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Espejo de Perfección, 56-75 |
. | Humilde respeto a las iglesias barriéndolas y limpiándolas 56. En cierta ocasión, cuando vivía en Santa María de la Porciúncula, siendo todavía pocos los hermanos, iba el bienaventurado Francisco por los pueblos y las iglesias de los alrededores de Asís predicando y exhortando a los hombres a la penitencia. En estas salidas iba provisto de una escoba para barrer las iglesias sucias. Al bienaventurado Francisco le dolía profundamente el ver alguna iglesia menos limpia de lo que deseara. Por eso, luego que acababa la predicación, reunía a los sacerdotes presentes en un lugar apartado, para que no escucharan los seglares, y les predicaba acerca de la salvación de las almas, y, sobre todo, les exhortaba a ser cuidadosos en mantener limpias las iglesias y altares y todo lo que se necesita para la celebración de los divinos misterios. Un campesino lo encontró
barriendo humildemente la iglesia, 57. Un día fue a la iglesia de una villa de la ciudad de Asís y empezó a barrerla y limpiarla humildemente. Luego corrió el rumor por todo el pueblo, y todos veían el hecho con buenos ojos y se complacían en oírlo. Tan pronto como se enteró un campesino de admirable sencillez, llamado Juan, que estaba arando su tierra, se dirigió deprisa a donde estaba Francisco, y lo encontró barriendo la iglesia con devota humildad. Al verlo, le dijo: «Hermano, déjame la escoba, que quiero ayudarte». Y, cogiendo la escoba de sus manos, barrió lo que faltaba. Sentados los dos, dijo el rústico labrador al bienaventurado Francisco: «Hace ya mucho tiempo, hermano, que quiero servir a Dios, y más aún desde que me han llegado noticias de ti y de tus hermanos; pero no sabía cómo venir a ti. Ahora que el Señor ha querido que te vea, quiero hacer lo que te agrade». Viendo el bienaventurado Francisco el fervor del campesino, se alegró en el Señor, particularmente porque entonces tenía pocos hermanos, y esperaba que por su sencillez y pureza había de ser buen religioso. Así, le dijo: «Si quieres vivir con nosotros y alistarte en nuestra familia, es preciso que te desprendas de todo cuanto justamente puedas poseer y lo des a los pobres, para seguir el consejo del santo Evangelio, pues así lo han hecho todos mis hermanos que han podido hacerlo». Oído esto, marchó inmediatamente al campo, donde había dejado los bueyes uncidos, y los desunció. Llevó uno al bienaventurado Francisco y le dijo: «Hermano, he servido muchos años a mi padre y a todos los de mi casa; y, aunque valga poco esta partija de mi herencia, quiero tomar este buey por la parte que me corresponde para darlo a los pobres como mejor te parezca a ti». Cuando supieron sus padres y hermanos, todavía pequeños, que quería dejarlos, rompieron a llorar amargamente y a dar tales gritos de dolor, que el bienaventurado Francisco se movió a compasión. Era familia numerosa e incapaz de valerse. Les dijo: «Preparad comida para todos y comamos juntos. No lloréis, porque os voy a dejar muy contentos». Prepararon en seguida la comida, y todos comieron con mucha alegría. Después de comer dijo el bienaventurado Francisco: «Este hijo vuestro quiere servir a Dios, y no debéis por esto entristeceros, sino alegraros inmensamente. Pues no solamente según Dios, mas también según la estima del mundo, redundará para vosotros en gran honor y bien espiritual y temporal, porque en vuestra propia carne será honrado Dios, y todos nuestros hermanos serán vuestros hijos y vuestros hermanos. Él es creatura de Dios, y quiere consagrarse al servicio de su Creador; servirle a Él es reinar, y yo no puedo ni debo dejároslo. Mas para que recibáis de él un consuelo, quiero que se desprenda de este buey y os lo dé a vosotros como pobres, si bien debería darlo a otros pobres según el Evangelio». Quedaron muy consolados con las palabras del bienaventurado Francisco y se alegraron en gran manera, porque les había entregado el buey, pues eran muy pobres. El bienaventurado Francisco, que amaba tanto en sí como en los demás la santa sencillez, le vistió sin tardar el hábito de la Religión y lo llevaba como compañero con toda humildad. Era tan simple, que se creía obligado a imitar al bienaventurado Francisco en todo lo que hacía. Así, cuando el bienaventurado Francisco estaba en alguna iglesia o en otro lugar para orar, lo observaba con atención para imitarlo exactamente en todas sus acciones y gestos. Si el bienaventurado Francisco se arrodillaba, o levantaba las manos hacia el cielo, o escupía, o tosía, o suspiraba, también él lo hacía de igual manera. Cuando el bienaventurado Francisco se dio cuenta de esto, le comenzó a corregir con gran alegría estas simplicidades. A lo que respondió: «Hermano, yo he prometido hacer todo lo que tú haces; por eso, he de ajustarme a ti en todo». El bienaventurado Francisco se admiraba y maravillosamente se alegraba al ver en él tal sencillez y pureza de alma. Iba progresando de tal manera en las virtudes y costumbres, que el bienaventurado Francisco y los demás hermanos se maravillaban sobremanera de su gran perfección. Al poco tiempo murió, dechado de virtudes. Y así, el bienaventurado Francisco se gozaba interior y exteriormente contando a los hermanos su vida y llamándole no hermano Juan, sino «San Juan». Cómo se castigó
comiendo en la misma escudilla 58. Una vez que volvió el bienaventurado Francisco a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, encontró allí al hermano Santiago el simple con un leproso cubierto de llagas. Se lo había recomendado el bienaventurado Francisco, lo mismo que otros leprosos. Era para con ellos un verdadero médico, que con mucha delicadeza les palpaba las llagas, se las limpiaba y se las curaba. Por este tiempo vivían los hermanos en leproserías. El bienaventurado Francisco dijo al hermano Santiago como censurando su proceder: «No debes llevar contigo a los hermanos cristianos, pues no es conveniente ni para ti ni para ellos». Aunque deseaba que los sirviera, no quería, sin embargo, que llevara fuera del hospital a los que estaban muy llagados, porque los hombres, como por instinto, los miraban con horror; pero el hermano Santiago era tan simple, que iba con ellos desde la leprosería hasta Santa María de la Porciúncula lo mismo que hubiera ido con cualquier hermano. El bienaventurado Francisco llamaba a estos enfermos «hermanos cristianos». Luego de haber hablado así el bienaventurado Francisco, se reprendió a sí mismo, pensando que aquel enfermo pudo haberse avergonzado por la corrección hecha al hermano Santiago. Y, con vivo deseo de dar satisfacción a Dios y al enfermo, confesó su falta al hermano Pedro Cattani, entonces ministro general, y le suplicó: «Quiero que me confirmes la penitencia que he pensado hacer por esta falta, y te ruego que no me contradigas». El hermano Pedro respondió: «Hermano, haz lo que mejor te plazca». Es de saber que el hermano Pedro lo veneraba y respetaba tanto, que no osaba contradecirle, aunque después muchas veces le pesara. Entonces, el bienaventurado Francisco dijo: «Mi penitencia sea ésta: comer de una misma escudilla con el hermano cristiano». Sentado el bienaventurado Francisco a la mesa con el enfermo y otros hermanos, pusieron una escudilla entre el bienaventurado Francisco y el leproso. Éste, todo llagado, causaba horror; sobre todo, los dedos, con los que tomaba los bocados de la escudilla, los tenía contrahechos y sanguinolentos, de tal modo que, cuando con ellos tocaba el recipiente, destilaban en él sangre y pus. Viéndolo el hermano Pedro y los otros hermanos, se entristecieron muchísimo, pero ninguno se atrevió a decir nada, por el respeto y reverencia que tenían al santo Padre. Quien lo vio, lo escribe y da testimonio. Cómo ahuyentó a los demonios con palabras humildes 59. Cierto día fue el bienaventurado Francisco a la iglesia de San Pedro de Bovara, cerca del castro de Trevi, en el valle de Espoleto; le acompañaba el hermano Pacífico, que en el mundo era llamado «rey de los versos»; era noble y cortesano maestro de cantores. La iglesia estaba abandonada. El bienaventurado Francisco dijo al hermano Pacífico: «Vuélvete al hospital de los leprosos porque esta noche quiero estar solo aquí. Mañana, muy de mañana, vente de nuevo». Luego que se quedó solo y rezó la hora de completas y otras oraciones, se echó a descansar, pero no pudo dormir. Su espíritu empezó a sentirse sobrecogido de temor, y su cuerpo a temblar, y fue presa de sugestiones diabólicas. Al momento salió de la iglesia y, santiguándose, dijo: «De parte de Dios todopoderoso, os conjuro a vosotros, demonios, que ejerzáis sobre mi cuerpo cuanto el Señor Jesucristo os permita. Estoy dispuesto a soportarlo todo. Porque, como mi cuerpo es el mayor enemigo que tengo, tomaréis venganza de mi adversario y pésimo enemigo». Con esto, las sugestiones cesaron como por encanto, y, vuelto al rincón donde estaba acostado, se durmió en paz. Visión que tuvo el hermano
Pacífico, 60. Al amanecer volvió el hermano Pacífico. El bienaventurado Francisco estaba en oración ante el altar. El hermano Pacífico lo esperó fuera del coro, orando también ante el crucifijo. Comenzada su oración, fue elevado y arrebatado al cielo -si en el cuerpo o fuera del cuerpo sólo Dios lo sabe (1 Cor 12,2-3)-, y vio en el cielo muchos tronos, entre los que sobresalía uno más alto, más glorioso y más resplandeciente que los demás y recamado de toda clase de piedras preciosas. Cautivado por su singular belleza, empezó a pensar dentro de sí de quién sería aquel sitial. Y al momento oyó una voz que le decía: «Este sillón fue de Lucifer, y en su lugar se sentará en él el humilde Francisco». En cuanto volvió del rapto, el bienaventurado Francisco salió fuera y se llegó a él. El hermano Pacífico, con los brazos cruzados en el pecho, se arrojó a los pies de Francisco. Y, considerándolo ya sentado en el sillón que había visto en el cielo, sollozaba: «Padre, ten piedad de mí y pide al Señor que se compadezca de mí y me perdone los pecados». El bienaventurado Francisco, dándole la mano, lo levantó, y conoció al instante que algo había visto en la oración. Aparecía todo transformado, y hablaba al bienaventurado Francisco no como a persona viviente, sino como a quien reina en el cielo. Acto seguido, como no quería revelar la visión al bienaventurado Francisco, empezó a proferir palabras inquiriendo como de lejos, y, entre otras, le dijo: «¿Qué piensas de ti, hermano?» «Me parece -dijo el bienaventurado Francisco- que soy el mayor pecador de todo el mundo». Y, de pronto, el hermano Pacífico percibió en su alma esta voz: «Por aquí puedes comprender que es verdadera la visión que has tenido. Como Lucifer, por su soberbia, fue arrojado de aquel sitial, así Francisco, por su humildad, merecerá ser ensalzado y sentarse allí». Cómo se hizo conducir desnudo
ante el pueblo 61. Al tiempo en que iba convaleciendo de una grave enfermedad, le pareció que se había regalado un tanto durante dicha enfermedad, aunque fue muy poco lo que había comido. Y, levantándose un día, sin que todavía le hubiera dejado la fiebre de cuartanas, hizo que se reuniera en la plaza el pueblo de Asís para una predicación. Acabada ésta, les rogó que ninguno se marchara hasta que él viniera de nuevo. Luego entró en la iglesia episcopal de San Rufino con muchos hermanos y con Pedro Cattani, que había sido canónigo en aquella iglesia y era el primer ministro general elegido por el bienaventurado Francisco; y, dirigiéndose al hermano Pedro, le mandó por obediencia que, sin contradecirle, hiciera lo que le iba a exponer. El hermano Pedro le respondió: «Hermano, ni puedo ni debo querer o hacer de mí ni de ti otra cosa que lo que mejor te parezca». Entonces, el bienaventurado Francisco se desnudó de la túnica y le mandó que, atada una cuerda al cuello, lo arrastrara desnudo en presencia del pueblo hasta el lugar en que había predicado. A otro hermano le mandó que tomara un plato lleno de ceniza y subiera al mismo lugar donde había predicado y, cuando hubiera sido conducido hasta ese lugar, le arrojara la ceniza sobre su rostro. Este hermano se resistió a obedecer por la mucha compasión y pena que le daba. Pero el hermano Pedro, tomando la cuerda atada al cuello, tiraba de ella, como se lo había mandado. El hermano Pedro sollozaba profundamente, y los otros hermanos rompieron a llorar con él, transidos de compasión y de pena. Conducido en esta guisa en presencia del pueblo hasta el lugar donde había predicado, habló así: «Vosotros y todos los que, siguiendo mi ejemplo, dejan el mundo y abrazan la religión y vida de los hermanos, pensáis que soy un santo; pero confieso ante Dios y ante vosotros que en esta enfermedad he comido carne y caldo condimentado con carne». Casi todos comenzaron a sollozar por la compasión y pena que les daba; sobre todo, porque era tiempo de invierno, y el frío era muy intenso y todavía no le había desaparecido la fiebre de las cuartanas. Y, golpeándose el pecho, se acusaban a sí mismos, diciendo: «Si este santo, cuya vida sabemos que es santa y a quien vemos vivo en una carne ya casi muerta por el exceso de abstinencias y por la austeridad que ha mantenido respecto del cuerpo desde el comienzo de su conversión a Cristo, se acusa con un gesto corporal de tanta humildad de un caso de clara y justa necesidad, ¿qué haremos nosotros, infelices, que durante toda nuestra vida hemos vivido y seguimos viviendo según las apetencias de la carne?» Quería que todos conociesen
62. Asimismo, en otra ocasión, en un eremitorio (1) había tomado alimentos condimentados con tocino en la cuaresma de San Martín (2) a causa de sus enfermedades, para las cuales era nocivo el aceite. Acabada la cuaresma, al predicar a un numeroso concurso de fieles, sus primeras palabras fueron éstas: «Vosotros habéis venido a mí con gran devoción, pensando que soy un varón santo; pero tengo que confesar ante Dios y ante vosotros que en esta cuaresma he tomado alimento condimentado con tocino». Y casi siempre que comía en casas de seglares o los hermanos le proporcionaban algún alivio corporal por sus enfermedades, luego lo manifestaba claramente en casa o fuera de ella delante de los hermanos y de los seglares que no lo sabían, diciendo: «Tales alimentos he tomado». No quería ocultar a los hombres lo que estaba de manifiesto ante el Señor. Asimismo, dondequiera y ante cualesquiera religiosos y seglares, si su espíritu se sentía tentado hacia la soberbia o vanagloria o a cualquiera otra pasión, al punto lo confesaba ante ellos claramente y sin tapujos. Una vez dijo a sus compañeros: «En los eremitorios y otros lugares donde more quiero vivir de tal manera como si todos los hombres me mirasen. Pues, si me juzgan por hombre santo y no llevo vida de tal, sería un hipócrita». Debido a su enfermedad del bazo y a enfriamientos del estómago, uno de los compañeros que era guardián quiso coserle, por la parte interior de la túnica, un pedazo de piel de raposa para abrigo del bazo y del estómago, porque entonces hacía mucho frío. Pero el bienaventurado Francisco respondió: «Si quieres que lleve cosida bajo el hábito la piel de raposa, has de coserme por la parte de fuera otro pedazo de la misma piel, para que sepan todos lo que llevo por dentro». Así lo hicieron, pero muy poco tiempo llevó cosida la piel, a pesar de que le era necesaria. Cómo se acusó de la
vanagloria 63. Yendo por la ciudad de Asís, se le acercó una pobre viejecita y le pidió limosna por amor de Dios. Al instante le dio el manto que llevaba a la espalda. E inmediatamente, sin tardanza, confesó también ante los que le seguían que había tenido vanagloria en ello. Nosotros que hemos convivido con él hemos visto y oído otros muchos ejemplos parecidos de su profunda humildad, que no podemos explicar ni de palabra ni por escrito. El bienaventurado Francisco puso su principal y mayor empeño en no ser hipócrita ante Dios. Aunque por sus enfermedades necesitaba muchas veces mejor alimentación, como se consideraba obligado a dar siempre buen ejemplo a sus hermanos y a los demás, sufría pacientemente toda indigencia por quitar a todos toda ocasión de murmuración. Cómo describió el estado de la perfecta humildad en sí mismo 64. Al acercarse la celebración de un capítulo (cf. LP 109), el bienaventurado Francisco dijo a su compañero: «No me parece que soy hermano menor si no tengo las disposiciones que te diré: suponte que los hermanos me invitan al capítulo con gran reverencia y devoción; llevado de este afecto, me reúno en el capítulo con ellos. Y, una vez reunidos, me instan a que les anuncie la palabra de Dios y les predique. Yo, poniéndome en pie, les dirijo la palabra según me inspire el Espíritu Santo. Luego, acabada la predicación, supongamos que todos gritan contra mí: "No queremos que tengas mando sobre nosotros, pues no tienes la elocuencia conveniente; eres, en cambio, demasiado simple e ignorante, y nos avergonzamos de tener por prelado a un hombre tan simple y despreciable. Así que no te llames en adelante prelado nuestro". Y, con esto, me echan entre vituperios y denuestos. Pues mira, yo te digo que no me parecería ser hermano menor si no me gozo en igual forma cuando me desprecian y rechazan afrentosamente diciendo que no quieren tenerme por prelado, como cuando me enaltecen y honran, siempre supuesto que en un caso y en otro quedan igualmente a salvo el provecho y utilidad de los hermanos. Pues si, cuando me enaltecen y honran, me alegro por su bien y devoción, aunque pueda haber peligro para mi alma, mucho más debo alegrarme por el bien y la salvación de mi alma cuando me vituperan, puesto que en esto hay ganancia cierta del alma». Cómo quiso, por humildad, ir a
regiones lejanas, 65. Acabada la celebración del capítulo, en el que muchos hermanos fueron enviados a regiones ultramarinas (3), el bienaventurado Francisco se quedó con algunos hermanos y les dijo: «Queridos hermanos, yo debo ser forma y ejemplo para todos los hermanos. Si yo los he enviado a tierras lejanas, donde tendrán que pasar por trabajos y afrentas, por hambre y sed y otras muchas calamidades, es muy justo, y lo reclama la santa humildad, que yo vaya también a alguna provincia lejana. Así, los hermanos, oyendo que yo soporto las mismas contrariedades que ellos, las sobrellevarán con más paciencia. »Id, pues, y rogad al Señor que me dé a conocer la provincia que sea para su mayor gloria, bien de las almas y buen ejemplo de nuestra Religión». Cuando el santísimo Padre quería ir a alguna provincia, tenía por costumbre orar antes al Señor, y pedir a sus hermanos que rogaran también, para que dirigiera su corazón hacia el lugar de su mayor agrado. Los hermanos se fueron a orar, y, acabada la oración, se volvieron a él. Al verlos, les dijo radiante de alegría: «En nombre de nuestro Señor Jesucristo, y de su gloriosa madre la Virgen María, y de todos los santos, elijo la provincia de Francia, porque la gente es allí católica y, sobre todo, porque tiene una gran reverencia al santísimo cuerpo de Cristo (cf 2 Cel 201 n. 8); esto me es sumamente grato, y por eso viviré con ellos de muy buen grado». Tenía el bienaventurado Francisco tanta devoción y veneración al santísimo cuerpo de Cristo, que quiso que en la Regla se dijese que los hermanos, en cualquier provincia en que vivieran, tuvieran para el misterio sumo cuidado y solicitud y que exhortaran a clérigos y sacerdotes a que guardaran el cuerpo de Cristo en lugares buenos y decentes; y que, si éstos lo descuidaban, lo hicieran los hermanos. Quiso también que se escribiera en la Regla que, dondequiera que los hermanos encontraran los nombres del Señor y las palabras por las que se confecciona el cuerpo de Cristo en lugares indecorosos o menos decentes, los recogieran y los guardaran reverentemente, honrando así al Señor en sus palabras. Y, aunque no llegó a escribir esto en la Regla, porque a los ministros no les parecía bien que los hermanos lo tuvieran como precepto, sin embargo, en su Testamento(vv. 11-13) y en otros escritos dejó claramente consignada su voluntad acerca de este punto. Es más: en cierta ocasión quiso enviar a algunos hermanos por todas las provincias con abundantes copones, hermosos y limpios, para que, si en algunos lugares encontraren el santísimo cuerpo de Cristo reservado con indecencia, lo depositaran con todo el honor en los nuevos copones. Asimismo, quiso enviar también a otros hermanos por todas las provincias con buenos y hermosos moldes de hierro para hacer hostias limpias y perfectas. Cuando el bienaventurado Francisco eligió a los hermanos que quería enviar, les dijo: «En el nombre del Señor, id de dos en dos por el camino con humildad y dignidad, y, sobre todo, en riguroso silencio desde la mañana hasta pasada la hora de tercia, orando al Señor en vuestros corazones y sin que salgan de vuestra boca palabras ociosas e inútiles. Aunque vayáis de viaje, sea vuestro hablar tan humilde y mirado como si estuvieseis en el eremitorio o en la celda. Porque, dondequiera que estemos o caminemos, tenemos la celda con nosotros, ya que el hermano cuerpo es nuestra celda y el alma es el ermitaño que vive dentro de ella para orar al Señor y meditar en Él. Por eso, si el alma no tiene reposo en su celda corporal, de nada le servirá al religioso la celda fabricada por mano de hombre». En un viaje a Florencia encontró allí al señor Hugolino (cf. LP 108 n. 3), obispo de Ostia, que fue después el papa Gregorio IX. Como le manifestara el bienaventurado Francisco que pensaba ir a Francia, se opuso, diciéndole: «Hermano, no quiero que vayas a provincias ultramontanas, porque hay prelados que impedirán el bien de tu Religión en la curia romana. Yo y otros cardenales conmigo, que la amamos, de buen grado la protegeremos y le prestaremos nuestra ayuda si os quedáis en los contornos de esta provincia». El bienaventurado Francisco le hizo esta observación: «Señor, es para mí de mucha vergüenza que, habiendo enviado a otros hermanos a provincias lejanas, yo me quede en estas provincias y no pueda participar de las contrariedades que ellos han de soportar por el Señor». El señor obispo le contestó como reconviniéndole: «¿Y por qué has enviado tan lejos a tus hermanos a morir de hambre y a tener que soportar otras tribulaciones?» El bienaventurado Francisco, con gran fervor y con espíritu profético, respondió: «Señor, ¿creéis que el Señor ha suscitado esta familia para que envíe hermanos solamente a estas provincias? Os digo en verdad que el Señor ha elegido y enviado a los hermanos por el bien y salvación de las almas de todos los hombres del mundo; y no solamente serán recibidos en tierras de cristianos, sino también de paganos; y ganarán muchas almas». El señor obispo de Ostia quedó admirado de tales palabras y convencido de que decía verdad. Al no permitirle salir para Francia, el bienaventurado Francisco envió para allí al hermano Pacífico con otros muchos hermanos. Él volvió al valle de Espoleto. Cómo enseñó a
algunos hermanos 66. Había un eremitorio de los hermanos parte arriba de Borgo San Sepolcro (cf. LP 115), y unos bandoleros que se ocultaban en los bosques y se dedicaban a robar a los transeúntes venían a veces a él en busca de pan. Algunos hermanos decían que no estaba bien darles limosna, y otros se la daban por compasión, exhortándolos a la penitencia. Entre tanto, el bienaventurado Francisco vino allí, y le preguntaron los hermanos si estaba bien darles limosna. El bienaventurado Francisco les dio la lección: «Si hiciereis lo que os dijere, tengo confianza en el Señor de que ganaríais sus almas. Mirad: haceos con buen pan y buen vino y llevádselo al bosque donde viven; y gritad, diciendo: "Hermanos ladrones, venid hasta nosotros, pues somos hermanos y os traemos buen pan y mejor vino". Ellos vendrán al instante. Vosotros entonces extended un mantel en el suelo y colocad sobre él el pan y el vino, y servidles con humildad y alegría mientras comen. Después de la comida les comunicaréis algo de la palabra del Señor y, finalmente, les haréis, por el amor de Dios, una primera petición: que os prometan que no maltratarán ni harán mal a ninguna persona. Porque, si les pidieseis todo de una vez, no os harían caso; pero ellos, en atención a vuestra humildad y caridad, os lo prometerán. Otro día, como recompensa a su promesa, les llevaréis, con el pan y el vino, huevos y queso, y les serviréis mientras comen. Después de la comida les diréis: "¿Por qué estáis por aquí todo el día muriéndoos de hambre y soportando tantas adversidades? Además, cometéis tantos males de deseo y de obra, que vais a perder vuestras almas si no os convertís al Señor. Mejor es que empleéis vuestras fuerzas en el servicio del Señor, y Él os dará en este mundo lo necesario para el cuerpo y, finalmente, salvará vuestras almas". Entonces, el Señor les inspirará que se conviertan en virtud de la humildad y caridad que les habéis demostrado». Los hermanos lo hicieron tal como les había ordenado el bienaventurado Francisco, y los ladrones, por la gracia y misericordia de Dios, escucharon y cumplieron literal y puntualmente cuanto los hermanos les pidieron con tanta humildad. Es más: por la humildad y afabilidad con que los hermanos los habían tratado, comenzaron ellos también a servir humildemente a los hermanos, llevando sobre sus hombros haces de leña al eremitorio; y algunos, por fin, entraron en la Religión. Otros, habiendo confesado sus pecados, hicieron penitencia de su mala vida y prometieron en manos de los hermanos que en adelante querían vivir del trabajo de sus manos y que no volverían a las andadas. Cómo, a causa de los azotes
propinados por los demonios, 67. El bienaventurado Francisco fue en una ocasión a Roma a visitar al señor cardenal de Ostia (4). Y, habiendo permanecido algunos días con él, visitó también al señor cardenal León, que le era muy devoto (cf. 2 Cel 119 n. 1). Como era entonces invierno y el tiempo era molestísimo para caminar por el frío, viento y lluvias, le rogó que se quedara en su casa unos días y comiera en lugar de un pobre de los que todos los días comían en ella. Le habló así porque el bienaventurado Francisco quería siempre ser recibido como un pobrecillo dondequiera que fuera hospedado, aunque el señor papa y los cardenales lo recibían con la mayor devoción y reverencia y lo veneraban como santo. Y añadió: «Pondré a tu disposición una buena casa apartada, donde podrás dedicarte a la oración y hacer tus comidas, si quieres». Entonces, el hermano Ángel Tancredi (cf. LP 7 n. 5), uno de los doce primeros compañeros, que moraba con el mencionado cardenal, dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, hay aquí una torre muy espaciosa y apartada, donde podrás estar como en un eremitorio» (5). El bienaventurado Francisco salió a verla y le agradó. De vuelta a la casa del señor cardenal, le dijo: «Señor, tal vez me quede en vuestra casa algunos días». El señor cardenal se alegró mucho. El hermano Ángel salió para la torre y preparó en ella un lugar para el bienaventurado Francisco y su compañero. Y porque Francisco no quería bajar de aquel lugar mientras fuera huésped del señor cardenal, ni quería tampoco que nadie lo visitara, mandó al hermano Ángel que todos los días trajera la comida para él y su compañero. Cuando llegó allí el bienaventurado Francisco con su compañero y se retiró la primera noche a descansar, sucedió que vino un escuadrón de demonios y lo azotaron cruelmente. Llamando a su compañero, le dijo: «Hermano, me han azotado cruelmente los demonios. Quiero que te quedes cerca de mí, porque tengo miedo de estar solo». El compañero se quedó haciendo compañía al Santo toda aquella noche, porque el bienaventurado Francisco temblaba todo él, como un hombre acometido de la fiebre; los dos estuvieron en vela toda la noche. Entre tanto, confiaba el bienaventurado Francisco a su compañero: «¿Por qué me habrán azotado así los demonios y con qué designios les habrá dado poder el Señor para hacerme daño?» Y continuó: «Los demonios son los verdugos mandados por nuestro Señor: como la autoridad envía su verdugo para castigar al que peca, así el Señor, por medio de sus verdugos -esto es, por los demonios, que en esto son sus ministros-, corrige y castiga a quienes ama. Porque muchas veces aun el buen religioso peca por ignorancia, y, cuando no conoce su falta, es castigado por el diablo, para que interior y exteriormente se examine en qué ha faltado. Dios no deja nada impune en esta vida a quienes ama con un amor tierno. Yo, por la misericordia y gracia de Dios, no conozco que en algo le haya ofendido y no me haya enmendado por la confesión y la satisfacción. Es más: por su gran misericordia, me ha concedido Dios la gracia de conocer en la oración todo lo que le agrada o desagrada en mí. Pero puede suceder que el Señor me haya castigado ahora por sus verdugos porque, si bien el señor cardenal me trata con bondad y de buen grado y mi cuerpo tiene necesidad de este descanso, sin embargo, cuando mis hermanos que van por el mundo soportando hambre y otras penurias o viven en eremitorios y casas pobrecitas, se enteren de que yo me hospedo en la casa del señor cardenal, pueden tomar de ello ocasión para murmurar de mí, diciendo: "Mira: nosotros toleramos tantas calamidades y él se permite sus desahogos". Yo estoy obligado a darles siempre buen ejemplo, y para esto les he sido dado. Siempre será de mayor edificación para los hermanos que viva con ellos en lugares muy pobres, que no en otros; y con mayor paciencia sobrellevarán sus tribulaciones si saben que yo paso por las mismas». El sumo y continuo afán de nuestro Padre fue el dar buen ejemplo siempre a todos y quitar a los demás hermanos todo pretexto de murmuración. Y así, fueron tantas y tan grandes las privaciones que, sano o enfermo, padeció, que cuantos tuvieren noticia de ellas -como la tenemos nosotros que vivimos con él hasta el día de la muerte-, cuantas veces las leyeren o recordaren, no podrán contener las lágrimas y soportarán con más paciencia y alegría todas las tribulaciones y necesidades. El bienaventurado Francisco bajó muy de mañana de la torre y fue a ver al señor cardenal y le contó cuanto le había sucedido y lo que había comentado con su compañero. Y añadió: «Creen los hombres que soy hombre santo, pero los demonios me han echado de mi retiro». El señor cardenal disfrutó mucho con él. Mas, por lo mismo que lo tenía por santo y lo veneraba como tal, no osó contradecirle cuando le dijo que no quería quedarse allí. El bienaventurado Francisco se despidió y se volvió al eremitorio de Fonte Colombo, cerca de Rieti. Cómo reprendió a los
hermanos que querían seguir 68. Estaba el bienaventurado Francisco en el capítulo general en Santa María de la Porciúncula llamado de las esteras (cf. Flor 18), porque los hermanos se guarecían en tiendas protegidas de esteras; en él se reunieron cinco mil hermanos. Muchos de los sabios y letrados fueron a hablar con el señor ostiense, que se encontraba allí, y le dijeron: «Señor, querríamos que persuadierais al hermano Francisco a que siguiera el parecer de los hermanos sabios y se dejara guiar de su consejo». Y aludían a la regla de San Benito, de San Agustín y de San Bernardo, que enseñan a vivir ordenadamente de esta y de aquella forma. Cuando el cardenal refirió al bienaventurado Francisco todo esto en forma de advertencia, el Santo no respondió nada; y, tomando de la mano al señor cardenal, lo llevó a donde estaban los hermanos reunidos en capítulo, y, con gran fervor y movido por la virtud del Espíritu Santo, les habló así: «Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos (EP 67), os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado». El cardenal quedó estupefacto y no respondió nada. Todos los hermanos quedaron sobrecogidos de temor. Cómo supo y predijo que la
ciencia 69. Le dolía mucho al bienaventurado Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y decía: «Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y a rincones ocultos». No hablaba así porque le desagradara el estudio de la Sagrada Escritura, sino por apartar a todos del superfluo afán de saber. Quería que fueran virtuosos por la caridad, más bien que sabios por la curiosidad de la ciencia. Presentía con buen olfato que vendrían tiempos, y no muy lejanos, en los que la ciencia que hincha sería ocasión de ruina. Por eso, después de su muerte, se apareció a uno de sus compañeros dedicado con demasía a veces al ejercicio de la predicación y le reprendió y se lo prohibió. En cambio, le mandó que se esforzara en avanzar por el camino de la humildad y simplicidad. En el tiempo de la futura
tribulación, 70. Decía el bienaventurado Francisco: «Vendrán tiempos en que esta Religión amada de Dios, por los malos ejemplos de los hermanos, perderá su fama, de suerte que sus miembros tengan vergüenza de salir en público. Mas los que en este tiempo vinieren a tomar el hábito de la Orden, lo harán movidos tan sólo por el Espíritu Santo; la carne y la sangre no dejarán en ellos mancha ninguna, y serán en verdad benditos del Señor. Y como en éstos no habrá aún obras meritorias, al languidecer el ambiente de caridad, que es la que mueve a los santos a obrar con fervor, les sobrevendrán tentaciones enormes. Y los que en ese tiempo hubieren salido victoriosos de la prueba, serán mejores que sus antecesores. »Pero ¡ay de aquellos que, halagados de su vana y aparente vida religiosa y confiando en su sabiduría y ciencia, fueren encontrados ociosos, es decir, sin ejercitarse en obras virtuosas en el camino de la cruz y de la penitencia y en la pura observancia del Evangelio, que están obligados a guardar con pureza y sencillez en fuerza de su profesión! A los tales les faltará la constancia para resistir a las tentaciones que el Señor permite para prueba de los elegidos. Mas todos los que, probados, salieren victoriosos de la prueba, recibirán la corona de la vida, para cuya consecución les ejercita entre tanto la malicia de los réprobos». Cómo respondió a un
compañero que le preguntó 71. Un compañero dijo una vez al bienaventurado Francisco: «Padre, perdóname que me atreva a decirte lo que muchos vienen observando. Sabes bien que antes, por la gracia de Dios, toda la Religión florecía vigorosa en perfección; cómo todos los hermanos guardaban en todo la santa pobreza con gran fervor y empeño: en cuanto a los edificios, pequeños y muy pobres; en cuanto a los utensilios; en cuanto a los libros, de poca importancia y pobres; en cuanto al vestido; y en esto como en todas las demás cosas exteriores tenían un mismo deseo y fervor en su voluntad de guardar todo lo concerniente a nuestra vocación y profesión y al buen ejemplo de todos; y, cual varones en verdad apostólicos y evangélicos, eran también unánimes en el amor de Dios y del prójimo. »De un tiempo a esta parte, esta pureza y perfección han comenzado a deteriorarse de formas distintas, a pesar de que haya muchos que excusen a los hermanos alegando su crecido número, y digan que por esto no se pueden guardar todas estas cosas; han llegado incluso a tanta ceguera, que piensan que el pueblo queda más edificado y convertido a mayor devoción con los usos actuales que con los primitivos. Y les parece que de esta forma viven más ajustadamente a la vocación, y desprecian, negándole todo valor, el camino de la santa sencillez y pobreza, que fue el comienzo y fundamento de nuestra Religión. Pensando todo esto, creemos firmemente que también te desagrada a ti, y estamos muy admirados de cómo lo toleras y no lo corriges si en verdad te disgusta». El bienaventurado Francisco respondió y dijo: «El Señor te perdone, hermano, por querer ser mi adversario y enemigo y enredarme en cosas que no pertenecen a mi cargo. Mientras tuve el oficio de prelado de los hermanos y ellos perseveraron en su vocación y profesión -aunque desde los días de mi conversión fui siempre enfermizo-, a poco que me preocupaba, les satisfacía con mi ejemplo y mis exhortaciones. Después he visto que, multiplicando el Señor el número de hermanos, éstos, por su tibieza y falta de espíritu, empezaron a apartarse del camino recto y seguro por el que acostumbraban andar, y, sin prestar atención a su vocación y profesión ni al buen ejemplo, tiraron por el camino ancho que conduce a la muerte; no quisieron cortar ese camino peligroso que aboca a la muerte, a pesar de mi predicación, mis exhortaciones y el buen ejemplo que continuamente les daba. Por eso, dejé en manos del Señor y de los ministros la prelacía y el gobierno de la Religión. Y aunque, al renunciar al oficio de prelado, me excusé ante los hermanos en capítulo general diciendo que por mis enfermedades no podía cuidarme de ellos, sin embargo, si hubiesen querido conducirse como yo deseaba, para su consuelo y utilidad hoy no querría que hasta mi muerte hubieran tenido otro ministro que yo. Pues desde el momento en que el súbdito bueno y fiel conoce y cumple la voluntad de su prelado, poca atención y cuidado se requiere en el prelado. Es más: yo me gozaría tanto en la virtud de los hermanos mirando a su bien y al mío, que, aunque yaciere enfermo en cama, no me gravaría el atenderles, porque mi oficio, esto es, la prelacía, es sólo espiritual, dirigido a domar los vicios, corregirlos espiritualmente y enmendarlos. Pero después que no puedo corregirlos ni enmendarlos con la predicación, amonestación y buen ejemplo, no quiero constituirme en verdugo que castigue y flagele, como las autoridades de este mundo. »Yo espero del Señor que los enemigos invisibles, que son los ministros de que se vale para infligir castigos en este mundo y en el otro, aún tomarán venganza de los que quebrantan los mandamientos de Dios y el voto de su profesión, y harán que sean corregidos por los hombres de este mundo para deshonra y vergüenza de ellos, y que, así confundidos, retornen a su vocación y profesión. »Mas, a pesar de todo, yo no cesaré, hasta el día de mi muerte, de enseñar a los hermanos, por lo menos con el ejemplo y buena conducta, a que anden por el camino que Dios me ha mostrado y yo les he enseñado de palabra y con el ejemplo, para que no tengan excusa delante del Señor y yo no esté en adelante obligado a darle a Dios cuenta de sus almas». Interpolación (6) El hermano León, compañero y confesor del bienaventurado Francisco, escribió las siguientes palabras al hermano Conrado de Offida (7), diciéndole que las había escuchado de boca del bienaventurado Francisco. El hermano Conrado las refirió en San Damián, junto a Asís. San Francisco estaba en oración tras la tribuna de la iglesia de Santa María de los Ángeles con las manos levantadas en alto y suplicaba a Cristo que tuviera misericordia del pueblo por las muchas tribulaciones que iban a sobrevenirle. Y le anunció el Señor: «Francisco, si quieres que tenga compasión del pueblo cristiano, haz que tu Orden permanezca en el estado en que ha sido constituida, porque no me queda otra cosa en el mundo. Y yo te prometo que, por amor a ti y a tu Orden, no permitiré que descargue sobre el mundo ninguna tormenta de tribulaciones. Pero te digo que los hermanos se apartarán del camino en que los puse y suscitarán de tal suerte mi ira, que me levantaré contra ellos y llamaré a los demonios y les daré todo el poder que quieran; y armarán tal escándalo entre ellos y el mundo, que no habrá ninguno que pueda llevar tu hábito, si no es en la espesura de los bosques. Y, cuando el mundo pierda la fe de tu Orden, no quedará otro foco de luz, porque yo los he puesto por luz del mundo». Y San Francisco respondió: «¿Y de qué vivirán mis hermanos que morarán en los bosques?» Y Cristo le dijo: «Yo los alimentaré, como alimenté a los hijos de Israel con el maná en el desierto, porque ellos serán buenos, y entonces volverán al primitivo estado en que la Orden fue fundada y tuvo su origen». Cómo, por las oraciones y
lágrimas 72. No quería el santísimo Padre que sus hermanos fueran ávidos de ciencia y de libros, sino que quería y les exhortaba a que pusieran todo su afán en cimentarse sobre la santa humildad y en imitar la pura sencillez, la santa oración y la dama Pobreza; sobre ellas edificaron los primeros y santos hermanos. Decía que es éste el único camino seguro para la propia salvación y para la edificación espiritual del prójimo, porque Cristo, a cuya imitación hemos sido llamados, este solo camino nos ha mostrado y enseñado de palabra a la par que con su ejemplo. El mismo bienaventurado Padre, mirando al porvenir, conoció por virtud del Espíritu Santo, y se lo decía muchas veces a los hermanos, que muchos de ellos, con pretexto de edificación de otros, abandonarían su vocación, es decir, la santa humildad, la pura sencillez, la oración y devoción y nuestra dama la Pobreza. Y les sucederá que, cuando se creían estar más llenos de devoción, más encendidos en el amor de Dios y más iluminados en su conocimiento por la inteligencia de la Sagrada Escritura, entonces precisamente se verán invadidos de la tibieza y vacíos de espíritu, y se sentirán sin fuerzas para retornar a su primitiva vocación, pues perdieron, en afanes vanos y falsos, el tiempo de vivir conforme a su vocación. Por eso, temo que se les quite aquello que les parecía tener, porque menospreciaron en absoluto lo que de hecho se les había dado, esto es, conservar su vocación y vivirla. Y añadía: «Hay muchos hermanos que ponen todo su afán y todo su cuidado en adquirir ciencia al margen de su santa vocación, y andan errantes con el alma y con el cuerpo fuera del camino de la humildad y de la santa oración. Y cuando predican al pueblo y ven que se ha producido alguna edificación y que algunos se han convertido a la penitencia, se envanecen y enorgullecen de la obra y ganancia ajena, como si fuera suya, siendo así que predicaron para su propio perjuicio y condenación, y nada en verdad han obrado por sí mismos, sino como meros instrumentos de aquellos a través de los cuales el Señor ha producido tales frutos. Pues los que se piensa que son edificados y convertidos a la penitencia por obra de su ciencia y predicación, los edifica y convierte el Señor por las oraciones y gemidos de los santos, pobres, humildes y sencillos hermanos, a pesar de que estos santos hermanos, como ocurre muchísimas veces, lo desconozcan. Y Dios quiere que lo ignoren para que no les muerda la pasión de la soberbia. »Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda, que viven ocultos en los desiertos y en lugares apartados con el fin de dedicarse con más ahínco a la oración y meditación, que lloran los pecados propios y ajenos, que viven con humildad y sencillez; cuya santidad Dios conoce, pero es a veces ignorada por los hermanos y por los hombres. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles ante el Señor, entonces les mostrará el Señor el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, multitud de almas que se han salvado por sus ejemplos, oraciones y lágrimas, y merecerán escuchar: "Mirad, amados hijos míos, que tantas y tales almas se han salvado por vuestras oraciones, lágrimas y ejemplos; y: Porque habéis sido fieles en lo poco, os constituiré sobre lo mucho (Mt 25,21). Otros han trabajado y predicado con discursos de su propia sabiduría y ciencia, y yo, por vuestros merecimientos, he producido el fruto de la salvación. Recibid, pues, la recompensa del trabajo de ellos y el fruto de vuestros méritos, el reino de los cielos que habéis conquistado con la violencia de vuestra humildad y sencillez, de vuestras oraciones y lágrimas". »Así, éstos, llevando sus gavillas (Sal 125,6), esto es, el fruto y los méritos de su santa humildad y sencillez, entrarán en el gozo del Señor con alegría y regocijo. »Pero los otros que no se han afanado sino por adquirir conocimientos y mostrar a los demás el camino de la salvación, sin obrar nada para sí, se presentarán ante el tribunal de Cristo desnudos y con las manos vacías, sin llevar otras gavillas que las de su propia confusión, vergüenza y amargura. »Entonces, la verdad de la santa humildad y sencillez, de la santa oración y pobreza, que es nuestra vocación, será ensalzada, y glorificada, y engrandecida; verdad que ellos, hinchados por el viento de su ciencia, vilipendiaron con su vida y con vanos discursos de su sabiduría, afirmando que la verdad era falsedad y persiguiendo, como ciegos, con implacable dureza a los que caminaban en la verdad. Entonces, el error y la falsedad de sus opiniones, que les sirvieron de camino y proclamaron como verdad y que fueron motivo de que muchos cayeran en la hoya de la ceguera, terminarán en dolor, confusión y vergüenza, y ellos, con sus opiniones tenebrosas, serán lanzados a las tinieblas exteriores a hacer compañía a los espíritus de las tinieblas». Por eso, el bienaventurado Francisco repetía este texto de la Sagrada Escritura: Parió la estéril siete hijos y se marchitó la que muchos tenía (1 Sam 2,5); y lo comentaba así: «La estéril es el buen religioso, sencillo y humilde, pobre y despreciado, vil y humillado, que por sus santas oraciones y virtudes sirve constantemente de edificación a los demás y los da a luz con gemidos dolorosos». Estas palabras las repetía con frecuencia delante de los ministros y de otros hermanos; sobre todo, en capítulo general. Quería y enseñaba que
los prelados y predicadores 73. El fiel siervo y perfecto imitador de Cristo, Francisco, sintiéndose transformado en Cristo principalmente por la virtud de la santa humildad, la deseaba, entre todas las virtudes, en sus hermanos, y les exhortaba incesantemente, de palabra y con el ejemplo y con paternal amor, a que la amaran, desearan, adquirieran y conservaran; y particularmente amonestaba e impulsaba a los ministros y predicadores a que practicaran obras de humildad. Decía que por el oficio de la prelacía y el cargo de predicar no debían abandonar la santa y devota oración, ni el ir a pedir limosna, ni el ocuparse a veces en trabajos manuales, ni el hacer otras obras de humildad como los demás hermanos, por el buen ejemplo y por el bien de sus almas y del prójimo. Y añadía: «Los hermanos súbditos quedan altamente edificados cuando ven que los ministros y los predicadores se dedican de buen grado a la oración y se abajan a realizar obras de humildad y servicios oscuros. De otra manera, no pueden, sin propia confusión y sin peligro de condenarse, amonestar en esto a los demás hermanos. Es necesario, a imitación de Cristo, obrar antes que enseñar, y obrar a la par que enseñar». Cómo, para humillación suya, enseñó a los hermanosa conocer cuándo era siervo de Dios y cuándo no 74. Una vez (cf. 2 Cel 159) reunió el bienaventurado Francisco a muchos hermanos y les dijo: «He suplicado al Señor que se digne manifestarme cuándo soy su siervo y cuándo no. Pues no querría otra cosa que ser su siervo. Y el Señor, benignísimo, se ha dignado responderme: "Conocerás que eres en verdad mi siervo si piensas, hablas y obras santamente". Os he reunido, hermanos, y os he confesado esto para que, cuando veáis que falto en todo o en algo de lo que he dicho, pueda avergonzarme ante vosotros». Quiso decididamente que todos los
hermanos 75. Decía que los indolentes, que no se dedican con humildad y familiarmente a alguna ocupación, pronto serán vomitados de la boca de Dios (Ap 3,16). No podía comparecer ante él ningún ocioso sin que lo zahiriera al momento mordazmente. Y él, modelo de toda perfección, trabajaba humildemente con sus manos, no permitiéndose desperdiciar nada del precioso don del tiempo. Y decía: «Quiero que todos los hermanos trabajen y se ejerciten humildemente en obras buenas, para que seamos menos gravosos a los hombres y para que ni la lengua ni el corazón anden vagabundos en alas de la ociosidad; y los que no saben trabajar, que aprendan» (8). Y afirmaba que la ganancia o la recompensa por el trabajo no pertenecen al que ha trabajado, sino que han de dejarse al arbitrio del guardián o de la familia. * * * * * Notas: 1) Tomás de Celano precisa el eremitorio de Poggio Bustone, al norte de Rieti (2 Cel 131). Algunos señalan la fecha del invierno de 1220-21. 2) Cf. 1 R 3,11; 2 R 3,5. 3) El capítulo de 1217, celebrado en Pentecostés, 14 de mayo. 4) Se trata del cardenal Hugolino. Sabatier opina que se puede situar la fecha en el invierno de 1223-24. 5) En la Roma medieval había numerosas torres donde podían refugiarse los de una parte u otra en tiempos de revueltas, que eran frecuentes. 6) Pasaje introducido posteriormente sin epígrafe. 7) El Beato Conrado de Offida ingresó en la Orden, a la edad de catorce años, en 1255; renunció voluntariamente a los estudios para dedicarse a los menesteres más humildes. Conoció a algunos compañeros de San Francisco, señaladamente al hermano León, y recogió de él muchos episodios y narraciones, que transmitió con más o menos exactitud. 8) Cf. Test 20-21; 1 R 7; 2 R 5. |
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