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VOCACIÓN FRANCISCANA por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
Capítulo 14: Un cronista extraño al movimiento franciscano, al observar la rápida expansión y el éxito de la nueva Orden, que «en poco tiempo había llenado la tierra», daba como explicación: «Los hermanos menores han elegido vivir entre los hombres».[2] Francisco, al referirse al comienzo de su conversión, concluye: «Y al apartarme de los leprosos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo» (Test 3). Y se esforzó por meter en la conciencia de los hermanos esa misma persuasión: «Pero ahora, después que hemos dejado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a él» (1 R 22,9). Pero sabemos cómo, después de la conversión, Francisco y los suyos siguieron recorriendo las calles de la ciudad y los caminos del mundo, insertados en la realidad social mediante el trabajo, la mendicación, el servicio de los leprosos, la predicación, el culto litúrgico... Nos hallamos ante una nueva noción de la «fuga del mundo», de la fuga mundi, expresión monástica que tenía un sentido bien definido en la edad media: poner distancia entre la sociedad de los hombres y el «siervo de Dios», bien sea retirándose éste a los desiertos, bien encerrándose en un monasterio. Francisco se coloca, por decirlo así, en la etapa pre-monástica de la historia del cristianismo, cuando el cristiano que quería darse plenamente a Dios -vírgenes, ascetas- no tenía necesidad de alejarse de la comunidad de los fieles, porque éstos se sentían diferentes en medio de la sociedad, aunque vivían como todos. Tenían conciencia de haber recibido de Cristo una tarea nada fácil: vivir en el mundo, sin ser del mundo (Jn 17,11 y 15-16). Francisco, con sus hermanos, se ha visto incluido en esa oración de Jesús al Padre.[3] PRESENCIA PENITENCIAL Y PROFÉTICA[4] No fue fácil dar con la fórmula justa en ese doble impulso hacia el retiro sabroso, en que se gustan las dulzuras de la contemplación y de la presencia de los hermanos, y al mismo tiempo hacia la multiplicidad de una vida a nivel de la sociedad normal. La tentación de aislarse asomó por primera vez cuando el grupo acababa de descubrir el tesoro de la intimidad fraterna: «Trataron entre sí sobre si debían vivir entre los hombres o más bien retirarse a lugares solitarios». Pero san Francisco conoció, en la oración, que se debían a todos los hombres (1 Cel 35). Lo importante era llevar consigo las ventajas del eremitorio, como enseñaba el santo: «Dondequiera que estemos o a dondequiera que vayamos, llevamos nuestra celda con nosotros; nuestra celda, en efecto, es el hermano cuerpo, y nuestra alma es el ermitaño, que habita en ella para orar a Dios y para meditar. Si nuestra alma no goza de la quietud y soledad en su celda, de poco le sirve al religioso habitar en una celda fabricada por mano del hombre» (LP 108). Viviendo en medio del mundo «como peregrinos y forasteros», renunciando a la autonomía económica y eclesial del monasterio, así como al aislamiento de la vida eremítica, los hermanos menores se introducen en la vida religiosa corriente y en los afanes diarios de la comunidad humana, puestos al servicio de todos en la máxima disponibilidad, y también en la máxima dependencia de la buena voluntad de los hombres y, mediante ella, del amor del Dios Altísimo, Padre de todos. No hay un desdoblamiento de vida, como si la fraternidad interna quedara en suspenso para el hermano que sale al exterior. En realidad, mientras no se formó el «convento», no puede hablarse de «salir», ya que los «lugares» en que se reunían las fraternidades estaban abiertos a todo el mundo. Así lo disponía Regla no bulada (1 R 7,13-14) en virtud del principio de la pobreza-minoridad. La fraternidad sigue unida. Ella comunica fuerza al hermano que «va por el mundo», ella le hace añorar la compañía cálida de los hermanos y volver a juntarse con ellos terminada su misión con los hombres. En los diez primeros años no fue un problema el alojamiento; cuando caía la noche hallaban acomodo en cualquier cobijo (1 Cel 39). Su claustro era tan espacioso como el mundo; de día se desparramaban de dos en dos por las poblaciones y por la campaña; de noche iban a recogerse en alguna leprosería o en los eremitorios; siempre se les veía dispuestos a servir humilde y devotamente.[5] Como signo público de la unión fraterna, llegó a ser uso normal salir los hermanos de dos en dos. No bien reunió Francisco a los primeros compañeros, formó con ellos cuatro parejas, y les dijo:
También Jesús había enviado a sus discípulos de dos en dos (Mc 6,7; Lc 10,1). Esta razón evangélica obró sin duda en una práctica que llegaría a ser distintivo popular de la presencia de los menores por los caminos del mundo. Cada pareja itinerante quería ser un testimonio de la experiencia del amor interno de las fraternidades. Cuando el grupo habitaba en aquellos «lugares» abiertos al contexto social ambiente, se llegaba a una sintonía total de los espíritus. Tal es el cuadro que ofrecía la aldea de Greccio, donde la vida de los habitantes, «muy pobres y sencillos», era como la prolongación de la jornada, aun litúrgica, de los hermanos, acogidos al eremitorio entre la enramada de la ladera: «En aquella época, los hermanos del lugar, lo mismo que los de otros muchos lugares, solían alabar al Señor al atardecer. Con frecuencia, hombres y mujeres, grandes y pequeños, salían de sus casas, y de pie en el camino, ante el castro, alternaban con los hermanos, respondiendo en alta voz: "Loado sea el Señor Dios"» (LP 74). Humanamente, con ser tan bella, distaba mucho de ser grata la comunicación fraternal con los hombres, sobre todo donde los miembros de la nueva Orden aparecían por primera vez, con su modo de vestir, con su género de vida, con su manera de ver la realidad humana, de pensar y de hablar, tan en contraste con lo que comúnmente se usaba. Y se veían contentos cuando alguien se les acercaba para preguntarles: "Y vosotros, ¿por qué sois así?". Entonces daban testimonio de su vida penitencial con palabras de paz y de hermandad para todos. Aun en el valle de Spoleto fue dura la primera irradiación de la fraternidad, cuando todo el mundo los motejaba de locos e ilusos. De lo que tuvieron que soportar en otras regiones de Italia y más allá de los Alpes hay testimonios de realismo impresionante (1 Cel 40; Giano, Crónica). Nadie debía quedar marginado en la caridad universal: ni el pecador, ni el hereje, ni el sarraceno. El episodio de los ladrones, despedidos de malos modos por los hermanos del eremitorio de Monte Casale y buscados luego con humildad y amor por orden de Francisco, es una muestra de la manera cómo él quería que se entendiera la hermandad con toda clase de hombres (LP 115). LA DENUNCIA PROFÉTICA DE FRANCISCO[7] Francisco no fue un revolucionario, menos aún un denunciador o protestador, inadaptado. Ni tuvo la pretensión de ser un profeta fustigador de los vicios ajenos. Fue sencillamente un hombre penitencial, un verdadero convertido, que se halló al frente de hombres asimismo penitenciales y, junto con ellos, llevó a la Iglesia y al mundo un testimonio fuerte y un mensaje de penitencia y de reconciliación. Por ello precisamente su mensaje fue eficazmente profético, acogido por todos. El primero en captar el sentido profético de la vida y de la misión del «hermano y padre» fue fray Elías en la circular con la que comunicó a las provincias la muerte del fundador. El primer biógrafo lo designa profeta de nuestro tiempo y explica en qué sentido: Su espíritu, liberado del embarazo de las cosas terrenas, se levantaba libre a las alturas y se sumergía puro en la luz. Embebido así en el resplandor de la luz eterna, extraía de la Palabra increada lo que después resonaba en sus palabras (cf. 2 Cel 54). Pero fue san Buenaventura quien delineó, con evocaciones bíblicas, desde su perspectiva peculiar, la alta misión profética del Poverello.[8] Será bien, con todo, advertir que, cuando las fuentes biográficas hablan del carisma profético -espíritu de profecía- del santo, se refieren más bien al don de penetrar en los secretos de los corazones y de predecir el futuro. La vida entera de Francisco, a partir de su conversión, se desenvuelve y se expresa, en cierto sentido, en clave profética. No trazó un programa: le bastó con ser sencillamente cristiano: «el único cristiano perfecto después de Jesús -escribe Ernesto Renan con su énfasis habitual-; su verdadera originalidad está en haber tenido la audacia de serlo, impulsado por una fe y un amor sin límites».[9] Su mensaje profético, en realidad, no es otro que el del Evangelio, como dice Celano: Nuevo evangelista de nuestro tiempo, semejante a un río del paraíso, regó el mundo entero con las aguas del Evangelio y mostró, con sus obras, el camino del Hijo de Dios y la doctrina de la verdad. En él y por él, el mundo se sintió inesperadamente alegrado con una santa novedad; el vástago de la antigua religión renovó de pronto las ramas, que se hallaban ya viejas y decrépitas (1 Cel 89). En el itinerario penitencial y evangélico del Poverello sorprende su sentido de autonomía, ese colocarse deliberadamente al margen de todo encuadre preexistente, para poder caminar siempre bajo la guía del «espíritu del Señor», sin condicionamientos institucionales o ascéticos: no se integra en ninguno de los grupos existentes de penitentes; logra evitar todo enlace con los movimientos evangélicos que pululaban por todas partes y que estaban presentes aun en la Umbría; frente a las insinuaciones del obispo de Asís y del cardenal Juan Colonna, que hubieran querido orientar al grupo hacia alguna de las Órdenes existentes, él afirma la originalidad de su vocación evangélica; lo propio hará más tarde frente a un sector de la fraternidad que se sentía atraído por el modelo cisterciense. La sumisión a la Iglesia jerárquica no tiene como precio la renuncia a esa originalidad, sino que es más bien la garantía de la fidelidad a la misma. Al margen, además, de los cuadros comunales y feudales, lo mismo que de las organizaciones y movimientos religiosos, sin ser de nadie, Francisco se siente «siervo de todos», libre para llevar a todos, ricos y pobres, plebeyos y nobles, laicos y clérigos, ortodoxos y herejes, cristianos e infieles, el mensaje de conversión, sin levantar la sospecha de procurar sus intereses personales o los de su grupo o clase social. De esa forma, como verdadero «no alineado», sin choques ni polémicas, logró aproximarse los varios sectores sociales y eclesiales: aristocracia y burguesía, amos y siervos, clero y pueblo, liturgia monástica y religiosidad popular, despertando un nuevo sentido ecuménico y universal más allá del engranaje y de los confines de la Cristiandad. Veamos de sintetizar la postura profética de Francisco frente a lo que, en su tiempo, era el anti-evangelio, es decir, el mundo, y su manera de descubrir y asimilar los lados positivos, favorables al Reino, presentes tanto en la sociedad feudal, que declinaba, como en la nueva sociedad artesanal y mercantil. En efecto, de la sociedad feudal asumió como verdaderos valores cristianos: el idealismo, el espíritu caballeresco, la fantasía y el sentido poético de la cultura trovadoresca, la cortesía y la lealtad...; y de la nueva sociedad supo encarnar: la creatividad y movilidad, el asociacionismo, la tendencia a la fraternización, la itinerancia, la religiosidad personal y comunitaria más sentida, el retorno al Evangelio. Pero en ambas concepciones históricas descubrió así mismo antivalores. 1. Frente a las desigualdades sociales.- Desde que «salió del siglo», Francisco tuvo la valentía de llamar mundo todo cuanto impulsa a los hombres a «desear estar sobre los demás» (2CtaFi 47), por razón ya sea del linaje ya de la riqueza ya del saber. Frente a esta realidad él no reaccionó rechazando la sociedad ni reclamando cambio alguno; optó sencillamente por la condición de los que ocupan el lugar ínfimo en la escala social y ofreció un hecho: la fraternidad evangélica, abierta a toda categoría social. Bien hallado «entre la gente de baja condición y despreciada» (1 R 9,2), supo relacionarse, con su nativa cortesía, con exponentes de la nobleza, entre los que tuvo amigos y devotos incondicionales, y aceptó sin dificultad el hospedaje de obispos y cardenales. Muy expresivo el texto de los Tres Compañeros: «Veneraba a los prelados y sacerdotes de la santa Iglesia y honraba a los ancianos, nobles y ricos; también a los pobres los amaba de lo íntimo de su corazón y se compadecía de ellos entrañablemente. De todos se mostraba súbdito» (TC 57). 2. Frente al lujo y la ostentación.- Era la tentación de los nuevos potentados del dinero. A fines del siglo XII se extiende por Europa el uso de la seda y del terciopelo, y reaparece el teñido de las telas, en el que es experta la tintorería flamenca. Por otra parte, sobre todo en Italia, está en boga la buena cocina, con manjares exquisitos y vinos generosos. Francisco no toma una actitud de orgullo ascético ni de condena; establece sencillamente:
3. Frente al orgullo del saber y los valores culturales.- Hemos mencionado en otra parte la postura del santo sobre la implantación de los estudios en la fraternidad; hombre realista como era, cedió al final de su vida. La misma autorización a san Antonio para enseñar teología contiene un testimonio elocuente de su actitud ante el estudio como ocupación minorítica, no menos que la Admonición séptima. Francisco sentía gratitud y veneración por todos los teólogos; pero en la pedagogía espiritual con los hermanos trataba de prevenirlos contra «el orgullo y la vanagloria, y contra la sabiduría de este mundo» (1 R 17,9-11). El docto debía «desapropiarse» de su ciencia como los demás debían renunciar a los bienes y a la posición social para responder al llamamiento divino. No se trata de anular el caudal científico, sino de liberarlo, como los otros dones recibidos de la bondad de Dios. La misma actitud positiva toma el santo respecto a los demás valores culturales: la música, la poesía, los festejos sociales y populares... Recordemos sus evocaciones de los cantares de gesta; su participación en el vistoso acto de ser armado caballero el hijo del conde de Montefeltro y la respuesta dada al conde Orlando en tal ocasión: «Sigue participando en la fiesta y haz honor a los amigos»; su estima de los instrumentos músicos (cf. Consideraciones sobre las llagas, I; LP 66). 4. Frente al afán y el poder del dinero.- Conocemos la postura del fundador con relación a esta nueva potencia, cuya tiranía él había experimentado de cerca. Ya antes de su conversión, lejos de dar al dinero un valor absoluto, lo apreciaba sólo en razón del goce inmediato de la vida (1 Cel 2). Esta tendencia a relativizar el valor del dinero recibió una confirmación, mejor dicho, le hizo catalogarlo entre los no-valores, después de la negativa del capellán de San Damián a aceptar las monedas que habían de servir para la reconstrucción de la iglesia y, sobre todo, después del descubrimiento de su vocación definitiva a la luz de la página de la misión. Francisco no condenó el dinero, no tuvo gestos de desprecio hacia los que lo poseían, pero él lo descartó en modo absoluto de su vida y de la vida de la fraternidad. Fue su mejor denuncia profética. 5. Frente a la prepotencia, la opresión y la violencia.- La violencia existía en alto grado en tiempo de Francisco, sea en forma de opresión y de explotación del débil, sea en forma de hostilidad cruenta entre las ciudades rivales, sea en forma de antagonismo entre familias y linajes, sea también a causa de aquel estado de luchas políticas de alto nivel entre güelfos y gibelinos, y del clima permanente de cruzada contra el Islam. Francisco opta paladinamente por la no violencia. De esta opción quiere que ofrezcan testimonio claro, y aun heroico si llega el caso, todos los hermanos al «ir por el mundo», no sólo con mansedumbre y humildad, sin provocar altercados, sino poniendo también en práctica la norma de Jesús (Mt 5,39-42), amando a enemigos y perseguidores, devolviendo bien por mal.[10] Más adelante hablaremos del mensaje de paz de Francisco. Poco sabemos de la actitud de Francisco ante los poderes públicos; también para ellos tiene, cuando se ofrece la ocasión, su mensaje penitencial apropiado. Recordemos la misiva al emperador Otón IV desde el tugurio de Rivotorto en 1209 (1 Cel 43). Francisco enumera entre los miembros del pueblo de Dios a los «reyes y príncipes», pero mezclados con los «pobres y necesitados, artesanos y agricultores» (1 R 23,7); la misión de los hermanos menores es la de «anunciar la penitencia con valentía y sencillez» a todos, «reyes, príncipes y pueblo» (TC 36). En su mirada de creyente, no hay categoría social ni política que se sustraiga a las exigencias de la fe profesada y al reclamo a la conversión. No vacila en recordar a magistrados y jueces el deber de «ejercitar la justicia con misericordia», poniéndose en la situación del acusado (2CtaF 28-29). Con audacia y libertad de espíritu se dirige por escrito a todas las autoridades municipales: «los podestà y cónsules, jueces y regidores», para recordarles que «se aproxima el día de la muerte», y que deben hacer «verdadera penitencia», pues de lo contrario, «cuanto más sabios y poderosos hayan sido en este mundo, tanto mayores tormentos padecerán en el infierno» (CtaA 1-8). Ya entonces existían rencores mal reprimidos a causa de las injusticias y arbitrariedades de las clases privilegiadas a labradores indefensos, colonos, siervos de la gleba. Francisco compartía sus sufrimientos; pero no pensaba, como solución, en exacerbar el odio y atizar la revancha. Es significativo el caso sucedido en Collestrada, no lejos de Perusa. El santo encontró a un aldeano conocido suyo y le preguntó: «¿Cómo te va, hermano?». A lo que respondió él con ira mal contenida: «¡Muy mal, por culpa de mi amo, que Dios maldiga!». Francisco sintió al vivo tal situación y, más aún, la disposición de odio concentrado del labriego contra su amo; y le rogó que le perdonara. El pobre hombre se resistía a perdonar si primero no se le hacía justicia. No sabiendo cómo ponerlo en la vía del perdón cristiano, apeló a un gesto de amor: dio su manto al labriego; éste, conmovido por tanta bondad, cambió de actitud y perdonó generosamente (2 Cel 89). Un caso similar, cuya noticia debemos a una fuente no del todo segura, habría sucedido con un converso de cierto monasterio.[11] Solícito en desterrar el odio del corazón de los oprimidos, no lo era menos en estigmatizar, en su predicación, el egoísmo de los opresores. Baste como muestra el apólogo que presenta, al final de la carta a los fieles, del pecador impenitente. No ha escogido el tipo del lujurioso o del blasfemo, sino el de uno que se ha enriquecido «a fuerza de fraudes y malas artes con que ha explotado a la gente» (2CtaF 72-85). Entre los predicadores formados en la escuela de Francisco, ninguno llegó tan al fondo del alma popular como san Antonio. La biografía escrita con ocasión de su canonización (1232), la Leyenda Assidua, al describir el enorme éxito de su campaña en Padua y su comarca, afirma: «Restablecía la paz fraterna entre los enemistados, lograba la liberación de los encarcelados, hacía restituir lo adquirido mediante la usura y los saqueos violentos..., retraía a los ladrones, conocidos por sus fechorías, del afán de hacerse con lo ajeno...». En sus sermones, aun a través del texto latino, podemos entrever vehementes invectivas denunciando los abusos y las lacras sociales. Nadie se libra de su libertad evangélica: príncipes, señores feudales, prelados de la Iglesia, amos burgueses, usureros sin entrañas, todos son emplazados ante el Dios justo y recto, que «no hace acepción de personas». Pero no olvida, si bien trata de excusarlos, los vicios de los pobres.[12] Hemos hablado ya de la estrategia de Francisco para ganarse a los ladrones y salteadores y ponerlos en vía de conversión. 6. Frente al escándalo de los representantes de la jerarquía.- Su misma fe concreta y reverente en la «santa madre Iglesia», no menos que su sentido de rectitud y de lealtad cristiana, hacía sentir a Francisco profundamente la misma realidad que denunciaban los corifeos de la reforma: un alto clero secularizado, simoníaco y ambicioso, con frecuencia violento y faccioso; un bajo clero ignorante, incontinente y sin vocación, explotado beneficialmente por los poderosos. Pero también en esto optó por una línea netamente evangélica de fe, amor, veneración y obediencia, «no tanto por ellos mismos, si son pecadores, cuanto por el orden, oficio y ministerio que ejercen» (1 R 19,3; 2CtaF 33). Mas sobre esto hemos dicho ya suficientemente en el capítulo cuarto. Recordemos solamente el contenido del sermón predicado ante el papa Honorio III, los cardenales y los prelados de la curia romana. Les habló «con franqueza y ardor», tomando como tema el texto que le salió casualmente en el salterio: Mi rostro está cubierto de vergüenza (Sal 43,16), del que hizo una aplicación audaz, aludiendo a los malos ejemplos de los prelados, que afeaban el rostro de la Iglesia.[13] 7. Frente a la hipocresía y el amaneramiento ascético.- Educado por el Evangelio, Francisco hizo lo posible, también aquí, por colocarse al margen de todo convencionalismo, si bien con mayor dificultad al tener que enfrentarse con usos y actitudes que se consideraban inseparables de la imagen corriente del «varón de Dios», prácticas que contaban con una tradición monástica de siglos. La tarea aquí miraba a la orientación interna de la fraternidad, en el seno de la cual no tardó en ejercer fuerte poder de atracción el modelo cisterciense, propuesto positivamente por la santa Sede según parece. Es ya conocido el forcejeo de los hombres de la institución, los «prudentes», con Francisco, por aumentar los ayunos y establecer la abstinencia al estilo monástico, para granjear veneración y prestigio a la Orden. Existía también el peligro de caer en otra forma de hipocresía, la de ciertos movimientos penitenciales y pauperísticos, que afectaban desprecio del mundo en la manera de vestir y de presentarse. La postura del santo es clara: sinceridad evangélica; nada de singularidades al ir por el mundo; comer lo que come la gente que acoge a los hermanos; no aparecer «tristes e hipócritamente encapotados»; no cultivar una religiosidad y una santidad de apariencia, sino adorar a Dios en espíritu y en verdad (Jn 4,33-34) (cf. 1 R 3,2; 7,16; 17,12-16). Entre las «apropiaciones» denunciadas por el fundador hay una, como ya vimos, que se refiere al capital de «rezos repetidos, oficios de supererogación, abstinencias y maceraciones» (Adm 14; LP 50). No es que Francisco halagase al «hermano cuerpo». Como realidad física lo aprecia, por ser don de Dios, pero como manifestación de las tendencias egoístas y terrenas lo declara «enemigo», ya que se opone al amor de Cristo y a la acción del Espíritu. Por eso lo tiene a raya, lo somete a la fatiga de las caminatas y de las incomodidades inherentes a la pobreza, lo mantiene vigilante para la oración día y noche. Pero hemos de exonerar al santo de una atribución injusta: nunca usó la expresión hermano asno. Tomando pie de un texto de la Leyenda de Perusa, donde solamente se pone en boca de Francisco el aviso de que el «hermano cuerpo, si se muestra remolón, debe ser castigado como un jumento roncero y recalcitrante», Tomás de Celano hace decir a Francisco en la Vida II, «hermano asno» refiriéndose al cuerpo rebelde; finalmente san Buenaventura escribirá en forma absoluta: «Daba a su cuerpo el nombre de hermano asno» (LP 120; 2 Cel 116 y 129; LM 5,4 y 6). 8. Frente a la herejía y a los herejes.- En la concepción unitaria de la Cristiandad no había lugar ni para el infiel ni para el hereje. Cualquier brote de herejía ponía en guardia no sólo a los responsables de la Iglesia, sino aun más a los poderes feudales, como ante el peligro común más temible. Francisco inició su aventura evangélica en medio de un clima de verdadera obsesión antiherética, y no faltaban motivos: una ola laical de origen artesanal reclamaba un puesto para el seglar en el pueblo de Dios como, desde el punto de vista social, lo reclamaba en la vida pública. Eran inevitables las actitudes contestatarias y las desviaciones al chocar con los intereses creados de las clases bien situadas. En los escritos de Francisco no aparece ni una sola mención de los herejes; diríase que, en medio de una sociedad que se debatía ansiosamente contra ellos, sólo él los ignoraba. Pero lo más notable es que tampoco los biógrafos, que respiraban aquel ambiente, le atribuyen una sola expresión o un solo gesto contra los herejes. Prefiere ser coherente con su táctica minorítica: el testimonio sencillo y claro de su fe católica y de su adhesión a la Iglesia jerárquica, afirmando insistentemente todo aquello que niegan los movimientos heterodoxos, en especial los cátaros y patarenos, y realizando gestos elocuentes que impactan fuertemente al pueblo, sin polemizar ni atacar.[14] 9. Frente a los sarracenos y a otros infieles.- Por lo que hace a este tema remito al lector al capítulo final sobre el apostolado misionero. Para Francisco todos son hermanos; también entre los secuaces de Mahoma pueden «vivir espiritualmente» los hermanos menores, como hombres del Evangelio, sin mover «altercados ni discusiones» con ellos (1 R 16,5-6). Está convencido de que tiene que haber otra vía más evangélica, más cristiana, que la del encuentro armado de los dos bloques antagónicos; no puede compartir el espíritu de cruzada, que ha hecho de la lucha contra los infieles la meta del heroísmo caballeresco, más aún, que ha creado cierta mística del miles Christi, para el cual, como enseñaba san Bernardo, morir por Cristo o matar por Cristo da lo mismo, ya que también «cuando se mata a un pagano es glorificado Cristo»: no es homicidio, sino un malicidio.[15] Altamente significativo es el llanto de Francisco, ante la matanza de tantos combatientes, después de la batalla bajo las murallas de Damieta. MENSAJE DE RECONCILIACIÓN Y DE PAZ[16] San Buenaventura no duda en llamar a Francisco ángel de la paz (LM Pról.). Tomás de Celano, antes de él, había formulado esta constatación: «Los testigos de vista sabemos con cuánta tranquilidad y paz ha transcurrido el tiempo en vida del siervo de Cristo y cuán fecundo ha sido en toda clase de bienes» (2 Cel 52). ¿Cuál fue el secreto del influjo pacificador del Poverello? No denunció la violencia, no tuvo programa alguno de paz, no articuló una carta de los derechos humanos... Lanzó, sí, su manifiesto de paz; pero su método fue extremadamente sencillo: vivir el Evangelio del amor y del perdón, de la mansedumbre y de la alegría, el Evangelio de la hermandad entre los hombres. Él mismo era un experto, por así decirlo, de los efectos del perdón, don previo al de la paz, desde que Dios lo sacó de los «pecados» con la gracia de la conversión. Quien ha realizado el encuentro con el Dios de la paz se halla en grado de llevar a los demás los frutos de tal descubrimiento. El primer fruto es el perdón del hermano. El modelo es Dios, «del cual y por el cual y en el cual está todo el perdón» (1 R 23,9). Dentro de su fraternidad Francisco realizó una verdadera pedagogía del perdón fraterno, como lo hizo también Clara en su comunidad femenina. En efecto, el perdón es condición y exigencia del verdadero amor fraterno, y se convierte en testimonio para los demás hombres. En los primeros tiempos los hermanos tuvieron ocasiones de poner en práctica tales enseñanzas al ser recibidos con injurias y malos tratos: «Ellos perdonaban de corazón, diciendo: ¡El Señor os perdone!» (TC 41). La predicación de Francisco y de los suyos era un mensaje penitencial de alabanza al Señor y de perdón: «Perdonad y se os perdonará» (1 R 21,5). Y fue la estrategia del perdón recíproco la que dio resultado en la acción pacificadora del Poverello. Hemos hecho ya mención del labriego lleno de encono contra su amo. Más conocida y significativa, por el relieve social que tuvo en la realidad cívica, fue la reconciliación de las dos cabezas, eclesiástica y civil, de Asís, por el mes de septiembre de 1226: el arma secreta, si se permite la paradoja, fue la estrofa del perdón, cantada por los juglares de Dios, delante del obispo y del podestà, al final del cántico de las creaturas: «Loado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor» (LP 84). En un plano más bien simbólico, nos ofrecen las Florecillas el valor del perdón como postulado de la paz, cuando Francisco pide a los habitantes de Gubbio el perdón generoso para el hermano lobo de todos los males recibidos del feroz animal (Flor 21). En el Testamento afirma el santo: «El Señor me reveló que debíamos saludar diciendo: ¡El Señor te dé la paz!» (Test 23). Era el encargo dado por Jesús en el evangelio de la misión. Y Francisco, efectivamente, luego de haberlo escuchado, comenzó a usar ese saludo:
Y quiso que los hermanos adoptaran ese saludo como un distintivo, una especie de programa sintético, de la fraternidad; así lo manda en las dos reglas. Pero no debía quedar en mera fórmula:
Vocación y misión de los hermanos menores: ser pacíficos y operadores de paz (1 R 11,1-4; 2 R 3,l0-11). La predicación de Francisco fue mensaje eficiente de reconciliación y de paz. Tenemos noticia de algunos sucesos que tuvieron resonancia. Por ejemplo, la pacificación de Arezzo, que tuvo lugar, a lo que parece, en 1217, cuando, según los anales de la ciudad, había en ella graves disensiones por causa de la poderosa familia de los Bostoli (LM 6,9; 2 Cel 108; LP 108). Como fecha de la pacificación de Siena, referida en las Florecillas, se podría pensar en el año 1221, en que un antiguo cronista coloca el estallido de la enemistad cruenta entre los dos linajes de los Galerani y de los Malavolti (Flor 11). Conocemos, en cambio, la fecha exacta en que recibió Bolonia el beneficio de la paz por la predicación del Poverello: 15 de agosto de 1222. El relato es de un testigo inmediato, Tomás de Spalato, el cual escribe:
FRANCISCO,
¿INSTAURADOR El historiador alemán H. Thode tuvo el mérito de descubrir en Francisco de Asís al iniciador de un nuevo humanismo en la trayectoria de la cultura europea, esto es, un modo nuevo de situarse el hombre ante Dios, ante sí mismo, ante el mundo, con una conciencia nueva de la propia misión como individuo; de él toma origen el renacimiento italiano con sus múltiples manifestaciones en el arte, en la religiosidad, en la vida cultural y social.[19] Más exacto sería decir que Francisco es el restaurador de la visión cristiana del hombre y del mundo, y ello en virtud de su manera, sencillamente cristiana, de ser y de expresarse. El cristianismo había trastornado, en el mundo antiguo, la síntesis del humanismo helénico, que hacía del hombre la medida y el prototipo de todo; la misma divinidad era configurada a la medida del hombre, a imagen y semejanza del hombre. El cristiano, partiendo de que todo existe por efecto de la voluntad creadora de Dios y de que Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza (Gn 1,27), ve la vida de cada ser humano y la historia toda de la humanidad, y también la relación del hombre con los demás seres creados, como historia de la salvación, esto es, como el empeño divino de hacer participar al hombre de su propia vida y de su amor, por medio de una invitación permanente a la respuesta libre del mismo hombre, pecador y redimido. El centro de este empeño divino y de la tensión salvífica del hombre es el Hombre-Dios, el Cristo, en quien el género humano y la creación entera logra su verdadera realización. Pero se trata de la relación de un Dios personal con el hombre persona; para el cristiano no existen ya pueblos elegidos; Dios forma el nuevo pueblo de elección con los llamados de toda clase de gentes, personas singulares, que dan la respuesta con plena autonomía, no como pertenecientes a un clan familiar, a una tribu, a una clase social, a una nacionalidad; si bien ninguno ha sido llamado para caminar solo, sino que todos, según la expresión de san Pablo, han sido con-llamados. La edad media, en una sociedad formada por núcleos étnicos ligados en gran parte a la trabazón semitribal, hizo del individuo un ser condicionado por un complejo de factores familiares, sociales, morales y religiosos, que limitaban fuertemente sus opciones autónomas. Se nacía, se vivía y se moría en un mundo que era visto como estructurado por disposición divina. Un concepto simbólico del mundo y de la historia, por otra parte, asignaba al hombre el papel de ejecutor objetivo de un orden establecido, en el que la creatividad subjetiva no tenía sentido. Incluso el que, «huyendo del mundo», buscaba en el monasterio su liberación espiritual, hallaba de nuevo otras estructuras ascéticas y culturales que eran para él como un refugio. Francisco logra desvincularse de todo condicionamiento, colocándose al margen de toda formulación convencional del compromiso cristiano. Así es como descubre una relación plenamente personal con Dios, adquiere conciencia de sí mismo y de su propia misión, descubre, además y sobre todo, la realidad del otro: la autonomía de cada hombre en la medida en que se deja guiar por el Espíritu, el valor de la iniciativa personal, la misión de cada uno en el designio de Dios. De aquí su particular sensibilidad por las situaciones personales y, también, la convicción de que cada cual tiene necesidad del apoyo fraterno de los demás para llevara cabo la propia tarea en la vida. La fraternidad es componente primario de este humanismo. La visión de Francisco sobre el hombre es positiva y optimista. Si busca la soledad no es, como ya lo vimos, para huir de los hombres, sino más bien para disponer su espíritu a una apertura más sincera y eficaz hacia ellos. No hubiera firmado el dicho del antiguo filósofo Séneca, citado en la Imitación de Cristo: Quoties inter homines fui, minor homo redii, «Cuantas veces estuve entre los hombres, volví menos hombre» (I, 20, 5). Cada hombre representa para él el prototipo que el Creador tuvo en la mente al darle el hálito de la vida:
Esta visión de fe le hace ver a cada hombre como objeto del amor eterno de Dios, pero se lo presenta también en su realidad de prevaricador y de rebelde al designio de Dios: el humanismo cristiano no puede hacer caso omiso del pecado ni, por lo mismo, del precio de la penitencia-conversión para el retorno a Dios. En la condición real del hombre, Dios ama perdonando; su diálogo de salvación es una propuesta permanente de conversión. También el diálogo franciscano con los hombres es diálogo penitencial. Así, dice en la Regla no bulada:
En la misma línea, el mejor testimonio de la actitud de Francisco hacia los hombres lo tenemos en la carta a los fieles: respeto humilde, sentido de hermandad, celo por la salvación de cada uno -hubiera querido ir a encontrar a cada hombre, a cada mujer personalmente-, gozo en la comunión de amor y de vida con el Dios Trinidad. Leamos el principio:
LA VIRTUD DE LA CORTESÍA[21] En el contexto de la proyección de la fraternidad hacia todos los hombres, no puede faltar una palabra sobre esta cualidad, que para Francisco merece ser contada en el número de las verdaderas virtudes evangélicas. Por natural y por afición caballaresca, tenía el sentido de la cortesía, ese estilo noble y deferente en las relaciones humanas que dio el tono a la buena sociedad de la época, y que era la cualidad más estimable en un caballero. Celano lo describe como sumamente cortés -curialissimus-, afable, obsequioso, liberal, fidelísimo en lo prometido... (1 Cel 2, 17, 83). Al dirigirse a los prelados eclesiásticos y a gente noble usaba de expresiones humildes y gentiles, plenamente sentidas, que nada tenían de formularios aprendidos. Aun en el seno de la fraternidad, no obstante su voluntad de suprimir todo lo que pudiera originar desnivel o artificio, quería que se tuvieran miramientos de cortés delicadeza:
Sabemos ya el sentido que daba al adverbio espiritualmente: se trata de relaciones cordiales y sencillas, distinguidas y animadas por la fe, que nada tienen que ver con la camaradería confianzuda y desaprensiva, clima inadecuado para el encuentro de los espíritus. Viendo al santo en peligro de muerte en Siena, los hermanos que le asistían le rogaron dejara su última voluntad para toda la fraternidad; y Francisco dictó el así llamado Testamento de Siena:
Era el primero en dar ejemplo, no escatimando deferencias, aun en los tratamientos, a los hermanos de mayor prestancia cultural o social (1 Cel 57). Estimaba grandemente la cortesía en todos y la consideraba como excelente disposición vocacional para formar parte de la fraternidad. Las Florecillas refieren el caso del gentilhombre que hospedó a Francisco y a su compañero con extraordinaria cortesía. Cuando se hubieron despedido, iba diciendo el santo por el camino: «En verdad que este caballero sería bueno para nuestra compañía, ya que se muestra tan agradecido y reconocido para con Dios y tan afable y cortés para con el prójimo y para con los pobres. Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios, que por cortesía da el sol y la lluvia a buenos y malos. La cortesía es hermana de la caridad, que extingue el odio y fomenta el amor». Y planteó el plan de ataque para conquistar aquella vocación (Flor 37). Hallándose en el eremitorio de Rieti, cuando vio que el cirujano se disponía a aplicarle el hierro candente para el cauterio que habría de poner remedio a su dolor de ojos, habló así: «Hermano mío fuego, el Señor te ha creado noble y útil entre todas las criaturas. Sé cortés conmigo en esta hora, ya que siempre te he amado y continuaré amándote por el amor del Señor que te creó. Pido a nuestro Creador que aminore tu ardor para que yo pueda soportarlo» (LP 86). Y fue la cortesía, elevada por él al rango de virtud evangélica, la que le inspiró miramientos con su cuerpo y discreción en las maceraciones, llegando a pedirle perdón al final de su vida (2 Cel 210-211). Por la bibliografía citada se ve la actualidad de este capítulo en sus varios aspectos. Es natural que surja la pregunta: ¿cómo traducir al contexto social y cultural de nuestro mundo, tan diferente del que conoció san Francisco, su ideal de una fraternidad abierta a la realidad humana e histórica?, ¿cómo deberá ser hoy la presencia profética de los hijos de san Francisco? Él tuvo la valentía de tomar posturas proféticas netas frente a todo lo que era mundo, mientras que, con un instinto evangélico de sano optimismo, supo asimilar cuanto tenía de positivo aquella sociedad, comunicando a estos valores una nueva potencialidad cristiana. No sería hoy difícil determinar cuáles son los antivalores, o sea el mundo opuesto al Reino, en nuestra sociedad, ni tampoco descubrir los valores, y son tantos, que sintonizan con los postulados del verdadero humanismo cristiano. Se trata, pues, de saber asimilar y potenciar los aspectos positivos, que son en gran parte producto de veinte siglos de acción de la levadura evangélica en la sociedad; y, por otra parte, tener la audacia de poner al descubierto cuanto existe de negativo y opuesto a los intereses del Evangelio, por representar un concepto anticristiano de la existencia personal y de la convivencia humana. Veamos de ofrecer un ensayo de este análisis. Valores favorables al Reino en nuestra sociedad: - Sentido de igualdad entre los hombres, sin discriminaciones ni privilegios; aun entre los dos sexos. - Mayor respeto a los derechos de la persona: en la vida económica y social, en la cultura y en la educación; respeto a la conciencia personal (objeción de conciencia). - Sentido comunitario, asociacionismo, tendencia al grupo primario; conciencia de la limitación individual y de la necesidad de caminar y de triunfar con los demás. - Sentido universalista, ultranacional, ecuménico... - Autenticidad, repugnancia al formalismo y al convencionalismo. - Creatividad, concepto dinámico y progresivo de la vida y de la sociedad; concepto funcional del dinero; sentido de lo provisional. - Valoración de la materia, de la naturaleza, defensa de los seres inferiores; nuevo concepto, más cristiano, de la misión del hombre en el mundo; influjo positivo de la técnica en cuanto que desarrolla hábitos humanos positivos. - Fe y religiosidad más consciente, menos utilitarista y devocional, más bíblica y más centrada en la comunicación de Dios tanto al individuo como al grupo «koinonia»; una fe más comprometida en las realidades históricas... Anti-valores de nuestra
sociedad: - Masificación y despersonalización, anonimato de la persona en el ambiente urbano. - Violencia, tanto institucional como reaccionaria, terrorismo... - Intolerancia: tiranía de las ideologías sobre la mente y los sentimientos de la persona; discriminación racista... - Materialismo: el hombre a merced de la técnica... - Hedonismo: ansia de bienestar; la vida mirada como puro goce. - Erotismo: el amor reducido a la experiencia sexual; sexualidad comercializada. - Burocratismo..., aun en la pastoral, en el ejercicio de la caridad. - Falta de responsabilidad en los deberes familiares, morales, profesionales... - Síndrome de angustia, de no hallar sentido a la vida, la droga como evasión... - Atentados contra la vida: aborto, asesinatos, guerras, genocidios... - Ateísmo práctico: el hombre moderno pretende no tener necesidad de Dios...; la religión relegada al campo privado... - Confusión entre fe y moral: muchos se cierran a la fe por razón de la coherencia moral que comporta. - Provisionalidad y despreocupación, resistencia a los compromisos serios y a las opciones definitivas.
NOTAS: [1] J. Micó, La minoridad franciscana, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 20, núm. 60 (1991) 427-450. [2] Chronicon Normanniae, en Monumenta Germanica Historica, SS XXVI, p. 514. [3] 1 R 22,47: Citando el evangelio de Juan, dice Francisco: «Yo les he dado tu palabra; y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo». R. Koper, Das Weltverständnis des hl. Franziskus von Assisi. Eine Untersuchung über das «Exivi de saeculo», Werl/Westf 1959; W. C. Van Dijk, San Francisco y el «desprecio del mundo», en Selecciones de Franciscanismo, vol. 9, núm. 27 (1980) 334-344; J. G. Bougerol, Conversione, fuga dal mondo, en DF, 227-240; C. B. Del Zotto, Mondo, essere nel mondo, en DF, 1035-1054; Secolo, uscire dal secolo, en DF, 1673-1686. [4] T. Matura, Francisco de Asís, una "contestación" en nombre del Evangelio, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 1, núm. 1 (1972) 15-25; A. Ghinato, El buen ejemplo franciscano, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 33 (1982) 389-412; L. Boff, San Francisco de Asís: ternura y vigor, Santiago de Chile 1982; G. Boccali, Esempio, testimonianza, en DF, 493-512; AA. VV., Francescanesimo e profezia, extraordinario de la revista Laurentianum, Roma 1985. [5] Cf. 1 Cel 39; Sacrum commercium, 63; J. de Vitry, Historia Orientalis, II, 17, y también Carta I, 7. Los textos pueden verse en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC-399, 19997, pp. 958, 966-968 y 964. [6] 1 Cel 29. Véanse las exhortaciones en las dos reglas: 1 R 11,1-12; 14,1-6; 2 R 3,10-11; 10, 9-12. [7] W. C. van Dijk, El franciscanismo, contestación permanente en la Iglesia, en Selecciones de Franciscanismo, vol, 1, núm. 3 (1972) 31-45; L.-A. Djari, Un Santo para épocas de crisis, en Selecciones de Franciscanismo, vol, 1, núm. 3 (1972) 46-51; N. G. van Doornik, Francisco, de Asís, profeta de nuestro tiempo, Santiago de Chile 1978; L. Iriarte, Presencia penitencial y profética del hermano menor, en AA. VV., Francescanesimo e profezia, 548-603. Remito a este estudio para una información más amplia sobre el tema. [8] L. Pellegrini, Il ruolo «profetico» di Francesco d'Assisi. Analisi sincronica del prologo della «Legenda maior», en AA. VV., Francescanesimo e profezia, 153-187. [9] François d'Assise, en Nouvelles études religieuses, París 1884, 335. [10] Cf. 1 R 11,1-12; 14,4-6; 22,1-4; 2 R 3,10-11; 10,10-12; Adm 9, 1; 2CtaF 38; TC 58. [11] La noticia proviene de Tomás de Pavía, cf. AFH 5 (1919) 382-383. [12] Cf. Pilar de Cuadra, Un puente sobre siete siglos. San Antonio hoy, Madrid 1967, 23-37. Es la biografía que mejor ha estudiado la importancia social de la predicación de san Antonio. [13] L. Lemmens, Testimonia minora, pp. 5-6. [14] K. Esser, Die religiösen Bewegungen des Hochmittelalters und Franziskus von Assisi, en Festgabe Josef Lortz, II, Baden-Baden 1958, 287-315; K. Esser, Francisco de Asís y los Cátaros de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 5, núm. 13-14 (1976) 145-172. [15] Así en el opúsculo escrito para los caballeros templarios, verdadero manual de espiritualidad del cruzado: De laude novae militiae, PL 182, 921-940. [16] L. Robinot, Los caminos de la paz según san Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 4, núm. 11 (1975) 167-177; O. Schmucki, San Francisco de Asís, mensajero de paz en su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 8, núm. 22 (1979) 133-145; T. Matura, La paz en los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 13, núm. 39 (1984) 361-370; L. Hardick, Francisco, pacífico y pacificador gracias a la pobreza, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 15, núm. 45 (1986) 371-387; L. Iriarte, La reconciliación y el perdón, camino franciscano hacia la paz, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 15, núm. 45 (1986) 389-401; M. Hubaut, Francisco de Asís, pacificador, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 17, núm. 49 (1988) 37-47; E. Leclerc, Francisco de Asís, hombre de paz, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 19. núm. 55 (1990) 99-109; R. Mailleux, Francisco de Asís, evangelizador y hombre de paz, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 19, núm. 57 (1990)425-444; F. M. Fresneda, La actitud sobre la paz de Francisco de Asís según la vida de Jesús de Nazaret, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 31, núm. 91 (2002) 3-26; J. Paul, Pace, en DF, 1185-1198; J. Paul, Violenza, en DF 1969-1978; Stanislao da Campagnola, Francesco d'Assisi e i problemi sociali del suo tempo, en AA. VV., Francescanesimo e profezia, Roma, Laurentianum, 1985, 23-37; M. C. Das Neves, Anúncio profético de paz em san Francisco, ibid. 38-39. [17] Cf. texto en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC-399, 19997, p. 970. [18] R. Muller, Una nueva génesis de nuestro planeta en el espíritu de S. Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 30, núm. 58 (1991) 45-54; D. Dallari, Umanesimo di Francesco d'Assisi, Milán 19732; P. de Anasagasti, Liberación en san Francisco de Asís, Aránzazu 1976; AA. VV., Francesco e l'altro, Roma 1977; E. Rivera, Visión del hombre en san Francisco y la antropología actual, en AA. VV., S. Francisco ayer y hoy, Madrid 1977, 73-96; E. Rivera, San Francisco ante la historia, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 11, núm. 32 (1982) 275-297; L. Iriarte, Visión del mundo en san Francisco. Franciscanismo y sociedad contemporánea, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 6, núm. 18 (1977) 317-335; P. B. Beguin, El hombre frente a Dios según san Francisco, en Verdad y Vida 34 (1976) 411-430; L. Nolé, Alle origini della visione del mondo di S. Francesco d'Assisi, en Miscellanea Francescana 82 (1982) 480-501; A. Mariani, Uomo, umanità, en DF, 1907-1940; A. Ortega, Franciscanismo y humanismo del siglo XIII, en Verdad y Vida 41 (1983) 29-43; J. A. Merino, Humanismo franciscano. Franciscanismo y mundo actual, Madrid 1983. [19] H. Thode, Franz von Assisi und die Anfänge der Kunst der Renaissance in Italien, Berlín 1885, p. XIX. [20] 2CtaF 1-3. Aquí dice Francisco: «paz verdadera del cielo y sincera caridad en el Señor». Y Paz y caridad era, tal vez, el saludo habitual de Francisco. En cambio, el saludo Paz y bien, popularizado por la familia franciscana, no es personal del santo. Según un relato conservado por los Tres Compañeros, debió de ser el anuncio profético de cierto «precursor» que, antes de la conversión de Francisco, recorría las calles de Asís saludando con las palabras: ¡Paz y bien!, ¡paz y bien! (TC 25). [21] M. Sticco, Mansedumbre y cortesía: virtudes típicas del franciscano, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 4, núm. 11 (1975) 191-196; H. Dupin, La courtoise au moyen âge d'après les textes du XII et du XIII siècles, París 1931; J. G. Bougerol, Cortesia, en DF, 267-278; F. X. Cheriyapattaparambil, Francesco d'Assisi e i trovatori, Perusa 1985, 25-31, 47-53, 72, 126-132. [22] Es el texto de la Leyenda de Perusa (LP 59). En el texto de la edición crítica de K. Esser falta la expresión se respeten mutuamente: «... en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, siempre se amen mutuamente». |
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