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UNGIDOS POR EL ESPÍRITU por Miguel Payá Andrés |
. | Capítulo VI EL ESPÍRITU CONSTRUYE LA IGLESIA DE JESÚS |
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NUBE «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). La nube manifiesta la presencia de Dios, pero velada para que su trascendencia no deslumbre al hombre (cf. Ex 24,15-18; 33,9-10). |
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1. El Espíritu Santo, principio de vida de la Iglesia En el Credo Apostólico confesamos a la Iglesia en el artículo sobre el Espíritu Santo: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica...». Y es que la Iglesia es obra del Espíritu Santo. Aunque la Iglesia tuvo su inicio y primera configuración en los Doce y en el grupo de discípulos que reunió Jesús antes de su muerte, no nació como consecuencia de la intimidad de los apóstoles con Jesús, ni de la afinidad entre los mismos apóstoles, ni de su decisión de continuar la obra de Jesús. Lo que hizo y constituyó como Iglesia a los que «estaban reunidos en el mismo lugar» el día de Pentecostés, es que «todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse» (Hch 2,4). Ese día se manifestó al mundo la Iglesia. Así como en el Jordán, una vez ungido por el Espíritu y acreditado por la voz del Padre (cf. Mt 3,15), comenzó la vida pública de Jesús como Mesías, así, en Pentecostés, el mismo Espíritu puso en marcha la historia del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia o comunidad cristiana. El Espíritu, que desde siempre ha actuado y continúa actuando en el mundo, residió y actuó de forma plena en Jesús, el Ungido. Ahora, enviado por él, reside y actúa en la Iglesia, como ámbito de su presencia permanente. La Iglesia es, en primer lugar, templo del Espíritu, lugar en el que él otorga el perdón de los pecados y comunica la vida eterna, como confesamos también en el Credo. Pero, a su vez, la Iglesia es instrumento del Espíritu, porque todo lo que la Iglesia vive, anuncia, celebra y testimonia, es siempre gracias al Espíritu de Jesús. Los apóstoles definían a la Iglesia como «el Espíritu Santo y nosotros» (cf. Hch 15,28), una realidad con dos caras: una visible, la comunidad de los discípulos, y otra invisible, la acción del Espíritu Santo. Por eso se compara la Iglesia al misterio del Verbo encarnado. Pues, así como la naturaleza humana sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de modo semejante la realidad social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica para acrecentar el cuerpo de Cristo. En realidad, lo que sucede es que Cristo, gracias al Espíritu, continúa su misión a través de la Iglesia. Lo que Jesús ha dicho y ha hecho antes de su muerte, lo dice y lo hace por el Espíritu Santo en la Iglesia ahora. Gracias al envío del Espíritu Santo, la Iglesia es «sacramento universal de salvación», por medio de cual Jesucristo sigue manifestando y comunicando el amor de Dios al hombre. Sin embargo, la Iglesia y Cristo no se identifican, ni mucho menos se confunden. Cristo, santo e inocente, no conoció el pecado; en cambio, la Iglesia encierra en su seno a los pecadores y está necesitada siempre de purificación. Y tampoco se identifican ni confunden el Espíritu Santo y la Iglesia: no todos los actos de la Iglesia son automáticamente actos del Espíritu. Existe entre los dos una especie de tensión: la Iglesia debe tender a la fidelidad total, y el Espíritu Santo la anima y ayuda a conseguirlo. 2. El Espíritu construye la Iglesia como comunión En el Credo, después de confesar nuestra fe en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia, decimos: «la comunión de los santos». Con ello queremos afirmar que el Espíritu Santo construye la Iglesia como comunión. La palabra «comunión» designa, ante todo, la misma vida divina, la comunicación amorosa entre el Padre y el Hijo, que se entregan mutuamente el Espíritu Santo como beso que sella su amor. Y ese mismo Espíritu, que personaliza el amor interno de la Trinidad, es el que comunica el amor divino a los hombres, para que puedan participar en la vida íntima de Dios. Por eso la Iglesia es, en primer lugar, «comunión con el Santo», es decir, participación en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y esta comunicación de la vida divina la realiza el Espíritu a través de la «comunión en las cosas santas», es decir, a través de la Palabra de Dios y los Sacramentos, que son como los dos grandes canales por los que fluye hasta nosotros la vida de la Trinidad. Ahora bien, la comunión con Dios es la causa de la comunión entre los hombres. De modo que, la comunión con el Santo a través de las cosas santas, produce la «comunión de los santos», es decir, la unión fraterna entre los creyentes, que es la consecuencia y la verificación de la comunión, con la Trinidad. Por eso afirma el Vaticano II que la Iglesia es «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 4). La caridad que nos une a los creyentes no es sólo el resultado del esfuerzo personal, ni el fruto de un pacto o consenso. Tampoco nos unimos por simples razones de eficacia pastoral. Lo que nos une es el don de Dios, es decir, el Espíritu Santo, como lo afirma también el Concilio: «El Espíritu Santo, que habita en los creyentes y llena y gobierna a toda la iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y los une tan estrechamente a todos en Cristo, que es el principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, 2). 3. El Espíritu crea un pueblo único y diverso El don de la comunión que nos regala el Espíritu necesita hacerse visible y constatable. Y esto sucede en el nuevo «pueblo de Dios», constituido por Jesús y fundado en la nueva alianza en su sangre, la Iglesia. Este pueblo es una comunidad visible y social que se inserta en la historia de los hombres, que se extiende por todos los países y avanza entre dificultades y pruebas, para ser como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16). A este pueblo, que formamos todos los creyentes en Cristo, lo califica San Pedro con estas palabras: «Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Y de él dice el Vaticano II que tiene, como cabeza, a Cristo; como condición, la dignidad y la libertad de los hijos de Dios; por ley, el nuevo mandato de amar como Cristo nos ha amado; y, como fin, el dilatar más y más el reino de Dios (cf. Lumen gentium, 9). En este pueblo único, todos sus miembros tienen la misma dignidad, ya que, renacidos en el mismo bautismo, todos tienen la misma gracia de hijos, la misma fe, un amor sin divisiones y la misma vocación a la santidad. Por eso en la Iglesia no puede haber ninguna desigualdad por razones de raza o nacionalidad, de sexo o condición social (cf. Gál 3,28). Sin embargo, dentro de esta igualdad fundamental, el Espíritu Santo, que santifica y dirige al pueblo de Dios, reparte una diversidad de dones que capacitan para distintos ministerios, servicios y actividades, en orden a construir y renovar al mismo pueblo, según aquellas palabras de San Pablo: «A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común» (1 Cor 12,7). Y, así, unos han recibido la gracia y la misión de ser maestros, administradores de los misterios y pastores de los demás en el nombre y con la autoridad de Cristo: son los obispos y presbíteros. Otros, los laicos, han sido llamados a ejercer la misión del pueblo de Dios inmersos en el mundo para transformarlo desde dentro. Otros han recibido la vocación de consagrar toda su vida al Reino de Dios mediante la profesión de los consejos evangélicos. Y, en cualquiera de estos grandes estados, el Espíritu reparte además multitud de carismas especiales, personales o colectivos, para subvenir a las necesidades concretas del pueblo de Dios. Toda esta diversidad admirable, no destruye ni anula la unidad del pueblo de Dios ni la igualdad fundamental de sus miembros, sino que, por el contrario, las enriquece y potencia, como explica San Pablo a través de una imagen muy expresiva: «Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros y no todos los miembros tienen una misma función, así también nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo al quedar unidos a Cristo, y somos miembros los unos de los otros» (Rom 12,4-5). Dentro del pueblo de Dios, es particularmente importante la misión de los laicos, sin los cuales la iglesia no puede cumplir la tarea encomendada por Cristo, porque son como su vanguardia. Los laicos son, en primer lugar, cristianos en plenitud: incorporados a Cristo por el bautismo, participan plenamente de su dignidad profética, sacerdotal y real, y ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo de Dios, con plenitud de derechos y obligaciones. Pero esta vocación y dignidad cristiana presenta en los laicos una modalidad propia: su «carácter secular». Ellos viven en medio del mundo y de los negocios temporales, y allí les llama Dios para que busquen su Reino ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Es decir, el mundo es para ellos el ámbito donde viven su vocación cristiana y el medio para realizarla. Desde esta peculiaridad, la misión de los laicos tiene dos vertientes. Por una parte, han de participar de forma propia en la evangelización o apostolado: el Espíritu Santo los capacita para que testifiquen, con obras y palabras, que la fe cristiana constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Y este testimonio apostólico lo han de realizar, tanto en el seno de la comunidad cristiana como en los distintos ámbitos de la convivencia humana. Pero, además, son llamados por Cristo y ungidos por el Espíritu Santo para servir a las personas y a la sociedad, a esforzarse para que las exigencias del Evangelio impregnen la familia y las realidades sociales, culturales, políticas y económicas. Transmitir el conocimiento del Dios de Jesucristo y transformar el mundo: esos son los dos grandes retos de los cristianos laicos. 4. El Espíritu crea la Iglesia como esposa de Cristo Después de contemplar el misterio de la Iglesia y su vertebración concreta, podemos preguntarnos: ¿Qué es para nosotros la Iglesia? Desde todo lo que hemos recordado, podríamos coincidir en tres afirmaciones básicas:
Para ayudarnos a vivirla y amarla, nada mejor que preguntarnos: ¿Qué es la Iglesia para Jesucristo? La respuesta podemos encontrarla en este bello texto del Apocalipsis: «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado» (Ap 21,2-4). Para Jesús la Iglesia es la nueva Jerusalén, es decir, la nueva humanidad que el Resucitado va creando con la fuerza del Espíritu; una humanidad liberada de la esclavitud del pecado; una humanidad que ha recuperado la amistad con Dios; una humanidad alegre porque se han destruido ya las causas del llanto. Y, sobre todo, la Iglesia es para Jesús su esposa, a quien se lo ha dado todo, hasta su propia vida, para purificarla y hacerla blanca y resplandeciente (cf. Ef 5,25-27), a quien admira y ama apasionadamente, como un novio arrebatado en el día de su boda. La Iglesia, nuestras parroquias y movimientos, siempre pobres e insuficientes, son la novia de Cristo. Ni nuestra pobreza ni nuestro pecado lograrán nunca enfriar el amor incondicional y fiel del Señor. Y, por eso mismo, amar a Cristo supone necesariamente amar a la Iglesia. Porque los dos son ya, para siempre, «una sola carne». |
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