DIRECTORIO FRANCISCANO

Historia franciscana

HISTORIA FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, OFMCap

II. ÉPOCA MODERNA:
OBSERVANTES - CONVENTUALES - CAPUCHINOS

Capítulo VIII
APOSTOLADO ENTRE LOS FIELES

Predicación

El siglo XV había señalado, entre los observantes, una reacción contra la oratoria de tipo escolástico, amiga de multiplicar divisiones y paralelismos, hasta el punto de convertir el sermón en puro armazón dialéctico. Esta reacción fue doble: una de carácter evangélico, popular, como fue la predicación de san Bernardino de Sena, otra más culta y artificiosa, inspirada por el humanismo renacentista. Los tratadistas franciscanos aparecen, en general, dominados de esta preocupación por volver a la preceptiva clásica greco-romana, si bien templándola con la flexibilidad que exige la oratoria cristiana, conforme a los modelos de la época patrística. Entre las obras didácticas de esta índole son dignas de citarse: el Methodus praedicandi, de Nicolás Herborn, aparecido en 1529; L'arte del predicare, de Lucas Baglione, publicado en 1562; el Modus concionandi, de Diego de Estella, cuya primera edición se hizo en 1576; Il predicatore, de Francisco Panigarola. En el siglo XVII tenemos el Tertullianus praedicans, de Miguel Vivien, y Le chrétien du temps, de Francisco Bonal.

No fueron sólo los tratadistas quienes sintieron la necesidad de depurar el gusto y el contenido de la predicación; también los capítulos generales vivieron de esta preocupación, mirando en primer lugar por la selección de los predicadores. El capítulo de Salamanca de 1553 ordenó que en el capítulo provincial inmediato de cada provincia fueran examinados todos los predicadores de la orden y se retirara el título sin compasión a los que se hallaran inhábiles. Los capítulos sucesivos volvieron a insistir en la esmerada preparación de los religiosos aprobados para el púlpito y, para mejor asegurarla, se restringieron las facultades de los ministros, prohibiéndoles otorgar patentes de predicador fuera de los capítulos o congregaciones provinciales.

Con el fin de atender a los fieles que frecuentaban las propias iglesias, se dispuso en 1579 que en cada convento hubiese uno o dos "predicadores conventuales". La mayor categoría correspondía a los que eran destinados a ocupar los llamados "púlpitos generales", es decir, aquéllos que por su importancia se reservaban al ministro general. De ellos había en Italia treinta en 1679. También aquí se fue manifestando con el tiempo el afán de honores y privilegios, obteniéndolos en mayor escala ciertas categorías, como los "predicadores generales", los "predicadores reales", los "predicadores apostólicos", los concionatores clarissimi1.

Como es natural, corresponde a España la primera floración de oradores insignes, que llenan el siglo XVI. Los más renombrados fueron Ambrosio de Montesino († 1513), Francisco de Osuna († 1540), Antonio de Guevara († 1545), Alfonso de Castro († 1558), Francisco Ortiz († 1558), san Pedro de Alcántara († 1562), Luis de Rebolledo († 1613), Juan de Cartagena († 1617). En Italia ninguno alcanzó la talla del elegante Francisco Panigarola († 1594); sus imitadores, desprovistos de las cualidades del genial orador, harían degenerar la predicación del siglo XVII en alambicado floreo de mal gusto. Hubo, con todo, en este siglo excelentes predicadores como Pablo de Sulmona y Bartolomé Cambi de Salutío; y en el siglo XVIII el beato Tomás de Cori († 1739) y san Leonardo de Porto Mauricio († 1751), que recorrió toda Italia por espacio de cuarenta y cuatro años, predicando la penitencia y cosechando conversiones sin cuento; su labor se extendió a todas las clases sociales y al clero así secular como regular. En Francia sobresalieron Mauricio Hylaret, Juan de la Haye († 1661) y Francisco Faure († 1687). En Bélgica gozó notable fama Felipe Bosquier († 1636), algo contagiado de culteranismo; en Alemania, Francisco Ampferle († 1646) y Juan Capistrano Brinzing († 1687).

El movimiento profetista levantado en la Italia septentrional por Savonarola halló eco en un grupo de doce predicadores conventuales, que hacia 1513 tomaron entre sí la determinación de recorrer las diversas regiones de la península clamando penitencia y anunciando el porvenir. Uno de ellos era el célebre Francisco de Montepulciano, que llenó de terror a los florentinos con el anuncio de espantosos castigos. El más renombrado predicador conventual del siglo XVI fue Cornelio Musso, de Piacenza († 1574), el orador más destacado del concilio de Trento. Contemporáneo suyo, y no inferior en elocuencia, fue Francisco Visdomini, de Ferrara († 1573). En el mismo siglo florecieron todavía Eleuterio Albergoni, de Milán († c. 1600), y Federico Pellegrini, de Bolonia. En el siglo XVIII adquirió fama universal, todavía no extinguida, José Platina († 1743); entre sus divulgadas publicaciones destacan, además de los sermones, los cinco tomos de su Retórica y sus dos tratados sobre elocuencia sagrada. Fue también famoso Francisco Antonio Gervasi, de gran aceptación en las cortes italianas.

La preponderancia del estudio hizo que los ministerios espirituales atrajeran menos la atención de los mejor dotados. Con el fin de impulsarlos con los recursos humanos entonces tan en uso, en 1659 se dio facultad al general para otorgar privilegios y grados a los sacerdotes que se empleaban en el ministerio de la predicación o del confesonario. Y para fomentar particularmente el celo de los confesores, en 1713 se decretó que nadie pudiera ostentar el rango de "padre de convento" si no frecuentaba el confesonario. Esta especie de descrédito de tan altos ministerios era una consecuencia del predominio de las ciencias especulativas con detrimento de la moral; aún a fines del siglo XVIII los lectores de moral eran de categoría inferior a los demás.

En la época del renacimiento la predicación había degenerado en gran parte, sobre todo en Italia, en una oratoria vacía, en que estaban de moda las alegaciones clasicistas de sabor pagano. La reforma capuchina, aun en la legislación, reaccionó expresamente contra esa profanación del púlpito. Cuando aparecieron los predicadores capuchinos alegando sencillamente el evangelio, clamando por la reforma de las costumbres y corroborando ellos mismos con su vida y porte exterior la sinceridad de sus enseñanzas, el pueblo se fue tras ellos; y, como contaban con predicadores de distinción y seria formación teológica, las clases cultas participaron pronto del entusiasmo popular. El capuchino sería durante más de un siglo el predicador ideal.

El ministerio apostólico no se confería con facilidad; las constituciones exigían en el predicador estudio profundo y probado espíritu de oración; el número de predicadores debía ser reducido, para poner a salvo la selección. El examen de los mismos se reservaba en un principio al general; en 1596 se delegó esta facultad a los provinciales con sus definitorios, pero la concesión del título siguió reservada al general.

La predicación capuchina, preferentemente evangélica, va dirigida más a mover el corazón que a ilustrar la inteligencia; está animada de una santa libertad y de sincera convicción; el orador capuchino vive compenetrado con los intereses y los afanes del auditorio. Tanto las constituciones de Albacina como las de 1536 prevenían a los predicadores contra los vicios de la oratoria de entonces y determinaban los caracteres de la predicación evangélica.

Pero no era todo espontaneidad e impulso de fervor; existía una preparación metódica especializada bajo la dirección de avezados maestros. Uno de éstos, Alonso Lobo, repetía esta preciosa recomendación a los jóvenes predicadores: "Después de la oración te has de entregar al estudio como si nada esperases de Dios; pero cuando subes al púlpito te has de confiar a Dios de forma que Él sea quien gobierne tu lengua y tu espíritu. Cuando escribes tu sermón, deja siempre en blanco una página, para que Dios escriba en ella lo que sea de su agrado..."2.

En la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el siglo XVIII no pudo sustraerse la oratoria capuchina al barroquismo de la época, con detrimento del buen gusto no menos que de la eficacia apostólica. Los superiores generales salieron al paso con frecuencia a tal degeneración, inculcando la sencillez y dignidad exigidas por la regla y las constituciones. A este fin desde 1698 se impuso a todas las provincias el curso de elocuencia sagrada después de la terminación de los estudios teológicos. Predicadores experimentados y hombres de ciencia pusieron a contribución sus dotes para elaborar excelentes tratados teóricos y prácticos de oratoria; se conservan más de treinta obras de este género, varias de ellas muy difundidas en ediciones y traducciones, como las de Amadeo de Bayeux († 1676), Cayetano María de Bérgamo, Juan Ángel de Cesena († 1766) y Andrés de Faenza († 1783). La aparición del Fray Gerundio de Campazas, del P. Isla, en España dio ocasión a una violenta polémica sobre la predicación sagrada entre el autor y varios insignes predicadores capuchinos, que creyeron, no sin motivo, se hacía objeto de aquella sátira de mal gusto al orador popular capuchino. La reacción contra el culteranismo se produjo en los últimos decenios del siglo XVIII y quien mejor supo darse cuenta de la necesidad de renovar profundamente la predicación fue el italiano Viator de Coccaglio en una notabilísima disertación sobre los estudios aparecida en 1780; "nuestro siglo -decía-, que ha alcanzado el máximo progreso en las artes y en las ciencias, aspira a superarse también en el bien decir: mayor sencillez y selección en el estilo; lenguaje expresivo sin afectación; figuras naturales, vivas y sugestivas, ausencia casi absoluta de tropos; novedad, lucidez y eficacia en las ideas; hábil combinación de lo sublime con lo natural...; solidez en los fundamentos dogmáticos; nada que produzca hastío o risa. Nuestro público no sufre se lleven al púlpito novedades extravagantes, galas de erudición, gracias e ingeniosidades... De aquí la precisión de una esmerada formación en el orador sagrado"3.

Paralelamente a la preceptiva se desarrolló una amplia labor subsidiaria destinada a proporcionar a los predicadores el material necesario. Con este fin se elaboraron índices escriturísticos, teológicos y científicos, como los de Buenaventura de Langres y Juvenal de Nonsberg; se compilaron voluminosas enciclopedias de predicación, algunas de las cuales son de fama universal y siguen utilizándose en nuestros tiempos: Digestum sapientiae, de Ivón de Pares; Cornucopia concionatorum, de Florencio de Hanswyck; Moralis encyclopaedia, de Marcelino de Pise; Aurifodina universalis, de Roberto de Cambrai, obra ésta de enorme aceptación, que todavía en la segunda mitad del siglo XIX tuvo siete ediciones; Prato fiorito di vare essempi, de Valerio de Venecia, y otras de menor importancia, a las que habría que añadir la inacabable lista de sermonarios impresos.

A esta renovación de la preceptiva y al esmero puesto en la formación de los predicadores se debe el que al final del siglo XVIII, no obstante la decadencia de la orden, asistamos a un auténtico florecimiento, sobre todo en lo que se refiere a las misiones populares; a este éxito contribuyó principalmente la institución de los colegios de misioneros o misionistas.

Como predicación de excepcional categoría se consideraba, en efecto, la de las misiones populares, sobre todo a partir de 1676, en que el general Miguel de Cesena lanzó oficialmente a los capuchinos por esa forma de apostolado. A los destinados para esta forma de apostolado se exigía preparación más completa; cada provincia designaba un número mayor o menor, con ocasión del capítulo, para las misiones volantes. Hubo misiones generales en que tomaban parte número muy crecido de misioneros, así la de Montpellier, desde el 1 de diciembre de 1683 hasta el 8 de febrero de 1684, predicada por treinta, y la de Marsella de 1735, por sesenta. El método empleado variaba según las naciones y las provincias, pero había ciertos caracteres comunes que daban a las misiones capuchinas su fisonomía propia; para lograr esta uniformidad se escribieron reglamentos prácticos que han llegado hasta nosotros. Además de las instrucciones doctrinales y del sermón moral, nunca se omitía la oración mental para todo el pueblo; se daban conferencias especializadas a niños, jóvenes, hombres y mujeres, y con frecuencia se practicaba un retiro de cuatro días para grupos selectos en el curso de la misión; también se daba importancia, sobre todo en España, a las procesiones de penitencia, rosarios públicos, etc.; en Italia solía culminar la misión en la erección de varias cruces en las prominencias próximas a la población4.

Por el mismo tiempo también entre los observantes se tomaba con ardor el método de misiones populares. Con este fin fundó en Portugal Antonio das Chagas († 1682) el seminario de misioneros de Varatojo, cuyos estatutos fueron aprobados por el general Samaniego y confirmados por Inocencio XI en 16795. Al año siguiente, por iniciativa del mismo general, se fundaba el de Nuestra Señora de la Hoz cerca de Sepúlveda, en España. En el siglo XVIII sería san Leonardo de Porto Maurizio, el genial organizador de las misiones sistemáticas; predicó 343 en casi toda Italia; la misión solía durar dos semanas, seguida de una semana para las confesiones; en ocasiones a la misión seguían los ejercicios espirituales para grupos más comprometidos. San Leonardo se hacía acompañar de cuatro sacerdotes y un hermano lego.

A las misiones seguían en importancia, como forma solemne de predicación, las Cuarenta Horas, que en los siglos XVI y XVII constituían el nervio de las misiones capuchinas. Introducido este piadoso ejercicio en 1535 por el sacerdote Bellotti, adquirió desde 1537 gran difusión por obra del P. José de Ferno, que reglamentó su celebración. Entre sus principales propagadores se cuentan Matías de Salò, Jacinto de Casale († 1627), Inocencio de Caltagirone († 1655) y Juan Bta. de Este († 1644).

Complemento necesario de la predicación era la catequesis, que gozó siempre de gran estima entre los capuchinos. Mateo de Bascio se dedicaba con gozo a la instrucción religiosa de los niños; José de Ferno dio origen a varias instituciones que tenían por fin la catequesis, y lo propio hicieron Mariano de Génova y Clemente de Castelletto en el siglo XVI. Escribieron catecismos Juan de Fano, Ludovico de Trento, Mariano de Génova, Gregorio de Nápoles y Mauricio de La Morra en el mismo siglo, y otros muchos, particularmente en Alemania, en los dos siglos siguientes. El del P. Martín de Cochero fue durante un siglo, por imposición del príncipe elector de Maguncia, el texto oficial en la región del Rhin, sustituyendo al de san Pedro Canisio. Entre los observantes se distinguió como catequista Ildefonso de Bressanvido († 1777); una obra suya, publicada en 1771, alcanzó dieciocho ediciones en italiano y varias en otras lenguas.

Si quisiéramos presentar la lista de todos los ilustres predicadores que han dejado un nombre en la historia del apostolado católico o han legado a la posteridad sus colecciones de sermones, nos haríamos interminables. Nos limitaremos a recordar las figuras más prominentes. En el siglo XVI destacan Bernardino Ochino, de cuya popularidad ya hemos hablado; Alonso Lobo de Medinasidonia († 1593), pasado de los descalzos de España a la reforma capuchina, tenido por el mejor predicador de su tiempo en Italia; Matías Bellintani de Salò († 1611), san José de Leonessa, san Lorenzo de Brindis, Luis de Sajonia († 1608), Francisco de Sevilla († 1615), Jerónimo de Arles († 1617); en el siglo siguiente, Manuel de Como († 1649), Marcos de Aviano († 1699), Angélico de Tudela († 1633), Juan de Ocaña, José de Carabantes († 1694), Félix Bretos de Pamplona († 1701), Francisco de Toulouse († 1678), Nicolás de Dijon († 1671), Honorato de Cannes († 1694), Procopio de Templin († 1680); en el XVIII, Francisco María Casini († 1719), creado cardenal; Antonio de Olivadi († 1720), Simón de Nápoles († 1721), el beato Angel de Acri († 1717), Bernardo de Nápoles († 1744), Carlos de Motrone († 1763), Serafín de Lendinara († 1777), Esteban de Cesena († 1771), Felipe de Novana († 1781), Nicolás de Lagonegro († 1792), Adeodato Turchi de Parma († 1803), Feliciano de Sevilla († 1722), Manuel de Jaén († 1739), Lamberto de Zaragoza († 1785), Francisco de Villalpando († 1797), el beato Diego de Cádiz († 1801), Benigno de Lohr († 1719), Clemente de Burghausen († 1731), Alberto de St. Sigmund († 1810), Clemente de Ascain († 1781).

Con la popularidad del predicador capuchino corría pareja su aceptación en las cortes. Son incontables los que predicaron ante los magistrados de las repúblicas italianas y los que lo hicieron en los palacios de los príncipes alemanes, algunos de los cuales confiaron la predicación áulica solamente a los capuchinos. De las tres grandes cortes católicas ninguna hizo tanto aprecio del hábito capuchino como la de Viena, adonde fueron llamados en diferentes tiempos predicadores italianos, españoles y franceses, además de los que eran tomados de las provincias alemanas. En Francia figuran como insignes predicadores reales Zacarías de Lisieux († 1661), José de Morlaix († 1661) y Serafín de París († 1713). En España eran muchos los capuchinos que a fines del siglo XVIII ostentaban el título de predicador de su Majestad; son los más célebres: con Felipe IV, Mauro de Valencia († 1637) y Buenaventura de San Mateo; con Carlos II, José de Sevilla, Jaime de Corella († 1699), Miguel de Lima y José de Madrid († 1709).

Pero en ninguna de las cortes gozaron de tan honrosa aceptación como en la pontificia, primeramente alternando con predicadores de otras órdenes religiosas y por fin con derecho exclusivo. El primer predicador del Sacro Palacio fue Anselmo de Monopoli († 1607), el segundo Jerónimo de Narni († 1632); después ocuparon el mismo puesto Francisco de Génova, Bernardino de Macerata, Buenaventura de Recanati, Francisco María de Arezzo, Buenaventura Barberini de Ferrara y Miguel Angel de Reggio Emilia. Benedicto XIV, por un breve de 2 de marzo de 1743, adjudicó perpetuamente a la orden capuchina el cargo de predicador del Sacro Palacio Apostólico, y desde esa fecha lo han venido desempeñando los capuchinos sin interrupción.

Unido al ministerio de la predicación se hallaba el del confesonario, ejercido en gran escala entre los observantes, pero mirado siempre con prevención por los capuchinos. Las constituciones de la orden, en efecto, ya desde 1529 prohibían rigurosamente confesar a seglares; sólo en casos particulares dispensaba el general de esta prohibición. La razón alegada en la legislación era el peligro que tal actividad suponía para el retiro de los religiosos. Pero al extenderse los capuchinos fuera de Italia vieron la necesidad de entregarse al confesonario por exigirlo así los fieles y los prelados; no obstante un breve de Gregorio XIV volvía a renovar la prohibición, revocando las facultades concedidas. Sólo algunos príncipes y nobles obtuvieron, por especiales breves pontificios, el privilegio de que sus confesores tuvieran licencias perpetuas. En vista de las peticiones reiteradas de obispos y fieles, y por presión de la Congregación de Propaganda Fide, se fue aflojando en muchos países de Europa central. Hubo siempre un forcejeo entre las provincias italianas y las restantes a este respecto. Y fue bajo el gobierno del primer general ultramontano, Hartmann de Brixen (1726-1731), cuando se inició un cambio en la actitud oficial. Mientras que en Italia se mantenía la prohibición celosamente, en el resto de Europa se hacía cada vez más general esta forma de apostolado; en la sola provincia de Alsacia las confesiones oídas por los capuchinos de 1740 a 1747 sumaban más de veinticuatro millones.

La misma suspicacia con que se miraba este ministerio hizo que se observara el máximo rigor en las cualidades requeridas en los que habían de ejercerlo, cualidades repetidamente inculcadas en las ordenaciones generales. Habían de ser de edad madura, de doce años al menos de profesión, prudentes, experimentados, de costumbres intachables y bien formados intelectualmente. No debían permanecer más de tres años en el mismo convento. Las provincias en que se ejercitaba normalmente la labor de confesonario habían de tener bien organizados los cursos de moral, cuyo estudio debía continuarse aún después de terminada la carrera eclesiástica. Con este fin estaba mandado desde 1733 que dos veces al mes se tuviera en todos los conventos la solución de casos y que todos los días se leyera en la mesa una solución moral6.

En las demás familias franciscanas fue asimismo exigente la preparación de los confesores de seglares y se veló por la dignidad del ejercicio de ese ministerio. Pío V, en 1569, designó a los observantes penitenciarios apostólicos de la basílica de Letrán, y Clemente XIV, en 1774, confió el mismo oficio a los conventuales en la basílica de San Pedro.

Otras formas de apostolado

El ejercicio de la caridad, traducido muchas veces en forma de apostolado social, es también esencial en la acción franciscana. Las constituciones de los capuchinos de 1536 lo imponían como una obligación, aun en las formas heroicas que pudiera revestir.

En el siglo XVI se hicieron beneméritos, como propagadores de los Montes de Piedad, Mateo de Bascio, Jacobo de Molfetta, Ludovico de Giovinazzo y varios otros; en la erección de asilos y centros de beneficencia, José de Ferno, Matías de Salò, Pedro de Calatayud y Francisco de Sevilla. Alonso Lobo fue expulsado de Nápoles por la autoridad civil por haber salido valerosamente en defensa del pueblo oprimido por las contribuciones.

Pero donde más se manifiesta el apostolado de la caridad es en la actividad desplegada en las epidemias. No se hallará ninguna de las que afligieron a Europa en los siglos XVI y XVII en que no aparezcan los capuchinos prodigándose e inmolándose, considerando como un honor el sucumbir al contagio. He aquí, con la elocuencia de las cifras conocidas, algo de lo que fue esta epopeya de la caridad entre los capuchinos:

En Italia se conocen los nombres de 32 que murieron víctimas de la asistencia a los apestados; en la gran epidemia de 1630/31 perecieron 520; en el cólera de 1656/57 pasaron de 400; en 1743, sólo en la provincia de Messina, las víctimas fueron 36.

En España perdieron la vida ocho en Cataluña en 1589, cuatro en el Rosellón en 1631, 18 en Málaga en 1637, 35 en la región de Valencia, 80 en Andalucía, 11 en Aragón, 43 en Cataluña en las sucesivas avenidas del cólera que sobrevinieron desde 1647 a 1653; en Andalucía volvieron a ofrendar su vida 34 en la epidemia de 1675/78.

En Francia se conocen los nombres de seis sucumbidos en el siglo XVI, de tres en Tours en 1607, de catorce en Rouen en 1622/2 3, y de ocho en París en la misma fecha. En Marsella y otras ciudades eran 278 los que habían dado su vida hasta 1668; en Marsella perecieron 42 en 1720.

En Flandes perecieron tres en 1603, 30 en Maastricht en 1633 y 64 en otras ciudades en el curso del siglo XVII.

En Alemania se sabe de dos que sucumbieron en 1607 en Augsburgo, tres en 1622 en Würzburg y 5 en 1631 en la misma ciudad; en la provincia renana murieron de contagio 50 en 1666 y 24 desde esa fecha hasta 1750; en Baviera, en sólo tres años en el siglo XVIII, ofrendaron su vida 150; en Alsacia, 39 en 1734/35.

En Austria y el imperio murieron 80 en 1679 y unos cien en Bohemia en 1680, 32 en 1668; y un gran número en la peste de 1710-1714.

En Suiza fueron 15 las víctimas en 1633/34.

En Polonia, 11 en 1708 en la ciudad de Varsovia.

Un total de más de dos mil vidas inmoladas en aras de la caridad, cifra que al menos habría de duplicarse con los datos que faltan de muchas provincias y de grandes epidemias en que sólo consta que los capuchinos perecieron en gran número. En muchas ciudades se les confiaba, en tales trances, la dirección omnímoda de hospitales y lazaretos; así lo hizo Milán en 1576 y en 1630, y Valencia en 1647. Era conmovedor el fervor con que, a la noticia de la aparición de la peste en una región, se ofrecían las comunidades en masa a los superiores para ir a exponerse al peligro. En la atroz epidemia de 1630/31 hubo provincias, como las de Brescia y Piamonte, en que sucumbieron más de cien; en Venecia pasaron de doscientos los que se emplearon en asistir a los apestados. Alejandro Manzoni inmortalizó en su novela I promessi sposi el heroísmo de los capuchinos de Milán en esa ocasión7.

Pero no fueron los capuchinos los únicos en prodigarse a impulsos de la caridad. En esa misma peste de 1630/31 sucumbieron víctimas del contagio más de cien observantes y 29 reformados de la provincia de Milán, y otros muchos en Piamonte y Toscana. En 1652 todos los observantes de Mallorca se ofrecieron para cuidar de los apestados; ocho sucumbieron. En 1656 dieron la vida, asistiendo a los apestados de Nápoles y su comarca, 17 reformados y los observantes perdieron 300 religiosos víctimas del contagio; en la provincia de Roma fueron 27 los reformados y 24 los observantes que sucumbieron8.

Además de ese apostolado extraordinario de caridad existía el ordinario de la asistencia a la cabecera de los enfermos y del ministerio en los hospitales. Desde mediados del siglo XVII buen número de hospitales públicos de Italia fueron confiados al cuidado de los capuchinos.

Este mismo espíritu de caridad les llevaba a erigir cofradías de socorro a enfermos y moribundos, a publicar libros pastorales de esta especialidad, muy numerosos, y a introducirse en las cárceles y lugares de ejecución para disponer el alma de los condenados a muerte; aun sobre este ramo de la pastoral escribieron tratados interesantes Carlos de Cremona († 1700), Antonio de Albogasio († 1721) y Francisco Antonio de Callarate († 1730).

En Francia se hicieron beneméritos los capuchinos por los servicios prestados como bomberos en casos de incendios, oficio que tradicionalmente venían desempeñando en París los religiosos mendicantes. Merecieron un cálido elogio de Luis XV.

Gemela de la peste ha sido siempre en la historia de Europa otra gran calamidad pública, la guerra, y ésta también ha dado ocasión a los capuchinos de ejercitar la caridad con los cuerpos y las almas. La santa Sede echó mano de ellos en diferentes ocasiones para capellanes militares; la gesta más brillante de la orden capuchina en este ministerio fue la batalla de Lepanto en 1571, en la que participaron por voluntad de san Pío V hasta treinta, a las órdenes de Jerónimo de Pistoya. Desde esta fecha los capuchinos fueron capellanes ordinarios de la flota pontificia. En número todavía mayor fueron enviados los capellanes capuchinos por Clemente VIII a la campaña contra los turcos a partir de 1593 ; en 1601 se distinguió entre todos san Lorenzo de Brindis en la gran batalla de Székes-Fehérvar (Alba Real), que salvó a Hungría del poder musulmán. También los príncipes de Europa requirieron en casi todas las contiendas el celo de los capuchinos para el cuidado religioso de sus tropas y para la dirección de los hospitales militares. Pero cuando subió de punto este ministerio fue en la campaña del último cuarto del siglo XVII contra la Media Luna en la Europa oriental; todas las potencias de la Liga: el Imperio, Polonia, Venecia, Toscana y la santa Sede, echaron mano de los capuchinos, y entonces es cuando aparece la figura de Marcos de Aviano († 1699), poniendo en juego, primero, su diplomacia, para unir las voluntades y organizar la cruzada, y luego su elocuencia y celo sacerdotal para mantener la moral de los ejércitos y llevarlos a la victoria del 12 de octubre de 1683, que liberó a Viena, y a la entrada triunfal en Buda tres años más tarde.

Intervención en la vida pública civil y religiosa

En la vida de la iglesia los hijos de san Francisco tuvieron la presencia pública que correspondía a su importancia como orden. En el siglo XVI fueron nueve los cardenales franciscanos; los conventuales Clemente Grosso de la Rovere († 1504), Marcos Vigerio († 1516), Félix Peretti de Montalto (Sixto V, † 1590) y Constancio Torri de Sarnano († 1595), y los observantes Francisco Jiménez de Cisneros († 1517), Cristóbal Numai de Forli († 1528), Francisco de Quiñones († 1540), Clemente Dolera de Moneglia († 1568) y Guillermo Peti († 1558); en el siglo XVII fueron creados cardenales los conventuales Félix Centini († 1641) y Lorenzo Brancati de Lauria († 1693), y los capuchinos Anselmo Marzati de Monopoli († 1607) y Antonio Barberini († 1646); en el siglo XVIII, el conventual Lorenzo Ganganelli (Clemente XIV, † 1774), el observante Lorenzo Cozza († 1729) y el capuchino Francisco María Casini de Arezzo († 1719).

De 1503 a 1605 fueron nombrados por la santa Sede 67 arzobispos y 337 obispos franciscanos, y de 1606 a 1710, 45 arzobispos y 290 obispos9.

Nada pone mejor de manifiesto el ascendiente adquirido por los hijos de san Francisco que el influjo ejercido en los asuntos públicos de la iglesia y de los príncipes católicos. Citemos los nombres de los observantes Juan Glapion († 1522), confesor y consejero de Carlos V; Francisco de los Angeles Quiñones, ya citado, que negoció con éxito la paz entre Clemente VII y el emperador entre 1526 y 1529; Juan de Calvi († 1547), legado de Pablo III; Francisco Zamora († 1571), que lo fue de Pío IV; Francisco Gonzaga († 1620), enviado de Clemente VIII, y Buenaventura Secusi de Caltagirone, mediador, con autoridad de legado, de la paz de Vervins entre Francia y España en 1598, y asimismo entre Francia y Saboya. Todos ellos desempeñaron tales legaciones siendo ministros generales. En el siglo XVII llevaron a cabo embajadas pontificias Enrique Sedulius († 1621) y el reformado Tomás Obicini († 1632), bajo Pablo V; los reformados Pablo de Lodi († p. 1652), bajo Urbano VIII, y Francisco María de Salemi († 1701), bajo Inocencio XI, y el recoleto Francisco Davenport de S. Clara († 1680), mediador en las disputas entre anglicanos y católicos en Inglaterra. Importantes fueron también las gestiones llevadas a cabo por el general de los conventuales Guillermo Hugues de Pujols († 1648) a nombre de Enrique IV de Francia en Italia, Alemania e Inglaterra. Como insignes confesores de reyes merecen citarse Bernardo de Fresneda († 1577), confesor de Felipe II, y el descalzo Joaquín de Eleta († 1788), confesor de Carlos III de España.

También aquí poseemos información más copiosa de los capuchinos que, en el período de mayor pujanza de esta orden, prestaron valiosos servicios a la concordia entre los estados.

Ya en el siglo XVI les vemos intervenir activamente en las guerras religiosas de Francia como auxiliares poderosos de la liga católica; uno de ellos, el padre Ángel de Joyeuse, hermano del cardenal de Joyeuse y duque del mismo nombre, hubo de dejar temporalmente el hábito para tomar el gobierno de Toulouse y ponerse al frente de las tropas católicas del Languedoc.

En muchas ocasiones se enfrentaron audazmente con los poderes civiles en defensa de los derechos de la iglesia, como lo hicieron con la república de Venecia en tiempo de Paulo V; con el duque de Parma en tiempo de Urbano VIII; con el gobierno de Sicilia en tiempo de Clemente XI.

Pero los servicios más destacados prestados por los capuchinos a la santa Sede y a la causa de la paz fueron de orden diplomático. La figura del capuchino aparece en el siglo XVII en todas las cortes europeas, sobre todo en el aciago período de la guerra de Treinta Años, como un reclamo insistente a la conciencia cristiana en favor de la concordia. Pero no fueron sólo los papas quienes se sirvieron de los capuchinos para misiones diplomáticas; también los príncipes y los municipios reconocieron la eficacia de su intervención encomendándoles negociaciones delicadas; no era raro encontrarse dos capuchinos en la misma corte porfiando por hacer triunfar intereses políticos encontrados, siempre al servicio de la iglesia en su intención última. He aquí la lista de los más importantes diplomáticos: Matías de Salò († 1611), enviado a Florencia en 1594 para arreglar las diferencias entre el duque de Toscana y el rey de España; Arcángel de Messina, mediador entre Clemente VIII y los jefes de la liga francesa; san Lorenzo de Brindis († 1619), cuya acción pública comenzó en 1599 en Bohemia y Hungría, y adquirió mayor amplitud siendo general de la orden en varias cortes europeas; en 1606 intervino en Bohemia y Baviera; en 1609 fue enviado a Madrid para obtener del rey de España el apoyo a los príncipes católicos alemanes y luego otra vez a Baviera con carácter de nuncio pontificio; siguió desempeñando otras misiones con los príncipes del imperio; en 1618, por encargo de Paulo V, hizo de mediador entre el duque de Saboya y el gobernador de Milán; su última embajada fue la que realizó en 1619 para interceder ante Felipe III en favor del pueblo de Nápoles, quejoso del virrey duque de Osuna; Jacinto de Casale († 1627), enviado de Paulo V en la Dieta de Ratisbona y consejero de los emperadores Matías y Fernando II durante más de treinta años; Francisco de Chambéry († 1634), autor de la paz entre el duque de Saboya y el papa; Felipe de Bruselas († 1637), importante intermediario entre Flandes y Madrid; José du Tremblay de París († 1638), el consejero de Richelieu, llamado por esa razón "Su Eminencia gris", cuyo programa político se resumía en esta frase suya: "De Francia ha de venir el remedio, porque ella es el corazón de la cristiandad", que nos explica sus esfuerzos por lograr la hegemonía francesa a costa de la casa de Austria; Pablo de Cesena († 1638), encargado de importantes negocios en la corte de Saboya; Bernardino de Manlleu († 1644), embajador de Cataluña en la corte de Felipe IV en 1640; Juan de Moncalieri († 1654), enviado pontificio en la corte de Viena; Diego de Quiroga († 1648), consejero de la emperatriz María de Austria y de Felipe IV; Inocencio de Caltagirone († 1655), que siendo general negoció en nombre del papa con las cortes de Viena, París y Madrid los preparativos de la paz de Westfalia y llevó embajadas del gran duque de Toscana, del virrey de Sicilia, del rey de Polonia, del dux de Venecia, del duque de Saboya y del emperador Fernando III; Pedro de Módena († 1657), embajador de Urbano VIII ante el duque de Saboya y Felipe IV; Valeriano Magni de Milán († 1661), embajador del rey Segismundo de Polonia ante el papa; Romualdo de Parma († 1677), embajador extraordinario del duque de Parma en Madrid; Marcos de Aviano († 1699), empleado por el emperador Leopoldo I en varias comisiones y benemérito de la causa cristiana en la campaña contra los turcos; Timoteo de la Flèche († 1715), encargado por Luis XIV de diferentes embajadas; Agustín de Lugano († 1760), embajador del emperador Carlos VI ante Juan V de Portugal.

Lucha contra los enemigos internos del catolicismo

El primer peligro interno de la misión divina de la iglesia en la época moderna es la concepción semipagana de la vida creada por el Renacimiento. Los hijos de san Francisco se enfrentaron con este adversario con una doble táctica de contraste, indirecta, pero eficacísima: la predicación penitencial y la vuelta a los ideales primitivos de su orden, a aquel siglo XIII tan denigrado por los humanistas. Las reformas franciscanas del siglo XVI, con su lección práctica de desprecio del lujo y del bienestar, pusieron el requisito insustituible a la renovación teológica y a la labor pedagógica llevadas a cabo contemporáneamente.

El humanismo de Erasmo de Rotterdam encontró, entre los franciscanos, admiradores entusiastas como Juan Glapion en Flandes y Juan de Cazalla († c. 1531) en España, que miraban con agrado la nueva visión bíblica y positiva del cristianismo y cultivaban la interioridad en los círculos evangélicos; pero tuvo también adversarios acérrimos, como el insigne teólogo Luis de Carvajal († 1532), que atacó a Erasmo en dos escritos por su actitud despectiva hacia las órdenes religiosas, mientras él mismo, en su importante obra De restituta theologia, abogaba por una ciencia sagrada más sinceramente adherente a las fuentes de la revelación, según los postulados del humanismo cristiano.

Cuando el jansenismo se inoculó más tarde en el mismo tronco de la iglesia, la orden franciscana se alineó frente a la nueva concepción de la piedad, en defensa del ideal evangélico de la vida cristiana y también en defensa de las manifestaciones más caras de su piedad tradicional, sobre todo a fines del siglo XVIII por los años del sínodo de Pistoya; tales eran la doctrina de la Inmaculada, la devoción al Sagrado Corazón y el ejercicio del Vía Crucis.

En los comienzos no faltaron algunos miembros de la orden que se dejaron contagiar por las nuevas ideas; pero la reacción oficial fue de oposición radical. Al capuchino José du Tremblay se debió el encarcelamiento del abad de Saint-Cyran. El capítulo general de los capuchinos, en 1650, promulgó un solemne decreto acatando la condenación del Augustinus e impuso a todos los predicadores, lectores y superiores, bajo severísimas penas, la obligación de atenerse a la decisión pontificia. En la comisión de cardenales y teólogos que examinó las cinco proposiciones jansenistas denunciadas por el episcopado francés había un conventual, un observante y un capuchino. El capítulo general de la observancia, celebrado en Toledo en 1658, ordenó acatar literalmente las decisiones de Roma y hacer por todos los medios que fuesen aceptadas por los fieles10. Lo propio había hecho el capítulo de los capuchinos de 1656.

Sería interminable la lista de los que tomaron parte, desde el púlpito y desde la prensa, en la campaña cerrada contra el jansenismo11.

En la preparación de la bula Unigenitus (1713) desempeñó un papel de primer orden el capuchino Timoteo de La Flèche, que fue el primero en denunciar a la santa Sede los errores de Quesnel, condenados en dicho documento, e insistió ante Clemente XI, en nombre del rey de Francia, sobre la necesidad de llegar a una solemne declaración pontificia. En 1713 fue enviado por el papa a París con la misión de preparar el terreno diplomáticamente antes de la aparición de la bula, y al año siguiente tuvo que ir de nuevo a Roma, enviado por la corte francesa. La campaña en defensa de la Unigenitus, frente al partido de los apelantes, fue más vidriosa por entrar de por medio los postulados galicanos, pero no por eso menos vigorosa.

En la etapa final del jansenismo, la del sínodo de Pistoya, se distinguieron como defensores de las formas tradicionales de devoción y de la autoridad del romano pontífice los capuchinos Luis Biscardi de Livorno († 1816) y Adeodato Turchi († 1803), obispo de Parma, abierto por otra parte a las corrientes iluministas, y los observantes Ireneo Affò († 1797), Serafín Gilioli de la Mirandola († 1807) y Flaminio Annibali de Latera († 1813) y el conventual Juan José Ferrari († c. 1807).

Con la literatura enciclopedista y libelista de la segunda mitad del siglo XVIII, que hizo objeto de sus burlas eruditas las instituciones franciscanas y la misma figura de san Francisco, se enfrentó sobre todo el recoleto Huberto Hayer († 1780), que en colaboración con otros escritores católicos sostuvo, desde 1757 hasta 1762, una publicación periódica titulada La Religion vengée. El conventual José Tamagna puso también su talento filosófico al servicio de la iglesia frente al deísmo enciclopedista y frente a los desmanes de la asamblea nacional francesa, con publicaciones llenas de desenfado.


NOTAS:

1. H. Holzapfel, Manuale, 441s.- Cf. Annales Minorum, XXIX, 1645, p. 244; XXXII, 1672, 82-84, 126-129; 1676, p. 282.

2. Z. Boverio, Annales Ord. Min. Capuccinorum, II, 509.

3. De studiis, cit. por Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, p. 14s.- Cf. Arsenio d'Ascoli, La predicazione dei Cappuccini nel cinquecento in Italia. Loreto 1956.- Metodio da Nembro, Note sulla sacra predicazione in Italia nel settecento, en Italia Franc. 33 (1958) 117-130.- Buenaventura de Carrocera, Preparación apostólica de los jóvenes religiosos sacerdotes, en Naturaleza y Gracia 9 (1962) 283-315.

4. Melchor de Pobladura, Historia, III, 61-75; De primis normis ad missiones inter populos fideles a sodalibus capuccinis instaurandas, CF 28 (1958) 412-423.

5. Annales Minorum, XXXII, 1679, 453-460.

6. Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, p. 102-123.

7. Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, p. 130-145.

8. Annales Minorum, XXVII, 1630, 298-304; XXX, 1652, 99s; 1656, 323-332.

9. M. L. Patrem, Tableau synoptique de tout l'Ordre Seraphique. Paris 1879.

10. Annales Minorum, XXX, 1653, p. 121-142; 1658, p. 421.

11. Pueden verse en las siguientes publicaciones: Melchor de Pobladura, Historia, II, 2, p. 248-262; A. de Serent, Les Frères Mineurs en face du jansenisme (1607-1754), en Etudes Franc. n. s. 2 (1951) 213-228, 321-332.- L. Ceyssens, La première bulle contre Jansenius. Sources relatives à son histoire. 2 vols. Bruxelles-Roma 1961-1962.- La fin de la première période du Jansenisme. Sources des annés 1654-1656. 2 vols. Bruxelles-Roma 1963-1965.

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