DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

VOCACIÓN FRANCISCANA

por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap.


Capítulo 16:
APOSTOLADO FRANCISCANO[1]

La vida apostólica es el elemento más llamativo del nuevo tipo de vida de consagración que se inicia en la Iglesia con las llamadas Ordenes «mendicantes». En el sentido que entonces se le daba, quería decir ante todo imitación del ideal de vida propuesto por Cristo a los apóstoles: renuncia y disponibilidad para el Reino, anuncio gratuito del mensaje de salvación y, para ello, contacto inmediato con los hombres. El monje había llevado a cabo la evangelización y la configuración cristiana de la sociedad europea desde el monasterio y a través del monasterio. La fuerza de su testimonio en favor del Reino derivaba de la estabilidad. Así convenía a pueblos que necesitaban ligarse a la tierra y agruparse para realizar la comunidad social y religiosa. Al entrar en crisis la estructura feudal que de allí resultó y abrirse paso la nueva clase del comercio y de la artesanía, con su movilidad y dinamismo, con su organización en gremios y su conciencia del municipio, con su nueva religiosidad, más subjetiva y adherente a la vida, se requería un testimonio abierto del ideal cristiano y una acción evangelizadora en medio de ese pueblo y al ritmo de su modo de vivir, hablándole un lenguaje inteligible para él.

Francisco, dócil al instinto superior -la moción del Espíritu-, que le llevaba a captar certeramente los signos de los tiempos, vio que su misión y la de sus hermanos era ir por el mundo (1 R 14,1-6; 2 R 3,10). Esta novedad en la interpretación de la vida religiosa fue lo que más llamó la atención de los observadores contemporáneos, y entre todos de Jacobo de Vitry, que llama a los hermanos menores «comunidad de hombres apostólicos» y no acaba de ponderar la aceptación general con que son recibidos aquellos hombres, «enviados a predicar de dos en dos, como precursores de la paz del Señor y de se segunda venida».[2]

EL «HERALDO DEL GRAN REY»

San Francisco fue adquiriendo progresivamente conciencia, cada vez más clara, de su vocación a la actividad apostólica. A raíz de su conversión entendió el servicio a Cristo como respuesta al mandato recibido de Él en la capilla de San Damián: «Francisco, ve y repara mi casa que, como ves, está en ruinas». Celano ve en esas palabras de Cristo la futura misión del santo de restaurar la Iglesia universal (2 Cel 10-11). De momento, y en espera de nuevas manifestaciones de la voluntad divina, se da con todo afán a restaurar iglesias materiales: San Damián, San Pedro, Santa María de los Angeles.

Un ímpetu desbordante de mensaje invade su pecho el día en que, hecha la renuncia ante su padre, se siente por primera vez pobre y libre. Va por el bosque, medio desnudo, cantando en provenzal las alabanzas de Dios. «¡Soy heraldo del gran Rey!», responde a los ladrones que le salen al paso. Golpeado y echado por ellos en un ventisquero, vuelve a llenar el bosque con sus alabanzas al Creador, con un gozo más incontenible (1 Cel 16).

Su recorrido de las calles de Asís, pidiendo colaboración para las obras de restauración en la misma lengua de los juglares, era ya una verdadera predicación. Pero cuando por primera vez sintió la llamada a comunicar a los hombres su propio hallazgo fue al escuchar, en la Porciúncula, el Evangelio de la misión de los apóstoles y ver en él la manifestación definitiva de la forma de vida que Dios le pedía. Descalzo, vistiendo una túnica y ceñido de una cuerda...

«Desde entonces comenzó a predicar a todos la penitencia con gran fervor de espíritu y gozo de su alma, edificando a los oyentes con palabra sencilla y corazón generoso. Su palabra era como fuego devorador, penetrante hasta lo más hondo del alma, y suscitaba la admiración en todos... En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz, diciéndoles: "El Señor os dé la paz". Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban» (1Cel 23).

Fue entonces cuando, como primer fruto de su predicación, fueron juntándosele los primeros compañeros. Y un día -refiere fray Gil- «nos llevó al bosque próximo y nos habló así: Entiendo, hermanos carísimos, que el Señor no nos ha llamado sólo para nuestra salvación. Vamos a diseminarnos entre los pueblos y llevar al mundo la ayuda de la palabra de Dios y de nuestro ejemplo». Y viéndoles acobardados, laicos ignorantes como eran, les animó a poner en Dios su confianza y a dejarse dócilmente a merced del Espíritu Santo.[3] Habían de anunciar sencillamente a los hombres la paz y la conversión, respondiendo con humildad a cuantos les interrogasen, sobrellevando los malos tratos y mostrándose agradecidos por las injurias recibidas. Y partieron de dos en diversas direcciones (1 Cel 29). Fue una experiencia dura aquella primera misión. Cuando volvieron a reunirse, cada pareja traía una larga cuenta de burlas, humillaciones y trances penosos. Pero todo lo olvidaron al gustar nuevamente, junto a Francisco, el gozo de la fraternidad reforzada con la prueba (TC 41).

En un tiempo en que pululaban predicantes laicos de tendencias poco ortodoxas, era temerario lanzarse a semejante empresa sin una misión oficialmente reconocida por la Iglesia. Francisco lo comprendió así. Inocencio III, al aprobar su género de vida, comunicó también esa misión al grupo: «Id con el Señor, hermanos, y, según Él se digne inspiraros, predicad a todos la penitencia» (1 Cel 33).

Ahora sabía Francisco que el mensaje que llevaba a los hombres era un auténtico servicio al pueblo de Dios. Las correrías apostólicas comenzaron a dar su fruto de manera insospechada. El valle de Spoleto, Umbría, Las Marcas, toda la Italia central, comenzaron a vibrar ante aquel modo nuevo de presentar el contenido de la fe. Era un verdadero diálogo de salvación, hablado en la lengua del pueblo -el romance-, entablado en los caminos, en las plazas, y por fin en las iglesias. Un diálogo sin empaque retórico, que tenía mucho de juglaría y de desbordamiento místico, que miraba más a mover y a vivir el hecho cristiano que a instruir o moralizar, menos aún a polemizar.

El primer biógrafo nos ha dejado observaciones preciosas sobre la manera de predicar de Francisco:

«Predicaba muchísimas veces la divina palabra a miles de personas, y lo hacía con la misma convicción que si dialogara con un íntimo compañero. Las multitudes más numerosas las contemplaba como si fueran un solo hombre, y a un solo hombre le predicaba con tanto interés como si estuviera ante una muchedumbre. Aquella su seguridad en la predicación procedía de la pureza de su espíritu, y, aunque improvisara, decía cosas admirables e inauditas para todos» (1 Cel 72).

Tomás de Spalato escribe, comentando el sermón memorable del 15 de agosto de 1222 en la plaza de Bolonia, «a donde habían acudido casi todos los habitantes de la ciudad»:

«No se atenía a los recursos de la oratoria, sino que predicaba en forma de exhortación. Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz. Desaliñado en el vestido, su presencia personal era irrelevante, nada atrayente. Pero con todo, por la mucha eficacia que, sin duda, otorgó Dios a sus palabras, muchas familias de la nobleza, que desde antiguo se habían tenido entre sí un odio tan feroz que les había llevado muchas veces a mancillarse con el derramamiento de sangre, hicieron entonces las paces».[4]

En el momento que Francisco, escuchado por multitudes enardecidas, palpaba hasta qué punto Dios bendecía el camino emprendido, he aquí que se produce la crisis en su espíritu. Su experiencia contemplativa le llevaba a saborear la paz fecunda de las comunicaciones divinas, y se preguntaba si las jornadas empleadas en ese enriquecimiento espiritual no eran más gloriosas para Dios que las correrías evangélicas. La vacilación debió de producirse repetidas veces en los primeros años (cf. 1 Cel 35), pero parece que tuvo caracteres de angustia interior a raíz del fracasado intento de su primer viaje a Oriente. Hecho a leer la voluntad de Dios en todo acontecimiento, le asaltó la idea de que estaba forzando quizás el designio divino sobre su vida. Y salió de la zozobra con su estilo caballeresco. Llamó a fray Maseo y a fray Felipe y envió con ellos una embajada a sor Clara y a fray Silvestre; éste se hallaba quizá en el eremitorio de Monte Subasio entregado a la contemplación, según su gracia personal. Habían de pedir luz de lo alto y darle la respuesta en nombre de Dios. Vueltos los mensajeros, escuchó de sus labios el fallo concorde de aquellos dos grandes amigos de Dios: no debía pensar en sí solo, sino que debía sentirse obligado a llevar a los hombres el bien recibido. Levantóse al punto y, llamando a dos compañeros, dijo: «¡Vamos en nombre de Dios!».

El primer público que halló fue una multitud de avecillas en las inmediaciones de la aldea de Bevagna. Y así tuvo lugar el sermón a los pájaros, tan significativo en el espíritu de fraternidad universal de san Francisco (LM 12,2-4; 1 Cel 58; Flor 15).

Nunca dudaría ya de su vocación apostólica; pero lejos de contraponer la acción evangelizadora a la vida contemplativa, sentiría cada vez más la necesidad de hallar en el retiro el sentido del mensaje que llevaba a los hombres. Era precisamente esa experiencia excepcional del espíritu lo que atraía a éstos hacia el Poverello. Poco después de superada la crisis aceptó del conde Orlando la donación del monte Alverna, que sería testigo de sus ascensiones místicas.

Aun el sentido de pobreza interior le impedía darse egoístamente a la contemplación. Cuando más íntimo era el contacto con Cristo, mejor comprendía que, para imitarle, debía obrar como Él, «quien nada se reservó para sí, sino que lo dio todo generosamente por nuestra salvación» (LM 12,1). Obrar de otra manera hubiera sido reservarse abusivamente los bienes de Dios. Se trataba de elegir entre «vivir para sí solo» o vivir «para Aquel que murió por todos» (1 Cel 35).

SAN DAMIÁN:
MANANTIAL DE FECUNDIDAD APOSTÓLICA

Francisco, en su reglamento para los eremitorios, menciona las dos dimensiones que, en la vida de la Iglesia, se reclaman la una a la otra: la contemplativa, representada por María, y la activa, figurada en Marta, conforme a la conocida interpretación tradicional del relato evangélico (Lc 10,38-42). Él había escogido para sí y para sus hermanos un alternarse las dos vidas, activa y contemplativa, como dos expresiones del mismo seguimiento de Cristo.

Hubo, sin embargo, de descubrir gozosamente, en la vocación de la hermana Clara y de su fraternidad, que Dios les había reservado a ellas la parte mejor, o sea, la de la dimensión que «no les será quitada nunca», ya que responde a la vocación definitiva de todos aquellos en quienes pone su morada el Espíritu Santo. Estaba convencido de que la hermana Clara contribuía más eficazmente a la construcción de la santa madre Iglesia que él con su predicación.

También el papa Gregorio IX, como hemos visto en otro lugar, abrigaba la misma persuasión al escribir a la comunidad de San Damián: «Ya que os habéis hecho un solo espíritu con Cristo, os suplicamos que nos tengáis siempre presente en vuestras oraciones».[5]

Los habitantes de Asís tenían la certeza de que San Damián era la mejor defensa de la ciudad; y lo experimentaron sobre todo en dos ocasiones: en la incursión de los sarracenos (año 1240) y en el sitio de Vitale de Aversa (hacia 1241).

Clara, en efecto, lejos de considerarse aislada de la comunidad de los hombres o al margen de la misión de edificar el Reino de Dios, seguía con atención desde su encerramiento cuanto acaecía de feliz o de adverso en la Iglesia. Concebía su fraternidad como ligada al compromiso de ser «espejo y ejemplo para cuantos viven en el mundo». Consciente de la realidad de la comunión de vida de todos los fieles en Cristo, enseñaba a sus hermanas a ver en las propias infidelidades un perjuicio que repercute «en toda la Iglesia triunfante y también en la Iglesia militante» (TestCl 19-23 y 74-75).

Conocemos ya el modo como expresaba la función de la consagración claustral escribiendo a Inés de Praga: «Te considero colaboradora del mismo Dios y sostén de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCl 8).

El biógrafo de la santa habla de la fuerza de irradiación que ejercía la comunidad de San Damián: monasterios femeninos que se renovaban espiritualmente, familias que se decidían a vivir más cristianamente, hombres y mujeres que optaban por una vida de total fidelidad a Dios; y prosigue:

«Entretanto, a fin de que la vena de esta celestial bendición, que corre por el valle de Espoleto, no quede retenida dentro de unos límites reducidos, por divina providencia se transforma en torrente, de modo que los brazos del río recrean la ciudad (Sal 45,5) entera de la Iglesia. De hecho, la novedad de tan notables sucesos cundió de un extremo a otro de la tierra y comenzó a ganar almas para Cristo. Estando encerrada, Clara empieza a ser luz para todo el mundo y con la difusión de sus alabanzas refulge clarísima. La fama de sus virtudes invade las estancias de las señoras ilustres, llega a los palacios de las duquesas y penetra hasta en la mansión de las reinas...» (LCl 11).

Las ofensas de Dios producían en Clara profunda pesadumbre. Sor Bienvenida de Perusa, testigo en el proceso de canonización de la santa, declara: «Si alguna vez acaecía que alguna persona mundana había hecho algo contra Dios, ella, maravillosamente, lloraba y exhortaba a la tal persona y le predicaba con solicitud que tornase a la penitencia» (Proc 2,10). Uno de esos hombres de mundo, tocado por la gracia de Dios gracias al celo de la santa, fue el gentilhombre messer Hugolino, que en el proceso de canonización declaró, reconocido, cómo, habiendo estado separado de su mujer durante más de veinte años sin que nadie lograra hacerle mudar de conducta, finalmente, por efecto de un mensaje serio recibido de Clara, se sintió cambiado y recibió de nuevo a su esposa (Proc 16,4).

CARACTERES DEL APOSTOLADO FRANCISCANO

El móvil del celo apostólico de Francisco no es otro que el amor al Salvador. Tomás de Celano, el primer biógrafo del santo, lo expresa así:

«No es de extrañar que a quien la fuerza del amor había hecho hermano de las demás criaturas, la caridad de Cristo lo hiciera más hermano de las que están marcadas con la imagen del Creador. Solía decir al efecto que nada hay más excelente que la salvación de las almas. Y lo razonaba muchas veces recurriendo al hecho de que el unigénito de Dios se hubiese dignado morir colgado en la cruz por las almas. De aquí nacieron su recurso a la oración, sus correrías de predicación, sus demasías en dar ejemplo. No se creía amigo de Cristo si no amaba a las almas que él ha amado» (2 Cel 172).

En la perspectiva de Francisco lo que cuenta directamente no es tanto la necesidad espiritual del hombre cuanto Dios y su gloria. La predicación de los hermanos ha de ir enderezada principalmente a mover a los hombres al reconocimiento de los beneficios divinos y a la alabanza gozosa de la Trinidad. Pero los intereses de Dios en el hombre se ven comprometidos por el pecado y el riesgo de la perdición eterna de cada pecador. Por eso la predicación mira como fruto inmediato a la conversión de los oyentes.[6] Es la predicación penitencial, autorizada por Inocencio III a los primeros componentes de la fraternidad. No requería preparación teológica ni un púlpito desde donde proclamarla. No hacía falta el empleo del latín, que el pueblo no entendía. Y es éste otro de los secretos del éxito de Francisco: la lengua vulgar. Las formas romances, que a la sazón adquirían personalidad y recibían carta de ciudadanía en la vida pública de los municipios, en la literatura, en la jurisprudencia, se convierten en boca de los hermanos menores en vehículo de los valores cristianos.

Cuando la fraternidad pudo contar con letrados en gran número, apareció también la predicación doctrinal, que no era autorizada sino con la garantía de una preparación adecuada. En la primera Regla la aprobación de los predicadores pertenece a los ministros regionales; pero en la Regla bulada es atribución del ministro general.

En el deseo del fundador aun esta predicación había de continuar siendo eminentemente penitencial, presentada con «palabras bien miradas y castas, para utilidad y edificación del pueblo, anunciando los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón» (2 R 9,3-4). Y nunca contra la voluntad de los obispos, ni siquiera contra la de los oscuros párrocos de aldea, por ignorantes que fuesen (Test 7).

Recelaba mucho de la tentación, común entre los predicadores, de «apropiarse el oficio de la predicación», gloriándose del fruto de sus sermones como de cosa suya, siendo así que es Dios quien obra el bien por medio de ellos (1 R 17,4-7). Es digno de compasión -decía- quien va vendiendo su labor por el precio de una alabanza vana. «¿Por qué os gloriáis de los hombres que convertís, cuando quienes los convierten son mis hermanos sencillos con sus oraciones?». Le repugnaban los que cultivaban las galas oratorias, faltos de unción. Y le agradaba ver a los predicadores retirarse a la soledad para atenderse a sí mismos y mirar por su nutrición personal (LP 103).

Debían predicar «más con el ejemplo que con la palabra». El apostolado de la palabra no está en manos de todos; pero nadie está excusado de predicar con el testimonio de su vida evangélica: «Todos los hermanos prediquen con las obras» (1 R 17,3). El hermano menor, porque lo es, debe abrigar sentimientos de humildad sincera en el anuncio de la palabra de Dios, considerándose al servicio de todos. Francisco se sentía «siervo de todos, obligado a servir y suministrar a todos las perfumadas palabras de su Señor» (2CtaF 2).

El celo del santo no se limitaba a las formas trilladas de diseminar el mensaje de salvación. Enfermo e imposibilitado para seguir en sus viajes, quería hacer llegar su palabra a cada uno en cartas llenas de fervor y espontaneidad, que enviaba por el mundo mediante los hermanos, y quería fuesen copiadas y difundidas profusamente. Hemos hablado ya de otro recurso original, que le sugirió su celo en los últimos días: el equipo de juglares de Dios, que habían de ir por el mundo invitando a los hombres a bendecir y servir al Señor Dios.

Pero la acción apostólica no es posible sin vida apostólica, con todo lo que entraña de adhesión a Cristo, fidelidad a la forma evangélica y disponibilidad para el Reino. Esta disponibilidad constituye otro de los caracteres más destacados. El hermano menor habrá de sentirse libre y abierto a cualquier servicio que pida de él el pueblo de Dios. Sólo habrá de mirar como impropias aquellas iniciativas y, sobre todo, aquellas instituciones que, por vincular la fraternidad a un excesivo empleo de medios y de personal, o a empresas de prestigio, restan disponibilidad. En una escala preferencial, habrán de ir en primer término aquellas actividades y aquellos campos de acción que los demás desatienden y que mejor riman con una vida de pobreza y de fraternización con los humildes y desheredados. No es propio de la hermandad minoritica hacer pesar en la sociedad ni en la historia su importancia como institución, sino pasar desapercibida (cf. 2 Cel 70); así será mayor su acción transformante de levadura evangélica.

A esta disposición de apertura obedece el sentido de adaptación y esa fácil popularidad que acompaña al apostolado franciscano tradicional. El hijo de san Francisco se halla en su ambiente lo mismo cuando lleva embajadas de paz a nivel diplomático que cuando deja oír su voz en el púlpito o toma sobre sí la protección de los débiles y la promoción social de las clases trabajadoras. La identificación con las preocupaciones vitales del pueblo no le librará de ciertas salpicaduras, que forman parte del riesgo común de quien se hace todo para todos para llevar a todos a Cristo. No es posible ponerse del lado del oprimido sin comprometerse, y comprometerse quiere decir, según el ejemplo de Jesús, verse en un momento frente a intereses creados y frente a los poderes que los amparan. Y entonces la minoridad, fuerte en la humildad y en la pobreza que nada teme perder, se hace contestación, resistencia, pero sin odio.

Hablando de apostolado es de capital importancia la relación entre acción y vida. Francisco, como hemos visto, supo alternar estos dos elementos como nadie. En la historia franciscana, a todo gran período de expansión apostólica ha precedido siempre una concentración de vida, aparentemente una fuga de la misma acción hacia el retiro, en realidad la necesidad de buscar en la oración y en la intimidad el enriquecimiento de la experiencia espiritual y el vigor que comunica la fraternidad interna.

APOSTOLADO FRANCISCANO HOY

Renovarse en la vida para renovarse en la acción. Toda problemática de adaptación y de diálogo evangélico con nuestro mundo hallaría fácil solución si comenzáramos por dar con el secreto de la vitalidad apostólica en la experiencia de la vida minorítica vista primero hacia adentro, en los elementos que hemos ido considerando. Aun la tan traída y llevada «revisión de las estructuras» para una mayor inserción en la comunidad humana real se realizaría sin esfuerzo si nuestra donación a los hombres fuera efecto de una viva experiencia de Cristo y de su Evangelio.

Pero algo tendrá que ceder, y quizá aparatosamente, en nuestro ritmo tradicional y hasta en nuestros tópicos ascéticos, con frecuencia excesivamente «aburguesados», es decir, hechos a nuestra medida y a nuestra comodidad doméstica.

San Buenaventura, ya en su tiempo, distinguía con fina observación cuatro clases de buenos en la vida religiosa, y en la Iglesia:

1. Los buenos que «no hacen mal, pero tampoco se entregan con ilusión a las obras buenas: conviven con los demás tranquila y pacíficamente, sin molestar a ninguno ni escandalizar con una conducta reprensible. Y los llamamos buenos, porque son tranquilos y sociables por naturaleza... ».

2. Los buenos que «no sólo no obran mal, sino que se ejercitan con frecuencia en obras buenas: sobriedad, castidad, humildad, amor al prójimo, vida de oración... Pero están satisfechos con el bien que hacen, y no cultivan deseos de mayor perfección. Les basta su tanto de vigilancia, su tanto de oración, su tanto de desprendimiento por Dios, de ayuno, de trabajo, etc. Contentos con esto, dejan para otros aspiraciones más altas».

3. Los buenos que «practican con ahínco el bien que pueden; y cuando han hecho lo que está de su parte, les parece que es poco respecto de lo que desean hacer. Por eso anhelan vehementemente las virtudes internas y el sabor de la devoción interior, el trato familiar con Dios y la experiencia de su amor... Quieren que todos sean buenos y felices, pero no se sienten acuciados por el fervor del celo, atentos como están a sí mismos y a su Dios...; anteponen la propia quietud al bien del prójimo».

4. «Los mejores son los que, teniendo todo lo de los anteriores, no quedan satisfechos con el progreso en la perfección propia si no logran atraer a otros hacia Dios, a ejemplo del Señor... El verdadero amor de Dios no se contenta con gozar de su dulzura y con estar unido a Él, sino que arde en deseos de que su voluntad sea cumplida, extendido su culto y proclamado su honor; quiere verlo conocido de todos, amado de todos, servido y honrado de todos...».[7]

La inercia de los «buenos» ha sido con frecuencia una rémora para el avance del Reino. Hoy, sin embargo, nos puede el activismo superficial. El nuevo dinamismo evolutivo de la sociedad, la postura existencial del hombre moderno, fuerte en sus conquistas técnicas y en su conciencia creadora, y esta maduración cristiana de la solidaridad comunitaria -ser para los demás-, nos obligan a modificar el ritmo de nuestra vida y, en parte, a cambiar nuestra concepción del progreso espiritual.

Pero pensemos que san Francisco se halló ante un momento similar. También entonces una manera de ser de la vida, estática y estructural, venía desplazada por el empuje dinámico de la sociedad comunal. Francisco saludó con espíritu abierto y optimista el nuevo signo, se lo asimiló. Supo identificarse con aquel pueblo, y en medio de él arraigó su fraternidad. Pero su instinto de hombre «espiritual» le hizo diagnosticar también los lados negativos, lo que había de antievangelio -mundo- en las aspiraciones que agitaban la naciente sociedad burguesa. Y dio con el mensaje apropiado. Chesterton dejó escrito, a propósito de esta intuición del Poverello: «Cada generación es salvada por el santo que más la contradice».

He puesto de relieve, en las Páginas que preceden, la originalidad del ideal de vida de san Francisco. Quizá es más exacto hablar de creatividad. Ser creativo no es hacer lo que otros no han hecho o no hacen. No es eso lo que cuenta. Ser creativo es poner el sello de la propia personalidad en lo que se hace, emplearse todo en la obra, hallar dentro de sí la razón de las propias actitudes. El movimiento iniciado por Francisco es el fruto de la conquista sobre sí mismo. El conocido psicoanalista americano E. Erikson, como lo habían hecho antes de él otros insignes maestros de psicología (Freud, Rogers), ve en san Francisco «el ejemplo más significativo de creatividad adulta», precisamente porque supo situarse ante la existencia con corazón puro, con esa inocencia -childlike- o capacidad de contemplar las cosas sin manipularlas.[8]

El apóstol que se contentase hoy con quedar aturdido ante el vivir y el agitarse del mundo que le rodea o con caminar a remolque de los hechos y de las ideas, se hallaría desprovisto de mensaje ante ese mismo mundo. Por el contrario, quien sepa poner al servicio del hombre moderno la riqueza de una vida llena y diáfana, una palabra de auténtica fraternidad, tanto más operante cuanto más ingenua, habrá dado la respuesta más al día a una sociedad ganosa de sinceridad y de amor. Todo este mundo, saturado de un materialismo sin alegría y abocado al paroxismo bajo la pesadilla de la guerra nuclear, saludaría con esperanza la reaparición de los «juglares de Dios», pobres y alegres, hermanos y menores, moviéndose en medio de los hombres con el saludo de paz en los labios y, en sus obras, el testimonio del amor, sin aspirar a imponerse ni a deslumbrar por el prestigio de sus instituciones ni a entablar competencia a ninguna de las fuerzas vivas de la Iglesia, colaborando con todas ellas, dóciles al «espíritu del Señor y su santa operación» y a los signos que lo manifiestan.

NOTAS:

[1] J. Micó, El apostolado franciscano, en Selecciones de Franciscanismo, vol. 21, núm. 62 (1992) 213-238, con bibliografía; L. Iriarte, La «vida apostólica» en la Regla franciscana, en Estudios Franciscanos 75 (1974) 99-109, y en Selecciones de Franciscanismo, vol. 4, núm. 10 (1975) 27-37; C. Del Corno, Origini della predicazione francescana, en AA. VV., Francesco d'Assisi e f rancescanesimo dal 1216 al 1226, Asís 1977, 125-160; G. Concetti, Predicazione, en DF, 1413-1430; C. Cargnoni, Zelo, en DF, 2019-2036.

[2] Historia orientalis, 7 y 16; véase el texto en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC, 19987, pp. 965-966.

[3] Cf. J. Cambell, I fiori dei tre compagni, Append. 380-382, n. 10.

[4] Historia Salonitanorum; cf. texto en J. A. Guerra (ed.), San Francisco de Asís. Escritos..., Madrid, BAC-399, 19997, p. 970.

[5] Carta de Gregorio IX a las Damas Pobres (1228); cf. I. Omaechevarría (ed.), Escritos de santa Clara, Madrid, BAC-314, 19994, p. 362.

[6] Es el contenido de la «exhortación y lauda» que la Regla no bulada, capítulo 21, propone a los hermanos para que la reciten, o mejor la canten al estilo de los trovadores: «Exhortación que pueden hacer todos los hermanos», es el título del capítulo.

[7] De sex alis seraphim, c. 2; Opera omnia, VIII, 133.

[8] E. Erikson, Insight and responsability, New York 1964, p. 61; cf. también pp. 151, 221, 232.

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