DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

III. LA GRAN PRUEBA
(c. 1768 - c. 1880)

Capítulo I
LA CRISIS INTERNA

El incontenible aumento numérico que, como ya vimos, fue causa de preocupación en el siglo XVII para las autoridades civiles y eclesiásticas y también para los capítulos y superiores mayores, alcanzó su nivel máximo en la década 1760-1770. Las nuevas teorías económicas, que establecían relación entre crecimiento demográfico y productividad, hacían que los hombres de gobierno miraran cada vez más al fraile como una plaga social. Esa supersaturación monástica llevaría en poco tiempo a un profundo descrédito de las órdenes mendicantes ante grandes sectores de la sociedad. Nunca resultó más verdadera la afirmación de que no es el número lo que hace grandes las instituciones. Las causas que condujeron al desenlace trágico del siglo XIX son muy complejas, pero todas providencialmente ordenadas a la purificación regeneradora de la porción selecta de la iglesia.

En lo exterior tomaron como blanco principal de su enemiga a los frailes todas las fuerzas anticatólicas del siglo: enciclopedismo iluminista, jansenismo, febronianismo, regalismo y masonería. En efecto, por muy decaídas que estuvieran, las órdenes mendicantes seguían siendo la más firme garantía de la autoridad pontificia y del supranacionalismo de la iglesia, los dos valores amenazados por el laicismo heterodoxo. Por desgracia, la vida interna de los institutos ofrecía no escaso asidero al enemigo, y no siempre eran calumniosas, bien que impías, las sátiras burlescas, los razonamientos económicos y las arremetidas reformadoras con que se los maltrató. La enorme popularidad del franciscano en los siglos anteriores estaba descendiendo rápidamente, no ante el pueblo sencillo, pero sí ante la nueva clase culta. La denominación fraile era ahora símbolo de valores que ya no lo eran y de un ideal de vida mirado con desdén. Mientras la sociedad avanzaba rápidamente hacia nuevas aspiraciones y nuevas preocupaciones, aun religiosas, el "fraile" permanecía cada vez más aislado en su convento, atento a sus propias tradiciones domésticas, y se cerraba en la cultura eclesiástica al margen de la cultura "profana" científica, si bien ya vimos los esfuerzos realizados por algunas inteligencias, abiertas a la realidad ambiente, para hermanar la formación escolástica con los postulados de la ciencia experimental.

El mismo viraje de la economía y de la vida social, no menos que el clima de miedo creado en los ambientes piadosos ante la marea del laicismo racionalista, hacía que las vocaciones fuesen en aumento; el convento ofrecía un buen refugio frente a la inseguridad de una sociedad en transición. Eran vocaciones de cuya autenticidad había motivo para desconfiar. En el mismo grado se experimentaba la falta de ideales fecundos capaces de mantener en vibración a la masa de religiosos que llenaba los conventos. La ociosidad, con todo lo que lleva consigo, se cernía como un mal inevitable; con la ociosidad venía la relajación.

En 1763, el comisario general de la observancia cismontana Pascual Frosconi dirigía una circular a los religiosos de su jurisdicción, y en ella hablaba de la catástrofe a que estaba abocada la orden si continuaba subiendo de punto la inobservancia y la relajación1. A él le tocaría, como ministro general desde 1768, ser testigo impotente de tales presagios. No eran más optimistas las descripciones que por el mismo tiempo hacían los generales de la orden capuchina sobre la situación interna. Pablo de Colindres, en su circular de 25 de noviembre de 1761, enumeraba los males que principalmente afligían a las provincias: disensiones por causa de las nacionalidades, espíritu de partido, ambiciones y envidias; avaricia de los superiores, que no dan a los religiosos lo necesario con el pretexto de pobreza; descuido en la formación de la juventud; ambiente de política mundana2. Y Erhardo de Radkersburg, en su notable mensaje de 1775, decía: "En estos tiempos calamitosos, como lo enseña una larga experiencia y lo vemos en la práctica, se ha entibiado grandemente en nuestra orden el fervor del espíritu seráfico, la observancia de la disciplina regular languidece en muchas partes. No resplandece ya aquella santa sencillez, humildad e inocencia que acreditaban nuestra orden ante Dios y ante los hombres; al contrario, en aras de la ambición, todo lo domina el afán de la política mundana, que está pervirtiendo las mentes de los religiosos"; de aquí la porfía por situaciones de privilegio, la pérdida de la paz, la indisciplina. Y al ser reelegido en 1782: "A nadie se le oculta el cúmulo de miserias, angustias y peligros en que nos hallamos en estos tiempos calamitosos...". Como remedio recomendaba la oración, "a fin de que logremos resucitar a nueva vida y al primer esplendor nuestra madre la orden, que ha perdido su lozanía, y está languideciendo y casi próxima a la muerte"3.

El clima de regalismo, con sus intromisiones cada día más opresivas en los asuntos eclesiásticos, no podía menos de originar confusión en los religiosos, como la originaba en las jerarquías nacionales, hechas a plegarse ante el absolutismo del estado, al que daban incienso el jansenismo, el febronianismo y el iluminismo. No todos estaban de acuerdo en cerrarse sobre sí mismos ante los "tiempos calamitosos", sino que hubieran querido abrirse a la nueva realidad revisando las propias estructuras culturales y adaptando la vida religiosa a un mundo en evolución. Mas, para la masa de los religiosos y, sobre todo, para los responsables, era menos complicado tomar la defensiva. La situación interna empeoraría a medida que la limitación en la recepción de novicios, impuesta por los gobiernos, aumentara la desproporción entre ancianos y jóvenes.

Los remedios de que se quiso echar mano iban en dos direcciones: una en sentido vertical, reforma de arriba abajo mediante el refuerzo de la disciplina interna y mayor rigor en la observancia; la otra horizontal, a partir de la fuerza renovadora interna de la orden, mediante el impulso a las casas de retiro y otras iniciativas de compromiso de grupo.

Una masa de religiosos sin un fuerte ideal espiritual y apostólico, sobre todo con la sensación de cansancio que se notaba en las órdenes religiosas a fines del siglo XVIII, no podía sustraerse a la ociosidad y a la indisciplina sino mediante los recursos que ofrece la vida regular. A falta de estímulos de fondo, había que poner en juego los valores de forma: actitud externa, regularidad de horarios, prácticas meticulosamente precisadas, ejercicios de humillación y de mortificación, frecuentes capítulos de culpas, etc. Este montaje de exterioridades, convertidas en valores de primer orden, puede apreciarse en los libros de costumbres y ceremoniales que fueron apareciendo en las provincias precisamente en este tiempo4. La observancia como fidelidad a la regla había venido a ser la ejecución mecánica de "observancias" menudas, con frecuencia ridículas, que recaían, como es natural, sobre los novicios, los recién profesos y los hermanos legos, mientras los privilegiados y exentos, cada día más numerosos, hacían lo posible por sacudírselas.

Este observantismo esterilizador brotó como un mecanismo natural de defensa interna en las provincias, pero no se halla en las orientaciones que llegaban del centro de la orden; las cuales, sin embargo, apenas ofrecían otra perspectiva que una vigilancia redoblada para mantener en vigor la disciplina de la regular observancia.

No es otro el contenido de la circular enviada a toda la orden, con fecha 4 de octubre de 1762, por el ministro general de la observancia Pedro Ibáñez de Molina, primer descalzo elegido para el cargo supremo en el capítulo de 1750 y reelegido en 17625; de la enviada a la familia cismontana el 3 de marzo del año siguiente por el comisario general Pascual Frosconi de Varese, reformado, "visitador y reformador apostólico" por nombramiento de Clemente XIII6 y de la de su sucesor José María de Vedano de 10 de noviembre de 17657. Puede ser significativo el que la orden tuviera al frente, en esos años críticos, a un descalzo y un reformado; a Pedro Ibáñez, en efecto, sucedió en 1768 como general Pascual Frosconi, que sería confirmado por Pío VI, suprimiendo los capítulos generales, hasta 1791, en que murió. La causa de no convocar el capítulo general fue la actitud secesionista de las provincias españolas. Pasarían 88 años (1768-1856) sin que volviera a reunirse el capítulo general8.

Pablo de Colindres, general de los capuchinos (1761-1766), dirigió a su orden tres cartas circulares exhortando a la observancia de la regla y de las constituciones y denunciando con sinceridad los abusos que había que extirpar9. Bajo su sucesor Amado de Lamballe (1768-1773) se promulgaron unas Ordenaciones generales (1769) enderezadas exclusivamente a taponar grietas en la "regular observancia"10. El siguiente general Erhardo de Radkersburg, mantenido excepcionalmente en el régimen por espacio de dieciséis años (1773-1789), por confirmación sucesiva del capítulo general, dirigió en 1775 una circular muy notable, describiendo con tintas negras la situación interna y proponiendo los remedios; en otra de 1782 volvía sobre los mismos temas, con tonos aún más pesimistas y sin luz ninguna en el horizonte11. Le sucedió Angélico de Sassuolo (1789-1796), y a éste siguió Nicolás de Bustillo, nombrado por Pío VI en 1796 sin convocación del capítulo. En 1798, por causa de la situación política, se marchó a España, y quedó gobernando la orden, con autoridad de comisario general, Angélico de Porto di Fermo. Por espacio de cerca de cincuenta años no volvería a reunirse el capítulo general.

También en la orden capuchina es de notar un fenómeno significativo: contra toda la tradición anterior de elegir generales italianos, el gobierno supremo estuvo durante treinta y cinco años (1754-1789) en manos de no italianos: un bohemio (Serafín de Ziegenhals), un español (Pablo de Colindres), un francés (Amado de Lamballe), un austríaco (Erhardo de Radkersburg), y tras el sexenio de un italiano, el papa nombró nuevamente a un español (Nicolás de Bustillo). En realidad, como vamos a ver, existía una postura diferente entre los vocales capitulares italianos y ultramontanos respecto a la situación de la orden; aquéllos no compartían el pesimismo de éstos; más confíados en las observancias exteriores, mantenían la tesis de que la orden capuchina no necesitaba renovarse.

Los conventuales tuvieron un momento de euforia cuando Clemente XIV, papa conventual, realizó la incorporación de los observantes de Francia: 287 conventos con 2.300 religiosos. Institucionalmente era un gran éxito. Ese mismo año fueron promulgadas nuevas constituciones según el plan nacionalizador del gobierno. No poseemos datos sobre la situación interna de la orden ni sobre los criterios de renovación seguidos durante los años críticos. Los capítulos generales quedaron interrumpidos desde 1789 hasta 1824, y desde 1866 hasta 1891.

La renovación horizontal tuvo como objetivo vitalizar las casas de retiro o establecerlas donde no estuvieran. La observancia no necesitaba introducirlas, porque la legislación las reconocía y, al menos institucionalmente, existían. No así dentro de las varias reformas de descalzos, reformados y recoletos. Tampoco existían entre los capuchinos. Fue el medio fundamental de renovación promovido por Pablo de Colindres durante su gobierno.

La primera casa de esa índole fue erigida en 1763, bajo los auspicios del general, en Terranova por iniciativa de Jesualdo de Reggio († 1803) y de otros compañeros de la provincia de Reggio Calabria que se le unieron. El plan de vida era: observancia rigurosa, retiro, estudio y predicación. El general hizo lo posible por establecer otra en La Spezia, provincia de Génova, y otras en las provincias de Roma y Lombardía, pero halló siempre resistencia por parte de los superiores. En esta campaña se distinguió en Italia Miguel de Pamplona († 1792), futuro misionero, impulsor de los colegios de misioneros y obispo de Arequipa (Perú).

En su visita a las provincias de España obtendría resultados más halagüeños Pablo de Colindres. En casi todas ellas dejaría fundados o en plan de fundación colegios de misioneros, que eran, como el de Terranova, casas de retiro y de observancia, "seminarios" de capacitación pastoral y viveros de predicadores entre fieles, como para las misiones lejanas lo eran los colegios de Propaganda Fide. En 1764 aprobaba el de Sanlúcar de Barrameda en la provincia de Andalucía, con sus estatutos, y el de Monóvar en la de Valencia; en 1765 dejaba organizado el de Toro en la provincia de Castilla; algo más tarde se fundaría el de Borja en la provincia de Aragón y en 1797 los de Lerín y Vera en la de Navarra. Fue promoviendo otros proyectos en Francia y en los países germánicos.

La nueva institución llenaba tres objetivos a un tiempo: el de grupo voluntariamente comprometido e integrado por religiosos dispuestos a revitalizar la fidelidad a la regla, la compenetración con un ideal vivamente sentido y como redescubierto, finalmente la ocupación ministerial al servicio de la iglesia.

Pero en Italia la oposición a la innovación del general se hacía cada vez más cerrada. En 1768, respondiendo a una consulta de la santa Sede, sobre la aprobación de los estatutos del de Sanlúcar, el definitorio dio un informe absolutamente contrario. Con esta novedad, decía, "se prevé en toda la orden una gravísima confusión y perturbación; cuando se sepa en las provincias que hay un breve de aprobación, comenzarán intentos semejantes en todas las provincias, con la consiguiente perturbación y no poca admiración de los seglares, como si la observancia regular se hallara por los suelos en la orden capuchina, siendo así que, gracias a Dios, hasta ahora nunca ha habido necesidad de tales conventos, pues en todas partes están en vigor las mismas constituciones, cuya observancia es inculcada incesantemente por los superiores...". El que quiera ser perfecto religioso, concluían los definidores, lo puede ser en cualquier convento12.

Erhardo de Radkersburg prosiguió en la misma línea. Aprobó los estatutos para la casa de retiro de Mesoraca en Calabria y para la de El Pardo en Castilla. Pero en 1805 nuevamente el definitorio general daba a la santa Sede informe contrario, y por las mismas razones: 1) donde florece la observancia regular no hay necesidad de tales casas, 2) los que piden esa novedad son religiosos que buscan la singularidad, 3) sería ocasión de escándalo para los seglares, quienes sacarían la conclusión de que la orden está relajada13.

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Pero no todo eran sombras en esos decenios de crisis. Vimos las notables realizaciones en el terreno científico en las últimas décadas del siglo XVIII. Si bien la atracción hacia las misiones lejanas fue disminuyendo notablemente en Europa y en las provincias de ultramar, de tal forma que era difícil encontrar voluntarios para las misiones vivas, aun concediendo privilegios y exenciones a los que hubieran trabajado en ellas un número de años14, no faltaban empresas de evangelización de gran empeño, especialmente por obra de los colegios de Propaganda Fide. En América proseguían con éxito las avanzadas de Nuevo México y Texas; Junípero Serra con los demás misioneros realizaba la evangelización de la alta California, se reorganizaban las misiones de Piritú en Venezuela, donde los capuchinos proseguían sus reducciones sin desalentarse ante la escasez de personal, los observantes sustituían a los expulsados jesuitas en un buen número de misiones de Sudamérica, los capuchinos tomaban a su cargo la misión de Luisiana en América del Norte. En China se continuaba penetrando, aunque con dificultades y peligros enormes. Pero preciso es reconocer que en otros campos del próximo Oriente, de África, de Asia, las misiones languidecían y no ejercían influjo en el idealismo de las provincias.

La predicación puede presentar figuras destacadas, aunque no muy numerosas. Esta falta de hombres dados a fondo a la predicación, no obstante el aumento del número de titulados, fue uno de los motivos de la fundación de colegios de misioneros.

Los frutos de santidad abundan en la segunda mitad del siglo XVIII, a juzgar por los canonizados o beatificados. Hay uno canonizado, el lego limosnero capuchino de Cerdeña san Ignacio de Láconi († 1781), cuatro beatos capuchinos, Ignacio de Santihá († 1770), Félix de Nicosia († 1787), Apolinar de Posat († 1792), mártir de la revolución francesa, y Diego José de Cádiz († 1801), el gran apóstol de España en la época del filosofismo y del regalismo, que hizo vibrar a las multitudes como ninguno en su tiempo y logró hacerse escuchar de todas las clases sociales. Los conventuales tuvieron también su mártir, reconocido por la iglesia, en la revolución francesa: el beato Juan Francisco Burté. Y, aunque fallecidos en el siglo XIX, pertenecen a la misma época el alcantarino Egidio María de san José († 1812), el reformado Leopoldo de Gaiche († 1815) y el observante mártir Juan de Triora († 1816).

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Capítulo II
SUPRESIONES Y EXCLAUSTRACIONES

La obra de las "Comisiones de reforma"

El vendaval vendría de fuera. Las órdenes religiosas iban a ser víctimas del odio racionalista y de las intromisiones regalistas, con la connivencia y el apoyo más o menos abierto del episcopado. Aun la santa Sede veía el fondo de objetividad que había en el clamor general contra el exceso de frailes y se avino a tomar medidas para reducirlo. El plan de los gobiernos era fundamentalmente financiero: reforzar los fondos públicos y activar la economía sustrayendo los bienes a las "manos muertas"; "desamortización" era la palabra de orden en las cortes borbónicas y en el imperio austríaco. En realidad, se trataba también de debilitar a la iglesia a título de las "regalías", o sea, del derecho a intervenir en virtud de la autoridad real en todos los asuntos eclesiásticos; para lo cual se fue avanzando cada vez más hacia el aislamiento de las diócesis respecto del pontífice romano y hacia la constitución de iglesias nacionales, sometidas al poder real. Era fácil obtener el asenso, o al menos el silencio adulador, del episcopado, sobre todo después de la difusión de las ideas de Febronio y del sínodo de Pistoya, pero se temía la resistencia de las órdenes religiosas, la mejor garantía del carácter supranacional de la iglesia. Debilitarlas y nacionalizarlas fue la consigna general.

El paso primero y más audaz se dio contra la Compañía de Jesús, que fue expulsada primero en Portugal (1759-1761), después en Francia (1764), en España (1767), en las dos Sicilias (1768), en Parma (1768), hasta que finalmente fue suprimida por Clemente XIV en 1773.

Para las demás órdenes religiosas las cortes católicas excogitaron el procedimiento de las comisiones de reforma, denominación hipócrita que celaba las verdaderas intenciones de los que las componían.

La primera en constituirse fue la Commission des Réguliers en Francia (1765), presidida por el arzobispo de Toulouse, Loménie de Brienne. Tal arte se dio la comisión que para 1784 había suprimido en total 426 casas por no reunir el mínimo de 15 moradores exigido en virtud del decreto que prohibía a cada instituto tener más de una casa en cada ciudad; se retrasó la edad de admisión a los 21 años y se tasó el número de novicios. Pero la medida más calculada fue la obligación de celebrar capítulos nacionales con intervención de comisarios reales y de redactar constituciones nacionales en sustitución de las generales, como ya vimos que se obligó a los conventuales en 1771 y lo propio se hizo con los capuchinos en el mismo año, no obstante la oposición de muchos capitulares; no se pudo evitar que fuesen aprobadas por Pío VI en 177615. En favor de los capuchinos y de los recoletos se declararon muchos obispos, y esto hizo que la comisión se mostrara benévola con ellos por el prestigio de que seguían gozando en la nación. Por la misma causa, no hubo ningún otro instituto, después de los jesuitas expulsados, contra el que se desatara más la enemiga de los enciclopedistas que los capuchinos, acosados con libelos, sátiras, calumnias y escarnios.

Todo esto produjo sus consecuencias ruinosas. Los conventuales perdieron 58 conventos y descendieron de 2.620 religiosos que tenían en Francia en 1771 a 2.074. Los capuchinos eran todavía 4.280 en 1771, pero en los tres años anteriores los 250 sacerdotes fallecidos no habían sido sustituidos más que por 21. En conjunto las cuatro órdenes franciscanas -conventuales, recoletos, capuchinos y terciarios regulares- perdieron 3.756 religiosos16.

En España, la comisión de reforma se constituía en 1769 bajo la presidencia del cardenal Luis de Borbón. El instigador era el inteligente ministro de hacienda Campomanes, que en 1765 había publicado su Tratado de la regalía de amortización, traducido al italiano por orden del senado de Venecia. Se dictaron medidas para restringir la admisión de novicios, sobre todo a partir de 1773, mientras por otro lado el consejo de Indias reclamaba insistentemente envíos de misioneros a ultramar. Según un informe presentado por el comisario general de la familia en 1778, el número de franciscanos había disminuido en 5.582. Por poner un ejemplo, en la provincia de los Angeles no se permitía dar más de 16 hábitos cada trienio, y morían unos 50 en el mismo plazo. En 1782 tuvo que intervenir el mismo consejo de Indias pidiendo que fueran abiertos de nuevo los noviciados de las órdenes misioneras17.

Prosiguiendo en el plan de nacionalización, en 1804 se arrancó a Pío VII la bula Inter graviores, en virtud de la cual los regulares de España y sus dominios tendrían, en adelante, un régimen totalmente independiente y nacional; el general sería elegido alternativamente, una vez español y otra de las demás naciones; cuando no fuese español, gobernaría en España un vicario general autónomo; en caso contrario, el resto de la orden tendría un vicario general18. Este régimen nacional duraría en los capuchinos hasta 1885 y en los franciscanos hasta 1932.

En Italia, el primer estado que se lanzó por el camino de las intromisiones a título de reforma fue Venecia, que en 1766 instituía la Deputazione "ad causas pías", encargada de indagar sobre los bienes eclesiásticos. En 1768 decretaba la supresión de todos los conventos que no contaran con rentas para poder sostener a doce religiosos. Los conventuales perdieron en el Véneto 22 casas entre 1769 y 1771. En Toscana, el duque Leopoldo I prohibía en 1772 a los regulares todo recurso a Roma, y en años posteriores llegaba a entrometerse hasta en la celebración de los capítulos y el nombramiento de los superiores. No corrieron mejor suerte las órdenes religiosas en Nápoles y Sicilia bajo la cismática política religiosa del ministro Tannucci, que echó mano de medidas más expeditivas, como la fijación del número de miembros de cada provincia y la clausura de todos los conventos de Calabria en 1783, donde sólo en 1799 pudieron abrirse de nuevo los conventos. En 1788 se prohibía toda relación con los superiores de Roma y se imponía el placet regio a todas las disposiciones emanadas de ellos.

También en los países de Europa central y oriental los regulares hubieron de sufrir vejámenes semejantes, con las mismas tendencias cismáticas. En 1761 el príncipe elector de Baviera, influenciado por el febronianismo, había dado ya un decreto de desamortización; en 1769 dio otro decreto dirigido a reducir el número de conventos y de religiosos. En 1778 fue más adelante el elector de Maguncia, llegando a separar a los regulares de la obediencia a sus superiores generales, sometiéndolos directamente a su autoridad y entrometiéndose en la disciplina interna, todo con el pretexto de reformarlos. Lo propio hizo después el obispo de Worms. Mientras tanto, las provincias pertenecientes al imperio eran vejadas por la política religiosa de María Teresa y de José II, apartadas rigurosamente de sus superiores de Roma y sometidas a la jurisdicción de los obispos y a la inspección del gobierno. En 1770 se prohibía el ingreso antes de los 24 años; en 1771 se prohibía la mendicación y toda actividad fuera del convento; en 1781 eran suprimidos todos los institutos masculinos y femeninos que no se dedicaran a la enseñanza, al cuidado de los hospitales o a la erudición; en virtud de esta medida desaparecieron más de 400 casas en la actual Austria, 141 en Hungría y más de 150 en los países eslavos. En Bélgica se dieron disposiciones para reducir el número de religiosos en 1753 y 1771; y en 1783 se decretó la supresión inmediata y radical de todos los conventos "inútiles", con confiscación de bienes. En Polonia fue mucho lo que hubieron de sufrir las órdenes religiosas a raíz de la repartición de 1772 entre Rusia y Austria, y en las reparticiones posteriores. Para 1810 los religiosos habían quedado reducidos a una tercera parte.

También el reino de Saboya imitó la política religiosa de los demás estados. Puede decirse que, a excepción de los estados pontificios, no hubo ni uno solo en que los regulares no se vieran amenazados de progresiva extinción19.

La revolución francesa

Bajo la política de estrangulación del regalismo "ilustrado" las órdenes religiosas caminaban hacia una extinción sin gloria. Las supresiones radicales inspiradas en la revolución dejarían al menos una nutrida constelación de mártires.

El 13 de febrero de 1790 la asamblea constituyente decretó la supresión de todas las órdenes religiosas. Los religiosos exclaustrados tuvieron que optar, además, entre el juramento de la constitución civil del clero o el destierro y la muerte. Como era de temer, una gran parte de los religiosos recibieron con gozo la invitación a dejar los hábitos al amparo de la pensión asignada. Una selección gloriosa ofrendó su vida en aras de los derechos de la iglesia, en total más de doscientos hijos de san Francisco; otros muchos emigraron al extranjero o fueron deportados violentamente20.

Poco después tocó el turno, una tras otra, a las varias naciones a donde los ejércitos de Napoleón llevaron los principios de la revolución francesa. En Bélgica el año 1796 fueron suprimidos todos los conventos. En 1802 eran expulsados todos los religiosos en Piamonte y Saboya, en 1803 sucedía lo mismo en los países alemanes del Rhin. En 1809 Murat decretaba la supresión de todos los conventos en sus dominios de Nápoles y lo propio hacía en España, el mismo año, José Bonaparte. En 1810 la supresión alcanzaba a toda Italia. También sufrían las consecuencias Suiza y el Tirol, mientras en Baviera el regalismo proseguía su plan, llegando a la ocupación de los conventos y a la secularización de multitud de comunidades. En Austria, la situación de los regulares mejoró ligeramente bajo Francisco I. Finalmente el rey Federico Guillermo de Prusia firmaba el 30 de octubre de 1810 un edicto suprimiendo todos los conventos; la ley afectó sobre todo a Silesia, la parte anexionada de Polonia.

Con la restauración traída por el congreso de Viena (1815) pudieron reorganizarse en parte las maltrechas provincias de Italia y España, pero nada pudo hacerse en Francia. No es difícil imaginar la situación interna al reunirse de nuevo las comunidades conventuales tras la confusión creada en las ideas; no faltaban "afrancesados" en buen número, ni tampoco reaccionarios a ultranza, incluso frailes guerrilleros que habían alzado al pueblo contra el invasor. Y luego la sensación de inestabilidad y de angustia para el porvenir, ya que, vencido Napoleón, no quedaban vencidos, sino en pleno avance, los ideales de libertad y de progreso21.

Las exclaustraciones liberales

Pasado el huracán de la revolución francesa, no fue fácil restablecer la disciplina; los restaurados gobiernos absolutistas no eran menos regalistas que los anteriores. Muchos de los que regresaban a los conventos lo hacían forzados por las órdenes de la congregación formada en Roma para la reforma de los regulares. Por otro lado, escaseaban las vocaciones, y había el peligro de tener prisa por llenar los huecos dejados por las deserciones, reclutando candidatos como fuera, ya que había que ocupar los conventos recobrados. Quedaba todavía la tercera gran prueba, el liberalismo, que llevaría a cabo el despojo total de las órdenes religiosas; las familias franciscanas saldrían de ella saludablemente purificadas y, aunque por fuerza, reconciliadas con la pobreza profesada. El hijo de san Francisco arrojado de su convento, disperso, al experimentar la realidad de una vida más desprendida y tener que salvar su vocación clandestinamente, recobraría el sentido de la vida evangélica y, sobre todo, volvería a entrar en contacto más real con el pueblo, el pueblo de la nueva sociedad, que ya no es el de los burgueses y artesanos de los orígenes de la orden, sino el de las masas proletarias, víctima de la ambición capitalista en un mundo industrializado.

España había visto ya el primer atropello liberal contra las órdenes religiosas en las cortes de Cádiz (1812). La restauración iniciada con la vuelta de Fernando VII recibió un gran entorpecimiento en el trienio constitucional de 1820-1823. En 1834 se produjo un levantamiento popular contra los frailes, organizado oficialmente; muchos murieron a manos del populacho. En 1836 la ley de desamortización de Mendizábal suprimía radicalmente las órdenes religiosas. Al año siguiente no quedaba abierto ni un solo convento de capuchinos, y sólo alguna que otra comunidad de observantes y descalzos pudo subsistir, medio clandestina. En los años siguientes hubo varios intentos de restaurar la vida común, pero todos resultaron inútiles22.

Entre tanto (1820-1824), se realiza la independencia de las posesiones españolas de América. Los religiosos criollos, muy numerosos entre los observantes, se pusieron en masa de parte de los insurrectos. Más aún, un buen número de ellos se distinguió en la lucha por la autonomía23; por el contrario, los componentes de las comunidades de los colegios de Propaganda Fide y los misioneros entre los indios, casi todos españoles, hubieron de sufrir no poco; en 1817 fueron asesinados por orden de Bolívar 20 capuchinos de la misión de Guayana y Trinidad y los cuarenta restantes perecieron a causa de las penalidades. Pero también en las nuevas repúblicas la persecución liberal se cebaría en las órdenes religiosas hasta casi extinguirlas.

En Portugal, donde el regalismo había seguido los mismos pasos que en las demás naciones, pero no había llegado la supresión napoleónica, el liberalismo hizo acto de presencia con la constitución de 1822. En ese año, don Pedro decretaba en el Brasil la exclaustración dejando las misiones abandonadas; lo propio hacía en Portugal en 1832, clausurando todos los conventos y confiscando los bienes de los regulares.

En el resto de Europa la situación estaba a merced del sucederse de períodos revolucionarios o absolutistas. En Polonia y Rusia, la supresión, iniciada en 1831, se consumaba en 1864, dejando en pie algunos conventos para albergue de los religiosos ancianos.

A mediados del siglo pareció que comenzaba otra vez a cobrar un ritmo normal la vida interna. Los capuchinos podían tener en 1847 su capítulo general y otro en 1853. Los observantes pudieron asimismo reunir el capítulo en 1856 bajo la presidencia de Pío IX. Los conventuales habían reanudado los capítulos desde 1824. Cuando parecía que se podía poner mano a la reorganización de las provincias y de la vida regular, sobrevinieron las supresiones liberales en la península italiana.

En 1855 el gobierno de Piamonte decretaba la supresión de las órdenes religiosas. En 1866 se extendía la misma ley a toda Italia unida, si bien no se aplicó en todas partes con el mismo rigor. Para 1873 la ejecución de la ley había alcanzado a toda la península e islas del reino unificado.

Con efecto retardado llegó también en Alemania la prueba del liberalismo en los años del Kulturkampf (1871-1875)24. Y Francia volvería a conocer aún la ley de supresión de 1880, cuyos efectos fueron poco duraderos, y la de 1903, que duró algo más.

* * *

Capítulo III
LAS CONSECUENCIAS

La perspectiva histórica nos permite hoy calibrar los resultados, más positivos que negativos, de aquel sucederse de intromisiones externas, de supresiones y exclaustraciones a lo largo de una centuria. Las órdenes religiosas salieron mermadas y empobrecidas, pero purificadas y preparadas para la nueva tarea en un mundo tan diferente del anterior.

Mutación del escenario geográfico

En Francia desaparecieron totalmente las doce provincias de los recoletos, las ocho de los conventuales y las doce de los capuchinos. Cuando llegara la hora de la restauración habría que comenzar desde cero. Lo propio sucedía en España y Portugal como consecuencia de la total supresión liberal. Al frente de los religiosos exclaustrados existía, desde 1838, un comisario apostólico para los observantes y otro para los capuchinos, nombrado por la santa Sede, en atención al régimen nacional concedido por la bula de 1804. La supresión duraría más de cuarenta años en España y cincuenta y ocho años en Portugal, tiempo suficiente para que desapareciera casi por completo la generación última de la época anterior. En ultramar subsistía la provincia de descalzos de Filipinas y, aunque muy maltrechas, casi todas las de Méjico, América Central y América del Sur, que poco a poco irían reduciéndose en número. En Méjico, el gobierno suprimió las órdenes religiosas en 1859.

En Italia continuaba inmutado el mapa de las provincias de observantes y reformados, que en total sumaban 48, y las 25 de los capuchinos; la de Brescia dejó de existir con la supresión napoleónica. Pero era un sobrevivir languideciendo, peor quizá que la desaparición real. Varias provincias de los conventuales desaparecieron. También en Europa central y oriental continuaron existiendo las provincias, si bien muy reducidas, a excepción de las de Polonia, bajo Prusia y Rusia, totalmente extinguidas.

En compensación, la presencia de los hijos de san Francisco se hacía sentir vigorosamente en otras áreas de gran porvenir. Volvía a renacer la vida religiosa en Irlanda, después de la sañuda persecución del siglo XVIII, y en Inglaterra, donde capuchinos y recoletos formaban nuevas provincias. Y todas las familias franciscanas, desde mediados del siglo XIX, daban vida a provincias pujantes en América del Norte. Y era precisamente el nuevo clima creado por las ideas liberales el que hacía ceder la intolerancia en las islas británicas y en los Estados Unidos, abriendo a las órdenes religiosas nuevos campos donde realizar la propia vocación y ejercer el apostolado con mayor libertad que en los países católicos. Este trasplante fue un fruto providencial de las sacudidas persecutorias.

Bajón numérico

El fenómeno que mejor revela la tragedia es el espectacular descenso, no tanto en el número de provincias y de conventos, que en muchas naciones siguió casi inalterado, cuanto en el de religiosos. Dada la inestabilidad de gobierno, ni siquiera es posible seguir estadísticamente la curva de ese descenso, que se inició, como ya vimos, hacia 1765 y tendría su nivel más bajo hacia 1890. He aquí esa realidad reflejada en algunas cifras conocidas:

Observantes: 39.900 en 1762, 10.200 en 1862, 5.367 en 1883 y 6.228 en 1889.

Reformados: 18.992 en 1762, 9.880 en 1862, 6.305 en 1883 y 5.733 en 1889.

Recoletos: 11.000 en 1762, 813 en 1962, 1.298 en 1883 y 1.621 en 1889.

Descalzos: 7.000 en 1762, c. 1.000 en 1862, 955 en 1883 y 858 en 1889.

Totales de la observancia: 76.892 en 1762, 21.893 en 1862, 14.526 en 1883 y 14.440 en 188925.


Conventuales: c. 25.000 en 1773, c. 2.000 en 1860 y 1.481 en 189326.

Capuchinos: 34.029 en 1761, 11.152 en 1847, 9.822 en 1874 y 7.6283 en 188827.


Total de las varias familias: 131.951 c. 1762, c. 33.800 c. 1860 y 23.549 c. 1890.

La disminución de toda la observancia con las reformas fue de un 81,2 por ciento; la de los conventuales, de un 94 por ciento; la de los capuchinos, de un 77,6 por ciento. En conjunto, un 82,1 por ciento.

El problema de los "exclaustrados"

En términos generales, no parece que fuera excesivo el número de los que saludaron las supresiones como una liberación de los compromisos de su profesión. Los exclaustrados, en casi todas las naciones, gozaban de una pensión oficial. Si eran sacerdotes ejercían el ministerio bajo la obediencia de los obispos, muchos de ellos obtenían beneficios eclesiásticos y no pocos fueron promovidos a la dignidad episcopal; si eran hermanos legos, actuaban como sacristanes o se ponían al servicio de los hospitales. Otros vivían sencillamente con su familia. Una minoría emigraba en busca de un país donde poder reanudar la vida de comunidad; y no faltaron nutridas expediciones de misioneros, como los 80 capuchinos españoles que embarcaron de 1841 a 1846 con el fin de trabajar entre los indios de Venezuela, para sufrir allá nuevas expulsiones28.

La congregación de obispos y regulares fue dando normas concretas sobre la situación de los exclaustrados y su relación con la orden, proponiéndoles siempre como ideal deseable la reagrupación en vida de comunidad. Tal era asimismo la preocupación de los superiores generales, sobre todo una vez que comenzaron a resurgir las provincias29. Pero no podía menos de resultar duro reintegrarse a la vida regulada y observante de los conventos a quienes llevaban muchos años viviendo independientemente; y aquellos que se decidían a regresar con dificultad se amoldaban a la uniformidad claustral, sobre todo por lo que hace a la disposición autónoma de los propios recursos.

Pero hay un anverso positivo en esa dispersión de tantos religiosos entre el pueblo de Dios: el conocimiento inmediato del momento histórico en que vivían y la identificación con las necesidades concretas y urgentes de la nueva clase social que se estaba formando en torno a los centros industriales y comerciales. Por un lado, desaparece aquella figura de fraile erudito, bien relacionado culturalmente y un si es no es aburguesado, que aparece en la segunda mitad del siglo XVIII, más en otras órdenes que en las franciscanas; y hace su aparición el fraile comprometido en iniciativas sociales y benéficas, que sabe comunicar a otros cristianos su propia inquietud. Como veremos más adelante, precisamente en los años de las exclaustraciones y, en general, por obra de algún religioso obligado a vivir fuera del convento, fueron surgiendo incontables institutos franciscanos femeninos de votos simples, con objetivos sociales muy concretos.

Crisis vocacional. Los seminarios menores

Lo grave fue que, al final del siglo de prueba, las provincias se hallaron generalmente sin vocaciones para el estado clerical. Seguía siendo fácil encontrar candidatos para hermanos entre la población agrícola; pero apenas se presentaban jóvenes con la necesaria base escolar que aspiraran a la vida religiosa. A ello contribuyó en gran parte el descrédito en que cayeron las órdenes religiosas tradicionales entre la clase culta tras las largas campañas difamatorias. Pero las causas eran más bien de índole social. Un joven con estudios se abría paso fácilmente en la vida, aun al servicio de los intereses de la iglesia. Por otra parte, y es la razón principal, la diversificación entre la carrera eclesiástica y las carreras civiles se hacía cada día mayor; la orientación de la iglesia era dar al sacerdote una formación peculiar aun desde el punto de vista intelectual. Un joven que sintiera la vocación sacerdotal se encontraba con que no le servía de nada lo aprendido en la enseñanza media pública. Además traía ya formada su personalidad mental y moral, y no encajaba fácilmente en el tipo de noviciado uniformante, que era el tradicional.

Si la orden quería tener sacerdotes eclesiásticamente preparados y moralmente bien encauzados, había de buscar las vocaciones entre los niños, hijos de familias tradicionalmente cristianas, preferentemente en las zonas sanas de clase agrícola, donde ya había llegado la escuela primaria, pero no había aún posibilidad de aspirar a la escuela media o superior. Para esas familias se trataba al mismo tiempo de una promoción legítima y de una sincera aspiración a verse honradas con un hijo sacerdote y religioso. Esas vocaciones infantiles no dejaban de ser sinceras, aun en esa casi exclusividad de opción.

Así nacieron los seminarios seráficos o escuelas seráficas, que en otras órdenes se llamaron también escuelas apostólicas. El primero de dichos seminarios de niños fue fundado en 1869 por el reformado Andrés Bindi de Quarata († 1879), con la entusiasta aprobación del clarividente general Bernardino de Portogruaro. Al año siguiente abrían otro los capuchinos de Toscana por iniciativa de Egidio de Cortona († 1889), que, siendo general, promovería la institución en toda la orden. Al principio, el nuevo sistema de proselitismo vocacional halló oposición entre los religiosos de edad, mientras los jóvenes eran cada vez más entusiastas; pero se fue abriendo paso rápidamente y por fin recomendado oficialmente en las tres ramas franciscanas.

Esta innovación, junto con las normas emanadas de la santa Sede para la formación eclesiástica, modificaría profundamente la organización de los noviciados y las casas de formación de los clérigos profesos. Habría cursos uniformes de alumnos, que ingresaban juntos en una fecha determinada, profesaban juntos y pasaban juntos de la escuela de humanidades a la de filosofía y ciencias, y de ésta a la de teología.

Resultado: un nuevo tipo de religioso, formado íntegramente en la orden desde los once o los doce años, uniformado en la mentalidad, en las actitudes y hábitos personales, en los modelos de comportamiento, en las aspiraciones espirituales y apostólicas y, precisamente por esto, muy eficiente al servicio de la institución y dentro de un encuadramiento especializado de ministerios y de actividades. Por espacio de un siglo, los seminarios menores serían la gran solución, ciertamente providencial30.


NOTAS:

1. Chron. Hist. Leg. IV, 495.

2. Melchor de Pobladura, Litterae circulares ministrorum generalium, I, 291.

3. Ibid. 323s, 341.

4. Pueden verse muchos de ellos, por lo que se refiere a las provincias capuchinas, en Melchor de Pobladura, Historia, 136-138, y Lexicon Capuccinum, 288s.

5. Chron. Hist. Legalis, IV, 465-470.

6. Ibid., 494-498.

7. Ibid., 570-580.

8. El capítulo de Alcalá de Henares, celebrado en 1830, aunque legítimo jurídicamente, en realidad fue sólo nacional.

9. Melchor de Pobladura, o. c., I, 290-300.

10. Ibid., 309-319.

11. Ibid., 322-338.

12. Cit. por Melchor de Pobladura, Historia, III, 32.

13. Melchor de Pobladura, El establecimiento de los conventos de retiro en la orden capuchina (1760-1790), en CF 22 (1952) 53-73, 150-179. Laudabilia conamina pro penitiore iuventutis seraphicae institutione annis 1760-1764, en CF 29 (1959) 44-73. Seminarios de misioneros y conventos de perfecta vida común, en CF 32 (1962) 271-309, 397-433; 33 (1963) 28-81.- E. Zudaire, Fray Miguel de Pamplona, obispo de Arequipa (1719-1792), en CF 30 (1970) 289-364.

14. Véase Lázaro de Aspurz, La vocación misionera entre los capuchinos españoles en la segunda mitad del siglo XVIII, en Miscell. Melchor de Pobladura, II, Roma 1964, 427-454.

15. S. Lemaire, La commission des Réguliers, 1766-1780. Paris 1926.

16. C. Gerin, Les monastères franciscains et la commission des réguliers, en Rev. Quest. Hist. 18 (1875) 88s.

17. O. Maas, Las órdenes religiosas de España y la colonización de América, en Estudios Franc. 18 (1917) 47-49, 128-132, 209-217, 455. Así y todo el número de religiosos en España fue aumentado considerablemente hasta la supresión napoleónica por la afluencia creciente de vocaciones: los observantes (con alcantarinos y recoletos) que en 1787 sumaban 16.961 habían llegado a 18.514 en 1808, los capuchinos pasaron en las mismas fechas de 3.048 a 3.454. Cf. M. Revuelta González, La exclaustración. Madrid 1976, 13-21.

18. Basilio de Rubí, Reforma de regulares en España a principios del siglo XIX. Estudio histórico-jurídico de la bula " Inter graviores" (15 mayo 1804). Barcelona 1943.

19. H. Holzapfel, Manuale, 324-327.- Melchor de Pobladura, Historia, III, 3-16.- G. Odoardi, Conventuali, en Dizionario Istituti di Perf., III, 53-56.- R. Hittmair, Der josephinische Klostertum im Lände ob der Enns. Freiburg i. Br. 1907.

20. B. Plongeron, Les réguliers de Paris devant le serment constitutionnel 1789-1801. Paris 1964.

21. H. Holzapfel, Manuale, 327s.- Melchor de Pobladura, Historia, III, 17-25.- G. Odoardi, l. c., 54-56.

22. M. Revuelta González, La exclaustración (1830-1840). Madrid, B. A. C., 1976.

23. E. Martínez, Los franciscanos y la independencia de México, en Ábside 24 (1962) 129-162.- L. Gómez Canedo, Los franciscanos y la independencia de Venezuela, en El movimiento emancipador de Hispanoamérica, IV, Caracas 1961, 363-389.

24. H. Holzapfel, Manuale, 328s.- Melchor de Pobladura, Historia, III, 37-55.

25. M. L. Patrem, Tableau synoptique... Paris 1879, 46.- Acta O. F. M. 3 (1884) 211; 8 (1889) 186-188.

26. Manuale dei Minori Conventuali. Roma 1897, 193.- Notitiae ex Curia gen. O. F. M. Conv. 2 (1912) 126.

27. Lexicon Capuccinum, 334.

28. Gumersindo de Estella, Historia y empresas apostólicas del P. Esteban de Adoáin. Pamplona 1944, 60s.

29. Véase Incitamenta seraphica ad fratres expulsos, en Acta O. F. M. 1(1882) - 8 (1889).

30. Melchor de Pobladura, Los colegios seráficos en la orden de menores capuchinos. Madrid 1936.

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