DIRECTORIO FRANCISCANO
Fuentes biográficas franciscanas

Leyenda de Perusa, 86-104


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Cauterización de Francisco en Fonte Colombo

86. El tiempo favorable para el tratamiento de los ojos se aproximaba (1). El bienaventurado Francisco, aunque sufría mucho de los ojos, dejó aquel lugar y se puso en camino. Llevaba la cabeza cubierta con un capuchón que le habían confeccionado los hermanos; y, como no podía soportar la claridad del día por los insufribles dolores provenientes de la enfermedad de los ojos, tapaba sus ojos con una venda de lana y lino cosida al capuchón. Sus compañeros le condujeron en una cabalgadura al eremitorio de Fonte Colombo, cerca de Rieti, para consultar con un médico de esta villa, especialista de los ojos.

Vino éste a visitar al bienaventurado Francisco y le dijo que era necesario cauterizar la parte superior de la mejilla hasta el entrecejo del ojo que estaba más afectado por el mal. Pero el bienaventurado Francisco no quiso que empezara el tratamiento hasta que llegara el hermano Elías (2).

Esperó algún tiempo; pero como no llegaba, retenido por toda suerte de impedimentos, Francisco dudaba si someterse al tratamiento; pero, obligado por la necesidad, y, más que nada, por obediencia al señor obispo de Ostia y al ministro general, se decidió a obedecerles; como le resultaba muy gravoso el cuidarse de sí mismo de esta manera, por eso quería que interviniera su ministro.

Más tarde, una noche que los dolores no le dejaban dormir, piadosamente y compadecido de sí mismo, dijo a sus compañeros: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os moleste ni os pese el tener que ocuparos en mi enfermedad. El Señor os dará por mí, su siervecillo, en este mundo y en el otro, el fruto de las obras que no podéis realizar por vuestras atenciones y por mi enfermedad; obtenéis incluso una recompensa más grande que aquellos que prestan sus servicios y cuidados a toda la Religión y a la vida de los hermanos. Debíais decirme: "Contigo haremos nuestros gastos y por ti será el Señor nuestro deudor"».

Hablaba así el santo Padre para alentar y sostener su pusilanimidad de espíritu y su debilidad, no fuera que, tentados por todo aquello, dijeran alguna vez: «Ni podemos orar ni tampoco tolerar tanto trabajo». Quería prevenirles contra la tristeza y el desaliento, que les llevarían a perder el mérito de sus trabajos.

Un día vino el médico provisto de un hierro con que solía cauterizar en casos de enfermedad de los ojos. Mandó hacer fuego para calentarlo; encendido el fuego, puso en él el hierro. El bienaventurado Francisco, para reconfortar su ánimo y apartar todo temor, dijo al fuego: «Hermano mío fuego, el Señor te ha creado noble y útil entre todas las criaturas. Sé cortés conmigo en esta hora, ya que siempre te he amado y continuaré amándote por el amor del Señor que te creó. Pido a nuestro Creador que aminore tu ardor para que yo pueda soportarlo». Terminada la súplica, hizo la señal de la cruz sobre el fuego.

Nosotros que estábamos con él, nos retiramos por el amor que le teníamos y la compasión que nos producía; sólo el médico quedó con él. Cuando el médico concluyó su trabajo, volvimos a él y nos dijo: «¡Cobardes! ¡Hombres de poca fe! ¿Por qué habéis huido? En verdad os digo que no he sentido dolor alguno, ni siquiera el calor del fuego; y si esto no está bien quemado, que lo queme mejor».

El médico, al ver que ni siquiera se había movido, consideró esto como un gran milagro y dijo: «Os digo, humanos míos, con la experiencia que tengo, que temería pudiera soportar semejante quemadura no sólo uno que es débil y enfermo, sino el que sea fuerte y sano de cuerpo». La quemadura era muy extensa: iba desde la oreja hasta el entrecejo, pues durante muchos años, día y noche, le lagrimeaban los ojos. Por eso, a juicio del médico, era necesario abrir todas las venas, aunque, en opinión de otros médicos, la operación era completamente inconveniente. Y así fue, pues de nada le aprovechó. También otro médico le perforó las dos orejas, sin resultado alguno positivo.

No nos debe asombrar que el fuego y las demás criaturas se mostraran algunas veces atentas con él. Pues, como pudimos comprobarlo nosotros que estuvimos con él, con tan gran sentimiento de caridad las amaba y veneraba y de tal manera gozaba con ellas y con tanto cariño y simpatía las quería, que se turbaba cuando alguien no las trataba con delicadeza. Les hablaba con gran alegría interior y exterior, como si ellas tuvieran conocimiento de Dios, como si entendieran y hablaran. Con frecuencia, en esos coloquios quedaba arrebatado en la contemplación de Dios.

Sentándose un día junto al fuego, sin que se diera cuenta, el fuego prendió en sus paños de lino en la parte que cubría su pierna. Sintió el calor del fuego; mas cuando uno de sus compañeros, que se dio cuenta que se le quemaban las ropas, corrió a apagárselas, le dijo: «No, mi querido hermano, no hagas mal a nuestro hermano fuego». Y no le permitió apagarlo. Entonces, el otro corrió a donde el hermano que era el guardián y le trajo consigo. Y así, aunque contra la voluntad de Francisco, apagó sus vestidos.

Tampoco le gustaba que se apagaran las velas, las lámparas o el fuego, como suele hacerse cuando es necesario: tanta era la ternura y piedad que sentía por el fuego.

Ni quería que el hermano arrojara, como se hace muchas veces, las brasas o tizones, sino que los dejara delicadamente extendidos sobre la tierra, por respeto de Aquel de quien es criatura.

No quiere servirse de una piel
que había sustraído al fuego

87. Durante una cuaresma que pasó en el monte Alverna, aconteció un día que su compañero prendió el fuego para la hora de la comida en la celda donde solía comer. Luego se dirigió a la celda que el bienaventurado Francisco empleaba habitualmente para su oración y descanso, a fin de leerle el evangelio de la misa del día. El bienaventurado Francisco, en efecto, cuando no podía acudir a la misa, quería oír el evangelio del día antes de la comida.

Cuando se dirige Francisco para comer a la celda donde el compañero había preparado el fuego, ve que las llamas alcanzan la cumbre de la celda y que está ardiendo. El compañero trata de apagar el incendio como puede; pero él solo nada consigue. El bienaventurado Francisco no quiere ayudarle. Toma una piel con que se cubría de noche y marcha al bosque.

Los hermanos del lugar, aunque estaban lejos de la celda, pues la celda estaba distante del lugar de los hermanos, tan pronto como se dieron cuenta del incendio, vinieron y sofocaron el fuego. El bienaventurado Francisco volvió luego para comer. Después de la comida dijo a su compañero: «No quiero abrigarme en adelante con esta piel, pues he pecado de avaricia al no querer que el hermano fuego la destruyera».

Amor a las criaturas

88. Cuando se lavaba las manos, escogía un lugar donde el agua de las abluciones no fuera luego pisada. Cuando tenía que caminar sobre las piedras, su paso era tímido y respetuoso por amor de aquel que es llamado piedra (1 Cor 10,4).

Si recitaba el pasaje del salmo: Me pusiste en alto sobre la roca (Sal 27,5), por reverencia y devoción lo cambiaba, diciendo: «Bajo los pies de la roca me has levantado».

Al hermano que hacía leña para el fuego le recomendaba que no cortase el árbol entero, sino una parte tan sólo, para que continuara viviendo la planta. Esto mismo mandó a un hermano del lugar donde él residía.

Al hermano que cultivaba el huerto le decía que no dedicara todo el terreno al cultivo de verduras comestibles, sino que reservara parte de él, para que produjera hierba verde y a su tiempo las hermanas flores. Más aún: decía que el hermano hortelano debía tener en algún lugar del huerto un hermoso jardín donde cultivase toda clase de hierbas aromáticas y de plantas de bellas flores, a fin de que en su estación invitasen a la alabanza de Dios a cuantos las contemplasen, porque toda criatura dice y proclama: «Es Dios quien me creó para ti, ¡oh hombre!»

Nosotros que hemos vivido con él hemos podido apreciar cómo hallaba en casi todas las criaturas un motivo de alegría íntima, que se manifestaba exteriormente; cómo las acariciaba y las contemplaba amorosamente como si su espíritu estuviera no en la tierra, sino en el cielo. Y es verdadero y manifiesto que, a causa de los muchos consuelos que había recibido y recibía en las criaturas de Dios, compuso poco antes de su muerte unas Alabanzas del Señor por sus criaturas, para mover los corazones de los que las escuchasen a la alabanza de Dios y a fin de que el Señor fuera alabado por todos en sus criaturas (3).

Desapego y generosidad

89. Por este mismo tiempo, una mujer muy pobre de Machilone (4) vino a Rieti para curar sus ojos. Un día en que el médico visitó al bienaventurado Francisco, le dijo: «Hermano, una mujer que sufre de la vista ha venido a verme; pero es tan pobre, que me creo en la obligación de ayudarle y de pagar sus gastos».

En seguida, el bienaventurado Francisco, movido a compasión por esta mujer, llamó a uno de sus compañeros, que era su guardián, para decirle: «Hermano guardián, tenemos que restituir lo ajeno». «¿De qué se trata, hermano?» «Este manto que recibimos prestado de una mujer muy pobre y que sufre de la vista, es preciso devolvérselo». Le dijo el guardián (5): «Hermano, haz lo que te parezca mejor». El bienaventurado Francisco, lleno de alegría, llamó a uno de sus íntimos, hombre espiritual, y le mandó: «Toma este manto y también doce panes; vete y di a la mujer pobre y enferma que te indicará el médico que la atiende: "Un hombre pobre a quien prestaste este manto te da las gracias por el préstamo que le hiciste; ahora toma lo que es tuyo"».

Fue el hermano y transmitió a la mujer las palabras del bienaventurado Francisco. Ella, creyendo que se le burlaba, replicó tímida y avergonzada: «Déjame en paz; no sé de qué me hablas». El otro puso en manos de la mujer el manto y los doce panes. Viendo la mujer que era verdad lo que decía el hermano, aceptó todo temblorosa, pero radiante de gozo. Mas, temiendo que le robaran el obsequio, se levantó por la noche sin ser notada y regresó contenta a su casa.

El bienaventurado Francisco había dicho a su guardián que por amor de Dios socorriese diariamente a la mujer mientras permaneciese allí. Nosotros que hemos vivido con el bienaventurado Francisco damos testimonio de que, estando sano, tenía tanta caridad y piedad no sólo hacia sus hermanos, sino también hacia los pobres, sanos o enfermos, que, halagándonos primero a nosotros, para que no nos disgustáramos, con gran gozo interior y exterior daba a otros lo que necesitaba su propio cuerpo, y que los hermanos conseguían a veces con gran solicitud y devoción; privaba a su cuerpo de cosas que le eran muy necesarias.

Por eso, el ministro general (6) y su guardián le tenían mandado que no diera la túnica a ningún hermano sin su permiso, pues algunas veces los hermanos se la pedían por devoción, y él al momento se la daba. También sucedía que, al ver él a un hermano enfermizo o mal vestido, a veces le daba su túnica; otras, como nunca llevó ni quiso tener para sí más que una túnica, la partía, para dar un trozo al hermano y quedarse él con el resto.

Por socorrer a los pobres daba hasta su propia túnica

90. Recorría cierta provincia predicando, cuando se encontraron con él dos hermanos franceses, que quedaron muy contentos de la entrevista. Antes de despedirse, por la veneración que le profesaban, le pidieron su túnica «por el amor de Dios». En cuanto oyó que invocaban el amor de Dios, se despojó de su túnica, quedando desnudo durante un rato.

(Pues el bienaventurado Francisco tenía la costumbre de que, cuando se le decía: «Por el amor de Dios, dame la túnica, la cuerda» u otra cosa que tuviera, en seguida la daba por respeto a aquel Señor que se llama Amor. Se disgustaba mucho, y por eso reprendía a los hermanos, cuando observaba que alguno de ellos invocaba por una bagatela el amor de Dios. Decía: «El amor de Dios es algo tan sublime, que no se debe nombrar sino raramente, en caso de gran necesidad y con profundo respeto».)

Uno de los hermanos franceses se quitó su túnica y se la dio a Francisco.

Con frecuencia se veía en gran apuro y necesidad por haber dado a alguien su túnica o parte de ella, pues no le era tan fácil volver a encontrar o hacerse preparar otra; sobre todo, porque siempre quería que fuese muy pobre, hecha de trozos de tela, y algunas veces hasta remendada por dentro y por fuera (cf. LP 81). Rara vez, o, mejor dicho, nunca, consintió en tener o llevar una túnica de paño nuevo; él se ingeniaba para que algún hermano que la llevaba usada de muchos años se la cediera; y en ocasiones recibía de un hermano una parte de la túnica, y de otro el resto. A causa de sus enfermedades y por motivo del frío, algunas veces reforzaba interiormente su túnica con un trozo de tela nueva.

Observó esta práctica de la pobreza en el vestir hasta que volvió al Señor. Como era hidrópico y estaba casi del todo escuálido (7) y tenía otras muchas enfermedades, pocos días antes de su muerte los hermanos le prepararon varias túnicas para poder cambiárselas de día y de noche cuando fuera necesario.

Quiere socorrer a un pobre con un pedazo de su túnica

91. Otra vez se acercó a un eremitorio de los hermanos un pobre, vestido de ropas miserables, y pidió a los hermanos por el amor de Dios un pedazo de tela pobre. El bienaventurado Francisco dijo a un hermano que viese si en casa había un paño o un retazo que darle. Buscó el hermano por toda la casa, y nada encontró.

Pero, no queriendo que el pobre se volviese con las manos vacías, el bienaventurado Francisco, a ocultas, para que su guardián no se lo prohibiese, tomó un cuchillo y, sentado en un lugar escondido, comenzó a cortar un pedazo de su túnica, el que llevaba cosido interiormente a ésta, para así dárselo en secreto a aquel pobre. En seguida cayó en cuenta el guardián de lo que quería hacer, y, acercándose, le prohibió entregar aquello al pobre; más que nada, porque hacía mucho frío y él estaba enfermo y aterido.

Replicó el bienaventurado Francisco: «Si quieres que no se lo dé, es del todo necesario que le proporciones algún pedazo de tela a este hermano pobre». Y así, por razón del bienaventurado Francisco, los hermanos le dieron alguna tela de sus propios vestidos.

Si los hermanos le procuraban un manto, sea cuando iba a predicar por el mundo a pie o a lomo de asno (desde que comenzó a enfermar no podía ir a pie, y por eso tenía a veces que viajar en asno, ya que no quería cabalgar a caballo sino por estricta y muy grande necesidad, como fue poco antes de la muerte, al írsele agravando la enfermedad), sea cuando estaba en algún lugar, no quería recibirlo sino a condición de que pudiera dárselo al pobre que encontrara o que viniera en su busca, si, a su juicio, estaba evidentemente necesitado de él.

Ruega al hermano Gil que dé su manto a un pobre

92. Cierta vez, en los comienzos de la Religión, viviendo él en Rivo Torto con los dos únicos hermanos que entonces tenía [Bernardo y Pedro], un hombre, que sería el tercer compañero (8), dejó el siglo para abrazar aquel género de vida. Durante algunos días llevó las míseras ropas con que había venido del siglo; y aconteció que vino un pobre pidiendo limosna al bienaventurado Francisco.

Éste dice al que fue su tercer hermano: «Da tu capa a este hermano pobre». Al instante, gozoso, se la quita de los hombros y la entrega al pobre. Sintió entonces que el Señor inundaba su corazón de una nueva gracia, porque había dado con alegría la capa al pobre.

Hace que se dé el Nuevo Testamento
a la madre de dos hermanos

93. Otra vez, estando junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, llegó una pobrecita anciana, que tenía dos hijos en la Religión de los hermanos, a aquel lugar para pedir al bienaventurado Francisco que la socorriese, ya que aquel año no tenía lo necesario para vivir.

El bienaventurado Francisco preguntó al hermano Pedro Cattani (9), que entonces era ministro general: «¿Tenemos alguna cosa para darle a nuestra madre?» (A la madre de cualquier hermano llamaba su madre y madre de todos los hermanos de la Religión.)

El hermano Pedro respondió: «Nada tenemos en casa que podamos darle, máxime teniendo en cuenta que desearía una limosna tal, que pudiese con ella adquirir las cosas necesarias a su cuerpo. Tan sólo tenemos en la iglesia un Nuevo Testamento, del que hacemos las lecturas en maitines». (En aquel tiempo, los hermanos no tenían breviarios, ni siquiera muchos salterios.)

El bienaventurado Francisco le dijo: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que agradará más al Señor y a la bienaventurada Virgen, su madre, que demos el Nuevo Testamento que el que leamos de él». Y se lo dio.

Se puede decir y escribir del bienaventurado Francisco lo que se dijo y escribió de Job: La misericordia salió del seno de mi madre y ha crecido al mismo tiempo conmigo (Job 31,18). Para nosotros que hemos vivido con él sería muy largo de escribir y narrar, no ya lo que hemos escuchado a otros acerca de su caridad y bondad, sino solamente lo que hemos visto con nuestros propios ojos.

Curaciones milagrosas

94. Por la misma época, viviendo el bienaventurado Francisco en el eremitorio de San Francisco de Fonte Colombo, la peste bovina, vulgarmente llamada «basabove», y de la que ningún vacuno suele librarse, atacó a todos los bueyes de San Elías, villa situada en las proximidades del eremitorio. Todos los bueyes contrajeron la enfermedad y comenzaron a morir.

Una noche, un habitante del pueblo, hombre espiritual, tuvo una visión y escuchó una voz que le decía: «Vete al eremitorio donde está el bienaventurado Francisco y procúrate el agua con que se haya lavado las manos y los pies, y rocía con ella a los bueyes; quedarán curados al instante». Se levantó muy temprano, marchó al eremitorio y contó la visión a los compañeros del bienaventurado Francisco.

A la hora de la comida, éstos recogieron en un recipiente el agua con que se había lavado las manos. Por la tarde le rogaron que les permitiese lavarle los pies, sin manifestarle el motivo de su deseo. Dieron luego esta agua al hombre, quien la llevó, y, como si fuera agua bendita, roció con ella a los bueyes que yacían medio muertos y a los demás. En seguida, por gracia del Señor y por los méritos del bienaventurado Francisco, todos quedaron curados del mal. En este tiempo, el bienaventurado Francisco llevaba ya las llagas en sus manos, pies y costado.

El canónigo Gedeón de Rieti

95. Por estos mismos tiempos, cuando el bienaventurado Francisco, por causa de la enfermedad de la vista, residía por algunos días en el palacio del obispo de Rieti, un clérigo de la diócesis llamado Gedeón (cf. 2 Cel 41), hombre muy mundano, se encontraba muy enfermo y con grandes dolores en los riñones, que le tenían postrado en cama desde hacía tiempo. Le era imposible moverse o volverse en su cama sin ayuda; no podía levantarse ni caminar sino llevado por varios; y aun así, iba encorvado y como encogido por los dolores de los riñones, sin ser capaz de ponerse tieso.

Un día se hizo llevar a donde el bienaventurado Francisco, se arrojó a sus pies (10) y con abundantes lágrimas le suplicó que trazara sobre él la señal de la cruz. El bienaventurado Francisco le respondió: «¿Cómo voy a signarte con la señal de la cruz a ti que de tiempo atrás vienes viviendo según tus deseos carnales, sin meditar ni temer los juicios de Dios?» Pero, viéndole tan afligido por su enfermedad y por los dolores, se compadeció y le dijo: «Te signo en el nombre del Señor. Pero, si Él se digna curarte, guárdate de volver a tu vómito (2 Pe 2,22), porque en verdad te digo que, si vuelves a él, te abrumarán mayores males que los anteriores y recibirás un castigo terrible por tus pecados y por tu ingratitud y tu desprecio de la bondad del Señor». E hizo la señal de la cruz sobre el clérigo, quien al momento se puso recto y se levantó curado interiormente. Al erguirse se oyó cómo crujían sus huesos de la parte de los riñones, como crujen las ramas secas al partirlas con las manos.

Como, pasados algunos años, volvió él a su mala vida sin atender a las recomendaciones que el Señor le hizo por medio de su siervo Francisco, sucedió que, habiendo cenado cierto día en casa de otro canónigo y habiendo quedado a dormir en ella, de repente cayó sobre todos el techo de la casa. Los demás pudieron escapar. Sólo quedó atrapado y murió el miserable.

Elogio de la mendicidad

96. A su regreso de Siena y de Celle di Cortona, el bienaventurado Francisco vino junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula; marchó luego a vivir en Bagnaia, encima de Nocera, donde acababan de construir una casa para los hermanos y donde éstos moraban. Permaneció allí bastante tiempo.

Pero, como comenzaron a hinchársele los pies y las piernas a causa de la hidropesía, comenzó a sentirse muy mal. Al tener noticia las gentes de Asís de que estaba muy enfermo, vinieron en seguida a aquel lugar unos caballeros para llevarle a Asís (11). Temían que muriese allí y que otros se adueñaran de su santísimo cuerpo.

Cuando le llevaban enfermo, se detuvieron para comer en un castro del común de Asís (cf. 2 Cel 77). El bienaventurado Francisco con sus compañeros descansó en casa de un hombre que le recibió con mucha alegría y cariño. Los caballeros recorrieron todo el poblado para comprar lo que necesitaban, pero no encontraron cosa alguna. Volviéndose a donde el bienaventurado Francisco, le dijeron bromeando: «Hermano, vas a tener que darnos parte de tus limosnas, porque nada hemos hallado para comer». El bienaventurado Francisco respondió con gran fervor de espíritu: «Si no habéis hallado cosa alguna, ha sido porque habéis puesto la confianza en vuestras moscas, es decir, en vuestros dineros y no en Dios. Volved a las mismas casas donde quisisteis comprar y, sin avergonzaros, pedid limosna por el amor de Dios. El Espíritu Santo les inspirará y recibiréis todo en abundancia». Marcharon y pidieron limosna, como les había recomendado el santo Padre. Todos, hombres y mujeres, les dieron en abundancia y con gran alegría de lo que tenían. Regresaron muy contentos y contaron al bienaventurado Francisco todo lo sucedido.

Consideraron el caso como un gran milagro, pues todo había acaecido exactamente como él les había anunciado.

Pedir limosna por el amor del Señor Dios era, para el bienaventurado Francisco, una acción de la más alta nobleza, dignidad y distinción ante los ojos de Dios, y también ante los del mundo (cf. LP 51). En efecto, todo lo que el Padre celestial creó para utilidad del hombre, continúa concediéndolo después del pecado, gratuitamente y a título de limosna, a dignos e indignos, por el amor que tiene a su querido Hijo.

Por eso decía el bienaventurado Francisco que el siervo de Dios ha de pedir limosna por el amor del Señor Dios con mayor confianza y alegría que quien, queriendo comprar algo, por su generosidad y liberalidad fuese proclamando: «A quien me dé una moneda, le daré cien marcos de plata y hasta mil veces más». Pues el siervo de Dios ofrece el amor de Dios como pago a quien hace limosna; y, en su comparación, son nada todas las cosas que hay en la tierra y hasta las que hay en el cielo.

Tanto cuando eran pocos los hermanos como cuando fueron muchos, si, al ir por el mundo predicando el bienaventurado Francisco, algún noble o rico le invitaba por devoción a que quedara a comer en su casa y a hospedarse en ella (en muchas de las ciudades y castros a los que iba a predicar no había entonces lugares de los hermanos), aun cuando supiera que el que le había invitado había preparado por amor de Dios abundantemente todo lo necesario para el cuerpo, por motivo del buen ejemplo que debía dar a los hermanos y por la nobleza y dignidad de la dama Pobreza, a la hora de comer salía por limosna, y a veces decía al que le había invitado: «Jamás renunciaré a mi dignidad real, a mi herencia (cf. 2 R 6,4), a mi vocación y profesión y a la de todos los hermanos menores: ir a pedir limosna, aunque no recoja más que tres mendrugos, pues quiero ejercer mi oficio».

Y, contra la voluntad del anfitrión, salía por limosna. El que le había invitado le acompañaba en la mendicación, recogía las limosnas que daban al bienaventurado Francisco y luego las conservaba como reliquias por devoción a él.

El que esto escribe lo ha visto muchas veces, y de ello da testimonio.

Hospedado por el cardenal Hugolino,
va por limosna antes de la comida

97. Un día en que el bienaventurado Francisco visitaba al señor obispo de Ostia -que más tarde fue papa-, salió a la hora de comer a pedir limosna, mas lo hizo a escondidas para no molestar a dicho señor. Cuando regresó Francisco, el obispo estaba sentado a la mesa y había empezado a comer, pues aquel día tenía invitados unos caballeros parientes suyos. El bienaventurado Francisco puso la limosna sobre la mesa del señor obispo y se sentó junto a él (el señor obispo quería que el bienaventurado Francisco ocupara ese puesto cuando estaba a su mesa). El obispo estaba un tanto confuso por esta salida a mendigar, pero nada le dijo; sobre todo, en atención a los invitados.

Después de comer algo, el bienaventurado Francisco tomó sus limosnas y les fue dando un poco, de parte del Señor Dios, a los caballeros y a los capellanes del obispo. Todos recibieron su parte con gran respeto: unos la comieron; otros, por devoción a Francisco, la guardaron, y todos se descubrían la cabeza al recibir la limosna por devoción al santo Francisco. El señor obispo se alegró al observar la veneración que manifestaban los comensales, máxime teniendo en cuenta que el pan que recibían no era de trigo.

Terminada la comida, se retiró el señor obispo a su habitación, llevándose consigo al bienaventurado Francisco; elevó sus brazos y le abrazó allí con alegría y gozo desbordante, diciéndole: «Hermano mío simplón, ¿por qué me has afrentado saliendo a pedir limosna, cuando mi casa es la casa de tus hermanos?» El bienaventurado Francisco respondió: «Al contrario, señor, yo os he hecho un gran honor. En efecto, cuando un inferior cumple con su oficio y obedece a su señor, rinde homenaje al Señor y a su prelado». Y añadió: «Yo debo ser ejemplo y modelo de vuestros pobres (12). Sé que en la vida y religión de los hermanos hay y habrá hermanos menores de nombre y de hecho que, por el amor del Señor Dios y por la unción del Espíritu Santo que les instruye e instruirá en todas las cosas, se abajarán a toda humildad, sumisión y servicio de sus hermanos. Pero hay y habrá otros que, por vergüenza o por malas costumbres, rehúsan y rehusarán humillarse y abajarse para mendigar y para desempeñar trabajos serviles. Por eso debo enseñar con mi comportamiento a quienes están en la Religión y a los que vendrán a la misma para que no tengan excusa delante de Dios ni en este mundo ni en el otro. Así, pues, cuando estoy en vuestra casa, señor nuestro y papa nuestro (13), y en la de los grandes y de los ricos de este mundo, que por el amor del Señor Dios no sólo me reciben en sus casas con mucha devoción, sino que me obligan a quedarme con ellos, no quiero avergonzarme de ir a pedir limosna. Más bien, quiero tenerlo, según Dios, como gran nobleza, como dignidad real y honor de aquel soberano Rey que, siendo Señor de todos, quiso hacerse por nosotros servidor de todos, y, siendo rico y glorioso en su majestad, vino a ser pobre y despreciado en nuestra humanidad. Por eso quiero que los hermanos presentes y los venideros sepan que para mí es mayor consuelo interior y exterior cuando me siento a la mesa pobre de los hermanos y contemplo ante mí las pobres limosnas que recogen pidiendo de puerta en puerta por el amor del Señor Dios, que cuando me siento a vuestra mesa o a la de otros señores y la veo cubierta abundantemente de toda clase de manjares, aunque sé que me los ofrecéis con gran devoción. El pan de la limosna es pan santo, santificado por la alabanza y por el amor de Dios, pues el hermano que va a mendigar debe empezar por decir: "Alabado y bendito sea el nombre de Dios", y luego debe pedir: "Dadnos una limosna por el amor del Señor Dios"».

El señor obispo, muy edificado de esta conversación con el santo Padre, le dijo: «Hijo mío, haz como bien te parezca, pues el Señor está contigo y tú con Él».

El bienaventurado Francisco quería -y lo decía con frecuencia- que ningún hermano estuviera mucho tiempo sin salir a mendigar, para que luego no sintiera vergüenza cuando tuviera que hacerlo. Es más: cuanto más grande y noble había sido un hermano en el mundo, tanto más edificado quedaba y mayor alegría sentía al verle ir por limosna y desempeñar los trabajos humildes, por el buen ejemplo que daba a los demás. Es lo que se practicaba en los primeros tiempos.

En los comienzos de la Religión, cuando los hermanos moraban en Rivo Torto, había entre ellos uno que oraba poco y no trabajaba ni quería tampoco ir por limosna, porque le daba vergüenza, pero comía bien. El bienaventurado Francisco, considerando esta conducta, fue advertido por el Espíritu Santo de que se trataba de un hombre carnal. Por lo que le dijo: «Anda tu camino, hermano mosca, que quieres comer a costa del trabajo de tus hermanos y quieres vivir ocioso en el servicio de Dios, como el hermano zángano entre las abejas, que no recoge ni trabaja, y come el fruto y trabajo de las buenas abejas». Aquel hermano marchó por su camino, y, como era un hombre carnal, no imploró misericordia.

Besa el hombro de un hermano que trae limosna

98. Durante una de las permanencias del bienaventurado Francisco junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, volvía un varón espiritual de pedir limosna en Asís. Al llegar cerca de la iglesia, empezó a alabar a Dios en alta voz y con gran alegría.

Al oírle el bienaventurado Francisco, salió de casa, corrió hacia él con gran alborozo y le besó en el hombro del que colgaba la alforja de las limosnas. Luego le arrebató la alforja y, cargándosela, la llevó a la casa de los hermanos y dijo ante ellos: «Así quiero ver a mi hermano al ir por limosna y al regresar con ella: contento y alegre».

Serenidad y alegría en vísperas de morir

99. Aquellos días en que, de regreso de Bagnaia (cf. LP 96), el bienaventurado Francisco estaba en cama muy enfermo en el palacio episcopal de Asís, los habitantes de la ciudad, temiendo que, si moría de noche, los hermanos llevasen secretamente el santo cuerpo para enterrarlo en otra ciudad, decidieron hacer guardia diligentemente todas las noches en torno al palacio. El bienaventurado Francisco estaba muy enfermo. Para confortar su espíritu y para evitar que decayera su ánimo por las muchas y diversas dolencias, con frecuencia mandaba por el día a sus compañeros que cantaran las alabanzas del Señor que había compuesto mucho antes durante su enfermedad. También les hacía cantar por la noche, para edificación de los que, por él, montaban guardia alrededor del palacio.

El hermano Elías, viendo que el bienaventurado Francisco encontraba así contento y fortaleza en el Señor para sobrellevar tantas dolencias, le dijo un día: «Carísimo hermano, me consuela y edifica inmensamente la alegría que muestras por ti y tus compañeros en medio de tanta aflicción y dolor. Sin duda, los habitantes de esta ciudad te veneran como a un santo en vida y lo harán después que mueras; pero, como están convencidos de que tu enfermedad es grave e incurable y que pronto morirás, podrán pensar y decirse al oír cantar estas alabanzas: "¿Cómo puede mostrar tanta alegría próximo a morir? Debería pensar en la muerte"».

El bienaventurado Francisco le respondió: «¿Recuerdas la visión que tuviste en Foligno, en la que, según me dijiste, una voz te advirtió que yo no viviría más que dos años? (cf. 1 Cel 109). Antes de tu visión, con frecuencia, de día y de noche, pensaba en la muerte, por la gracia del Espíritu Santo, que despierta todo buen pensamiento en la mente de sus fieles y pone toda palabra buena en sus labios. Pero después de tu visión he procurado con mayor solicitud pensar en la hora de mi muerte». Y añadió con gran fervor de espíritu: «Deja, hermano, que me alegre en el Señor y que cante sus alabanzas en medio de mis dolencias; por la gracia del Espíritu Santo estoy tan íntimamente unido a mi Señor, que, por su misericordia, bien puedo alegrarme en el mismo Altísimo».

¡Bienvenida la hermana muerte!

100. En otra ocasión y por aquellos días, vino al mismo palacio para visitar al bienaventurado Francisco un conocido y amigo, médico de Arezzo, llamado Buen Juan. El Santo le preguntó sobre su enfermedad: «¿Qué opinas, hermano Juan, de mi hidropesía?» El bienaventurado Francisco no quería designar por su nombre a los que se llamaban Bueno, por respeto al Señor, que dijo: Nadie es bueno, sino sólo Dios (Lc 18,19). Asimismo, ni de palabra ni por escrito quería llamar a persona alguna «padre» o «maestro», por respeto al Señor, que dijo: A nadie deis en este mundo el nombre de padre, ni permitáis que os llamen maestros, etc. (Mt 23,1-10).

El médico le respondió: «Hermano, con la gracia de Dios te irá bien». No quería decirle que pronto iba a morir.

El bienaventurado Francisco insistió: «Hermano, dime la verdad; yo no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia, me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz para vivir como para morir».

Entonces, el médico le dijo claramente: «Padre, según nuestros conocimientos médicos, tu mal es incurable, y morirás a fines de septiembre o el 4 de octubre». El bienaventurado Francisco, que yacía enfermo, extendió los brazos y levantó sus manos hacia el cielo con gran devoción y reverencia, y exclamó con gozo inmenso interior y exterior: «Bienvenida sea mi hermana la muerte».

Últimas voluntades de San Francisco (14)

101. El hermano Ricerio, de la Marca de Ancona, noble por su nacimiento y más noble por su santidad, a quien el bienaventurado Francisco tenía gran afecto (15), vino un día al mismo palacio para visitarle. En el curso de la conversación, que versó sobre el hecho de la Religión y la observancia de la Regla, le suplicó: «Dime, Padre: ¿cuáles fueron tus intenciones cuando empezaste a tener hermanos y cuáles son las que ahora tienes y las que crees has de mantener hasta el día de tu muerte? Quisiera estar seguro de tus intenciones y de tu voluntad primera y última, para saber si nosotros hermanos clérigos, que tenemos tantos libros, los podemos guardar aunque digamos que pertenecen a la Orden».

El bienaventurado Francisco le contestó: «Hermano, ésta fue mi primera y última intención y voluntad, si mis hermanos me hubieran creído: ningún hermano debería tener otra cosa que el hábito, como se nos concede en la Regla, con la cuerda y los calzones».

Por lo que un día dijo a sus hermanos: «La religión y vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos a su Padre celestial, diciéndole: "Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta hora se distinga por su humildad y su pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo"». El Padre dijo a su Hijo amado: «Hijo, lo que pides queda cumplido».

«Por eso -añadió el bienaventurado Francisco-, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio: No temáis, pequeño rebaño, porque el Padre se ha complacido en daros el reino (Lc 12,32); y también: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,40.45). Sin duda, se ha de entender que el Señor habló así refiriéndose a todos los pobres espirituales, pero principalmente predijo el nacimiento en su Iglesia de la Religión de los hermanos menores».

Tal como le fue revelado al bienaventurado Francisco que su Religión debía llamarse la de los hermanos menores, hizo él insertar este nombre en la primera regla (1 R 6,3) que presentó al señor papa Inocencio III, y que éste aprobó y le concedió y luego anunció a todos en el consistorio (16). El Señor le reveló también el saludo que debían emplear los hermanos, como hizo consignar en su Testamento: «El Señor me reveló que para saludar debía decir: "El Señor te dé la paz"» (Test 23).

En los comienzos de la Religión, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, éste saludaba a los hombres y mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: «El Señor os dé la paz».

Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. Y hasta algunos, un tanto molestos preguntaban: «¿Qué significa esta manera de saludar?» El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: «Hermano, permíteme emplear otro saludo».

Pero el bienaventurado Francisco le respondió: «Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por este modo de saludar». Y añadió: «¿No es maravilloso que el Señor haya querido tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente con poseerle a Él solo, altísimo y glorioso?»

Mas, si alguno quisiera preguntar por qué el bienaventurado Francisco no obligó en su tiempo a los hermanos a observar una pobreza tan estricta como aquella de la que habló al hermano Ricerio, ni ordenó que la observasen los hermanos, nosotros que vivimos con él respondemos, tal como lo oímos de su boca, que él había dicho a los hermanos eso mismo y otras muchas cosas, e hizo también escribir en la Regla muchas cosas que pedía al Señor en asidua oración y meditación para utilidad de la Religión, afirmando que ésa era la absoluta voluntad del Señor.

Pero, cuando las exponía a los hermanos, éstos las consideraban pesadas e insoportables, ignorando ellos entonces lo que había de sobrevenir a la Religión después de su muerte. No quiso entrar en lucha con los hermanos, ya que temía mucho el escándalo en sí como en los hermanos, y así cedió, a disgusto suyo, a la voluntad de ellos. Y se excusaba delante del Señor. Mas, a fin de que la palabra que el Señor había puesto en su boca para bien de los hermanos no volviera vacía al Señor, él quería cumplirla en sí mismo, y así obtener del Señor la recompensa. Con esto, finalmente, encontraba su espíritu descanso y paz.

«Hemos prometido la observancia del santo Evangelio»

102. En cierta ocasión y por los días en que acababa de regresar de ultramar, un ministro hablaba con él del capítulo de la pobreza con el deseo de conocer su voluntad y pensamiento en esta materia. Le preguntó, sobre todo, para que le esclareciese aquel pasaje de la Regla que cita las prohibiciones del Evangelio: No llevéis cosa alguna para el camino, etc. (Lc 3,9; 1 R 14,1). El bienaventurado Francisco le respondió: «Mi pensamiento es que los hermanos no deberían tener más que el hábito con la cuerda y los calzones, como se prescribe en la Regla; y, en caso de necesidad, calzado». El ministro replicó: «¿Qué he de hacer yo, que tengo tantos libros que suponen un valor superior a las cincuenta libras?»

Preguntó esto porque quería tenerlos con seguridad de conciencia y, sobre todo, porque tenía remordimientos de poseer tantos libros, sabiendo que el bienaventurado Francisco interpretaba estrictamente el capítulo de la pobreza.

El bienaventurado Francisco le dijo: «Hermano, yo no puedo ni debo obrar contra mi conciencia, ni contra la observancia del santo Evangelio que hemos prometido». Al oír estas palabras, el ministro quedó triste. Viéndole tan turbado, el bienaventurado Francisco le dijo con fervor de espíritu, dirigiéndose en él a todos los hermanos: «Vosotros los hermanos menores queréis que los hombres os consideren y os llamen los observadores del santo Evangelio, pero en la práctica queréis tener bolsas» (17).

Los ministros sabían muy bien que, según la Regla, los hermanos estaban obligados a observar el santo Evangelio. Sin embargo, hicieron que se suprimiese el pasaje de la Regla que dice: No llevéis cosa alguna para el camino, etc., juzgando que ellos no estaban obligados a observar la perfección del santo Evangelio. Por eso, el bienaventurado Francisco, advertido por el Espíritu Santo, se expresó así delante de algunos hermanos: «Los ministros, ¿piensan burlarse de Dios y de mí? Pues bien, a fin de que todos los hermanos sepan y queden advertidos de que están obligados a observar la perfección del santo Evangelio, quiero que se escriba al principio y al fin de la Regla: Los hermanos están obligados a observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. Y para que los hermanos nunca tengan excusa ante Dios, quiero mostrarles con las obras y observar siempre, con la ayuda del Señor, las prescripciones que Él ha puesto en mi boca, como ya les dije y ahora les anuncio, para salud y bien de mi alma y de mis hermano».

Efectivamente, él observó a la letra el santo Evangelio desde el día en que empezó a tener hermanos hasta la hora de su muerte.

Eficacia apostólica de los santos hermanos

103. Hubo una vez un hermano novicio (18) que sabía leer el salterio, pero no bien. Como gustaba mucho de la lectura, pidió al ministro general permiso para tener un salterio. El ministro se lo concedió. Sin embargo, el novicio no quiso tener el salterio sin haber obtenido el consentimiento del bienaventurado Francisco, principalmente porque había oído decir que no quería que sus hermanos estuvieran ansiosos de ciencia y de libros, sino, más bien, los quería ver -como les predicaba- apasionados por la pura y santa simplicidad, por la santa oración y por la dama Pobreza. En ella se habían formado los santos y primeros hermanos, y creía el bienaventurado Francisco que éste es el camino más seguro para la salvación del alma. Y no es que despreciase o mirase con malos ojos la ciencia sagrada; al contrario, profesaba un afectuoso respeto a los sabios de la Religión y a todos los sabios, como lo dice en su testamento: «A todos los teólogos y a los que nos administran las palabras divinas les debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran el espíritu y la vida» (Test 13).

Mas, mirando al futuro, sabía por el Espíritu Santo, y lo decía muchas veces a los hermanos, que muchos, con el pretexto de edificar a los demás, abandonarían su vocación, es decir, la pura y santa simplicidad, la santa oración y nuestra dama Pobreza; les sucedería que, creyendo que iban a ser más devotos e iban a sentirse más inflamados en el amor de Dios por sus conocimientos de la Escritura, precisamente por este saber se encontrarían interiormente fríos y vacíos, y no podrían volver a su primera vocación por haber dejado pasar el tiempo que se les había dado para vivir su vocación. «Y temo mucho -concluía- que les sea quitado lo que creían tener, porque abandonaron su vocación».

Decía también: «Muchos son los hermanos que de día y de noche ponen todo su afán y empeño en la adquisición del saber, olvidando su santa vocación y la devota oración. Cuando hablan con algunos o predican al pueblo y ven o conocen que las gentes quedan edificadas o se convierten a penitencia al oír sus palabras, se hinchan y enorgullecen del trabajo y ganancia de otros. Ellos creen que los hombres se han edificado o convertido a penitencia por sus discursos, cuando ha sido el Señor quien les ha edificado y convertido por las oraciones de los santos hermanos, aunque estos lo ignoren, porque Dios quiere que no lo adviertan para que no encuentren en ello ocasión de orgullo. Estos son mis caballeros de la Tabla Redonda: los hermanos que viven ignorados en lugares desiertos y apartados para dedicarse con mayor diligencia a la plegaria y meditación, para llorar por sus pecados y por los de otros. Su santidad es conocida por Dios, aunque algunas veces sea ignorada por los hermanos y por las gentes. Cuando sus almas sean presentadas por los ángeles al Señor, éste les hará conocer el fruto y recompensa de sus trabajos, es decir, la multitud de almas salvadas por sus oraciones: puesto que habéis sido fieles en las cosas pequeñas, yo os constituiré sobre las grandes» (Mt 25,23).

He aquí cómo explicaba el bienaventurado Francisco aquel texto: La mujer estéril dio a luz muchos hijos y la madre de muchos se vio abandonada (Is 54,1). «La mujer estéril -decía- es el religioso que por sus oraciones y virtudes se santifica y edifica a los demás».

Repetía frecuentemente estas palabras en sus coloquios con los hermanos, y, sobre todo, en el capítulo, junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula, ante los ministros y los demás hermanos. De esta manera formaba a los ministros y a los predicadores para que obraran bien. Les inculcaba que la prelatura y el oficio y la solicitud de predicar jamás les debía llevar a abandonar la santa y devota oración, el ir por limosna y el trabajar con sus manos, como hacen los otros hermanos, por el buen ejemplo y para ganar sus almas y las de los demás.

Y añadía: «Los hermanos súbditos se edifican en gran manera al ver que sus ministros y los predicadores se entregan con gusto a la oración y se abajan y se humillan».

Como fiel discípulo de Cristo, él mismo, mientras tuvo salud, hacía lo que enseñaba a sus hermanos.

Llegó cierto día el bienaventurado Francisco al eremitorio donde vivía el novicio de quien se ha hablado más arriba. Éste se le acercó para decirle: «Padre, sería para mí un consuelo muy grande tener un salterio; pero, aunque el ministro general haya querido concedérmelo, quiero tenerlo de acuerdo con tu conciencia».

La respuesta del bienaventurado Francisco fue ésta: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los paladines y valientes guerreros, que fueron esforzados en el combate, persiguieron a los infieles hasta la muerte, sin ahorrar sudores y fatigas, y consiguieron sobre ellos una victoria gloriosa y memorable; y, por fin, los mismos santos mártires murieron en la lucha por la fe de Cristo. Son muchos los que buscan el honor y la alabanza de los hombres por la sola narración de estas gestas que aquéllos realizaron». Por eso, escribió la explicación de estas palabras en sus admoniciones, donde escribe: «Los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas y predicarlas, queremos recibir honor y gloria» (Adm 6,3). Es como si dijera: La ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1).

Dichoso quien se hace estéril por Dios

104. En otra ocasión, estando el bienaventurado Francisco sentado y calentándose junto a la lumbre, volvió el novicio a hablarle del salterio. El bienaventurado Francisco le dijo: «Cuando tengas un salterio, anhelarás tener un breviario; y, cuando tengas un breviario, te sentarás en un sillón como un gran prelado y dirás a tu hermano: "Tráeme mi breviario"». Diciendo esto, con gran fervor de espíritu tomó ceniza con la mano, la esparció sobre su cabeza y la restregó en la misma como quien la lava, mientras decía: «¡Quiero breviario! ¡Quiero breviario!» Y repitió muchas veces estas palabras mientras continuaba haciendo el mismo gesto de la mano en la cabeza. El hermano quedó confuso y avergonzado.

Luego continuó el bienaventurado Francisco: «También yo, hermano, sufrí la tentación de tener libros; pero para conocer la voluntad del Señor sobre este punto tomé el libro de los evangelios y le pedí al Señor que me diera a conocer, en la primera página que yo abriese al azar, lo que Él quería de mí. Terminada mi plegaria, abrí el libro, y ante mis ojos apareció este versículo: A vosotros se os ha dado conocer el misterio del reino de Dios, pero a los otros todo se les dice en parábolas» (Mc 4,11). Continuó: «Son tantos los que desean adquirir ciencia, que es dichoso quien se hace estéril por amor del Señor Dios».

* * * * *

Notas:

1) La primavera de que se habla en esta misma LP 83.

2) Que quería estar presente a la operación (cf. más arriba LP 83).

3) Deus ab omnibus laudetur. Aquí, como en EP 118, podemos tener una clave de interpretación del Cántico de las criaturas, donde el pasivo Laudato si tiene por complemento agente hombres (sobrentendido en LP y explícito en EP) y no el nombre de la criatura, que figura en cada estrofa con la preposición per.

4) Hoy Posta, a 30 kilómetros de Rieti.

5) Ángel de Rieti; cf. LP 7 n. 5.

6) Bigaroni opina que se trata del hermano Elías.

7) Octavianus a Rieden (O. Schmucki) cree que no se trata de hidropesía, sino de desnutrición. Cf. 1 Cel 105 n. 20.

8) Fue el hermano Gil, convertido el 24 de abril de 1209. Mientras aquí se afirma que fue admitido en Rivo Torto, otras fuentes afirman que esto acaeció en la Porciúncula. Sabatier intenta salvar esta aparente contradicción diciendo que los primeros hermanos iban a trabajar entre los leprosos a Rivo Torto y se retiraban a orar a Santa María de los Angeles.

9) El dato del generalato de Pedro Cattani nos obliga a colocar este hecho entre el 29 de septiembre de 1220, fecha en que fue elegido para dicho cargo, y el 10 de marzo de 1221, fecha en que murió.

10) Difícil de interpretar a la letra, estando afectado por el mal descrito poco más arriba. Se alude a un gesto exterior y corporal para expresar una actitud interior.

11) Tenían que hacer unos treinta kilómetros.

12) Vuestros pobres: la Orden había sido puesta bajo la protección del cardenal Hugolino, que era «gobernador, protector y corrector de toda la fraternidad» (2 R 12,3 y Test 33).

13) Apostolicus (papa): palabra empleada con frecuencia en la Edad Media con la significación de papa.

14) Este número 101 de la LP constituye la Intentio Regulae.

15) Ricerio, nacido en Muccia, no lejos de Camerino, muerto en 1236. Es uno de dos estudiantes convertidos en Bolonia por un sermón de San Francisco, que no se sabe si situarlo en 1213 o en 1218; acaso, en 1222, cuando la predicación de la que Tomás de Spalato fue testigo. Sobre Ricerio léase Flor 27 n. 3.

16) Tal vez, el concilio IV de Letrán, en 1215. A no ser que in concilio quiera decir en su consejo, a lo que dan pie ciertos manuscritos que dicen in consistorio.

17) Loculos (bolsas): con este término se quiere señalar toda clase de riquezas y la apropiación de toda clase de bienes materiales o espirituales.

18) La anécdota queda así delimitada en el tiempo: fue el 22 de septiembre de 1220, cuando se instituyó el noviciado por la bula Cum secundum consilium, de Honorio III. El ministro general era, probablemente, el hermano Elías.

LP 67-85 LP 105-120

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