San Francisco de Asís |
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. | Capítulo XII LA REGLA DE 1223 Con toda verosimilitud, la colaboración de Francisco y Hugolino en la Regla de los frailes menores tuvo el mismo carácter que el trabajo común en la Regla de la Tercera Orden. «San Francisco -dice Mariano de Florencia- comunicaba al Cardenal lo que el Espíritu le inspiraba, y el Cardenal lo ponía por escrito, añadiendo lo que le parecía necesario». Un relato de la Leyenda Antigua o Leyenda de Perusa nos revela el género de la contribución prestada por Hugolino a Francisco en la obra de la redacción de la Regla. Quería Francisco introducir en ésta el artículo siguiente: «Cuando los ministros no se cuidaren de que los hermanos observen la Regla en todo su rigor, podrán éstos observarla, aun contra la voluntad de los ministros». Semejante libertad la había ya dado antes Francisco a Cesáreo de Espira y a los que se le unieran, caso de que los otros frailes rehusaran permanecer fieles a la letra de la Regla y pretendieran adulterarla con torcidas interpretaciones. Se ve que el Santo quería dejar una salida para los hermanos que se resistieran a ir con la mayoría en las cuestiones relativas al estudio y a la pobreza. Pero Hugolino veía en ello una fuente segura de conflictos y divisiones que podían llevar la Orden a completa ruina; por eso dijo a Francisco: «Pues bien, yo lo arreglaré de manera que lo que tú deseas quede en la Regla en cuanto a la sustancia, aunque variando la expresión». El Santo consintió en esta fórmula; pero es lo cierto que su artículo no se insertó sino con notables atenuaciones. Según la idea primera de Francisco se permitía y aun se mandaba por obediencia a los frailes desobedecer a sus superiores siempre que ello fuere necesario para la observancia literal de la Regla, pues, en el concepto de Francisco, la Regla estaba sobre los ministros, y el voto de obediencia se refería, no a los ministros, sino a la Regla.1 En la redacción de Hugolino, por el contrario, estos hermanos, en quienes Francisco reconocía a sus verdaderos hijos y a quienes había bendecido en la persona de Cesáreo de Espira, aparecían como celantes demasiado escrupulosos, y el artículo de la Regla exhortaba a los ministros a usar de precauciones con respecto a ellos y a procurar persuadirlos. Los que para Francisco eran campeones de la buena causa, en la regla de Hugolino aparecían como enfermos dignos de compasión.2 Además de Hugolino, también Fray Elías, como vicario general de la Orden, ejerció gran influencia en la redacción definitiva de la Regla, según lo testifica una carta a él dirigida por Francisco en el invierno de 1222-1223. Sin duda, Elías se había quejado ante Francisco de la conducta de los frailes, rogándole que le ayudara a reducirlos a mejores sentimientos. He aquí la contestación del Santo: «Acerca del caso de tu alma, te digo, como puedo, que todo aquello que te impide amar al Señor Dios, y quienquiera que sea para ti un impedimento, trátese de frailes o de otros, aun cuando te azotaran, debes tenerlo todo por gracia. Y así lo quieras y no otra cosa. Y tenlo esto por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, porque sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a aquellos que te hacen esto. Y no quieras de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos en esto; y no quieras que sean mejores cristianos» (Carta a un Ministro, 2-7). Con el mismo espíritu de amor, que todo lo acepta como venido de la mano de Dios, que no hurta el cuerpo a los lances desagradables y llega hasta abstenerse de desear la mejora del prójimo cuando ésta ha de ceder en provecho suyo, toca Francisco en su carta a Elías otra cuestión: la manera cómo deben los ministros portarse con los frailes que pecan. Seguramente, era éste un punto ya por ambos repetidas veces dilucidado, mostrándose Elías partidario de las medidas rigurosas, conducentes al mejoramiento del prójimo. Francisco, por el contrario, le escribe: «En esto quiero conocer si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si hicieras esto, a saber, que no haya hermano alguno en el mundo que haya pecado todo cuanto haya podido pecar, que, después que haya visto tus ojos, no se marche jamás sin tu misericordia, si pide misericordia. Y si él no pidiera misericordia, que tú le preguntes si quiere misericordia. Y si mil veces pecara después delante de tus ojos, ámalo más que a mí para esto, para que lo atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos. Y, cuando puedas, haz saber a los guardianes que, por tu parte, estás resuelto a obrar así. »Y de todos los capítulos de la Regla que hablan de los pecados mortales, con la ayuda del Señor, en el capítulo de Pentecostés, con el consejo de los hermanos, haremos un capítulo de este tenor: "Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, pecara mortalmente, esté obligado por obediencia a recurrir a su guardián. Y todos los hermanos que sepan que ha pecado, no lo avergüencen ni lo difamen, sino tengan gran misericordia de él, y mantengan muy oculto el pecado de su hermano; porque no necesitan médico los sanos sino los que están mal. De igual modo, estén obligados por obediencia a enviarlo a su custodio con un compañero. Y el custodio mismo que lo atienda con misericordia, como él querría que se le atendiera, si estuviese en un caso semejante. Y si cayera en un pecado venial, confiéselo a un hermano suyo sacerdote. Y si no hubiera allí sacerdote, confiéselo a un hermano suyo, hasta que tenga un sacerdote que lo absuelva canónicamente, como se ha dicho. Y éstos no tengan en absoluto potestad de imponer otra penitencia sino ésta: Vete, y no quieras pecar más". »Para que este escrito sea mejor observado, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí [en la Porciúncula, evidentemente] estarás con tus hermanos. Y, con la ayuda del Señor Dios, procuraréis completar estas cosas y todas las otras que se echan de menos en la Regla» (Carta a un Ministro, 9-22). Pocos pasajes hablan tan alto como éste de la inagotable indulgencia y ternura de que rebosaba el corazón de Francisco. ¡Cuán lejos estaba el Santo de soplar a la llama próxima a extinguirse ni de golpear la caña ya doblada! ¡Y cuánto dista de este incendio de caridad paternal el frío y lacónico artículo a que vino a quedar reducido el proyecto de Francisco en la Regla redactada y votada en el Capítulo de Pentecostés de 1223, a que se alude en la citada carta! Véase si no: «Si algunos de los hermanos, por instigación del enemigo, pecaran mortalmente, para aquellos pecados acerca de los cuales estuviera ordenado entre los hermanos que se recurra a solos los ministros provinciales, estén obligados dichos hermanos a recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin tardanza. Y los ministros mismos, si son presbíteros, con misericordia impónganles penitencia; y si no son presbíteros, hagan que se les imponga por otros sacerdotes de la orden, como mejor les parezca que conviene según Dios. Y deben guardarse de airarse y conturbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la conturbación impiden en sí mismos y en los otros la caridad» (2 R 7). Este artículo es una norma perfectamente ajustada a la ley canónica y contiene muy poco más de lo que debe hacer en tales casos todo superior que quiera proceder en justicia; hay, es cierto, alguna que otra palabra puesta allí, sin duda, para contentar a Francisco; pero ¿qué queda del inmenso amor evangélico que respira la carta a Fray Elías, de aquel amor que se entrega todo entero y sin reservas aun al pecador más empedernido, se arroja en sus brazos y le dice al oído con infinita ternura: «¿Es verdad, hermano muy amado, que no quieres pedir perdón?» ¿Qué se ha hecho del mandato de Francisco de que ningún fraile ose burlar al pecador, de que todos guarden en secreto su falta y de que le den la mano, como desearían se hiciera con ellos si se hallaran en idénticas circunstancias? ¿Y dónde está aquello otro de que al que cometiere pecado venial no se le diga más sino la palabra del Señor a la pecadora del Evangelio: «Vete y no peques más»? Cada vez se convencía más Francisco de que tenía que resignarse a ver inexorablemente suprimido o radicalmente modificado lo que él redactaba. Llevado de su profunda veneración hacia el Sacramento del altar, había querido decretar que todo el que encontrara en sitio menos conveniente un papel que contuviera las sagradas palabras de la consagración, o simplemente las palabras «Dios», «el Señor», u otras así, recogiera dicho papel con todo respeto y lo colocara en lugar más decente. Pero los nuevos superiores de la Orden se negaron a comunicar a los frailes en forma de precepto tan delicados sentimientos, tan exquisita piedad para con las palabras santas, so pretexto de que tal mandato pondría en demasiados aprietos las conciencias de los hermanos. Otra pena grande que afligía el corazón de Francisco era no ver entre los preceptos de la Regla definitiva las memorables palabras evangélicas que tan fuerte impresión habían causado en él y en sus primeros amigos el día de San Matías cuando las oyeron en la misa de la Porciúncula, y que igualmente había encontrado en el Libro Sagrado al consultarlo con Bernardo de Quintaval: «No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni alforjas, ni pan, ni dinero», palabras que desaparecieron completamente de la Regla, imponiendo al Santo, a pesar de toda su humildad, acaso el mayor y más doloroso de todos los sacrificios. Fue aquello como si le hubiesen desgarrado el corazón: ¡desechar por baladí y quimérico el consejo a cuya práctica él había consagrado su vida entera! ¡Y desecharlo precisamente aquellos mismos que debían ser sus más celosos guardadores! Desde ese momento Francisco no tuvo día bueno; un profundo desfallecimiento invadió todo su ser; estaba herido de muerte; erat prope mortem et graviter infirmabatur, atestigua su fiel compañero Fray León (EP 11). Es el mismo Espejo de Perfección el que nos recuerda: «A pesar de saber los ministros que los hermanos estaban obligados a guardar el santo Evangelio según el tenor de la Regla, lograron quitar de ella el capítulo donde se escribía: Nada llevéis para el camino, etc., pensando que con esto quedaban desligados de la obligación de observar la perfección del Evangelio» (EP 3). E igualmente: «Quiso también que se escribiera en la Regla que, dondequiera que los hermanos encontraran los nombres del Señor y las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo en lugares indecorosos o menos decentes, los recogieran y los guardaran reverentemente, honrando así al Señor en sus palabras. Y, aunque no llegó a escribir esto en la Regla, porque a los ministros no les parecía bien que los hermanos lo tuvieran como precepto, sin embargo, en su Testamento y en otros escritos dejó claramente consignada su voluntad acerca de este punto» (EP 65)3. Las Leyendas posteriores nos han conservado un como cuadro sinóptico de todos los lances de la lucha de Francisco con los novadores. Cuentan el Espejo de Perfección y Conrado de Offida cómo Francisco se retiró a su ermita de Fonte Colombo, a fin de poder dar, en la oración y el ayuno, la última mano a la Regla de la Orden, haciéndose acompañar de Fray León y Fray Bonicio. «Francisco se encerraba en una gruta que había en la falda del monte, distante como un tiro de piedra de la gruta de sus dos compañeros; y lo que el Señor le inspiraba en la meditación lo comunicaba a ellos; Bonicio lo dictaba y León lo escribía...». «Pero muchos ministros se reunieron con el hermano Elías, que era vicario del bienaventurado Francisco, y le dijeron: "Nos hemos enterado de que el hermano Francisco está componiendo una nueva Regla, y tememos que sea tan severa, que no podamos observarla. Queremos, por tanto, que vayas a decirle que no nos queremos obligar a esa Regla. Que la haga para él, no para nosotros". »El hermano Elías les respondió que no se atrevía a ir, porque temía la reprensión del bienaventurado Francisco. Mas como los ministros insistieran, repuso que no iría solo, sino acompañado de ellos. Entonces fueron todos juntos. Cuando el hermano Elías llegó cerca del lugar donde se hallaba el bienaventurado Francisco, lo llamó. El Santo acudió a la llamada, y, viendo ante sí a los ministros, preguntó: "¿Qué quieren estos hermanos?" El hermano Elías respondió: "Estos son ministros que se han enterado de que estás haciendo una nueva Regla, y, temiendo que sea demasiado austera, dicen y protestan que no quieren someterse a la misma; que la hagas para ti, no para ellos". »Entonces, el bienaventurado Francisco, con el rostro vuelto al cielo, habló así con Cristo: "Señor, ¡bien te decía que no me harían caso!" Y al momento oyeron todos la voz de Cristo, que respondía desde lo alto: "Francisco, en la Regla nada hay tuyo, sino que todo lo que hay en ella es mío; y quiero que la Regla sea observada así: a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa". Y añadió: "Yo sé de cuánto es capaz la flaqueza humana y cuánto les quiero ayudar. Por tanto, los que no quieren guardarla, salgan de la Orden". »Entonces, el bienaventurado Francisco, volviéndose a los hermanos, les dijo: "¡Lo habéis oído! ¡Lo habéis oído! ¿Queréis que os lo haga repetir de nuevo?" »Y los ministros, reconociendo su culpa, se marcharon confusos y aterrados» (EP 1; Verba Fr. Conradi). En un principio había yo creído que este relato (que también trae Hubertino de Casale) se refería a la Regla confirmada por el Papa en 1223; pero después de mi visita a Fonte Colombo me he convencido de que no puede referirse sino a la regla anterior, de la cual dice San Buenaventura que Fray Elías la recibió de manos de Francisco y en seguida, para librarse de observarla, pretextó que se le había perdido: «Queriendo Francisco redactar la Regla que iba a someter a la aprobación definitiva en forma más compendioso que la vigente, que era bastante profusa a causa de numerosas citas del Evangelio, subió a un monte [Fonte Colombo] con dos de sus compañeros [León y Bonicio] y allí, entregado al ayuno, hizo escribir la Regla tal como el Espíritu divino se lo sugería en la oración. Cuando bajó del monte, entregó dicha Regla a su vicario [Fr. Elías] para que la guardase; y al decirle éste, después de pocos días, que se había perdido por descuido la Regla, el Santo volvió nuevamente al mencionado lugar solitario y la recompuso en seguida de forma tan idéntica a la primera como si el Señor le hubiera ido sugiriendo cada una de sus palabras. Después, de acuerdo con sus deseos, obtuvo que la confirmara el susodicho señor papa Honorio en el octavo año de su pontificado»4. Por lo demás, es indudable que la Regla que aprobó Honorio III el 29 de noviembre de 1223 se redactó en Fonte Colombo en una nueva estadía del Santo. Francisco la escribió, dice el Espejo de Perfección, porque «no quiso entrar en lucha con los hermanos, ya que temía mucho el escándalo en sí como en los hermanos, y condescendía, mal de su grado, con ellos, excusándose de esto ante el Señor. Mas para que la palabra que el Señor había puesto en sus labios para bien de los hermanos no volviera a Él vacía, se afanaba por cumplirla en sí mismo con la esperanza de alcanzar del Señor la recompensa. Y al fin su espíritu quedaba sosegado y consolado» (EP 2). No se vaya a creer por lo que antecede que yo piense que la Regla aprobada por Roma carezca de todo espíritu franciscano. Tan lejos estoy de pensar eso, que, antes al contrario, tengo por cierto que, a no conocer más que ésta, y a no saber, como sabemos por otros caminos, las modificaciones que debió sufrir hasta su redacción definitiva, trabajo nos costaría descubrir en ella otra mano que la de Francisco. Allí están, en efecto, todos los principios esenciales de la doctrina franciscana. A renglón seguido del prólogo, impone la Regla la obligación de «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin propio y en castidad» (2 R 1). En toda la serie de los doce capítulos que forman la Regla (y en cuyo número creemos ver un signo de la veneración del Santo hacia los doce Apóstoles) se encuentran a cada paso prescripciones hijas del más genuino espíritu franciscano. Tal es, por ejemplo, la prohibición de recibir dinero (cap. IV); la de apropiarse cosa alguna (cap. VI); el mandamiento de trabajar (cap. V); el de pedir limosna sin avergonzarse (cap. VI); el de usar vestidos viles, sin que por eso se crean los frailes facultados, por orgullo de pobreza, para despreciar a los demás hombres que vieren comer y vestir delicadamente (cap. II). Para su vida itinerante establece Francisco: «Aconsejo de veras, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; sino sean apacibles, pacíficos y moderados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene... En cualquier casa en que entren, primero digan: Paz a esta casa (cf. Lc 10,5). Y, según el santo Evangelio, séales lícito comer de todos los manjares que les ofrezcan (cf. Lc 10,8)» (cap. III). No deben predicar donde el Obispo se lo prohíba (cap. IX); no podrán entrar en los monasterios de monjas (cap. XI); el oficio divino deben rezarlo conforme al rito de la Iglesia romana; en cuanto a los hermanos laicos, lo reemplazarán con el rezo de padrenuestros (cap. III); los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas: «Amonesto de veras y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden los hermanos de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, cuidado y solicitud de este siglo, detracción y murmuración, y los que no saben letras, no se cuiden de aprenderlas; sino que atiendan a que sobre todas las cosas deben desear tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar siempre a él con puro corazón y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, y amar a esos que nos persiguen, nos reprenden y nos acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian (cf. Mt 5,44). Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo (Mt 10,22)» (cap. X). Por toda la Regla de los Hermanos Menores pasa aún hoy día una llama de aquel fuego que Francisco vino a encender en el mundo, llama que todos los verdaderos hijos del Patriarca se han esforzado por mantener a través de los siglos, siempre viva y pura, sine glossa, sine glossa, como intimó Cristo a Fray Elías en la ermita de Fonte Colombo. «La Regla sin interpretaciones», ved ahí la eterna divisa de todos los franciscanos, la llave con que abren las puertas del Paraíso, y aun llave del Paraíso y anticipo de la vida eterna (cf. EP 76). Y, en efecto, andando los siglos, vemos aparecer sucesiva y constantemente nuevos Franciscos, tales como Juan de Parma, Hubertino de Casale, Pedro Juan Olivi, Ángel Clareno, Gentil de Espoleto, Pablo Trinci, y San Bernardino de Siena, y Mateo de Basci, y Esteban Molina. Todos estos grandes hombres han reunido en torno suyo a muchedumbres de frailes descalzos, vestidos de grosera túnica, ceñidos de tosca cuerda, que retirados en los mismos eremitorios que habitaron Francisco y sus primitivos discípulos, entonaban, como un cántico nuevo nunca oído hasta entonces, este capitulo semi-olvidado de su Regla: Los hermanos deben ir por el mundo como peregrinos y advenedizos, sin poseer sobre la tierra otra cosa que el tesoro inalienable de la altísima pobreza (cf. 2 R 6). Son ecos de las armonías de la Porciúncula y de Rivotorto, que de edad en edad vuelven a resonar con nuevo seductor hechizo. Semejantes al soldado suizo que, desde las murallas de Estrasburgo, oía mugir del otro lado del Rin las vacas de su infancia y se lanza al río, los frailes menores arrojan de sí cuanto les puede impedir echarse a nado a través de la impetuosa corriente y ganar la nativa ribera. Capítulo XIII EL PESEBRE DE GRECCIO Hacia fines del año 1223 se hallaba Francisco en Roma solicitando la confirmación de su Regla, empresa en la que le ayudaba eficazmente Hugolino, según el mismo Cardenal lo asegura después siendo ya Papa: «Cuando aún ocupábamos un oficio menor ayudamos a Francisco a escribir la Regla y a obtener su confirmación pontificia» (Bula Quo elongati, del 28 de septiembre de 1230). Seguramente, durante esta permanencia en la Ciudad Eterna Francisco volvió a visitar a «su Fray Jacoba» de Settesoli, ya viuda desde 1217. Era esta señora una de las únicas dos mujeres que el Santo conocía por el rostro; la otra era Sta. Clara (2 Cel 112). En ninguna parte, tal vez, se sentía Francisco tan a sus anchas como en este noble hogar, donde tenía su Betania, siendo Jacoba para él a la vez Marta y María. Ella le preparaba los alimentos de que gustaba, entre otros cierta pasta o crema de almendras de que se acordó y deseó comer en su ultima enfermedad (LP 8). Él le pagó una vez haciéndole un regalo muy en armonía con su espíritu. Al Santo se le desgarraban las entrañas cada vez que veía llevar un corderillo al matadero, porque al momento se le representaba el sacrificio del Cordero divino sobre el Calvario; y así, siempre que podía, los rescataba y ponía en libertad. Tal hizo un día yendo de camino por la Marca de Ancona, y en seguida se presentó con su rescatada oveja ante el Obispo de Ósimo, a quien tuvo que explicar detenidamente la causa por la que venía con semejante compañera; después, la oveja fue entregada a las monjas de San Severino, las cuales tejieron de su lana una túnica que enviaron de regalo a Francisco mientras se celebraba un Capítulo de Pentecostés en la Porciúncula (1 Cel 78). Otra vez dio su manto en cambio de dos corderillos que llevaba un campesino: «En otra ocasión, pasando de nuevo por la Marca, se encontró en el camino con un hombre que iba al mercado, llevando atados y colgados al hombro dos corderillos para venderlos. Al oírlos balar el bienaventurado Francisco, conmoviéronse sus entrañas y, acercándose, los acarició como madre que muestra sus sentimientos de compasión con su hijo que llora. Y le preguntó al hombre aquel: "¿Por qué haces sufrir a mis hermanos llevándolos así atados y colgados?" "Porque los llevo al mercado -le respondió- para venderlos, pues ando mal de dinero". A esto le dijo el Santo: "¿Qué será luego de ellos?" "Pues los compradores -replicó- los matarán y se los comerán". "No lo quiera Dios -reaccionó el Santo-. No se haga tal; toma este manto que llevo a cambio de los corderos". Al punto le dio el hombre los corderos y muy contento recibió el manto, ya que éste valía mucho más. El Santo lo había recibido prestado aquel mismo día, de manos de un amigo suyo, para defenderse del frío. Una vez con los corderillos, se puso a pensar qué haría con ellos y, aconsejado del hermano que le acompañaba, resolvió dárselos al mismo hombre para que los cuidara, con la orden de que jamás los vendiera ni les causara daño alguno, sino que los conservara, los alimentara y los pastoreara con todo cuidado» (1 Cel 79). También en la Porciúncula tuvo mucho tiempo una oveja domesticada, que le seguía a todas partes, incluso a la iglesia, donde mezclaba sus balidos con los cánticos de los frailes (LM 8,7). De manera semejante, Francisco tuvo consigo en Roma un corderillo, y éste fue el presente que regaló a su Fray Jacoba al despedirse de ella. Largo tiempo le vivió a la dama el animalito, y cuéntase que por la mañana la acompañaba a la misa y, cuando ella se quedaba dormida, iba a la cama a despertarla balándole y aun moviéndola con suaves y afectuosos topetones de cabeza (LM 8,7). Con la lana de este cordero hiló y tejió Jacoba el hábito que llevó a la Porciúncula el otoño de 1226, cuando Francisco estaba para morir, y con él fue amortajado el Santo (cf. LP 8; Ed. D'Alençon). Pero no era sólo en casa de Jacoba donde Francisco hallaba hospitalidad: a menudo se hospedaba también en la de los Cardenales, como hacían por lo regular los demás frailes, porque en los comienzos de la Orden era cosa corriente tener los Cardenales consigo algún hermano menor, «no para que les prestaran servicios, sino debido a su santidad y por la devoción que les habían cobrado» (TC 61). Así, Fray Gil estuvo bastante tiempo en casa del Cardenal Nicolás Chiaramonti, y Fray Ángel en la de León Brancaleone. Era ya casi una moda entre los personajes de la Curia romana tener en su compañía un fraile menor, lo que mereció después amargos reproches de parte de Tomás de Celano, que tronó contra la pereza y vida regalona de aquellos «frailes palaciegos» (2 Cel 120-121). Francisco no tenía madera de «fraile palaciego» (frater palatinus); por eso, ni aun cuando se hospedaba con Hugolino, olvidaba su obligación de mendigar de puerta en puerta el pan de cada día, y este pan obtenido de caridad era el que comía en la mesa del Cardenal (EP 23; 2 Cel 73). Cuando Francisco se instaló con Fray Ángel Tancredi en la casa del Cardenal Brancaleone y éste le cedió para su habitación una torre solitaria que había en el huerto, donde a Francisco le pareció estar como en una ermita, la primera noche de su estancia en ella, vinieron los guastaldi ("gendarmes")5 del Señor y se arrojaron sobre él. Al día siguiente preguntó a Fray Ángel: «¿Por qué me habrán azotado así los demonios y con qué designios les habrá dado poder el Señor para hacerme daño? Y continuó: Los demonios son los verdugos mandados por nuestro Señor: como la autoridad envía su verdugo para castigar al que peca, así el Señor, por medio de sus verdugos -esto es, por los demonios, que en esto son sus ministros-, corrige y castiga a quienes ama. Porque muchas veces aun el buen religioso peca por ignorancia, y, cuando no conoce su falta, es castigado por el diablo, para que interior y exteriormente se examine en qué ha faltado. Dios no deja nada impune en esta vida a quienes ama con un amor tierno. Yo, por la misericordia y gracia de Dios, no conozco que en algo le haya ofendido y no me haya enmendado por la confesión y la satisfacción. Es más: por su gran misericordia, me ha concedido Dios la gracia de conocer en la oración todo lo que le agrada o desagrada en mí. Pero puede suceder que el Señor me haya castigado ahora por sus verdugos porque, si bien el señor cardenal me trata con bondad y de buen grado y mi cuerpo tiene necesidad de este descanso, sin embargo, cuando mis hermanos que van por el mundo soportando hambre y otras penurias o viven en eremitorios y casas pobrecitas, se enteren de que yo me hospedo en la casa del señor cardenal, pueden tomar de ello ocasión para murmurar de mí, diciendo: "Mira: nosotros toleramos tantas calamidades y él se permite sus desahogos". Yo estoy obligado a darles siempre buen ejemplo, y para esto les he sido dado. Siempre será de mayor edificación para los hermanos que viva con ellos en lugares muy pobres, que no en otros; y con mayor paciencia sobrellevarán sus tribulaciones si saben que yo paso por las mismas» (EP 67). El resultado fue que aquel mismo día Francisco dejó el palacio y la torre del Cardenal y se marchó, sin que ni los ruegos de éste ni las torrenciales lluvias que en el mes de diciembre caen sobre Roma, consiguieran detenerle. Pronto pasó la puerta Salara y, a pesar del intenso frío que reinaba, y del viento que soplaba furioso y del barro que cubría los caminos, tomó resueltamente el camino del norte. Iba contento y gozoso, marchando, aunque sin percatarse de ello, con mayor rapidez que solía, con la idea de verse pronto en su querido valle de Rieti y otra vez en compañía de sus hermanos de Fonte Colombo. Allá, en medio del silencio majestuoso de los montes Sabinos, le esperaba una nueva consolación. Desde su viaje a Tierra Santa y su visita a Belén había quedado Francisco con el corazón henchido de una devoción particular por la fiesta de Navidad. Uno de esos años cayó dicha fiesta en viernes, y Fray Morico propuso a los hermanos, por tal motivo, guardar abstinencia, pero Francisco le replicó: «Hermano, pecas al llamar día de Venus (etimología del viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Quiero -añadió- que en ese día hasta las paredes coman carne; y ya que no pueden, que a lo menos sean untadas por fuera» (2 Cel 199). A este propósito solía decir también con frecuencia: «Si llego a hablar con el emperador, le rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan en abundancia» (2 Cel 200). «Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese día sabrosa y abundante comida a los pobres» (EP 114). El año 1223 le fue dado a Francisco celebrar la Natividad de una manera hasta entonces nunca usada en el mundo. Había en Greccio un amigo y bienhechor suyo llamado Juan Vellita, quien le había hecho donación de una peña rodeada de árboles que poseía frente a la ciudad, a fin de que habitasen allí sus frailes. A este gentil hombre mandó, pues, llamar desde Fonte Colombo y le habló de esta manera: «Si quieres que celebremos en Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84). Juan Vellita corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había indicado. A la mitad de la Noche Buena llegaron los hermanos de Fonte Colombo, acompañados de gran multitud de gente de la región, todos con hachas encendidas en las manos. Los frailes se colocaron en torno a la gruta; el bosque estaba alumbrado como en pleno día. Se celebró una misa sobre el pesebre, que servía de altar, a fin de que el divino Niño estuviese allí realmente presente, como lo estuvo en la gruta de Belén. En medio de la fiesta tuvo Vellita extraordinaria visión, en que vio distintamente sobre el pesebre un niño verdadero, pero dormido y como muerto, y he aquí que Francisco se acerca, toma al niño en sus brazos, éste despierta y comienza a acariciar al Santo, pasándole suavemente la mano por la barba y por el burdo vestido. Ninguna maravilla causó, por lo demás, al piadoso Juan semejante aparición, pues estaba acostumbrado a ver resucitar a Jesús, por obra de Francisco, en tantos corazones donde antes dormía o estaba muerto. Cantado el Evangelio, avanzó Francisco revestido de diácono y vino a ponerse junto al pesebre. Según la expresión de Celano, «el santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo», y «su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos» (1 Cel 85-86). «Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras... Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa colmados de alegría» (1 Cel 86). «El lugar del pesebre fue luego consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén» (1 Cel 87). NOTAS: 1) El mismo pensamiento se revela en estas palabras de Celano: Obedientiis cunctis Franciscum omnino propono, «En suma, propongo de modo absoluto a Francisco por modelo para todas las obediencias» (2 Cel 120). 2) Confróntense ambos textos: Texto de Francisco: «Que los hermanos deban y puedan recurrir a sus ministros, y que los ministros estén obligados por obediencia a conceder a dichos hermanos con toda benevolencia y liberalidad las cosas que les pidan; y si los ministros rehusaren concedérselas, los hermanos podrán observar literalmente la Regla, porque todos, ministros y súbditos, están por igual sometidos a la Regla» (Sabatier, Opúsculos, I, p. 94). Texto de Hugolino: «Por lo que firmemente les mando que obedezcan a sus ministros en todo lo que al Señor prometieron guardar y no es contrario al alma y a nuestra Regla. Y dondequiera que haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden guardar espiritualmente la Regla, a sus ministros puedan y deban recurrir. Y los ministros recíbanlos caritativa y benignamente, y tengan tanta familiaridad para con ellos, que los hermanos puedan hablar y obrar con ellos como los señores con sus siervos; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos» (2 R 10,3-6). 3) «Quiso también que en la Regla constaran muchas cosas que con asidua oración y meditación pedía al Señor para utilidad de la Religión; y afirmaba que todo ello era absolutamente según la voluntad de Dios. Pero, cuando lo comunicaba a los hermanos, les parecía a éstos carga pesada e imposible de soportar... Francisco no quiso entrar en lucha con los hermanos...» (EP 2). También Celano nos recuerda: «Solía decir: "En Dios no hay acepción de personas, y el ministro general de la Religión -que es el Espíritu Santo- se posa igual sobre el pobre y sobre el rico". Hasta quiso incluir estas palabras en la Regla; pero no le fue posible, por estar ya bulada» (2 Cel 193). 4) LM 4,11.- Lo mismo refiere el Espejo de Perfección, tomándolo tal vez de Fray Iluminado, o acaso de Fray León. Ahí leemos también que la segunda Regla redactada por Francisco se perdió: «Después que se perdió la segunda Regla compuesta por el bienaventurado Francisco, subió éste a un monte con el hermano León de Asís y con el hermano Bonicio de Bolonia para redactar otra Regla (cf. LP 17). La hizo escribir según Cristo se lo iba mostrando» (EP 1). Muchas son las pruebas que muestran cuán poco escrupuloso era Elías en la elección de sus medios. Así, en el Capítulo general de 1239, pretendió justificarse con falsedades evidentes, diciendo, por ejemplo, que él fue admitido en una Orden cuya regla, la no bulada de Inocencio, no exigía el voto de pobreza, lo que le había permitido recibir dinero (AF III, p. 231). 5) Guastaldi, palabra lombarda que significa gendarmes y con la que el Santo designaba a los demonios. |
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