DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

EL FRANCISCANISMO

por Agustín Gemelli, OFM

 

Capítulo segundo
LA ESPIRITUALIDAD DE SAN FRANCISCO EN LOS SIGLOS

III. EL SIGLO XV

El siglo XV nace en pleno cisma de Occidente. Los franciscanos, que no podían substraerse a las gravísimas perturbaciones de la Iglesia, experimentaron sus consecuencias como los demás fieles, y generalmente se orientaron según el movimiento de la nación a que pertenecían. Entre el 1408 y el 1410, a tres papas correspondieron tres generales. Cuando la lucha repercutía en los conventos, había en una misma provincia franciscana dos ministros y dos obediencias. Papas y antipapas prodigaban concesiones para ganar adeptos; conventos y frailes pasaban de una obediencia a otra para obtener lo que pretendían. Naturalmente, el cisma daba pábulo a la relajación.

LA OBSERVANCIA

De este caos el apremio de una disciplina surgía impelente como el grito de la conciencia; de los primeros en sentirlo fueron los franciscanos. Al lado del cisma surge la Observancia, aquella familia franciscana que no es innovación o revolución, sino reforma, en el sentido de retorno a la Regla; y las reformas, en el Franciscanismo, robustecieron siempre el tronco en las propias raíces. Después de la bula de Martín V, Ad statum Ordinis (1430), que, más que las precedentes dispensas, concede al general de los menores amplia facultad de percibir rentas de bienes inmuebles, las dos corrientes que desde el principio surcaban la Orden se separan de hecho, y el nombre de conventuales designa con más precisión a todos los franciscanos que seguían la Regla según los otorgamientos pontificios, en parangón con el de observantes, tomado de los que pretendían restituir la Orden al rigor de la Regla sine glossa y del Testamento de San Francisco.

En España y Portugal el movimiento de la Observancia camina esporádico o por grupos numerosos, pero sin unidad; en Francia, en cambio, se concentra en las provincias de Borgoña y Turena y señaladamente en el convento de Mirabeau, que no tiene el carácter eremita de Brogliano, sino que promueve el apostolado y el estudio.

En Italia, más que las leyes progresaban los hechos. Uno a uno los primitivos «lugares» de los frailes, «lugares» consagrados a Dama Pobreza y a San Francisco (como la Porciúncula y la Verna), pasaban a los observantes. Y con los «lugares» Dios enviaba lo que más vale: los hombres nacidos a propósito para difundir una idea. En 1402 salía del eremitorio de Colombaio, en las cumbres del Amiata, y de la dirección del Beato Juan de Estronconio, discípulo de Paulucio Trinci, Bernardino de Sena. En gran parte por los atinados desvelos de este hombre genialísimo y simpatiquísimo, orador irresistible, que gozaría de nombre ilustre aun sin la aureola de la santidad, toman el hábito franciscano: en 1414, un canonista insigne, Juan de Capistrano; en 1415, un humanista, Alberto de Sarteano; en 1416, un magistrado, Jaime de la Marca, que formarán con él el gran cuatorvirato de la Observancia. El cual empleará la fuerza de la santidad y del ingenio en mantener a la Orden su unidad. Y parece salir con su intento en 1430 con las Constituciones martinianas propuestas por San Juan de Capistrano, término medio entre el laxismo y el rigorismo. Pero la concordia dura muy poco.

La segunda mitad del siglo vio nuevos litigios entre los conventuales, que en nombre de la obediencia defienden su autoridad, y los observantes, que en nombre de la pobreza defienden su independencia; la lucha se complica por culpa de los llamados neutrales, quienes, vacilando entre los unos y los otros, vienen al cabo a no obedecer más que a sí mismos, mediante especiales concesiones pontificias, como sucedió en la Italia meridional con Pedro de Trani, en Venecia con Valentín de Treviso, en Lombardía con Pedro Capreolo y sus capreolantes. Pero estos sarmientos separados mueren pronto, al paso que tienen vida más duradera las pequeñas congregaciones reformadas injertas en la Observancia, de los clarenos en Umbría, de los coletinos en Francia, de los amadeístas en la Italia septentrional.

A fines del siglo, entre los montes de Sierra Morena, el Beato Juan de la Puebla, antes grande de España, funda el convento de Nuestra Señora de los Ángeles, que forma el primer germen de la rama de los descalzos; esta rama crece en pocos años en Portugal por los cuidados de un discípulo del Beato Juan de la Puebla, el Beato Juan de Guadalupe, se arraiga con el martirio del Beato Juan de Prado y toma nuevo nombre e incremento con San Pedro de Alcántara. Sobre las ramificaciones y hasta sobre los disentimientos inevitables, los promotores de la Observancia, especialmente San Bernardino, se afanan por mantener una línea conciliadora, con el fin de enderezar todas las fuerzas franciscanas al apostolado. La concordia es necesaria para combatir los males del siglo.

ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA Y HUMANISMO

Como en todas las evoluciones de la historia, en ésta, que se llama humanismo, la espiritualidad franciscana sigue una línea precisa, derivante de las posiciones iniciales.

Los humanistas tornan a la tradición platónica y tienden al voluntarismo, exaltando la virtus humana; por eso con uno de sus precursores, Coluccio Salutati, invocan la autoridad de los pensadores franciscanos para sostener el primado de la voluntad, y de este primado se prevalen para defender los estudios clásicos contra los moralistas que los temen y los condenan. Las teorías franciscanas sobre el amor, sobre la voluntad, sobre la belleza, responden, pues, a las tendencias humanistas más satisfactoriamente que las otras corrientes de la escolástica, mas no por eso favorecen los franciscanos el humanismo de todo en todo. Lo miran con aquella simpatía que es su manera de aceptar la realidad, pero rechazan las infatuaciones paganas, hasta granjearse, como Antonio de Rho, el odio polémico de Panormita, de Valla, de Bracciolini.

Fieles a San Francisco, que en plena Edad Media había revalidado cristianamente la naturaleza y la vida, los franciscanos del siglo XV utilizan el nervio sano de las letras antiguas y las estudian con un móvil sobrenatural, rastreando en ellas un reflejo de la divina sabiduría. Juan de Serravalle, fraile menor y obispo príncipe de Fermo, que durante el concilio de Constanza, esto es, durante cuatro años, lleva a cabo la heroica tarea de traducir y comentar en latín La Divina Comedia; Alberto de Sarteano, que deja la escuela de Guarino por la Observancia; San Bernardino de Sena, oyente de Guarino, amigo de Barbaro y de Manetti; San Juan de Capistrano, gran propulsor del saber en la Orden y fuera de ella, trazan a los estudiantes y a los estudiosos el camino real de la cultura cuando recomiendan no separar las letras sacras de las profanas, los clásicos paganos de los cristianos, la ciencia de la caridad. La humanitas, que, espejándose en los clásicos, adquiere conciencia de sí, no espanta a los franciscanos. Saben que, habiendo venido de Dios, debe tornar a Dios con los medios que le descubre el pensamiento y le despliega la historia, pero saben también que frente a la nueva concepción activista y estética de la vida es menester más que nunca suscitar el pensamiento de la eternidad y el sensus Christi.

Mientras los mercaderes y capitanes van construyendo una sociedad nueva, mientras los humanistas inician el retorno de los dioses y de la religión del estudio, mientras los artistas elevan el culto de la belleza y antes que la imprenta, aun en la cuna, arrebate a la palabra viva su imperio, los franciscanos predicadores de penitencia despiertan la exigencia moral. Digo los predicadores, porque en el siglo XV el pensamiento franciscano halla su manifestación más rica y actuosa en la elocuencia. No hay en este siglo grandes filósofos ni grandes escritores en el sentido estricto de la palabra, sino oradores que -en cuanto viven lo que enseñan- transfunden el concepto franciscano de la vida en las muchedumbres, y el arte da testimonio de su obra. Primero, en tiempo y valía, San Bernardino de Sena.

SAN BERNARDINO DE SENA Y ALBERTO DE SARTEANO

Greco: San BernardinoDurante cuarenta años este hombre, delicado de cuerpo y de espíritu, recorre la Italia central y septentrional a pie o, estando enfermo, sobre un asnillo; predica en los campos antes del alba, predica en las plazas repletas de gente, predica hasta cuatro horas seguidas; dirige la Observancia de Italia, funda conventos o los reforma, da consejos a pontífices, príncipes, comunes, sugiriendo a menudo Reformas a las leyes que atañen a las costumbres. Con una riqueza y propiedad de lengua que nos dan la prosa más fresca del Renacimiento fustiga vanidad de mujeres, avaricia de mercaderes y usureros, lujo de grandes, supersticiones y vicios del vulgo, abusos de magistrados, odios y venganzas de facciones; predica la devoción al Santo Nombre de Jesús, sacándola de las páginas de San Pablo, de San Bernardo, de San Buenaventura; hace de aquel santísimo Nombre un blasón cercado de rayos solares que responde a maravilla a su concepto jubiloso de la Divinidad y a la necesidad de concretez y belleza de la religiosidad italiana en el siglo XV. Dentro del esquema homilético como debajo de la sutileza popular de sus sermones circula la doctrina franciscana en las imágenes más plásticas, en las expresiones más concisas: el conocimiento es amor (más conoce el que ama que el que no ama), el deber es amor (todo se reduce a esta facilísima arte de amar), la beatitud es amor (si quieres el Paraíso en la tierra y en el cielo, ama a Dios). Su concepto de los estudios, de la educación, de la patria, del arte, de los deberes civiles y sociales, es moderno y estupendamente italiano. Lleva la concretez franciscana a su perfección literaria y la alegría franciscana a su actuación real.

San Bernardino de Sena no pasa los confines de Italia; en cambio, su hijo espiritual, Alberto de Sarteano, llamado rex praedicatorum, tiene misiones diplomáticas delicadas: lleva en su bello latín humanista las embajadas de los papas al moribundo Imperio de Oriente, trabaja con otros franciscanos por la unión de la Iglesia oriental en el concilio de Florencia de 1439, diligencia en 1450 la adhesión de los coptos.

SAN JUAN DE CAPISTRANO Y SAN JAIME DE LA MARCA

Al amigo de San Bernardino, San Juan de Capistrano, pequeño, enjuto, alegre, infatigable como él, pero más belicoso; el que a cara descubierta y entre las aclamaciones del pueblo le defendió ante el Pontífice en las horas tristes de la calumnia, le toca una tarea mucho más vasta: primero, la predicación en la Europa occidental, desde Irlanda a España; después, la propagación y defensa de la Fe en la región de los Cárpatos y parte de Rusia, sobre la que recaían las amenazas musulmanas. Cuando los turcos toman a Constantinopla, San Juan de Capistrano, nuncio apostólico e inquisidor general en Alemania, predica y sostiene la cruzada publicada por los pontífices; mas siente la desolación de Hungría, la única región pronta a combatir que no puede empeñarse en la guerra por falta de dinero y de armas; escribe al papa, al emperador, al duque Felipe de Borgoña, a los tórpidos príncipes tudescos, invocando desesperadamente ayuda.

Temple de capitán italiano del siglo XV, Juan de Capistrano toma, al lado del generalísimo Juan Huniades, un puesto de mando. Predica, alienta, ora, recluta terciarios, se expone a la muerte. Fiel a la devoción que custodiaba y propagaba como el legado más sagrado de su grande amigo, disciplina militarmente las tropas en el santísimo Nombre de Jesús; manda pintar el monograma radiante en las armas, en las banderas, en los vestidos sacerdotales; suscita la fe en la enseña del Gran Rey. «Ora avancéis, ora retrocedáis; sea que hiráis o seáis heridos, invocad el Nombre de Jesús. Sólo en él está la salud». Es él el generalísimo espiritual de los Cruzados, él quien dirige la batalla naval a orillas del Danubio para desvirtuar el bloqueo de Belgrado; después de la victoria, sus setenta años no temen estar once días con sus noches de pie entre los soldados, animando todavía a la resistencia a la ciudad amenazada. Él dirige la defensa y debajo de las torres que amenazan ruina, contra la voluntad de Juan Huniades, organiza la salida que, al Santo Nombre de Jesús, pone en fuga a los turcos, determinando la famosa victoria de Belgrado. San Juan de Capistrano muere poco después, en Esclavonia, heroico caballero de la Cruz y de la civilización latina frente a los bárbaros.

Continúa su misión San Jaime de la Marca, estudioso de Dante y colector de libros para sus hermanos de Monteprandone, que se había especializado en la conversión de los herejes, combatiendo durante veinte años a los fraticelos en Italia. Nombrado por Roma legado contra todas las herejías, recorre en sandalias a Europa desde Noruega a Iliria, disputa contra los judíos en Pomerania, con los valdenses en la Alemania meridional, con los husitas en Bohemia, con los cismáticos en Hungría y Bosnia, y muere en Nápoles en 1476, llevando ante Dios una mies inverosímil de bautizados y convertidos.

En los nombres de estos apóstoles se resumen los de todos los franciscanos que predicaban en Oriente contra las hordas musulmanas, en Occidente contra las terribles bandas de los husitas, taboritas, valdenses, ante las cuales huían las milicias del Imperio.

LOS PREDICADORES DE PENITENCIA Y SU MISIÓN

Los predicadores de penitencia, del tipo, inimitable por su sobrenatural equilibrio, de San Bernardino, son incontables en el siglo XV. Italia tiene, entre otros, a Roberto de Lecce, Querubín de Espoleto, Marcos de Bolonia, el Beato Miguel de Carcano, el Beato Ángel Carletti de Chivasso. Éste, docto teólogo y orador, fue nombrado por Sixto IV comisario de la cruzada contra Mahomet II, y por Inocencio VIII comisario y nuncio contra la invasión valdense en los valles de Luserna, y extendió su obra de confesor y director espiritual hasta un príncipe como Carlos I de Saboya, y damas de virtud heroica como Santa Catalina de Génova y la Beata Paula Gambara-Costa.

Alemania tiene a Juan Brugman y Teodoro Cölde; Francia, a Juan Tisserand, Antonio Fradin, fray Ricardo, el sostenedor de Carlos VII y de Juana de Arco, capaz de dominar durante diez u once horas seguidas un auditorio de cinco a seis mil personas, y el mayor de todos, Oliverio Maillard, el culto teólogo que predicando se hace plebeyo, macarrónico, burlesco, hasta cantar desde el púlpito. Terriblemente severo, sobreabundante de personificaciones del diablo y de la muerte, fray Oliverio presenta violentos contrastes: es suave como una clarisa, cuando habla de Jesús; libre como un autor de cuentos picarescos, paradójico y satírico como un precursor de Rabelais, cuando fustiga los vicios.

Estos predicadores tienen todos varios aspectos comunes: el argumento moral en la encuadratura homilética, la sátira de las costumbres, el tono popular; mas cada cual defiende una devoción o una institución benéfica que le enamora: San Bernardino de Sena, el Santo Nombre de Jesús y la caridad con los encarcelados; el Beato Bernardino de Feltrio, los Montes de Piedad, el primero de los cuales fue fundado en Perusa en 1462 por la predicación de dos franciscanos, Bernabé de Terni y el Beato Miguel Carcano, de Milán, contra la vampírea usura de los judíos; el mismo Beato Miguel, amigo de Francisco Sforza y confesor de Blanca María, promueve la fundación y mejoramiento de los hospitales; San Jaime de la Marca y Juan Tisserand, la rehabilitación de las mujeres extraviadas. Algunos cultivan el ramo místico, delicadísimo, de la predicación claustral, como Juan de Settimo en Florencia y Esteban Fridolin, director de las clarisas de Nuremberg, autor del Maggio y del Autunno spirituale.

En Alemania muchos desenvuelven con amplitud el tema de la Pasión, como fray Juan Kannemann, fray Juan Meder, fray Enrique Werl; en Italia otros siguen el mismo rumbo, recurriendo aun a medios dramáticos que recuerdan los dramas sacros medievales; algunas veces violentan el don de la palabra en la porfía poco laudable de excitar la conmoción del público. Estos medios no eran del agrado de San Bernardino de Sena, mas los últimos predicadores del siglo XV, por ejemplo Roberto de Lecce, los emplearon.

En fin, algunos franciscanos doctos en las ciencias sagradas y profanas, intuyendo las exigencias culturales del siglo, escribieron prontuarios y manuales para uso de los predicadores. El más famoso, hasta por el nombre inspiradísimo, es el Dormi secure de fray Juan de Werden, el cual intituló así su obra: Sermones dominicales cum expositionibus evangeliorum per annum satis notabiles et utiles omnibus sacerdotibus pastoribus et capellanis, qui dormi secure vel dormi sine cura sunt nuncupati, eo quod absque magno studio faciliter possunt incorporari et populo praedicari. ¡Vaya! Un título no puede prometer más a los interesados. Logró un éxito fabuloso: ochenta y nueve ediciones en menos de cien años. Esto demuestra que las obras que favorecen la ignorancia, la pereza y las demás debilidades de los lectores tienen frecuente fortuna.

EL PENSAMIENTO TEOLÓGICO

Donde se revela vibrante el pensamiento franciscano aun en el siglo XV es en la defensa de la Inmaculada, sostenida en el concilio de Basilea y después en todo el siglo contra los adversarios maculistas.

Su más autorizado paladín fue una de las figuras representativas del humanismo, Francisco de la Royere de Albissola, que luego fue Sixto IV. Este franciscano, teólogo y filósofo, gran admirador de San Agustín y de Escoto, maestro muy oído en Padua, en Bolonia, en Pavía, en Siena, en Perusa, tanto que pudo decir Argiropulo que no había un docto en Italia que no hubiese oído a Francisco de la Rovere, y Vespasiano de Bisticci, «que era maravilloso escotista», llevó al pontificado la noble pasión del privilegio de María, y en 1472 publicó el tratado De conceptione B. Virginis contra errorem cuiusdan Carmelitae Bononiensis, importante, a más de por el contenido, por la autoridad del autor; aprobó la Misa y el Oficio en honor de la Inmaculada compuestos por el Beato Bernardino de Bustos, y con la bula Gravi nimis de 1481 condenó a cuantos hubieren osado afirmar que la Iglesia no celebraba la Inmaculada Concepción de María, sino sólo su Concepción espiritual y su santificación. Ningún pontífice había afirmado tanto. Como en las líneas fundamentales del pensamiento y de la piedad, así también en la vida y en el porte Sixto IV se mantenía fraile menor. Los hábitos pontificales le embarazaban; afable y jovial, era «in dando hilarior», y, sintiendo con franciscana concretez el pulso del siglo, convertía la cultura humanística en apostolado, enriquecía de libros preciosos la Biblioteca Vaticana y llamaba a dirigirla a Platina, restituía a Roma la grandeza de los monumentos antiguos y la belleza de los edificios nuevos, rodeándose de los mejores artistas contemporáneos, de suerte que mereció el título de urbis restaurator y urbis renovator.

Obra de estudio y de piedad realizaba Enrique Harpio, latinamente Harpius, guardián del convento de Malinas, muerto en opinión de santidad en 1477, con su Eden contemplativorum, fundado en la doctrina de Ruysbroeck, y con su Theologia mystica, que, no obstante algunas fórmulas excesivas, por las cuales fue puesta en el índice y un siglo después expurgada, es y será siempre obra profunda y digna de meditación, como el Indica mihi de un observante anónimo de Amsterdam, inspirado en San Bernardo y en las Meditationes del seudo San Buenaventura y que celebra la devoción a la Humanidad de Nuestro Señor. Fray Lucas Pacioli de San Sepolcro, no teólogo, sino arquitecto y matemático insigne, merece un puesto en la historia de las ciencias entre León Bautista Alberti y Leonardo de Vinci, pues hizo progresar el álgebra e inició los estudios que se dicen hoy de contabilidad.

«LA FRANCESCHINA»

No obstante su color histórico, es también obra de pura piedad La Franceschina de Santiago Oddi, noble perusino, que, atraído por la palabra y ejemplos de San Bernardino de Sena y San Juan de Capistrano, tomó el hábito de los menores en 1448 y vivió y murió en Monte Rípido, venerado de sus conciudadanos. Specchio dell'Ordine dei Minori es el verdadero título que él dio a su grueso volumen, dividido en trece capítulos, «o propiamente libros, correspondientes a los trece compañeros de nuestro glorioso Padre San Francisco», mas contemporáneos y posteriores lo denominaron más breve y latinamente La Franceschina.

Debe su originalidad literaria esta obra al sublime descuido del óptimo Santiago Oddi per il bello parlare ornato, et per l'arte tuliane e platonice entonces de moda, que el autor poseía perfectamente. Su período y su vocabulario son de genuina cepa umbra; su narración marcha sin preocupaciones literarias, mas con mucha unción y compunción, que emulan el candor y la eficacia representativa de las Florecillas. Retratos, siluetas, sucesos, portentos están descritos con la atrevida tranquilidad de los primitivos, que no temen ni evitan equivocarse con tal de convencer, y sus páginas compiten con los frescos de ciertos anónimos pintores umbros, que conservan su primitivismo hasta los umbrales del siglo XVI, siendo al par encantadoras y pueriles.

Parece, pues, obra muy alejada del humanismo y unida a la familia del Espejo de perfección, de la Leyenda de los tres compañeros, de la Leyenda antigua, de las Florecillas, de las Conformidades, mas, por su fundamental tendencia «a representar en los varios tipos las virtudes franciscanas personificadas», La Franceschina participa de las biografías humanísticas, mientras por su sencillez conscientemente popular es la epopeya más completa en prosa de la tabla redonda franciscana. El P. Francisco Mauri de Spello, que en 1550 recogió el plan de La Franceschina para su poema heroico la Francisciade, protagonista San Francisco y sus caballeros, no logra el sabor de la obra de Oddi, quizá porque el vulgar umbro responde harto mejor que el latín a la auténtica espiritualidad del Poverello. Él, el gran Santo, habló en el vulgar umbro, pobre de vocablos, pero rico de interioridad y de ternura; no habló el augusto latín ni siquiera el fino toscano.

Una simpática característica de Santiago Oddi es la de poner de relieve tan sólo las figuras de los santos, y en los santos no la humanidad, sino la santidad, cercenando de sus fuentes, algunas espiritualísticamente tendenciosas, cuanto puede mermar la perfección de sus héroes. No es parcial. No se ocupa en las contiendas entre celantes, relajados y moderados; no entra en las embrolladas cuestiones de que -como umbro- fue testigo ocular. Diverso, en esta superior imparcialidad, del vivo y realista fray Bernardino Aquilano, autor de la Chronica Fratrum Minorum Observantiae, y de Nicolás Glassberger en la Chronica Ordinis Minorum Observantium, Santiago Oddi tiende únicamente a dar un espejo de virtudes personificadas en aquellos devotos imitadores de Cristo que sobresalieron entre los franciscanos.

LAS MISIONES

El nuevo peligro musulmán absorbe las Misiones en el siglo XV. La potencia turca apretaba los confines sudorientales de Europa, invadía los Estados mogoles del Asia central, cortando en ellos por siglos el progreso del Cristianismo. De Guillermo de Prado, doctor de la Universidad de París, y de sus setenta compañeros, enviados a China por Urbano V, nunca se tuvo noticia. ¡Tristeza de nobles vidas desaparecidas! También la Custodia de Tierra Santa corrió gravísimo peligro y fue mantenida a precio de sangre; pero en 1411 los franciscanos consiguieron de los turcos el permiso de restaurar la basílica constantiniana de Belén, y en 1421 una bula pontificia les confirmó los Lugares Santos contra las pretensiones del Patriarca de Jerusalén, del obispo de Belén, de los benedictinos de Josafat y de los canónigos de Sión. Justamente confiaba la Iglesia el País de Jesús a los descendientes espirituales del hombre que fue el primero en recorrerlo solo con la Cruz y sólo por el triunfo de la Cruz. Mas los esfuerzos de los judíos por ocupar el Cenáculo, que decían que guardaba la tumba de David, y las pretensiones de los georgianos al monte Calvario y las persecuciones de los turcos no cesaron.

Con breves intervalos de tregua los franciscanos se ven asaltados en sus conventos por ladrones aventureros, o echados por perseguidores autorizados, y tienen que huir por montes y valles si no quieren padecer cadenas y torturas y después la muerte. Entretanto, los santuarios van cayendo en manos de judíos, de musulmanes, de sectas fanáticas, y cuando los franciscanos, por bondad repentina de algún califa, recobran su posesión, tienen que reedificar desde los cimientos con incansable fe. Tan invencibles permanecen contra las hordas islámicas en Servia, Bosnia y Moldavia. Francisco Suriano, gentilhombre de Venecia, que al vestir el hábito franciscano no perdió la vocación atávica de navegante, refiere las tribulaciones y méritos de los franciscanos en Palestina en su Trattato di Terra Santa e dell'Oriente, rico de noticias interesantes y seguras, pues fue dos veces enviado de Roma como. comisario del Líbano. Entretanto, el descubrimiento de Madera y de las Azores, la ocupación de cabo Verde y de las costas de Guinea y luego el descubrimiento de América abren al apostolado franciscano un campo vastísimo.

LAS CLARISAS

Por donde pasó San Bernardino de Sena reformó los conventos de las clarisas según la primera Regla de Santa Clara. Ahora se repitió el hecho observado en el siglo XIII. No las plebeyas, no las lugareñas, sino las patricias acudieron adonde era de regla la pobreza, prefiriéndola al relativo desahogo de otras órdenes; y es de notar que las patricias del siglo XV tenían en sí exigencias y delante de sí un porvenir que no tenían las castellanas medievales. Eran cultas: sabían el latín y el griego, de música y pintura; rivalizaban con los humanistas; podían anhelar a la soberanía de una pequeña corte; tales Cecilia Gonzaga, discípula de Victorino de Feltrio, la cual a los nueve años pasmó al Papa con un discurso en griego; Catalina Vigri, educada con las marquesitas de Este, que tocaba la viola y pintaba primorosamente; la Beata Bautista Varano, que en la adolescencia alternaba visiones místicas con lecturas de clásicos entre los plúteos esculpidos de la biblioteca paterna y rechazó todas las ofertas de un porvenir principesco para desposarse con Cristo en la Regla de las clarisas pobres. De aquí una literatura claustral femenina nueva, adherente a la vida, más empapada en la cultura humanística, de la que tenemos dos muestras en el Trattato delle armi spirituali de Santa Catalina de Bolonia, y en la Lauda spirituale y en los Dolori mentali di nostro Signore Gesù Cristo de la Beata Bautista Varano de Camerino: el primero, profundo de psicología ascética; los otros dos, bellos de ternura humana y elevación mística. Esta nueva literatura está fundada en gran parte sobre la nueva cultura y sobre el sentimiento de la belleza propio del siglo XV, mas en parte aun mayor se funda en aquel modo de meditar por imágenes evidentes que tuvo sus perspicuos ejemplares en las Meditationes vitae Christi de los franciscanos del siglo XIII.

La Clarisa que hizo de su vida una obra maestra, levantándose a la altura de reformadora, es Santa Coleta de Corbeya. Qué misterio de fuerza y de dulzura hubo en esta virgen palidísima, acaso mucho más atrayente en la austeridad de su excepcional palidez, lo supieron los religiosos que, dirigiéndola, la obedecieron; lo supo Benedicto XIII, el antipapa francés, que en 1406 la constituyó reformadora de la Orden de Santa Clara y le permitió dirigir, por medio de su confesor, a los frailes menores que hubiesen abrazado su Reforma; lo supo el ministro general de la Observancia aviñonense, que le dio autoridad de vicaria sobre los mismos frailes reformados; lo supo San Juan de Capistrano, que, delegado por Eugenio IV para reunir a la obediencia las restantes reformas menores, no consiguió separarla de la fidelidad a los conventuales; más tarde fue él, el futuro vencedor de los turcos, a inclinarse ante ella, la cérea abadesa, para confirmarle, como visitador general de la Orden y nuncio apostólico, los privilegios ya concedidos a su Reforma y el permiso de escoger por sí misma los visitadores de sus monasterios; lo supo Amadeo VIII de Saboya, cuando, obstinándose en aceptar la tiara de antipapa, vio erigirse como opositora a la que había sido su amiga, su protegida y súbdita fiel en los conventos de Orbe y Vevey. Santa Coleta reformó diecisiete monasterios según la estrecha pobreza de la Regla primera de Santa Clara, a la cual añadió sus Constituciones. Extendió también su influencia a algunos conventos de menores que en el siglo XVI se unieron a la Observancia. Así como en Italia entre las clarisas pobres, así también en Francia entre las coletinas y en España so el escapulario blanco y el manto azul de las concepcionistas, fundadas por la Beata Beatriz de Silva en honor de la Inmaculada y dependientes de la Observancia, se acogieron doncellas de la nobleza, quizá porque el orgullo atávico, estimulándolas a lo más difícil, les daba a entender que la pobreza es la mayor aristocracia.

FLORES DE SANTIDAD

La obra social de las clarisas pertenece a ese grande apostolado anónimo de la Iglesia que pasaría invisible al mundo si de vez en cuando no lo revelase algún hecho. Es el caso de Santa Coleta, que, contemporánea de Juana de Arco, hizo obra de unidad espiritual en la nación desgarrada por la guerra. «Sans cesse en route comme aiguille diligente à travers la France déchirée - Colette en recoud par dessous les morceaux avec la charité», ha cantado Pablo Claudel. Y ejerció un influjo saludable sobre Juan Sin Miedo y mucho más sobre Jaime de Borbón. Curiosa figura entre príncipe y aventurero, Jaime combatió sin fortuna contra los turcos en Bulgaria, contra los ingleses en la Mancha, contra los armañac en Francia. Luego, el descendiente directo de San Luis de Francia probó su última aventura desposándose con aquella perla de Juana II que le coronó rey de Nápoles. Fue, como se podía prever, una corona de ignominia, y al cabo de pocos meses Jaime la abandonó; mas le quedó el título de rey, y por ventura no le pareció haberlo pagado caro en demasía.

Retornó a sus dominios de la Marca Lemosina, junto a los hijos de su primer matrimonio, y por mediación del P. Enrique de Balma tuvo conocimiento de la Madre Coleta. Al punto plegó a su encanto y, sometido a ella como un niño, la siguió a Vevey y puso a disposición de su generala cuanto poseía: autoridad, amistades, riquezas de príncipe. Dos hijas suyas se hicieron coletinas, un hijo observante, y él mismo, a la muerte de Juana II, tomó el hábito de la Primera Orden de manos del P. Enrique de Balma, confesor de Santa Coleta, en la iglesia franciscana de Besançon. Tras la grada del coro sus hijas, ya sores, y su madre espiritual, miraban y oraban. En su conventillo, frente al monasterio de Santa Coleta, el fraile rey cultiva el jardín, ayuda en la cocina, barre, pone la mesa, lava la vajilla como un pobre lego. Su madre espiritual le alienta: «Le labeur est brief, le repos est long, pour petit de peine, on rechevera grand louer».

Fray Jaime está muy preparado para la muerte. De lo pasado le queda sólo una cuchara de concha y una escudilla de madera de olivo cercada de plata, con sus armas esculpidas en una planchita ovalada de lo mismo. Al porvenir terreno ha provisto con un testamento minuciosísimo en el que ordena, «con conocimiento cabal y firme propósito», que se le sepulte a los pies del monumento de su reverenda y bendita Madre Sor Coleta, «en quelque lieu ou église que son corp reposera». Cuando siente cercana la agonía, el antiguo rey manda que lo lleven a la iglesia de las Clarisas y, extendido con los pies desnudos sobre un jergón de paja en la capilla del Santísimo Sacramento, acompañado de las oraciones de Santa Coleta y de las hijas, que velan bañadas en llanto desde el coro, espera la última hora, alabando a Dios por haberle arrancado de las abominaciones del siglo para hacerle entrar en el paraíso de la religión: «Quelle obligation n'ai-je pas à la Sainte qui m'a converti et qui prie pour moi! Oh, qu'il est doux de mourir comme je meurs!». Poemita casi ignorado de vida franciscana este de Santa Coleta y de fray Jaime Rey.

Otras figuras de santos tiene el siglo XV. Por ejemplo, el Beato Enrique de Dinamarca, que con sólo el vestido de terciario encima huye de la corte y se recoge a contemplar en las selvas, hasta que sus duques, después de largas pesquisas, le hallan y vuelven al trono; pero huye de nuevo y esta vez lejos, a Italia, para morir como un pobre peregrino en Perusa. El Beato Malatesta de Rimini, flor singular en aquella corte voluptuosa y violenta -que no huye, antes se liga a sus deberes de esposo y de príncipe-, muere joven, consumido por la caridad, por la nostalgia de la virginidad y de la pobreza.

El poema franciscano sube a la altura de la epopeya con Juana de Arco. Una leyenda, que como símbolo tiene su valor, dice que Santa Coleta pasó a Domremy cuando Juana estaba en mantillas; la bendijo y le dejó un anillo que tenía grabadas tres cruces y los nombres de Jesús y María, que la joven guerrera llevó más tarde en los combates. Otra leyenda refiere el encuentro de las dos santas (no imposible, pues fueron casi contemporáneas) en Moulins, en casa de una amiga común, la duquesa de Borbón. La historia dice más: dos frailes menores tuvieron parte notable en la misión de libertadora, y fueron: el obispo Juan Raphanel, capellán y confesor de la reina María de Anjou, mujer de Carlos VII, y de su madre Yolanda de Aragón, el cual la examinó en Chinon, la reconoció como enviada de Dios y facilitó su entrevista con el rey; y el predicador fray Ricardo, que, vuelto de Tierra Santa hacia el 1428, sostuvo con su elocuencia la empresa de Juana, despertando el sentimiento patriótico en las poblaciones, especialmente de las diócesis de Châlons y de Troyes, y después de la rendición de Troyes acompañó a la joven en sus expediciones. De él aprendió Juana a amar el Santo Nombre de Jesús, que mandó pintar en su bandera a imitación del anagrama bernardiniano, aquel Nombre que fue su grito de combate, de victoria y de agonía.

Si entre los terciarios del siglo XV no podemos con certeza colocar a Cristóbal Colón, porque la crítica histórica niega esta preciosa leyenda, es cierto que el egregio navegante tuvo en los escritos de Bacon y en la tradición de Lulio un primer estímulo a sus viajes, en el guardián de Santa María de la Rábida el primer protector, en el convento de Valladolid el último refugio de la pobreza y de la paz.

La Tercera Orden regular adquiere en este siglo decidida fisonomía. A los comienzos de él cuatro congregaciones a lo menos obtuvieron del Papa la solemne aprobación, con facultad de reunirse en capítulo, elegir el superior general, compilar Estatutos o Regla -sobre la Regla de Nicolás IV- y adoptar un hábito. La primera fue la holandesa, aprobada en 1401; la segunda, la belga, en 1413; la tercera, la española, en 1442; finalmente, la italiana, aprobada por Nicolás V en 1447.

Los fundadores de la nueva Orden y en cierto modo los legisladores (hasta que León X en 1521 y Pío XI en 1927 dieron una Regla bulada) han sido los terciarios seculares, los cuales -aemulantes charismata meliora- han elevado la Orden al estado regular.

EL ARTE FRANCISCANO DEL SIGLO XV

El arte, que en el siglo XIII recibe nueva vida de la espiritualidad franciscana, produce en el XV obras incomparables por la medida, limpieza de líneas y de tonos, a la manera que la Observancia trae a los contrastes del siglo alta palabra conciliadora. No falta el choque contra el paganismo renaciente; mas, si algunos humanistas lanzan vituperios a los frailes, si después de la predicación se encienden en público las hogueras de la vanidad, por otra parte San Bernardino de Sena aconseja estudiar a Cicerón al lado de San Jerónimo y, recogiendo el concepto de San Buenaventura, ama la belleza y quiere que resplandezca en la pobreza; por eso los conventos de la Observancia se levantan en los sitios más alegres, con sencillez de líneas, pero elegantísimas; por eso, inspirados en las leyendas franciscanas, trabajan para iglesias y conventos franciscanos Alunno y Gozzoli, Ghirlandaio y Lucas della Robbia, Donatello y Benito de Maiano, León Bautista Alberti y Agustín de Duccio. Las Meditationes vitae Christi, atribuidas a San Buenaventura, continúan ofreciendo motivos dramáticos y conmovedores a los poetas de las laudes y de las sacras representaciones; los episodios de las Fioretti reviven en las de Antonia Pulci, cuñada del poeta de Morgante.

Aun no había muerto San Bernardino de Sena y ya el arte se ocupaba en él. Su figura de asceta, enjuto de carnes, ojos azules, frente espaciosa, barba afilada, boca encogida, cautivaba a los artistas; su humanidad le hacía amable y representable, o predicando en público a la multitud bipartita de hombres y mujeres, o de pie con la estampa del Nombre de Jesús a los pies del Crucifijo, o al lado de la Virgen sentada en su trono, o en sacra conversación con los Santos que más amaba y citaba, o triunfante entre un vuelo de ángeles y de virtudes cristianas, vestidas y compuestas con elegancia helénica. El arte intuyó y personificó en él el espíritu de la Observancia y cuanto bien hizo la Observancia al siglo, suscitando con la oración y la pobreza, con la palabra vivificadora, obras admirables de asistencia social, afrontando y penetrando las cuestiones más candentes del tiempo: unión de la Iglesia oriental, conversión y represión de los herejes, lucha contra los turcos y los judíos, reforma de las costumbres y de las leyes.

Pero el mayor don que hizo la Observancia al siglo XV fue quizá la línea cristiana del amor y de la simplicidad entre el individualismo prepotente y el estetismo paganizante del humanismo. Sólo una iglesia franciscana podía acoger, debajo de su pobre bóveda de armadura y sus desnudas arcadas, el sueño de amor y de gloria de un capitán del siglo XV, transformado en monumento de arte por la fantasía de un enamorado de la belleza clásica, como León Bautista Alberti. El templo malatestano de Rímini parece a muchos, y también a algún insigne historiador, una profanación y una traición al ideal cristiano; mas cumple observar que, en realidad, profetas y sibilas, ángeles y genios danzantes, delicados florones de los balaustres y cestas marmóreas rebosantes de racimos en torno a las pilastras, escenas de la Biblia y símbolos del zodíaco y de las cuatro estaciones significan, en sentir de otros, una sola cosa: que el universo entero en la materia y en el espíritu, en la historia que se muda y en lo divino que permanece, en el dolor y en el amor, hasta en el frágil amor humano que se encierra en dos letras y en una sílaba, todo el universo celebra a Dios y se redime en Cristo. Esto dice aquel extraño templo, único en su género; y esto puede decir en el nombre de San Francisco, cantor de las criaturas.

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NOTAS BIBLIOGRÁFICAS
3.- OBRAS REFERENTES AL SEGUNDO CAPÍTULO
3.- Siglo XV

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