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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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Capítulo segundo IV. EL SIGLO XVI La armonía que distingue la época de San Bernardino de Sena no duró mucho tiempo; no podía durar. El renacimiento clásico degeneró en todas partes en concepción pagana de la vida; el individualismo, en indiferencia o rebelión religiosa. El XVI, siglo de pasión para la Iglesia, es siglo de lucha y de austeridad para el Franciscanismo, que se divide para padecer, para crecer, para edificar. Corre el segundo decenio del siglo; Francia y España luchan por el dominio de Italia y el predominio en el mundo; Inglaterra camina, con paso lento y seguro, hacia una riqueza y una libertad que le preparan el señorío de los mares; en Alemania, excitación de pueblos y conciencias; en Italia, imperio intelectual y flaqueza moral; en Roma, una corte de Médicis, una constelación prodigiosa de artistas, soberbia elegancia. FRANCISCANISMO Y RENACIMIENTO Los franciscanos luchan por los fueros de la pobreza como en plena Edad Media. En mayo de 1517 acaeció un hecho harto doloroso, que no puede pasarse por alto ni en una rápida ojeada histórica como la presente, más del espíritu franciscano que de la Orden: la bula de separación entre conventuales y observantes expedida por León X. Aun dividiendo claramente las dos ramas, la bula comprende en el único nombre originario de frailes menores a todos los franciscanos, si bien deja al general de los frailes menores de la Observancia el sello de la Orden y la jurisdicción sobre las restantes ramas secundarias de clarenos, amadeístas y descalzos. Circunstancia notable: es cabalmente León X, el Pontífice de la magnificencia, quien distingue con ojos sobrenaturales a los hijos de la pobreza. Esto sucedió en 1517, tres meses antes que Martín Lutero fijase sus noventa y cinco tesis en las puertas de la iglesia principal de Wittenberg. Sobre las poblaciones alemanas inquietas de exuberancia física, de prepotencia atávica, de apremios místicos; muy descontentas de sus príncipes y señores, del Imperio que los ampara y de la Iglesia que los legitima, la herejía protestante corre y flamea como llama agitada del viento sobre un cañaveral. Se propaga con diversos nombres y sectas en Inglaterra, en la Francia septentrional, en algunas zonas de Italia y España, hallando terreno abonado en la indiferencia religiosa, en la cultura neopagana, en los odios de partidos, en los vínculos políticos y económicos. Como en la Edad Media al desencadenarse las herejías, así también ahora, en el nuevo y más grave peligro, vio la Iglesia levantarse en su defensa milicias nuevas, adaptadas a los tiempos y a los enemigos. Todas las congregaciones religiosas de este siglo, comenzando por la más numerosa y potente, la Compañía de Jesús, combatieron con la caridad y con la verdad en el campo de la beneficencia, de la predicación, de la educación, para salvar los pueblos de la herejía, por arrancar de la herejía a los caídos. Por otra parte, las antiguas milicias de agustinos, carmelitas, benedictinos, camaldulenses, dominicos, frente al peligro resucitan a nuevo fervor y no sólo se ratifican en la propia Regla, sino que muchas veces sobrepujan la letra y el espíritu, imponiéndose mortificaciones durísimas, prolijas meditaciones, vida retirada, haciendo obligatorio lo que era facultativo, motivo principal lo secundario. Los franciscanos toman un puesto notable en esta corriente de renovamiento en el rigor. También ellos, guardias veteranos del Rey, corren a la línea de fuego con dos armas: la penitencia y el amor. La penitencia para sí. A la verdad, lo que distingue a la Observancia en el período de la Reforma y después de él es la necesidad de esmerarse en el rigor, de apretar cada vez más la cuerda, de padecer, de expiar. Aquí será bien considerar la coherencia interna y la continuidad ideal del Franciscanismo en dos distintos momentos de su historia: Edad Media y Renacimiento. En el siglo XIII el movimiento de reacción contra la herejía, enderezado a disciplinar aquel llamamiento al Evangelio por el que la herejía logró seducir y engañar a muchos, y el movimiento de reacción contra un cierto seudoascetismo negador preponderante en algunas corrientes medievales, fueron franciscanos. El Franciscanismo sólo en apariencia y por algunos rasgos exteriores se asemeja a los movimientos hereticales y a los intransigentes ascetismos; él fue, en cambio, el que restableció el equilibrio de la espiritualidad ortodoxa del primitivo Cristianismo. Las bodas con la Dama Pobreza y el Cántico del Hermano Sol despiertan en el pueblo cristiano la espiritualidad de los primeros tiempos: austera, pero más enamorada que medrosa de Dios; cerrada al placer, pero abierta a la belleza; penitente, pero jocunda. En el siglo XVI el movimiento de reacción contra la herejía protestante y la herejía práctica de la vida semipagana fue también, en gran parte, franciscano. Uno de los gritos más altos contra el error transalpino y la relajación doméstica, uno de los llamamientos más severos a la renuncia, vino de aquella misma Orden que en su fundador y en sus mayores representantes dio muestras de apreciar como ninguna otra el don divino de la vida; y no vino tanto en forma de recriminación y de amenazas predicadas o escritas cuanto en la forma harto más impresionante y convincente del ejemplo. El descontento perpetuo de la virtud conquistada, la necesidad de volver a los orígenes para progresar, que sellan con un trabajo especial, acaso con un especial martirio, el espíritu franciscano, determinaron en el siglo XV el impulso reformador de la Observancia, que enseñó las palabras de la belleza y de la armonía cristiana al humanismo, ensanchó las fronteras de la Fe en las tierras eslavas y suscitó en Italia y en Europa las más benéficas instituciones sociales. La misma sed inextinguible de perfección atormentó a la Observancia, apenas conseguida la autonomía en 1517, y dividió sus filas en nuevas corrientes de reforma, de las cuales la más robusta y autónoma, tanto que se separa de la Orden, fue la de los capuchinos, reconocida oficialmente por Clemente VII en 1528. El retorno a los orígenes franciscanos en pleno Renacimiento es algo más sorprendente que la misma aparición del Franciscanismo en el siglo XIII, ya que en éste se hallaban seglares que abrazaban la pobreza evangélica y la predicaban en las plazas. Eran herejes a veces, cuanto se quiera, pero se hallaban y el pueblo estaba habituado a verlos. Entonces la opinión pública no juzgaba de modo diverso que la conciencia cristiana, así como la cultura y el arte no discordaban del ideal cristiano. Pero en el siglo XVI toda deformación de la línea, toda alteración de la armonía, desagradaban; el amor de esta vida, tal como se presenta con sus estremecimientos de placer y de dolor, atraía por sí mismo casi sin ninguna preocupación de la eternidad; tanto, que fue necesaria la mutilación del protestantismo para hacer volver a los católicos al camino real de la Iglesia. Con todo, un substrato de fe harto más profundo de lo que los historiadores, y especialmente los extraños, reconocen, debían de tener aquellos italianos del Renacimiento, cuando, no obstante el antagonismo con el espíritu del siglo, el movimiento franciscano no pareció anacrónico, antes fue favorecido cabalmente de la clase social menos apta, cabe suponer, para comprenderlo: el patriciado. El Franciscanismo tuvo secuaces aun en medio del florecimiento de órdenes nuevas nacidas de las exigencias de las nuevas luchas por la Fe y que combatían los errores del siglo con las mismas armas culturales del siglo. REFORMAS FRANCISCANAS Su obra se extiende a toda España por medio de la predicación, de la dirección espiritual, de la correspondencia, de los escritos; reforma clarisas, alista terciarios, sube hasta Carlos V y Juana de Austria, que le quisieran de confesor; como ángel de consuelo entra en las familias, anda entre los pobres, entre los enfermos, entre los pequeños; penetra en las demás órdenes por medio de su amistad con el P. Luis de Granada, dominico; con San Francisco de Borja, jesuita; con Santa Teresa, carmelita; de Santa Teresa es el gran director espiritual y consejero en la reforma del Carmelo. Transfunde su sed de expiación en los descalzos, que de su nombre se llamaron alcantarinos; funda nuevos conventos y les da constituciones severísimas referentes a la pobreza, al ayuno, a las disciplinas y al sueño. Que tal austeridad de vida suscitase un sentimiento de admiración y de renovación en la sociedad del siglo XVI lo prueba el favor que encontraron al punto los recoletos en Francia y en los Países Bajos y, sobre todo, los capuchinos en Italia. Los recoletos pertenecían originariamente a las casas de Retiro dependientes de los observantes; mas, desde los primeros años del siglo XVI, merced a la protección de cardenales y pontífices, pudieron tener superiores autónomos y, sin desprenderse de la Observancia, continuaron siguiendo rigurosamente la Regla sine glossa y ejerciendo su apostolado, ya en las Misiones, ya en los ejércitos como capellanes militares. Los capuchinos, nacidos del ideal eremítico de algunos observantes, consiguieron pronto consolidarse, gracias a la protección de dos damas ilustres: Catalina Cibo, duquesa de Camerino, y Victoria Colonna. Clemente VII aprobó sus Reglas, dándoles el título canónico de Frailes menores de la vida eremítica y aprobando las disposiciones litúrgicas y pastorales de sus primeros estatutos (1529), que, a fin de reaccionar contra los abusos del siglo, limitaban en las iglesias regidas por los capuchinos el número de las misas cotidianas, y a sus frailes la facultad de oír confesiones. Mas no fueron estas novedades prohibitivas las que determinaron la pujanza de los capuchinos: fueron el celo e ingenio de sus jefes, que supieron desde luego dar trabazón a sus milicias, excluyendo los elementos de desorden o flaqueza, aunque fuesen los mismos iniciadores; fueron la paciencia en soportar todo linaje de persecuciones, el ardor en la predicación y la caridad en asistir a los apestados, con que se ganaron el amor del pueblo; fue, por último, el fervor de acción que se celaba en la fiebre reactiva de soledad. Efectivamente, cuando se alejaron las medidas prohibitivas y los capuchinos, con Gregorio XIII, pudieron salir al extranjero, desplegaron un apostolado activísimo que, señaladamente en la Francia del siglo XVII, conquistó las más estratégicas posiciones de la Fe y de la política. Casi contemporáneamente al nacer de los capuchinos, del tronco de aquella misma Observancia que había dado los recoletos y los descalzos germina -no se desgaja- la rama de los reformados de Italia. Esparcidos primeramente por las casas de Retiro ordenadas por el general Francisco Licheto, crecieron en pocos años, animados del mismo deseo de retorno a los orígenes, que en el Franciscanismo es siempre impulso a nuevo camino. Seguían un programa máximo, de conformidad integral con la Regla primitiva, de pobreza, de penitencia, de oración litúrgica y de meditación; posponían la preparación intelectual a la preparación sobrenatural para el apostolado, mediante el ejercicio de todas las virtudes. En el espacio de medio siglo alcanzaron tal incremento, que Gregorio XIII, con bula de 1579, eximió a los custodios de los conventos reformados de la jurisdicción de los provinciales, sujetándolos a la directa dependencia del general de los frailes menores. También ahora el tronco franciscano retoñece, sacrificando la rigurosa unidad a la libertad y al desarrollo, según la común ley de la existencia, porque la Orden es planta viva, no columna inmutable. Pero la pasión de la soledad y de la penitencia nunca hizo perder a las distintas reformas franciscanas la característica común de la acción. De la mayor austeridad salen los hombres más activos. El cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, que vistió el hábito de los menores a los cincuenta años, pasó los tres primeros haciendo vida casi anacorética, de donde le sacó la obediencia para imponerle los más altos cargos de la Orden, de la Iglesia y del Estado, cargos que desempeñó con un sentido tan firme del deber y tal amplitud de miras, que fue el jefe de la reforma eclesiástica española. Al gran cardenal debe España la definitiva victoria sobre los berberiscos; la conquista de Orán, llevada a cabo a sus expensas; la Universidad de Alcalá, fundada por él en ocho años, con cuarenta y dos cátedras; la famosa Biblia Complutense y, sobre todo, la cooperación importantísima que aportó a la Contrarreforma. La primera semilla fue de Cisneros. Con todo, este coloso, que en los estudios y en la acción reproducía el programa franciscano de San Buenaventura y de Bacon, de virrey de España, que le había creado Fernando, entró de nuevo en la silenciosa humildad y murió anciano, pobre, relegado a su diócesis, él, que había puesto debajo de sus sandalias la soberbia de los grandes de España. ¡Fin franciscano! Otro cardenal, Quiñones, era un descalzo de Sierra Morena, fray Francisco de los Ángeles, y fue general de la Orden, muy amado de Carlos V y Clemente VII, embajador secreto entre ambos en los meses terribles que precedieron y siguieron al saqueo de Roma y en otros momentos difíciles. El franciscano más asceta del siglo, San Pedro de Alcántara, fue predicador infatigable. La respuesta que dio al conde de Oropesa, que deploraba la perversión de su época, es conforme a la que dio San Francisco a quien le preguntaba si debía o no reconvenir a un pecador. Dijo San Pedro de Alcántara: «No se aflija vuestra señoría; hay un remedio sencillísimo para el mal. Comencemos vos y yo a ser como debemos ser y habremos remediado con ello lo que mira a nosotros; haga cada cual otro tanto y la reforma será a buen seguro eficaz. El daño está en que todos hablan de reformar a los otros y ninguno piensa en reformarse a sí mismo». Estas palabras del gran Santo declaran el programa de todos los franciscanos sin distinción en la lucha contra el protestantismo. La corrección para sí, la penitencia para sí; para los demás la predicación del ejemplo, del amor, de la palabra. Del amor sobre todo. La penitencia no torna duros y desabridos a estos verdugos de sí mismos; San Pedro de Alcántara, que se ha reducido a un manojo nudoso de raíces de árboles, no tiene la terribilidad de un profeta bíblico: es dulce. Y como él, con más o menos virtudes, los demás. LOS FRANCISCANOS Y LOS PROTESTANTES Lutero honró con su odio a los franciscanos. Confundiendo los preceptos con los consejos reprochó a su Fundador el hacer ley de pocos la observancia del Evangelio, que es ley de todos. Y cuando en 1510 salió en Milán la primera edición impresa del Liber conformitatum, adornada con magníficas xilografías, y muy difundida en breve tiempo, su amigo Erasmo Alber se mofó de los franciscanos en un libelo atroz: Der barfüsser Mönch Eulenspiegel und Alcoran mit einer Vorrede Martini Luther, o latinamente Alcoranus nudipedum, parodia sectaria y satírica del Liber conformitatum de Bartolomé de Pisa. Este libro blasfemo tuvo en pocos años tres ediciones. Los calvinistas se apoderaron de él, y en 1556 una traducción francesa de su Conrado Badio: L'Alcoran des cordeliers, difundió el libro por toda Europa. Fortuna inmerecida; el Alcoranus nudipedum informó el concepto pésimo que de los franciscanos tuvieron protestantes, racionalistas y enciclopedistas; en suma, toda la crítica anticatólica, desde Rabelais a Voltaire y demás. En el siglo XVI contra ellos dispara con preferencia sus tiros la prensa herética, de un modo obsceno, porque eran los religiosos más en contacto con el pueblo y su piedad afectiva, impulsiva, confiada, irritaba al formalismo de las nuevas sectas. Los franciscanos, así como habían sido los primeros en desaprobar a ciertos estúpidos predicadores de indulgencias, que perjudicaban a la bondad de la causa, así fueron los primeros en denunciar a Lutero. Mas su herejía no los tocó: poquísimos los apóstatas sobre millares de fieles, sobre centenares de mártires. La nueva ola heretical los halló devotísimos a Roma como en el siglo XIII, humildes en el pensamiento, francos, exentos, por su congénito principio de amor, de aquel espíritu crítico que es el germen de todas las rebeliones. La crítica la ejercitaban sólo sobre sí mismos y no tanto sobre las propias doctrinas cuanto sobre la propia conciencia. Se rasgaban internamente en la lucha por la pobreza; mas, en presencia del enemigo de la Fe, frente único. La división en tres filas, distribuyendo las posiciones, favorecía a los combatientes. Los conventuales, cultivadores de los estudios clásicos, ocupaban los centros universitarios, predicaban en los mayores púlpitos, hablaban en las cortes, publicaban obras apologéticas, custodiaban amorosamente las grandes basílicas que revelan al pueblo y a los estetas la belleza del ideal franciscano. Los observantes y los reformados, desde San Bernardino de Sena en adelante, tornaron a la tarea de la predicación popular sobre la trama de la Sagrada Escritura. Los capuchinos bajaban de sus eremitorios a los mercados y plazas a predicar «vicios y virtudes, pena y gloria» con una nota apocalíptica que, unida a sus ásperos semblantes de Padres del yermo, produjo fuerte impresión en el pueblo. Todos juntos formaban un ejército considerable. En 1520 el general Francisco Licheto dispuso que en todos los conventos se preparasen especiales predicadores contra el luteranismo; en el Capítulo general celebrado en Carpi (1521) prescribió la oración y la resistencia. La oración se dirigía especialmente a la Madre de Dios, destructora de todas las herejías, y por esto en todas las horas canónicas debía añadirse: «Gaude et laetare, Virgo Maria, quia cunctas haereses sola interemisti in universo mundo» con el verso «Dignare me laudare te» y las oraciones «Gratiam tuam» y «Ecclesiam tuam». La resistencia debía llegar hasta el martirio: «Ut divini verbi gladio usque ad sanguinem resistatur». Y fue escuchado. Los franciscanos alemanes, viviendo en el centro del luteranismo, comprendieron antes que los demás la necesidad de la cultura para contraatacar a los enemigos. Juan Wild observaba que los protestantes no reparaban en gastos para atraer a los doctos y que los católicos debían persuadirse de que el dinero mejor gastado era el que se empleaba en los estudios y en ayudar a los estudiosos. Herborn deploraba la insuficiente preparación de los religiosos, muchos de los cuales preferían la despensa a la biblioteca. Entretanto, los que tenían las armas a punto combatían con la voz y con la pluma, y su táctica iba enderezada por aquel sentido de concretez que distingue a los franciscanos. Juan Pauli, un conventual alsaciano, muerto en 1530, lector, predicador y escritor, que poseía admirablemente su lengua, presentó batalla a los protestantes con una obra satírica: Schimpf und Ernst, publicada en 1519, que se hizo pronto popularísima, como el Narrenschiff de Brant; con el arma del ridículo impidió centenares de apostasías. Otro conventual alsaciano, el P. Tomás Murner, enderezó el arte contra los protestantes, valiéndose de su vena de poeta laureado por Maximiliano I y de su vasta y genial cultura que tan odiado le hizo de los zuinglianos, cuando enseñaba leyes en Basilea, y tan formidable a los herejes ingleses cuando Enrique VIII le llamó a refutarlos. Escribió un poema dialogado, cuyos interlocutores eran él y Lutero, con el título: Vom grossen lutherischen Narren. Pero los franciscanos en la polémica empleaban el ridículo, no la insolencia; llevaban siempre puesta la mira en la conciliación. Agustín Alfeld, un observante que disputó en la Academia de Leipzig con Lutero y Erasmo, se granjeó de sus adversarios epítetos bestiales: buey y asno eran los más corteses; pero respondió con grande mansedumbre, porque decía: «el predicador católico debe tener delante de los ojos una sola cosa: la edificación». Los franciscanos fueron los primeros en practicar con los herejes ese método que consiste no en la refutación directa, sino en argumentos persuasivos, en maneras conciliadoras, que hasta entonces había empleado la Iglesia preferentemente con los cismáticos. El hombre tal vez más representativo de esta tendencia, que tan bien responde al espíritu de San Francisco, es Juan Wild. Durante quince años predica este buen observante en la catedral de Maguncia, con un ardor bernardiniano y una dulzura precursora de la de San Francisco de Sales; nunca se vale de la fuerza, por más que en los primeros tiempos tuviese apoyos políticos que poder emplear contra los protestantes; y cuando en 1552 el marqués Alberto de Brunswick pone sitio a Maguncia y la ocupa, él solo, entre los sacerdotes de la ciudad, permanece en su puesto. Los vencedores le echan del púlpito, y él no se rebela; el marqués quisiera obligarle a dejar el hábito, y él responde: «Señor, lo llevo hace treinta años. Ningún mal me ha hecho; ¿por qué he de colgarlo?». Su firmeza y su mansedumbre salvan la catedral del incendio. No destruir, sino edificar; no huir, sino mejorar; no espantarse de la herejía, sino creer que, si Dios la ha permitido, traerá saludables consecuencias, por ejemplo, la de despertar a los pastores durmientes: tales son los principios de Juan Wild y de sus Hermanos. El amor seráfico en las pruebas crece en actividad y en fortaleza; a la llama de ese amor la herejía misma pierde en parte su veneno. Gaspar Schatzgayer, el ardiente defensor de la Observancia, guardián del convento de Munich, provincial de la nueva provincia de Estrasburgo e inquisidor general contra los herejes de Alemania, dice serenamente: «Por mucho tiempo he andado turbado porque Satanás con el error luterano arrastra tantas almas al infierno; mas ahora veo algún signo que me alegra y no puedo menos de dar por verdaderas las palabras de San Agustín: "Dios es tan bueno y poderoso, que no permite mal alguno de donde no saque algún bien"». Sus cuarenta y cuatro años de vida religiosa fueron santo y misericordioso combate. Un italiano, el P. Lucas Baglioni, en su Arte del predicare, publicada en Venecia en 1562, tiene un capítulo, el sexto: «Cómo se ha de predicar hoy contra los modernos herejes para provocarlos a la enmienda», que es un documento de la penetración psicológica de la caridad franciscana. El P. Lucas recomienda en primer lugar «orar por la conversión de los herejes, o a lo menos para conducirlos a dudar de sus errores, ya que el dudar está cerca del saber». Al contrario, la mayor parte de los predicadores o disputan o insultan desde el púlpito; si disputan, se ganan el título de buen lógico o filósofo de los mismos herejes, pero no los convierten; si insultan, alejan a los herejes de los sermones. Conclusión: ni uno solo se convierte. El P. Baglioni escarmentó en cabeza propia. Después de haber recibido «un arcabuzazo» de un hereje insultado, volvió al recto sendero y lo trazó en los siguientes puntos, que son como el decálogo para sus Hermanos principiantes: «Dejé a un lado el disputar en público contra los herejes, máxime modernos. Comencé a guardar respecto de sus nombres y palabras tal silencio, que manifestaba no conocerlos ni saber cosa alguna de sus hechos. Fingí no advertir la presencia de herejes en los sermones. Me limité a la parte verdadera, afirmativa, católica, y en torno a ella discurro. Refuto sus opiniones y razones y descubro toda su falsedad, sin nombrar a ninguno, y siempre razono con grande caridad y modestia contra ellos, dando muestras de compadecerlos y de que los quisiera ayudar y llevar de nuevo a la verdad con mi propia sangre; y con estos y semejantes artificios, como corderos, para decirlo en claro romance, me vinieron a buscar ahora éste, ahora el otro, y a someterse a mi opinión y consejo... Hasta heresiarcas ocultos ha reconducido el Señor por mí a la verdad de esta manera». Éste era también el método del minorita español Diego de Estella y, en general, de todos los franciscanos que contribuyeron a salvar del protestantismo las naciones latinas y a Baviera, Bohemia y Austria. LOS FRANCISCANOS FRENTE A LOS ANGLICANOS Y CALVINISTAS Era menester el optimismo franciscano para soportar las persecuciones. En Inglaterra la herejía hace mártires. El heroísmo del Beato Juan Forest, ministro provincial de los observantes, que se opone al divorcio de Enrique VIII y defiende la virtud de su regia penitente y terciaria, Catalina de Aragón, desencadena el odio del rey y de sus servidores contra los franciscanos. En 1534 la Observancia es expulsada de la isla; Hugo Rich, guardián de Cambridge, y Ricardo Risbey, guardián de Richmond, son descuartizados; Juan Forest es encarcelado con otros doscientos frailes de Londres y pocos años después colgado de una horca y quemado a fuego lento. Muchísimos salen de Escocia y de Irlanda. En los Países Bajos la insurrección protestante, que degenera en lucha nacional contra los Habsburgo, lanza a los gueux contra los religiosos católicos; en 1572, en Gorkum, los gueux del mar, verdaderos piratas, ahorcan a un dominico, un agustino, cuatro sacerdotes seculares y once observantes, entre ellos San Nicolás Pick, quien, muchas veces torturado, sostiene hasta el fin a sus compañeros, y al P. Villelsadus, un danés nonagenario, que en medio del tormento da gracias al verdugo. En Francia el calvinismo, instrumento e incitamento de luchas políticas, hace presa en los católicos débiles y persigue, tortura y mata a los fieles. Mas en todas las ciudades los frailes menores combaten la herejía con el ejemplo, con la palabra y, cosa natural, con el arma social de la organización. Al lado de los grandes predicadores y de los atletas controversistas que arrostran las disputas contra los hugonotes, fuertes con un conocimiento profundísimo de las Sagradas Escrituras (y son tantos que para los fines de la presente obra bastará nombrar uno solo: el P. Juan Barrier de Provins), surgen los franciscanos humildes, pero experimentados en la vida y exigencias del pueblo y amados del pueblo, porque son agudos y prácticos en la predicación, infatigables en el confesonario y en la asistencia a los pobres, enfermos y encarcelados, siempre al servicio de todos, fermento vivo de espiritualidad católica en las muchedumbres. Conscientes de la fuerza que tiene el número en la defensa de la Fe, ponen el mayor empeño en formar confraternidades de penitentes, como las de Montpellier y de París, que abarcan hombres y mujeres de todas las clases sociales, y por el espíritu de disciplina, de rectitud, de caridad, renuevan la Tercera Orden en el siglo de la nueva herejía. Los franciscanos instituyen o intensifican las cofradías del Santísimo Sacramento, que alzan en defensa de la religión la Hostia de la redención y de la victoria, particularmente perseguida de los hugonotes. Muy a pechos toma este movimiento religioso laico el P. Cristóbal de Cheffontaines, hombre de estudio y de acción, que en 1583 es general. Como buen franciscano, antes de dejar el generalato piensa en dar a su patria una visión edificante de vida franciscana y convoca en París, el año 1579, el Capítulo de Pentecostés, al que asisten mil doscientos frailes de todas las partes del mundo. Acogidos con una veneración y una generosidad que recuerdan las páginas de las Florecillas sobre el Capítulo de las esteras, los franciscanos de todos los países, mientras aprenden a conocer la ciudad famosa, foco de ideas y de vicios y de heroísmos, enseñan con su sayal y sus sandalias, con su palabra y su trato, la simplicidad de la pura vida evangélica. A fines del siglo XVI los capuchinos se propagan en Francia y obran enérgicamente en el pueblo con la predicación y el ejemplo, en la aristocracia con la predicación y las conspicuas relaciones, debidas al ingreso en la Orden de algunos nobles, entre ellos Enrique de Joyeuse, miembro de la gaya compañía de los Nogaret y de los Joyeuse, predilecto de Enrique III, que se llamó fray Ángel y tuvo una parte considerable en la capitulación y abjuración de Enrique IV. En 1575 San Carlos Borromeo, terciario franciscano, cardenal protector de los frailes menores, envía a los capuchinos a la Valtellina, pervertida por los protestantes; en 1594 San Francisco de Sales los llama a Chablais, invadido por los calvinistas. Los capuchinos van y conquistan el país con un método modernamente misionero, predicando y discutiendo diez o quince días seguidos, desafiando a los adversarios más temibles y ocupando los púlpitos más hostiles, en forma acaso menos irónica que el seráfico Juan Wild, pero con óptimos resultados. El P. Querubín Fournier, confesor de San Francisco de Sales, enmudeció a los teólogos calvinistas de Ginebra e intimidó a Teodoro Beza. A su muerte, el gran Obispo lloró. LOS PREDICADORES En Italia la predicación franciscana va de la «exhortación primordial» y eficacísima de San Félix de Cantalicio a la elocuencia florida del observante P. Panigarola. Nosotros, modernos, sentimos ya el siglo XVII en el hombre que fue llamado el Demóstenes y el Crisóstomo italiano; mas su oratoria fue apostólica y apropiada a la época, ya que un Santo, Pío V, le facilitó los estudios de las ciencias sagradas y de la lengua oriental; otro Santo, Carlos Borromeo, su asiduo oyente, lo quiso tener junto a sí en la agonía hasta la muerte; y Gregorio XIII no faltaba a sus sermones, y Sixto V le nombró obispo de Asti; y sus períodos floridos y rotundos convirtieron a muchos en los valles alpinos aun por medio de discusiones públicas y tratados. El estilo de Panigarola es común a casi todos los doctos predicadores de las naciones latinas que se conservaron fieles a Roma: Italia y España. Como los dos conocidos conventuales Francisco Vicedomini de Ferrara y Cornelio Musso de Placencia, obispo de Bitonto; el observante Antonio de Guevara, obispo de Cádiz y de Mondoñedo, cronista, predicador y consejero de Carlos V, autor genial de obras ascéticas y místicas que merecieron traducciones en todas las lenguas europeas; Alfonso de Castro, confesor de Carlos V y confidente de Felipe II; el famoso Alonso Lobo, de Medina Sidonia, primero descalzo y luego capuchino, que predicó mucho en Italia. Federico Borromeo le admiraba; conservó sus Comentarios de Isaías en la Ambrosiana con una breve nota laudativa de su puño y escribió que todo el que le oía se enamoraba de la vida perfecta del claustro; Gregorio XIII hizo de él el conocido elogio: Toletus docet, Panigarola delectat, Lupus movet. Entre la sencillez de San Félix de Cantalicio y la elegancia de un Panigarola tiene su puesto representativo de otros muchos menores, pero semejantes, la predicación entre lírica y profunda del P. Matías Bellintani de Saló, que en el discurso de cuarenta años recorrió Francia, Italia y Bohemia, atrayendo al más diverso público: muchedumbres de campesinos y juntas de caballeros, judíos y hugonotes, y conquistando el afecto de un San Carlos Borromeo, de un San Roberto Belarmino, de Gregorio XIII y hasta de Manuel Filiberto, de Catalina de Médicis y de Enrique III, que le tuvo de confesor. En las naciones católicas, señaladamente en Italia, donde era necesario despertar la piedad más que combatir las herejías, se desenvuelven o nacen por influjo franciscano nuevas formas de devoción. El trigrama del Nombre Santo de Jesús, latinizado y simplificado, de gótico y radiante que era en el dibujo de San Bernardino de Sena, viene a ser la sigla de las iglesias y casas de los jesuitas; el culto de la Pasión va tomando forma de Vía Crucis, aunque sin número fijo de estaciones, en Bélgica, Holanda y Alemania, por obra del P. Nicolás Wanckel, que publicó en Nuremberg, en 1521, su Geystlich Strass; en Italia por obra del Beato Bernardino Caimi, observante, quien, de regreso de Tierra Santa, todo nostálgico del Oriente, quiso reproducir sobre el monte de Varallo los santuarios de Jerusalén; por las procesiones dramáticas de penitencia, que reciben nuevo impulso y se exageran algo en reacción contra el protestantismo, en las cuales hombres diversos representaban diversos pasos de la Pasión de Jesús. En estas escenas prevalece la teatralidad, que será el mal del siglo siguiente; en cambio, punto teatral y muy eficaz para encender el culto de la Eucaristía fue la devoción de las Cuarenta Horas, que un capuchino, el P. José de Ferno, inició en Milán después de la Cuaresma de 1536, como pública reparación al Santísimo Sacramento. De Milán se propagó por toda Italia y fuera de ella. Cada curso de predicación franciscana iba acompañado de las Cuarenta Horas, como para tomar fuerzas en la Eucaristía y al mismo tiempo defenderla contra las blasfemias de los herejes. LOS MISIONEROS El siglo XVI duplica el apostolado de la Iglesia con dos nuevos hechos: el protestantismo y el descubrimiento de América; el uno, negativo, exige la defensa interna; el otro, positivo, pide la conquista del otro lado de los mares. Regiones inmensas y tierras vírgenes ofrecíanse a la Fe como para substituir al pequeño núcleo europeo, enfermo de intelectualismo soberbio. En la conquista, como en la defensa, los franciscanos emplean ante todas cosas sus armas acostumbradas: pobreza y penitencia; tanto más necesarias cuanto la nueva cruzada, semejante en ciertos aspectos a la del siglo XIII, tenía que luchar no sólo contra la ignorancia y hostilidad de los indígenas, sino también contra los múltiples egoísmos personales y nacionales, políticos y económicos y hasta confesionales, que deformaban la obra civilizadora de los europeos. Donde no se corría el peligro de los antropófagos o de los suplicios se tropezaba con la voracidad de los mercaderes, la rapacidad de los aventureros, la prepotencia de los gobiernos y las insidias de los protestantes. Así es cómo calvinistas y anglicanos se enseñorearon de la América del Norte. Los franciscanos, pobres y libres, sin otros intereses que los del Rey de reyes, llevan a los indios, con la Fe, la cultura y la industria de la vieja civilización latina y, sobre todo, el amor concreto y activo de San Francisco. Parten en pequeños grupos con los españoles o los portugueses; pasan de una región a otra del inmenso continente, lanzados muchas veces por la tempestad sobre una costa desconocida; evangelizan el Perú, el Ecuador, a Chile y Paraguay. Donde los conquistadores ven minas y esclavos, ellos ven y solicitan almas; adonde aquéllos llevan armas, ellos llevan instrumentos de trabajo y libros; no piden a Europa soldados, sino agricultores y artesanos, médicos y maestros. Entre los colonizadores inhumanos, que deshonran el nombre cristiano, y las víctimas indígenas, ponen una palabra de paz, defendiendo siempre a los indígenas; y llegan a conseguir de éstos la obediencia antes que de aquéllos, los fieles, la justicia. Primeros en las avanzadas, son con frecuencia repelidos antes de acabar la empresa y recoger los frutos, que dejan a los que vendrán detrás. Una expedición a la Florida, hacia el 1527, fue destruida por el hambre. Otra sucesiva logró fundar la ciudad de San Agustín y extenderse por la Georgia; pero una banda de aventureros invadió el territorio, arrojó o hizo esclavos a sus habitantes y destruyó la Misión. Otras veces, por el contrario, los soldados de Cristo comienzan hallando buena acogida y acaban calumniados, traicionados, torturados, como aconteció en el Japón a San Pedro Bautista y al grupo de menores, terciarios y jesuitas gloriosamente muertos en Nagasaki en el año 1597. El fin heroico de estos mártires japoneses, refinadamente crucificados por culpa, en gran parte, de la envidia de los bonzos, sirvió a la Iglesia por diez Misiones; tan grande fervor despertó en los cristianos y admiración en todos los japoneses. En la nueva tierra defienden a los indígenas contra la violencia de los colonizadores, abren escuelas, fabrican iglesias, fundan hospitales. Perseguidos, perdonan; expulsados, retornan; martirizados, dejan un recuerdo que será semilla de nuevos cristianos. Ésta es su historia también en la India, donde preparan el camino a San Francisco Javier. En Méjico, adonde llegan los primeros en número de doce en 1524, fundan conventos, escuelas, hospitales y se hacen amar mucho por la obra inteligente del jefe de la Misión, que fue también el primer obispo, Juan de Zumárraga (el padre de los indios), y por el apostolado infatigable de un Hermano lego, Pedro de Gante. Los franciscanos hicieron por Méjico lo que habían hecho en los siglos XIII y XIV por el Extremo Oriente. Así como entonces cuatro italianos: Juan de Piancarpino, Juan de Montecorvino, Odorico de Pordenone y Juan de Marignolle, enseñaron al Occidente costumbres e historia de aquellos lejanos países, así en el XVI tres españoles dieron relaciones completas sobre la religión y las tradiciones, sobre las conquistas y conversión, sobre el período idólatra y la primera historia eclesiástica de Méjico en obras que yacieron inéditas u olvidadas hasta mediados del siglo pasado, pero que serán siempre fundamentales para el conocimiento de las antigüedades mejicanas; fueron: Bernardino Ribeira de Sahagún, traductor en azteco clásico del Evangelio y de las Epístolas, con su Historia general de las cosas de Nueva España; Toribio Motolinia de Benavente, uno de los doce primeros misioneros, con la Historia de los indios de Nueva España; Jerónimo de Mendieta, algo posterior, con su Historia eclesiástica indiana, exactísima, cosas todas vividas y averiguadas, que dio después documentos autorizados a Juan de Torquemada para su bien conocida Monarquía indiana. Entre estos primeros escritores misioneros merece especial consideración Bernardino de Sahagún, que consumó su vida nonagenaria en Méjico; y si en su monumental Historia dejó una verdadera enciclopedia de la civilización mejicana, fue con un fin de apostolado, porque juzgaba que, así como un médico debe conocer la constitución de su enfermo, y un predicador el humor de su auditorio, y un confesor las disposiciones de su penitente, un misionero debe conocer la religión, supersticiones, lenguaje y costumbres del país que ha de evangelizar. Mas, tan santas intenciones no le defendieron de la acusación de lastimar la pobreza derrochando tiempo y dinero en investigaciones ociosas, ni del dolor de ver su obra interrumpida y dispersada. Sólo el tiempo le hizo justicia. En Filipinas, una de las ramas más austeras de la Observancia, los descalzos de la Custodia de San José, llevan todos los beneficios de la civilización cristiana desde los colegios a las leproserías y, pudiendo trabajar tranquilos, fundan una Misión floridísima. Si urgía ocupar el Nuevo Mundo para prevenir las Misiones protestantes, no importaba menos mantener las posiciones conquistadas en Marruecos, Palestina, Asia, en todas aquellas partes donde la media luna era una amenaza para los cristianos; a los franciscanos apremiaba también sobre todo recobrar la China, aislada por los turcos, que tantos trabajos había costado a sus padres; pero los gobiernos europeos no prestaban ayuda. En Marruecos, a los obispos regulares y residentes substituyen prelados portugueses y españoles que viven en su patria; y aquellos misioneros que intentan adelantarse al interior encuentran el martirio, como Andrés de Espoleto, que fue lapidado por el pueblo. Gracias al gran Cisneros, que sostuvo a sus expensas las expediciones, fueron arrebatadas a los berberiscos Orán, Bujía y Trípoli; mas, fuera de esta conquista, el África quedó por entonces cerrada a las Misiones. La Palestina se torna más hostil que nunca al pasar en 1517 al dominio turco. Sucesivamente se les despoja a los franciscanos del Cenáculo y del convento anejo; muchos religiosos son encarcelados, puestos en libertad y de nuevo en prisiones; en 1541 son degollados todos los frailes del convento de Nazaret. El sentimiento de la pérdida de China indujo a Juan de Zumárraga a renunciar a su obispado de Méjico; mas el Celeste Imperio arrojó de sus fortalezas y maltrató a todos los misioneros que intentaron la penetración; sólo en 1583 pudieron infiltrarse algunos jesuitas italianos. Si se piensa en el avance de las conquistas en las tierras del otro lado del Océano, ese estancamiento en el mundo antiguo parecerá menos grave. Admirable es el hecho de que a todas las líneas, frente germánico, frente asiático, frente americano, el ejército de San Francisco había enviado sus frailes descalzos y crucíferos. SEGUNDA Y TERCERA ORDEN La persecución protestante hirió directamente a la Segunda Orden: la clausura fue asediada y violada; las vírgenes, inducidas con halagos y amenazas a romper sus votos. Pero resistieron. Entre tantos episodios de valor, o no escritos u olvidados, aun se recuerdan algunos. El de las coletinas de Orbe, asaltadas por los calvinistas, que intentan catequizarlas; la abadesa se opone, mas los herejes penetran en la clausura; predican, saquean, mientras las monjas buscan un refugio en Annecy. En Nuremberg las clarisas, capitaneadas por la abadesa Caridad Pirckheimer, santa, docta, inteligente, oponen a los luteranos una resistencia varonil. Como las exhortasen con bellos discursos a tornar al mundo y a casarse, se abrazan apretadamente en torno a su abadesa; forzadas a salir, permanecen en su puesto, y durante cinco años no pueden tener ni Misa ni Sacramentos; sermones, sí, y en abundancia, pero de los pastores protestantes. La persecución fue para muchos conventos un estímulo al fervor; donde faltó aquélla comenzó a insinuarse algo del espíritu mundano. Aumentaban las vocaciones, mas no siempre eran firmes y espontáneas; las suscitaban no raras veces artificialmente egoísmos y ambiciones de familia, alguna vez las imponían, y el fervor de los conventos se entibiaba en razón del número, a causa de las transacciones que fácilmente se concede a sí mismo quien no cifra su felicidad en la perfección evangélica. En 1521 León X disciplinó también a los terciarios regulares, imponiendo a todas las congregaciones una misma Regla, dividida en diez capítulos, la cual conservaba todo lo conservable de la Regla de Nicolás IV. La novedad más relevante era la obligación de los tres votos solemnes, comenzando desde el día de la profesión. Tal reforma tuvo importancia muy considerable para las terciarias, a las que se prescribió la clausura (para las que no tuviesen obligaciones hospitalarias o semejantes) y la supresión de las superioras que presidían a varios conventos; cada casa debía tener la suya. No obstante esta reorganización severa, los monasterios de terciarias se convertían alguna vez en retiros de mujeres pías con escasa ventaja de la vida religiosa, como el de San Francisco de las Monjas, en Nápoles, que Julia Gonzaga, que vivió en él más de treinta años, convirtió en cenáculo de la reforma protestante en Italia. No faltaba, por otra parte, la virtud, y la Segunda Orden floreció en una nueva rama con las clarisas capuchinas, fundación de la Venerable María Lorenza Longo, mientras la Tercera Orden regular daba a la Iglesia otra congregación con las ursulinas fundadas por Santa Angela Mericia, mujer inteligente que en su testamento moral grabó una cláusula como tal vez ningún fundador de órdenes osó dejar a sus Hijos: «Si, atentos los tiempos y las necesidades, acaeciese haber de ordenar de nuevo y trocar alguna cosa, hacedlo». Los terciarios seculares profundizan su acción y difunden su espíritu en las numerosísimas obras de beneficencia que en aquel siglo de luchas dogmáticas surgen en el seno de la Iglesia y que la Iglesia puede oponer victoriosamente a la herejía luterana de la justificación por la sola Fe. La predicación de los grandes cuatrocentistas había despertado la vida de muchas congregaciones laicas y fundado otras. Rebuscando en los archivos se encontrarían documentos reveladores del bien realizado y suscitado por la Orden Tercera a impulsos de la Primera Orden. El Beato Bernardino de Feltrio entre el año 1492 y el 1495 instituyó en Vicenza dos cofradías de nobles para socorrer a los pobres vergonzantes; otra de mercaderes y artesanos para visitar a los enfermos; otra, también de nobles, en Pavía, para sustentar a. los expósitos. Si los hospitales italianos merecieron ser citados como modelos de orden, aseo y asistencia en los Tischreden de Lutero, el mérito es en gran parte de los terciarios que los dirigían y sostenían, como lo hacía la fuerte y suave Santa Catalina de los Fieschi Adorno con el hospital Pammatone en Génova. Igualmente sostenían, a veces fundaban, muchas obras de caridad pública. El Conservatorio musical de Nápoles, por ejemplo, surgió por obra de un terciario, Marcelo Foscarato de Nicotera, en 1598. El espíritu de la Tercera Orden entra en la Compañía del Divino Amor, que, ligada con el vínculo del secreto, llega a todas las miserias del alma y del cuerpo; entra en las cofradías laicas que reflorecen durante la Contrarreforma; el culto de la Eucaristía, reavivado con la predicación y las Cuarenta Horas, viene a ser el alimento y sostén de las nuevas congregaciones y de una más intensa vida interior. En los países devastados por el protestantismo los terciarios mantienen en sí y en torno suyo la fidelidad a Roma hasta el martirio, cuando es necesario, como los héroes de Gorkum. En el Nuevo Mundo formaron en torno de cada Misión un núcleo de ayuda, de defensa, de apostolado, de beneficencia, y muchas veces rubricaron la Fe con la sangre, como los mártires japoneses. HISTORIOGRAFÍA FRANCISCANA DEL RENACIMIENTO El amor del propio ideal, palpado ahora, al cabo de tres siglos, en toda su grandeza, unido al gusto humanístico de celebrar los orígenes y las glorias de familia, contribuyó al desenvolvimiento de la historiografía franciscana. La tendencia aristocrática y adulatoria del Renacimiento -que se revela en los diálogos y tratadillos en alabanza de la dignidad y excelencia del hombre, en defensa de la mujer, en encomio de las clare donne y de los señores y damas- se comunica también a los religiosos e inspira a fray Mariano de Florencia un subidísimo concepto de la perfección de su Orden. Y estima que la Orden de San Francisco ennoblece, más que cualquiera orden caballeresca o tradición de sangre, a quien entra en ella con una investidura de santidad, y es a su vez ennoblecida con la santidad de sus miembros. Por esta llama de aristocracia ideal fray Mariano es un belicoso apologista. Polemiza con los agustinos para desbaratar la opinión de uno de ellos, Santiago de Bérgamo, que sostenía haber sido San Francisco novicio agustino en Mantua; polemiza con los dominicos sobre la precedencia de las dos órdenes en la profesión de la pobreza; polemiza con los valumbrosianos para reivindicar en favor de la Tercera Orden a la Beata Viridiana de Castelflorentino y al Beato Torelo de Popis; polemiza con un servita por el Beato Jaime de la Pieve. Fray Mariano celebra «la dignidad y excelencia de la Orden de la Seráfica Madre de las Damas Pobres», celebra la «dignidad y perfección o santidad de la Tercera Orden», adornando a entrambas con largas listas de nobles, de santos y de privilegiados; celebra el monte de la Verna en el famoso diálogo, refiriendo cuánto «le amaron y distinguieron papas y cardenales y obispos, y el amor y reverencia que le mostraron el emperador Enrique y otros señores temporales»; pero el encomio verdadero y más digno de la Orden lo hizo fray Mariano en el Fasciculus chronicarum seraphici Ordinis Minorum, hoy imposible de hallar. Era la primera historia de los franciscanos, expuesta por orden cronológico desde los orígenes al 1486, apoyada directamente en las fuentes y dividida en cinco libros, de donde tomaron copiosas noticias los historiadores posteriores, Wadingo señaladamente. Como justamente ha dicho poco ha un su biógrafo, fray Mariano en las estrecheces de la pobreza creó de sana planta la analística franciscana; trabajo admirable cuando se piensa en las dificultades de encontrar códices y noticias y de dar al vasto material recogido ordenación propiamente histórica y no biográfica, apologética o polémica como la mayor parte de las páginas de historia franciscana precedentes. Debajo del nombre de crónica traza edificantes biografías el P. Marcos de Lisboa en la segunda mitad del siglo; del retrato humanístico adolece la obra de Pedro Ridolfi de Tossignano: Historiarum seraphicae religionis libri tres, escrita, entre otros fines, con el intento de ofrecer a los jóvenes una especie de Plutarco franciscano; el mismo tono tiene la de Willot: Athenae orthodoxorum sodalitii francescani, que es una feliz tentativa de historia literaria de la Orden, puesto que el autor da noticias biográficas de los escritores franciscanos y el elenco de sus obras. El venerable Francisco Gonzaga en el grueso volumen De origine seraphicae religionis se limita a describir las provincias y los conventos. Con estos escritores la vasta historia de la Orden se desmenuza en los pormenores y la idea genial de fray Mariano debe esperar un siglo antes de encontrar su más afortunado realizador. Mientras los franciscanos más cultos narraban en latín las glorias de la Orden, otros cantaban su perenne juventud en un vulgar ingenuo que continúa la tradición de las Florecillas. Aquel quid indefinible de candor y vigor, de libertad y austeridad, que distingue a la literatura franciscana primitiva, penetra también en las inimitables Crónicas de la Provincia de Toscana del P. Dionisio Pulinari, escritas en el más espontáneo toscano hablado; penetra en las semblanzas de los santos del siglo XVI, añadidas como apéndice a La Franceschina y a la Semplice et devota historia dell'origine della Congregazione dei frati Cappuccini, escrita por fray Bernardino de Colpetrazzo, un umbro que vino a la Observancia adolescente, ya formada su cultura literaria en las Vidas de los Padres del yermo. Habiendo pasado después a los capuchinos, llevado de su natural inclinación a observar y estudiar las personas que le rodeaban, escribió las vidas de los primeros frailes y una compilación de las cosas notables de la nueva Orden, que llamaron la atención de los superiores, los cuales en 1585 le encargaron escribir la historia de la Orden. En un año dio cima el buen religioso a su trabajo. Mas no agradó. El vicario general lo juzgó demasiadamente simple, y el P. Matías Bellintani de Saló recibió el encargo de escribir la historia capuchina. Pero, aunque «más docto y suficiente» el P. Matías, le faltaba la cristalina sencillez de fray Bernardino, y, lo que es peor, simpatizando con las tendencias joaquinitas que retoñaban aún de la nueva rama, entroncaba la reforma capuchina con las profecías del abad de Fiore y con la tradición sospechosa de Hubertino de Casale y Ángel Clareno, por lo que los superiores volvieron a Bernardino de Colpetrazzo. Y no sólo ellos. Un príncipe romano, Federico Cesi, duque de Acquasparta, alentó a Bernardino a completar su Semplice e devota storia. El anciano religioso puso de nuevo manos a la obra entre el 1592 y el 1593, y algunos meses antes de morir la terminó. Esta y otras crónicas, que ahora se van publicando por vez primera, traen una ráfaga de aromas silvestres al ambiente de salón y academia del siglo XVI; contienen bellas páginas, hasta el presente ignoradas o echadas al olvido, a las cuales, así como a las restantes manifestaciones de la literatura llamada popular, deben volverse los estudiosos si quieren captar la originalidad del siglo, que en vano se busca en los petrarquistas y bocaciófilos. TEOLOGÍA Y PIEDAD FRANCISCANA EN EL SIGLO XVI No es posible resumir la acción franciscana; tanto penetra en la vida. Mas quien desee darse cuenta del pensamiento franciscano durante el siglo XVI, debe estudiarlo en la historia del Concilio de Trento y en los escritos teológicos y místicos. Al Concilio llevan los franciscanos, representados desde el principio más ampliamente que las otras órdenes en el número relevante de diez observantes y ocho conventuales, a los que más tarde se juntaron los capuchinos, su doctrina bien clara sobre el pecado original, sobre el libre albedrío, sobre la Inmaculada Concepción. También aquí tornan a sus principios, o mejor dicho, los conservan y defienden con pleno conocimiento histórico. Adheridos al primado de la voluntad, siempre defendido, reconocen en el hombre la máxima libertad conciliable con la presciencia divina, y, en consecuencia, la máxima responsabilidad y la más alta dignidad; fieles a la idea cristocéntrica de la Encarnación, sostienen la exención de María de la culpa común. Los apoya el cardenal Pacheco, guiado de la profunda cultura teológica del P. Andrés de Vega, uno de los más activos colaboradores en los decretos del Concilio; los apoya con todo el ímpetu de la juventud, présaga de un grande porvenir, la nueva Compañía de Jesús, que rápidamente se asimila, en conformidad con las propias direcciones, cuanto ha de vital el Franciscanismo. Y vencen. La teoría franciscana sobre la Gracia y el libre albedrío es la teoría más aceptada; será la más difundida; la que a fines del siglo recibirá el nombre de Molina; la Inmaculada Concepción de María no es aún elevada a dogma, mas el Concilio indirectamente la reconoce cuando declara que no es su intención comprender en el decreto sobre el pecado original a la Inmaculada Virgen Madre de Dios y cuando sanciona que deben observarse las constituciones de Sixto IV, so las penas en ellas fulminadas. Sin pretenderlo, porque sólo buscaba la verdad, pero en virtud de la feliz disposición de su escuela, cada vez más sobrenatural y humana, el Franciscanismo con la defensa de todas las posibilidades del hombre se ajusta a la concretez y experiencia del Renacimiento, y con la defensa de la Inmaculada previene lo futuro. Notable además y significativo es que, mientras en el Concilio y fuera de él los franciscanos defienden la libertad humana según toda la amplitud que consiente el dogma de la Omnisciencia divina, tanto que son los primeros en denunciar en dieciocho artículos la herejía de Bayo, precursora de la de Jansenio; mientras, por lo que mira al pensamiento y a la acción, se inspiran en un bien entendido voluntarismo, en la vida interior, y especialmente en la mística, dejan prevalecer el abandono en Dios y la obra de Dios. Quién más, quién menos, los escritores franciscanos místicos del siglo XVI toman de San Buenaventura la iniciativa, conservando no obstante en su pensamiento una grande individualidad. Según ellos, en la oración el entendimiento tiene una parte negativa, la voluntad una parte activa, pero hasta los umbrales de la contemplación, adonde se llega por Gracia, no por industria o trabajo humano. Alonso de Madrid, el menos místico y el más asceta de todos, quien con el librito Espejo de ilustres personas enderezó su apostolado a los grandes del mundo, y con la breve y muy difundida Arte de servir a Dios sugirió a Santa Teresa el secreto de la santidad en la uniformidad amorosa con el divino querer, en la virilidad de los afectos, en el rigor templado con la confianza y mezclado con la alegría; Francisco de Osuna, quien con su Abecedario espiritual enseñó a la misma Santa la oración de recogimiento; Bernardino de Laredo, que le reveló en la Subida del monte Sión ser oración de quietud su inexplicable reposar en Dios, sin pensar en nada; San Pedro de Alcántara, que en el Tratado de la meditación aconseja al alma contemplativa escuchar al Señor como si a ella sola hablase; Diego de Estella en las Meditaciones del amor de Dios, Juan Bonilla en el Tratado de la paz del alma, inspirador del famoso Combate espiritual de Escúpoli, toman en consideración mucho más la acción divina que la acción humana, y piden a la voluntad no tanto el esfuerzo, conclusión lógica de una rigurosa reflexión, cuanto el arranque gozoso y confiado del amor. Es verdad, y conviene recordarlo, que ellos se dirigen a las almas que están en camino, en las cuales se presupone ya realizado el primer vencimiento de las pasiones y, por lo tanto, la voluntad ha agotado sus posibilidades humanas; pero también es verdad que el método intelectual y voluntario, que hace de los Ejercicios espirituales de San Ignacio una grande escuela de energía, no entra en el método franciscano. El id quod volo, exigido a los ejercitantes y repetido por ellos, como para esforzarse a sí mismos y merecer la Gracia, se traduce en las páginas seráficas en un grito de amor; el paso militar de los Ejercicios ignacianos es al libre camino franciscano lo que las milicias de Carlos V a los caballeros de la Tabla redonda. Ni tampoco se encuentra en los tratados franciscanos del siglo XVI la gradualísima purificación del espíritu al través de la serie de noches: noche de los sentidos, noche del entendimiento, noche de la memoria, noche de la voluntad, descrita por San Juan de la Cruz, porque casi todos los franciscanos de entonces edifican sobre el gozo como sobre elemento de perfección, manteniendo la tradición de la subida por medio de la alegría y el amor, de la criatura al Criador, de lo contingente a lo eterno. En cambio, el Franciscanismo no ignoraba la meditación, antes heredaba el gusto de ella de su Fundador, y más en particular aprendía su sistematización casi metódica de San Buenaventura y David de Augsburgo, por manera que desde el siglo XV practicaba con regularidad aquella oración mental, substanciada de imaginación evocadora y de afectos incitadores, que San Ignacio tuvo el mérito, no de inventar, sino de ordenar y distribuir en los puntos precisos de preludios, composición de lugar, coloquio y resoluciones; y es tan cierto, que, como alguien ha observado, si los escritores italianos del siglo XVI sobre la oración metódica son pocos, son la mayor parte franciscanos. Uno de ellos, cabalmente el diserto P. Matías de Saló, escribió la Pratica dell'orazione mentale ovvero contemplativa, precioso libro que, si no original en la substancia y en el método, se distingue por la sencillez de la exposición y la libertad de espíritu que el autor quiere dejar al alma principiante en las vías de Dios, sencillez y libertad que dan a la obra del P. Matías el sello seráfico. La espiritualidad franciscana tiene el optimismo del humanismo devoto, pero robustecido con la ascética rigurosa de la pobreza; tiene la severidad del Oratorio, pero suavizada con un grande abandono que se revela en pobreza y alegría; tiene el culto de la humanidad de Cristo y juntamente el de su divinidad, como los berulianos; porque ¿qué otra cosa significan las antiguas devociones al Corazón, a la Sangre, al Nombre de Jesús, sino el culto de su soberanía humana y divina? Respecto a la cuestión del libre albedrío, la doctrina franciscana, con el primado de la voluntad, con la prontitud de las iniciativas, con el respeto de la espontaneidad, celebra la libertad del espíritu, mientras con la humildad profunda y con la piedad, que todo lo espera de Dios, afirma la necesidad de la Gracia. En su línea inconfundible el Franciscanismo poseía ya muchos elementos esenciales de las congregaciones nacidas en el siglo XVI; por eso se encuentra en casi todas las nuevas formas de vida religiosa. Casualmente, o por medio de ejemplos o de libros, la espiritualidad franciscana vive en la voluntad indómita y en la fantasía caballeresca y guerrera de San Ignacio, que, nuevo heraldo del Gran Rey, imagina la vida como un campo de batalla dividido en dos bandos enemigos, debajo de dos banderas, en una de las cuales refulge el escudo del Nombre Santo de Jesús, ya enarbolado por San Bernardino; vive en el apasionado amor de la pobreza, en el alto concepto del clero, en la devoción a Jesús Niño de San Cayetano; en la alegría y en la prudente indulgencia de San Felipe Neri; en la piedad ardiente y caritativa de Santa Teresa; en el cuidado amoroso de los enfermos más repugnantes de San Camilo (que fue reeducado por los capuchinos), de San Juan de Dios, de San Antonio María Zacarías; en el apostolado seglar o en hábito seglar de Santa Ángela Merici. Esta contribución a la nueva religiosidad no es singularidad franciscana, sino común a todas las antiguas órdenes; porque, de hecho, todos: carmelitas, agustinos, benedictinos, han dado de sí, de su espíritu, de su doctrina, de su experiencia, a las congregaciones nacientes, pero sobre todo los franciscanos, no ciertamente por excelencia de virtud, sino por la sencilla razón de que su Regla sigue ad litteram el Evangelio. Por esta misma razón, ellos, que habían sido los iniciadores del Renacimiento, mitigando ciertas asperezas medievales y conciliando en el amor lo humano con lo divino, ahora que lo humano tomaba la delantera no parecieron demasiadamente austeros ni su pobreza pareció incompatible con los nuevos tiempos, porque en ella circulaba tanta libre serenidad, tanta simplicidad evangélica, que muchas almas se inmergían en ella felices, recobrando en la espiritualidad franciscana el yo niño que duerme reprimido y nostálgico en todo adulto, recobrando también el contacto con Dios sin muchas complicaciones de método, sin demasiado ceremonial, y de estas inmersiones retornaban a la vida ordinaria o se ligaban a las nuevas congregaciones, con frecuencia olvidadas de cuanto directa o indirectamente debían a San Francisco. SIXTO V Al finalizar este siglo tan combatido, en un momento político dificilísimo, sube al papado un franciscano, el conventual Félix Peretti de Montalto, con el nombre de Sixto V. Grande testimonio de la virtud de fray Félix es la predilección con que le honró un dominico que fue pontífice y santo: Pío V. Cuando todavía era cardenal le quiso consultor de la Inquisición romana; ya papa le consagró obispo de Santa Agueda, le defendió contra las acusaciones de lesa pobreza, le elevó a la púrpura, dándole la pensión anual de los cardenales pobres; le nombró presidente de tres congregaciones: de Obispos, del Concilio, del Índice. San Pío V intuyó «las fuerzas gigantescas» dormidas en el franciscano de humildísima cuna y le abrió, puede decirse, el camino al pontificado; su sucesor, en cambio, le humilló; mas la Providencia, volviendo a la línea de Pío V, le llevó a la tiara. Hoy quien recuerda la proverbial dureza de Sixto V en la represión del pillaje, las horcas alzadas entre Fossombrone y Anagni, los millones de escudos acumulados en Castillo de Sant'Angelo, su principesca quinta Montalto, su pasión por la grandiosidad en los edificios, su espíritu autoritario e iracundo, la presunción de salir bien en todo por sí solo, hasta hacer una edición crítica de San Ambrosio y dar un nuevo texto inapelable de la Biblia, quien recuerda el título de terrible que le dieron los contemporáneos, pregunta: ¿Qué tiene de franciscano Sixto V? Cabalmente, franciscano es lo mejor de este Pontífice, a quien Pastor reivindica como «uno de los más importantes de cuantos ciñeron la tiara..., una individualidad extraordinaria de cuño compacto y perfecto, genial y grande en todas sus empresas». Comenzando por su piedad. Entre tantas iglesias romanas, Sixto V prefiere la dedicada a la divina maternidad de María y custodia del pesebre, Santa María la Mayor. El santo de su corazón es San Francisco y su escritor predilecto San Buenaventura. Él lo eleva a la dignidad de doctor de la Iglesia e instituye junto al convento de los Santos Apóstoles un colegio para estudiar sus obras, cuya edición completa inicia. Dentro de palacios principescos vive como pobre e impone la pobreza en el reglamento interno de su corte. Veloz e impaciente en todo, es lentísimo en las funciones solemnes, aun durante las procesiones de agosto al polvo y al sol. Aunque hijo de un jardinero, aunque de fraile y de cardenal ajeno a la política, Sixto V tiene, como San Francisco, una idea grande de la misión del papado; tiene, como San Bernardino, la conciencia exacta del poder de un príncipe, y cuando sube a la tiara se olvida de sí mismo, pobre fraile, en la autoridad que lo inviste, y quiere hacer de Roma el centro vital del mundo, y del Estado pontificio el Estado modelo; de aquí justicia inexorable para seguridad de cuantos de todos los países afluyen a Roma; fondos de garantía en oro, flota, disciplina, trabajo, belleza. En medio de soberanos como Felipe II, que se las echa de grande protector de la Iglesia y pretende saber en sus asuntos más que el Papa; como Enrique III, vacilante entre la Liga y los hugonotes; como Isabel de Inglaterra, astutamente nostálgica de la antigua fe para granjearse las simpatías de los católicos; como los príncipes tudescos, polacos, italianos, «que sólo atienden a satisfacer su orgullo y aun algo peor», puesto que (son palabras suyas) «perderían a gusto un ojo si pudieran arrancar los dos al prójimo», Sixto V sigue una línea sola: la defensa y difusión de la religión en todos los países; por tanto, que los hugonotes no prevalezcan en Francia, que Francia sea una gran potencia católica para refrenar el cesarismo papista de España, que España intervenga -pero no demasiado- en ayudar a los católicos de Francia e Inglaterra y que todos los Estados cristianos enderecen, en fin, sus armas contra el turco. Toda su política está aquí, sin incertidumbres. Las aparentes oscilaciones están subordinadas al blanco último. Entre tantas raposas que quisieran traerle cada cual a su partido, Sixto V, que no tolera lisonjas ni admite consejos, se defiende con el vigor leonino de su rectitud. De franciscano tiene la impulsiva franqueza y aquel ir derecho al blanco, dando al traste con los adminículos de las conveniencias. Sus discursos a los embajadores vénetos son cristalinos y tajantes; ciertas respuestas suyas, que levantaron réplicas, a españoles y franceses, tienen todavía el sabor de la sancta rusticitas de Rivotorto. De franciscano tiene la comprensión y la benevolencia respecto de los adversarios. Un Papa que, olvidando los desaires recibidos de Venecia, siendo inquisidor, y el continente autónomo de la Serenísima en las cuestiones eclesiásticas, trata con amistad a sus enviados porque sabe cuál es su poder frente a Turquía y España; un Papa que facilita el camino a Enrique IV y que de Isabel de Inglaterra dice: «Ciertamente es una gran reina; sólo quisiéramos que fuese católica, pues sería nuestra predilecta»; un Papa que desconfía de la España catolicísima y de la Liga cristianísima porque no repara en los nombres, sino en los hombres, tiene una mentalidad franciscana en la previsión de grande estadista. De franciscano Sixto V tiene también la intuición rápida que se traduce en acción velocísima: así es cómo puede hacer en cinco años obras para cuya realización normalmente no bastarían veinte, ora miren al gobierno interno de la Iglesia, como las reformas eclesiásticas y la reorganización del colegio cardenalicio; ora vayan encaminadas a la utilidad pública, como los acueductos, la renovación de edificios y calles de Roma, la construcción de una flota. De franciscano tiene el amor al agua, a las plantas, a la belleza. Entre las hileras de cipreses de su quinta encuentra él la dársena del espíritu insomne. Una caridad franciscana de príncipe le urge a restituir al pueblo, que se aglomera malsanamente en las partes bajas de la ciudad, la riqueza de agua que supieron darle los paganos; una estética franciscana de Pontífice le sugiere el plan de edificación de una Roma cristiana, superior a la antigua en el esplendor de los edificios no menos que en la alteza del espíritu, y, gracias a él, de la iglesia de Santa María la Mayor irradian cinco bellísimas vías que unen las basílicas, mientras una red de otras calles ensanchadas, adoquinadas, aireadas, se extiende por la ciudad y va a juntarse en las plazas, donde surgen, a manera de vástagos, obeliscos y columnas romanas convertidas en pedestales colosales de las estatuas de los santos. Todo esto en cinco años. El corazón de Sixto V se quebró en la vehemencia del trabajo, pero más en el esfuerzo por rechazar presiones, contrapresiones, amenazas políticas, por volver a la Fe los herejes y a la concordia los católicos. Ahora duerme -como franciscanamente quiso- junto al pesebre del Señor, en su iglesia predilecta. Y pocos recuerdan que Sixto V restituyó a Roma con gesto imperial la riqueza musical del agua y que la línea solemne de la Roma papal, que luego se desenvuelve y aun se embarroca en el siglo XVII, aquel su aspecto que ni es clásico ni es moderno, pero que tiene de lo clásico la majestad y de lo moderno las proporciones y la limpieza, fue impreso en sus rasgos esenciales por un Papa franciscano. RENOVACIÓN EN LA AUSTERIDAD En conclusión: en toda la vida franciscana del siglo XVI se confirma la necesidad de volver a las antiguas austeridades para una nueva expiación, pues la oleada de paganismo había dejado en Europa el pantano de la herejía. La vida contemplativa produjo nuevos frutos de bien; de las experiencias interiores y soledad penitente de los descalzos, recoletos, reformados y capuchinos brotaron páginas de ascética y mística que, como las de San Pedro de Alcántara, de Francisco de Osuna, de Juan Bonilla, de Diego de Estella, de Diego de Murillo, el cantor de Santa María Magdalena y de la Institución de la Eucaristía, de Matías Bellintani, tuvieron amplísima resonancia en toda la espiritualidad de los siglos XVI y XVII. Pero la ascética franciscana no hace caso omiso de la vida, y ésa es la razón por que, viendo muchas almas víctimas del protestantismo, los franciscanos adoptan un método de indulgencia, de bondad, de comprensión, para llevar de nuevo esas almas al gremio de la Iglesia. Rigor para sí e indulgencia para los demás nacen del conocimiento de sí y de los demás; este conocimiento es amor, y el amor producía aquel extraordinario optimismo que, mirando a los nuevos tiempos sin animosidad y sin desaliento, escogía lo bueno y rechazaba lo podrido con espíritu de verdad y de misericordia, y aprovechaba las circunstancias para preservar o convertir. Así es cómo, hasta en el siglo XVI, el espíritu franciscano hallaba y daba su armonía en virtud de la dialéctica del amor, que ha sido siempre su fuerza. El siglo se cierra con dos hombres grandes; aunque en distintos órdenes: Sixto V y San Pascual Bailón. El enérgico Pontífice de la Contrarreforma, consciente de su dignidad, de su momento histórico, del poder de la Iglesia, de la misión de Roma en el mundo, lleva a la tiara toda la fuerza del activismo franciscano, concentrado en la voluntad de elevar el papado; el otro, el simple lego, pastor, cocinero, portero escondido en su convento, consciente de una sola grandeza, inmóvil en un solo amor, la Eucaristía, lleva al Franciscanismo el don incomparable de la amistad de Dios. El primero, un fray Elías más político y magnánimo; el segundo, un fray Bernardo más santo, más sumergido en la Divinidad. Entre uno y otro, franciscanos de toda talla moral, desde los mártires de Smithfield, de Gorkum, de Nagasaki, hasta la bajeza de los pocos que se extraviaron y apostataron. Sixto V y San Pascual obran en la historia desde lo alto y desde lo profundo con la acción y con la oración, con el poder y con la penitencia, con el amor que manda y con el amor que obedece, como previó San Francisco. El arte, que en los tres siglos precedentes había tomado de la piedad franciscana y devuelto a la historia franciscana en obras de belleza el secreto de humanizar lo divino y sublimar lo humano según la línea más simple, que es la más profunda y más verdadera, en el siglo XVI sigue diversa inspiración. Asís continúa descomponiendo su luz e infundiendo su profunda armonía che dà per gli occhi una dolcezza al core en la pintura de Rafael; mas inmediatamente después, en el siglo agitado por el clasicismo y el protestantismo, prevalece otra inspiración: el ideal eremítico que había seducido a los reformados, capuchinos, recoletos y alcantarinos, sugiere a los pintores de fines del siglo un San Francisco solitario en la penumbra de obscuras cavernas, meditabundo sobre un crucifijo o sobre una calavera, igualmente lúgubres por culpa del artista, él, el Santo que vio el Crucifijo como un serafín resplandeciente y la muerte como una hermana. Era justo, por lo demás: el San Francisco del Cántico del Hermano Sol había mostrado el camino al Renacimiento; ahora que éste se pervertía, San Francisco volvía con su rostro más severo, el de las Carceri y del Sasso Spicco. Pero su severidad es amor. * * * NOTAS BIBLIOGRÁFICAS P. Tacchi Venturi: Stato della Religione in Italia alla metà del secolo XVI. Roma-Milano, 1908. Mariano da Firenze: Compendium Chronicarum Fratrum Minorum, en «Archivum Franciscanum Historicum», IV (1908-1911). Mariano da Firenze: Il dialogo del sacro monte della Verna. Pistoia, 1931. Ciro Cannarozzi: Il pensiero di Fra Mariano da Firenze. Ricerche sulla vita di Fra Mariano da Firenze. Una fonte primaria degli Annales del Wadding, en «Studi Francescani», 1930. Fra Dionisio Pulinari da Firenze: Cronache dei Frati Minori della Provincia di Toscana, secondo l'autografo d'Ognissanti. Arezzo, 1913. Primigeniae Legislationis Ord. Fr. Min. Capucinorum Textus Originalis seu constitutiones anno 1536 ordinatae et anno 1552 recognitae, en «Liber memorialis Ordinis Fratrum Minorum Capucinorum, quarto jam plaeno saeculo ab Ordine condito», Roma, 1928. P. Fredegando d'Anversa: La vita dei primi Frati Minori Cappuccini, secondo la cronaca di Bernardino da Colpetrazzo, ibid. Paolino da Casacalende: I Cappuccini nel Concilio di Trento, en «Collectanea Franciscana», julio 1933 y sigs. P. Tacchi Venturi: Vittoria Colonna e la riforma Cappuccina, en «Collectanea Franciscana», enero 1931. Antoine de Sérent: Les Frères Mineurs en face du Protestantisme au XVI siècle. Paris, 1930. Dominic Devas: The Franciscan and mental Prayer, en «The Month», marzo 1931. Pierre Guillaume: Une source franciscaine de l'ascétisme thérésien: l'Art de servir Dieu d'Alonso de Madrid, en «France Franciscaine», diciembre 1930, enero 1931. Antoine de Sérent: Histoire littéraire de trois mystiques franciscains, en «Études Franciscaines», 1932-33. P. Fidèle, Activité apostholique et littéraire de François d'Osuna, en «Études Franciscaines», marzo-junio 1934. Robert Picard: La conquête spirituelle du Mexique. Paris, 1933. |
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