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San Francisco de Asís |
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. | Capítulo X LA LUCHA POR EL ESPÍRITU DE POBREZA Dos años pasaron todavía antes que la Orden tuviera su regla definitiva. En septiembre de 1221 partió Cesáreo para Alemania con sus compañeros de misión, y la bula Solet annuere, en que Honorio III confirmó la regla, es del 29 de noviembre de 1223. En este intervalo de dos años pasó toda una serie de negociaciones de que, desgraciadamente, no se nos ha conservado ningún testimonio, aunque, por otra parte, sabemos de cierto que se desarrolló la más viva oposición entre Francisco de un lado, y Elías Bombarone y sus parciales, por el otro. En esta oposición, que llegó a asumir las proporciones de un verdadero conflicto, el Cardenal Hugolino tuvo que desempeñar el difícil papel de mediador y tratar de satisfacer a ambas partes, en cuanto era posible. Para dar con el punto capital de dicha diferencia es preciso no perder de vista el desenvolvimiento de la nueva Orden en los años anteriores. Como hemos visto, Francisco, al dimitir de su cargo, conservó cierta situación preponderante; así, por ejemplo, él fue quien en el Capítulo de 1221 eligió y envió a los misioneros de Alemania; sin mencionar otros hechos que prueban que el Santo nunca dejó de tener en la Orden y de ejercer a tenor de las circunstancias una considerable autoridad. «Vos tenéis la autoridad», potestatem habetis vos, le dijo su vicario Pedro Cattani, estando en Tierra Santa (Jordán de Giano, Crónica, n. 12). Y el mismo Fray Jordán tiene más adelante, en su misma Crónica, otras expresiones que indican la autoridad efectiva que siempre tuvo Francisco. Desde un principio manifestó Francisco que no le gustaban en absoluto las medidas violentas. Jordán de Giano atestigua que de siempre Francisco «prefería superar todos los conflictos con la humildad más que con la potestad judicial» (Crónica, 13), y que, cuando no lograba hacer valer su voluntad, se abstenía de mandar a guisa de los poderes del mundo. Si no obtenía que sus hermanos cumpliesen sus deberes, se desquitaba redoblando la solicitud por cumplir él los suyos propios. Un carácter semejante era natural que diera ocasión para que otras voluntades más enérgicas se soliviantaran y camparan por sus respetos. Sobresalía entre éstos un hombre de voluntad por todo extremo dominante, Fray Elías Bombarone, más conocido después y famoso con el nombre de Elías de Cortona. Le seguían otros, prestándole apoyo en su oposición contra Francisco. De uno solo de estos secuaces sabemos el nombre: Fray Pedro de Staccia, de Bolonia. A los demás los designan los biógrafos con el nombre colectivo de «ministros», apelativo que se aplicaba especialmente a los frailes que presidían las provincias italianas de la Orden, para indicar con este nombre, ministri, que eran «siervos» o «servidores» de los frailes a quienes gobernaban, pues en latín minister significa en primer lugar, criado, siervo, fámulo. Aunque sea de pasada, hay que recordar que en 1223 se dividió en provincias el inmenso campo de actividad de la Orden, y el superior de cada provincia se llamó «siervo o servidor de la provincia», minister provincialis (cf. Mt 20,26), a causa de la repugnancia con que Francisco miraba el nombre de «prior». Cada provincia se subdividía en cierto número de distritos (custodias), gobernado cada cual por un «custodio» o «guardián». Este mismo nombre de guardián se daba también al superior de cada «lugar» o convento. La Orden toda estaba a cargo del «ministro general», título que después se abrevió, quedando reducido al de «general» solamente, lo mismo que el «ministro provincial» al de «ministro». Por último, hay que tener en cuenta que tanto el nombre de «hermanos menores», fratres minores, como el de «ministros» lo tomó Francisco del Evangelio (cf. LM 6,5; LP 101). Bolonia venía a ser en realidad como el centro del movimiento opositor iniciado por Fray Elías dentro de la Orden. Relaciones estrechas ligaban, desde hacía tiempo, a los franciscanos con la célebre ciudad universitaria: en 1211 predicó en ella Bernardo de Quintaval; en 1213 se establecieron allí los frailes menores, en una casa denominada «le Pugliole», sita a corta distancia de la puerta Galliera. En Bolonia habían estudiado muchos de los miembros más respetables de la nueva Orden, como los dos vicarios de Francisco, Pedro Cattani y Elías, y también la mayor parte de los futuros generales: Juan Parente, Haymón de Faversham, Crescencio de Jesi, Juan de Parma. Referido queda que uno de los juristas más famosos de Bolonia, Nicolás Pepoli, se constituyó desde un principio en defensor de la Orden, y después acabó por ingresar en ella. Más o menos por el mismo tiempo, el más célebre de todos los juristas de Bolonia, Acurcio, apellidado «el Grande», entregó a los hermanos menores su casa de la Ricardina, en las afueras de la ciudad, porque el susodicho primer convento se había hecho luego demasiado pequeño. Finalmente, Pedro de Staccia inauguró en esta ciudad una casa de estudios para los franciscanos, por el estilo de la escuela de teología fundada allí mismo en 1219 por los dominicos. En su Regla Francisco distingue tres clases de miembros de la Orden: predicatores, oratores, laboratores, «predicadores, orantes, trabajadores», y llegaba incluso a poner a los predicadores por encima de los que oran y los que trabajan. «Sin embargo -añadía-, todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17). Luego, los ponía en guardia contra la sabiduría de este mundo, contra aquellos para quienes las palabras son todo y las obras nada o poca cosa, contra los que sólo aspiraban a brillar por la ciencia y no a ser perfectos. En cuanto a él mismo decía, como acabamos de ver: «No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado». El Espejo de Perfección (EP 4) nos ha conservado un relato que se refiere precisamente a esta misma época de la vida del Santo y que explica perfectamente el sentir de Francisco acerca de una ciencia libresca, «no sólo inútil, sino perjudicial»:
-- Padre, me serviría de gran consuelo tener mi salterio. Tengo ya el permiso del ministro general, pero quisiera también tu consentimiento. El bienaventurado Francisco le respondió: -- El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los capitanes y esforzados caballeros que lucharon de firme contra los infieles, sin perdonarse fatigas y grandes trabajos, hasta exponerse a la muerte, consiguieron resonantes victorias, dignas de perpetuarse para siempre. Igualmente, los santos mártires dieron su vida luchando por la fe de Cristo. En cambio, ahora hay muchos que pretenden honra y gloria con sólo contar las hazañas que aquellos hicieron. Así, también entre nosotros hay muchos que sólo por contar y pregonar las maravillas que hicieron los santos quieren recibir honra y gloria (cf. Adm 6). Que es como si dijera: No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pocos días después, estando el bienaventurado Francisco sentado al amor de la lumbre, volvió el novicio a hablarle del salterio. Francisco le dio por respuesta: -- Después que tengas el salterio, ansiarás tener y querrás el breviario; y, cuando tengas el breviario, te sentarás en el sillón como gran prelado, y mandarás a tu hermano, diciendo: ¡Tráeme el breviario! Mientras esto decía con gran fervor de espíritu, el bienaventurado Francisco, en vista de lo que tales novedades presagiaban para la Orden, tomó ceniza, y, esparciéndola sobre su propia cabeza, movía la mano en circulo como quien se lava la cabeza, y decía: -- ¡Yo el breviario! ¡Yo el breviario! Y lo repitió muchas veces girando la mano sobre su cabeza. El novicio quedó estupefacto y avergonzado. Luego, el bienaventurado Francisco, vuelto a la calma, le dijo: -- Hermano, también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que, al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas (Lc 8,9-10). Dicho esto, calló Francisco un breve rato; después añadió: -- Hay muchos que se afanan de buen grado por adquirir ciencia, pero feliz el que se hace estéril por amor del Señor Dios (EP 69; 2 Cel 195). Meses después, Francisco, de rodillas ante el novicio, le dijo: -- Hermano, has de saber que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado. En adelante, a cuantos hermanos le venían a consultar sobre esto, les daba la misma respuesta. Y repetía muchas veces: «Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al árbol» (cf. Mt 12,13). No menos significativa es otra página del mismo Espejo de Perfección: «Le dolía mucho al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y decía: "Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y a rincones ocultos". No hablaba así porque le desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien que sabios por la curiosidad de la ciencia» (EP 69). Tenía razón Francisco al pensar que su siglo estaba ansioso de ciencia acaso más que todos los anteriores. Hacia la mitad del siglo XIII se habían fundado diecisiete universidades, ocho de las cuales eran italianas, a saber: Reggio, Vicenza, Padua, Nápoles, Vercellis, Roma, Plasencia y Arezzo. Al mismo tiempo las tres grandes escuelas de más antigua fundación, París, Bolonia y Oxford, tomaban un desarrollo extraordinario; por todas partes se notaba el esfuerzo científico que iba a ser la característica del último período de la Edad Media. En este movimiento tomaron parte muy notable desde un principio los dominicos, por prescripción de sus estatutos mismos, heredados de los canónigos de San Agustín. También los frailes menores se vieron envueltos en esta ola siempre creciente, lo que ocasionó la oposición resuelta de Francisco, a quien vio Fray León, en una visión que tuvo, con las alas extendidas para defender y proteger a sus hijos (AF III, 75). Al principio toda su cólera se desató contra Fray Pedro de Stacia y su casa de estudio de Bolonia. Es cosa cierta que Fray Pedro no procedió a dicha fundación sin previa consulta con el Cardenal Hugolino, que en 1220 se encontraba en Bolonia y se hizo inscribir como dueño del edificio donde iba a funcionar la nueva institución. Pero Francisco corrió a Bolonia e impuso a los frailes precepto de obediencia de evacuar inmediatamente la casa. Uno de los frailes estaba enfermo en cama y así y todo tuvo que seguir a los demás en el éxodo (EP 6). Francisco se alojó en el convento de los dominicos, y allá fueron los frailes a pedirle perdón, prometiéndole corregirse y enmendarse, todos menos Pedro de Staccia; y se afirma que Francisco, siempre tan dulce y compasivo, maldijo a Pedro en vista de su contumacia. Pero es que Fray Pedro, a los ojos de Francisco, había faltado no sólo a la sencillez evangélica, sino (y esto era lo que volvía al Santo inexorable) contra la pobreza evangélica, porque, ¿cómo podían continuar siendo frailes menores los que en aquella casa tendrían que reunir y mantener gruesos libros costosos y proporcionarse grandes comodidades a fin de atender al estudio? ¿No estaba escrito en el Evangelio y, por consiguiente, también en la regla, que el verdadero discípulo de Cristo no debía llevar nada para el camino? Por eso añadía Francisco, como hemos visto, «que cualquiera que desea ser hermano menor, no debe tener más que la túnica, el cordón y los calzones, según en la Regla se concede; y, en caso de verdadera necesidad, calzado». «Por eso, un ministro que deseaba con ansia -y con su permiso- tener algunos libros de lujo y muy costosos, tuvo que oír que le decía: "No quiero perder, por tus libros, el libro del Evangelio que he prometido observar. Sí, tú harás lo que quieras; pero no te pondré un lazo con mi permiso"» (2 Cel 62). Cuando Francisco señaló las condiciones necesarias en el ministro general, incluyó ésta: «No sea amontonador de libros ni muy dado a la lectura, no sea que robe al oficio lo que consagra al estudio» (EP 80); o como refiere Celano: «No sea coleccionista de libros ni muy dado a la lectura, a fin de no sustraer al cargo lo que da de más al estudio» (2 Cel 185). Desgraciadamente, para salir airoso de semejante lucha se necesitaba una voluntad más enérgica que la de Francisco. Los otros, que no se resignaban a honrar la ciencia desde lejos, sino que querían también cultivarla, eran más fuertes que él y reportaron la victoria. Si nos atenemos a lo que refiere Fray León, llevaron Elías y sus secuaces su audacia hasta pretender abolir la regla de San Francisco y reemplazarla por la de los dominicos, que daba lugar preferente al estudio de la ciencia, y en un Capítulo, probablemente el de 1222 ó 1223, atrajeron a su partido al Cardenal Hugolino, quien se esforzó con hábiles y discretas razones, por hacer ceder a Francisco; pero éste, después de haberle escuchado con toda reverencia, tomó por la mano al Cardenal, y llevándole al medio de la asamblea, se puso a decir en voz alta: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68). ¿Tenía razón Francisco al abrigar esos temores? Verdad es que, como dice el Apóstol, la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1). Pero también es verdad que estas palabras han servido muchas veces para encubrir cosas que nada tienen que ver con la virtud y la santidad. Buscar la verdad pura y entera es también servir a Dios; el amor desinteresado y sincero a la verdad ejerce sobre toda la vida moral del individuo un influjo depurador y saludable; todo corazón amigo del bien lo es también de la verdad. El mismo Apóstol habla en otro pasaje de la «santidad de la verdad» y es que la santidad de la voluntad no es más que un fruto espontáneo de la santidad del pensamiento, y que para amar eficazmente el bien es menester amar primero con igual eficacia la verdad. Pero es evidente que lo que de modo tan amargo desazonaba a Francisco no era el amor a la verdad, sino el orgullo de la inteligencia, el egoísmo que se vale de la ciencia sólo para satisfacer la propia vanidad. El Santo quería evitar a toda costa que sus hijos fuesen ávidos de fama y gloria mundanas. Bien sabía él que más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo. Acostumbrado desde su juventud a usar el lenguaje caballeresco, solía decir Francisco: «Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos, oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y ejemplos; y porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo mucho. Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y lágrimas". Así, éstos, llevando sus gavillas, esto es, el fruto y los méritos de su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con alegría y regocijo. Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir conocimientos y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada para sí, se presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos vacías, sin llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y amargura» (EP 72). A Francisco le gustaba repetir estas consideraciones en los Capítulos generales, y a menudo añadía la siguiente sentencia del primer libro de Samuel: «Parió la estéril siete hijos y se marchitó la que muchos tenía» (1 Sam 2,5) La oración y, de una manera más general, la vida, y no la palabra ni la teoría, eran, pues, para Francisco, lo esencial, lo más importante para él y para sus hermanos. Los otros podían seguir el camino que les pareciera mejor: Francisco no los juzgaba ni los condenaba, como tampoco juzgaba ni condenaba a los que vestían y vivían con lujo, y en su Regla dejó esta exhortación a sus frailes: «Amonesto y exhorto a todos mis hermanos que no desprecien ni juzguen a los hombres que ven vestidos de telas suaves y de colores, usar manjares y bebidas delicadas, sino más bien que cada uno se juzgue y desprecie a sí mismo» (2 R 2). A él sólo le importaba la razón por la que él y sus hermanos habían sido llamados de este mundo. Y así Francisco acabó por conceder a San Antonio de Padua (cuya formación universitaria acababa de descubrirse, y parecía obligado utilizarla) el permiso para enseñar teología a los frailes de Bolonia, pero en los términos que constan en la carta que le dirigió: «A fray Antonio, mi obispo, el hermano Francisco, salud. Me agrada que enseñes sagrada teología a los hermanos, con tal que, en el estudio de la misma, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla» (CtaAnt). La Regla a que alude aquí Francisco es la definitiva o bulada, la de 1223, en cuyo capítulo quinto se halla, en efecto, la condición que aquí se pone: «Los hermanos a quienes el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, de tal suerte que, desechando la ociosidad, enemiga del alma, no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual las demás cosas temporales deben servir» (2 R 5). Esto prueba que dicho capítulo estaba ya elaborado a la sazón, pero no que la regla toda estuviese ya admitida y confirmada, y de hecho no lo estuvo hasta el 29 de noviembre de 1223. Ahora bien, Antonio se trasladó de Bolonia a Montpellier en 1224; por consiguiente, sus lecciones comenzaron antes de noviembre de 1223, a menos de suponer que no duraron sino muy pocos meses. En verdad, hay motivos para concluir que el permiso de Francisco fue concedido durante el verano de 1222, ya que sabemos que Francisco se encontraba entonces en Bolonia. Antonio, por su parte, se encontraba a la sazón en Forlí, es decir, en la Romaña, de la que también formaba parte de sabia ciudad universitaria. Por lo demás, Francisco continuaba, a despecho de las divisiones intestinas de su Orden, gozando del mismo entusiasta aprecio popular que antes, aun en Bolonia, donde sus predicaciones sencillas y ajenas a todo aparato de ciencia y arte, eran escuchadas siempre con suma devoción y labraban hondamente en todo linaje de auditorios. Y es un testigo ocular quien nos lo asegura. En efecto, Tomás de Spalato, en su Historia Pontificum Salonitanorum, escrita antes de 1268, nos dice lo siguiente: «Este mismo año [el de 1222] residía yo en la casa de estudios de Bolonia, y el día de la Asunción de la Madre de Dios vi a San Francisco cuando predicaba en la plaza, delante del palacio público; habían acudido allí casi todos los habitantes de la ciudad. El exordio del sermón versó sobre "los ángeles, los hombres y los demonios". Y habló tan bien y con tanta discreción sobre estas tres clases de espíritus racionales, que muchas personas cultas que estaban presentes quedaron muy admiradas del sermón que predicaba un hombre iletrado, y que por cierto no se atenía a los recursos de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era irrelevante, y su rostro nada atrayente. Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces. Era tal la reverencia y la devoción hacia el Santo, que hombres y mujeres se le precipitaban en tropel, tratando de tocar, al menos, el borde de su hábito o de arrebatarle algún trocito de su pobre indumentaria» (BAC, Escritos, p. 970). Cuentan las Florecillas, en su capítulo 27, que durante esta estancia en Bolonia, Francisco convirtió a dos estudiantes de la Marca de Ancona llamados el uno Peregrino y el otro Ricerio, y que uno y otro se hicieron frailes menores. El primero era gran canonista y, sin embargo, prefirió el estado de lego, cosa muy en armonía con el espíritu franciscano. No es posible leer sin profunda emoción el pasaje transcrito de Tomás de Spalato, como obra que es de quien oyó personalmente lo que relata. Probablemente Francisco quiso principiar por captarse la benevolencia de la parte ilustrada de su auditorio; por eso escogió un tema algo académico, a saber, la distinción de las tres categorías de seres inteligentes: los ángeles, los hombres y los demonios. Pero luego abandonó el tono de la especulación, y apareció el Francisco natural, espontáneo, sencillo y popular; y entonces fue el mover e inflamar y ganarse los corazones, reproduciendo las antiguas escenas de Asís, de Arezzo y de Gubbio; allí fue el olvidarse los antiguos atroces agravios, y también los recientes, el reconciliarse los enemigos más encarnizados, el echarse mutuamente los brazos al cuello, jurándose cristiana amistad y paz indestructible. Francisco está ya vecino al término de su carrera, pero es el mismo que era cuando la comenzó, cuando desde las gradas de una escalera de la plaza mayor de Asís predicaba e imponía la paz a sus amotinados compatriotas; siempre es el «heraldo del gran Rey», y continúa trasmitiendo a los súbditos de este Rey el mismo mensaje que desde hace quince años: Dominus det tibi pacem!, «El Señor te dé la paz». Capítulo XI LA TERCERA ORDEN Entre tanto, las nuevas ideas, a las que Francisco había opuesto tan tenaz resistencia, continuaban su curso: los frailes menores se trocaban en Orden estudiosa y sabia, ni más ni menos que la de los predicadores. Después del Capítulo de Pentecostés de 1219, Fray Pacífico y sus compañeros volvieron a Francia premunidos de una carta de recomendación pontificia, fechada el 11 de junio de aquel mismo año. Su intento era ahora establecerse en París, adonde, sin duda, no pudieron llegar en su viaje de 1217. Parece ser que el clero francés no se dio por satisfecho con la carta comendaticia que le presentaron los hermanos, y resolvió pedir nuevos informes a Roma; a esta consulta respondió el Papa con una nueva recomendación datada el 29 de mayo de 1220 (Pro dilectis filiis, en Sbaralea, I, 5), merced a la cual obtuvieron los frailes licencia para habitar en una casa del barrio de San Dionisio, en las afueras de París. Al principio no tuvieron capilla, sino que hacían sus oficios divinos en la iglesia de la vecina parroquia; pero, en cambio, a los pocos años se les hizo donación de un gran convento, especialmente destinado a su uso en San Germán del Prado, donde luego se fundó un colegio universitario con capacidad para 214 estudiantes, número que pronto se llenó de tal manera que los nuevos candidatos se veían constreñidos a contentarse con quedar matriculados, esperando las vacantes por años enteros. Los franciscanos de las primeras generaciones miraban esta nueva tendencia con muy malos ojos. Fray Gil, en particular, la combatió con tesón, infatigable, mofándose a la continua, con sarcasmos por extremo picantes, de aquellos frailes menores sabios, que le parecían hijos falsos del padre San Francisco. «Hay gran diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra, con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar al mundo entero». Y en otra ocasión: «¿Quién es más rico, el que posee pequeño huerto que cultiva y hace fructificar, u otro que, poseyendo la tierra toda, ningún provecho saca de ella? La mucha ciencia de nada sirve para la salvación; el que desee ser verdaderamente sabio debe trabajar mucho y traer la cabeza profundamente gacha». Un fraile predicador vino donde el Beato Gil a pedirle su bendición para ir a pronunciar un gran discurso en plena plaza de Perusa, y Gil le contestó: «Sí, te doy mi bendición, pero con tal que digas: ¡Bo, bo, multo dico e poco fo!», mucho digo y poco hago. Otro día estaba Gil en el huerto del eremitorio de Monte Rípido, cerca de Perusa, donde habitó más de treinta años después de la muerte de San Francisco. De repente oyó una extraña bulla en la parte baja del monte: era un viñero que airado reñía a sus trabajadores, porque, en vez de trabajar, se llevaban charlando alegremente, y les gritaba: ¡Fate, fate, e non parlate! De perlas pareció a Fray Gil la sentencia del viñero, y al momento se propuso aprovecharla y, saliendo de su celda, se puso a gritar a los demás frailes: «Escuchad el consejo que nos da este hombre: ¡Haced, haced, y no charléis!». Otra vez oyó Gil a una tortolilla gemir en uno de los árboles de su huerto, y la apostrofó de esta manera: «¡Hermana tortolilla, tú me enseñas a servir al Señor, pues me repites siempre ¡qua, qua! y no ¡la, la!, es decir, que es aquí en la tierra donde nos hemos de emplear en su servicio, no en el cielo. ¡Oh, hermana tortolilla, qué bien que arrullas! ¡Y que los hombres se hagan sordos a la sabiduría de tus lecciones!». Y el santo fraile se ponía a imaginar que habían vuelto aquellos tiempos felices en que él y Francisco erraban por los caminos, como juglares de Dios, entonando férvidos cantares a la reina Pobreza y a su noble hermana la dama Castidad; y arrobado con semejantes dulces memorias se paseaba por los floridos senderos frotando dos varillas y cantando, como quien se acompaña de una viola (AF III, 86 y 101). Pero pronto volvía de su éxtasis, desaparecían los recuerdos, y venía la triste realidad a advertirle que aquellos hermosos tiempos eran irremisiblemente pasados, que Francisco había muerto y que él no era ya más que un pobre viejo de cuya opinión y autoridad nadie se curaba. Y entonces le parecía que el sol perdía sus resplandores, que las flores no tenían ya fragancia y que las tortolillas del bosque se quedaban mudas; y lanzaba profundos y largos suspiros, exclamando: «¡Nuestro bajel hace agua; vamos al naufragio; sálvese quien pueda! ¡París, París, tú arruinas la Orden de San Francisco!». Tan lastimeras quejas hallaron eco más tarde en los versos inflamados del poeta Jacopone de Todi, uno de los más genuinos hijos del santo: «¡Maldito París, que has destruido Asís!». Una vez, siendo ya muy anciano, fue el hermano Gil donde se hallaba Fray Buenaventura, entonces Ministro General de la Orden, y le dijo: -- Padre mío: a ti, el Señor te ha enriquecido con muchos dones y gracias. Pero nosotros, ignorantes y sin letras, ¿qué podemos hacer para salvarnos? El hermano Buenaventura le contestó: -- Aunque Dios le diera al hombre una sola gracia, la de poder amarle, con eso le bastaría. Gil, con un poco de atrevimiento en su agudeza natural, volvió a preguntarle: -- ¿Puede un analfabeto amar a Dios tanto como un letrado? Y el perspicaz Buenaventura enhebró el mismo hilo del lenguaje figurado: -- Una viejecita puede amarle más que un maestro en teología. Entonces el hermano Gil, inconteniblemente jubiloso, salió a la huerta conventual, que era como un balcón sobre la ciudad, y, de cara a ella, se puso a gritar: -- ¡Tú, vieja pobrecilla, simple y analfabeta, ama a Dios, y podrás ser mayor que el hermano Buenaventura! (AF III, 101). San Buenaventura menciona a Fray Gil muchas veces en sus obras, citándole al par de San Agustín y de Ricardo de San Víctor, y parece haber conservado siempre fresco el recuerdo de esta aventura, pues leemos en sus Collationes: «Una pobre viejecita que no posee sino un pequeño huerto recoge de él más pingüe fruto que no recoge del suyo el dueño de un huerto muy extenso; aquella, cierto, no cultiva sino un solo árbol, pero este árbol es la caridad; el otro conoce todos los misterios y esencias de las cosas, pero ese conocimiento por sí solo poco o nada aprovecha» (Opera omnia, V, 418). Poco tiempo después, el 22 de abril de 1262, este verdadero y fiel discípulo de Francisco de Asís fue a juntarse en el cielo con su maestro y sus demás compañeros muertos antes que él. Era la víspera del día de San Jorge, aniversario de aquel día memorable en que, hacía más de medio siglo, sentado a la lumbre del hogar paterno en compañía de su familia, oyendo contar a sus padres las maravillas que obraba Francisco, concibió el propósito de seguir sus huellas y abrazar su mismo género de vida. Desde aquel día hasta el último de su carrera conservó en su corazón intacto e inmaculado el amor primero de su inocente juventud. Pero volvamos al desarrollo científico de la Orden, el cual dio un paso extraordinario cuando en septiembre de 1224 se establecieron los frailes en Inglaterra, viniendo de Francia bajo las órdenes de Fray Agnello, que había sido custodio en París. Al principio fijaron su residencia en Cantorbery; pero el 1 de noviembre de aquel mismo año se establecieron ya en Oxford, donde no tardaron en ir a juntárseles gran número de estudiantes y candidatos de la célebre universidad. En parte alguna del mundo hubo jamás tan vivo entusiasmo por el estudio como en esta colonia de frailes ingleses. Refiere Eccleston que los frailes atravesaban considerables distancias, hollando nieve y escarchas y desafiando furiosas tempestades, por acudir a las lecciones de Oxford. Sin embargo, aquellos frailes tan apasionados por el estudio eran los más celosos guardadores de la pobreza franciscana; y no brillaba menos en ellos la alegría franciscana, que siempre que se encontraban se saludaban con demostraciones de intenso júbilo, y en las iglesias los embargaba el gozo de tal suerte, que se arrobaban en éxtasis y no podían seguir el canto de los oficios divinos (AF I, 217-218 y 226-230). Así pues, el estudio no impidió a los frailes ingleses el permanecer fieles al espíritu franciscano, y uno de ellos, Adán de Marsh, vino a ser el martillo más implacable de las infracciones de la Regla cometidas durante el generalato de Fray Elías de Cortona. Aunque, por otra parte, un general inglés, Haymón de Faversham, fue quien decretó que sólo los frailes ilustrados pudiesen desempeñar los cargos altos y de superioridad en la Orden (AF I, 251). ¡Ay!, el tipo de frailes como Gil y Junípero habían irremisiblemente pasado a la historia, y no era dable resucitarlo. ¿Cómo podía esperar Francisco que los tres mil y tantos discípulos reunidos en el Capitulo de las Esteras en 1221 fuesen todos de la misma cepa que sus doce primeros «caballeros de la Tabla Redonda»? Jordán de Giano refiere ingenuamente las perplejidades porque tuvo que pasar él mismo antes de decidirse a formar parte de la misión de Alemania. En frailes así no veía ya Francisco a sus alondras, señoras del espacio, sino tímidos polluelos, perpetuamente necesitados del abrigo de las maternas alas. Y tenía razón el Santo. Igual tendencia que en la primera Orden empezó luego a dominar en la tercera Orden fundada por Francisco, en la cual se admitía a hombres y mujeres casados. Tomás de Celano refiere que, después de su predicación a los pájaros en Bevagna, se trasladó Francisco, acompañado de Maseo, a la ciudad de Alviano, sita entre Orte y Orvieto, no lejos de Todi, y en llegando se fue derecho a la plaza principal con ánimo de predicar al pueblo. Ya atardecía, y una banda de golondrinas, salidas en tropel de los tejados y torres de Alviano, empezaron a revolotear piando sin descanso por la plaza y cruzando el aire en todas direcciones. Francisco y Maseo entonaron su acostumbrado canto de alabanza: Timete et honorate (1 R 21), que la multitud escuchó todo entero con religioso silencio. No así las golondrinas, que, en bandadas cada vez más numerosas, seguían hendiendo los aires con ruidosos gorjeos hasta hacer punto menos que imposible entender lo que decía el santo predicador. Entonces éste se volvió a ellas y, con acento grave y cariñoso a la vez, les dijo: «Hermanas mías golondrinas: ha llegado la hora de que hable yo; vosotras ya habéis hablado lo suficiente hasta ahora. Oíd la palabra de Dios y guardad silencio y estad quietecitas mientras predico la palabra de Dios». Al instante los pajarillos se quedaron quietos y en silencio profundo, y así se estuvieron todo el tiempo que duró la predicación de Francisco. «A la vista de semejante prodigio y de las inflamadas palabras que el Santo había pronunciado, todos los habitantes del pueblo, hombres y mujeres, querían irse tras él movidos de devoción, abandonando el pueblo. Pero San Francisco no se lo consintió, sino que les dijo: -- No tengáis prisa, no os vayáis de aquí; ya os indicaré lo que debéis hacer para la salvación de vuestras almas». Y añaden las Florecillas: «Entonces le vino la idea de fundar la Orden Tercera para la salvación universal de todos».1 No era ésta, sin embargo, la primera vez que el Santo había tenido que dar respuesta semejante. En otra ocasión se le acercó después de oírle un sacerdote, pidiéndole que le admitiese a llevar su mismo género de vida, pero sin abandonar el empleo que tenía en la parroquia. Condescendió Francisco, exigiéndole solamente que todos los años, al cobrar los diezmos, repartiese a los pobres lo que le hubiera sobrado del año anterior.2 Fue esto una como transacción del espíritu franciscano con las exigencias de las circunstancias. Otra vez, estando Francisco en su retiro de las Celle, cerca de Cortona, vino a él, desde lugar lejano, una mujer que tenía un marido cruel a consultarle sobre puntos de vida espiritual. Preguntóle el Santo si era casada, y respondiendo ella que sí lo era, le ordenó que volviese a juntarse con su marido, el cual se convirtió luego y ambos acordaron vivir en continencia (2 Cel 38). En uno de sus viajes por la Toscana encontró Francisco en la ciudad de Poggibonsi, entre Florencia y Siena, un mercader llamado Luquesio, a quien había conocido en su primera juventud y que, al igual del senense Juan Colombini, de duro y avaricioso habíase trocado de repente en bueno y compasivo para con los pobres, peregrinos, viudas y huérfanos, a quienes no sólo socorría cuando se le presentaban, sino que los iba buscando con gran diligencia para hacerlos partícipes de sus bienes de fortuna. Francisco no tuvo, pues, parte en la conversión de este hombre, verificada ya antes del encuentro de ambos en Poggibonsi; pero le dio a él y a su mujer un vestido de penitencia, y desde ese día se consagró Luquesio con más fervor que antes al ejercicio de las obras de misericordia, sirviendo a los enfermos en los hospitales y llevando verdaderos cargamentos de medicinas a muchos lugares infestados de la fiebre. En estas obras empleó toda su hacienda, reservándose tan sólo un pequeño lote de terreno, que cultivaba con sus propias manos, y cuando el producto de éste no alcanzaba para su manutención, salía a pedir limosna de puerta en puerta. Parece que su consorte, como la de Juan Colombini, fue por mucho tiempo contraria a semejante prodigalidad y le reñía por ello continuamente; pero Dios la convirtió también, por medio de un milagro con que quiso premiar la caridad de su marido, y desde entonces marcharon en perfecto acuerdo. Murieron ambos en un mismo día y con intervalo de breves momentos, el 28 de abril de 1260. Alrededor de Luquesio se formó en Poggibonsi un círculo de hombres animados de sus mismas ideas y sentimientos, y otros grupos más se fueron formando poco a poco por todas las ciudades de Italia, grupos que Gregorio IX llamó más tarde paenitentium collegia, «Comunidades de penitentes».3 Todo induce a admitir que fue Francisco mismo quien dio a estas comunidades su norma de vida, pues acostumbraba siempre dictar reglas y preceptos a cuantos acudían a él en demanda de dirección espiritual. Desgraciadamente, ninguna de estas reglas locales se nos ha conservado, y tenemos que contentarnos con rastrear su contenido esencial al través de reglas posteriores.4 Por lo general, el rasgo característico de la vida de estos hermanos penitentes, pues la expresión «miembros de la Tercera Orden» no se empleó sino más tarde, consistía en esforzarse, cada cual dentro de las condiciones especiales de su existencia ordinaria, por llevar el mismo tipo de vida que llevaban Francisco y sus compañeros. Debían vivir en el mundo, pero sin pertenecer al mundo. Desde su entrada en la hermandad se comprometían a restituir todo bien injustamente adquirido (lo que equivalía en muchos casos a la renuncia completa de todos los bienes), a pagar puntualmente los diezmos a la Iglesia, a hacer su testamento sin aguardar la hora de la muerte, para quitar todo motivo de división entre los herederos, a abstenerse de todo juramento, si no era en circunstancias excepcionales, a no llevar armas, a no aceptar ningún empleo público. Usaban un traje especial, pobre y sencillo, y distribuían su tiempo entre la oración y las obras de caridad. Los más vivían con su familia; pero los había también que preferían retirarse a la soledad, ni más ni menos que los frailes menores. Instituidas del modo dicho en los diversos lugares, estas comunidades no tardaron en verse envueltas en serios conflictos con las autoridades civiles a causa de los principios de su regla. Tal aconteció particularmente, y por manera asaz digna de notarse, en 1221 en la ciudad de Faenza, cerca de Rímini, donde un gran número de ciudadanos se había afiliado en la hermandad. Un día quiso el Podestá obligarlos a comprometerse con juramento a llevar armas cada vez y cuando él se lo exigiese; se negaron los hermanos, en vista de que su regla les prohibía ambas cosas: el juramento y las armas. Insistió el Podestá, recurriendo a toda clase de medios para doblar la resistencia de los penitentes, hasta que, por fin, éstos, por zafarse del enojoso embarazo, recurrieron al grande amigo de todos los franciscanos, el Cardenal Hugolino, por donde venimos nosotros a explicarnos un Breve dirigido por Honorio III al Obispo de Rímini, en que le encarga que tome bajo su protección a los «hermanos penitentes» de Faenza.5 Pero esta lucha entre los penitentes y las autoridades temporales no se circunscribió a determinados lugares, sino que se extendió a toda Italia. En multitud de ciudades se impusieron a los hermanos, a guisa de castigos, contribuciones especiales y se les prohibió distribuir sus bienes a los pobres, lo que obligó a Honorio a enviar una circular, hoy desgraciadamente perdida, al clero italiano, ordenándole amparar y sostener la causa de los «hermanos penitentes» y velar cuidadosamente porque no se les irrogase ningún daño. Otro tanto hizo después Gregorio IX desde el comienzo de su pontificado, amenazando repetidas veces a los enemigos de la hermandad con «la ira del Todopoderoso y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo».6 Así fue cómo los hermanos penitentes pudieron con mayor facilidad que los Cuákeros y Adventistas de los siglos posteriores, introducir en las repúblicas italianas, siempre ávidas de lucha, cierto relativo desarme y preparar el advenimiento de tiempos más pacíficos: nuevo triunfo de Francisco, o si se quiere, del movimiento iniciado por él, sobre los rencorosos y sanguinarios «lobos» de la Edad Media. Por otra parte, el conflicto de Rímini sugirió naturalmente a Hugolino la idea de reunir a las distintas hermandades locales en un todo compacto y orgánico, que fuese más capaz de defenderse de los ataques de sus poderosos enemigos, y precisamente en el verano de 1221 el Cardenal estaba en Bolonia y podía, por consiguiente, mantener continua correspondencia con los habitantes de Faenza. Y en tal ocasión fue, sin duda, cuando Hugolino y Francisco redactaron juntos la regla para los «hermanos penitentes» franciscanos, a quienes Bernardo de Bessa llamó poco más tarde Tercera Orden (los frailes menores componen la Orden Primera, y la Segunda las clarisas). «Esta Tercera Orden -escribe el secretario de San Buenaventura- abre sus puertas indistintamente a sacerdotes y laicos, a vírgenes, viudas y personas casadas. La obligación constante de hermanos y hermanas es ser y vivir honestamente cada cual en sus respectivos hogares, ocuparse en obras piadosas y evitar el contagio mundano». Se ve entre ellos a nobles caballeros y grandes del mundo vestir humildemente y conducirse de tan hermosa manera con pobres y ricos, que a la legua se advierte cuán verdadero es el temor de Dios que los guía y anima. No poseemos la regla primitiva de la Orden Tercera tal cual Francisco y Hugolino la escribieron. Pero no hay duda alguna de que, basándose en ella, se redactó la otra de 1228, que Sabatier ha tenido la fortuna de hallar y que debió tener vigencia en alguna de las ciudades donde era de uso corriente la moneda de Ravena, acaso en Faenza misma. He aquí en qué consiste dicha regla: Los capítulos I y V contienen prescripciones sobre el vestido, los ayunos y las oraciones. El párrafo 1.º del capítulo IV trata de las confesiones y comuniones de los hermanos, que deben ser tres veces al año, a saber: por Navidad, Pascua de Resurrección y Pentecostés. El párrafo 2.º insiste sobre la obligación de pagar los diezmos en conciencia; él 3.º prohíbe llevar armas; el 4.º prohíbe el juramento, como no sea el de fidelidad y el que se exige en los tribunales; el 5.º va contra el juramento vano y las malas palabras. El capítulo VI ordena las reuniones de los hermanos, que deben tenerse una vez al mes y consistir en una misa, sermón y deliberación de los asociados. El capítulo VIII se dedica a los enfermos, que han de ser visitados al menos una vez por semana, debiéndoseles socorrer tanto corporal como espiritualmente. El capítulo IX establece la obligación de orar por los hermanos difuntos y de asistir a sus exequias. El párrafo 1.º del capítulo X obliga a todo miembro de la Orden a hacer testamento dentro de los tres primeros meses después de su ingreso; el párrafo 2.º obliga al terciario a reconciliarse con sus enemigos; el 3.º prescribe las medidas que hay que tomar contra los atropellos de las autoridades civiles; en tales casos el superior de la cofradía debe dirigirse al Obispo; el 5.º especifica las condiciones necesarias para entrar en la Orden: reconciliación con los enemigos, restitución de les bienes mal adquiridos, pago anticipado de los diezmos. El párrafo 1.º del capítulo XI prohíbe admitir a los herejes; el 2.º prohíbe admitir a las mujeres sin consentimiento de sus maridos. Los capítulos XII y XIII tratan de la disciplina interna de la Orden. Son dignos de notarse particularmente los párrafos 8.º y 9.º del capítulo XIII, por los que se manda que el hermano que diere algún escándalo público, manchando, por ende, el honor de la Orden, sea obligado a confesar su falta en plena asamblea de los hermanos y a pagar una multa; y si la falta es muy grave, el hermano podrá ser expulsado de la Orden. Los párrafos 13.º y 15.º prohíben entablar querellas ante la justicia civil contra algún hermano o hermana; todas las contiendas deben dirimirse dentro de la Orden. Por último, en el párrafo 12.º del mismo capítulo se explica más el susodicho mandamiento de restituir los bienes mal adquiridos, y se ordena que, cuando el candidato no pudiere encontrar la persona a quien debe restituir ni a su heredero, procure que un heraldo público, o el sacerdote desde el púlpito, obligue a los acreedores a presentarse reclamando sus bienes. La regla de otra Comunidad de la Orden Tercera, tal cono la trae Mariano en el manuscrito de Florencia, parece diferir sensiblemente de la que Sabatier encontró en el manuscrito de Capistrano. Pero, como la Tercera Orden se formó de la fusión de diversas confraternidades, al principio independientes unas de otras, es lógico admitir que se hayan conservado esas particularidades locales al par de la reglamentación común. Sobre el desarrollo ulterior de la Tercera Orden, véase la obra de Karl Müller, advirtiendo, sin embargo, que en ella se contienen no pocas afirmaciones inaceptables. Su Santidad León XIII reorganizó la Tercera Orden franciscana en 1883 por su breve Misericors Dei Filius. [Por último, el papa Pablo VI, mediante el breve apostólico Seraphicus Patriarcha, de fecha 24 de junio de 1978, aprobó y confirmó la nueva Regla de la Orden Franciscana Seglar. NOTAS: 1) Flor 16; 1 Cel 59; LM 12,4. Los Actus y las Florecillas colocan esta escena en Cannara, entre Foligno y Bevagna; Celano y San Buenaventura en Alviano, que debe ser el villorrio de Laviano en el valle de Chiana, o, como cree Waddingo, el de Alviano en las cercanías de Todi. 2) Bernardo de Bessa, en Analecta Franciscana, III, pp. 686-687. 3) Carta de Gregorio IX a Inés de Bohemia, fechada el 9 de mayo de 1238 (Sbaralea, I, p. 241). 4) En toda esta relación no hago más que seguir a Karl Müller y a Le Mounier. La Regula et Vita fratrum vel sororum poenitentium, descubierta por Sabatier en el convento franciscano de Capistrano en los Abruzos y publicada por él en los Opuscules (1, pp. 16-30), contiene verosímilmente una parte importante de la regla escrita por Francisco y Hugolino para los hermanos penitentes. En todo caso este documento data, salvo algunas adiciones posteriores, del año 1228. 5) Breve Significatum est, en Sbaralea, I, p. 8. 6) El propio Gregorio IX, en un Breve del 28 de marzo de 1230 (Sbaralea, I, p. 39), cita la bula de su predecesor. Los demás Breves de Gregorio en favor de la Tercera Orden pueden verse en Sbaralea, I, pp. 30 y 65. |
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