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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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II. ÉPOCA MODERNA: Capítulo IX No faltaron entre los franciscanos quienes se dejaron envolver en las doctrinas luteranas, algunos de ellos renombrados; pero suponen poco en comparación de los que ofrendaron su vida en defensa de la fe católica -se conocen los nombres de unos quinientos desde 1520 hasta 1620- y de los que se enfrentaron resueltamente con el enemigo. Alguna vacilación hubo en un principio entre los que no veían de cerca las intenciones de los novadores; el confesor de Carlos V, Juan Glapion, y el mismo Francisco de Quiñones, llevados de su anhelo por la reforma de la iglesia, saludaron de momento con simpatía el movimiento luterano, como una esperanza de renovación evangélica. Pero no tardó en disiparse el equívoco. Bernardo Dappen, guardián de un convento próximo a Wittenberg, se había lanzado al ataque contra los luteranos, apoyado por su propio provincial; pero hubo de chocar con la actitud del cardenal obispo de Brandeburgo, que en 1519 respondió con la negativa a la petición de los observantes de predicar contra Lutero. En 1520 llegó a Alemania el ministro general Francisco Lichetto. Percatóse al punto de la gravedad del mal y dio orden de que fuesen quemados en todas partes los escritos del agustino rebelde y en todos los conventos se preparasen predicadores especiales para combatir las nuevas doctrinas. No contento con esto, en el capítulo general reunido en Carpi al año siguiente dio a toda la orden la consigna de oración y resistencia contra la herejía hasta la muerte. En todas las horas canónicas debía añadirse una invocación especial a la Madre de Dios con la antífona Gaude et laetare, Virgo María, quia cunctas haereses sola interemisti in universo mundo. Fracasada una misión llevada por los observantes de Sajonia ante el príncipe elector, conjurándole a poner límite a las audacias de Lutero, el capítulo general de 1523 designó inquisidores para los conventos de Alemania con el fin de preservar de la herejía las comunidades. De hecho ninguna de éstas pasó corporativamente al protestantismo, si bien es cierto que, cediendo a fuerza mayor, hubieron de ser abandonados centenares de conventos y desaparecieron provincias enteras. Lutero y sus secuaces convirtieron muy pronto en blanco de sus iras a los hijos de san Francisco, difundiendo contra ellos la parodia satírica del Liber conformitatum escrita por Erasmo Alber y titulada El Alcorán de los descalzos1. Los franciscanos, efectivamente, fueron los más aguerridos y casi únicos adversarios de la pseudorreforma en la primera época de su incontenible expansión, y una de las fuerzas más valiosas de la restauración católica que siguió al Concilio de Trento. Nos han llegado los nombres de más de setenta paladines de la ortodoxia en los diversos territorios de Alemania y Austria, casi todos de los dos primeros decenios del avance luterano. Pero más admirable que el arrojo de los polemistas y predicadores fue la actitud de las comunidades que, con sus guardianes a la cabeza, eran invariablemente el último baluarte que mantenía enhiesta en las ciudades la bandera del catolicismo, hasta que se producía el asalto dirigido por los predicantes o la orden de abandonar el convento. Así resistió la comunidad de Leipzig hasta 1543, la de Zwickau hasta 1525, la de Weimar hasta 1532, la de Magdeburgo hasta 1542, la de Halle hasta 1546, la de Góttingen hasta 1553, la de Liegnitz, arrojada ya de su convento en 1524, y la mayoría de las comunidades de las dos provincias de Sajonia y Turingia, que quedaron arrasadas por completo. Los más insignes impugnadores del luteranismo en esta primera época fueron Conrado Klinge († 1556), Gaspar Meckenlör, Enrique Helms († p. 1560), Juan Wild (Ferus, † 1554), Nicolás Herborn († 1535), Antonio Broickwy († 1541), Francisco Titelmans de Hasselt († 1537), Gaspar Schatzgeyer († 1527), Wolfgang Schmilkofer († 1585), Juan Nas († 1590), Juan Winzler († 1554) y Daniel Agricola († 1532). Los conventuales Los conventuales desaparecieron por completo, en la primera mitad del siglo XVI, en los países que fueron cayendo bajo el luteranismo, el calvinismo y el anglicanismo, debido sea a la incorporación de las comunidades a la observancia a partir de 1517, sea a las supresiones violentas por obra de los reformadores; fueron más de cien los conventos que tuvieron que abandonar en Escandinavia, Islas Británicas y Alemania. Pudo sobrevivir la provincia de Colonia en los principados católicos del Rhin, la de Strasburgo y las tres del imperio: Austria, Stiria y Bohemia, bastante mermadas. Un buen número de conventuales ofrendaron su vida por la fe católica a manos de los herejes. En Polonia, donde en 1648 habían perecido 57 cuando la invasión de los cosacos y los tártaros, la irrupción de los suecos protestantes en 1656 produjo quince mártires2. No faltaron valiosos defensores de la ortodoxia y de la autoridad del papa. Fueron los más importantes Juan Pauli († c. 1530); el alsaciano Tomás Murner († 1537), humanista, poeta laureado y aguerrido polemista, que, desde 1520, dio a la luz más de treinta escritos contra Lutero y Zuinglio, echando mano con frecuencia de la sátira, intervino como teólogo en la dieta de Núremberg en 1524 y fue perseguido a muerte por luteranos y zuinglianos; y Enrique Stolleysen († 1556). Los conventuales de Strasburgo y Liège desarrollaron intensa actividad restauradora en el siglo XVII, con la ayuda de sus hermanos italianos, a las órdenes de Propaganda. En Inglaterra trabajó con gran celo hasta 1654 el escocés Guillermo Thompson († 1654); prosiguió su labor Luis de Liège. Los observantes, reformados y recoletos Pasado el furor del primer fanatismo, los hijos de san Francisco volvieron a recobrar el afecto del pueblo, aun en los mismos países protestantes, donde tan sañudamente habían sido perseguidos. Entonces pudo dejarse la táctica de la defensiva para tomar la iniciativa del avance en la restauración católica. Aldeas y ciudades volvían al seno de la iglesia por efecto del apostolado de los franciscanos, renovados también ellos en la vida regular. En 1581 fue nombrado comisario apostólico de las provincias de Colonia y Germania inferior Juan Haye († 1590) que trabajó con éxito en la reorganización de la orden. El apóstol de la restauración católica en las regiones del Rhin, lo mismo que en Suecia, Noruega, Frisia y, sobre todo, Holanda, fue en la primera parte del siglo XVII Nicolás Wiggers († 1628), fundador del seminario holandés de Colonia antes de vestir el hábito franciscano; después de él se distinguieron en la misma tarea restauradora José Bergaigne († 1647) y Bernardino Weitweis († 1668). Entre tanto se fundaban gran número de misiones de penetración en las regiones enclavadas en el mismo corazón del protestantismo y volvían a reaparecer las provincias de Sajonia y Turingia, gracias a la acción del mencionado Bergaigne. Parecida labor llevaban a cabo los franciscanos en Baviera y el Palatinado, donde se distinguieron Juan Francisco Kemminger († 1606) y Martín Naegele († 1617). En Austria y el Tirol se inició penosamente la restauración del catolicismo a fines del siglo XVI y durante ella los observantes tuvieron que atender juntamente a la reorganización de sus comunidades y a la reducción del pueblo al seno de la iglesia; merecen citarse los nombres de Serafín Müller († 1639), Ludovico Pollinger († 1640) y Teobaldo Schwab († 1635). Más difícil fue la labor en Bohemia, tan trabajada por husitas y protestantes; en 1611 morían en Praga catorce religiosos asesinados por el populacho. Más sangrienta, si no tan ruinosa, fue la prueba por que pasaron las provincias francesas en los años de las guerras de religión. De 1560 a 1580 desaparecieron más de cien conventos y perecieron más de doscientos religiosos a manos de los hugonotes, si bien es verdad que no faltaron numerosas apostasías producidas por el temor de los malos tratos y por la confusión reinante. Se enfrentaron principalmente con el calvinismo, mediante la predicación y con la pluma, Noél Taillepied († 1589), Cristóbal de Cheffontaines († 1595) y Francisco Feuardent († c. 1610). El carácter de fanatismo y de crueldad, propio del calvinismo, se acentuó en los Países Bajos; fue crecido el número de mártires y entre ellos merecieron el honor de los altares san Nicolás Pick y sus diez compañeros que, juntamente con un dominico, un agustino y cuatro sacerdotes seculares, padecieron horrible martirio en Gorkum el año 1572. A los insignes restauradores de la ortodoxia en Holanda, ya mencionados, Wiggers y Bergaigne, hay que añadir los celosos misioneros y decididos polemistas Cornelio Brauwer († 1581), Arnoldo de Witte († 1652), Antonio Vervey († 1656), Simón de Coninck († 1664), Arnoldo Alostano Meerman († 1578), Matías Heuzeur († 1676) y Bartolomé d'Astroy († 1681). En Inglaterra los franciscanos habían gozado del afecto de Enrique VIII hasta que se planteó el asunto del divorcio del rey y sobrevino la ruptura con Roma. Entonces hubieron de arrostrar la indignación del monarca por su actitud intrépida en defensa del primado romano. El ministro provincial Juan Forest, confesor de la reina Catalina de Aragón, cuya deposición había querido obtener Enrique VIII del ministro general, fue encarcelado y procesado no bien apareció el breve de Clemente VII anulando el matrimonio del rey con Ana Boleyn. Lejos de atemorizarse, los franciscanos se lanzaron por todos los medios a la lucha. El mismo año de 1533 era encarcelado el guardián de Greenwich, que tuvo la audacia de delatar desde el púlpito la maldad de Enrique en su misma presencia; al año siguiente eran descuartizados el guardián de Cambridge, Hugo Rich, y el de Richmond, Ricardo Risbey. En agosto de 1534 se dio orden de expulsión de todos los observantes; doscientos de ellos fueron recluidos en las cárceles de Londres, gran parte de los cuales perecieron víctimas de las penalidades de la prisión, otros fueron ajusticiados. En 1538 moría en la hoguera el beato Juan Forest. Al ser restaurado el catolicismo bajo la reina María, los franciscanos volvieron a establecerse en Inglaterra, para padecer de nuevo destierro, cárceles y muerte al subir al trono la reina Isabel; fueron muchos los que lograron trabajar ocultamente sosteniendo a los católicos en medio de los mayores peligros. En Escocia estalló la persecución de los católicos en 1559. También aquí fueron los franciscanos el primer blanco del odio de los reformadores. Los ciento cuarenta religiosos que allí trabajaban, con gran aceptación del pueblo, tuvieron que salir desterrados, a excepción de dos o tres que apostataron. También los observantes irlandeses tuvieron que emigrar al continente al verse privados de sus conventos y de sus medios de vida; pero la provincia de Irlanda, aunque muy mermada, no dejó nunca de existir; incesantemente llegaban a la isla nuevos refuerzos de jóvenes religiosos irlandeses formados en los noviciados europeos; en su patria compartían la suerte de los católicos oprimidos, ejerciendo un apostolado clandestino y muy expuesto; más de cien sufrieron el martirio desde 1540 hasta 1700, entre ellos los obispos Patricio O'Hely († 1578), Cornelio O'Dovany († 1612) y Boecio Egan († 1650). Dieciocho de los obispos de la iglesia perseguida de Irlanda fueron hijos de san Francisco. En Dinamarca fueron suprimidos todos los conventos en 1528 y los religiosos, expulsados por la fuerza y maltratados, hubieron de refugiarse en otras provincias distantes; algunos pasaron al Nuevo Mundo como misioneros. La misma suerte corrieron los conventos situados en Suecia y Noruega. En la sonada conversión de la reina Cristina de Suecia influyó el luterano convertido y después franciscano Lorenzo de S. Pablo (Lars Skytte, † 1696)3. Los capuchinos La reforma capuchina forma, juntamente con la Compañía de Jesús, el auxiliar principal de la santa Sede en sus esfuerzos por recobrar el territorio perdido en las regiones de Europa infestadas por la herejía4. Su apostolado contra la reforma protestante comenzó en Italia por medio de la predicación y de la catequesis, pero adquirió su espléndido desarrollo al pasar al otro lado de los Alpes, ya en el siglo XVI; era el fin primario que impulsaba a los príncipes y a los obispos al llamar a los capuchinos a sus dominios. Bajo los auspicios de la Propaganda ganó en intensidad y recibió una mayor centralización y mayor flexibilidad en la organización. Los destinados a trabajar entre los herejes habían de ser selectos moral e intelectualmente; estar preparados para el manejo de la Sagrada Escritura mediante el dominio de las lenguas griega y hebrea, como lo ordenó el capítulo de 1656; debían seguir curso especial de controversias, en virtud de un decreto de la Congregación dado en 1624; en las provincias que tenían misiones en Suiza y Alemania, como la de Nápoles, se imponía el estudio de la lengua alemana. El método preferido en el trato con los disidentes, por cierta consigna de la orden, era el de san Francisco de Sales: comprensión, suavidad, ejemplo de sacrificio, pureza de vida. Los capuchinos no se preocuparon sólo de llevar adelante la reducción de los protestantes, sino que trataron de organizar también entre los católicos la cooperación a tan difícil empresa; tal era la finalidad de la asociación llamada de la "Exaltación de la santa Cruz", fundada por Jacinto de París en 1632 en la capital de Francia; sus estatutos fueron aprobados por Urbano VIII, por el rey y por el arzobispo de París; se extendió grandemente, pero habiendo caído en la tacha de jansenismo, fue suprimida en 1653; no por eso se disolvieron sus miembros, sino que subsistieron hasta la revolución francesa bajo el nombre de Nouveaux convertis. En Francia los capuchinos adoptaron desde el principio una actitud resuelta frente a los hugonotes. Al publicarse el Edicto de Nantes en 1598 varios de los más destacados predicadores lo condenaron gallardamente, exponiéndose a las iras de Enrique IV. Todas las provincias capuchinas tomaron parte más o menos activa en la labor desarrollada por recobrar el terreno ganado por la herejía, ya mediante la predicación y la catequesis, ya mediante misiones organizadas, como la del Poitou, iniciada por el P. Tremblay en 1617 y continuada con éxito hasta la toma de la Rochela en 1628, la de Béarn, comenzada en 1618, y la del principado de Sedán, fundada en 1635 y colocada bajo la Propaganda en 1649; en esta última trabajó con gran fruto el P. Felipe de Morlaix, temible polemista. Los valles de los Alpes, zona en constante litigio político y religioso entre los estados fronterizos, fueron el primer objetivo de las misiones organizadas por las provincias italianas. La primera en fundarse fue la de la Valtellina, accediendo a una petición hecha en 1572 por san Francisco de Sales al ministro general; esta expedición, sacada de la provincia de Milán y dirigida por el padre Francisco de Bormio, sería el núcleo de la futura provincia de Suiza. A requerimiento del duque de Saboya, Carlos Manuel, Clemente VIII envió en 1596 una misión a los valles del Piamonte invadidos por el calvinismo; en breve tiempo los capuchinos lograron restaurar la fe ortodoxa, renovar la vida cristiana, restablecer la jerarquía y poner en práctica los cánones tridentinos. Al ducado del Chablais fueron también llamados los capuchinos por san Francisco de Sales; a los tres años habían logrado extirpar el calvinismo de toda la región; el más celoso e inteligente colaborador del santo obispo fue el P. Querubín de Maurienne, fundador asimismo de otra nueva misión en el Valais, adonde llegaron los primeros capuchinos en 1602, procedentes de las provincias de Lyon y de Suiza. Desde 1619 las residencias de los valles de los Alpes dependieron de la nueva provincia del Piamonte; a partir de 1622, por iniciativa de la Propaganda, se intensificó la labor en estas regiones, con el fin de oponer una valla infranqueable a la infiltración protestante en Italia. Con denodado esfuerzo los misioneros capuchinos lograron dotarlas de clero propio, de maestros y oficiales católicos y de todo cuanto necesitaban para llevar vida autónoma y para no sufrir la influencia de los cantones calvinistas. La provincia de Saboya fue eminentemente misionera durante todo el siglo XVII, en contacto constante con la Propaganda; para 1628 llevaba ya fundadas más de diez estaciones misionales; a partir de 1640 emprendió una intensa campaña de misiones volantes por montes y aldeas con eficacia extraordinaria. No menos misionera fue en el siglo XVII y XVIII la provincia de Suiza, tanto en el propio territorio de la confederación como en las regiones vecinas. De 1670 a 1729 los capuchinos suizos redujeron al seno de la iglesia a 11.280 herejes; de ella se desmembraron otras dos provincias, también esencialmente misioneras, la de Austria Anterior (Suabia), que desde 1674 a 1738 logró 10.745 conversiones, y la de Alsacia, que para 1749 había elevado el número de conversiones a 8.000. La misión suiza que mayores esfuerzos y sacrificios costó fue la de Retia, en el país de los Grisones, regada en 1622 con la sangre de su primer prefecto san Fidel de Sigmaringen; las únicas que perduraron hasta la revolución francesa fueron la del Val di Münster y Engadina, a cargo de la provincia de Brescia, y la de los valles del Mesocco y Calanca, fundada por san Carlos Borromeo y confiada a la provincia de Milán. Las provincias de Renania y Colonia se mantuvieron en todo tiempo fieles a su destino misionero, a las órdenes de la Propaganda, avanzando sin cesar y entregando las parroquias restauradas al clero secular, a medida que se afianzaba la fe. La prefectura apostólica del Palatinado, encomendada a la provincia de Baviera, perduró hasta 1633. La de la archidiócesis de Salzburg, adonde los capuchinos fueron llamados en 1613 para combatir a los utraquistas, fue organizada en prefectura en 1623 y prosiguió durante todo el siglo XVII; en el XVIII hubo un nuevo impulso cuando los capuchinos tomaron a su cargo muchas parroquias rurales por mandato del papa Clemente XII. La misión de Bohemia, iniciada por san Lorenzo de Brindis, fue fundada por decreto de la congregación en 1629, bajo la prefectura del padre Valeriano Magni, eminente polemista y misionero de grandes iniciativas, que extendió además su acción misional y diplomática a Polonia y a varios estados alemanes. A mediados de siglo el emperador Fernando III, con el fin de proseguir la estabilización de la fe, llamó a veinte capuchinos, quienes en sólo el año 1653 redujeron, según consta en la crónica provincial, a 17.240 herejes al seno de la iglesia. En 1673 se constituyó la provincia de Bohemia con Moravia y Silesia. Los comienzos de la misión de Hungría están también relacionados con el apostolado de san Lorenzo de Brindis; fue instituida canónicamente por la congregación en 1640; también aquí corresponde el principal mérito a Valeriano Magni; trabajaron misioneros alemanes e italianos hasta mediados del siglo XVIII. La misión capuchina de Irlanda se fundó en 1615-16; tuvo que soportar duras pruebas, sobre todo en la persecución de Cromwell; se distinguieron por su heroísmo en exponerse a las cárceles y a la muerte el venerable Fiacri Tobin de Kilbenny († 16.56) y Juan Bta. Dowdall de Ulster († 1710). El primer comisario de las misiones en las Islas Británicas, Francisco Nugent, logró establecer en Lille un seminario irlandés, que tuvo larga vida. En Inglaterra resultaron inútiles los esfuerzos realizados en 1599, 1605 y 1608. En 1630 llegaban doce capuchinos de la provincia de París en calidad de capellanes de la reina Enriqueta; desde esa fecha la misión inglesa quedó confiada a los franceses bajo la dirección monopolizadora del padre José du Tremblay, hasta que en 1651 otra vez volvió a depender de la custodia de Irlanda. En Escocia inició el apostolado en 1610 Francisco Nugent enviando algunos misioneros; los más dignos de mención fueron el padre Epifanio Lindsay († 1650) y el padre Arcángel Leslie († 1637), convertido del calvinismo; ambos hubieron de padecer lo indecible por atender a los católicos ocultos en la época del apogeo puritano. La restauración católica en Holanda, desde la fundación del convento de Maastricht en 1609, corrió por cuenta de los capuchinos belgas; en 1625 la Propaganda encomendaba a la orden la labor misional en todas las provincias unidas. Los misioneros habían de vestir de paisano para poder ejercer su ministerio; esto originó dificultades y fue causa de la oposición del capítulo general de 1643 a tales misiones, llegándose incluso a decretar su supresión por considerarlas incompatibles con el estado capuchino; la actitud de los católicos hizo que los misioneros continuaran y aun extendieran su radio de acción en la segunda mitad del siglo XVII. No fueron sólo la predicación y las instituciones los medios de que echaron mano los capuchinos en la lucha contra el protestantismo; es interminable la lista de obras, tanto de controversia general como de disputas particulares que fueron publicando en el curso de un siglo. Citaremos únicamente los autores más importantes. Zacarías Boverio de Saluzzo († 1638), Gregorio de Pania († 1662) y Anacleto de Le Havre († 1736) escribieron voluminosas refutaciones generales de todos los errores, protestantes, judíos y mahometanos. Vieron además la luz pública relaciones y actas de las disputas públicas sostenidas por los capuchinos franceses con los predicantes hugonotes en la primera mitad del siglo XVII; la más notable es la del padre José de Morlaix con el calvinista Pedro de Moulin en 1641. Entre los refutadores directos de Lutero y Calvino, sobresalen jacinto de París († 1650), Ángel de Raconis († 1637), Rafael de Dieppe († 1637), Bernardino de Poitiers, Miguel Ángel de Ruan, y los más temibles polemistas, san Lorenzo de Brindis y Valeriano Magni. No faltaron publicaciones positivas de mérito, exponiendo principalmente la doctrina sobre el primado del romano pontífice; entre ellas descuella la grandiosa obra en seis tomos del padre Jeremías de Beinette († 1774)5. NOTAS: 1. Apareció en 1542. El título original era Der barfüsser Mönch Eulenspiegel und Alcoran; lo prologaba Martín Lutero. Fue traducido al latín con el título Alcoranus nudipedum, y tuvo en pocos años tres ediciones. En 1556 aparecía la traducción francesa, que fue difundida por toda Europa por los calvinistas y llevaba por título Alcoran des cordeliers. En Francia les cordeliers era el apelativo vulgar dado a los franciscanos. 2. Annales Minorum, XXIX, 1648, p. 440s; XXX, 1656, p. 361s; 1657, p. 399s. 3. H. Holzapfel, Manuale, 415-440.- A. de Serent, Les frères mineurs en face du protestantisme. Paris 1930.- G. Cantini, I francescani d'Italia di fronte alle dottrine luterane e calviniste. Roma 1948. 4. L. von Pastor, Historia de los papas, XI, 287. 5. Rocco da Cesinale, Storia delle missioni dei Cappuccini, I, 102-405; II, 47-705.- Clemente da Terzorio, Le misstoni dei Min. Cappuccini, I, 11-424.- Melchor de Pobladura, Historia, I, 298-322; II, 2, 167-245. |