DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Espejo de Perfección, 27-55


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Capítulo III

Caridad, compasión y condescendencia para con el prójimo
Cómo condescendió con un hermano
que se moría de hambre comiendo con é
y cómo amonestó a los hermanos
que fueran discretos en las penitencias

27. En el tiempo en que el bienaventurado Francisco empezó a tener hermanos y morando con ellos en Rivo Torto (cf. 1 Cel 42 n. 25), cerca de Asís, sucedió que una vez hacia la media noche, cuando descansaban todos los hermanos, uno de ellos gritó: «¡Me muero, me muero!» Sobresaltados y despavoridos, se despertaron todos. Y, levantándose el bienaventurado Francisco, dijo: «Levantaos, hermanos, y encended una luz». Luego que encendieron la luz, dijo: «¿Quién es el que ha dicho "Me muero"?» «Yo soy», respondió el hermano. «Qué te pasa, hermano? ¿De qué te mueres?» Y dijo: «Me muero de hambre».

El bienaventurado Francisco mandó preparar en seguida de comer, y, como varón que era lleno de caridad y comprensión, le acompañó a comer para que no se avergonzara de hacerlo solo. Y, a indicación del Santo, comieron también los otros hermanos.

Aquel hermano y todos los otros eran recién convertidos al Señor y maceraban sobremanera sus cuerpos. El bienaventurado Francisco, luego de haber comido, dijo a los otros hermanos: «Hermanos míos, os recomiendo que cada uno considere sus fuerzas; y, aunque alguno de vosotros vea que se puede sustentar con menos alimento que otro, no quiero que quien necesita de más alimentación se empeñe en imitar al que necesite de menos; antes bien, teniendo en cuenta la propia complexión, dé a su cuerpo lo necesario para que pueda servir al espíritu. Pues así como nos debemos guardar del exceso de la comida, que daña al cuerpo y al alma, así también hemos de huir de la inmoderada abstinencia, y con tanta mayor razón cuanto que el Señor quiere misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13). Y continuó: «Carísimos hermanos, lo que acabo de hacer, quiero decir, el que hayamos comido todos por caridad con el hermano para que no se avergonzara de comer él solo, lo he hecho, más bien, impulsado por la gran necesidad y por amor; pero, por lo demás, os digo que no quiero proceder así, pues no sería religioso ni conveniente. Y quiero y os mando que cada uno, según nuestra pobreza, atienda a su cuerpo según la necesidad lo recomiende».

Los primeros hermanos y los que vinieron después por largo tiempo, mortificaban sus cuerpos en demasía con la privación de comida y de bebida y con vigilias, frío, aspereza en el vestido y con el trabajo manual; y llevaban además, a raíz de la carne, argollas de hierro, cotas de malla y asperísimos cilicios. Pensando el santo Padre que con este proceder podían enfermar y que algunos en poco tiempo habían caído ya enfermos, prohibió en un capítulo que ninguno llevara a raíz de la carne más que la túnica (cf. Flor 18).

Nosotros que estuvimos con él damos testimonio de que él obró durante toda su vida con discreta moderación para con sus hermanos, pero de suerte que no se desviaran nunca en la comida y otras cosas de la pobreza y de las exigencias de nuestra Religión. Sin embargo, el santísimo Padre, no obstante su debilidad natural y que en el mundo no había podido vivir sino entre cuidados, desde el principio de su conversión hasta el fin de su vida trató a su cuerpo con austeridad.

Un día, considerando que los hermanos se excedían de lo impuesto por nuestra vida y por la pobreza en cuanto al alimento y otras cosas, dijo en una exhortación a algunos hermanos en representación de todos: «No piensan los hermanos que mi cuerpo necesita de un régimen especial; pero como me siento obligado a ser forma y ejemplo para todos los hermanos, quiero contentarme con poca y frugal comida y usar de todas las cosas conforme a la pobreza y rechazar en absoluto todo lo suntuoso y delicado».

Cómo condescendió con un hermano enfermo
comiendo uvas con él

28. En otra ocasión en que el bienaventurado Francisco estuvo en el mismo lugar (cf. LP 53 n. 1), un hermano espiritual y antiguo en la Religión estaba allí enfermo y muy débil.

Viéndolo el bienaventurado Francisco, se movió a compasión; mas como por entonces los hermanos, sanos y enfermos, tenían la pobreza por abundancia y en sus enfermedades no querían usar de medicinas ni las buscaban, sino que, más bien, tomaban de mejor grado lo que contradecía el apetito de sus cuerpos, dijo para sí el bienaventurado Francisco: «Si este hermano comiese de mañana algún racimo de uvas maduras, me parece que le haría bien». Y como pensó lo hizo.

Un día se levantó de mañanita y, llamando aparte al hermano, lo llevó a una viña que había cerca del lugar. Buscó una cepa que tenía racimos muy en sazón para comer, y, sentándose con el hermano junto a la cepa, empezó a comer uvas con él para que el hermano no se avergonzara de comer él solo. Luego que comieron, se sintió sano el enfermo, y los dos alabaron juntamente al Señor.

El hermano tuvo presente toda su vida esta misericordia y piedad que el Padre santísimo tuvo con él, y lo contaba muchas veces a los hermanos con gran devoción y derramando lágrimas abundantes.

Cómo se despojaron él y su compañero
para vestir a una viejecita pobre

29. Estando en Celano, en tiempo de invierno, el bienaventurado Francisco usaba un paño doblado a modo de capa, que le había prestado un amigo de los hermanos; se le acercó una viejecita pidiendo limosna. Al momento desprendió del cuello el manto, y, aunque era ajeno, se lo dio a la viejecita, diciendo: «Anda y hazte una túnica, que bien la necesitas».

La viejecita se sonrió asombrada, no sé si de temor o de alegría, y cogió el paño de manos del Santo, y para que en la tardanza no hubiera peligro de que se lo pidiera de nuevo, se marchó a toda prisa y echó al paño la tijera.

Mas como comprobara que no le bastaba el paño para una túnica, recurrió a la ya conocida benignidad del Padre santo y le manifestó que la tela que le había dado no llegaba para hacerse la túnica. El Santo entonces miró al compañero, que llevaba otro paño parecido a la espalda, y le dijo: «¿Oyes lo que dice esta pobrecita? Mira, soportemos, por amor de Dios, el frío, y da ese paño a esta viejecita para que complete la túnica».

E inmediatamente, como Francisco, también el compañero le dio el manto. Así, los dos quedaron despojados para que se vistiera la pobre.

Consideraba hurto no dar la capa a otro más necesitado

30. Volviendo una vez de Siena, se cruzó en el camino con pobre, y dijo a su compañero: «Debemos dar la capa a este pobre, al cual le pertenece, pues nosotros la hemos recibido de prestado mientras no encontráramos otro más pobre que nosotros».

El compañero, que valoraba la necesidad del piadoso Padre, se resistía con tenacidad a que mirara tanto al prójimo, con olvido de sí mismo. San Francisco le dijo: «Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría si no diésemos la capa al más necesitado». Y el piadoso padre dio la capa al pobre.

Cómo dio a un pobre una capa nueva bajo condición

31. En Celle di Cortona usaba el bienaventurado Francisco una capa nueva que sus hermanos le habían proporcionado con gran solicitud. Y vino al lugar un pobre que lloraba la muerte de su mujer y el abandono en que quedaba su familia.

Compadecido el Santo, le dijo: «Te doy la capa, pero con la condición de que no se la des a nadie, si no te la compra pagándote bien». Los hermanos que oyeron esto corrieron donde el pobre para quitarle la capa. Mas el pobre, envalentonado con la mirada que le dirigía el santo Padre, sujetaba como suya la capa con las manos bien apretadas. Por fin, los hermanos rescataron la capa, procurando dar al pobre el precio debido.

Cómo un pobre,
movido por la limosna del bienaventurado Francisco,
perdonó las injurias y depuso el odio contra su amo

32. En Colle, del condado de Perusa, encontró el bienaventurado Francisco a un pobre que había conocido en el mundo, y le saludó: «Hermano, ¿cómo estás?» Por toda respuesta, montado el hombre en ira, empezó a lanzar imprecaciones contra su amo, vociferando: «Por gracia de mi señor, a quien el Señor maldiga, no me puede ir sino mal, porque me ha robado todos mis bienes».

Recapacitando el bienaventurado Francisco que el pobre persistía en su odio mortal, se compadeció de su alma y le dijo: «Hermano, por amor de Dios, perdona a tu amo para que salves tu alma, y es posible que él te restituya lo robado; de lo contrario, has perdido tus bienes y vas a perder tu alma». El pobre replicó: «No puedo perdonarlo de ninguna manera si no me restituye lo que me ha robado». Entonces, el bienaventurado Francisco le dijo: «Mira, te doy esta capa y te pido que, por amor del Señor Dios, perdones a tu señor».

Y al momento se le ablandó el corazón, y, enternecido por este beneficio, perdonó las injurias a su amo.

Cómo envió una capa a una mujer pobre
que padecía de los ojos como él

33. Una pobre de Machilone (cf. LP 89) iba a Rieti a curarse de una enfermedad de ojos. El médico vino a donde estaba el bienaventurado Francisco y le dijo: «Hermano, hay una mujer enferma de los ojos, y es tan pobre, que tengo que pagarle yo los gastos».

En oyéndole el Santo, se compadeció de ella, y, llamando a uno de los hermanos que era su guardián, le dijo: «Hermano guardián, debemos devolver lo ajeno». El guardián preguntó: «¿Qué ajeno dices, hermano?» El Santo señaló: «Esta capa que hemos recibido de prestado de aquella pobrecilla mujer enferma; debemos devolvérsela». El guardián le respondió: «Hermano, haz lo que mejor te parezca».

Entonces, el bienaventurado Francisco con gran alegría llamó a un hombre espiritual y familiar suyo y le dijo: «Toma esta capa y estos doce panes y vete en busca de aquella mujer pobrecilla y enferma de los ojos que el médico te indicará y dile: "Un pobre a quien habías prestado esta capa te da gracias por habérsela prestado; toma lo que es tuyo"».

Marchó el buen hombre y refirió a la mujer cuanto le había dicho el bienaventurado Francisco. Mas ella, pensando que se trataba de una burla, le contestó, no sin temor y rubor: «Déjame en paz; no sé lo que me dices».

El buen hombre dejó en manos de la mujer la capa y los doce panes. Pensando ahora que lo decía de verdad, aceptó la capa con temor y agradecimiento y alabó gozosa a Dios. Temiendo, empero, que se la pidiera de nuevo, se levantó sigilosamente de noche y se volvió a su casa con gran alegría. Pero el bienaventurado Francisco había convenido ya con su guardián que, mientras permaneciese allí la mujer, se le pagaran todos los gastos de cada día.

Nosotros que vivimos con él damos testimonio de que tenía tanta caridad y piedad no sólo hacia sus hermanos, sino también hacia los otros pobres, sanos o enfermos, que, halagándonos primero a nosotros para que no nos disgustáramos, con gran gozo interior y exterior daba a los pobres lo que necesitaba para su propio cuerpo, y que los hermanos conseguían a veces con gran solicitud y trabajo; se privaba incluso de cosas que le eran muy necesarias. Por eso, el ministro general y su guardián le tenían mandado que no diera a ninguno la túnica sin permiso de ellos. A veces, se la pedían los hermanos por devoción y se la daba; y a veces, la partía y daba una parte y se quedaba él con otra, porque no llevaba más que una túnica.

Como dio la túnica a unos hermanos
que se la pidieron por amor de Dios

34. En cierta ocasión en que iba predicando por una provincia, se encontraron con él dos hermanos franceses. Como sintieran íntimo consuelo en su compañía, acabaron por pedirle la túnica por amor de Dios. Tan pronto como oyó «por amor de Dios», se despojó de la túnica y se la dio, quedándose sin ella un rato (cf. LP 90).

Siempre que se le interpelaba «por amor de Dios», nunca negaba lo que se le pidiera, fuera el cordón, la túnica u otra cosa. Le desagradaba sobremanera, y se lo corregía muchas veces a los hermanos, que se empleara inútilmente, por cualquier bagatela, la expresión «por amor de Dios». Y decía: «Es tan sublime el amor de Dios, que no debería pronunciarse sino raras veces, con verdadera necesidad y con suma reverencia».

Uno de aquellos hermanos se quitó su túnica y se la dio. Cuando daba a alguno la túnica o parte de ella, padecía necesidad y sufría las consecuencias, porque no le era posible procurarse tan fácilmente otra túnica, a causa particularmente de que siempre quería tener una túnica muy pobre, remendada de retazos; y a veces la quería remendada por dentro y por fuera. Es más, nunca o raras veces se permitía llevar túnica de paño nuevo, sino que conseguía de algún hermano que le diera la que él había usado ya por algún tiempo. A veces recibía parte de la túnica de un hermano, y parte de otro. A causa, sin embargo, de sus muchas enfermedades y del enfriamiento del estómago y del bazo, forraba en ocasiones la túnica por dentro con paño nuevo.

Tal género de pobreza en el vestido observó hasta el año en que voló al Señor; pues pocos días antes de su muerte, como era hidrópico y estaba casi del todo escuálido por otras enfermedades que padecía, los hermanos le proveyeron de varias túnicas para que pudiera mudarse día y noche según la necesidad.

Cómo quiso dar ocultamente a un pobre un retazo de tela

35. Otra vez llegó un pobre al lugar donde estaba el bienaventurado Francisco y pidió a los hermanos un retazo de tela por amor de Dios. Luego que lo oyó Francisco, dijo a un hermano: «Busca por la casa y ve si encuentras algún retazo o paño que dar a este pobre». Y, mirando el hermano por toda la casa, dijo que no encontró nada.

Para que aquel pobre no se volviese con las manos vacías, se fue el bienaventurado Francisco a ocultas del guardián para que no se le prohibiese, y, tomando un cuchillo, se sentó en un lugar apartado y empezó a cortar un trozo de túnica que llevaba cosido por dentro, con la intención de dárselo ocultamente al pobre. El guardián se dio cuenta de la faena y fue inmediatamente a donde estaba el Santo y le prohibió que lo diera; primordialmente porque hacía mucho frío, y él estaba enfermo y muy resfriado. Entonces le dijo el bienaventurado Francisco: «Si no quieres que le dé este retazo de paño, es preciso en absoluto que se dé a este pobre algún otro retazo de tela». Entonces, los hermanos, en sustitución del bienaventurado Francisco, dieron al pobre un retazo de sus vestidos.

Yendo a predicar por el mundo, ya a pie, ya en asno, después que empezó a estar enfermo, o ya también a caballo en casos de estrictísima y grave necesidad -de otra manera, jamás quiso montar a caballo-, y esto muy poco antes de la muerte, si acontecía que algún hermano le quería proveer de capa, no la quería aceptar sino a condición de que la pudiera dar a cualquier pobre que se le cruzase en el camino o acudiera a él, siempre que su espíritu le asegurara de que el pobre la necesitaba.

Cómo dijo al hermano Gil antes de ser admitido
que diera su capa a un pobre

36. En los comienzos de la Orden, estando en Rivo Torto con los dos únicos hermanos que entonces tenía (1), llegó del siglo uno que se llamaba Gil, con el fin de abrazar aquella vida. Éste fue el tercer hermano (cf. LP 92 n. 8).

Durante los días en que todavía llevaba los vestidos que había traído, se acercó a aquel lugar un pobre a pedir limosna al bienaventurado Francisco. Mirando éste a Gil, le dijo: «Da a este pobre tu capa».

Al momento se la quitó de la espalda con íntimo gozo y se la dio al pobre. Y le pareció que el Señor había infundido una nueva gracia en su corazón por el gozo con que había dado la capa al pobre. Y, recibido por el bienaventurado Francisco, progresó en la virtud hasta la mayor perfección.

Penitencia que impuso a un hermano
que juzgó mal de un pobre

37. Llegó el bienaventurado Francisco en plan de predicar a un lugar de hermanos cerca de Rocca di Brizio (cf. LP 114), y sucedió que el mismo día en que debía predicar se le acercó un hombre pobre y enfermo. Compadecido de él, empezó a hablar a su compañero de la pobreza y enfermedad de aquel hombre. El compañero le dijo: «Hermano, es cierto que parece muy pobre, pero acaso no hay otro en toda la provincia con más ganas de ser rico».

Inmediatamente lo reprendió con dureza el bienaventurado Francisco, y el compañero confesó su culpa. El bienaventurado Francisco le amonestó: «¿Estás dispuesto a cumplir la penitencia que te imponga?» Y contestó: «De muy buena gana la cumpliré». «Entonces, ve, despójate de la túnica y arrójate desnudo a los pies del pobre, confiésale cómo has pecado pensando mal de él y pídele que ruegue por ti».

El compañero fue e hizo cuanto le había ordenado el bienaventurado Francisco. Luego, se levantó, se vistió la túnica y volvió al bienaventurado Francisco. Éste le dijo: «¿Quieres saber cómo has pecado contra él y, lo que es peor, contra Cristo? Mira, cuando ves a un pobre, debes considerar en nombre de quién viene, o sea, de Cristo, el cual llevó sobre sí nuestra pobreza y nuestras enfermedades. La enfermedad y pobreza de este hombre es para nosotros como un espejo que nos ayuda a escudriñar y meditar piadosamente la enfermedad y pobreza que nuestro Señor Jesucristo sufrió en su cuerpo por nuestra salvación».

Cómo dio un ejemplar del Nuevo Testamento
a una mujer pobre, madre de dos hermanos

38. En otra ocasión en que moraba en Santa María de la Porciúncula, vino a pedir limosna al bienaventurado Francisco una mujer anciana y pobre que tenía dos hijos en la Religión.

Al momento dijo el bienaventurado Francisco al hermano Pedro Cattani, que era entonces ministro general (cf. LP 93 n. 9): «¿Tendremos algo que dar a esta madre nuestra?» Decía que la madre de un hermano era madre de él y de todos los hermanos. El hermano Pedro respondió: «En casa no tenemos nada que poder darle, pues desearía una limosna con la que sustentar su cuerpo. En la iglesia sí que tenemos un libro del Nuevo Testamento del que recitamos las lecturas de maitines». Es de notar que en aquel tiempo los hermanos no tenían breviarios ni tampoco muchos salterios.

El bienaventurado Francisco le dijo entonces: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que con esto agradaremos más al Señor y a la Santísima Virgen que leyendo de él». Y se lo dio. De él se puede decir y escribir lo mismo que se lee del santo Job: Desde el seno materno ha nacido y crecido en él la caridad compasiva (Job 31,18).

Sería largo y muy difícil de escribir y de contar para nosotros que vivimos con él, no solamente todo lo que hemos oído de otros acerca de su caridad y misericordia para con los hermanos y otros pobres, sino lo que nosotros hemos visto con nuestros propios ojos.

Capítulo IV

La perfección de la santa humildad y obediencia
en él y en los hermanos
Cómo renunció al oficio de prelado
e instituyó ministro general al hermano Pedro Cattani

39. Para guardar la virtud de la santa humildad, pocos años después de su conversión renunció en un capítulo al oficio de la prelacía en presencia de los hermanos, y les dijo: «Estoy ya muerto para vosotros, pero aquí tenéis al hermano Pedro Cattani (cf. 1 Cel 25 n. 45) a quien yo y vosotros obedeceremos». Y, postrado en tierra ante él, le prometió obediencia y reverencia.

Lloraban todos los hermanos, y el íntimo dolor les arrancaba profundos sollozos al sentir, en cierta manera, la orfandad de tal Padre. El bienaventurado Padre se levantó y con los ojos elevados al cielo y con las manos juntas oró así: «Señor, a ti te recomiendo la familia que hasta ahora has confiado a mi solicitud, y ahora, por las enfermedades que bien conoces, dulcísimo Señor, al no poder cuidar de ella, la pongo en manos de los ministros. Ellos, Señor, tendrán que rendirte cuentas en el día del juicio si algún hermano se ha perdido por negligencia de ellos, mal ejemplo o ásperas correcciones».

Y, desde este momento, él quedó de súbdito hasta su muerte y conduciéndose en todo con más humildad que cualquiera de los hermanos.

Cómo se desprendió hasta de sus compañeros
no queriendo tener compañero especial

40. En otra ocasión puso a disposición de su vicario todos sus compañeros, diciendo: «No quiero aparecer singular disfrutando de la prerrogativa de poder elegir un compañero especial, sino que los hermanos me acompañen de un lugar a otro, como el Señor les inspirare». Y añadió: «He visto un ciego que no tenía para guía de su camino más que un perrito, y yo no quiero ser de mejor condición».

Tuvo siempre por su mayor gloria que, rechazada toda clase de singularidad y de jactancia, morara en él la virtud de Cristo.

Por causa de los malos prelados
renunció al oficio de la prelacía

41. Preguntándole una vez un hermano por qué había dejado el cuidado de los hermanos y los había confiado a manos ajenas, como si nada tuviera que ver con ellos, respondió: «Hijo mío, yo amo a los hermanos cuanto puedo; pero, si siguieran mis huellas, los amaría más y no me desentendería de ellos. Hay algunos entre los prelados que los arrastran hacia otras cosas, proponiéndoles el ejemplo de los antiguos, y dan poca importancia a mis avisos. Pero lo que hacen y cómo lo hacen aparecerá más claro al final».

Poco después, estando gravemente enfermo, por la fuerza del espíritu se incorporó en el lecho y exclamó: «¿Quiénes son esos que arrebataron de mis manos mi Religión y mis hermanos? Si voy al capítulo general, yo les demostraré qué es lo que quiero».

Cómo humildemente buscaba carne para los enfermos
y cómo los exhortaba a ser humildes y pacientes

42. El bienaventurado Francisco no se avergonzaba de buscar carne por los lugares públicos de las ciudades para los hermanos enfermos. A su vez, exhortaba a éstos a que llevaran con resignación las deficiencias y no armaran escándalo cuando no se les pudiera atender suficientemente en todo.

Así, hizo escribir en la primera Regla: «Suplico a mis hermanos que no se irriten en sus enfermedades, ni se incomoden contra Dios o contra los hermanos, ni soliciten con ansiedad medicinas, ni deseen en demasía aliviar la carne, que pronto ha de morir y es enemiga del alma. Por el contrario, den gracias a Dios por todo y procuren portarse en la enfermedad como Dios quiere. Pues a los que Dios ha predestinado para la vida eterna, los adoctrina con castigos y enfermedades, como enseña Él mismo: Yo reprendo y castigo a los que amo» (1 R 10,3-4).

Humilde respuesta de los bienaventurados Francisco
y Domingo al ser preguntados si querían
que sus hermanos fueran prelados en la Iglesia

43. Estaban en Roma aquellas dos preclaras lumbreras del orbe, los bienaventurados Francisco y Domingo. Se encontraban ambos con el señor ostiense y más tarde sumo pontífice (2), y tanto el uno como el otro decían exquisiteces de Dios. Al cabo, les dijo el señor ostiense: «En la Iglesia primitiva, los pastores y prelados eran pobres, varones llenos de caridad y nada ambiciosos. ¿Por qué no escogemos de entre vuestros hermanos quienes sean obispos y prelados, que por su doctrina y ejemplo sobresalgan entre los demás?»

Entre los dos santos se originó una devota y humilde porfía, no en plan de mandar, sino en deferencia para con el otro, como queriéndose urgir mutuamente a dar la respuesta. Venció la humildad de Francisco, eludiendo el ser el primero en responder, y se impuso la humildad a Domingo, que respondió primero tan sólo por obedecer humildemente.

El bienaventurado Domingo dio por respuesta: «Señor, si mis hermanos quieren ser conscientes, verán que están ya elevados a posiciones distinguidas; yo, en cuanto pueda, nunca permitiré que admitan otra especie de dignidad».

Entonces, el bienaventurado Francisco, inclinándose ante el mencionado señor, dijo: «Señor, mis hermanos se llaman menores para que no aspiren a ser mayores. Su vocación les enseña a vivir en sencillez y a imitar las huellas de la humildad de Jesucristo, a fin de que así, en la visita de los santos, sean ensalzados más que los demás. Si queréis que den fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y mantenedlos en el estado de su vocación. Y si ascienden a lo alto, reducidlos con energía a las llanuras y no consintáis que se eleven a ninguna prelacía».

Así respondieron los santos; con sus respuestas quedó el señor cardenal de Ostia altamente edificado y dio rendidas gracias a Dios.

Marchando ambos a la vez, el bienaventurado Domingo pidió a San Francisco que se dignara darle el cordón con que se ceñía. El bienaventurado Francisco rehusó por humildad lo que el bienaventurado Domingo pedía por caridad. Triunfó, sin embargo, la bendita devoción del que pedía, y la cuerda que logró arrancar la violencia del amor, se la ciñó el bienaventurado Domingo debajo de su hábito y la llevó desde entonces devotamente.

Finalmente, puestas las manos del uno entre las del otro, se encomendaron mutuamente con toda dulzura. Y Santo Domingo dijo a San Francisco: «Desearía, hermano Francisco, que nuestras Órdenes se fusionaran en una sola y nosotros viviéramos en la Iglesia la misma forma de vida».

Cuando, por fin, se despidieron, el bienaventurado Domingo dijo en presencia de muchos que estaban allí: «Os digo en verdad que todos los religiosos deberían imitar a este santo varón Francisco. Tanta es la perfección de su santidad».

Cómo quiso que todos sus hermanos
sirviesen a los leprosos
para fundarse en la humildad

44. Desde el principio de su conversión, el bienaventurado Francisco, como sabio arquitecto, se fundamentó, con la ayuda de Dios, sobre roca viva, esto es, sobre la máxima humildad y pobreza del Hijo de Dios; y por esta humildad llamó a su Religión de los hermanos menores (1 R 7,2; 1 Cel 37).

Al principio de la Religión quiso que sus hermanos vivieran en leproserías al servicio de los enfermos, y allí se afianzaran en la santa humildad. Por eso, cuando venían a la Orden, ya fueran nobles, ya plebeyos, entre otras, se les hacía la advertencia de que habían de servir humildemente a los leprosos y vivir en sus casas, como se contiene en la primera Regla (cf. LP 9 n. 7). No habían de querer tener bajo el cielo sino la santa pobreza, por la cual les nutre el Señor corporal y espiritualmente y por la que conseguirán en el futuro la herencia del cielo.

De esta manera se cimentó, para sí y para los demás, sobre la máxima humildad y pobreza. Y, siendo gran prelado en la Iglesia de Dios, eligió y prefirió estar postergado no sólo en la Iglesia, sino entre sus hermanos, si bien este abatimiento era, a su juicio y según su corazón, la mayor exaltación ante Dios y ante los hombres.

Cómo quería que en todas sus palabras y obras buenas
se atribuyera sólo a Dios la gloria y el honor

45. Habiendo predicado al pueblo de Terni en la plaza de la ciudad, en cuanto acabó sus palabras, se levantó el obispo de la misma ciudad, varón discreto y espiritual (cf. 2 Cel 141), y habló así al pueblo: «El Señor, desde los días en que plantó y edificó la Iglesia, la ha venido iluminando con los resplandores de hombres santos, que con su palabra y ejemplo la cultivaran. Ahora, en estos últimos tiempos, la ha esclarecido con este hombre Francisco, pobrecillo, despreciable y sin letras. Por eso estáis obligados a amar y reverenciar a Dios y a guardaros de pecar. No se porta así el Señor con todas las gentes».

Luego de estas palabras, el obispo bajó del lugar donde había predicado y entró en la catedral. El bienaventurado Francisco se acercó a él y, arrojándose a sus pies, dijo: «Señor obispo, os confieso en verdad que ningún hombre me ha honrado tanto en el mundo como vos en este día. Los otros hombres dicen: "¡Éste es un varón santo!", y me atribuyen a mí, y no al Creador, la gloria y la santidad. Vos, en cambio, como muy discreto, habéis separado lo precioso de lo que es vil».

Cuando el bienaventurado Francisco era alabado y decían de él que era santo, respondía así a tales encomios: «Todavía no me puedo fiar de no tener hijos e hijas. En cualquier momento que el Señor apartara de mí el tesoro que me ha confiado, ¿qué otra cosa me quedaría sino el cuerpo y el alma, como los tienen también los paganos? Es más, debo creer que, si el Señor hubiera otorgado a cualquier ladrón o pagano tantas gracias como me ha dado a mí, serían mucho más fieles el Señor que lo soy yo. Como en la imagen de Dios o de la Virgen Santísima pintada en una tabla es honrado el Señor y la Santísima Virgen y ningún honor se arroga la pintura, así el siervo de Dios es como una pintura de Dios en que el mismo Dios es honrado para gloria suya. Pero el siervo de Dios nada se debe atribuir, porque, con relación a Dios, es menos que la pintura y la tabla. Es más: es pura nada, y a sólo Dios corresponde la gloria y el honor; al hombre, la vergüenza y la tribulación mientras vive entre las miserias de este mundo».

Quiso tener como guardián hasta su muerte
a uno de sus compañeros y vivir bajo su obediencia

46. Queriendo permanecer hasta la muerte en perfecta humildad y obediencia, mucho antes de morir dijo al ministro general: «Quiero que nombres a uno de mis compañeros que haga tus veces, a quien yo obedezca en vez de a ti. Por el bien de la obediencia, quiero que, durante la vida y en la muerte, tú estés siempre a mi lado».

Desde entonces hasta su muerte tuvo a uno de sus compañeros por guardián, a quien estaba sujeto como a vicario del ministro general. Es más, en cierta ocasión dijo a sus compañeros: «El Señor me ha concedido, entre otras, la gracia de que, si se me diera por guardián a un novicio que acabara de entrar hoy en la Religión, le obedecería con la misma solicitud que si se tratara del primero y más antiguo en años y vida religiosa. El súbdito debe mirar a su prelado no como a hombre, sino como a Dios, por amor del cual se somete a la obediencia de aquél». Luego añadió: «No hay prelado en el mundo tan temido por sus súbditos como haría el Señor que fuera yo temido por mis hermanos, si yo quisiera. Pero el Señor me ha dado la gracia de querer estar contento en todo, como quien es el menor en la Religión».

Nosotros que vivimos con él vimos con nuestros propios ojos lo que él mismo atestigua: que, cuando algunos hermanos no le atendían en sus necesidades o le dirigían alguna palabra de las que suelen turbar al hombre, en seguida se recogía en la oración y luego, de vuelta, no quería acordarse de ello. Y nunca decía: «Tal hermano no me ha atendido o tal hermano me ha dicho aquella palabra».

Y en esta disposición se mantuvo siempre. Y cuanto más se acercaba al fin de su vida, más cuidado ponía en considerar cómo podría vivir y morir en absoluta humildad y pobreza y en la perfección de toda virtud.

Cómo enseñaba la manera perfecta de obedecer

47. Decía el Padre santísimo a sus hermanos: «Hermanos carísimos, obedeced a la primera y no esperéis a que se os mande por segunda vez. No digáis nunca ni penséis que es imposible un precepto, pues, aunque yo os mandara más de lo que vuestras fuerzas pueden, la virtud de la santa obediencia os las daría».

Cómo asemejó el perfecto obediente a un cuerpo muerto

48. En cierta ocasión, sentado con sus compañeros, dijo suspirando: «Es lástima que apenas haya en el mundo religioso que obedezca bien a su prelado». Dijéronle entonces los compañeros: «Dinos, pues, Padre, en qué consiste la perfecta y suma obediencia». Y les contestó, describiéndoles el perfecto y verdadero obediente bajo la figura de un cuerpo muerto: «Toma un cuerpo sin vida y colócalo donde mejor te pareciere. Verás que no se resiste a ser movido, ni a que le cambien de sitio, ni reclama el que ha dejado. Si es sentado en una cátedra, no mira altanero, sino hacia el suelo; si se lo rodea de púrpura, resalta el doble su palidez. El verdadero obediente es aquel que no juzga por qué se le cambia, ni se preocupa del lugar donde le coloquen, ni insiste en que lo trasladen. Si es promovido a algún cargo, se mantiene en su habitual humildad, y cuanto más es ensalzado, más indigno se reconoce del honor» (3).

Llamaba santas obediencias a las que pura y sencillamente eran impuestas, y no a las que eran buscadas. Juzgaba obediencia suma, en que no tiene parte ni la carne ni la sangre, aquella por la que, siguiendo la inspiración divina, se va entre los infieles ya para ganar al prójimo, ya por deseo de martirio. Decía que pedir esta obediencia era muy grato a Dios.

Es peligroso mandar precipitadamente por obediencia
y no obedecer al mandato de la obediencia

49. Pensaba el bienaventurado Padre que rara vez se debía mandar con precepto de obediencia y que no había de lanzarse de primeras la saeta que debe dispararse en último término. Decía: «No se ha de echar pronto mano a la espada».

Añadía también que quien no cumple prontamente el precepto de obediencia, no teme a Dios ni respeta al hombre, a no ser que haya motivo que necesariamente obligue a diferir el cumplimiento.

Nada más verdadero, porque la autoridad de mandar en manos de un superior temerario, ¿qué otra cosa es que el puñal en manos de un furioso? Y ¿en qué se puede tener menos esperanza que en un religioso que descuida la obediencia y la desprecia?

Cómo respondió a los hermanos que querían persuadirle
a que pidiera privilegio de poder predicar libremente

50. Algunos hermanos dijeron al bienaventurado Francisco: «Padre, ¿no ves cómo los obispos no permiten a veces que prediquemos y nos hacen estar muchos días sin ocupación en un lugar antes que podamos anunciar la palabra del Señor? Mejor sería que alcanzaras del señor papa algún privilegio sobre esto, y redundaría en bien y salvación de las almas». Les respondió, reprendiéndolos ásperamente: «Vosotros, hermanos menores, no comprendéis la voluntad de Dios ni permitís que yo convierta al mundo entero, como Dios lo quiere. Yo quiero, primeramente, convertir a los prelados mediante la santa humildad y la reverencia; cuando éstos vean nuestra vida santa y nuestra humilde reverencia para con ellos, os rogarán que prediquéis y convirtáis al pueblo. Ellos os llamarán a predicar mejor que vuestros privilegios, los cuales os llevarán a ensoberbeceros. Y, si estuviereis alejados de toda avaricia y exhortarais al pueblo a que satisfagan a las iglesias sus derechos, los mismos prelados os llamarían para que oyerais las confesiones de los fieles, si bien de esto no os debéis preocupar, porque, si se convierten, fácilmente encontrarán confesores. Yo por mi parte sólo quiero tener un privilegio del Señor: no tener ningún privilegio de los hombres, sino reverenciar a todos, y, cumpliendo lo que manda la santa Regla, tratar de convertir a todos más con el ejemplo que con las palabras».

Cómo los hermanos se reconciliaban mutuamente
cuando se ofendían

51. Decía que los hermanos menores habían sido enviados por Dios en estos últimos tiempos para que mostraran ejemplos de luz a los que andan envueltos en las tinieblas del pecado. Decía, asimismo, que se sentía como envuelto en perfumes, como ungido con la fuerza de un bálsamo precioso, cuando llegaban a sus oídos las gestas realizadas por los santos hermanos que andaban dispersos por el mundo.

Sucedió un día que cierto hermano, en presencia de un noble caballero de la isla de Chipre, ofendió de palabra a otro hermano (cf. 2 Cel 155). Advirtiendo el ofensor que había molestado un tanto a su hermano, al momento cogió un boñigo de asno, se lo metió en su boca para morderlo y dijo: «¡Masque el estiércol la lengua dañina que ha derramado contra mi hermano el veneno de la iracundia!» Ante la escena, aquel caballero quedó estupefacto y marchó con gran edificación. Y desde entonces puso a disposición de los hermanos su persona y sus bienes.

Era costumbre entre los hermanos que, si alguno de ellos profería una palabra injuriosa o molesta contra otro, se postraba de inmediato en tierra y, besando los pies del hermano, le pedía perdón humildemente. Se regocijaba el santo Padre cuando oía que sus hijos daban espontáneamente ejemplos de santidad y bendecía con profusión a aquellos hermanos que de palabra y de obra inducían a los pecadores al amor de Cristo. Repleto como estaba él del celo por la salvación de las almas, quería que sus hijos fueran auténticos imitadores suyos.

Cómo se querelló Jesucristo al hermano León,compañero de San Francisco,
de la ingratitud y soberbia de los hermanos

52. En cierta ocasión dijo el Señor Jesucristo al hermano León, compañero del bienaventurado Francisco: «Hermano León, estoy disgustado de los hermanos». El hermano León respondió: «¿Por qué, Señor?» Y le contestó el Señor: «Por tres cosas: porque no reconocen mis beneficios, que tan generosa y abundantemente les dispenso, pues, como bien sabes, no siembran ni recolectan; porque todo el día andan murmurando y ociosos y porque con frecuencia se provocan a ira mutuamente y no se reconcilian ni perdonan la injuria que reciben».

Cómo respondió con humildad y verdad
a un doctor de la Orden de Predicadores
que le preguntó acerca de un texto de la Escritura

53. Morando en Siena el bienaventurado Francisco, vino a él un doctor en sagrada teología, de la Orden de Predicadores, varón por cierto humilde y muy espiritual. Platicaron mutuamente por algún tiempo de pasajes de la Sagrada Escritura, y el maestro le preguntó acerca del significado de este texto de Ezequiel: Si no amonestares al impío de su impiedad, yo te demandaré el precio de su alma (Ez 3,18). Le dijo: «Conozco muchos, bondadoso Padre, que están en pecado mortal, y a los que no advierto de su impiedad. ¿Tendré que responder ante Dios de su alma?»

El bienaventurado Francisco respondió humildemente que él era un idiota, y que más le tocaba hacer el papel de discípulo aprendiendo de él que manifestar el sentido de la Escritura. Entonces aquel humilde maestro añadió: «Hermano, aunque he oído de boca de algunos sabios la interpretación de esas palabras, escucharía de buen grado cómo entiendes tú ese pasaje». Entonces dijo el bienaventurado Francisco: «Si las palabras se han de tomar de una manera general, yo las entiendo así: que el siervo de Dios debe arder y brillar de tal manera por su vida y santidad, que con la luz del ejemplo y una conducta santa sirva de reprensión a todos los pecadores. Así, digo, el esplendor de su vida y el olor de su buen nombre reprocharán a todos sus iniquidades».

El doctor quedó altamente edificado y dijo al marchar a los compañeros del bienaventurado Francisco: «Hermanos míos, la teología de este varón, apoyada en pureza y contemplación, es águila que vuela; nuestra ciencia, en cambio, se arrastra por tierra sobre el vientre».

Cómo se ha de vivir en humildad y paz con los clérigos

54. Aunque el bienaventurado Francisco quería que sus hijos tuvieran paz con todos y con todos se portaran como pequeños, sin embargo, demostró con las palabras y con el ejemplo que habían de ser humildes, en particular con los clérigos.

Decía él: «Hemos sido enviados en ayuda de los clérigos para la salvación de las almas; para que en aquello a que no lleguen, los suplamos nosotros. Cada uno recibirá su recompensa no según la autoridad que ostenta, sino a medida de la labor que realiza. Tened presente, hermanos, que es muy grato a Dios ganar las almas; pero esto lo conseguiremos mucho mejor fomentando la paz que no sembrando discordias con los clérigos. Y, si ellos fueran obstáculo a la salvación de los pueblos, a Dios pertenece la venganza, y a su tiempo les dará su merecido. Así que estad sumisos a los prelados y evitad, en cuanto de vosotros dependa, un celo desordenado. Si sois hijos de la paz, ganaréis al clero y al pueblo, y esto es más agradable a Dios que ganar al pueblo sólo con escándalo del clero. Tapad sus caídas y suplid sus múltiples deficiencias; cuando hagáis así, sed más humildes».

Cómo consiguió humildemente la iglesia
de Santa María de los Ángeles del abad de San Benito de Asís
y quiso que los hermanos habitarany convivieran siempre allí en humildad
(cf. LP 56)

55. Comprendiendo el bienaventurado Francisco que el Señor quería aumentar el número de hermanos, les dijo: «Carísimos hermanos e hijitos míos, veo que el Señor quiere multiplicarnos. Por eso, me parece bueno y religioso que consigamos del obispo, o de los canónigos de San Rufino, o del abad de San Benito alguna iglesia donde los hermanos puedan rezar sus horas, y tener junto a ella tan sólo una pequeña casa pobrecilla, construida de mimbres y de barro, en que puedan los hermanos descansar y trabajar. Este lugar no es apropiado ni suficiente para los hermanos cuando vemos que el Señor los quiere multiplicar, y, sobre todo, porque aquí no tenemos iglesia donde poder rezar las horas. Además, si alguno muere, no sería conveniente sepultarlo aquí ni en la iglesia del clero secular». La proposición agradó a todos los hermanos.

Marchó, pues, a ver al obispo de Asís y le expuso todo lo dicho arriba. El obispo le dijo: «Hermano, yo no tengo ninguna iglesia que pueda daros». Y lo mismo respondieron los canónigos. Entonces fue al abad de San Benito de Monte Subasio y le expuso lo mismo. Conmovido el abad, celebró consejo con sus monjes, y, por obra de la gracia y por voluntad de Dios, concedió al bienaventurado Francisco y a sus hermanos la iglesia de Santa María de la Porciúncula, como la iglesia más pobre y pequeña que tenían. El abad dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, hemos atendido tu petición. Pero, si el Señor se digna multiplicar vuestra familia, queremos que este lugar sea la cabeza de todos vosotros».

Agradó lo dicho al bienaventurado Francisco y a sus hermanos; el santo Padre se alegró mucho de la donación del lugar hecha a los hermanos por varios motivos; principalmente, porque la iglesia llevaba el título de la madre de Cristo; porque era pequeña y muy pobre; por su sobrenombre de Porciúncula, en lo que veía prefigurado que había de ser cabeza y madre de los pobres hermanos menores. Se llamaba Porciúncula porque tal era el nombre del paraje desde tiempos muy remotos.

El bienaventurado Francisco decía: «Esta es la razón por la que el Señor quiso que no dieran ninguna otra iglesia a los hermanos y que los primeros hermanos no construyeran una iglesia nueva ni tuvieran otra distinta de ésta: que así, por la venida de los hermanos menores, se ha cumplido una profecía». Y, aunque era muy pobre y estaba casi destruida, los ciudadanos de Asís y de toda aquella comarca la tuvieron durante mucho tiempo en gran veneración; esta veneración ha venido creciendo hasta el presente y se va reforzando cada día. Tan pronto como fueron los hermanos a vivir allí, el Señor aumentaba casi a diario su número, y el buen olor de su fama se ha difundido de manera admirable por todo el valle de Espoleto y hasta por muchas partes del mundo. Antiguamente, se llamaba Santa María de los Ángeles, porque es fama que allí se oían muchas veces cantares angélicos.

Si bien el abad y los monjes la cedieron de buen grado al bienaventurado Francisco y a sus hermanos, sin embargo, éste, como prudente y experto maestro, quiso fundar su casa, es decir, su Religión, sobre roca firme, o sea, sobre la máxima pobreza, y así, todos los años, en señal de la mayor humildad y pobreza, enviaba al abad y a los monjes una canasta o cesto de peces que llaman lochas. Obraba así para que los hermanos no tuvieran ningún lugar propio, ni habitasen lugar alguno que no fuese ajeno. Lo que buscaba era que los hermanos no tuvieran derecho para venderlo o enajenarlo de alguna manera. Cuando los hermanos llevaban todos los años la porción de peces a los monjes, éstos, en atención a la humildad del bienaventurado Francisco, que espontáneamente se los ofrecía, les correspondían con una vasija llena de aceite.

Nosotros que estuvimos con el bienaventurado Francisco damos testimonio de que afirmaba expresamente que en esta iglesia le había sido revelado que, por las muchas gracias que allí había mostrado el Señor, era, entre las iglesias que la Virgen ama en el mundo, la que ella ama con mayor predilección. Por eso, desde entonces tuvo para con ella la mayor reverencia y devoción; y para que los hermanos tuvieran siempre un memorial en sus corazones, en la hora de la muerte hizo que se escribiera en el testamento que ellos hicieran lo mismo.

Próximo ya a morir, dijo en presencia del ministro general y de otros hermanos: «Quiero tomar ciertas disposiciones acerca del lugar de Santa María de la Porciúncula y dejarlo en testamento a mis hermanos para que lo tengan siempre en gran devoción y veneración.

»Es lo que hicieron nuestros antiguos hermanos; pues con ser este lugar santo predilecto y preferido por Cristo y la Virgen gloriosa, sin embargo, conservaban su santidad con oración continua y silencio de día y de noche. Y si alguna vez hablaban después de la hora fijada para el silencio, era para tratar, con la mayor devoción y en la forma más adecuada, sólo de las cosas tocantes a la alabanza de Dios y a la salvación de las almas. Cuando sucedía, que era raro, que algún hermano iniciaba una conversación inútil u ociosa, inmediatamente era corregido por otro hermano.

»Mortificaban sus cuerpos con ayunos y largas vigilias, con el rigor del frío, con desnudez y con el trabajo de sus manos. Muchas veces, para evitar la ociosidad, ayudaban en las faenas del campo a pobres labradores, y éstos les daban pan por amor de Dios. Con estas y otras virtudes santificaban el lugar y se mantenían a sí mismos en la santidad. Después, debido a que hermanos y seglares visitaban el lugar con más frecuencia de lo acostumbrado y porque los hermanos se han vuelto más tibios en la oración y en obras virtuosas y más disipados que antes para decir palabras ociosas y comunicar noticias del siglo, este lugar no goza de tanta reverencia y devoción como antes y como yo querría».

Habiendo dicho el bienaventurado Francisco lo que antecede, luego añadió, concluyendo con gran fervor de espíritu: «Quiero, por tanto, que este lugar esté siempre sujeto inmediatamente a la jurisdicción del ministro y siervo general, para que tenga de él el mayor cuidado y se preocupe de proveerlo de una familia buena y santa. Elíjanse los clérigos de entre los hermanos mejores, más santos y honestos y de entre los que en toda la Religión mejor sepan decir el oficio litúrgico, para que no sólo los seglares, sino los demás hermanos, los vean y escuchen con agrado y devoción.

»De entre los hermanos laicos santos y discretos, humildes y honestos, sean elegidos quienes sirvan a aquellos. Quiero también que ninguna persona, aunque sea hermano, entre en este lugar, si no es el ministro general y los hermanos que les sirven. Y no hablen con persona alguna, a no ser con los hermanos que les atienden y con el ministro cuando los visita. Quiero asimismo que los hermanos laicos que les sirven estén obligados a no hablar con ellos de cosas ociosas, ni de novedades del siglo o de cualquier cosa que no sea provechosa a sus almas. Y por eso quiero especialmente que ninguno entre en este lugar, para que los que en él viven conserven mejor su pureza y santidad; y que en este lugar nada en absoluto se diga ni se haga inútilmente, sino que el lugar todo entero sea mantenido puro y santo en himnos y alabanzas al Señor.

»Y, cuando alguno de estos hermanos volare al Señor, quiero que, para cubrir la plaza del difunto, el ministro general llame, de dondequiera que esté, a otro hermano santo. Y, aunque otros hermanos decayeren alguna vez de la pureza y santidad de vida, quiero que este lugar sea bendito y se conserve siempre como espejo y buen ejemplo para toda la Religión y como candelabro que arde y luce siempre ante el trono de Dios y de la Santísima Virgen. Y que por él se apiade el Señor de los defectos y faltas de todos los hermanos y conserve y proteja siempre a esta Religión y plantita suya».

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Notas:

1) Bernardo de Quitavalle ciertamente, y pudiera ser Pedro Cattani o un hermano cuyo nombre ha quedado en el anonimato; el texto de 1 Cel 24-25 es poco claro.

2) Se puede situar el encuentro a principios de 1221, y, en todo caso, antes del mes de julio, fecha en que Santo Domingo salió de Roma para ir a Bolonia, donde debió de morir el 6 de agosto.

3) San Francisco empleó la imagen del cadáver a propósito de la obediencia. Con ello no quiere decir que el que obedece ha de matar su propio juicio. Quiere tan sólo expresar, plásticamente, la disposición de humildad del que obedece.

EP 1-25 EP 56-75

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