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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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II. ÉPOCA MODERNA: Capítulo X Marco histórico de la epopeya misionera En los últimos años del siglo XV la historia de las misiones entra en una nueva época; nueva, no sólo por los nuevos campos abiertos a la evangelización, merced a los descubrimientos de España y Portugal, sino también por la nueva organización y los nuevos métodos. Ante todo cambia totalmente el teatro geográfico. Bajo la planta del imperio turco, que cierra el rumbo hacia Oriente, llevan vida precaria en el siglo XVI las antiguas misiones de los Balcanes y del Próximo Oriente, mientras florecen, con un empuje nunca superado en la historia franciscana, las de las Indias Orientales y Occidentales, en un avance incesante, cuya meta geográfica y afectiva es el Japón. Cambia también la organización de las fuerzas misionales. Aun manteniendo su índole fundamentalmente pontificia, por los títulos canónicos que la respaldan, se transforma en nacional. En virtud del patronato portugués, otorgado por Calixto III en 1456 y confirmado y ampliado por León X en 1514, toda la jurisdicción espiritual, partiendo de la isla de Madeira, bordeando la costa de África y continuando por la India hasta el Extremo Oriente, correspondía a la corona de Portugal. El patronato español, concedido por julio II en 1508, estaba reforzado, en las atribuciones específicamente misionales, por el vicariato regio, es decir, por una como delegación total para el envío de misioneros y para la evangelización. Su origen se remontaba a la bula Inter caetera de Alejandro VI (1493), que imponía a los Reyes Católicos la obligación de proveer de misioneros las tierras descubiertas y por descubrir. Adriano VI concretó el alcance de la delegación mediante la bula Omnímoda (1522), por la que la designación y el envío de los misioneros franciscanos quedaba plenamente en manos del rey, sin que los superiores de la orden pudieran alegar en este asunto autoridad alguna. Carlos V recabó del ministro general, Pablo de Soncino, una circular dirigida a toda la orden aceptando la bula y declarando que los religiosos designados por su majestad católica debían considerarse por ese mero hecho en posesión de la obediencia exigida por la regla. Carlos V, con todo, respetó en general la tradición de la orden en cuanto a las expediciones misioneras y éstas continuaron figurando entre las atribuciones del capítulo general. Pero Felipe II, obedeciendo a su tendencia centralista y a la precisión de incrementar el envío de misioneros a medida que se extendía el campo de apostolado, fue prescindiendo progresivamente de los estatutos internos de las órdenes misioneras y por fin, en 1572, consiguió del ministro general, Cristóbal de Cheffontaines, la creación del comisario general de Indias, que sería nombrado por el rey y tendría su residencia en la corte. El capítulo general de 1583 decretó la confirmación de este cargo con carácter permanente, confirmación que fue ratificada por Sixto V en 1587. Bajo la autoridad suprema de este superior ordinario estuvieron todas las provincias de ultramar hasta el siglo XIX; a él correspondía, además, la selección de los religiosos que pasaban a Indias, tomándolos de cualquiera de las provincias de la metrópoli. Efecto de esta organización nacional fue la exclusión del personal no español o portugués en los dominios del patronato. En los primeros decenios de la evangelización de América figuraron muchos observantes flamencos, franceses e italianos al lado de los españoles; pero una real cédula de 1530 cerraba la puerta a todo religioso extranjero que no tuviera la autorización de los superiores de España. El capítulo general de Niza de 1535 impuso a cada una de las provincias españolas la obligación de dar tres o cuatro religiosos para Indias cada trienio; de las demás naciones no debían alistarse sino los que fueran aprobados por el ministro o comisario general. El reclutamiento de misioneros se hacía mediante comisarios, venidos generalmente de ultramar, que recorrían las provincias solicitando la voluntad de candidatos idóneos. Las listas eran aprobadas por el consejo de Indias y el viaje corría por cuenta de la casa de contratación de Sevilla1. Tal era el marco jerárquico y administrativo en que se movía aquel inmenso despliegue misionero, que en el siglo XVII llegó a constar de unos seis mil religiosos -observantes y descalzos- en los dominios de España y Portugal. Ni la custodia de Tierra Santa, la porción más venerada y más internacional de las misiones franciscanas, quedó libre de la absorción ibérica, que se hacía sentir allí en forma de protectorado regio. Y cuando la santa Sede volvió a tomar la dirección inmediata de la empresa evangelizadora al instituirse en 1622 la sagrada Congregación de Propaganda Fide, fue escasa la parte que cupo a los franciscanos observantes en la nueva organización pontificia, en comparación de la que tuvieron los capuchinos, conventuales y reformados. Régimen de las misiones bajo Propaganda El mismo origen de la Propaganda está estrechamente ligado a la orden capuchina. Es cierto que el mérito principal, así en la idea como en la ejecución, corresponde a los carmelitas españoles interesados en salvar en la "congregación" de Italia la vocación misionera de su orden, amenazada de muerte por los superiores de España; pero no menos interesados estaban los capuchinos, obligados a contener su celo por falta de campo donde desarrollarlo; lo estaban principalmente los capuchinos franceses y la misma corona francesa, y más que nadie la santa Sede, que desde san Pío V buscaba una salida para su responsabilidad en la dirección de la evangelización del mundo sin enfrentarse con la tradición misionera de España y Portugal, cuyos respectivos patronatos monopolizaban de hecho la labor misional casi entera. Ya en 1599 el padre Querubín de Maurienne había influido en la creación de un primer ensayo de Congregación de Propaganda Fide, a las órdenes de la cual trabajaban en 1601 los capuchinos de los valles de los Alpes. Más tarde el predicador apostólico Jerónimo de Narni dio calor al proyecto de los carmelitas ante Gregorio XV. Y una vez entrada en acción la nueva Congregación, los capuchinos fueron los primeros en ponerse a sus órdenes; san Fidel de Sigmaringen sería su primer mártir; en Francia el padre José du Tremblay la representaría ante el rey y sus ministros; el Colegio Urbano de Propaganda se fundaría en 1627 gracias al esfuerzo y a la generosidad del cardenal Antonio Barberini. Y, lo que es más significativo, el mayor contingente de misioneros que en el siglo XVII trabajaban bajo la Propaganda lo dio la orden capuchina; así lo hizo constar la misma Congregación en la sesión de 13 de junio de 1635. La Propaganda aprobaba todos los misioneros presentados por los superiores, confiriéndoles la misión canónica. Desde 1633 todo lo relativo a las misiones de la orden corría por cuenta del procurador general, enlace obligado entre la Congregación y las provincias misioneras. Cada misión era gobernada directamente por un prefecto, que solía ser el mismo ministro provincial cuando la misión estaba confiada a una sola provincia, como sucedía de ordinario; en estos casos el provincial nombraba un viceprefecto que trabajaba en el campo de apostolado; cuando los misioneros eran de diferentes procedencias la Congregación nombraba un prefecto especial. Las misiones de África y Asia, surtidas con personal de varias provincias italianas, tenían sus prefectos en el mismo territorio; por el contrario, las de Francia estuvieron gobernadas en un principio por el padre Tremblay, que ejercía la prefectura asociado al padre Leonardo de París; desde 1647 este cargo estuvo desempeñado por los provinciales; la Congregación, sin embargo, nunca lo confiaba al oficio sino a la persona, renovando el nombramiento cada vez que sucedía un nuevo provincial. Las misiones de los capuchinos españoles fueron perfilando paulatinamente una jurisprudencia propia, que participaba del sistema de la Propaganda y de la tradición del consejo de Indias; las primeras, fundadas por decreto de la Congregación, estaban presididas por un prefecto nombrado por ella misma; pero después, invocando la llamada bula Omnímoda de Adriano VI, los misioneros elegían por sí mismos el prefecto; y, dentro ya de la concepción del vicariato regio, en 1662 todas las misiones quedaban bajo la autoridad del comisario general de Indias creado por Felipe IV; este cargo, similar al de los observantes, era anejo al provincial de Andalucía; en 1692 se añadió el cargo de procurador general para dar mayor estabilidad a la dirección de las misiones; a mediados del siglo XVIII las diversas provincias obtuvieron la exención de la autoridad del provincial de Andalucía como comisario general y la adjudicación de este cargo a los provinciales respectivos, con lo que el verdadero superior de la misión volvió a ser el provincial, en contra de lo practicado por las demás órdenes religiosas en España. El cargo de prefecto apostólico juntaba en la misma persona la jurisdicción regular y la jurisdicción eclesiástica; ésta se hallaba precisada en las facultades especiales otorgadas por la sagrada Congregación, que hacían del prefecto un verdadero ordinario del lugar. Y cuando fue necesario establecer jefes de misión con dignidad y consagración episcopal, especialmente en los países de Asia, la Propaganda introdujo los vicarios apostólicos, promovidos a sedes titulares, ya que no era posible proveer las sedes territoriales sin chocar con el padronado; en rigor canónico la presentación correspondía al rey de Portugal y el gobierno portugués exigía que todo misionero viajara por la vía de Lisboa. Aun así no pudieron evitarse conflictos serios con las autoridades de las dos potencias ibéricas. Conciencia misionera. Formación de los misioneros La conciencia misionera, nunca amortiguada, cobró calor a la noticia del descubrimiento del Nuevo Mundo. Glassberger describe el entusiasmo incontenible despertado en la vicaría de Francia en 1493: multitud de observantes se ofrecieron al vicario general Oliverio Maillard para ir a predicar la fe a las nuevas tierras2. Y cuando los primeros misioneros de la Española, llegados con Colón en el segundo viaje, y los que componían la expedición enviada por Cisneros en 1500, hicieron llegar a las provincias su apremiante petición de ayuda, cundió el fervor evangelizador por todas partes, más en Francia y Flandes que en España, donde los vicarios provinciales se mostraban reacios para autorizar el alistamiento de sus religiosos en las expediciones que se iban sucediendo. La noticia de la conquista de Méjico (1521) provocó otra nueva oleada de entusiasmo, sobre todo en Flandes; y esta vez también en España, donde Francisco de los Angeles Quiñones supo enardecer los ánimos, ganoso como el que más de pasar a las nuevas tierras. No parece fuera ajeno Quiñones, vicario general de la familia ultramontana, a la redacción de la ya citada bula Omnímoda. Este documento básico no sólo interesa desde el punto de vista del traspaso de autoridad del papa al rey de España en todo lo referente al envío de misioneros y a la organización de las misiones, sino también por lo que hace al concepto de la vocación misionera, muy de acuerdo con el espíritu de la regla de san Francisco. Se afirma en términos expresos la espontaneidad y libertad de la vocación del candidato: "Los hermanos que, guiados del espíritu, quisieren voluntaria y espontáneamente pasar a las Indias para convertir e instruir en la fe a los indios...". Se reconoce al religioso el derecho a ser enviado, una vez averiguada su idoneidad: "Puedan ir libre y lícitamente; sobre esto cargamos la conciencia de los superiores que han de enviarlos; y nadie, de cualquier grado que sea, puede impedirles que vayan, bajo pena de excomunión...". Todo religioso enviado con autoridad regia tiene la misión apostólica en sentido pleno: "A fin de que en tan santa empresa no falte el mérito de la santa obediencia, a todos los que así fueren designados y se ofrecieren espontáneamente, les mandamos por santa obediencia que realicen el viaje y se entreguen a la labor a ejemplo de los discípulos de Cristo Señor nuestro". Quiñones, que al ser elegido ministro general en 1523 tuvo que renunciar con gran sentimiento a su viaje a Méjico, escogió la expedición de los "doce" entre los guadalupenses de Extremadura; para ellos escribió una Instrucción saturada de fervor misionero. "Plantar el santo evangelio e introducir nuestro evangélico modo de vivir", fue el encargo final dado a los componentes de la expedición3. La orientación hacia el martirio, junto con la fidelidad a la regla, son los dos elementos constantes que acompañan la auténtica vocación misionera. La pureza de estos ideales, junto con el concepto teológico y pastoral de la vocación del misionero, fueron expuestos por Juan Foucher († 1572), uno de los más doctos evangelizadores de Méjico, en su libro Itinerarium catholicum proficiscentium ad infideles convertendos (Sevilla 1574), primer tratado de misionología científica. Pero el concepto franciscano de la vocación misionera fue modificándose a medida que cambiaba el fervor misionero. En los siglos XVI y XVII, cuando las vocaciones brotaban incontenibles, porque la epopeya de los descubrimientos y el incentivo del martirio engolosinaban los corazones generosos, se escribían comentarios al capítulo doce de la regla del estilo del que, en 1635, publicó fray Juan de san Gregorio: Si los provinciales pueden impedir que los religiosos vayan a tierras de infieles4. A este aspecto positivo de la libertad de ir a misiones correspondía el negativo, expresado en la congregación general intermedia de 1583: Puesto que, según la regla, no deben ser obligados los hermanos a ir entre los infieles, se ordena que ninguno sea obligado a ir entre los indios5. En cambio en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando la monotonía de las reducciones y doctrinas no decía nada al celo de la muchedumbre inactiva de los frailes de España, los términos se invirtieron y José de Parras pudo escribir en su Gobierno de los regulares de la América un capítulo titulado: Si los prelados regulares pueden precisar a sus súbditos a pasar a Indias6. La historia de las misiones capuchinas entre infieles no comienza hasta el año 1587. Y no es que se echara de menos en la nueva reforma la vocación misionera en un sentido genuinamente franciscano; ya en los primeros años hubo quienes pidieron a Ludovico de Fossombrone licencia para ir a tierras de infieles a predicar el evangelio y padecer el martirio. Las constituciones de 1536 afirmaban explícitamente el destino misionero de la orden al dar libertad a los religiosos que se sintieran llamados, para acudir a los superiores mayores; a éstos correspondía juzgar de la idoneidad de los candidatos, pero habían de guardarse de negarles la licencia, una vez averiguada su vocación misionera, por razón de la escasez de religiosos en sus provincias. Los primeros capuchinos de quienes se tiene noticia que marcharon a tierras de infieles fueron Juan Zuazo de Medina Sidonia y Juan de Troia, que, con el permiso del general Bernardino de Asti, se lanzaron a través de los países mahometanos en busca del martirio, y lo obtuvieron en El Cairo en 1551. En 1587 nos hallamos ante la primera expedición oficial decretada por el capítulo general; provistos de un breve de Sixto V, se dirigieron a Constantinopla cuatro capuchinos, entre los que figuraba san José de Leonisa; todos fueron expulsados al poco tiempo, después de grandes padecimientos. Del mismo modo fracasaron otros intentos de fundar misiones entre los cismáticos orientales y los que en 1612 y 1613 realizaron los capuchinos franceses entre los indios de Maranhâo. La orden capuchina, pues, llegó al término de su evolución sin haber logrado fundar ni una sola misión estable entre infieles ni entre los cismáticos de Oriente; en cambio, el apostolado entre los herejes de Europa se desarrollaba con pujanza. Pero con la segunda época comienza una verdadera edad de oro del esfuerzo misional en la reforma capuchina; es un anhelo incontenible de expansión evangélica que trata de hallar desemboque al mismo tiempo en los países dominados por la herejía, entre los disidentes orientales y entre los paganos. Este fervor se echó de ver muy patente cuando el capítulo general de 1618 aceptó la misión del Congo, fracasada por entonces. En un principio el elemento responsable de la orden se mostró reacio en cierto modo a la admisión de misiones lejanas, no obstante reconocerlas como campo que encajaba en los fines del instituto. Los argumentos alegados, principalmente en Italia y España, se reducían al temor de ver peligrar la observancia regular por las mismas exigencias de los climas, del género de vida y de las condiciones del apostolado; además era tradición de la orden que todas las provincias fueran visitadas personalmente por el general, lo que no era posible en ultramar. Así fue que nunca se avino la orden a hacer fundaciones estables en ninguno de los territorios propiamente misionales. Que este recelo no implicaba un concepto menos elevado de la obra de las misiones lo prueba la respuesta dada a una consulta en el capítulo general de 1709: se preguntó si en los capítulos provinciales habían de proveerse primero del personal necesario las familias de los conventos o las misiones; el capítulo resolvió que debían llevar preferencia las misiones7. Para la selección y formación de los ministros del evangelio fueron muy importantes los Colegios de misioneros, institución que vino a ser necesaria tanto en Europa como en ultramar cuando las vocaciones misioneras, tan abundantes en el siglo XVI, fueron disminuyendo y desvirtuándose. Añadíase, además, la razón del aprendizaje de las lenguas y la necesidad de una preparación más completa, espiritual y pastoral, en esos centros que, al mismo tiempo, eran casas de más ejemplar observancia. El capítulo general de los observantes de 1633 ordenó la erección de uno de tales colegios en cada una de las "naciones" de la orden: España, Francia, Italia y Germano-Belga; pero no parece tuviera efecto esta decisión, no obstante que al año siguiente la Congregación de Propaganda Fide urgiera su cumplimiento8. En 1686 se decretó la fundación de colegios de misioneros en España y América, con carácter de casas de recolección; estarían sujetos a la inspección del ministro general; los comisarios de dichos colegios podrían buscar en las provincias candidatos idóneos para formar las comunidades y atender luego a las misiones vivas. Para entonces la institución estaba en marcha en América, por iniciativa de Antonio Llinás, que en 1683 había fundado el de Santa Cruz de Querétaro en Méjico. Los estatutos fueron aprobados por Inocencio XI en 1686. En el curso de los dos siglos siguientes irían apareciendo otros en los varios virreinatos de América. Se los denominó comúnmente Colegios de Propaganda Fide por su finalidad primordial de extender la fe, es decir, de dedicarse a las misiones de penetración y no al ministerio en zonas cristianizadas. Se distinguió como promotor de tales colegios Antonio de Jesús Margil († 1726)9. Con el fin de formar misioneros para Tierra Santa y Levante fundó en 1622 una escuela de árabe Tomás Obicini de Novata en el convento romano de San Pietro in Montorio. En 1668 fue fundado, en la misma sede, un colegio de misioneros, confiado a los reformados. Como escuela árabe se fundó asimismo un centro en Florencia en 1625; en 1637 fue trasladado a Livorno y a fines del siglo XVII al convento de San Bartolomé de la Isola Tiberina como colegio de misioneros10. Centros similares fueron apareciendo asimismo en Francia y otros países. No debía, con todo, de andar muy colmada la matrícula de estos colegios, cuando el ministro general hubo de amenazar en 1747 con la excomunión a los que apartaran de la vocación misionera a los religiosos jóvenes. En 1727 lograron los recoletos franceses que sus colegios dejaran de depender del general y pasaran bajo la jurisdicción de los provinciales; lo propio hicieron al año siguiente los colegios españoles, pero en 1746 volvieron por propia iniciativa a depender del general11. También para la preparación lingüística de los misioneros capuchinos de Oriente hubo centros especiales en Francia, en especial la academia clementina de que más adelante se hablará. A fines del siglo XVIII las provincias capuchinas españolas establecieron varios colegios de misioneros a semejanza de los observantes, como el de La Habana (1782) para la misión de la Luisiana y el de Sanlúcar (1795) para las de Venezuela. En 1787 se creó uno en Ancona para la misión del Tibet. Para las misiones sostenidas por los conventuales en Europa oriental se fundó en 1624, bajo los auspicios del emperador Fernando II, un colegio de misioneros en Praga. En 1687 fue creado el de Esztelnek en Transilvania. En 1710, obedeciendo a una orden cursada en 1707 por la Congregación de Propaganda Fide a todos los institutos misioneros, fue erigido el Colegio de Misiones de Asís; la sede de este centro fue trasladada definitivamente a Roma en 1748 y se le dio el título de San Antonio. En 1747 fue creado en la curia general de los conventuales el cargo de procurador de las misiones, separándolo del de procurador general; el primero en desempeñarlo fue Lorenzo Ganganelli, que después sería papa con el nombre de Clemente XIV. Labor entre los cristianos de Oriente Es el campo casi exclusivo de la acción de los conventuales. Excluidos de la participación en la evangelización del Nuevo Mundo por especiales provisiones reales y por la ulterior supresión en España y Portugal, fuertemente mermados en Europa central y sustituidos por los observantes en las misiones de Levante, su historia misionera, si bien gloriosa, se enmarca en los territorios europeos donde, bajo la dirección de la Propaganda, se operaba la restauración católica o se defendían las posiciones católicas frente al cisma ruso o frente a la opresión turca. Desde la creación de la Congregación de Propaganda Fide entraron en un período de notable vitalidad las misiones de los conventuales. Ya en 1623 partía una expedición de siete primeros misioneros de dicha congregación "a los reinos de Moldavia, Valaquia y Bulgaria". En 1626 Propaganda enviaba como vicario patriarcal a Constantinopla a Guillermo Foca. En 1627 era enviado un grupo de misioneros a la isla griega de Cefalonia. En 1629 era nombrado el primer prefecto apostólico para Moldavia y Valaquia en la persona del mismo Guillermo Foca, sustituido en Constantinopla por Juan Mauri. Entre tanto también en Rusia y Lituania otros conventuales trabajaban activamente a las órdenes de Propaganda; y asimismo en las islas griegas de Zante y Corfú. Un informe oficial de 1657 ofrecía el siguiente mapa misionero de la orden: la prefectura de Lituania y Rusia con once conventos, nueve de ellos de fundación antigua; la prefectura de Transilvania, Moldavia y Valaquia, con dos conventos y media docena de hospicios; la prefectura de Hungría con tres conventos, restos de los 65 que había tenido antiguamente aquella floreciente provincia religiosa; misiones menos organizadas en Bohemia, Silesia y Moravia, con gran número de conventos y el mencionado colegio de misioneros de Praga; en Austria se hallaba organizada una prefectura apostólica, servida por religiosos de la provincia y por misioneros italianos. En 1641 fue confiada también a los conventuales por la Propaganda la difícil misión de Mesopotamia, que al cabo de veinte años hubo de ser abandonada, debido a los obstáculos hallados y a la escasez de personal. La labor en estos territorios consistía, primariamente, en la asistencia pastoral a los pequeños grupos de católicos dispersos acá y allá. Los misioneros erigieron iglesias y capillas, organizaron escuelas, imprimieron en lengua moldava o rumana gramáticas, diccionarios, catecismos y libros de devoción y cultura religiosa. En este servicio pastoral se distinguieron Gaspar de Noto y Vito Piluzzi con sus catecismos respectivos, escritos en 1644 y 1677. A esa tarea pastoral interna se unía la lucha contra la invasión protestante. Lograron en esto algunos éxitos notables, y fue el principal la deposición del patriarca griego de Constantinopla Cirilo Lukaris (1638), de tendencia calvinista, y el rechazo de la Confesión de fe que había tratado éste de imponer apoyado por los calvinistas; en esta decisión del sínodo ortodoxo de Constantinopla tuvo gran parte el vicario patriarcal Ángel Petricca de Sonnino († 1673) por encargo de Propaganda. Finalmente era importante cuanto delicada la labor con los cristianos disidentes. En 1623 comunicaban los misioneros a Roma la conversión secreta del príncipe moldavo Radu Minhea, que murió como católico. Otra comunicación de 1631 hablaba del paso a la fe católica y a la obediencia al papa de la ciudad de Cotnar. En 1632/33 eran organizadas disputas religiosas con los griegos en Constantinopla. En sentido ecuménico, se sabe que en 1721 eran excelentes las relaciones entre el prefecto apostólico Juan Francisco Bossi y el metropolita griego. Una efímera esperanza de unión con Roma hubo en 1638 cuando el patriarca griego de Constantinopla Cirilo Contaris, sucesor de Lukaris, suscribió una profesión de fe y la envió al papa Urbano VIII; el patriarca fue depuesto a los pocos meses. La lucha común contra el calvinismo había logrado la aproximación de ortodoxos y católicos. El vicario patriarcal Gaspar Gasparini († 1705) tuvo parte importante en las negociaciones para la unión de los armenios de 1680 a 169812. También para los observantes que continuaban en Europa oriental la difícil presencia misionera señaló una nueva etapa de vitalidad la creación de la Congregación de Propaganda Fide. En 1627 la provincia de Bosnia, bajo los turcos, contaba 16 casas; la custodia de Bulgaria, erigida en 1624, contaba 60 religiosos y 12 misiones; la provincia de Hungría después de la ocupación turca había quedado reducida a siete casas con 75 religiosos; la custodia de Constantinopla, de reciente fundación, tenía cuatro casas y 26 religiosos13. En Albania fueron a unírseles los reformados italianos, que se corrieron hacia Montenegro, Serbia, Grecia e islas del mar Egeo. Muchos misioneros coronaron su heroísmo con el martirio. A fines del siglo XVII se unieron también los recoletos de Flandes. En el siglo XVIII los reformados tuvieron confiada una prefectura en Rusia con su centro en San Petersburgo14. La presencia de los capuchinos en Oriente comenzó en forma pasajera en 1567 en la isla de Creta, donde a mediados del siglo XVII se fundó una misión estable bajo la prefectura del provincial de Venecia para las regiones no dominadas por los turcos. En las islas de Zante y Cefalonia ejercían el ministerio los capuchinos venecianos en calidad de misioneros de Propaganda. De 1643 a 1656 los capuchinos italianos sostuvieron otra misión en el Peloponeso; después fueron sustituidos por los franceses de la custodia de Grecia. En Rusia se intentó primeramente introducir una misión de capuchinos franceses, pero sin éxito. En 1705 se logró del zar Pedro I la autorización para establecerse los capuchinos en Moscú practicando libremente el culto católico; pero la misión rusa no pudo fundarse hasta 1720 por obra de Patricio de Milán († 1753), que residía en Georgia, misión fundada como prefectura ya en 1661 y confiada a los capuchinos italianos. Del prefecto de Georgia dependió hasta 1722 la misión de Moscú, que en 1719 fue confiada a la provincia de Suiza y erigida en prefectura apostólica en 1731; del prefecto de Moscú dependía la residencia de Astrakán y la que se creó en Ucrania en 1745. Bajo Catalina II los misioneros tuvieron que sufrir muchas vejaciones y por fin fueron expulsados; pudieron mantenerse en Georgia, anexionada a Rusia en 1800. Todas las demás misiones de los capuchinos en Oriente se implantaron y prosperaron bajo el protectorado francés. El alma de la expansión misional francesa en la primera mitad del siglo XVII fue el padre José du Tremblay. La empresa de las misiones es uno de los tres elementos que integran el ideal completo de este hombre genial: recuperación de Tierra Santa, engrandecimiento de Francia a expensas de la casa de Austria y expansión de la iglesia mediante la influencia francesa. En 1622 realizó el padre Pacifico de Provins († 1648) su importante viaje por las regiones levantinas, punto de partida de la expansión posterior. Fruto de aquella exploración fue el decreto de la Propaganda de 19 de abril de 1625 constituyendo al padre José, en unión con el padre Leonardo de París, prefecto de todas las misiones de los capuchinos franceses por diez años, con amplísimas atribuciones. Los dos prefectos podían reclutar los misioneros de cualquiera de las provincias francesas. Para facilitar el gobierno de las misiones distribuyeron en 1634 todo el territorio en dos circunscripciones: la custodia griega y la siropalestinense, cada una presidida por un custodio nombrado por los prefectos y confirmado por el general de la orden. A la muerte del padre José, la congregación prefirió confiar cada misión a una provincia determinada: la de París se quedó con la custodia de Grecia, donde los capuchinos se habían establecido en 1626 a la sombra de la embajada francesa de Constantinopla, extendiéndose luego por el archipiélago y por la costa del Asia Menor; la de Tours se encargó de las estaciones de Chipre, Adalia, Alepo y Persia, fundadas de 1626 a 1628 por el incansable explorador padre Pacífico de Provins, de las de Egipto, donde se estableció el beato Agatángel de Vendôme en 1633, y de la de Mossul, cuya residencia no llegaría a fijarse hasta 1636; a la provincia de Bretaña le fueron asignadas las misiones de Etiopía, que no había de producir otro fruto que el martirio de los beatos Agatángel de Vendôme y Casiano de Nantes en 1637, de Damasco, Sidón, Beyrut, Trípoli de Siria y Monte Líbano, fundadas en su mayoría de 1625 a 1629. La custodia de Alepo pasó en 1754 a depender de la provincia de Lille, por verse la de Tours falta de personal. El padre José du Tremblay consiguió que el rey Cristianísimo tomara bajo su protección todas estas misiones, protección correspondiente a la que ejercía el rey de España sobre la custodia de Tierra Santa. Los capuchinos eran capellanes de todas las embajadas y consulados franceses en el imperio turco; el sostenimiento de las misiones corría casi completamente por cuenta del erario francés. La labor de los misioneros se dirigió principalmente a los cismáticos y herejes de las diferentes denominaciones; por excepción tuvo como blanco a los mahometanos. El medio de introducirse era unas veces el ejercicio de la medicina; otras, sobre todo, los estudios científicos; pero más que nada el ejemplo de su vida. Como era de prever, luego se planteó el conflicto con los franciscanos de la custodia de Tierra Santa; en 1626 se dio un decreto poniendo a salvo los derechos de éstos; en 1630 fueron ampliadas las facultades de los capuchinos, con cierta dependencia parcial del guardián de Jerusalén; en 1650 se llegó a una fórmula conciliatoria, que tampoco llevó a la concordia deseada. Entraba también de por medio, como ya se ha dicho, la competencia francesa y española15. Una de las páginas más hermosas de la historia de las misiones es la que escribieron los reformados italianos con su empeño, tesonero y sangriento, por llevar a término el encargo de la santa Sede de fundar la misión de Etiopía, empeño sostenido por espacio de ciento sesenta años y jalonado de una larga lista de mártires. Habían resultado inútiles los intentos anteriores de jesuitas y capuchinos. La inmolación comenzó en 1637 con el martirio de Querubín de Caltagirone y Francisco de Tarento. En 1648 ofrendaban su vida los supervivientes de la maltratada expedición dirigida por el prefecto apostólico Antonio de Virgoletta y, a la muerte de éste, por el mártir Antonio de Pescopagano. En 1668 eran apedreados en Gondar Francisco de Mistretta y Luis de Laurenzana, que habían penetrado disfrazados. Dos años después sucumbían víctimas de la peste, en el camino, los demás componentes de la misma expedición que mandaba el prefecto apostólico Juan de Áquila; sólo el lego Luis de Benevento pudo volver a Europa a dar noticia del desastre. Francisco de Salem, encargado de llevar a cabo la empresa desde el alto Egipto, sucumbió también en 1701. Hubo un momento en que pareció iba a dar sus frutos tanta inmolación; en 1702 el padre José de Jerusalén era recibido con toda pompa por el rey Jyasu, tras de lo cual, tanto éste como el abad de los monjes de San Antonio, firmaban una profesión de fe romana. El afortunado misionero la llevó a Roma, acompañado de ocho jóvenes abisinios destinados a ser los apóstoles de su patria. La embajada con que el papa respondió al acta de sumisión no pudo llegar a su destino hasta varios años más tarde, cuando ya no tenía razón de ser la maniobra política que inspiró la conducta anterior. En 1717 eran apedreados los padres Liberato Weiss, Samuel de Biumo y Miguel de Zerbo. Nuevos intentos inútiles se realizaron en 1728 y 1752. En 1788 un alumno abisinio, de los que habían hecho sus estudios en Roma, fue consagrado obispo y enviado a su patria; pero en 1797 tuvo que buscar asilo en Egipto16. Misiones entre los mahometanos Desde 1493 la custodia de Tierra Santa había pasado a depender de los observantes. Al apoderarse los turcos de Jerusalén en 1517, todos los misioneros fueron encarcelados y el Cenáculo quedó convertido en mezquita; libres al cabo de dos años, se hallaron con el personal muy mermado y sin recursos. En 1537 fueron otra vez encarcelados y nueve de ellos murieron en la prisión, que se prolongó por espacio de tres años. La situación no podía ser más desoladora. En 1541 eran asesinados todos los religiosos de Nazareth; en 1571 todos los de Chipre. Así continuaron los atropellos, con mayor o menor intensidad según mejoraban o empeoraban las relaciones de Turquía con las potencias occidentales. Las treguas de paz se compraban a peso de oro; la mayor parte del dinero recaudado en las naciones católicas iba a parar a manos de los guardias o de las autoridades musulmanas a cambio de firmanes de protección, que luego quedaban sin efecto. Más duradera y enconada fue la lucha con los cismáticos griegos, que llegó a hacerse sangrienta en más de una ocasión. Esta porfía por la posesión de los santos lugares era mantenida por los mismos turcos para obtener ganancia de ambas partes, y cedió durante mucho tiempo a favor de los orientales gracias al apoyo moral y económico de Rusia. En 1637 los griegos arrebataban Belén y en 1674 el santo sepulcro, hiriendo gravemente a cuatro franciscanos que lo defendían. En 1690, por intervención de Francia, pudieron recobrarse ambos santuarios. El cenáculo siguió en manos de los turcos. En el siglo XVIII volvieron a lograr nuevas ventajas los orientales. La querella de nacionalidad se hizo sentir en Tierra Santa de una manera muy viva. Con el fin de anular la influencia española, Francia trabajó en el siglo XVII por sustituir a los observantes por capuchinos y jesuitas franceses. Hacia 1628 se determinó que el custodio de Tierra Santa fuera siempre italiano, el vicario francés y el procurador español. Pero las desavenencias internas no terminaron y dieron lugar a frecuentes intervenciones pontificias. La misión de Marruecos subsistía aún a principios del siglo XVI, si bien con actividades restringidas a la asistencia de los cautivos cristianos. En 1532 padeció el martirio Andrés de Spoleto. Después quedó interrumpida la misión hasta que la restauró el provincial de los descalzos de Andalucía, beato Juan de Prado, nombrado prefecto apostólico en 1630 y martirizado al año siguiente. A fines del siglo XVII los franciscanos tenían residencias misionales en Fez, Mekínez, Tetuán y Saleh. Desde 1635 era prefecto apostólico, designado por la Congregación de Propaganda Fide, el provincial de los descalzos de la Bética. En los comienzos del siglo XVIII el sultán Mulai Ismail protegió a los misioneros. No escapó al afán expansivo de José du Tremblay este campo de posible penetración evangélica y francesa. Hasta cinco expediciones de capuchinos fueron enviadas de Francia desde 1624 a 1635. Más duraderas fueron las dos misiones establecidas por los capuchinos de la provincia de Andalucía, bajo la dependencia de Propaganda, en las guarniciones españolas del puerto de San Miguel de la Mámora (1645-1681), y del peñón de la Gomera y Melilla (1660 - c. 1700). En 1734 fueron a trabajar como misioneros a la plaza de Orán, ocupada por España dos años antes, el futuro ministro general Pablo de Colindres y Matías de Marquina († p. 1745), ambos de la provincia de Castilla, que trabajaron allí durante seis años. Más esporádico fue el apostolado en el resto de la costa africana, si se exceptúa Trípoli, donde la Propaganda asignó a los reformados en 1630 una misión que perduró mucho tiempo con fruto considerable. No parece tuviera efecto un intento de fundar una misión estable en Túnez y Argel realizado por los capuchinos en 1624 y 1627. En Egipto trabajaron hasta el siglo XIX los franciscanos de Tierra Santa; en 1687 se dio régimen independiente a la misión del alto Egipto, donde se lograron buenos, aunque costosos, resultados entre los coptos. Los capuchinos se preocuparon de manera particular de los cristianos cautivos en los países de Berbería, negociando a veces el rescate de los mismos. Mencionemos el viaje realizado en 1570 por Dionisio de Piacenza († 1610) y el de Pedro de Piacenza y Felipe de Roccacontrada en 1585; hasta muy entrado el siglo XVII ese apostolado no fue organizado misionalmente. Más efectiva, aunque de escasa irradiación, fue la prefectura de la isla de Tabarca, posesión genovesa, creada en 1638 como cabeza de puente para la costa mahometana. En 1674 los capuchinos fundaron una residencia estable en Túnez y poco después otra en Trípoli17. Bajo el padroado portugués: África, India, Brasil Misiones en el África negra.- Vimos ya los primeros intentos de evangelización de Guinea llevados a cabo en el siglo XV desde Canarias. Aún no había prendido el afán misionero en las provincias portuguesas; prendería, y muy pujante, al calor del entusiasmo levantado por la llegada de Vasco de Gama a la India. Para entonces los franciscanos habían acudido al Congo en ayuda del clero secular y regular que trabajaba en aquel reino oficialmente cristiano; pero ni allí ni en ninguna otra región de la costa africana lograron fundar misiones estables, no obstante los conatos diversas veces repetidos. Cierta permanencia tuvo la misión de Cabo Verde, donde fundaron un convento en 1656 y desde donde extendieron su acción por el continente hasta Sierra Leona. Todavía fueron menores los resultados obtenidos en la costa oriental de África. Nada sabemos de la labor de los ocho misioneros arribados a Mozambique el año 1500 ni de los cuatro que al año siguiente llegaron a Melinde. Una misión de cinco recoletos franceses enviada a Madagascar en 1660 no pudo llegar a su destino por haber caído en manos de los piratas. Por el contrario, los capuchinos españoles e italianos tomarían como campo propio las regiones centrales del África Occidental. Los primeros intentos de evangelización datan de 1634, cuando llegó a Guinea una misión de la provincia francesa de Bretaña a las órdenes de Propaganda; fue abandonada en 1644 al ser ocupado el país por los holandeses. Parecido fin tuvo la misión de Cabo Verde, encomendada en 1635 a la provincia de Normandía. El sueño dorado del celo de los capuchinos era el reino del Congo, oficialmente católico, pero privado de asistencia espiritual y prácticamente sumido en la infidelidad. Aceptada la misión por el capítulo general de 1618 y confiada a las provincias españolas, no pudo tener efecto la fundación por causas ajenas a la voluntad de los misioneros. En 1640, la Congregación enviaba una misión de capuchinos italianos, que hubo de volverse de Lisboa por la oposición de Portugal. Estaba reservada al hermano lego fray Francisco de Pamplona († 1651) la gloria de abrir, con el apoyo de Felipe IV, las puertas de esta misión, de tan gran porvenir, y en general de toda la labor misional de la orden entre infieles. En 1645 llegaba al Congo la primera expedición, compuesta de italianos y españoles, bajo la prefectura del padre Buenaventura de Alessano. Con la llegada de nuevas expediciones se fundó una nueva prefectura en Angola; más tarde ambas misiones volvieron a regirse por un solo prefecto. La misión del Congo, sostenida después exclusivamente por las provincias italianas, subsistió hasta 1835, haciendo frente a toda suerte de dificultades, la principal de las cuales era el clima mortífero, que para 1746 había costado la vida a 144 misioneros. Al fervor misional despertado entre los capuchinos españoles con el éxito de la misión del Congo se debió la fundación de otra nueva en Guinea, encomendada en 1645 a la provincia de Andalucía; los misioneros tuvieron que abandonarla debido a las dificultades creadas por los portugueses. El padre Serafín de León († 1657) siguió trabajando con otro compañero en Sierra Leona con gran celo y éxito18. En 1677 se dirigió a estas regiones una nutrida expedición, integrada por religiosos de varias provincias españolas; pero al cabo de diez años los recelos de Portugal dieron nuevamente en tierra con todo lo hecho. Entre las varias misiones decretadas por la Propaganda, a iniciativa de fray Francisco de Pamplona, una fue la de Benin, confiada a las provincias de Valencia y Aragón; la expedición llegó en 1651, pero fracasó por la misma causa que la anterior. Los capuchinos italianos trabajaron en este país desde 1657 hasta 1693. También se frustró la misión de Arda, tomada por la provincia de Castilla en 1659 en la costa de Guinea. En cambio tuvo éxito la prefectura de la isla de Santo Tomé, encomendada a los capuchinos italianos en 1686; desde allí atendían a los cristianos de las islas inmediatas y de la costa. Como para todas estas misiones se hizo necesario el paso por Lisboa y la autorización del gobierno portugués, existió desde 1647 hasta 1782 en dicha capital un hospicio destinado a albergar a los misioneros que se hallaran de paso19. La India y el Asia sudoriental.- Los franciscanos formaron la primera expedición propiamente misionera llevada por Cabral a Goa el año 1500; al frente de la misma iba fray Enrique de Coimbra († 1532). Las dos primeras residencias se abrieron en Calicut y Cochín. Nuevas expediciones llegaron en 1505 y 1506. Cinco de los misioneros acometieron la arriesgada empresa de evangelizar la isla de Socotora, en el golfo de Aden; transformaron en templo de la santísima Virgen una mezquita y redujeron a la fe cristiana buena parte de la población indígena; pero la misión desapareció en 1510 al caer la isla en manos de los árabes. Entre tanto desde Calicut probaban otros misioneros a llevar la fe a la población hindú de las inmediaciones, intento que costó la vida a tres de ellos. En cambio los sencillos paravas de la costa de la Pesquería, agradecidos a los portugueses por haberlos librado de la opresión de los reyezuelos musulmanes, se convirtieron en masa, siendo bautizados sin la necesaria instrucción por falta de personal. Otro grande éxito de los franciscanos en aquellos primeros años fue la entrada en la iglesia católica de unas 30.000 familias nestorianas de los llamados cristianos de santo Tomás, siguiendo el ejemplo de su obispo Mar Jacob. Pero, dada la escasez de operarios, apenas se podía pensar en otra cosa que en ir jalonando de residencias la costa al amparo de las fortalezas y factorías portuguesas. Con las casas así edificadas se formó una custodia, que en 1583 fue declarada provincia bajo la advocación de santo Tomás, si bien, por haberse opuesto la provincia madre de Portugal, no tuvo efecto la erección hasta 1612. Las residencias de la región de Cochín con las de Ceilán formaron en 1633 la custodia de san Antonio y las de Malaca e islas próximas constituyeron a fines del siglo XVII la custodia de san Francisco. A los observantes se unieron los descalzos por la parte oriental. Sus primeras fundaciones se remontan al fracasado viaje a China de Pedro de Alfaro y sus compañeros en 1579. El convento fundado por ellos en Malaca pasó después a los portugueses y, con otras nuevas residencias, llegó a formar en 1622 la provincia de la Madre de Dios de Malaca, que en 1680 se componía de doce casas con 258 religiosos. Por la misma fecha la provincia observante de la India tenía unos 200 religiosos. Todo el Oriente portugués dependió en los primeros decenios de la sede de Funchal en la isla de Madeira; el obispo se hacía representar por comisarios escogidos entre los dominicos y franciscanos; uno de éstos fue fray Andrés de Torquemada, obispo de Dumnio, que ejerció sus funciones de 1520 a 1522. En 1534 se creaba por fin la sede de Goa y tres años más tarde era designado su primer obispo el insigne fray Juan de Alburquerque († 1553), que tuvo la suerte de recibir entre sus colaboradores a san Francisco Javier. Destacan como misioneros renombrados Antonio de Oporto († 1559), que a mediados del siglo XVI avanzó hacia el Norte, penetrando en la región de Berar hasta la ciudad de Karanja; Vicente de Lagos († c. 1552), que logró convertir al rey de Tanor; Manuel de San Matías, que realizó progresos notables hacia 1645; Juan de Villa Comte y Simón de Coimbra, que con otros cuatro franciscanos fundaron en 1540 la misión de Ceylán con tan buen resultado que pronto pudieron levantarse doce iglesias y además un colegio en Colombo para los jóvenes indígenas. En 1626 trabajaban en esta isla 24 franciscanos y 16 jesuitas. De aquí se extendió la evangelización a la próxima isla de Manar. Hacia 1550, por los años del mayor empuje de las iniciativas franciscanas, que coincidieron con el apostolado de san Francisco Javier, un grupo de misioneros penetraron por Arakan y, a través de Birmania, llegaron al reino de Siam, consiguiendo copiosos frutos de conversiones en la costa, principalmente en la capital Bangkok. Esta misión subsistía aún en el siglo XVII. Desde Malaca, ya en el siglo XVI, los franciscanos portugueses, alternando a veces con los españoles procedentes de Filipinas, fueron tomando puestos misionales en el archipiélago malayo y en las Molucas, pero hubieron de abandonarlas al pasar estas islas bajo el dominio holandés en 164220. La Congregación de Propaganda Fide pudo extender su acción a la India por medio de los capuchinos franceses que trabajaban en Levante. Las primeras estaciones procedían de una irradiación de la misión de Alepo. En 1639, el padre Efrén de Nevers estableció una residencia en Surate; después, atravesando el continente para evitar el encuentro de los portugueses, se dirigió a Madras, posesión inglesa. En 1647, mientras trataba de hacer una nueva fundación, fue sorprendido por los portugueses de Meliapur y conducido a las cárceles de la Inquisición de Goa, como violador del patronato portugués; al cabo de dos años fue puesto en libertad. En la factoría francesa de Pondichéry se fundó una misión en 1632, que a partir de 1698 se extendió a otras regiones. Más que de las autoridades portuguesas hubieron de sufrir los misioneros capuchinos por parte de los jesuitas, a causa de la controversia sobre los ritos malabares, que terminó con la constitución de Benedicto XIV en 1744 dando la razón a los capuchinos. Pero la misión asiática de mayor renombre fue la del Tibet, sostenida con personal italiano, mediante la ayuda económica de la sagrada congregación y de las limosnas colectadas en España y Méjico. La fundación fue decretada en 1703, y los misioneros penetraron en Lhasa, la capital, en 1707; a los cuatro años tuvieron que abandonarla por causa principalmente de las dificultades económicas. En 1716 volvieron otra vez con mayores garantías de estabilidad, logrando sostenerse hasta 1745, en que la persecución de los lamas les obligó otra vez a salir. En la misma época, y como derivaciones de la misión tibetana, los capuchinos establecieron estaciones misionales en Bengala, Butan y Nepal. Si no lograron formar amplias cristiandades, al menos se hicieron beneméritos por sus trabajos lingüísticos, etnográficos y geográficos, que les dieron renombre en Europa, además de capacitarlos para un apostolado bien organizado; no es el menor mérito el haber introducido la imprenta en el Tibet en 174121. Evangelización del Brasil.- Los primeros misioneros del Brasil fueron los franciscanos que acompañaron a Cabral en 1500. Como la expedición iba destinada a la India, no se fundó la misión hasta 1503; los dos fundadores murieron a manos de los indios dos años más tarde. Llegaron nuevos refuerzos en sucesivas expediciones, destinadas en gran parte a regar con su sangre el terreno. Los franciscanos fueron los únicos evangelizadores del Brasil hasta 1549 en que se les unieron los jesuitas. En 1584 se constituyó la custodia de descalzos del Brasil, que en 1657 fue declarada provincia bajo el nombre de san Antonio; de ella se desmembró en 1675 la provincia de la Inmaculada Concepción, llamada también de Río de Janeiro. También los observantes portugueses predicaron entre las tribus del Pará y Amazonas en el siglo XVII, unidos a otros hermanos de hábito que llegaron a esas regiones desde el Ecuador, siguiendo el curso del río Amazonas22. Los capuchinos llegaron por primera vez a tierras de Brasil en 1612, junto con la expedición francesa del conde de Rasilly a Maranhâo; los misioneros pertenecían a la provincia de París. No pudieron establecer la misión y en 1615 tuvieron que regresar. Dos de ellos, Claudio de Abbeville e Ivón de Evreux, publicaron la relación de aquel intento, que fue muy difundida23. Los capuchinos franceses volvieron al Brasil en 1642, y desde 1664 iniciaron la evangelización de los indios. En 1705 fueron sustituidos por capuchinos italianos, los cuales en 1730 tenían erigidas tres prefecturas: las de Bahía, Pernambuco y Río de Janeiro. Bajo el patronato español: América, Filipinas En Las Antillas.- Los primeros misioneros de América llegaron en 1493 acompañando a Colón en su segundo viaje; eran unos seis, presididos por fray Juan Pérez; pero sólo dos de ellos, los legos flamencos Juan de la Deule y Juan Tisin, emprendieron por entonces la evangelización de los indios de la isla Española. Con otras dos nuevas expediciones enviadas en 1500 pudo iniciarse la evangelización metódica; pero la misión preparada a conciencia por Cisneros para emprender una labor organizada y seria fue la de 1502, compuesta de 17 franciscanos, 13 sacerdotes y cuatro legos, a las órdenes de fray Alonso de Espinar. En 1505 era erigida la nueva provincia observante de Santa Cruz de las Indias Occidentales, con voz en el capítulo general, y se decretaba el envío de más misioneros. El campo de apostolado se iba corriendo entre tanto a las islas vecinas, a medida que se afianzaba la conquista. En 1509 se asociaban los dominicos a los franciscanos en la empresa. Las expediciones fueron menudeando en los años siguientes, formadas en gran parte con elementos de la vicaría de Francia, en la que era notable el entusiasmo misional despertado por los descubrimientos. A las islas ya organizadas eclesiásticamente -Española, Jamaica, Puerto Rico y Cuba- venía a añadirse el continente, denominado Tierra Firme. Para atender a las nuevas necesidades de personal vino en 1512 el "comisario de Indias" Alonso de Espinar con autorización para reunir una expedición de 40 religiosos; pero hubo de contentarse con ocho, porque los superiores de las vicarías de España se resistían a desprenderse de sus mejores súbditos; en cambio, la vicaría de Francia envió 13 en 1516. Para el año 1500 los misioneros llevaban convertidos ya unos 3.000 indios en la Española (Santo Domingo). Todavía más abundante fue la mies evangélica en Cuba. En cambio, resultó sin fruto y llena de peligros la primera entrada en el continente, sobre todo entre los indios de Cumaná. Por otra parte, la formación de poblados con la llegada incesante de colonos trajo consigo el establecimiento de conventos regulares, que eran al propio tiempo centros de irradiación misional. En 1504 era erigida la jerarquía del Nuevo Mundo con la creación de tres obispados, para uno de los cuales, el de Baymia, fue designado el franciscano García de Padilla; pero hasta 1511 no fue efectiva la organización jerárquica, y entonces el dicho Padilla fue nombrado primer obispo de la sede de Santo Domingo. También el primer obispo del continente fue un franciscano, Juan de Quevedo, nombrado en 1513 para la sede de Santa María de la Antigua, en el Darién, trasladada muy poco después a Panamá. La provincia de Santa Cruz se estacionó muy pronto una vez completada la cristianización de su territorio insular y ocupados algunos puntos de la costa venezolana. A fines del siglo XVI no contaba más que seis conventos, los de Santo Domingo, Santiago de Cuba, Yaguana, Trujillo, Tucuy y Barquisimeto, con un escaso centenar de religiosos. En el siglo XVII desarrolló un nuevo empuje evangelizador en el continente y llegó a contar hasta 13 conventos, que en 1700 se elevaban a 16, con 174 religiosos24. Virreinato de Nueva España.- Al dirigirse a la conquista de Méjico Hernán Cortés, en 1519, llevaba consigo, entre otros eclesiásticos, dos franciscanos de la provincia de Santa Cruz, Diego Altamirano († p. 1547) y Pedro Melgarejo († p. 1534). El conquistador, una vez coronada su empresa, se apresuró a pedir misioneros a Carlos V, a la sazón en sus estados de Flandes; desde aquí envió, en 1522, el emperador tres observantes flamencos: Juan de Tecto (Dekkers, † c. 1525), Juan de Ayora († c. 1525) y el insigne lego Pedro de Gante († 1572), que por espacio de cincuenta años se entregaría con gran celo a la evangelización e instrucción de los indígenas. Entre tanto, Carlos V, asesorado por el comisario general Francisco de Quiñones, alma ardorosamente misionera, obtenía de Adriano VI la bula Omnímoda, que ya conocemos, con miras a organizar de modo adecuado a la importancia de la empresa el envío de misioneros. Quiñones preparó a su gusto la primera expedición destinada a echar los cimientos de la iglesia mejicana. Fue la misión llamada de los "doce apóstoles", todos ellos sacados de la provincia de san Gabriel, entonces en su mayor fervor; iba al frente de la expedición fray Martín de Valencia, como custodio († 1534). En mayo de 1524 llegaban a su destino y eran recibidos por Cortés y sus tropas con toda dase de honores y muestras de respeto, a la vista de los indios. Todos los doce dejaron un nombre en los orígenes eclesiásticos de Méjico; el más famoso de todos fue fray Toribio de Benavente († 1569), llamado Motolinia por los indios. Los misioneros se dieron a aprender la lengua con todo ahínco. Juan de Tecto había preparado ya los primeros rudimentos de la doctrina cristiana en lengua azteca; Francisco Jiménez compuso la primera gramática y el primer diccionario. En todos los centros misionales se establecieron escuelas para la instrucción de los niños, prestándose atención especial a los hijos de los caciques. Fue, sobre todo, notable el colegio dirigido en Méjico por fray Pedro de Gante, con más de mil alumnos indígenas. Para la instrucción de las niñas fueron llamadas de España algunas terciarias o beatas. El trabajo era agotador, porque los primeros decenios fueron de verdadera conversión en masa. En 1529 afirmaba fray Pedro, en carta a sus hermanos de Flandes, que iban bautizados más de 200.000; había días en que los bautismos se elevaban a 14.000. Fray Martín de Valencia escribía en 1531 al comisario general: "Sin exageración, hemos bautizado ya más de un millón de indios...". Para la evangelización y la instrucción posterior al bautismo, lo mismo que para acabar con la idolatría y las supersticiones, se valían los franciscanos de niños bien adoctrinados en los colegios, que recorrían en los días de fiesta todos los lugares de la región bajo la dirección del misionero. Para 1536, el número de indios cristianos llegaba a cinco millones, y para 1540, a nueve millones. Semejante éxito no era mérito exclusivo de los hijos de san Francisco, ya que desde 1526 compartían la labor los dominicos, desde 1533 los agustinos, y también trabajaban desde el principio los mercedarios; en 1572 llegarían los jesuitas. Las expediciones franciscanas fueron intensificándose a medida que el trabajo aumentaba; la mayor de todas fue la de ciento cincuenta religiosos (de los doscientos que estaba encargado de reunir), conducida en 1542 por Jacobo de Testera († 1543). La custodia independiente del santo evangelio de Méjico fue elevada al rango de provincia en el capítulo general de Niza de 1535. De ella nacieron, dentro del virreinato de Nueva España, hasta siete nuevas provincias: la de san José de Yucatán (1565), la del Nombre de Jesús de Guatemala (1565), la de san Jorge de Nicaragua (1575), la de san Francisco de Zacatecas (1603), la de Santiago de Jalisco (1606), la de san Pedro y san Pablo de Michoacán (1606) y la de santa Elena de la Florida (1612). En 1580 formaron, además, una custodia, erigida en provincia en 1599, los descalzos. En 1569 había en las cuatro provincias de Nueva España 96 residencias y 320 religiosos; en 1586, las residencias sumaban 219, y los religiosos, más de 900. A fines del siglo XVII, cuando ya las comunidades constaban en su mayor parte de criollos, los religiosos pasaban de 2.400. Fuera de algunos grandes conventos centrales, la mayoría de las casas eran "vicarías" y "doctrinas" asentadas en núcleos de población indígena ya cristiana; las residencias estrictamente misionales recibían el nombre de "conversiones" o "entradas", que en el siglo XVIII estaban sostenidas casi exclusivamente por los colegios de misioneros. En 1682 fue erigido el de santa Cruz, de Querétaro; más tarde aparecieron el de Guadalupe, de Zacatecas; el de san Fernando, de Méjico, y el de los descalzos de Pachuca. El movimiento de evangelización de los franciscanos se extendió primero hacia las regiones más pobladas próximas a Méjico. En 1525 avanzó hacia Michoacán y Jalisco; poco después hacia Yucatán, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Los misioneros más insignes de este primer empuje fueron, además de los ya mencionados, fray Martín de la Coruña († 1568), que llevó la primera expedición a Michoacán; los dos grandes lingüistas Jacobo Daciano (Gottorpi), danés, y Maturino Gilberti († 1585), francés; Jacobo de Testera, primer apóstol de Yucatán; el eximio filólogo y etnógrafo Bernardino de Sahagún († 1590); el activísimo Jerónimo de Mendieta († 1604), al que tanto debe la misionología y la historia; el más eminente de todos Juan de Zumárraga († 1548), primer obispo y organizador de la iglesia mejicana, gran defensor de los indios, introductor de la imprenta en el Nuevo Mundo, promotor incansable de los colegios indígenas de ambos sexos. Contemporáneamente a la incorporación a la iglesia de las tierras más civilizadas, emprendíase la expansión hacia el Norte. En 1527, cinco franciscanos acompañaron a Pánfilo de Narváez en su fracasada expedición a la Florida, que costó la vida a fray Juan Suárez, designado obispo de la planeada misión. Mayor resultado tuvo la expedición de 1565, en que figuraban once franciscanos. En 1597 varios misioneros perdieron la vida a manos de los indios, y por fin la misión prosperó grandemente en el siglo XVII, formándose la provincia de santa Elena, con dieciocho conventos en la Florida y Cuba. En 1634, los misioneros administraban 44 estaciones con 30.000 indios cristianos. La misión de la Florida hubo de sufrir grandemente con las incursiones de los ingleses y terminó tristemente su existencia al ser cedido el territorio a éstos en 176325. Mayor dependencia de la provincia madre tuvo el avance interior, comenzando por la región de Zacatecas, donde se fundó una nueva provincia misionera, cuya labor tuvo por blanco principal a los indios chichimecas, perdidos en los montes, apostolado sumamente trabajoso y lleno de heroísmos. No menos azarosa fue la evangelización del nuevo reino de León a partir de 1602. Continuando hacia el Norte, penetraron los franciscanos en Sonora, a costa de la vida de varios de ellos, si bien la cristianización de este país corrió por cuenta de los jesuitas hasta 1767. La evangelización de Nuevo Méjico es gloria preclara de los hijos de san Francisco, que exploraron por primera vez la región en 1539. Al año siguiente intentó fundar la misión el provincial de Méjico Marcos de Niza († 1588); tampoco tuvo éxito otra expedición llegada en 1582, en que perecieron tres misioneros. En 1598, junto con la ocupación militar, comenzó la cristianización con muy felices resultados, bajo la dirección de Juan de Escalona. La misión, que dependía de la provincia del Santo Evangelio, fue erigida en custodia en 1622, siendo su primer custodio Alonso de Benavides († 1636), que condujo una expedición de veintiséis misioneros. En 1630, los indios bautizados se elevaban a 80.000, y las iglesias construidas eran 43. Los franciscanos, además de misioneros, fueron inteligentes civilizadores, instruyendo a los salvajes en la agricultura, en los oficios mecánicos, en las letras y en la vida familiar y social. Muchos de ellos hubieron de regar con su sangre el suelo evangelizado, sobre todo en la insurrección general de 1680, en que perecieron 23 religiosos y 16.000 neófitos, y en otras que se siguieron; pero el fruto de los sacrificios de doscientos años perdura todavía. El éxito mayor fue la pacificación y conversión de los indómitos apaches, en cuyo territorio había quince reducciones en 177526. Durante el siglo XVI se hicieron varios intentos de establecer misiones en Texas, pero sin resultado. La evangelización no pudo iniciarse hasta 1690, en que la tomó por su cuenta el colegio de Querétaro; pero fue interrumpida a los tres años y no pudo reanudarse hasta 1716, por obra principalmente del padre Antonio Margil († 1726), fundador del colegio de misioneros de Guatemala. A los cincuenta años de labor, la misión podía presentar 25 pueblos civilizados, con sus iglesias y escuelas. En 1787, las estaciones centrales eran 28, y los pueblos, 34, todo en un estado de prosperidad que causaba admiración27. Menos espléndidos que en Nuevo Méjico y en Texas fueron los progresos logrados en Arizona, donde se establecieron los primeros puestos misionales en los primeros años del siglo XVII. La vida de los misioneros estaba en continuo peligro; en 1680 alcanzó a esta misión la terrible insurrección procedente de Nuevo Méjico y perecieron varios religiosos; posteriormente se sucedieron nuevas incursiones de los indios apaches, y en 1781, la devastación de los yumas, que costó la vida al benemérito Francisco Garcés. Después de la supresión de los jesuitas, los franciscanos del colegio de San Fernando los sustituyeron en las florecientes misiones de la baja California; pero en 1773, dejando este campo a los dominicos, avanzaron por la alta California, siendo los colonizadores y evangelizadores de toda la costa californiana, desde San Diego hasta San Francisco. El apóstol de estas regiones fue fray Junípero Serra († 1784), santo e intrépido misionero, a quien la actual ciudad de San Francisco honra como a su fundador28. Todas estas misiones, enclavadas hoy en su mayor parte en los Estados Unidos, subsistieron con vida próspera hasta la emancipación mejicana. Retirado entonces el apoyo oficial a los misioneros y ausentados éstos de las reducciones, bien por falta de nuevos operarios, bien por las arbitrariedades de los gobiernos liberales, la ruina de aquellas cristiandades fue casi completa. Todavía quedaban algunas estaciones misionales al constituirse en 1840 la jerarquía de California con su primer obispo el franciscano fray Francisco García Diego y Moreno († 1846)29. Virreinato de Nueva Granada.- Los limites de este virreinato eran próximamente los actuales de Colombia y Venezuela. Después de las primeras tentativas de 1510 y 1516, lograron por fin penetrar los misioneros entre los indios de Panamá y avanzar luego, tras los conquistadores, hacia el interior del continente. El más famoso misionero de aquellos años fue Juan de San Filiberto. Fueron fundándose residencias en Cartagena, Pamplona, Vélez, Tunja y Bogotá, con muchas doctrinas dependientes. Para fines del siglo habían logrado bautizar más de 200.000 indios, gracias a la afluencia constante de nuevas expediciones llegadas de España. En 1565 era creada la custodia de santa Fe de Nueva Granada, que en 1586, ya provincia, contaba 12 conventos con 145 religiosos, y en 1700, 28 conventos con 338 religiosos. Entre los misioneros insignes de Colombia sobresalen el primer arzobispo de Bogotá, Juan de los Barrios († 1568); Luis Zapata de Cárdenas († 1590), nombrado para la misma sede en 1578; el historiador Pedro de Aguado († 1589); el evangelizador del valle del Sogamoso, Francisco de Vitoria; Fernando de Larrea, que hacia 1700 fundó los colegios de misioneros de Popayán y Cali30. Mayores sacrificios de tesón y de vidas costó la evangelización de la costa oriental del virreinato, en la actual Venezuela y Guayana, a cargo de la provincia de santa Cruz de las Antillas. En el siglo XVI los franciscanos tomaron parte en las expediciones de exploración por la cuenca del Orinoco. Los primeros religiosos desembarcados hacia 1540 perecieron a manos de los caribes. Al fin lograron establecerse, y para 1620 contaban con residencias en Caracas, Tocuyo, Trujillo, Barquisimeto, Coro, Maracaibo, Margarita, Trinidad y Santo Tomás de Guayana. Desde mediados del siglo XVII emprendieron la evangelización de Piritú, iniciada por los capuchinos; en esta región se distinguieron los padres Juan de Mendoza y Ruiz Blanco. En 1780 la misión confiada al colegio de la Purísima Concepción de Piritú y Encarnación del Orinoco, tenía 62 pueblos de indios reducidos desde Barcelona hasta la cuenca del río Caura, afluente meridional del Orinoco31. Desde mediados del siglo XVII Venezuela fue el teatro de la acción misionera de los capuchinos, pero con una presencia exclusivamente evangelizadora, ya que no fundaron conventos ni aceptaron ministerios en las ciudades españolas, sino sólo doctrinas y reducciones entre los indios del interior. El primer intento de misión en la América española lo realizaron en Urabá los capuchinos andaluces expulsados de la costa africana en 1647; pero no tuvo resultado. Ese mismo año, fray Francisco de Pamplona lograba abrir a la orden capuchina el paso hacia las misiones del Patronato español con la fundación de la misión del Darién, encomendada a la provincia de Castilla; tuvo que ser abandonada en 1652; reanudada en 1681, fue de nuevo interrumpida a los ocho años. En 1650 fray Francisco de Pamplona lograba fundar otra misión en la costa de Cumaná, fundación que, tras varias vicisitudes, pudo al fin perpetuarse bajo la prefectura del padre Lorenzo de Magallón y merced al celo del padre José de Carabantes († 1694). La misión estuvo primero confiada a la provincia de Aragón; después se unieron los andaluces, que en 1676 tomaron a su cargo como territorio propio los Llanos de Caracas; en 1678 llegaron los catalanes, a quienes se asignó la isla de Trinidad y la Guayana; a los valencianos les cupo en suerte, en 1694, la misión de Santa Marta; en 1749 se confió a la provincia de Navarra la misión de Maracaibo. La actual Venezuela fue, por consiguiente, el campo de evangelización de los capuchinos españoles en este período; más de doscientas poblaciones de la república les deben su existencia32. Virreinato del Perú.- En 1527 acompañó a Pizarro en su primer reconocimiento fray Marcos de Niza y también le acompañó con otros franciscanos a la conquista del Perú en 1531. Llevó de Méjico los doce componentes de la primera misión, a la que luego se sumaron otras expediciones llegadas de España, con tal éxito que en 1533 podía erigirse la custodia y en 1553 la provincia con 15 casas, siete de ellas entre los indios con buen número de doctrinas. Sólo el convento de Yucay atendía en 1586 veintinueve doctrinas, servidas por dieciocho religiosos que vivían entre los indios. El de Jaquijaguana tenía doce doctrinas con más de 12.000 indios bautizados. En el valle del Huallaga cuidaban los franciscanos de unos 30.000 neófitos. Fray Pablo de Coimbra convirtió toda la feracísima región del Huánuco, conquistada en 1542. El santo lego fray Mateo de Jumilla († 1578) fue el apóstol de Cajamarca, echando mano del método mejicano de recorrer las poblaciones con los niños instruidos por él. En Lima se estableció un gran convento, centro de estudios y de formación de misioneros para una gran parte de la América meridional. En 1600 se fundó además en la misma capital del virreinato una casa de recolección, cuyo primer guardián fue san Francisco Solano. La provincia del Perú tuvo un frente misional sumamente sangriento en la región del río Ucayali, afluente del Amazonas. La primera entrada afortunada fue llevada a cabo en 1631 por el padre Felipe Luyendo y varios otros religiosos; en cambio, la expedición dirigida en 1635 por el padre Jerónimo Jiménez a través del Cerro de la Sal pereció a manos de los indios salvajes; la misma suerte corrió otra dirigida inmediatamente por el padre Matías de Illescas, después de haber fundado siete reducciones en el río Chanchamayu; por el mismo tiempo eran destruidas por los salvajes las reducciones del río Huallaga; en 1686 moría a manos de los indios el celoso P. Manuel Biedma en una expedición al Ucayali. Con la fundación del Hospicio de Ocopa, llevada a cabo por el padre Francisco de san José en 1712, comienza una nueva época para estas misiones. El hospicio fue después transformado en colegio de misioneros bajo la denominación de Santa Rosa. Así pudieron establecerse hasta doce reducciones en el Cerro de la Sal y otras en las Pampas del Sacramento, entre el Ucayali y el Huallaga. Pero en 1742 una incursión de los indios salvajes acabó con los poblados y con la vida de los misioneros. No se intimidaron con ello los religiosos del colegio de Ocopa; en 1760 penetraban de nuevo en la cuenca del Ucayali, pereciendo gran parte de ellos a manos de los indios casibos. Nuevos operarios acudían a llenar el puesto de los que sucumbían. El martirologio de las antiguas misiones franciscanas del Perú registra hasta 129 nombres de misioneros muertos por los indios. En 1787 condujo mayor número de religiosos de las provincias españolas el padre Francisco Alvarez de Villanova, y entonces por fin dio frutos consoladores aquella misión del Ucayali fertilizada con tantos heroísmos. El misionero que más trabajó en esta última fase fue el padre Plaza, buen conocedor de las lenguas de las diferentes tribus, con las que convivió por espacio de cincuenta años; murió siendo obispo de Cuenca en l85833. Casi al mismo tiempo que la del Perú comenzó la evangelización del Ecuador. En 1533, el mismo Marcos de Niza acompañó al conquistador Belalcázar; ocupada la capital, Quito, los religiosos enviados desde Méjico fundaron el primer convento y se hicieron beneméritos de aquel primer impulso apostólico y civilizador los flamencos Jodoco Rijcke († p. 1574) y Pedro Gosseal. El primero se afanó hasta 1564 por proporcionar a los indios, juntamente con los rudimentos de la doctrina cristiana, las primeras letras, la música, las artes mecánicas, la agricultura, todo cuanto se requería para facilitarles una vida autónoma, sin tener que depender de los encomenderos. En 1565 era erigida la provincia franciscana del Ecuador, que para 1586 contaba 11 conventos y 130 religiosos. Todavía en el siglo XVIII pasaban de veinte los pueblos de indios atendidos por la provincia34. Desde el Perú pasaron a Chile los franciscanos en 1533, por orden de Felipe II y a petición de Valdivia. En la expedición figuraban Martín de Robleda y Cristóbal de Ravanera, que, con Antonio de San Miguel, tomaron con decisión su oficio de defenderse de los indios araucanos, que tantas ruinas habían de ocasionar a las misiones. En 1565 podía ya constituirse una nueva provincia independiente, que nunca llegó a contar más de un centenar de religiosos. La rebelión estallada en 1598 y continuada por mucho tiempo costó la vida al provincial Juan de Tobar y a otros muchos misioneros. A principios del siglo XVIII los franciscanos dejaron a los jesuitas las misiones situadas al sur del río Bio-Bio y cultivaron sólo la parte septentrional. Pero, al constituirse en 1756 el colegio de misioneros de Chillán, se tomó la misión de los indios pehuenches en el sur. Después los franciscanos sustituyeron a los jesuitas expulsados en las misiones sostenidas por éstos. Los dos más insignes misioneros de esta región fueron los padres Pedro Ángel de Espiñeira († 1778) y Francisco Javier de Alday († 1826), ambos eficaces mediadores de paz en diferentes ocasiones entre los indios alzados y el gobierno de la colonia. En la isla de Chiloé habían penetrado los franciscanos ya en el siglo XVI; después de la expulsión de la Compañía de Jesús tomó a su cargo el cuidado espiritual de ésta y de las demás islas del sur de Chile el colegio de Ocopa35. Otra de las irradiaciones misionales de la provincia del Perú fue la que tuvo por campo las tribus de los indios mojos y mosetenes en el territorio de la actual Bolivia, a la parte oriental de los ríos Beni y Madre de Dios. Estas misiones fueron entregadas al clero secular en 1793, debido a la falta de recursos en que se hallaban los misioneros. Dependieron de la provincia de Charcas, que alcanzó gran florecimiento en el siglo XVII. El colegio de misioneros de Tarija mantuvo durante mucho tiempo reducciones entre los indios chiriguanos; arrasadas después por los salvajes, fueron restauradas a fines del siglo XVIII por el P. Antonio Comajuncosa († 1814) y el hermano fray Francisco del Pilar († 1803). La florecientísima misión de los mojos, cultivada por los jesuitas hasta su expulsión, había quedado totalmente arruinada al tomarla a su cargo en 1796 el colegio de Tarata, fundado expresamente con este fin. Los franciscanos lograron reorganizarla y establecer además nuevas reducciones entre los yuracares, aunque con escaso resultado. Más copioso lo tuvieron los misioneros del mismo colegio entre los mosetenes y guarajos a partir de 1800. Virreinato del Río de la Plata.- En la expedición del descubridor Pedro de Mendoza figuraban varios franciscanos embarcados desde España expresamente para poner las bases de la iglesia, en las regiones del Plata. En 1538 un grupo de misioneros, mandados por fray Pedro de Armenta, habían formado una cristiandad muy prometedora en la Asunción y pedían más operarios para proseguir la conversión de todo el Paraguay. Más tarde se extendieron por Tucumán, donde se les habían adelantado los dominicos y mercedarios. Con los conventos erigidos se formó la custodia independiente de Tucumán, que en 1586 contaba seis casas; de ella se desmembró la de Paraguay, cuyos religiosos atendían en 1611 cuarenta doctrinas. En 1612 fue creada la provincia del Río de la Plata, que también se llamó del Paraguay. Los territorios del Plata conocieron apóstoles renombrados, como san Francisco Solano († 1610), que recorrió durante catorce años Tucumán, el Chaco, Paraguay y Uruguay; Fernando Trejo y Sanabria († 1614), obispo de Tucumán, iniciador de las misiones en la región de Catamarca; Luis Bolaños († 1629), que fundó numerosas reducciones en el Paraguay, agrupando a 20.000 indios; el primer obispo de la Asunción, Bernardino de los Barrios; el también obispo de la Asunción, Bernardino de Cárdenas († 1664), que tan grandes sinsabores hubo de soportar en su cargo pastoral; Bernardino Guzmán y Juan de Vergara, misioneros del Uruguay en el siglo XVII. Una parte de las reducciones del Paraguay, que habían pertenecido a los jesuitas, fueron confiadas en 1767 al cuidado espiritual de los franciscanos, quedando la administración civil en manos de las autoridades seculares, división de poderes que fue causa de la ruina de aquellas poblaciones indígenas antes tan adelantadas. En el Gran Chaco fundó varias reducciones entre los indios mocovianos y tobas el colegio de misioneros de San Carlos a fines del siglo XVIII36. Islas Filipinas.- La misión de Filipinas, con sus irradiaciones del Japón, China, Tonkín y Cochinchina, es gloria sin igual de la rama de los descalzos. Su origen se debe al lego fray Antonio de san Gregorio († 1583) y la ocasión fue el cambio de destino impuesto por Felipe II a una gran expedición preparada por dicho religioso en la provincia de san José para las islas Salomón. Los misioneros llegaron a Filipinas en 1577. El mismo fray Antonio logró en Roma la erección de la provincia, bajo la advocación de san Gregorio, en 1586. Para aquella fecha los descalzos cuidaban ya de unos 150.000 indios en 14 reducciones, que en parte fueron cedidas a los jesuitas en 1591. En 1598 los misioneros eran 120 y los centros misionales 40. Sobresalen entre los más beneméritos evangelizadores del archipiélago Alonso de Medina, que llegó a bautizar hasta 50.000 indios; Juan de Plasencia († 1590), superior de la custodia desde 1579, misionero de fecundas iniciativas, organizador de las primeras reducciones para reunir a las tribus dispersas, para cuya instrucción cristiana levantó escuelas, imprimió catecismos, gramáticas y tratados diversos; el lego fray Lorenzo de Santa María, notable en el impulso civilizador llevado a cabo por los franciscanos mediante la construcción de caminos y puentes, encauzamiento de ríos, cultivo de cereales y aprovechamiento de los cultivos de la tierra; Pedro Espallargas, que en 1656 inventó una máquina de tejer, perpetuada hasta nuestros días entre los naturales; Juan Clemente, que en 1578 levantó un hospital de leprosos, donde todavía en 1897 se albergaban 150 víctimas de esta enfermedad. Por el mismo tiempo fundaban además los franciscanos un lazareto militar y el colegio de Santa Potenciana para niños. Pero la labor más meritoria fue quizá la del estudio de las lenguas indígenas con fines pastorales, en que dejaron obras preciosas. No hay seguramente en la orden provincia de más glorioso historial misionero que la de san Gregorio; mérito suyo es, al par que de las otras órdenes misioneras que trabajaron en el mismo campo, el haber incorporado a la iglesia la única nación católica del Extremo Oriente. Durante el período colonial español los franciscanos construyeron más de 230 iglesias y fundaron incontable número de pueblos. En 1890 tenían a su cargo la cura pastoral de más de un millón de almas. La provincia de san Gregorio extendió su radio de evangelización a los archipiélagos vecinos, en especial a las Molucas y Célebes, y serviría de base de lanzamiento para todo el Oriente asiático durante más de dos siglos. La corona que más enaltece a esta provincia misionera es la epopeya martirial del Japón37. Misiones en las colonias francesas de América En la Nueva Francia (Canadá), como en tantas partes del Nuevo Mundo, los hijos de san Francisco fueron los primeros evangelizadores. Desde 1615 trabajaban allí los recoletos franceses y construían las primeras iglesias. Se distinguieron en aquellos primeros años, por su labor entre los hurones, José Le Caron († 1632), benemérito por sus estudios de la lengua indígena; Gabriel Segard, autor de una valiosa historia de los indios, y Nicolás Viel († 1625), protomártir del Canadá. La misión quedó interrumpida desde 1629 hasta 1670 a causa de la ocupación inglesa. En esta segunda época fue misionero renombrado Luis Hennepin († c. 1711), que acompañó a La Salle en la exploración del Mississipí. Desde 1619 los recoletos franceses evangelizaron a los indios abnakis de la Nueva Acadia (Nueva Escocia). Todas estas misiones desaparecieron al pasar todo el territorio a poder de Inglaterra en 1763. Fuera de las colonias francesas trabajaron también, aunque aisladamente, otros franciscanos en América del Norte. Así, en Maryland el inglés Marrey desde 1673 y el irlandés Whelan († 1805) a fines del siglo XVIII; en Pennsylvania occidental el holandés Teodoro Brouwers († 1790), que edificó en esta región la primera iglesia en 1789; en Filadelfia el irlandés Miguel Egan († 1814), nombrado primer obispo de esta ciudad en 181038. Los capuchinos franceses abrieron la misión del Canadá en 1632 por iniciativa del padre José du Tremblay; fue el primer prefecto apostólico Pacífico de Provins († 1648). También esta misión quedó interrumpida al ser expulsados los capuchinos por el gobierno inglés en 1654. En 1720 reanudaron la misión los capuchinos de Francia, seguidos luego por otros de Bélgica e Irlanda. En la colonia francesa de la Luisiana fue confiada a los capuchinos en 1722 la región de Nueva Orleans, y desde la supresión de los jesuitas en 1773, toda la cura pastoral de la colonia quedó en manos de los capuchinos; al ser ocupada por España la parte meridional, los misioneros franceses hubieron de ceder el puesto a sus hermanos de la provincia de Castilla; para atender a la misión esta provincia fundó en 1780 el colegio de misioneros de La Habana. Hacia mediados del siglo XVII, las Pequeñas Antillas fueron cayendo en poder de Francia y su evangelización confiada a los capuchinos; en 1752 éstos trabajaban en la Martinica, San Bartolomé, San Cristóbal, Granada, Guadalupe, San Martín, Tortuga y Marigalante. También evangelizaron los capuchinos franceses la isla de Cayenne y la costa de Guayana en el siglo XVII. En la isla de Santo Domingo comenzaron a trabajar en 1659 los capuchinos de Normandía; la misión se interrumpió en 1704; se reanudó en 1768, siempre en la parte ocupada por Francia, y duró hasta 1804; en la insurrección de los negros perecieron dieciséis misioneros39. Misiones en el Extremo Oriente: Japón, China, Indochina Los primeros japoneses cristianos fueron bautizados en Goa en 1548 por el obispo Juan de Alburquerque; serían los guías de san Francisco Javier. Desde entonces, los únicos evangelizadores del Japón eran los jesuitas. En 1584 hizo escala allí el lego fray Juan Pobre, regresando de su viaje a China; los fervorosos cristianos japoneses quedaron prendados de los ejemplos de humildad y pobreza del franciscano, y llevaron su entusiasmo a escribir insistentemente a Filipinas pidiendo como misioneros a los hijos de san Francisco. Entre tanto, sobrevino la primera persecución de Taikosama, que obligó a los jesuitas a dejar abandonadas las cristiandades y permanecer ocultos, con lo que la precisión de acudir en auxilio de aquella tierna iglesia acució el celo de los franciscanos. Pero les salía al paso el breve de Gregorio XIII de 1585, que reservaba exclusivamente a la Compañía de Jesús las misiones del Japón; frente a este documento los descalzos creyeron podían presentar la bula con que Sixto V erigía la provincia de san Gregorio (15 noviembre 1585), en que se autorizaba a los descalzos para establecer misiones en China y demás países del continente asiático. Por otra parte, se habían entablado negociaciones entre Taikosama y el gobierno de Manila; el gobernador español determinó en 1593 enviar una embajada compuesta de los franciscanos Pedro Bautista Blásquez, Bartolomé Ruiz, Francisco de san Miguel y Gonzalo García, previa consulta favorable de las autoridades eclesiásticas sobre el alcance del breve de Gregorio XIII en la necesidad que aquejaba a la cristiandad japonesa. Cumplida su misión diplomática, y en vista de la benevolencia que les dispensó Taikosama y del afecto de la población, los franciscanos obtuvieron licencia para establecerse en el Japón y predicar la fe cristiana. Pidieron nuevo refuerzo de personal a Filipinas y muy pronto contaban con varias residencias; su apostolado se dirigió preferentemente al pueblo sencillo, dando la mayor importancia al ejemplo de una vida de renunciamiento evangélico y al ejercicio de la caridad. En Miyako, la actual Kyoto, fundaron luego dos hospitales y una escuela elemental, además de la iglesia y convento. Parecida labor desarrollaron en Nagasaki y Osaka. El éxito fue tan consolador, que en tres años el número de neófitos de las cristiandades franciscanas se elevaba a 20.000. Como era de temer no sólo por razón del asunto del breve de exclusión, sino sobre todo por la diferente táctica misional, no se hizo esperar el encuentro con los antiguos misioneros, tanto más de lamentar cuanto que la persecución se cernía sobre la iglesia japonesa desde hacía años. Por fin estalló en 1596 y tomó esta vez como blanco a los franciscanos y sus cristiandades. El 5 de febrero de 1597 padecieron el martirio en Nagasaki el custodio san Pedro Bautista Blásquez, sus compañeros san Martín de la Ascensión, san Francisco Blanco, san Francisco de san Miguel, san Gonzalo García y san Felipe de Jesús, tres jesuitas indígenas y 17 neófitos terciarios. El efecto de este martirio fue un nuevo movimiento de conversiones y una mayor expansión misional de los franciscanos en los primeros años del reinado de Daifusama (1598-1616). En 1602 entraba en el Japón una expedición de seis franciscanos, que luego fundaban residencias en Miyako, Fishima, Osaka, Yedo, Okayama, Uraga y en la misma capital de Daifusama, Kwanto. Tras los franciscanos llegaron también de Filipinas los dominicos y agustinos. En 1608 sumaban 34 los misioneros franciscanos entregados a la cura pastoral y al cuidado de los hospitales y leproserías. Pero en 1612 estalló de nuevo la persecución por instigación de los mercaderes calvinistas de Holanda, persecución que, incrementada en 1616 y llevada con ensañamiento sin igual desde 1622, había de producir incontables mártires y por fin aislar totalmente la cristiandad japonesa. Buen número de franciscanos lograron permanecer ocultos y otros muchos intentaron acudir en auxilio de los fieles perseguidos, pero sin otro resultado que hallar la muerte no bien desembarcados. Entre religiosos y terciarios se eleva a 354 el número de los hijos de san Francisco que ofrendaron su vida en el martirio, 65 de los cuales han sido elevados al honor de los altares; varios de los misioneros martirizados eran indígenas. El más insigne apóstol de esta segunda época es el beato Luis Sotelo. Condenado a muerte en 1612, captóse el apoyo del daymío de Voxu, Mazamune, quien en 1613 lo envió como embajador suyo ante el rey de España y el papa. Paulo V le nombró obispo del Japón oriental, y en calidad de tal, aunque sin haber logrado su consagración por intrigas que salieron al paso en la corte de Madrid, se dirigió a su diócesis en 1622, cuando la persecución entraba en su fase más enconada. Fue al punto encarcelado y en 1624 quemado a fuego lento, mientras cantaba el Te Deum. Las cristiandades formadas por los franciscanos, aunque privadas de sacerdotes y reducidos al silencio, sobrevivieron en la más misteriosa clandestinidad, hasta que fueron descubiertas en 1865. Está comprobado, en efecto, que los restos del antiguo cristianismo del valle de Urakami y de otras partes del Japón, en que abundaban los nombres franciscanos y se invocaba a san Francisco en el Confiteor Deo, descendían de los núcleos formados por los misioneros descalzos40. Los intentos de penetrar en China desde Filipinas eran anteriores a la misión del Japón; pero la empresa resultaba imposible, porque el celeste imperio cerraba inexorablemente sus puertas a todo extranjero. Ya en 1545, siete años antes de la muerte de san Francisco Javier en la isla de Sanchón, el celoso arzobispo de Méjico Juan de Zumárraga había planeado en serio una expedición misionera de la que él intentaba formar parte, renunciando a su sede. En los últimos decenios del siglo XVI los descalzos de la provincia de san Gregorio probaron fortuna repetidas veces con increíble audacia. Un grupo de cinco misioneros, dirigidos por fray Pedro de Alfaro († 1580), lograron penetrar el año 1579 en Cantón e iniciar el apostolado; pero pronto hubieron de salir desterrados. Dos de ellos, el superior y Juan Bautista Lucarelli († 1604), se retiraron a la plaza portuguesa de Macao, donde fundaron un convento destinado en sus planes a ser como un puesto avanzado de la penetración en China, una especie de colegio de misioneros donde los candidatos aprenderían la lengua y se informarían de las costumbres del país. El padre Lucarelli, que quedó solo, comenzó por reunir una veintena de jóvenes chinos, siameses y japoneses, a los que iba preparando para catequistas. Luego fueron a juntársele otros misioneros de Filipinas, entre ellos el padre Martín Ignacio de Loyola († 1606), después de haber probado asimismo las cárceles de Cantón. Surgieron dificultades por cuestión de nacionalidad, y por entonces todo cayó por tierra. Mayor fortuna tuvieron los jesuitas, que desde 1583 consiguieron poner en marcha la misión de China, con su peculiar metodología de prudente cautela y de máxima adaptación. En 1633 entraban en el celeste imperio los primeros dominicos con el franciscano Antonio Caballero de Santa María († 1669) e iniciaban una predicación más abierta e integral, reprobando ciertos usos y costumbres que consideraban paganos. Esta actitud provocó el conflicto con los primeros evangelizadores y, de momento, la expulsión violenta de los advenedizos. En 1639 volvieron a entrar, pero procediendo con más circunspección. En un principio dominicos y franciscanos trabajaron juntos, pero luego éstos se establecieron preferentemente en Shangtung y Shansi. El mencionado Antonio de Santa María, que en su primera entrada había podido apuntarse la conversión del que más tarde sería primer obispo chino con el nombre de Gregorio López (Lowentsao) y que sólo en Tsinanfu y sus cercanías logró bautizar hasta 5.000 chinos, fue nombrado vicario apostólico de las misiones orientales franciscanas en 1649. Con ello éstas pasaron bajo la dependencia de la Congregación de Propaganda Fide. Medida afortunada, que resolvería el serio conflicto jurisdiccional planteado por los vicarios apostólicos franceses años después. Pero en lo regular la misión siguió dependiendo de la provincia de san Gregorio. El vicario apostólico murió confinado en Cantón en 1669, después de haber desarrollado una prodigiosa actividad, no sólo evangelizadora, sino también científica y lingüística, labor múltiple en que sobresalió no menos su compañero el padre Buenaventura Ibáñez († 1691). A los españoles fueron a unirse por la vía de Oriente algunos franciscanos italianos, entre ellos el insigne Bernardino della Chiesa († 1721), que desde 1690 rigió las cristiandades de Shangtung, Shansi y Shensi como obispo de Pekín. En 1695 trabajaban en China doce franciscanos españoles, que atendían a treinta y cinco iglesias en las provincias de Shangtung, Kwangtung, Fukien y Kiangsi; además había cuatro italianos en Nanking. Entre éstos merece citarse el nombre de Basilio de Gemona († 1704), que extendió la evangelización hacia la China central y fue prefecto apostólico del Shensi; compuso un diccionario de la lengua china que gozó de gran aceptación. El número de cristianos iba creciendo más de lo que correspondía al escaso número de misioneros; en 1723 pasaban de 300.000 los de toda China y de ellos unos 100.000 pertenecían a las misiones franciscanas. Todo marchó bien mientras se mantuvo la buena armonía entre los misioneros; ésta fue siempre sincera entre los hijos de san Ignacio y san Francisco, no obstante el opuesto criterio en punto a los ritos chinos. Pero en los comienzos del siglo XVIII la cuestión adquirió tal acerbidad con las intervenciones de los legados pontificios, que degeneró en contienda escandalosa, con no pequeño daño de las cristiandades. En 1723 sobrevino la persecución, que en pocos años redujo el número de fieles a la tercera parte. Cuando en 1742 apareció el breve de Benedicto XIV condenando los ritos chinos, los misioneros hacían bastante con sostener los restos de las cristiandades desde sus escondrijos. Los franciscanos no abandonaron, con todo, el campo, si bien su labor tuvo que reducirse a las provincias del interior, donde era más fácil sustraerse a las pesquisas. Durante el reinado del emperador Kienlung (1736-1796) fueron encarcelados hasta ocho vicarios apostólicos franciscanos con otros muchos misioneros; merecen mencionarse Eugenio Piloti de Bassamo († 1756), Francisco Magni († 1785), Joaquín Salvetti († 1843) y el beato Juan de Triora, martirizado en 181641. El tercer gran campo de irradiación de la provincia de san Gregorio fue la península de Indochina. En 1580 llegaban a Cochinchina algunos franciscanos procedentes de Manila, pero fueron expulsados. A los tres años probaron nuevamente fortuna, esta vez con éxito positivo. Bartolomé Ruiz logró levantar una iglesia y asegurar la libertad para predicar el cristianismo. A principios del siglo XVII los franciscanos españoles tuvieron que ceder el campo a los portugueses, por caer la región bajo el patronato lusitano; pero con el tiempo disminuyó de tal manera el número de misioneros, que el mismo vicario apostólico, Pérez, se vio obligado a llamar en su auxilio a los de Filipinas, entregándoles en 1719 todas las estaciones misionales. De Cochinchina se extendieron por Tonkín y Cambodya, despertando los recelos de las demás órdenes misioneras que evangelizaban estas regiones; una intervención de Benedicto XIV afianzó el derecho de los franciscanos. Para 1750 administraban 44 iglesias, 20 oratorios públicos y 41 privados, con más de 30.000 cristianos, repartidos en Cochinchina y Cambodya. Pero poco después estalló una violentísima persecución, que arrasó las iglesias y dispersó las cristiandades; algunos misioneros pudieron seguir ocultos, alentando la constancia de los fieles y de los sacerdotes nativos42. NOTAS: 1. Cf. Lázaro de Aspurz, La aportación extranjera a las misiones españolas del Patronato regio. Madrid 1946, 68-144.- L. Arroyo, Comisarios generales de Indias, en AIA, II, 12 (1952) 129-172, 257-296, 429-473.- P. Borges, En torno a los comisarios generales de Indias, en AIA 23 (1963), 25 (1965).- A. Egaña, La teoría del regio vicariato español de Indias. Roma 1958. 2. Chronica, AF II, 523s. 3. Lázaro de Aspurz, Despertar misionero en la orden franciscana en la época de los descubrimientos (1493-1530), en Estudios Franc. 50 (1949) 415-438.- J. Meseguer Fernández, Contenido misionológico de la "Obediencia e instrucción" de fray Francisco de los Angeles a los Doce Apóstoles de México, en Américas 11 (1954/55) 473-500. 4. Tratado sobre las dificultades que se proponen acerca de la misión de los religiosos a tierras de infieles; y si los provinciales pueden impedirles que no vayan a ellas. Sevilla 1635.- R. Streit, Bibl. Missionum, I, 197. 5. Chron. Hist. Leg. I, 667. 6. Publicado en Madrid, 1783, p. 156-173. 7. Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, p. 266-290.- Pellegrino da Rio Terme, La formazione dei missionari nella legislazione dei Frati Min. Cappuccini. Roma 1957.- Metodio da Nembro, Fonti del pensiero missionario nell'Ordine cappuccino (s. XVI-XVII), en Miscell. Melchor de Pobladura, II, Roma 1965, 85-139.- Buenaventura de Carrocera, El Consejo de Indias y las misiones de los capuchinos españoles, ibid. 279-311. 8. Annales Minorum, XXVIII, 1633, p. 35; 1634, p. 183. 9. M. R. Pazos, De Patre Antonio Llinás, collegiorum missionariorum in Hispania et America fundatore, en AIA 38 (1935) 5-44, 161-188, 321-352.- I. F. Espinosa, Crónica de los Colegios de Propaganda Fide de la Nueva España. Ed. L. G. Canedo, Washington 1964.- F. Sáiz-Díez, Los Colegios de Propaganda Fide en Hispanoamérica. Madrid 1969. 10. A. Kleinhans, Historia Studii linguae arabicae et Collegii Missionum Ord. Fr. Minorum in conventu ad S. Petrum in Monte Aureo erecti. Roma 1930.- G. Fussenegger, Studenti nel Collegio missionario del convento di S. Bartolomeo a Roma, en SF 7 (1935) 196-215. 11. H. Holzapfel, Manuale, 448s. 12. B. Morariu, La missione dei Fr. Min. Conventuali in Moldavia e Valacchia nel suo primo periodo, 1623-1650, en MF 62 (1962) 16-103.- P. Toscanel, Storia della Chiesa in Romania, III: Il vicariato apostolico e le missioni dei Fr. Min. Conventuali in Moldavia. Padova 1960.- G. Odoardi, I Frati Min. Conventuali e Propaganda Fide, en MF 73 (1973) 137-170. 13. L. Lemmens, Conspectus missionum familiae cismontanae an. 1627 et 1628 conscriptus, en AFH 22 (1929) 379-390. 14. J. Reinhold, Die St. Petersburger Missionspräfectur der Reformaten im 18. Jahrhundert. Quaracchi 1963. 15. Texto de la concordia en Annales Minorum, XXIX, 1650, p. 553-555. Sobre las misiones capuchinas en Oriente. Cf. Rocco da Cesinale, Storia delle Missioni, I, 406-413; III, 58-274, 394-414.- Clemente da Terzorio, Le Missioni, vols. II-VII.- Melchor de Pobladura, Historia, I, 323-325; II, 2, 298-343.- Ignazio da Seggiano, L'opera dei cappuccini nel Vicino Oriente durante il secolo XVII. Roma 1962. 16. Marcellino da Civezza, Storia, VI, 417-442; VI, 3, 490-804.- L. Lemmens, Geschichte, 175-187.- Historia Missionum O. F. M., II, 98-134.- T. Somigli di S. Detole, Etiopia Francescana. Quaracchi 1928. 17. Marcellino da Civezza, Storia, VI, 347-382; VII, 3, 299-305, 377-489; VIII, 548-594.- Rocco da Cesinale, Storia, I, 47-70, 414-428; III, 414-453.- Historia Missionum O. F. M., II, 61-80.- G. Sanita, La Berberia e la sacra Congregazione de Propaganda Fide (1622-1668). Cairo 1963. 18. P. Lintingre, Le ven. Père Seraphin de Leon apôtre du Sénégal et de la Sierra Leone, en CF 41 (1971) 87-130. 19. Rocco da Cesinale, Storia, III, 482-517.- Clemente da Terzorio, Le missioni, X.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, 344-360.- Lázaro de Aspurz, Redín, soldado y misionero. Madrid 1951, 116-240. 20. Paulo da Trindade, Conquista espiritual do Oriente. Ed. F. Lopes. 2 vols. Lisboa 1962-1963.- Marcellino da Civezza, Storia, VI, 225-316; VII, 3, 166-228.- L. Lemmens, Geschichte, 94-108.- Historia Missionum O. F. M., I, 9-83, 263-281. 21. Rocco da Cesinale, Storia, III, 274-329.- Clemente da Terzorio, Le missioni, vols. VIII y IX.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, 361-376.- L. Petech, I missionari italiani nel Tibet e nel Nepal. 4 vols. Roma 1952-1953. 22. O. Van Der Vat, Principios da Igreja no Brasil. Petrópolis 1952.- V. WILLEKE, Franziskaner als erste und einzige Glaubensboten Brasiliens, 1500-1549, en AFH 61 (1968) 345-360. Franziskanermissionen in Brasilien. Immersee 1973. 23. F. Leite de Faria, Os primeiros missionários de Maranhâo. Achegas para a história dos capuchinhos franceses que aí estiveram de 1612 a 1615. Lisboa 1961.- Raoul, Les capucins de la province de Paris au Maragnan, en Etudes Franc. n. s. 12 (1962) 61-83. 24. Marcelino da Civezza, Storia, VI, 442-550.- L. Lopetegui - F. Zubillaga, Historia de la iglesia en la América española, Madrid 1965, 211-284, 767-816.- L. Gómez Canedo, Primeros intentos de evangelización franciscana en Tierra Firme, en AFH 50 (1957) 99-118. 25. J. T. Lamming, The spanish Missions of Georgia. Chapel Hill 1935.- M. Geiger, The Franciscan Conquest of Florida (1573-1618). Washington 1937.- G. J. Keegan - L. Tormo Sanz, Experiencia misionera en la Florida (siglos XVI y XVII). Madrid 1957. 26. M. C. Aguirre, La acción de los franciscanos en Nuevo México, en Missionalia Hisp. 12 (1955) 429-482. 27. W. F. McCaleb, Spanish Missions of Texas. 2.ª ed. San Antonio, Tex. 1961. 28. R. Majo Framis, Vida y hechos de fray Junípero Serra. Madrid 1956.- M. Geiger, The life and times of Fray Junípero Serra. 2 vols. Washington 1959.- A. Tibesar, Writings of Junípero Serra. 3 vols. Washington 1955-57. 29. J. de Mendieta, Historia Eclesiástica Indiana. Ed. J. García Icazbalceta, México 1870.- M. Cuevas, Historia de la iglesia en México. 5 vols. El Paso 1928.- R. Ricard, La "Conquête spirituelle" du Méxique. Paris 1933.- L. Lopetegui - F. Zubillaga, o. c., 284-767, 816-897. En el texto no es posible detenerse en aspectos tan importantes como la preparación lingüística de los misioneros, los métodos de evangelización, la influencia en la cultura popular, en el arte colonial, etc. Remito a las obras generales citadas, en especial la de Lopetegui-Zubillaga, y a los siguientes estudios relativos a las misiones franciscanas: J. G. Navarro, Los franciscanos en la conquista y colonización de América. Madrid 1955.- P. Borges, Métodos misionales en la evangelización de América. Siglo XVI. Madrid 1960.- J. Muriel, Hospitales de Nueva España. México 1956.- M. R. Pazos, Los franciscanos y la educación literaria de los indios mejicanos, en AIA 13 (1953) 1-59. Los misioneros franciscanos de Méjico y sus hospitales para indios, en AIA 14 (1954) 339-378. Los misioneros franciscanos de Méjico y las lenguas indígenas, en España Mis. 13 (1956) 303-333. Misionología mejicana. Lingüistas y políglotas franciscanos. Tánger 1962 (enumera 164 franciscanos expertos en lenguas indígenas).- Para las publicaciones de los misioneros franciscanos de índole lingüística y pastoral véase R. Streit, Biblioteca Missionum, II y III, Aachen 1924-1927. 30. G. Arcila Robledo, Las misiones franciscanas en Colombia. Bogotá 1950.- L. Gómez Canedo, Los orígenes franciscanos en Colombia (1549-1565), en AFH 53 (1960) 128-204.- M. G. Romero, Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada. Bogotá 1960.- A. de Egaña, Historia de la Iglesia en la América Española. Hemisferio Sur. Madrid 1966, 4-29, 470-555, 959-1.009. 31. O. Gómez Parente, Los franciscanos en Venezuela durante el siglo XVI, en AIA 33 (1973) 433-456.- A. de Egaña, o. c., 1.010-1.044. 32. Baltasar de Lodares, Los franciscanos capuchinos en Venezuela. 3 vols. Caracas 1929-1931.- Lázaro de Aspurz, Redín, soldado y misionero. Madrid 1951, 203-297.- Antonio de Alcácer, Las misiones capuchinas en el Nuevo Reino de Granada. Puente del Común 1959.- Buenaventura de Carrocera, La misión de los capuchinos en Cumaná. 3 vols. Caracas 1968. 33. R. Levillier, Organización de la iglesia y Ordenes religiosas en el virreinato del Perú en el siglo XVI. Madrid 1919.- F. De Armas Medina, Cristianización del Perú (1532-1600). Sevilla 1953.- R. Vargas Ugarte, Historia de la Iglesia en el Perú. 5 vols. Lima-Burgos 1953-1962.- B. Eyzaguirre, Historia de las misiones franciscanas en el Perú. Lima 1922-1929. 34. F. M. Compte, Varones ilustres de la Orden seráfica en el Ecuador. Quito 1885.- F. González Suárez, Historia eclesiástica del Ecuador. Quito 1891. 35. C. Silva Cotapos, Historia eclesiástica de Chile. Santiago 1925.- L. Olivares Medina, La provincia franciscana de Chile de 1553 a 1700. Santiago 1961. 36. A. Córdoba, Los franciscanos en el Paraguay (1537-1937). Buenos Aires 1937.- R. Molina, La obra franciscana en el Paraguay y Río de la Plata, en Missionalia Hisp. 11 (1954) 329-400, 485-522.- A. De Egaña, o. c., 78-91, 104-198, 649-772. 37. Francisco de Santa Inés, Crónica de la provincia de san Gregorio... en las Islas Filipinas. 2 vols. Manila 1892.- L. Pérez, Orígenes de las misiones franciscanas en Extremo Oriente, en AIA 1-6 (1914-1916).- Historia de las misiones de los franciscanos en las islas Molucas y Célebes, en AFH 6 y 7 (1913-1914).- A. Abad Pérez, Provincia S. Gregorii, en Hist. Missionum O. F. M., I, 219-251. 38. L. Lemmens, Geschichte, 257-266.- Historia Missionum O. F. M., III, 5-41.- J. Goyens, Le P. Louis Hennepin, missionnaire au Canada, en AFH 18 (1925) 318-345, 473-510.- H. Lemay, Tableau littéraire de l'histoire des Frères Mineurs Récollets du Canada, en AFH 27 (1934) 353-386. 39. Rocco da Cesinale, Storia, III, 673-693.- Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, 376-381.- Cl. Vogel, The Capuchins in French Louisiana (1722-1766). New York 1928.- Antonio de Castillo, La Luisiana española y el P. Antonio de Sedella. San Juan de P. R. 1929. 40. L. Pérez, Los franciscanos en el Extremo Oriente, en AFH 1-4 (1908-1911). Cartas y relaciones del Japón. 3 vols. Madrid 1914. Fray Jerónimo de Jesús, restaurador de las misiones del Japón. Sus cartas y relaciones, en AFH 16-20 (1923-1927).- D. Schilling, Hospitäler der Franziskaner in Miyako (1594-1597). Schöneck-Beckenried 1950.- Ch. R. Boxer, The Christian Century in Japan, 1549-1650. Berkeley 1951.- Th. Uyttenbroek, Early Franciscans in Japan. Himeji 1959.- B. H. Willeke, Japonia, en Hist. Missionum O. F. M., I, 197-217. 41. L. Lemmens, Geschichte, 123-155.- Hist. Miss. O. F. M. I, 129-176.- Sinica Franciscana, II-VII, Quaracchi-Roma 1929-1965.- S. Alcobendas, Las misiones franciscanas en China. Cartas... del P. Buenaventura Ibáñez, (1650-1690). Madrid 1933.- A. Van Den Wyngaert, Le patronat portugais et Mgr Bernardin della Chiesa, en AFH 35 (1942) 3-84.- G. Mensaert, L'établisement de la hierarchie catholique en Chine de 1684 à 1721, en AFH 46 (1953) 369-416. Les franciscains au service de la Propaganda dans la province de Pekin, 1705-1785, en AFH 51 (1958) 161-200, 273-311.- F. Bontinek, La lutte autour de la liturgie chinois aux XVII et XVIII siècles. Louvain-Paris 1962. 42. L. Lemmens, Geschichte, 109-118.- Hist. Miss. O. F. M., I, 263-281.- L. Pérez, Diario del P. Francisco Hermosa de san Buenaventura, misionero de Cochinchina (1744-1768), en AFH 26 (1933) 438-473, 27 (1934) 146-178.- A. Meersman, Bishop Valerius Rist, OFM, and Serafino Maria Borgia, OFM, Missionaries in Cambodia and Cochinchina (1724-1740), en AFH 57 (1964) 288-310. |