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DIRECTORIO FRANCISCANOHistoria franciscana |
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I. LA ORDEN DE LOS HERMANOS MENORES HASTA 1517 Capítulo IX La historia de una orden religiosa quedaría sustancialmente incompleta si nos limitáramos al estudio de su evolución institucional, de su actividad externa, de su influjo en la sociedad. Mucho más importante es el conocimiento de su vida interna, de la cual es un elocuente testimonio, tratándose de la orden franciscana, el mismo sucederse de las luchas en torno al ideal, pero que no es fácil captar a través de la documentación usual -bulario pontificio, medidas legislativas, crónicas panegiristas-, en que casi siempre se barajan abusos o hechos desambientados, dejando en el olvido la normalidad de la masa de religiosos fieles a su profesión. Trataremos de dar una idea de las luces y sombras de la fraternidad minorítica en sus elementos internos durante los tres siglos estudiados1. El "lugar" de la fraternidad Del género de vida durante el primer decenio escribió Jacobo de Vitry: "Durante el día recorren las ciudades y aldeas, dándose a la acción con el fin de ganar a algunos, y de noche regresan al eremitorio o a lugares solitarios para darse a la contemplación. No tienen monasterios, ni iglesias, ni campos, ni viñas, ni animales, ni casas, ni posesiones, ni donde reclinar la cabeza"2. Era la fraternidad viajera, que rehuía sistemáticamente a instalarse. Los eremitorios eran sólo refugios provisionales en que, junto con el retiro para la oración, se buscaba la experiencia fraterna y el descanso. La regla de 1223 supone todavía ese modo de vida itinerante; pero en los últimos años de la vida del fundador hubo un progresivo asentamiento en casas aceptadas o expresamente construidas con sus iglesias3. Estas moradas estables o lugares se construyeron al principio fuera de las ciudades en forma muy rústica. Más tarde, bajo el impulso de Haymón de Faversham, sobre todo, la conveniencia de los estudios y de los ministerios provocó un éxodo general al interior de las ciudades; los edificios adquirieron plena estructura monástica, con su iglesia "conventual", su claustro, su sala capitular, su huerto y sus muros de protección. El modelo fue el monasterio cisterciense4. San Buenaventura se esforzó por justificar esta evolución, explicando por qué los hermanos menores se establecían en el interior de las poblaciones, por qué construían amplios y sólidos edificios con espaciosos terrenos adyacentes y con suntuosos lugares de culto; finalmente por qué preferían formar comunidades grandes. Las ventajas eran: una mejor disciplina, mejor distribución de los oficios, más elementos de formación y de ayuda, mayor regularidad en la oración y mayor pulcritud en el oficio divino, más copioso fruto a las almas por la abundancia de confesores y de predicadores, mayor facilidad para el estudio de la teología...5 He aquí la imagen del conventus, término que en aquel tiempo no denotaba la casa material, sino la comunidad organizada con un mínimo de doce hermanos más el superior. Pero san Buenaventura era al mismo tiempo partidario convencido de la necesidad de que subsistiera el eremitorio, a fin de que los hermanos tuvieran opción para llevar la vida de los primeros tiempos y de que la "comunidad", ante el ejemplo de tales experiencias, recibiera estímulo para una mayor autenticidad franciscana. La "regularis observantia" La regla no fue sólo el caballo de batalla de las luchas entre la comunidad y los espirituales, entre conventualismo y observantismo, sino el centro de referencia de toda la pedagogía interna. A medida que las declaraciones pontificias, con toda la problemática que las acompañaba, fueron ocupando el primer plano, el texto mismo de la ley fundamental quedó como marginado y san Francisco fue dejando de ser la regla viva para convertirse en gloria de la orden; interesaban más los "cuatro privilegios" sobre la orden, según una revelación difundida a fines del siglo XIII, y las "conformidades" del santo con Cristo, que el sentido "espiritual" de la letra de la regla o la imitación de la vida del fundador. Aun la misma exaltación de la pobreza total, sin propiedad ni en particular ni en común, aparecía a los ojos de los hermanos jóvenes como una prerrogativa que colocaba a los menores por encima de las demás órdenes religiosas6. En el siglo XV la orden llegaría a ostentar su blasón propio: una cruz con los brazos de Cristo y Francisco entrecruzados y las manos clavadas7. La tendencia, común a la comunidad y a los movimientos reformatorios, a cuestionar sobre la letra de la regla llevó a un formalismo sin límites, sobre todo en lo referente al manejo de dinero. Se llegó hasta el extremo, condenado ya en las constituciones de Narbona y todavía en las de Alejandro VI del año 1500, de hermanos que se hacían acompañar en los viajes de un "bursarius", es decir, un criado seglar que les llevara el dinero para no verse ellos en la precisión de tocarlo8. Las constituciones tenían, en la conciencia de los religiosos, la función de ser la valla de la guarda de la regla, como se declaraba en el prólogo de las mismas ya desde 1260. Ellas constituyen, en medio de las sucesivas revisiones, el testimonio más elocuente de las aspiraciones y de las preocupaciones del sector responsable de la orden, como asimismo de los recursos utilizados por los capítulos generales para salir al paso de toda clase de abusos. El término "observancia regular" vino a significar no precisamente la guarda fiel de la regla, sino la regularidad de la observancia en el sentido de uniformidad. Lo usa ya Tomás de Celano para contraponer las ventajas de la vida en comunidad a los peligros de la singularidad (2Cel 33). En esa ascética de la regularidad de la vida común eran formados en la segunda mitad del siglo XIII los novicios: "Sigan la observancia común de la orden... Para un religioso no hay perfección mayor que la de seguir en todo la vida conventual común"9. Y las constituciones daban mucha importancia a la uniformidad, sobre todo en el modo de vestir, en la tonsura y en todo cuanto configuraba externamente al hermano menor. Esta uniformidad tenía, además, importancia cuando se relacionaba con la vida común; ésta debía ser observada "así por los prelados como por los súbditos, sobre todo en los vestidos, en los manjares y en las camas"10. Elemento imprescindible de la vida conventual es la disciplina del silencio. La fraternidad inicial, ya en Rivo Torto y luego en la Porciúncula, cultivaba el silencio como requisito para el ambiente de oración. San Francisco, sin embargo, no daba al silencio material un valor absoluto; debía hermanarse con la alegría espiritual y la cordialidad fraterna. En la regla primera había establecido: "Hagan por guardar el silencio en la medida que Dios les conceda esta gracia" (1R 11,2). En el reglamento de los eremitorios, el tiempo después de Tercia era tiempo de hablar. Esta comunicación de los hermanos era complemento necesario del retiro en soledad. Con el tiempo se introdujo en la ascética conventual franciscana el concepto de silencio evangélico, que excluía toda palabra ociosa (cf. Mt 12,36), diferente del silencio regular, que duraba desde la hora de Completas hasta la de Tercia, y tenía como fin respetar el clima de oración y el reposo nocturno. Tomás de Eccleston afirma que era norma comúnmente aceptada11. Juan de Parma añadió como tiempo de silencio mayor el de la siesta después de la comida, desde Pascua hasta la fiesta de la Exaltación de santa Cruz. La ley definitiva del silencio, tanto regular como evangélico, quedó fijada en las constituciones de Narbona, dando como motivo la salvaguarda del espíritu de oración y la caridad fraterna. El silencio era perpetuo en el claustro, dormitorio, coro, estudio y, durante la comida, en el refectorio. Pero no era un silencio cisterciense: cuando era necesario, los hermanos podían comunicarse brevemente y en voz baja12. En la antigua legislación no se hace mención de la recreación en común a tiempos determinados, si bien la Regula novitiorum y el Speculum disciplinae, lo mismo que otras fuentes, suponen que existían momentos de confraternización espontánea. Lo que sí sabemos por las ordenaciones capitulares es que la regularidad de la vida tenía sus compensaciones en ciertos días extra, en que la comunidad se recreaba con manjares y bebidas más abundantes, con canciones, representaciones escénicas y exhibiciones juglarescas. Eran, sobre todo, el Carnaval, que a veces duraba ocho días, la fiesta de los santos Inocentes, la de san Nicolás, la de san Pablo, las misas nuevas. Las ordenaciones generales y provinciales prohíben con frecuencia los excesos en tales ocasiones y, sobre todo, los juegos de azar, los dados y las cartas13. San Francisco había insistido, en sus dos reglas, en el servicio pastoral que los ministros están obligados a prestar a los hermanos y, por lo tanto, en el deber de "visitarlos, amonestarlos y corregirlos con humildad y caridad" (2R 10,1); pero no había precisado los recursos disciplinares concretos, fuera de la reservación de ciertos pecados. En el Testamento, alarmado por el peligro de desviaciones en materia de fe, había dispuesto que los insubordinados fueran puestos en manos del cardenal protector, desentendiéndose de ellos la fraternidad, mientras que en la regla primera estaba prevista la expulsión en los casos más graves. Bajo el gobierno de fray Elías fueron aplicadas frecuentes penas, así espirituales como corporales, contra los indisciplinados, y poco a poco se fue formando una especie de código penal, que recibió su forma casi definitiva en las constituciones de Narbona. La pena de cárcel debió de ser introducida bastante pronto, siguiendo el ejemplo de los dominicos, que la habían implantado en 1238 como remedio coercitivo contra los incorregibles14. Las constituciones de Narbona establecían la pena de reclusión para ciertos excesos enormes; los incorregibles, "post macerationem in carcere", debían ser expulsados de la orden. El capítulo de 1276 decretó: "Habeantur boni carceres, fortes et multiplices, sed humani". La cárcel debía existir en cada convento y lugar15. San Francisco había utilizado, en los comienzos de la fraternidad, una forma de revisión comunitaria, que consistía en la apertura sencilla y espontánea ante los hermanos, especialmente cuando se encontraban entre sí al regreso de las correrías apostólicas: cada cual refería cómo le había ido, y Francisco añadía los oportunos avisos y correcciones (1Cel 30). Existía también la acusación humilde y la reparación cada vez que un hermano había ofendido a otro o había dado causa de escándalo. Un ejemplo de acto penitencial comunitario lo tenemos en la acusación de sí mismo que san Francisco hace en la carta al capítulo general (CtaO 38-39). Y parece que ya en vida del fundador existía cierta forma de acto comunitario de acusación, de donde derivó luego el capítulo de culpas, que las constituciones de Narbona prescribían una vez por semana; las de Benedicto XII lo impusieron tres días a la semana, pero luego se volvió a la práctica de una vez, los viernes. Entre los observantes se volvió a tener tres veces por semana, si bien en la familia cismontana esta norma era para los clérigos y legos, mientras que los sacerdotes decían la culpa sólo los viernes16. Pero además del acto penitencial, existía unido a él el encuentro fraterno para tratar de los asuntos de la comunidad. De este capítulo local no habla la regla, porque en 1223 no existía aún la fraternidad local; pero hay noticias ciertas de que se tenía en cada casa al menos durante el siglo XIII. David de Augsburgo aconsejaba a los novicios que, al pedírseles su opinión en la sesión capitular, dijeran "con libertad y humildad lo que les pareciere conveniente, sin defender pertinazmente su parecer y contentándose con haber satisfecho a su conciencia"17. No consta cuándo fueron introducidos los ejercicios de penitencia corporal en común. A principios del siglo XIV se hacía diariamente la disciplina durante la cuaresma; en el resto del año se acostumbró hacerla tres días a la semana. Clericalización de la orden Hasta el año 1239 clérigos y laicos convivían en perfecta igualdad en cuanto hermanos menores. La intención de san Francisco sobre este punto era clara. Llamaba al mundo "la región de las desigualdades" y quería que ricos y pobres, nobles y plebeyos, doctos e indoctos, al entrar en la fraternidad quedaran absolutamente nivelados. El temor a la desigualdad era el motivo de su recelo por la implantación de los estudios18. Varias causas influyeron en la rápida transformación de la fraternidad en orden derical19. El mismo profundo respeto que profesaba el fundador a todo sacerdote, dentro y fuera de la fraternidad, no podía menos de crear una actitud favorable al proceso de diferenciación. Por otro lado el sector clerical, minoritario en un principio, fue aumentando progresivamente en número y en prestigio. El cultivo de la predicación doctrinal, para la que la misma regla exigía especial aprobación, y el impulso creciente que los papas dieron a la acción pastoral de los menores, haría que el hermano sacerdote fuera cada vez más valorado. La predicación y las demás formas de ministerio requerían el fomento de los estudios, la presencia en las universidades y, por lo tanto, una radical discriminación, ya desde el momento de la admisión, entre los hermanos que eran destinados al estudio y los demás. Fray Elías, laico él mismo, aunque muy docto, consideró táctica de buen gobierno promover con preferencia laicos a los cargos de responsabilidad. Por reacción, el capítulo de 1239 prohibió nombrar prelados a los laicos, a no ser allí donde no hubiera sacerdotes. Y en 1241 Haymón de Faversham "inhabilitó a los laicos para los oficios de la orden"20. Más aún, a la misma época parece remontarse la ordenación, incluida en las constituciones de Narbona, de que no se recibieran laicos a no ser que su entrada sirviera de gran edificación para el pueblo, o en caso de urgente necesidad para desempeñar los oficios domésticos, y con licencia del ministro general21. Ese rigor en la admisión de laicos se mantuvo en la legislación posterior; todavía las constituciones de 1500 lo retenían, "para que con la muchedumbre de los tales no padeciera el buen nombre de la orden"22. El movimiento de la observancia, como sucedería en las reformas posteriores, trató de volver también en esto a los orígenes. Los laicos alternaban con los sacerdotes en los cargos. Las constituciones de san Juan de Capistrano (1443) los admitían a todos los oficios, sin excluir el de vicario provincial; pero al hacerse la lectura de las tablas capitulares había de leerse el nombre de un sacerdote en vez del laico designado prelado, pro forma servanda23. Duró poco esta apertura. Las constituciones de Barcelona (1451) volvieron a privar de la voz pasiva para el cargo de guardián a los que no estuvieran ordenados in sacris. Al quedar excluidos los laicos de los cargos y al prohibirse, por el mismo tiempo, el trabajo manual fuera de casa, que había sido el medio de subsistencia en los primeros tiempos, quedaría definida la imagen del hermano lego tradicional: el religioso sin voz ni voto, destinado a las faenas domésticas y a la mendicación, que se tenía por suficientemente honrado con ponerse "al servicio de los hermanos clérigos", según un concepto que se llegó a atribuir a san Francisco a mediados del siglo XIII24. Y cambiaría también el tipo de vocación del hermano lego; ya no se presentarían candidatos provistos de cultura superior, aun sin ser clérigos ni aspirar a serlo, como lo fueron anteriormente Pedro Cattani, Elías, Juan Parenti, sino hijos del pueblo, analfabetos y, con frecuencia, sin base social ni religiosa, en busca de una vida segura en el convento. Estaba muy justificado el rigor en la admisión. Pero, con ello, fue la misma fisonomía interna de la fraternidad la que quedó profundamente modificada. La orden se hizo clerical. Hubo diversidad de ocupaciones, diversidad de derechos y diversidad de formación. Por otro lado se cerró a los laicos absolutamente la puerta al clericado, echando mano de una forzada interpretación del texto de la regla: "No se cuiden los que no saben letras de aprenderlas" (2R 10,7). Privilegios y exenciones. La precedencia A la división de los hermanos en las dos clases de clérigos y laicos siguió otra no mucho más tarde: la de los privilegiados y no privilegiados. San Francisco había prohibido en la regla primera todo título de superioridad. Juan Parenti, siendo general, decretó que "ningún hermano fuese llamado maestro o señor, sino que todos por igual se llamaran hermanos"25. Era el primer asomo de la presencia de los hombres de estudio como clase. Al afán de tratamientos honoríficos se juntó la aspiración creciente a situaciones de excepción. Una de las más fuertes acusaciones dirigidas por Ubertino de Casale contra la comunidad, repetida por los observantes en Constanza, era la de las desigualdades internas, provenientes sobre todo de los muchos hermanos privilegiados y exentos de la vida común. Privilegiados de primer orden eran los lectores del estudio de París, a los que seguían los de los estudios generales y provinciales. Al lector no sólo se le reconocía la facultad de tener consigo los libros necesarios, sino el derecho a un cuarto individual, cuando los demás se alineaban en el dormitorio común, a un hermano para su servicio, a entrar y salir a destiempo en los actos comunes, y una serie de exenciones que afectaban al oficio coral, a la dependencia del superior y a la disciplina regular. Como se deja entender, la razón de fondo para ciertas exenciones era el tiempo necesario para el estudio; por ello, las exenciones del coro alcanzaban también a los estudiantes26. Andando el tiempo se sumaron al grupo de los privilegiados los patres gradati, que habían desempeñado cargos, los patres antiqui y finalmente los predicadores. Las actas capitulares se hacen eco con frecuencia del malestar que creaba en el seno de las comunidades esa, por decirlo así, desigualdad ante la ley y aun ante los beneficios de la vida común, que por un lado limitaba la acción del superior y, por otro, daba la impresión de que ciertas exigencias de la vida conventual venían a recaer sobre la masa indefensa de los menos dotados. Peor era cuando la desigualdad en las ventajas de la vida común dejaba al descubierto la injusticia con los fratres indigentes, así designados en los estatutos capitulares, porque no contaban con medios propios ni con amigos seglares para proveerse de lo necesario27. Pero no aparece el abuso del peculio propiamente dicho. En realidad, fuera de los abusos denunciados con ocasión de los capítulos, en las comunidades se mantuvo por mucho tiempo el clima de fraternidad y de igualdad, como lo demuestra la tardía introducción de la precedencia entre los hermanos, que tanta importancia tenía en las órdenes monásticas. En tiempo de san Buenaventura no había aún ningún orden de colocación en los actos de comunidad, lo que se echaba en cara a los menores como magna rusticitas. Ellos respondían alegando el espíritu de humildad y de sencillez evangélica, que no da importancia a esas "puerilidades". La verdadera cortesía consiste en tener a los demás por mejores y más dignos, en no ofender ni humillar al hermano, en ayudarle y servirle, y en amarle sinceramente. Las reverencias externas saben más bien a ficción, adulación e hipocresía. Además de la dificultad práctica, dada la movilidad de los hermanos menores, de averiguar en cada caso la antigüedad de profesión del recién llegado28. Aun los novicios se colocaban indiferentemente en el coro y en el refectorio, cuidando sólo de guardar cierta distancia al sentarse junto al superior o junto a los ancianos29. Parece que la precedencia no se introdujo en las comunidades hasta bien entrado el siglo XIV, cuando las costumbres monásticas fueron adquiriendo carta de naturaleza. Contra la tendencia a rodear a los superiores de aparato de reverencias y gestos adulatorios, reaccionaron los observantes recobrando la naturalidad, en nada contraria al espíritu de fe, en las relaciones entre súbditos y prelados. Las constituciones de san Juan de Capistrano disponían: "Los prelados de nuestra orden no exijan ni permitan que se les hagan reverencias superfluas, como por ejemplo arrodillarse ante ellos, sobre todo estando a la mesa, cuando los súbditos les van a decir algo"30. Pero donde la caridad auténticamente franciscana se hermanaba con las ventajas de la vida conventual, mucho mayores que en el eremitorio, era el cuidado de los enfermos. Aquí la igualdad era perfecta, y la rigidez de la disciplina regular cedía en bien del alivio del hermano paciente, sirviéndole con un amor superior al de la madre para con su hijo propio, como cada uno quisiera ser servido en igual circunstancia (2R 6,8-9). Los conventos donde hubiera más de veinte religiosos debían tener su enfermería y un hermano enfermero responsable. Era el lugar más exento de cualquier observancia: del silencio, del ayuno, de la abstinencia. Causa admiración la solicitud con que los estatutos, así generales como provinciales, cuidan de la asistencia a los enfermos, no escatimando penas contra los negligentes, en especial si son los superiores; ministros, custodios y guardianes debían ser denunciados al capítulo general y, si se los hallaba culpables, habían de ser depuestos31. Después de la enfermería, gozaba también de cierta exención, por el mismo motivo de caridad, la hospedería, en la que eran atendidos con esmero los hermanos de paso y los huéspedes, no de otra manera que en las abadías benedictinas. La jornada conventual Ya desde los primeros años eran tres las ocupaciones del hermano menor: oración, trabajo manual, predicación. La oración litúrgica era muy elemental al principio, pero verdaderamente comunitaria. Los primeros hermanos, en lugar del oficio eclesiástico, que ignoraban, recitaban en alta voz el Padrenuestro y la jaculatoria Te adoramos, Señor... Más tarde se unieron a los clérigos de la iglesia más próxima para recitarlo o lo hacían en los oratorios de los eremitorios. Francisco introdujo la costumbre, desconocida hasta entonces, de la recitación privada del oficio divino, por devoción a la oración pública de la iglesia; e hizo de los elementos de ésta, sobre todo de los salmos, el cauce de su piedad personal, mezclando con los textos litúrgicos las expansiones de su espíritu. La regla prescribió para los clérigos el uso del Breviarium de la curia romana y para los laicos el rezo de un número de Padrenuestros por cada hora canónica. Pero el centro era la misa diaria de la fraternidad. Cuando comenzaron a aparecer las fraternidades locales, Francisco hubiera querido que todos los hermanos se reunieran en torno al único celebrante, renunciando los demás sacerdotes a la celebración individual (CtaO 30-31). Pero estaba ya arraigado el uso de las misas llamadas "privadas", y el deseo del fundador cayó en el vacío; más aún, andando el tiempo sería un problema el turno de la celebración, cada media hora, en el único altar de la iglesia conventual, por el excesivo número de sacerdotes. Cuando cada comunidad tuvo su iglesia conventual, con obligación del coro, las celebraciones adquirieron cada vez mayor solemnidad; las horas canónicas y la misa se celebraban con canto, ya desde mediados del siglo XIII, en los conventos y eremitorios donde morasen al menos seis hermanos clérigos32. La orden desarrolló su propio calendario y su propio ceremonial, dentro siempre del criterio de la regla de atenerse al rito de la iglesia romana. La recitación coral, que al principio fue abreviada en beneficio de la oración mental, de la predicación y del estudio, fue haciéndose cada vez más monacal. Era también un problema de ocupación, como ya lo advertían los Cuatro Maestros: había que dar tarea a los hermanos que ni estudiaban ni predicaban33. Y no es otro el motivo fundamental de que se fueran añadiendo al oficio de debito los oficios llamados de gratia, a saber, el oficio de difuntos, el oficio de la Virgen María y otros, que ya desde el siglo XIII obligaban en las fiestas que no eran de rito doble. Es significativo el título bajo el cual, en las constituciones sixtinas de 1469, se trata del modo de distribuir esos oficios de supererogación: De vitando otio34. Al mismo tiempo que se respondía al problema del empleo del tiempo en los grandes conventos, se fomentaba una espiritualidad comunitaria mediante la oración vocal, en el supuesto de que la mayor parte no estaban para darse asiduamente a la oración personal. También en la liturgia de la misa la suntuosidad fue haciendo olvidar la sencillez franciscana, sobre todo en el uso del canto. Los observantes reaccionaron contra esta desviación y en sus diminutas iglesias volvió a oírse el recitado llano de la salmodia y a gustarse el recogimiento silencioso de la misa de comunidad. San Juan de Capistrano propuso, como concesión para llegar a la concordia entre conventuales y observantes, que se utilizara el canto en las vísperas y en la misa conventual diaria. Los hermanos no sacerdotes recibían la comunión en la misa conventual, pero no cada día. San Buenaventura recomendaba a los novicios la comunión cada domingo35, pero no era norma general. En días determinados la comunión era obligatoria para todos, de tal forma que era excluido de los actos comunes el que se abstuviera sin licencia del superior. Estos días de comunión general se establecían según el calendarium rasurae y eran veinte al año, en la proximidad de las festividades más importantes: ocho en el tiempo invernal, doce en el tiempo estivo. Pero la norma establecida por las constituciones, desde 1316, era de comulgar cada quince días. Era mucho mayor la frecuencia del sacramento de la penitencia. Los primeros hermanos se confesaban una o dos veces por semana (2Cel 28). Prevaleció la norma, recogida en las constituciones desde 1260, de la confesión dos veces por semana. Francisco había dado la máxima importancia a la oración mental. Todo debía subordinarse al "espíritu de la santa oración y devoción" (2R 5). Y formó profundamente a la primera generación en la práctica de la contemplación personal solitaria, para la cual eran imprescindibles las temporadas de eremitorio. Pero no reglamentó este ejercicio ni lo reglamentaría la legislación posterior de la orden. Los novicios eran iniciados cuidadosamente en la fidelidad a la meditación, dedicando a ella al menos una hora al día, a solas, mejor por la noche, pero sin tiempo ni lugar fijos36. En las épocas de mayor nivel espiritual, a juzgar por las fuentes históricas de los siglos XIII y XIV, abundaron los religiosos que se daban a fondo a la contemplación; pero al decaer el fervor, el primer bien que se perdía era la oración personal. Alvaro Paes (Pelagii) da testimonio, en una carta espiritual, de lo difícil que era mantenerse hombre de oración en medio de una comunidad carente de devoción y de vida de meditación, y traza los rasgos del tipo de fraile devoto, recogido, dócil y observante, inalterable en su paz interior y exterior37. Los observantes, en parte por el retorno al ideal de vida de los primeros tiempos, en parte también por el clima espiritual de interioridad difundido, como ya se dijo, por el movimiento de la devotio moderna, volvieron a dar la primacía a la oración contemplativa, con una tendencia progresiva a reglamentarla. Esta reglamentación aparece por primera vez en las constituciones de Barcelona (1451), si bien no aún en forma de acto comunitario obligatorio: "Amonestamos, además, a todos los hermanos a que, en horas adecuadas, procuren ejercitarse en el cultivo de la santa devoción y de la oración privada"38. Ejercitarse era ya el término consagrado para hablar de esos "ejercicios espirituales", que en los estatutos provinciales de fines del siglo XV y principalmente en los del XVI aparecen ya fijados en "tiempos y lugares determinados"39. Un ejemplo de esa tendencia a sistematizar la meditación es el Exercitio spirituale del poeta y misionero Antonio de Atri, publicado en Venecia en 1514. La ociosidad fue el mayor peligro de la familia local franciscana ya desde los comienzos, y no dejó de preocupar fuertemente al fundador. Cuando disminuyó el número de laicos y aumentó el de los hermanos entregados al estudio y a los ministerios, la ocupación fue más fácil; fue también mejor organizado el trabajo doméstico y la mendicación diaria. Conocida es la invectiva de Tomás de Celano, al escribir la Vida segunda de san Francisco, contra los hermanos "reacios a la acción e imposibilitados para la contemplación...; sin trabajar, se alimentan con el sudor de los pobres; no hacen nada, y diríase que están siempre ocupados; pasan el tiempo esperando la hora de comer..." (2Cel 162). Diez años más tarde san Buenaventura, en su carta programática recién elegido general, señalaba la ociosidad como uno de los males que mayormente afeaban a la orden40. Por eso se procuraba que, en el horario diario de la comunidad, nadie quedara sin ocupación. El mismo Buenaventura nos ofrece el cuadro de las ocupaciones normales, entre las cuales el trabajo manual remunerado viene relegado como menos propio del siervo de Dios, según una opinión de escuela que compartía el doctor seráfico: unos trabajan en el ministerio de las confesiones, otros en la predicación, otros en el estudio, otros en el oficio divino, otros en procurar limosnas, otros en las faenas domésticas, sirviendo por obediencia a los enfermos y a los sanos, y los hay que ejercen ciertos oficios mecánicos en beneficio de propios y extraños -"a la manera que colaboran entre sí las hormigas y las abejas"-, finalmente hay otros que recorren, por obediencia, diversas tierras, cuando faltan seglares idóneos. "Y así a nadie se consiente estar impunemente ocioso"41. En la legislación tuvo siempre gran importancia la rúbrica De occupationibus fratrum. El panorama de la vida conventual siguió siendo el descrito por san Buenaventura. La fraternidad minorítica se proyectaba externamente por la comunión litúrgica con el pueblo de Dios en medio de las ciudades, por el trabajo, por la limosna y por los ministerios espirituales. La dinámica de esa comunicación hubo de modificarse al implantarse la clausura rígida y la regularidad conventual. La misión itinerante, no obstante, no desapareció del todo. Los hermanos menores fueron recorriendo los caminos de dos en dos, como quería san Francisco. La "ley del compañero", que en la mente de san Francisco tenía el sentido evangélico de unión y ayuda fraterna, adquirió después el signo negativo de la desconfianza, como aparece en las prescripciones de la legislación bajo el título De modo exterius exeundi. La pedagogía interna no se preocupaba de preparar al religioso para el contacto con el exterior, sino casi exclusivamente para los valores de la vida interna del convento. Las salidas se consideraban excepción no deseable; se prefería echar mano de "nuncios" y de criados seglares. Admisión y formación de los candidatos42 Francisco recibía a cada candidato como un hermano que Dios le daba (Test 14). En los primeros años era él quien los admitía personalmente; el requisito fundamental era la sinceridad de la vocación "penitencial" y el medio de comprobarla era el servicio a los leprosos43. En 1220 una bula papal imponía el año de prueba, que aparece ya en la regla de 1221 junto con otros requisitos canónicos. La admisión de los novicios se reserva a los ministros provinciales, que deben examinar la vocación. Requisito especial es la renuncia a los bienes y, si es posible, la venta de los mismos y la distribución del producto a los pobres, según el evangelio; pero la fraternidad no debe beneficiarse de esta renuncia. El novicio viste un hábito diferente del de los profesos, cuya prenda característica es el caparón. Sólo cuando profesaba recibía el hábito propio de la orden. La primera noticia sobre la organización del noviciado la hallamos en las Constituciones de Narbona (1260). En cada custodia debía haber una casa, y si fuera necesario dos, designadas por el provincial, donde habían de ser colocados todos los novicios de la región hasta el momento de la profesión. Su formación corría por cuenta de "un hermano religioso y circunspecto", quien debía enseñarles "a confesarse sincera y frecuentemente, a orar fervorosamente, a vivir honestamente con los demás, a obedecer humildemente, a guardar la pureza de corazón y de cuerpo, a celar por la sacratísima pobreza y a tender a la cumbre de toda perfección". Para ello, y para "aprender el oficio divino", les estaba prohibido el estudio durante todo el tiempo de prueba, no podían ser promovidos a las órdenes sagradas ni oír confesiones, si eran sacerdotes. Podían ocuparse en lecturas provechosas, a criterio del maestro. No se les permitía hablar con seglares ni con religiosos de otra orden sin licencia44. La legislación posterior no hará sino completar accidentalmente este programa de formación. Para llevarlo a la práctica los maestros de novicios contaban con el auxilio de valiosos escritos; tres de ellos llegaron a hacerse imprescindibles. Hacia 1240 escribía su De exterioris et interioris hominis compositione David de Augsburgo († 1272), maestro de novicios por mucho tiempo en Ratisbona. El libro estaba dedicado al que después sería famoso predicador Bertoldo de Ratisbona y a sus compañeros de noviciado. Con un lenguaje lleno de belleza y de equilibrio, no menos que de experiencia, traza primero el perfil religioso del novicio en su compostura externa, al relacionarse con sus superiores y con sus hermanos, en el coro, en la mesa, en el dormitorio, en el trabajo, en la recepción de los sacramentos, en las salidas de casa...; y después trata del proceso de robustecimiento del hombre interior mediante la lucha ascética, la imitación de Cristo, el cultivo de las virtudes y la ascensión en el camino de la oración hasta la altura de la contemplación mística45. Aunque inspirado en escritores anteriores, especialmente en san Bernardo, respira una atmósfera genuinamente franciscana. Tuvo enorme difusión dentro y fuera de la orden. Una finalidad eminentemente práctica tiene el opúsculo Regula novitiorum, escrito por san Buenaventura, a lo que parece, en 1259/1260. Tiene también como finalidad hacer del noviciado una tarea progresiva de reforma externa e interna, instruyendo a los jóvenes, de una manera práctica hasta el detalle, sobre el modo de orar, de confesarse y comulgar, sobre la manera de conducirse en el refectorio, en el dormitorio, en los servicios comunes, en el trato con los demás, en la lucha contra las tentaciones y en la práctica de la pobreza46. Pero el verdadero manual de todos los noviciados, oficialmente aceptado por varios siglos, fue el Speculum disciplinae, generalmente atribuido a san Buenaventura, pero en realidad obra de su discípulo y colaborador Bernardo de Bessa († c. 1300). Como su mismo título indica, el contenido es exclusivamente disciplinar; todo el libro tiene como objeto modelar al joven religioso según un patrón ideal de disciplina claustral no sólo en la compostura corporal y en las actitudes espirituales, sino aun en las normas más elementales de urbanidad y de limpieza. Se trata, ante todo, de preparar al novicio para la convivencia en comunidad, haciéndole asimilar las virtudes ascéticas y naturales que hacen grata la vida conventual. El autor se inspira ampliamente en la regla de san Benito, en el De institutione novitiorum de Hugo de San Víctor y en la Epistola ad fratres de Monte Dei de Guillermo de St. Thierry. No faltan algunas citas de las Admoniciones de san Francisco; pero todo el conjunto da una idea del grado en que para esa época había penetrado en la pedagogía doméstica la disciplina monástica con su ascética tradicional47. La edad canónica para iniciar el noviciado eran los 14 años cumplidos. Las constituciones de Narbona la fijaron en los 18 años; por excepción podía ser admitido alguno a partir de los 15 años, si se recomendaba por su robustez corporal y su madurez. Pero las constituciones de 1316 volvieron a la norma canónica general, manteniendo sólo para los laicos la edad mínima de 18 años. Los observantes volverían a retardar la edad: en la familia cismontana, 18 años; en la ultramontana, 16 años para los clérigos y 20 para los laicos. Con el tiempo se planteó también entre los franciscanos la cuestión de los pueri oblati, de antigua tradición monástica. Se trataba de niños ofrecidos por sus padres, sea en virtud de un voto sea con la finalidad de que fuesen educados en el convento. En los años de la polémica con los doctores de París, una de las acusaciones lanzadas por Guillermo de Saint Amour contra los mendicantes fue el afán de aumentar sus filas atrayendo a jovencitos impúberes, aun contra la voluntad de sus padres. Pero en todo el siglo XIII no parece que se hubiera extendido el abuso. Por primera vez, las constituciones de 1325 hablan de los pueri oblati a parentibus. Y parece que se hizo bastante común su admisión entre los conventuales. Los observantes reaccionaron en contra en el alegato del concilio de Constanza y más tarde en su legislación peculiar48. Fue una excepción el reformador Pedro de Villacreces, que recogía niños en las aldeas de la comarca con el fin de darles enseñanza escolar gratuita; el que sentía la vocación se quedaba49. Hecha la profesión, los jóvenes seguían por varios años en disciplina formativa bajo un maestro idóneo; "hasta los 25 años cumplidos" determinaban las constituciones de Benedicto XII (1336); pero prevaleció la norma de limitar ese tiempo a tres años. A juzgar por las decisiones de los capítulos provinciales, la formación de los jóvenes profesos fue muy pronto un serio problema; un ejemplo ofrece el encargo dado en 1290 a los custodios y guardianes de Las Marcas de reprimir con dureza "las insolencias, audacias, faltas de respeto, presunciones, discusiones y locuacidades de los jóvenes"50. NOTAS: 1. En este capítulo sigo fundamentalmente mi estudio Communitatis franciscalis evolutio historica, en Laurentianum 7 (1966) 91-114, 213-280.- Véase también F. de Beer, La genèse de la fraternité franciscaine, FS 49 (1967) 350-372. 2. Epist. I, oct. 1216; Historia orientalis, 1. 2, c. 32. Ed. H. Boehme, Analekten zur Gesch. des Franciscus von Assisi, Tübingen 1961, 67, 70. 3. K. Esser, La orden franciscana, orígenes e ideales, Aránzazu 1976, 219-244. 4. Gratien de París, Historia de la fundación y evolución de la Orden de Frailes Menores en el siglo XIII. Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1947, 155-169. 5. Determinationes quaestionum, Opera omnia, VIII, 340s, 367s. 6. Se lee en las constituciones "alexandrinas" del año 1500: "En esto se diferencian los hermanos menores de los demás en cuanto al voto de pobreza; los demás religiosos pueden decir: Esto es nuestro, pero no mío; los menores: Ni nuestro ni mío'' (Chronol. Hist. Leg. I, 168-170). 7. L. Bracaloni, Lo stemma francescano nell'arte, en Studi Franc. 7 (1921) 221-226. 8. Const. Narbon. V, 7, AFH 34 (1941) 63, 66; Const. Alex. III, Chronol. Hist. Leg. I, 157. 9. Speculum disciplinae, I, c. 6, 15, 22; II, c. 2. 10. Así lo establecían las constituciones desde 1260: AFH 34 (1941) 295, 300. 11. De adventu fratrum minorum in Angliam, AF I, 227s. 12. AFH 34 (1941) 56s, 60. Véase la explicación de san Buenaventura sobre este punto de las constituciones, AFH 18 (1925) 520s. 13. Cf. L. Iriarte, Communitatis franciscalis evolutio historica, p. 140, n. 161. 14. Acta Cap. Gen. I, Monumenta O. P., III, 10. 15. AFH 7 (1914) 681; 16 (1923) 143; 26 (1933) 136; 34 (1941) 85-90; 35 (1942) 181, 222; 56 (1963) 32. 16. AFH 22 (1929) 135; 30 (1937) 377; 34 (1941) 58; 38 (1945) 149; 47 (1954) 378; MF 45 (1945) 118. 17. De exterioris et interioris hominis compositione, Quaracchi 1899, 9. 18. Cf. 2Cel 193-195. 19. Alessandro da Ripabotoni, I fratelli laici nel primo ordine francescano. Roma 1956.- C. Landini Laurence, The causes of the clericalization of the Order of Friars Minor 1209-1260 in the light of early Franciscan sources. Chicago 1968. 20. Chronol. Hist. Leg. I, 24s; Chronica XXIV Generalium, AF, III, 251. 21. Const. Narbon., AFH 34 (1941) 39. 22. Chronol. Hist. Leg., I, 150. 23. Chronol. Hist. Leg. I, 103, 111. 24. Leyenda Perusina, 56. 25. Chronica XXIV Gen., AF, III, 211. 26. L. Simeone, Exemptiones a choro studiorum causa apud franciscales. Roma 1962. 27. Cf. AFH 4 (1911) 530s; 7 (1914) 487s; 35 (1942) 99; MF 33 (1933) 324; Chronol. Hist. Leg. I, 152. El mismo problema existía entre los dominicos ya en 1280, Monumenta O. P. III, 209. 28. Determinationes quaestionum, II, q. 20: Cur fratres non habeant consuetudinem praecedentiae, Opera omnia, VIII, 371. 29. Speculum disciplinae, I, c. 5s, en san Buenaventura, Opera omnia, VIII, 588-590. 30. Chronol. Hist. Leg. I, 103. 31. Cf. Communitatis franciscalis evolutio historica, 1. c., 144-147. 32. B. J. Belluco, Legislatio Ordinis Fr. Minorum de musica sacra. Roma 1959. 33. Expositio Regulae, ed. L. Oliger, Romae 1950, 138. 34. MF 45 (1945) 125s. 35. Regula noviciorum, 4, Opera omnia, VIII, 480s. 36. Regula noviciorum, II; Speculum disciplinae, I, c. 12; II, c. 1. 37. Z. Lazzeri, Una lettera spirituale di fr. Alvaro Pelagio, AFH 10 (1917) 575-582. 38. AFH 38 (1945) 127-129, 167s. 39. Cf. AFH 7 (1914) 719, 721, 725; 8 (1915) 180; 47 (1954) 381. Cf. I. Brady, The History of mental prayer in the order of Friars Minor, en Franc. Studies 11 (1951) 317-345. 40. Opera omnia, VIII, 469. 41. Determinationes quaestionum, I, q. 11: Cur fratres non laborent pro victu, ibid., 345. 42. I. Chmiel, De magistro novitiorum. Dissertatio historico-juridica. Torino 1900.- P. D. Bertinato, De religiosa iuventutis institutione in Ordine fratrum minorum. Roma 1954.- A. Boni, De admissione ad novitiatum in legislatione Ordinis fratrum minorum. Roma 1958.- F. Bernarello, La formazione religiosa secondo la primitiva scuola francescana. Roma 1961.- O. Schmucki, De initiatione in vitam franciscanam luce Regulae aliorumque primaevorum fontium, en Laurentianum 12 (1971) 169-197, 241-264. 43. Espejo de Perfección 44. 44. AFH 34 (1941) 40. 45. Ed. crítica Quaracchi 1899. 46. Ed. Opera omnia, VIII, 475-490. Y aparte en Selecta pro instruendis fratribus scripta s. Bonaventurae, 2.ª ed. Quaracchi 1923, 204-249. 47. Ed. ibid. VIII, 583-622; Selecta..., 285-418. 48. L. Oliger, De pueris oblatis in Ordine Minorum, AFH 8 (1915) 389-447; 10 (1917) 271-288. Cf. AFH 48 (1955) 195s. 49. Introd. a los orígenes de la observancia en España, AIA s. II, 17 (1957) 763, 800-804. 50. AFH 7 (1914) 461, 481, 490. |