DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

UNGIDOS POR EL ESPÍRITU

por Miguel Payá Andrés


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Capítulo VII

EL ESPÍRITU NOS HACE HOMBRES NUEVOS

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LUZ

«Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo... luz que penetras las almas» (Secuencia de Pentecostés). Como la columna luminosa que alumbraba el caminar del pueblo por la noche (cf. Ex 13,21-22), el Espíritu Santo guía a los discípulos de Jesús hacia la verdad completa, como «maestro interior» (cf. Jn 16,13-15).

El Espíritu Santo es Dios dado como vida al hombre, no desde fuera sino desde dentro de su subjetividad, intimidad y libertad constitutiva. Esta acción transformadora del Espíritu que crea un hombre nuevo, es explicada por San Pablo con tres imágenes potentes: «Es Dios quien a nosotros y a vosotros nos confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-22; cf. Ef 1,13; Ef 4,30).

La unción, acción simbólica que consiste en derramar aceite sobre la cabeza, remite a la fuerza de Dios derramada en el interior del hombre y que lo va abriendo desde dentro de su ser a la palabra, la experiencia y la misión que Dios le encarga.

El sello, que es la marca que los amos imprimían en la piel de los esclavos de su propiedad, es, a la vez, signo de propiedad y protección: somos de Dios y él nos protege como cosa suya.

Las arras, que era la cantidad que se adelantaba como prenda en un contrato, indican que el don del Espíritu es prenda y promesa de la plenitud que Dios nos dará.

Vamos a describir esta nueva vida creada en nosotros por el Espíritu con la ayuda del rico vocabulario que ha ido consagrando la tradición cristiana, a partir del Nuevo Testamento.

1. El Espíritu crea una nueva vida: la gracia santificante

El anuncio del Evangelio se presenta en el Nuevo Testamento, no sólo como una propuesta de sentido o como un mensaje moral, sino, ante todo, como un acontecimiento del que nace una nueva existencia. Se trata de una nueva creación fruto de una alianza nueva de Dios con el hombre, que ha producido un hombre nuevo: «Renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,23-24).

Esta nueva existencia está constituida por la acción de las tres divinas Personas y por la nueva relación del hombre con ellas. Se trata, por tanto, de tres acciones y tres relaciones distintas, pero estrechamente coordinadas: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Cor 13,13). Y esta triple acción permite que llamemos a esta nueva vida de tres formas distintas según la acción que acentuemos:

  1. Vida divina. Con este nombre acentuamos el origen y el contenido de la nueva existencia: Dios Padre nos concede participar de su propia vida, que es amor.

  2. Vida cristiana. Este nombre indica la mediación encarnativa y la forma modélica de la nueva existencia: Dios se nos ha dado en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso, Jesús es la gracia, el don del Padre y el paradigma de la vida divina realizada humanamente. La nueva forma de existir consiste en conformarnos con Cristo, en imitarle e incorporarnos a él, para llegar a ser por adopción lo mismo que él es por naturaleza.

  3. Vida espiritual. Este tercer nombre quiere expresar que Dios no es solamente el donante y el don, sino también el que hace posible que aceptemos ese don. Porque el Espíritu Santo es Dios mismo que se integra en nuestra subjetividad para hacer posible desde dentro esta nueva existencia. Él llama, alienta, atrae y sopla, favoreciendo y potenciando nuestros propios dinamismos para que sean capaces de abrirse a las relaciones trinitarias.

Si en vez de contemplar la nueva existencia desde el punto de vista de las Personas divinas, como acabamos de hacer, la contemplamos desde el hombre que es transformado, nos encontraremos con otras dos expresiones, que intentan designar el nuevo ser y el nuevo dinamismo vital que recibimos:

  1. Gracia santificante. Es como el nuevo ser, porque es el don gratuito que Dios nos hace de su propia vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla. Se trata, por tanto, de un don habitual, de una disposición estable y sobrenatural, que eleva y perfecciona el ser natural del hombre para hacerlo capaz de vivir con Dios y de obrar por su amor. En definitiva, es participación en la misma vida de Dios, porque nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: nos hace hijos adoptivos del Padre y miembros de Cristo, movidos por el Espíritu Santo. La debemos distinguir de las «gracias actuales», que designan intervenciones puntuales de Dios en el origen de la conversión o en cualquier momento de nuestra vida.

  2. Santidad. Es el desarrollo vital de los que participan de la vida divina por la gracia santificante. Es un proceso de crecimiento, un camino, que tiene un punto de partida y una meta. El inicio es lo que llamamos «justificación», que es la acción del Espíritu Santo que arranca al hombre del pecado, purifica su corazón, lo santifica y lo renueva por dentro. La meta es la plenitud de la vida cristiana, la perfección de la caridad que experimentaremos cuando veamos a Dios cara a cara y seamos incorporados definitivamente a su vida. Entre estos dos puntos discurre el camino de la santidad, que ha sido bellamente descrito por el Vaticano II: «Una misma es la santidad que cultivan, en los diversos géneros de vida y ocupación, todos los que, movidos por el Espíritu de Dios y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz para merecer tener parte en su gloria. Sin embargo, cada uno, según sus dones y funciones, debe avanzar con decisión por el camino de la fe viva, que suscita esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium, 41).

Una última cuestión: ¿Cuándo y cómo nace esta nueva existencia? La respuesta del Nuevo Testamento es clara: el hombre nuevo es resultado de un renacimiento, el bautismo. Allí somos insertados en el destino de Jesús, en su muerte y resurrección, y somos transformados por el Espíritu; allí se produce lo que hemos llamado «justificación», que equivale a una nueva creación. La Sagrada Escritura expresa esta recreación del Espíritu con dos grandes símbolos, el fuego y el agua. El fuego simboliza la acción de Dios que purifica y depura. No se trata de un fuego que llega desde fuera y calcina al objeto, sino de una llama que se introduce en el corazón del hombre, lo purifica y lo hace renacer (cf. Mal 3,2; Za 13,9; Mt 3,11; 1 Pe 1,7). Y en el Evangelio de Juan, el Espíritu aparece sobre todo como agua viva que se derrama, cala lo reseco, fecunda lo agotado y calma la sed. Así aparece en los diálogos de Jesús con Nicodemo (cf. Jn 3,1-8) y la samaritana (cf. Jn 4,10-16), y, sobre todo, en la gran declaración, de Jn 7,37-39.

2. El Espíritu nos da unas nuevas facultades: las virtudes teologales

En la descripción de la santidad que hace el Vaticano II, y que acabamos de citar, aparecen las tres «virtudes teologales»: la fe, la esperanza y la caridad. Son las nuevas capacidades que adaptan las facultades del hombre para vivir en relación con la Santísima Trinidad. Nos son infundidas por el Espíritu Santo junto con la gracia santificante y nos hacen capaces de obrar como hijos de Dios. Por eso son las que fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano.

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que él nos ha dicho y revelado y que la Iglesia nos propone para creerlo.

Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios, con una firme confianza, la vida eterna y las gracias para merecerla.

Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Aunque se distinguen entre sí, las tres virtudes teologales están íntimamente unidas. En realidad componen una única actitud fundamental, como subraya el Vaticano II al hablarnos de «la fe viva, que suscita esperanza y obra por la caridad» (Lumen gentium, 41). Y la que las unifica es la más importante de ellas, la caridad, fuente y término de toda la vida cristiana. Porque la caridad es la que purifica nuestra facultad humana de amar y la eleva a la perfección sobrenatural del amor divino. Con razón dice San Pablo: «Si no tengo caridad, nada soy; si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,1-4). Y también: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cor 13,13).

3. El Espíritu nos da nuevos instintos: los dones

Íntimamente relacionados con las virtudes teologales, están los llamados «dones del Espíritu Santo».

Estamos viendo la multiplicidad de dones que el Espíritu Santo concede, tanto para el crecimiento de la vida cristiana como para el desarrollo de la comunidad; tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia. En realidad, toda la vida, natural y sobrenatural, es don del Espíritu.

Pero la expresión «dones del Espíritu Santo», en el lenguaje eclesial, se reserva para designar unas disposiciones permanentes que el Espíritu infunde en el alma para perfeccionamiento de las virtudes sobrenaturales, con el fin de hacer al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu. Santo Tomás de Aquino habla de ellos como de «un cierto instinto superior», que nos lleva a acoger con facilidad las mociones del Espíritu.

Según un famoso texto de Isaías (cf. Is 11,1-2), que fue pronunciado sobre nosotros en el momento de la Confirmación, los dones del Espíritu son siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

No existe unanimidad a la hora de explicar el efecto propio de cada uno de estos dones. Pero, si nos fijamos con atención, parecen querernos facilitar como tres grandes operaciones, que nos llevan a distribuirlos en tres grupos:

  1. Dones que nos facilitan comprender a Dios y su voluntad, sobre nosotros: sabiduría, inteligencia y ciencia.

  2. Dones que nos facilitan el decidir de acuerdo con esa voluntad divina: consejo y fortaleza.

  3. Dones que nos facilitan el permanecer y crecer en la relación personal con Dios: piedad y temor de Dios.

Una bella identificación de cada uno de ellos, que responde bastante a la opinión tradicional más extendida, es la que aparece en esta oración moderna:

«Espíritu Santo, llena mi alma
con la abundancia de tus dones.

Dame el don de la SABIDURÍA
para gustar las cosas que Dios ama
y apartarme de los valores
que me apartan del Evangelio de Jesús.

Dame el don de INTELIGENCIA
para vivir con fe viva
toda la riqueza de la verdad cristiana.

Dame el don de CONSEJO
para que en medio de los acontecimientos
pueda descubrir lo mejor
y crecer en la fe bautismal.

Dame el don de FORTALEZA
de manera que sea capaz de vencer
todos los obstáculos que encuentre
en el camino del seguimiento de Jesús.

Dame el don de CIENCIA
para discernir claramente
entre el bien y el mal,
la falsedad y la mentira,
el camino ancho y la puerta estrecha
que conduce al Reino.

Dame el don de PIEDAD
para amar a Dios como Padre
y reconocer en los hombres y mujeres
a los hermanos que tengo que servir
y donde Dios me está esperando.

Dame el don de TEMOR DE DIOS
para escuchar y acoger con fidelidad
la plenitud de la revelación
realizada en el Hijo de Dios,
Jesús de Nazaret, el Mesías.»

4. El Espíritu nos hace imágenes de Cristo: los frutos

La tradición cristiana nos habla de unos «frutos del Espíritu», es decir, de unas perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. Sería como el resultado de toda la acción transformadora del Espíritu en el hombre.

Siguiendo a San Pablo, en un texto de la Carta a los Gálatas (5,22-23) en su traducción latina, se enumeran hasta doce frutos: amor, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.

Todas estas perfecciones coinciden básicamente con las que se enumeran al principio de ese discurso programático de Jesús que es el Sermón del Monte. Las Bienaventuranzas (cf. Mt 5,1-11) son el centro de la predicación de Jesús y el resumen de todo el Evangelio, precisamente porque dibujan el rostro de Cristo y describen su caridad. Y, por ofrecer el retrato de Cristo, perfilan del mejor modo posible el retrato del hombre nuevo creado por la acción del Espíritu.

Comienzan situándonos ante la meta de la existencia humana: vivir con Dios, participar de su propia felicidad. De este modo, conectan con el deseo natural de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre, a fin de atraerlo hacia él, que es el único que lo puede saciar. Pero, para llegar ahí, hay que acertar el camino, que no es otro que el de Jesús, el camino de la cruz; de ahí que las bienaventuranzas sean promesas paradójicas, puesto que ofrecen la felicidad a cambio de situaciones que parecen infelices. Y este camino de cruz que conduce a la gloria es el que se concreta en unas actitudes, que deben ser las características y distintivas de la vida cristiana. Pero estas actitudes sólo son posibles gracias a la acción del Espíritu. Por eso, la pobreza de espíritu, la limpieza de corazón, la misericordia, el espíritu de paz, etc., antes que exigencias, son dones; son el resultado tangible de toda esa acción misteriosa y silenciosa del «dulce huésped del alma» que lleva al hombre más allá de sus posibilidades naturales para adentrarlo en la hoguera inefable del amor divino.

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