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UNGIDOS POR EL ESPÍRITU por Miguel Payá Andrés |
. | Capítulo VIII EL ESPÍRITU HACE DE DOS UNA SOLA CARNE |
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MANO «Les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo» (Hch 8,17). Jesús curaba imponiendo las manos (cf. Mc 6,5; 8,23). Los apóstoles hicieron lo mismo (cf. Mc 16,18; Hch 5,12). Pero los apóstoles utilizaron la imposición de manos sobre todo para infundir el Espíritu. Y lo mismo sigue haciendo la iglesia en los sacramentos. |
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El matrimonio es un lugar donde confluye y brilla con especial intensidad toda la acción creadora y santificadora del Espíritu Santo. Por eso no resulta extraño el hecho que constata el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-27) y se cierra con la visión de las bodas del Cordero (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su misterio, de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación en el Señor (1 Cor 7,39), todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,31-32)» (Catecismo, n. 1602). Más aún, la Escritura convierte el amor conyugal en el gran símbolo para explicar el amor de Dios hacia los hombres. Para explicar la acción multiforme del Espíritu en esta realidad humana privilegiada, vamos a seguir las invocaciones que vertebran la bella «Bendición nupcial» del rito católico del Matrimonio. 1. El matrimonio en el orden de la creación
El matrimonio no es una institución puramente humana; ha salido de las manos del Creador: «Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza; hombre y mujer los creó» (Gén 1,27). La diferenciación sexual forma parte del ser del hombre tal como fue creado por Dios. No existe el ser humano «en sí»; el ser humano existe únicamente como hombre o como mujer. Dos modos de ser hombre diferentes pero con igual dignidad, que se atraen y están llamados a complementarse. Es significativa la expresión admirativa del primer hombre cuando ve ante sí a la mujer: «Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 2,23). La Escritura presenta así el enamoramiento entre hombre y mujer como el reconocimiento agradecido y emocionado del hombre a su Creador. Y este misterio del hombre y de la mujer es tan profundo que su mutua alianza se convierte en imagen y semejanza de la alianza de Dios con los hombres; en representación del amor, la fidelidad y la fuerza creadora de Dios. Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4,8.16), ha creado al hombre a su imagen y semejanza, es decir, con capacidad y vocación de amar. Y, con ello, ha mostrado la cumbre y el sentido de toda su obra creadora. El Espíritu, que «planeando sobre las aguas» ha ido dando vida a todas las criaturas, como reflejo de la bondad y belleza de Dios, en el hombre ha plasmado la misma esencia de Dios: el amor. Y con ello nos ha manifestado que todo nace del Amor, que todo es creado por el Amor y que todo tiene como fin el Amor. No es extraño, pues, que el amor entre el hombre y la mujer sea muy bueno a los ojos del Creador (cf. Gén 1,31). Por ello forma parte de la revelación de Dios ese poema de amor apasionado que es el Cantar de los Cantares. No encontraremos en la Biblia ningún tipo de hostilidad hacia el amor sexual. Aunque tampoco será sacralizado o mitificado, como ocurre en otras culturas. Precisamente por su misma bondad y belleza creatural, el amor sexual siempre estará referido a algo que está por encima. Al igual que ocurre con el resto de la creación, no tiene su fundamento ni su meta en sí mismo. El amor finito y limitado entre el hombre y la mujer es la imagen que remite a otro amor absoluto, que es el único capaz de saciar el corazón del hombre. La Escritura describe también las calidades y finalidad del amor entre hombre y mujer. Afirma, en primer lugar, que hombre y mujer se necesitan para realizarse: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gén 2,18). Dios ofrece, pues, una ayuda, que juzga necesaria, para que la persona pueda desplegar todas sus potencialidades. Y esta ayuda, en cuanto ofrecida por Dios, significa y trae el mismo auxilio divino. Dios actúa en cada cónyuge a través del otro. Naturalmente, esto exige que la unión de ambos sea indefectible: el otro forma parte de mí mismo; separarme de él sería destruirme: «Se hacen una sola carne» (Gén 2,24). Por otra parte, este amor está destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación: «Y los bendijo Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28). Si «no es bueno que el hombre esté solo», tampoco es bueno que la pareja esté sola. Porque si el otro me ha de ayudar a realizarme, no puede servirme para cerrarme, sino para abrirme. 2. El Matrimonio bajo la esclavitud del pecado
Todos los hombres, desde el primero, vivimos la experiencia del mal, del pecado. Y esta ruptura suicida con nuestro Creador, tiene consecuencias dramáticas para la relación hombre-mujer. No podía ser de otro modo: si rompo con Dios, el otro deja de ser para mí el signo y portador del auxilio divino; y, en vez de ayuda, se convierte en problema y obstáculo. Lo vemos ya en la primera pareja. Comienzan a acusarse mutuamente: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí» (Gén 3,12). Su atractivo mutuo se cambia en relaciones de dominio y concupiscencia: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (Gén 3,16b). La hermosa vocación a la fecundidad se convierte en una carga: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos» (Gén 3,16a). Y el dominio sobre lo creado se torna esclavitud: «Maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén 3,17-19). En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Y todos estos desórdenes ponen de manifiesto una contradicción profunda del ser humano: creado para amar, pero impotente para vivir un amor pleno. Sin embargo, la última palabra en la relación hombre-mujer no es el fracaso. Porque Dios sigue siendo siempre fiel al matrimonio, no se desdice ni se vuelve atrás, a pesar del pecado. Vemos con qué solicitud sigue cuidando a la primera pareja: «Dios hizo para el hombre y su mujer túnicas de piel y los vistió» (Gén 3,21). Lo que ocurre es que, a partir del primer pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia misericordiosa de Dios, que les cura las heridas del pecado y les devuelve la capacidad de amarse. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar esa unión de sus vidas que Dios estableció al comienzo. Y el perdón y la fidelidad de Dios tienen también un sentido ejemplar para la pareja. Después del pecado, amarse es también ser capaces de perdonarse. Vivir en fidelidad supone tener el valor de rehacerla cuando ha sido destruida. En una palabra, en la situación actual del hombre, el amor ha de tener fuerza suficiente para superar y vencer al pecado. Y esta fuerza, como vamos a ver, sólo puede venir de Dios. 3. El Matrimonio en el Señor
En el umbral de su vida pública, Jesús realizó su primer signo, a petición de su Madre, con ocasión de un banquete de boda (cf. Jn 2,1-11). Los cristianos han concedido una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Han visto en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que, en adelante, Cristo estará siempre presente en el matrimonio. Y que estará de forma activa, dando vino a los que no lo tienen, es decir, otorgando la capacidad de amar a los que no tienen suficiente fuerza para amarse. Durante su predicación, Jesús, en el curso de una disputa con los fariseos, se vio confrontado con la cuestión de si a un hombre le es lícito repudiar a su mujer (cf. Mt 19,3-9). Sin entrar en la discusión casuística, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y de la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo, y concluyó con esta sentencia: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre». De hecho, sus oyentes interpretaron que se trataba de una exigencia irrealizable (cf. Mt 19,10). Pero la intención de Jesús no fue la de imponer a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada; porque, como había dicho en otra ocasión, su yugo era suave y su carga ligera (cf. Mt 11,29-30). Jesús es muy consciente de la dureza de corazón del ser humano y sabe que sólo si Dios le concede un «corazón nuevo» será capaz de corresponder a la voluntad de Dios. Por eso la sentencia que pronuncia no es una ley dura, sino una promesa de salvación y de gracia: la venida del Reino de Dios va a restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, porque dará la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio según el plan de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf. Mt 8,34) y acogiendo la gracia que se deriva de la Cruz de Cristo, los esposos podrán comprender y vivir el gran don del matrimonio. Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (Ef 5,25-26), y añadiendo en seguida: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32). En este texto, el más importante del Nuevo Testamento sobre el matrimonio, Pablo presenta la alianza entre el hombre y la mujer como signo de la alianza entre Cristo y la Iglesia. Ya en el Antiguo Testamento, la alianza entre hombre y mujer se convirtieron en «imagen y semejanza» de la alianza de Dios con el hombre (cf. Os 1; 3; Jr 2; 3; 31; Ez 16; 23; Is 54; 62); el matrimonio fue como la gramática que sirvió para expresar el amor y la fidelidad de Dios. Pero el pacto de Dios con los hombres halló su realización definitiva e insuperable en Cristo. Jesucristo es la alianza de Dios con los hombres hecha persona. Porque en Jesucristo Dios ha pronunciado de una forma totalmente única, definitiva e insuperable su sí al ser humano; y en Jesucristo el hombre le ha dicho sí a Dios con una obediencia total e irreversible. Y esta «nueva y definitiva alianza» ha producido, según Pablo, un cambio cualitativo importante en el matrimonio. En dos sentidos, que van a marcar la originalidad del matrimonio cristiano. En primer lugar, «los casados en el Señor» (1 Cor 7,39), se han de amar «como Cristo amó a la Iglesia». Si Cristo ama a la Iglesia diciéndole un sí incondicional, los esposos deben también comprometerse de forma irreversible. Si Cristo se ha entregado por completo hasta dar su propia vida, los esposos deben entregarse todo lo que son y tienen. Si Cristo ama a la Iglesia, aun como Iglesia de pecadores, y como tal la purifica y la santifica, de la misma manera los cónyuges habrán de aceptarse mutuamente en todos los conflictos, deficiencias y culpabilidades que les vayan saliendo al paso. Pero lo que acabamos de decir sería imposible si no fuera por el otro sentido que descubre San Pablo. La entrega entre hombre y mujer no es sólo imagen y semejanza de la entrega de Cristo a su Iglesia, sino, también y sobre todo, signo actualizante, manifestación efectiva del amor y fidelidad de Dios, otorgados en Jesucristo. Es decir, el amor y la fidelidad humanos de los cónyuges son asumidos por el triunfo pascual del amor de Dios en la cruz de Cristo. Y por eso el matrimonio es un sacramento, ya que, además de significar el amor de Dios, lo comunica. Con un doble efecto. Primero, cura la desintegración del ser humano causada por el pecado, integrando el sexo y el erotismo dentro de un complejo superior de relaciones humanas, societarias y religiosas: es lo que la tradición cristiana ha llamado «remedio de la concupiscencia». Y este primer efecto curativo hace posible otro más importante: la santificación de los cónyuges, es decir, que la vida común dentro del matrimonio sirva a la glorificación de Dios y al crecimiento de la vida divina de los esposos. 4. El Matrimonio, obra del Espíritu
Aquí llegamos al último secreto del Matrimonio. Si, como acabamos de decir, este sacramento no sólo significa el amor de Dios, sino que lo comunica, el agente que realiza este trasvase no podía ser otro que el Espíritu Santo, la Persona-Amor, el Dador de vida, el que nos hace capaces de vivir la misma vida de Dios. En efecto, ningún sacramento manifiesta mejor la acción peculiar del Espíritu como este sacramento del amor; porque aquí el Espíritu hace posible vivir en la carne y desde la carne la riqueza de las relaciones intratrinitarias, el amor mismo que es Dios. Al Espíritu, pues, le debemos que el amor conyugal tenga las siguientes calidades: 1) Un amor personal. Es decir, un amor que acepta al otro en cuanto otro, sin pretender anularlo o dominarlo; porque, al mismo tiempo que une entre sí a dos personas de la forma más íntima, las deja libres en su peculiaridad personal. Y un amor que tiene por destinatario a una persona, no sólo a un cuerpo; y que, por eso, convierte la relación sexual en la forma privilegiada de expresión y comunicación de la entrega total a ella. 2) Un amor total. Es la forma más completa de unión personal entre el hombre y la mujer porque abarca la totalidad de la persona de los cónyuges en todas sus dimensiones. La persona es cuerpo, y el Espíritu crea la atracción mutua y esa liturgia natural que es el encuentro sexual. La persona es afecto, y el Espíritu produce esa salida de sí mismo que lleva a convertir al otro en el centro de mi vida. La persona es libertad, y el Espíritu hace capaz de pronunciar un «sí» que compromete toda la vida. La persona es apertura a Dios, y el Espíritu convierte este amor humano en vehículo para llegar hasta Dios. 3) Un amor fecundo. Pertenece a la naturaleza del amor el salir de sí mismo. Por eso, un amor verdadero no puede pretender quedarse en sí mismo, sino que intenta ser fecundo. Y el Espíritu se encarga de que el hijo, como fruto del amor mutuo, no sea como un elemento externo y accidental, un cuerpo extraño en el amor de los cónyuges, sino que constituya su realización y plenitud. 4) Un amor fiel. La libertad es la capacidad que tiene el hombre de tender a lo definitivo, de acercarse a la incondicionalidad del amor divino. Por eso se opone a la arbitrariedad que, en nombre de la libertad, piensa que se puede empezar siempre de nuevo, eliminando toda decisión anterior. Si todo puede ser sometido de nuevo a revisión, todo pierde seriedad y se convierte en indiferente. Sólo si existen decisiones irreversibles puede la vida ser un riesgo y una aventura. Por eso el Espíritu concede a los cónyuges la capacidad divina de comprometerse irreversiblemente, llevando así su libertad a la máxima realización. |
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