papa Urbano VIII (1623-1644), debido en parte al influjo de su hermano capuchino Antonio Barberini de Florencia, a quien elevó al cardenalato; en su pontificado emanaron de la santa Sede 416 documentos referentes a los capuchinos; entre otras muestras de predilección debe mencionarse la construcción en Roma del gran convento de la plaza Barberini. La orden, con todo, hubo de probar serias desazones por causa de las intromisiones arbitrarias del mismo Antonio Barberini, nombrado cardenal protector.

Por haberse enfrentado con él tuvo que presentar la dimisión el santo general Antonio de Módena (1633-1636). A su abdicación siguió un capítulo general tormentoso (1637), en que el cardenal tuvo que oír protestas audaces. Se añadió la querella de nacionalidad, planteada de plano por el rey de Francia Luis XIII, que prohibió la asistencia al capítulo a todos los vocales franceses por no haber conseguido la garantía de la igualdad de votos entre todas las provincias de la orden y un puesto de su nación en el definitorio. Los vocales españoles y los demás ultramontanos se negaban a tomar parte en el capítulo mientras no se acordase la igualdad reclamada. La intervención de Urbano VIII aquietó los ánimos por el momento.

Desde los primeros tiempos había algunas provincias italianas que enviaban al capítulo general un número de custodios superior al de las otras provincias: las de Roma, Umbría, Las Marcas y Bolonia tenían derecho a cinco; las de Venecia, Toscana y Nápoles a cuatro; las de Basilicata, Foggia y Abruzos a tres; todas las demás a dos. A medida que iba aumentando la proporción de los representantes de las demás naciones parecía más intolerable semejante anomalía; para los ultramontanos no era solamente cuestión de participación en el gobierno supremo, sino principalmente asunto de mentalidad y de criterios sobre problemas fundamentales de la vida de la orden. En 1613 los franceses y españoles acudieron al papa pidiendo se estableciera la igualdad absoluta, señalando dos custodios a todas las provincias; pero nada se consiguió. Como en los capítulos siguientes se hicieran idénticas reclamaciones, en 1633 se nombró una comisión de cardenales para fallar en la contienda; el fallo fue contrario a los ultramontanos y el cardenal Barberini impuso silencio en adelante. Otra nueva comisión hubo de nombrarse en 1643 al no comparecer los vocales españoles en señal de protesta y ante la actitud de los demás ultramontanos presentes. Pedían éstos que el cargo de ministro general durase ocho o diez años (siempre se ha notado en los ultramontanos esta tendencia a extender la duración del mando supremo de la orden en contra de la tendencia italiana a abreviarlo); que en cada capítulo general se eligieran seis definidores ultramontanos y seis cismontanos, al estilo de lo que se hacía en la observancia; que de cada provincia no concurriera más que un custodio, etc. Habían sabido hacerse con el apoyo de varios príncipes seculares para lograr su intento, y hasta llegaron a redactar 19 artículos, por los que debía regirse la "familia ultramontana" una vez hecha la división. Afortunadamente no era sino una reducida minoría la que intentaba llevar a la orden a este paso deplorable, y nada consiguieron. La comisión cardenalicia determinó que en adelante cada provincia no enviase más que dos custodios; pero que por cada nueva provincia que se creara se devolviera un voto a las diez provincias privilegiadas. Esto equivalía a dejar el asunto como antes.

El nuevo general, Inocencio de Caltagirone (1643-1650), logró ganarse los ánimos de todos con su tacto y su eximia santidad; su recorrido por las provincias de Francia y España fue una marcha triunfal; en todas partes era recibido con grandes aclamaciones por el pueblo y con extraordinarias muestras de afecto por los grandes; no menor era la veneración que le profesaban los religiosos.

A la muerte de Urbano VIII el procurador general logró neutralizar por fin el afán del cardenal Barberini por intervenir en el gobierno de la orden. Ninguna de sus intervenciones había sido tan mal recibida como la revisión de las constituciones, preparada por el mismo cardenal con ocasión del capítulo de 1637 y promulgada al año siguiente mediante un breve de Urbano VIII, sin haber sido sometida a la aprobación del capítulo general. La oposición fue abierta y unánime, sobre todo en las provincias ultramontanas. Y no era sólo el abuso de autoridad lo que desagradaba, se habían añadido multitud de nuevas prescripciones y se había dado a la legislación de la orden un carácter de código penal en que se señalaban por menudo las sanciones contra cada transgresión; la unción y delicadeza del texto primitivo había desaparecido. Por fin, el mismo cardenal protector hubo de avenirse a retirarlas, y en el capítulo de 1643 se acordó hacer una nueva redacción, que debía conservar el texto tradicional con las necesarias adiciones tomadas de las ordenaciones de los capítulos anteriores. Así aparecieron las constituciones de 1643, promulgadas por un breve de Urbano VIII; son las que han de regir a toda la orden por espacio de dos siglos y medio sin ninguna mutación.

Durante el generalato de Marco Antonio de Carpenedolo (1662-1665), exactamente en el año 1663, se esparció primero en Roma y luego por Italia, Francia y España, con extraña rapidez y persistencia, el rumor de que el papa Alejandro VII tenía preparada la bula de supresión de la orden capuchina. Fue un contratiempo que acarreó grandes sufrimientos a los religiosos; hubo municipios que se apresuraron a inventariar los bienes de los conventos; las limosnas se interrumpieron y disminuyeron las vocaciones. Trabajo costó disipar semejante infundio, aun después de la declaración del cardenal protector Jerónimo Farnese, que se distribuyó impresa por todas partes. Nunca se supo con certeza de dónde procedió aquella campaña difamatoria.

En el capítulo general de 1678 llegó al extremo límite la enojosa cuestión de la igualdad de derechos entre las provincias. Inocencio XI, en vista de la decisión de los ultramontanos de abandonar la asamblea, decretó por fin la igualdad absoluta. Los custodios "supernumerarios" de las provincias privilegiadas continuaron acudiendo a los capítulos, pero no gozaban de voz activa; a principios del siglo XVIII dejaron de asistir.

En adelante, los capítulos se sucedieron sin notables alteraciones. En cambio, los sucesos externos repercutieron notablemente en las comunidades. Durante la guerra del Palatinado (1688-1697), como antes en la guerra de los Treinta Años, tuvieron que sufrir grandemente las provincias alemanas. Pero las mayores calamidades sobrevinieron en la guerra de Sucesión de España (1700-1713); las provincias se vieron con frecuencia envueltas en los vaivenes de la contienda, los superiores experimentaron graves dificultades en el gobierno de la orden.

Después siguió el creciente regalismo de los príncipes. Durante el dominio de Amadeo de Saboya en Sicilia (1714-1718) los capuchinos de las tres provincias de la isla fueron expulsados por defender los derechos de la santa Sede.

Entre los generales de este tiempo merecen destacarse Bernardino de Arezzo (1691-1698) y Miguel Ángel de Ragusa (1712-1719), los únicos que consiguieron visitar las provincias ultramontanas a pesar de las dificultades externas. En el capítulo de 1726 fue elegido el primer ministro general de fuera de Italia, Hartman de Brixen (1726-1733), de la provincia del Tirol; visitó treinta y dos provincias, dejando en todas partes gran fama de santidad. Le sucedió Buenaventura de Ferrara (1733-1740), predicador del sacro palacio, cuyo gobierno fue muy beneficioso bajo muchos aspectos, lo mismo que el de sus inmediatos sucesores José María de Terni (1740-1747), Segismundo de Ferrara (1747-1753) y Serafín de Ziegenhals (1754-1761).

Los dos papas de estos años de prosperidad hicieron a la orden objeto de especial afecto. Clemente XII (1730-1740) volvió a declarar con una constitución apostólica de 14 de mayo de 1735 que los capuchinos son verdaderos hijos de san Francisco; en su última enfermedad no consintió que le asistiesen sino los capuchinos. Mayor entusiasmo mostró todavía Benedicto XIV (1740-1758); decretó que en adelante los predicadores del sacro palacio se eligieran exclusivamente de la orden capuchina; en 1746 canonizó a san José de Leonessa y a san Fidel de Sigmaringen; después de Urbano VIII no hubo ningún otro pontificado en que fueran tan numerosos los documentos pontificios relativos a los capuchinos (404); en uno de ellos el papa hace este singular elogio: "La orden capuchina se lo merece todo, por ser el único ejemplar que queda en nuestros tiempos de la perfección evangélica"7.

Este tributo de admiración es más significativo si lo colocamos en la mitad de aquel siglo XVIII, cuando las ideas iluministas lo llenaban todo y el regalismo amordazaba a la iglesia. La orden capuchina aparecía todavía al lado de la santa Sede como acérrima defensora de sus derechos, y no fue poco lo que tuvo que sufrir de parte de los gobiernos por esta causa. El duque de Módena cortó toda comunicación de los conventos capuchinos con sus superiores mayores. Durante el conflicto entre Venecia y el imperio las provincias objeto de litigio fueron sometidas a arbitrarias divisiones y demarcaciones. En 1740 los regulares de Nápoles y Sicilia recibieron orden de no hacer fundación alguna sin autorización del poder civil, y poco después se prohibió a los visitadores y comisarios generales ejercer su oficio sin el beneplácito real; en 1751 se añadió el regio exequátur para todos los documentos pontificios. En España, Francia y Austria las cosas no marchaban de otra manera.

Estos recelos nacionales no dejaron de repercutir, aunque ligeramente, en la vida de las provincias, sobre todo cuando éstas estaban formadas por religiosos de diferentes nacionalidades; a ello obedeció el que en algunas se introdujera la alternativa en la provisión de los cargos.

Época de plenitud y de madurez en todos los sentidos, lo es ante todo en la fidelidad a la regla y en la vida espiritual de las comunidades; bastaría para probarlo el crédito externo de que gozó la orden. El conventual Benito Combasson, describiendo el estado de toda la orden seráfica en el siglo XVII, hacía notar el hecho de que a la reforma capuchina afluyeran los nobles en mayor número que a las demás órdenes religiosas, y no hallaba otra razón que la mayor perfección de la vida de los capuchinos; porque -explicaba- "su reforma se ha mantenido en la pura e íntegra observancia de la regla minorítica por más tiempo que en ninguna otra de las aparecidas hasta el presente en la orden seráfica; y creo que jamás, desde sus comienzos, ha sido observada con mayor perfección de lo que lo es actualmente entre los capuchinos"8.

Los conventos conservan en todo este tiempo la fisonomía impresa por las primeras generaciones. Se construyen en las afueras de las ciudades, pobres y reducidos, con sus celdas estrechas, sus ventanas diminutas, sus corredores angostos; un patio interior de las mismas proporciones determina la estructura general; las iglesias, progresivamente más espaciosas, se construyen según un patrón general en el estilo más sobrio del Renacimiento. Todo respira pobreza y sencillez. El papa Benedicto XIII solía proponer como modelo las iglesias de los capuchinos, "en las cuales -decía- resplandece suma pobreza unida a la máxima limpieza".

Hasta muy entrado el siglo XVII los sacerdotes celebraban la misa "por mera caridad", según disponían las constituciones; pero en 1698 el capítulo general declaró que la aceptación de estipendios no violaba las leyes de la orden. Lo que nunca se admitió fueron las fundaciones perpetuas.

En esta época la orden puede presentar cinco beatos y crecido número de venerables, pero no cuenta con ningún santo canonizado. Los beatos son Agatángel de Vendôme y Casiano de Nantes († 1638), misioneros mártires en Abisinia; Bernardo de Corleone († 1667), hermano lego de extraordinarias penitencias corporales; Ángel de Acri († 1739), predicador de gran popularidad en toda Italia; Crispín de Viterbo († 1750), limosnero, cuya virtud característica fue la alegría franciscana.


NOTAS:

1. Me limito a seguir, en forma compendiada, la Historia generalis Ordinis Fratrum Minorum Capuccinorum del P. Melchor de Pobladura, 4 vols. Roma 1947-1951, obra bajo todos los aspectos completa y definitiva. Por lo mismo serán muy escasas las citas al pie de página.

2. G. Abate, Fra Matteo da Bascio e gli inizi dell'Ordine Cappuccino, CF 30 (1960) 31-77.

3. Melchor de Pobladora, El emperador Carlos V contra los capuchinos. Texto y comentario de una carta inédita, CF 34 (1964) 373-390.- Igino da Alatri, Gli ultimi giorni del cardinal Quiñones e i cappuccini, en Italia Franc. 35 (1960) 103-115. Desde 1537 Quiñones había cambiado totalmente de actitud.

4. G. C. Williams, The theology of Bernardino Ochino. Tübingen 1959.- Sobre la amistad de Ochino con Valdés véase Domingo de Sta. Teresa, Juan de Valdés. Su pensamiento religioso y las corrientes espirituales de su tiempo. Roma 1954, 145-153.

5. Melchor de Pobladura, La bella e santa riforma dei Frati Minori Cappuccini, 2.ª ed. Roma 1963.- Stanislao da Campagnola, L'esperienza dei primi decenni di vita cappuccina in alcuni studi recenti, en Laurentianum 4 (1963) 497-516.- Luigi Maria da Genova, Dottrina spirituale della primitiva legislazione cappuccina, Genova 1963.- Optat de Veghel, Le fond franciscain de la reforme capucine, en Miscell. Melchor de Pobladura, II, Roma 1964, 11-59. La réforme des Frères Mineurs Capucins dans l'Ordre franciscain et dans l'Eglise, CF 35 (1965) 5-108.- K. Esser, Das Testament des hl. Franziskus in der Gesetzgebung des Kapuzinerordens, CF 44 (1974) 45-69.

6. The Capuchins, I, London 1928, 187.

7. Bullarium Ord. Fr. Min. Capuccinorum, VII, 356.

8. Vera et dilucida explicatio praesentis status totius seraphicae fratrum minorum religionis. Coloniae Agripinae, 1640, 49, 67s, cit. por Melchor de Pobladora, Historia, P. II, vol. I, 13.

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