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VOCACIÓN FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
Capítulo 7: Una atmósfera de amor es la propia de la condición de los hijos de Dios. Y son hijos de Dios los que se dejan guiar del espíritu de Dios (Rm 8,14). Estamos ante uno de los elementos más originales y más profundamente bíblicos de la espiritualidad del Poverello. No se trata de meras expresiones piadosas, salidas como al descuido, sino de una verdadera doctrina, coherente y bien perfilada. Una doctrina no aprendida de memoria, sino fruto de la propia vivencia sobrenatural y de la limpidez de su alma. FRANCISCO, HOMBRE DEL ESPÍRITU Francisco vivió, desde su conversión, maravillado y confundido bajo la experiencia de lo que el Señor había hecho y seguía haciendo en él. Esta persuasión le hacía conducirse con humilde docilidad ante cualquier signo de la voluntad divina y le sostenía en la firmeza del ideal evangélico. A esta presencia de Dios en la vida del hombre, que se hace luz, seguridad, amor, prontitud e impulso de testimonio y de mensaje, sin dejar de ser vida de pura fe, llama el santo espíritu del Señor. San Pablo le da el mismo nombre. En realidad es el Espíritu Santo que mora en nosotros dándonos testimonio íntimo de que somos hijos de Dios, ayudando nuestra flaqueza, intercediendo por nosotros y enderezando las aspiraciones de la mejor parte de nuestro ser (cf. Rm 8,19 y 26-27). Celano hace notar, relatando la conversión, cómo Francisco cifraba su única preocupación en conocer el querer de Dios, su designio sobre él. A medida que éste se iba manifestando, se sentía fuerte para esperar otra ulterior manifestación. La seguridad definitiva de parte del espíritu del Señor la recibió en la Porciúncula por la acción de la Palabra evangélica (cf. 1 Cel 22). Desde entonces miró como vehículo primario de la manifestación divina las «palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida». Y adquirió la costumbre de «no dejar pasar, por falta de atención, ninguna visitación del Espíritu; apenas la recibía, aceptábala al instante y gozábase en aquella dulcedumbre cuanto tiempo le permitía el Señor...; si ocurría yendo de camino, dejaba adelantarse a sus compañeros, detenía su paso y, fijos todos sus sentidos en la nueva inspiración, no recibía inútilmente la gracia divina» (2 Cel 95). Antes de tomar una determinación, grande o pequeña, y antes de emprender un viaje recurría a la oración «a fin de que el Señor dirigiera su corazón para marchar allá donde fuera del agrado de Dios».[2] Pero sabía que el medio normal con que Dios manifiesta su designio es la vida misma, mirada con los ojos de la fe; y trataba de descubrirlo en los acontecimientos, de modo especial en los hombres. Esta fue siempre su filosofía superior, su cuidado mientras vivió: averiguar, preguntando a sencillos y a sabios, a perfectos y a imperfectos, la manera de dar con el camino de la verdad y llegar a la cima de sus aspiraciones. En posesión del espíritu de Dios, estaba dispuesto a tolerar cualquier angustia del alma y cualquier tormento del cuerpo con tal de conseguir que se cumpliera en él la voluntad del Padre del cielo (cf. 1 Cel 91 y 92). «Lleno del espíritu de Dios», «ebrio del espíritu de Dios», son expresiones que el primer biógrafo aplica muchas veces al santo (1 Cel 56, 93, 100). En esa compenetración con la acción del Espíritu con que salía de la oración, sus palabras, sus gestos, sus decisiones, no le parecían de su invención, sino efecto del impulso divino; y daba en extremos que a nosotros nos parecen exagerados: «Cuando dictaba cartas, salutaciones o admoniciones, no consentía se borrase ni una sílaba, ni una letra, aunque fueran superfluas o incorrectas» (1 Cel 82). Pero donde más se sentía dirigido por esa acción profética del Espíritu era en la predicación al pueblo, aquella predicación penitencial, sencilla y directa, que brotaba de un interior repleto de fervor y gozo contagioso. Francisco no preparaba sus sermones, lo cual no quiere decir que improvisara. No hay preparación más eficaz que la contemplación, hecha vida, de los grandes misterios de la salvación. Fiaba la elocuencia y el resultado al «espíritu del Señor».
No era propiamente el contenido, sino la sensación de hallarse ante un puro instrumento de la Palabra, lo que obraba sobre los oyentes (cf. 2 Cel 107). Seguro, no de sí, sino del Espíritu que lo movía, no perdía el aplomo ni en las coyunturas más comprometidas, como fue aquella del discurso que le había preparado Hugolino para que lo pronunciase ante Honorio III (1 Cel 73). Y lo que él practicaba lo convertía en enseñanza para sus hermanos, como cuando propuso la parábola de los dos predicadores: el sabio que, porque lo es de verdad, prefiere decir palabras sencillas ante los sabios, y el ignorante, que «se deja llevar del soplo del Espíritu, y perora bajo la inspiración de Dios con fervor, ingenio y dulzura» (2 Cel 191). En esta espontaneidad y en la seguridad que da la pureza de corazón, es decir, la pobreza interior, hemos de ver el éxito de la predicación de Francisco y de los suyos: era más un testimonio de la propia experiencia evangélica que una enseñanza. «Id en el nombre del Señor, hermanos -les había dicho Inocencio III al autorizar su género de vida- y predicad al mundo la penitencia según se sirva el Señor inspiraros» (1 Cel 33). En parecidos términos habla el santo, no sólo a los predicadores, sino a todos los hermanos (1 R 21). Como el Espíritu de Dios es el que obra por medio del predicador y el que mueve a los oyentes, nadie tiene por qué gloriarse de los resultados obtenidos; sería una apropiación abusiva (1 R 17,4-8; cf. Adm 12). Como sucede con algunos textos de san Pablo, no siempre es fácil saber cuándo el término espíritu de Dios se ha de escribir con minúscula y cuándo con mayúscula, es decir, cuándo denota la acción de Dios con su luz, con sus impulsos, con su gracia, y cuándo por el contrario designa a la tercera Persona de la Trinidad. Desde el punto de vista de la teología bíblica no parece que exista diferencia: se trata de una misma realidad, la del Espíritu que mora en nosotros, que obra en nosotros, que nos transforma en hombres «espirituales», poseídos y guiados por el mismo Espíritu. Es verdaderamente significativa la imagen que quedó de santa Clara en la literatura simbólica del primer siglo franciscano; en la compilación Actus beati Francisci se dice que Gregorio IX gustaba de visitarla «para escuchar de ella coloquios celestiales y divinos, ya que la consideraba sagrario del Espíritu Santo». Efectivamente, la plantita de san Francisco se sintió siempre «unida nupcialmente con el Espíritu Santo», como el mismo fundador se había expresado en la «forma de vida»,[3] atenta siempre a la acción del Espíritu del Señor. Tomás de Celano, al relatar el origen de las «damas pobres», hace resaltar, como lo hace la misma Clara en su Testamento, en qué modo obraba Francisco «bajo la guía del Espíritu Santo» cuando restauraba la iglesia de San Damián, al profetizar la futura fundación de una «Orden de santas vírgenes»; y afirma que, mientras el santo, por motivos que el biógrafo insinúa, «sustraía poco a poco su presencia física» en San Damián, «intensificaba su solicitud amándolas (a Clara y a las hermanas) todavía más en el Espíritu Santo». Antes de morir encargó con insistencia a los hermanos que tuvieran siempre muy en cuenta las promesas hechas por él a las damas pobres, y añadía que «un mismo Espíritu había sacado de este siglo a los hermanos y a las damas pobres» (2 Cel 204; cf. TestCl 9-14). En la escuela del mismo Francisco, Clara vivía el don y la presencia del Espíritu en toda su vida. Al dar gracias, como hemos visto, por el beneficio de la existencia, próxima a la muerte, las daba también por la infusión del Espíritu Santo en el bautismo: «Vete segura en paz, porque tendrás buena escolta: el que te creó, antes te santificó, y después que te creó puso en ti el Espíritu Santo, y siempre te ha mirado como la madre al hijo a quien ama» (Proc 3,20; cf. 11,3). Los testimonios de las hermanas en el proceso reflejan la íntima convicción de la santa de la parte del Espíritu Santo en su itinerario evangélico: «Era opinión común que desde el principio había sido inspirada por el Espíritu Santo» (Proc 20,5). Escribe el autor de la Leyenda:
El mismo biógrafo escribe, al hablar de la fuga de Inés, la hermana de Clara: «Movida por el Espíritu divino, se apresura a juntarse a su hermana» (LCl 24). Clara escribirá más tarde a Inés de Praga: «No creas ni consientas a nadie que quiera apartarte de este propósito o que te ponga algún obstáculo en el camino para que no cumplas tus votos al Altísimo en aquella perfección a la que te ha llamado el Espíritu del Señor» (2CtaCl 14). Se sabía, como Francisco, puro instrumento del mismo Espíritu en la dirección de las hermanas; era Él quien las disponía a la docilidad espiritual. Estando para morir, una de las hermanas logró percibir que decía con un hilo de voz: «En tanto conservaréis en la mente lo que ahora os digo en cuanto os lo conceda Aquel que me 1o hace decir».[4] CÓMO DISCERNIR EL ESPÍRITU DE DIOS[5] Francisco está persuadido de que no es sólo él quien experimenta la presencia y la acción del Espíritu, sino que la sienten igualmente todos cuantos se han unido a él en virtud de una vocación que él llama inspiración divina, como también la llamará santa Clara (1 R 2,1; FVCl 1; RCl 2,1; 6,3). Y dentro de la común vocación evangélica, cada hermano puede sentirse movido por «inspiración divina» para una realización especial, como en el caso de la vocación misionera (1 R 16,3; 2 R 12,1). Más aún, la fraternidad como tal goza de la presencia unificante y vitalizante del Espíritu Santo, al que él proclama el ministro general de la Orden: reposa igualmente sobre todos los hermanos, sin aceptación de personas (2 Cel 193); y le deben dar acogida y escucharle todos sin distinción, el hermano que manda y el que obedece, el docto y el indocto. Cada hermano posee su gracia particular. Francisco incluye en este concepto, no sólo los impulsos sobrenaturales, sino aun las cualidades y la propensión de cada uno, que para él son manifestaciones del espíritu del Señor. De ahí el profundo miramiento hacia la individualidad personal, aun con el riesgo de dar margen a la indisciplina. Así habla de la «gracia de la asistencia fraterna», de la «gracia de trabajar», de la «gracia de guardar silencio» (1 R 9,11; 2 R 5,1). Todas esas «gracias» deben estar al servicio del «espíritu de oración y de devoción» (2 R 10,9). Nada más hermoso, decía, que «una familia tan feliz, adornada de dones multiformes, y, por lo mismo, sumamente grata al Padre de familia».[6] El grupo inicial de Rivotorto, libre de los afanes terrenos y bajo el entusiasmo del primer fervor, experimentaba visiblemente «el ardor del Espíritu Santo»; y los hermanos tenían la certeza de que el joven fundador conocía, «por revelación del Espíritu», lo más recóndito de sus hechos y pensamientos, aun estando ausente (1 Cel 47-48). Pero tenía el don de intuir cuándo un hermano se dejaba guiar del espíritu de Dios o más bien de «la carne y de la sangre».[7] El criterio seguro para esta suerte de discernimiento de espíritus lo hallamos en la admonición titulada: Cómo conocer el espíritu del Señor:
La contraposición entre espíritu y carne, frecuentísima en la terminología de san Francisco, guarda estrecha dependencia de la doctrina de san Pablo sobre este tema. La carne no comprende sólo ni principalmente el cuerpo con sus inclinaciones desordenadas, sino todo el conjunto de elementos que, en la actual situación del hombre, ofrecen resistencia a la invasión del espíritu: es el hombre viejo, que debe ir muriendo para que tenga vida pujante el hombre nuevo en Cristo. En concreto, se trata del propio yo, con su propensión insaciable a «apropiarse» el bien y la gloria que a sólo Dios pertenece. El egoísmo, en cualquiera de sus manifestaciones, es el «espíritu de la carne». Por el contrario, el espíritu del Señor designa el plan divino sobre cada hombre, la acción salvífica de Cristo por el Espíritu Santo, la gracia, la caridad hecha santidad y servicio al prójimo.[9]
Francisco tiene presente el texto de san Juan: «El espíritu es el que da vida, la carne no sirve de nada (Jn 6,63)» (Adm 1,6). Vivir espiritualmente, vivir carnalmente, dice relación al predominio que en cada uno logra el espíritu o la carne, y, por consiguiente, al grado que alcanza el desapropio del yo, la pobreza interior. En la fraternidad todos son hermanos espirituales, porque es el espíritu del Señor el que los ha congregado y el que dirige sus mutuas relaciones. Si hubiere hermanos, aunque sean los superiores, que «viven carnalmente y no espiritualmente, conforme a la rectitud de nuestra vida», deben ser amonestados; y si algún hermano llega a cometer pecado, ha de ser «ayudado espiritualmente». Dar testimonio ante los hombres es «conducirse espiritualmente entre ellos». Los bienhechores de la fraternidad son «amigos espirituales» (1 R 5,4-8; 16,5; 2 R 4,2). Así, pues, la suprema aspiración del hermano menor ha de ser llegar a «poseer el espíritu del Señor y su santa operación» (2 R 10,9). Es decir, la plena docilidad bajo la luz y la llamada de Dios. Es lo que expresa de manera insuperable la oración con que se cierra la Carta a la Orden:
LIBERTAD DE ESPÍRITU[10] Francisco se sintió extrañamente libre el día que se despojó de todo ante el obispo de Asís (1 Cel 16). A esta experiencia de liberación vino a unirse la otra de la holgura, que comunica al ánimo el escuchar en lo más hondo del ser el testimonio del Espíritu que nos cerciora de que somos hijos de Dios; espíritu que no es de servidumbre, sino de adopción filial, y nos hace movernos confiadamente en el seno de la familia divina (Rm 8,14-16). Dios es espíritu; y donde está el espíritu del Señor, está la libertad (2 Cor 3,18). Esta auténtica libertad de los hijos de Dios, para la que Cristo nos ha liberado (Gal 5,1) de la letra muerta de la ley y de la servidumbre de todo lo que en nosotros es muerte y pecado, procede asimismo de la apertura a la verdad; el reino de la verdad es mansión de libertad (cfr. Lc 4,18-19; Jn 8,31-36). La libertad de espíritu se manifiesta en san Francisco en su manera de ir a Dios, espontánea, personal, confiada; en el campo abierto que deja a la libre acción de la gracia; y en el modo de guiar a los demás. Tiene fe en «la unción del Espíritu Santo, que enseña y enseñará a los hermanos todo lo conveniente» (LP 97).[11] Y se fía de la disponibilidad de los hermanos para recibir esa unción. Por respeto a la operación del Espíritu, se resiste a ligar la libertad de acción del grupo con prescripciones meticulosas. En las dos Reglas sale al paso con frecuencia la cláusula referida, en general, a los responsables de la fraternidad, «como el Señor les dé la gracia», «como mejor a ellos les pareciere, según Dios». Quiere así garantizar, contando con la sinceridad de cada uno, la incesante adaptación de la fraternidad «a los lugares, y tiempos y frías regiones, a medida que la necesidad lo exija».[12] La organización interna de la fraternidad y la actividad de ésta hubiera querido el fundador verlas animadas del mismo sentimiento de la primacía del espíritu, sin excesivos montajes jurídicos, sin planificaciones que vinieran a instrumentar la persona en beneficio de la institución. Los moldes de una ascética formularia le repugnaban no menos que las estructuras monásticas. Prefería correr la aventura, juntamente con el grupo de sus seguidores, aun de cara a lo imprevisto, antes que perder libertad en los caminos conocidos, donde el vuelo del amor puede quedar impedido. Ante las formas de penitencia y las austeridades su actitud era de un humanismo lleno de cordura y concretez (2 Cel 22 y 175; LP 50). Penitente como el que más, evitó en cuanto le fue posible institucionalizar las prácticas de penitencia, aun teniendo que sostener dura lucha con un sector de la fraternidad. Redujo notablemente en la Regla los ayunos tradicionales en las Órdenes religiosas y, con una audacia que llegó a escandalizar, suprimió la abstinencia, que era considerada como elemento imprescindible en la vida consagrada: los hermanos menores, yendo por el mundo, habían de tener libertad para comer lo que les pusieran delante, conforme al Evangelio (1 R 3,11-13; 2 R 3,5-9). También la joven Clara se sintió liberada y aligerada tras la fuga nocturna, cuando prometió la vida evangélica a los pies de Francisco. Tanto en el Testamento como en la Regla afirma con insistencia la total espontaneidad de la opción hecha: «Le prometí voluntariamente obediencia... según la luz de la gracia que el Señor nos había dado... », «Nos hemos obligado voluntariamente...» (TestCl 25-26 39). Y a las hermanas les recuerda la espontánea voluntad con la cual se han entregado al Señor por medio de la obediencia (TestCl 68). Francisco afirma, por su parte, en la «forma de vida» esa libertad de opción de Clara y sus hermanas (FVCl 1; RCl 6,3). En el mismo sentido escribirá Inocencio IV en la bula de confirmación de la Regla: «La forma de vida, que os fue dada por san Francisco y aceptada espontáneamente por vosotras». La santa se congratula con Inés de Praga de la libertad alcanzada por la animosa princesa al abrazar la pobreza por amor de Cristo, y la exhorta a velar para que ninguna atadura terrena le quite esa libertad (1CtaCl 5-14). Al igual que Francisco, cree firmemente en la acción del Espíritu en sí misma y en cada una de las hermanas; por eso todas han de desear más que otra cosa alguna «poseer el espíritu del Señor y su santa operación» (RCl 10,9). Precisamente con el fin de hallar y proteger esa libertad se ha encerrado con las hermanas en rigurosa clausura, como se expresa el cardenal Rinaldo en el decreto de aprobación de la Regla: «Habéis elegido llevar vida encerrada en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza, para poder dedicaros a él con el espíritu libre». Esta libertad de espíritu, opuesta al servilismo de las formas, aparece en muchos lugares de la Regla de santa Clara, como asimismo un sentido genuinamente evangélico de moderación y de discreción.[13] Pero semejante clima de confianza en la rectitud de los componentes de la fraternidad carecería de sentido sin el presupuesto de contar con hermanos y hermanas «espirituales», es decir, que se dejan guiar por el Espíritu y no por el propio egoísmo, pobres y desapropiados internamente. Sólo así podemos comprender esa especie de salvoconducto dado al hermano León:
El 15 de agosto de 1982, escribió Juan Pablo II a los cuatro ministros generales de la familia franciscana:
Gracias a la libertad de espíritu, el carisma franciscano ha logrado, generalmente, sustraerse a la tendencia de toda familia religiosa a constituir escuela. Es cierto que se habla de una «escuela franciscana» de espiritualidad, pero asignándole como uno de los caracteres distintivos la espontaneidad y la ausencia de carriles fijos: un estilo más que una línea prefijada. También se habla de una «escuela franciscana» de filosofía o de teología; pero se trata más bien de una forma mentis, un clima intelectual peculiar que antepone el amor a la especulación, da la primacía a la voluntad y tiende al Bien antes que a la Verdad. Cada maestro lleva un sello autónomo. Así se comprende que, siendo tan inconfundiblemente franciscanos, sean tan diferentes un san Antonio y un san Buenaventura, un Duns Escoto y un Ockham, un Ramón Llull y un san Lorenzo de Brindis. Cualquier compromiso de escuela sería la negación del sentido franciscano de disponibilidad para la verdad. Hoy apenas existe el peligro de la cerrazón de escuela. El franciscano puede mejor que nunca producirse con naturalidad, ponerse de la parte de la verdad con hombría y entereza, sin prejuicios, sin convencionalismos; y, en el terreno moral, abrirse a impulsos de un amor que no conoce estrecheces literales ni mide lo que da por lo que cumple. Es el amor el que -como enseña san Pablo- impedirá que la libertad cristiana degenere en autarquía desordenada. Una libertad animada por la caridad nos lleva a hacernos esclavos los unos de los otros, estableciendo una porfía de servicio recíproco (Gal 5,13-15).
NOTAS: [1] I. Brady, San Francesco uomo dello Spirito, Vicenza 1978. O. Van Asseldonk, La lettera e lo spirito, 2 volúmenes, Roma 1985 (ver especialmente: I, 11-28 y 311-343; II, 5-29, 31-92 y 137-151). O. Van Asseldonk, «La santa operación del Espíritu del Señor», en Selecciones de Franciscanismo, vol. 3, núm 8 (1974) 212-218. R. Bartolini, Lo spirito del Signore. Francesco d'Assisi guida all'esperienza dello Spirito Santo, Asís 1982; C. B. Del Zotto, Ispirazione, en DF, 781-808. M. Steiner, El Espíritu Santo y la fraternidad según los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 31 (1982) 75-88. [2] Narra la Leyenda de Perusa que Francisco, después de enviar a sus hermanos a países lejanos, quiso también él compartir penalidades semejantes a las que sufrirían sus frailes, por lo que «les ordenó: "Id y pedid al Señor para que acierte yo la provincia donde pueda trabajar para mejor gloria suya, provecho y salvación de las almas y buen ejemplo de nuestra Religión". Era, en efecto, costumbre del santísimo Padre, cuando se proponía partir a predicar no sólo en una provincia lejana, sino también en las provincias vecinas, orar y hacer orar a los hermanos para que el Señor le inspirase a dónde debía encaminarse según el deseo de Dios» (LP 108). Véase el episodio de las Florecillas, cap. 11, titulado: «Cómo san Francisco hizo dar vueltas al hermano Maseo para conocer el camino que debía seguir». [3] «Ya que por divina inspiración os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por mis hermanos, un cuidado amoroso y una solicitud especial de vosotras como de ellos» (FVCl). [4] Proc 3,2. Cf. O. Van Asseldonk, El Espíritu Santo en los escritos y en la vida de santa Clara, en Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, núm. 20 (1978) 221-232. [5] O. Van Asseldonk, Lo spirito che dà vita e la lettera che uccide, en La lettera e lo spirito, Roma 1985, vol. I, 11-28; G. Iammarrone, Corpo, carne, en DF, 253-266; C. Cargnoni, Discrezione, en DF, 413-432; G. Zoppetti, Grazia, dono, carisma, en DF, 685-724; E. Acosta Maestre, El discernimiento de espíritus y su aplicación según san Francisco de Asís, en Laurentianum 25 (1984) 415-448. [6] Cf. 1 R 7,3; 9,11; 10,3; 11,2; 17,6-7; 2 R 5,1; 2Ce1 193. [7] Cf. 2 Cel 28, 29, 32, 34, 39, 40; LP 70 y 116. [8] Cf. K. Esser, Cómo conocer el espíritu del Señor (Adm 12), en Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, núm. 48 (1987) 475-481. [9] I. Omaechevarría, El «espíritu» en la Regla y Vida de los Hermanos Menores, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 3, núm. 8 (1974) 192-211: «San Francisco usó con mucha frecuencia, y no por casualidad, la palabra «espíritu» y sus derivadas. Precisar el contenido y fuerza que tenían para el Santo tales palabras y las expresiones en que se encuentran, contribuirá notablemente a comprender en profundidad el pensamiento del Pobrecillo. Este es el intento del autor, quien ha buscado las raíces íntimas de la mentalidad de Francisco en las fuentes bíblicas y, particularmente, en San Pablo». [10] Cf. E. Mariani, Libertà, liberazione, en DF, 871-884. [11] LP 97: «Sé -dijo Francisco al Card. Hugolino- que en la vida y religión de los hermanos hay y habrá hermanos menores de nombre y de hecho que, por el amor del Señor Dios y por la unción del Espíritu Santo que les instruye e instruirá en todas las cosas, se abajarán a toda humildad, sumisión y servicio de sus hermanos...» [12] 1 Rb 2,10; 4,2; 7,2; 8,2-4; REr 10; 2 Cel 144. «Puesto así en tierra, despojado de la túnica de saco, volvió Francisco, según la costumbre, el rostro al cielo y, todo concentrado en aquella gloria, ocultó con la mano izquierda la llaga del costado derecho para que no se viera. Y dijo a los hermanos: "He concluido mi tarea; Cristo os enseñe la vuestra"» (2 Cel 214). [13] Cf. L. Iriarte, Letra y espíritu de la Regla de santa Clara. Valencia 1975, pp. 9-17. [14] La palabra libertad no aparece ni siquiera una vez en los escritos del santo, pero se halla el adjetivo libre, el adverbio libremente y el verbo liberar. [15] Juan Pablo II, Carta a los ministros generales, texto en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 33 (1982) p. 345. |
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