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VOCACIÓN FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
Capítulo 9: VIVIR EN CASTIDAD[1] Al tratar de captar qué es lo que san Francisco entiende por «vivir en castidad», hemos de comenzar por colocarnos en el clima general de la pureza de corazón y sencillez de mente, que él tanto recomienda en el servicio de Dios. También aquí sale al paso el ideal central de la pobreza. Pureza de corazón es una forma más de desprendimiento, un liberarse, elevándose, de cuanto pueda impedir aquí abajo el vuelo del espíritu:
«Pureza de corazón ve a Dios», decía lapidariamente fray Gil.[2] Es puro el corazón que ha logrado sobreponerse a las exigencias del yo -ambición, placer, afectividad egoísta- y por eso se siente libre para Dios, libre para el amor universal. Así quería ver a los suyos el santo fundador: «Sirviendo, amando, honrando y adorando a Dios con corazón limpio y mente pura, que es lo que él desea de nosotros más que ninguna otra cosa» (1 R 22,26). La virginidad evangélica, en realidad, tiene como fundamento justificante esa liberación: es continencia por el Reino de los cielos (Mt 19,12). Quien la abraza, obedeciendo a un carisma particular, se ve libre de cuidados, para ocuparse del servicio del Señor y de cómo agradarle...; santo en cuerpo y en espíritu..., puede unirse más íntimamente a Dios, sin impedimento, con un corazón indiviso (cf. 1 Cor 7,32-35). San Francisco no enumera la castidad en su Saludo a las virtudes. Hablando con propiedad bíblica, más que de una virtud se trata de una disposición preliminar para la donación a Dios en amor total. Entendida así, como ofrenda a Dios y a los hermanos de un corazón entero y suelto, la castidad-virginidad no consiste solamente en la renuncia al matrimonio como estado ni en la mera abstención de los goces sexuales. Es virginidad del espíritu aún más que del cuerpo. Y la fuente que la alimenta es el amor sin reservas. La meta es siempre la misma: «Amar a Dios y adorarle con corazón limpio y mente pura» (1 R 22,26). Volvemos al sentido que san Francisco da al término carne. Es carnal todo lo que procede del egoísmo, de la comodidad personal, del afán de hacer la voluntad propia, como también todo lo que es sensualidad y «amor privado», orgullo y vanagloria, codicia y preocupación de las cosas terrenas. Sólo quien se purifica de todo eso puede llegar a «poseer el espíritu del Señor y su santa operación, orar a Él siempre con corazón puro, y tener humildad y paciencia en la persecución y en la enfermedad» (2 R 10,9). En consecuencia, Francisco exhorta al aborrecimiento del cuerpo con sus vicios y pecados, «porque el diablo quiere que vivamos carnalmente para arrebatarnos el amor de nuestro Señor Jesucristo y la vida eterna» (1 R 22,5). La ascética franciscana de la castidad se halla centrada en la caridad. Es ella la que inspira la inmolación y la que, una vez aceptada ésta, hace superar con éxito las situaciones. «La santa caridad -escribe Francisco- confunde todas las tentaciones del demonio y de la carne, y todos los temores humanos» (SalVir 13). Hacia la atmósfera del amor limpio, confiado, sin egocentrismos, empujaba el santo, «sagaz conocedor de tentaciones» (1 Cel 117), a todo hermano al que veía tentado (2 Cel 118, 124; LP 55; EP 106). Él mismo no estuvo libre de los reclamos de la sensualidad, por más que a todos era manifiesta su pureza de mente y de corazón, como si el espíritu «hubiera arrastrado a la sed de la posesión de Dios su carne santísima» (2 Cel 129). Y esa lucha, que nunca fue parte a ensombrecer su ánimo, le servía para pisar firme en la realidad de su propia limitación y en la seguridad del auxilio divino. ¿Qué pensar de los remedios a que recurría cuando el acoso de la tentación se hacía más fuerte? No es fácil deslindar en el primer biógrafo lo que hay de dato histórico en este particular de lo que es puro tópico hagiográfico. Zambullirse en la nieve, revolcarse en las zarzas, disciplinarse sangrientamente al sentir el ardor de la concupiscencia..., son cosas que no podían faltar en la vida de un santo. Pero se acomoda al estilo del Poverello, amigo de improvisar escenificaciones plásticas, el episodio de las figuras de nieve con su buena dosis de humor.[3] Un eco de las enseñanzas de Francisco sobre la mejor táctica para ahuyentar las sugestiones impuras podemos verlo en las populares máximas de fray Gil, quien entendía por castidad «el cuidado de guardar todos los sentidos al servicio de la gracia de Dios».[4]
Pero no desconoce Francisco que existen peligros concretos para la vida de castidad, especialmente en una fraternidad móvil, presente en el contexto normal de la comunidad humana; y trata de proteger a los hermanos aun contra todo lo que puede infundir sospechas que perjudiquen su testimonio ante los hombres. El capítulo 12 de la Regla no bulada se titula: Cómo se deben evitar las malas miradas y el trato con mujeres. Los hermanos han de guardarse de mirarlas con intención menos pura, conversar con ellas, «ir solos de camino con una mujer o comer con ella del mismo plato». Los sacerdotes han de limitarse a darles penitencia y aconsejarlas espiritualmente, pero sin recibirlas en obediencia. Y añade: «Seamos muy vigilantes con nosotros mismos y mantengamos puros todos nuestros miembros». La fornicación y la desviación de la fe católica son los dos pecados que, según la misma Regla, llevan consigo la privación del hábito y la expulsión de la fraternidad (1 R 13,l-2; 19,2). El capítulo 11 de la Regla bulada, muy breve, se limita a prohibir el trato sospechoso con mujeres y la entrada en monasterios de monjas sin autorización de la Sede apostólica. Además, conforme a las prescripciones canónicas de la época, a los hermanos no les está permitido ser padrinos, para evitar el escándalo. Pero Francisco está muy lejos de tomar ante la mujer la actitud esquiva, corriente en la ascética de su tiempo, que la presentaba a los jóvenes religiosos como «dulce mal», «dulce veneno», «disfraz de Satanás»...[6] Algunas de las máximas que Celano pone en su boca y algunas de las actitudes que le atribuye acusan claramente tópicos de esa pedagogía misógina, alimentada ya en la Orden al tiempo en que el biógrafo escribía la Vita II (cf. 2 Cel 112 y 113). Francisco estaba imbuido de aquel respeto galante y caballeresco de que la sociedad de entonces rodeaba a la mujer. Y es la fidelidad a su Rey, Cristo, lo que le hace mostrarse cortés y delicado con cualquiera de ellas, porque toda mujer, mirada con ojos espirituales, es pertenencia del divino Esposo; detenerse a poner en ella la complacencia es, para el seguidor de Cristo, una apropiación indebida, una felonía. En cierta ocasión, dos mujeres muy espirituales, madre e hija, le atendieron dándole de comer; él les correspondió con amables consejos, pero no las miró al rostro. Cuando se hubieron alejado, el compañero no pudo contener su extrañeza, y el santo le contestó: «¿Quién no temerá mirar a la esposa de Cristo?» (2 Cel 114). Y solía repetir a sus hermanos la parábola de los dos mensajeros que cierto rey envió a la reina: el primero se limita a cumplir su encargo sin osar poner los ojos en la esposa del rey; el segundo, al volver, se hace lenguas de la belleza que ha visto en ella. El rey lo aleja de su servicio, diciéndole indignado: «Siervo desleal, ¿cómo te has atrevido a posar tus ojos impúdicos sobre mi esposa?» (2 Cel 113). Por lo demás, el mismo continente habitual del santo, su rostro mortificado, su mirada dirigida al cielo mientras hablaba, eran la mejor defensa contra cualquier superficialidad por parte de las interlocutoras. Y llegó a confesar confidencialmente a su compañero: «Puedo asegurarte que no acertaría a reconocer por la cara sino a dos mujeres. El rostro de tal y de tal me es conocido, pero de ninguna otra» (2 Cel 112). CASTIDAD Y AMISTAD[7] Se supone que las dos mujeres que conocía Francisco de vista eran Jacoba de Settesoli y la hermana Clara. Y ¡con qué viril afectuosidad supo corresponder Francisco al amor de esas dos hijas espirituales! Fray Jacoba, como usaba llamarla el santo por su estilo de gran señora y por la naturalidad con que alternaba con los hermanos, tenía veintidós años cuando hospedó a Francisco por primera vez en Roma en 1212. Entre ambos se creó una amistad muy estrecha; era considerada como unida espiritualmente a la fraternidad, como un hermano más. Con ella no rezaba la prohibición de admitir mujeres en el recinto de la Porciúncula, reservado a habitación de los hermanos (LP 8). De la amistad con santa Clara hay datos abundantes y muy significativos, si bien no todos resisten al rigor de la crítica. Contaba Clara diecisiete años cuando Francisco, doce mayor, cautivó su espíritu con el ardor de su predicación y la inflamó en el amor a Cristo crucificado. Bona de Guelfuccio recordaría, en el proceso de canonización, aquellas citas furtivas, muy arriesgadas, dadas las costumbres de la época, cuando Clara, acompañada de su amiga, salía secretamente de casa e iba a encontrarse con Francisco, quien la esperaba en lugar bien disimulado, acompañado, a su vez, de fray Felipe, uno de los primeros seguidores, de quien dice Celano que «el Señor le purificó los labios con el fuego de la castidad» (cf. 1 Cel 25). En coloquios llenos de unción espiritual, a media voz, Francisco estimulaba a Clara «a volverse a Jesucristo» sin reserva.[8] Así, en encuentros amparados en la pureza de las intenciones, quedó sellada aquella unión de dos espíritus hechos el uno para el otro. El amor de Clara a Francisco se mantendría en el plano de una adhesión filial, rendida y ardorosa, siempre espiritual, sin dejar de ser auténticamente humana. Una vez canonizado el Padre amadísimo (1228), se abandonaría a ese amor con una intensidad mayor, hecha devoción. Nada más revelador que el sueño singular que un día refirió con sencillez a las hermanas y que éstas hicieron constar en todo su ingenuo realismo en el proceso de canonización (Proc 3,29; 4,16; 6,13; 7,10). Y el amor de Francisco, sin dejar de ser amor de Padre, tendría mucho del entusiasmo legítimo por el frescor y la tenacidad con que vio prender en el corazón de la que gustaba llamarse su «plantita», el ideal del seguimiento de Cristo por la vía de la pobreza y de la sencillez. La trataba como a colaboradora en la misma aventura evangélica. Aunque no sea más que por su valor simbólico, indicador del recuerdo dejado en la familia franciscana por el noble afecto de los dos santos fundadores, no está de más hacer mención del relato de las Florecillas sobre el banquete espiritual tenido en la Porciúncula (Flor 15). En un principio Francisco iba con frecuencia a conversar con las damas pobres. Pero más tarde la espontaneidad primera hubo de ceder a una mayor sobriedad en las visitas y en la forma del trato, debido, en parte, al tenor cada vez más monástico que fue adoptando el conventito de San Damián, bajo la autoridad de Hugolino, en parte también porque los hermanos de la Porciúncula no siempre supieron comportarse con la debida discreción. El fundador tenía que dar ejemplo. Y explicaba a sus compañeros:
De tarde en tarde, le vencía el deseo de ir a San Damián; llamaba a un compañero y le decía: «¡Vamos a ver a hermana Clara!».[9] Más duro todavía resultaba a Clara y a sus hijas carecer de la vista y de las palabras del Padre. Pero también ellas hubieron de recibir su lección ascética de un simbolismo crudo. Reunidas todas ante el locutorio, Francisco se puso en oración con los ojos alzados al cielo. Luego mandó traer ceniza; hizo con ella un círculo en derredor y la echó también sobre su cabeza. Estuvo así buen rato en silencio. Por fin se levantó y, por toda plática, entonó el Miserere.[10] No hay que exagerar, con todo, ese alejamiento calculado. Por otros episodios y por las declaraciones del proceso de canonización de santa Clara, sabemos que la presencia de los hermanos en San Damián era casi continua y en un ambiente de espontaneidad. Francisco veía el misterio del desposorio espiritual con Cristo en toda alma fiel. Es una unión que alcanza toda la fecundidad salvífica de nuestra comunicación de vida con el Redentor glorioso. Quien se consagra a Cristo en virginidad contribuye eficazmente a la fecundidad maternal de la Iglesia. Un anhelo general de vida más pura fue el efecto inmediato que se siguió a la irradiación de la vida apostólica de la fraternidad (1 Cel 37). Jacobo de Vitry, testigo inmediato, afirma que los hermanos menores «purificaban el ambiente del hedor de los vicios y encendían a muchos en el deseo de la castidad».[11] Francisco sabía elevar a ese clima de limpieza integral también a los unidos en matrimonio, devolviendo al amor humano su dignidad, sin menoscabo de los bienes de la unión conyugal (cf. LP 69). Se comprende que los focos de más intensa irradiación fueran los reclusorios de las damas pobres. La virginidad no era allí solamente una disposición para la entrega sin reserva al Esposo divino, sino además una invitación muda a la elevación de la vida cristiana. A todas servía de ejemplo santa Clara, «virgen en la carne y purísima en el corazón» (1 Cel 18), que «a manera de flor blanca y primaveral -en expresión de san Buenaventura- esparcía por todas partes el olor suavísimo de su pureza» (LM 4,6). Celano, describiendo el clima de santidad que se respiraba en San Damián cuando él redactaba su primera biografía, dice:
Clara concebía la donación a Cristo como un compromiso dinámico y exigente. El Esposo es el Crucificado pobre, que nos ha amado a costa de sí mismo y busca en sus amantes colaboración incondicional.[12] Mujer plenamente realizada, dotada de una afectividad y sensibilidad exquisitamente femeninas, Clara amaba sobre todo a las hermanas que compartían su mismo empeño evangélico; ellas, en el proceso de canonización de la santa, han dejado testimonios preciosos sobre aquella su manera de querer, con ternura, pero sin maternalismos envolventes. Amaba a su madre Ortolana y la recibió gustosamente a su lado en el monasterio; amaba a su hermana Inés, cuya carta, escrita desde Monticelli (Florencia) luego de llegar a este monasterio, constituye uno de los documentos más extraordinarios de la intensidad de un afecto.[13] Y amaba, si bien a distancia y sin conocerla, a su hija espiritual Inés de Praga, como aparece elocuentemente en las cartas escritas a ella, especialmente en la última de despedida:
CASTIDAD Y AMOR FRATERNO «La castidad abrazada por el reino de los cielos... libera el corazón del hombre de una manera singular para que se inflame en más amor a Dios y a todos los hombres... Todos deben tener presente... que la castidad se guarda con más seguridad cuando en la vida de comunidad reina un auténtico amor entre hermanos», enseña el Concilio Vaticano II (PC 12). Por un lado el corazón virginal, reservado entero y libre para Dios, puede prodigarse sin límite alguno a los hermanos; pero, a su vez, halla en la comunión de vida y de ideales con los hermanos, aceptados como don del Señor, el clima más idóneo para el crecimiento de la afectividad y el apoyo en los momentos normales de lucha y de superación. Pero con una condición: la de saber liberar el potencial afectivo de todo aprisionamiento egoísta y de toda tendencia posesiva. El corazón casto, evangélicamente pobre, protege constantemente su libertad frente a las apropiaciones afectivas. Francisco y Clara se sirven de una expresión muy apropiada para prevenir, sobre todo a los hermanos y a las hermanas que han de ser guía y agentes de unidad en la fraternidad, contra la tendencia a acaparar el afecto de alguno produciendo malestar en la misma: amores privati. La expresión, tomada de san Agustín, se halla en el retrato del ministro general que Celano atribuye a Francisco: Privatis amoribus careat ne, dum in parte plus diligit, in toto scandalum generet, «Debe ser hombre sin amistades particulares, no sea que, inclinándose más a favor de unos, dé mal ejemplo a todos... Debe ser hombre en quien no haya lugar para la sórdida acepción de personas, que tenga igual cuidado de los menores y de los simples que de los sabios y mayores» (2Cel 185; cf. LP 80). Por su parte, santa Clara, al hablar de la abadesa, usa el mismo lenguaje: «No tenga amistades particulares, no sea que, al preferir a una parte de las hermanas, cause escándalo en todas» (RCl 4,11). El primer biógrafo nos ha dejado una descripción llena de vida de la fraternidad inicial, poniendo de relieve la espontaneidad de las relaciones afectivas entre los hermanos, sin complejos ni formas artificiosas, y explica el secreto con una observación muy atinada:
NOTAS: [1] J. Micó, La castidad franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 19, núm. 55 (1990) 47-82, con bibliografía; A. Bergamaschi, St. François, les bonshommes de neige et la chasteté, en Études Franciscaines 15 (1965) 76-80; L. Cignelli, Il dono della castità nella scuola ascetica francescana, en AA. VV., Temperanza e penitenza nella spiritualità francescana, Quaderni di Spiritualità Francescana 18, Asís 1970, pp. 105-147; K. Esser, Libertad para amar. La castidad y la virginidad según san Francisco, en Temas espirituales, Aránzazu 1980, 121-138; L. Izzo, Castità, purezza, en DF, 167-183; Verginità, en DF 1941-1960. [2] Dicta beati Aegidii, 1; ed. Quaracchi 1939, p. 4. [3] 1 Cel 40; 2 Cel 116 y 117. El milagro de las zarzas que, salpicadas de la sangre del santo, se llenaron de rosas, aparece por primera vez en el De conformitate de Bartolomé de Pisa (AF V, (Quaracchi 1912, 33-34). [4] Dicta beati Aegidii, 31-34; ed. Quaracchi 1939, pp. 114-115. [5] Vida de fray Junípero, c. VII (suele ir unida a las Florecillas en algunas ediciones, como por ejemplo en San Francisco de Asís. Sus escritos..., Madrid, BAC, ed. Legísima-Gómez Canedo). [6] Véase Carmen de contemptu mundi: PL 158, 696. Y los versos recogidos por Salimbene en su Chronica: MGH, SS XXXII, p. 132-133 y 385-386. Otra sarta de conceptos contra la mujer puede verse en AFH 30 (1937) 232. [7] W. Sidney, The Friends of St. Francis, Chicago 1952; D. Gagnan, Le symbole de la femme chez saint François d'Assise, en Laurentianum 18 (1977) 256-291; E. Mariani, La donna nell'amicizia di san Francesco e nella spiritualità francescana, en Vita Minorum 50 (1979) 309-329; O. Van Asseldonk, Amistad entre Francisco y Clara, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 21, num. 62 (1992) 181-194; O. Van Asseldonk, Affetto, amicizia, en DF, 1-24; M. Mandelli, Donna, en DF, 433-451. [8] Proc 17,1-3: «Madonna Bona de Guelfuccio de Asís declaró bajo juramento que conoció a santa Clara de cuando ella estaba en casa de su padre, pues la trató y estuvo en casa con ella... La madonna Clara fue tenida siempre por todos como virgen purísima, y tenía gran fervor de espíritu, pensando cómo podría servir a Dios y agradarle. Por esta razón, la testigo fue muchas veces con ella a hablar con san Francisco, e iba secretamente para no ser vista por los parientes. Preguntada sobre qué le decía san Francisco, respondió que siempre la exhortaba a que se convirtiera a Jesucristo, y fray Felipe hacía lo mismo. Y ella les oía con gusto y asentía a todos aquellos bienes que le decían». [9] Véase I fiori dei tre compagni, ed. Cambell, 367, Append. n. 4. [10] Véase 2Cel 204-207. Cf. R. Manselli, El gesto como predicación para Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 33 (1982) 413-426. [11] Historia occidentalis, II, c. 32; ed. H. Boehmer, Analekten zur Geschichte..., Tübingen 1961, 72. [12] Los conceptos expresados pueden verse en las cartas de Clara a Inés de Praga: 1CtaCl 5-12; 2CtaCl 20-23; 3CtaCl 15-16; 4CtaCl 9-17. [13] Puede verse el texto de esta carta en I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos complementarios, Madrid, BAC, 19994, 367-371. |
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