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FRANCISCO, MAESTRO DE
ORACIÓN |
. | Capítulo II La primera oración compuesta por Francisco que nosotros conocemos, es una oración muy corta. Se remonta a su tiempo de búsqueda y de lucha (años 1205-1206). A veces se la ha llamado «la oración de la hora de la conversión». Eso no quiere decir que naciera en aquel preciso momento. Francisco ya había orado muchas veces de manera parecida, antes de consignarla en la formulación definitiva que ha llegado hasta nosotros: Altissimo glorioso Dio, Aún hoy día podemos leer este texto redactado en italiano antiguo y contenido en un manuscrito que se conserva en Oxford. En ese mismo manuscrito se dice que la oración fue traducida pronto al latín «a fin de que, con vistas a un mayor provecho, pudiera ser entendida en toda la tierra». Resulta particularmente llamativo que precisamente la primera y la última oración de san Francisco hayan llegado hasta nosotros en su lengua materna. En efecto, junto con el Cántico del hermano Sol y la exhortación a las Damas Pobres, el Audite Poverelle, la Oración ante el Crucifijo de San Damián es la única oración de Francisco conservada en lengua vulgar. Los demás escritos del Poverello están redactados en latín, un latín parcialmente defectuoso, lo cual quiere decir que fueron dictados por Francisco en su lengua materna y transcritos en latín por un hermano amanuense. Sumo, glorioso Dios, ANTECEDENTES Desde hace largo tiempo, Francisco ya no es aquel desenvuelto y jovial cabecilla de la juventud que fuera otrora. Anda sumido en sus pensamientos; tiene pesadillas; todavía no sabe exactamente qué es lo que quiere ni qué le pasa; sólo tiene clara una cosa: se han desvanecido los sueños de caballería, no ha encontrado la felicidad en el camino de la guerra. La cautividad en la cárcel de Perusa y la enfermedad lo han vuelto ensimismado y pensativo. Tampoco en su casa le van bien las cosas: los ambiciosos proyectos de su padre no son del agrado de Francisco; Pietro di Bernardone y su sentido del comercio no casan con la manera de ser ni con la sensibilidad de Francisco. En el fondo, ha roto ya con el hogar paterno. Busca lugares solitarios donde entregarse a la oración, rehuye la vida de sociedad, se va a vivir con los leprosos. Y entonces vive una experiencia revulsiva: lo amargo se le transforma en dulzura, las náuseas producidas por la visión de la lepra se le tornan compasión, y siente una sensación nueva: encuentra alegría, más aún, dulzura, ternura. Mientras, sobreponiéndose a sí mismo, estaba besando al leproso, se redescubrió a sí mismo, se experimentó de una forma nueva, se autoconoció desde otra dimensión. Descubrió que tenía nuevas posibilidades. En el horizonte brillaba algo distinto de la guerra y el comercio, aunque no podía captar todavía en qué consistía exactamente. Lo importante en aquel entonces era que estaba completamente abierto e incondicionalmente dispuesto a dar un cambio a su vida. Había aprendido, gracias a los acontecimientos, a captar nuevos criterios, a percibir unos valores que antes no le habían preocupado o ante los cuales había pasado con repugnancia: Dios y los leprosos. Mediante el encuentro con Dios y con los leprosos se vio transformado. Tal vez presiente una dirección superior en su vida. Envuelto en tales sentimientos de anhelante búsqueda y de incondicional apertura, «anda un día cerca de la iglesia de San Damián, que estaba casi derruida y abandonada de todos. Entra en ella, guiándole el Espíritu, a orar, se postra suplicante y devoto ante el crucifijo, y, visitado con toques no acostumbrados en el alma, se reconoce luego distinto de cuando había entrado. Y en este trance, la imagen de Cristo crucificado -cosa nunca oída-, desplegando los labios, habla desde el cuadro a Francisco. Llamándolo por su nombre: "Francisco -le dice-, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo". Presa de temblor, Francisco se pasma y como que pierde el sentido por lo que ha oído. Se apronta a obedecer, se reconcentra todo él en la orden recibida» (2 Cel 10a; cf. TC 13). «Se reconcentra todo él en la orden recibida». En estas palabras de Tomás de Celano puede verse una alusión a la oración que estamos estudiando y en la que también se habla de «mandamiento». En cualquier caso, el relato de Celano describe con exactitud la situación en la que debemos colocar la oración. Por desgracia Celano no nos ha transmitido el texto de la oración. Pero lo han transmitido antiguos manuscritos, que la han conservado junto con otras oraciones del Santo, precisando que éste la recitaba frecuentemente en lengua vulgar y que la enseñó a rezar a sus compañeros.
EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁN Para comprender esta oración, es importante tener en cuenta un segundo hecho: Francisco la recita ante el Crucifijo de San Damián, un icono de 2'10 por 1'30 metros, que en la actualidad se conserva en la iglesia de Santa Clara, en Asís. La imagen, encolada sobre madera de nogal, procede de la escuela umbra y tiene una marcada influencia sirio-bizantina; fue pintada en el siglo XII por un artista desconocido. Es una imagen de colores alegres y vivos. Cristo no está representado como el varón de dolores; al contrario, aparece lleno de soberanía. Observa con mirada penetrante a quien lo contempla. Tiene los brazos ampliamente extendidos y sin contracciones. Está de pie, y no pendiente de la cruz. En el icono, además, aparece representado todo el misterio pascual: la crucifixión, la resurrección y la ascensión. Y en él figuran los personajes relacionados de algún modo con la crucifixión, al igual que los ángeles de la resurrección y las mujeres ante la tumba vacía. Los apóstoles contemplan al que asciende. El Crucifijo muestra la puerta del cielo, representado en la parte superior, donde aparece la mano del Padre que bendice al Hijo que ha cumplido su voluntad «obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8). El dedo del Padre que bendice puede referirse al Espíritu Santo, a quien se le designa en la secuencia de la misa de pentecostés como el «dedo de la derecha del Padre» (digitus paternae dexterae). En ese caso, en el icono estarían representados el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Viendo la densidad, plenitud y fuerza expresiva del Crucifijo románico de San Damián, no resulta en modo alguno sorprendente que Francisco, dotado de tanta sensibilidad, se sintiera cautivado por él. Francisco, a quien le gustaba escenificar todo y tenía los ojos y los oídos bien abiertos para captar los colores y los sonidos, se sintió interpelado y atraído por este icono. La figura central del mismo, Cristo el Señor, arrebató a Francisco interna y externamente. Cobró vida ante sus ojos, se llenó de expresividad. Cristo en persona estaba mirando con sus grandes ojos abiertos a Francisco y, con los brazos extendidos, lo invitaba a reflexionar: «Francisco, Aun cuando Tomás de Celano y la Leyenda de los tres compañeros relaten aquí abiertamente un milagro, que Buenaventura enfatiza todavía más con una triple alocución del Crucificado (cf. LM 2,1a), la verdad es que no hace falta reforzar el hecho recurriendo a un milagro. El hecho resulta mucho más provocativo si lo mantenemos en el plano natural. ¿No se dan situaciones en las que ciertas palabras nos suenan de un modo especial, momentos en los que comprendemos claramente algo que no habíamos entendido hasta entonces, encuentros en los que llegamos a un conocimiento nuevo de nosotros mismos, cuadros que nos impresionan de manera imborrable? Decimos a veces: Esto significa mucho para mí, esto tiene algo que decirme, esto me habla. Muy bien podemos entender en este sentido la alocución del Cristo de San Damián a Francisco. El expresivo icono de San Damián, con su Cristo de mirada penetrante, le impresionó tanto a Francisco en aquella época suya de búsqueda, que se sintió interpelado y provocado hasta los tuétanos y para toda la vida. Se sintió tan vivamente concernido en su más profunda intimidad por el Crucificado, que no pudo hacer otra cosa sino responderle con la misma sinceridad y profundidad, formulándole su súplica. CONSTRUCCIÓN Y DINÁMICA INTERNA DE LA ORACIÓN De acuerdo con la situación en que Francisco se encuentra, su oración es una súplica. Consta de dos invocaciones y dos peticiones. Su construcción es, pues, simétrica. La primera invocación está ampliada con dos adjetivos, con los que Francisco reconoce que Dios es sumo y glorioso. Ante este Dios glorioso se encuentra Francisco, con el corazón envuelto en tinieblas. Sabe que la iluminación sólo puede venirle de Dios, que es la luz. Por eso, le pide, primero, que ilumine las tinieblas de su corazón y, segundo, que le dé fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento («sensum et cognitionem», como se dice en el texto latino). Como puede advertirse fácilmente, entre la primera y la segunda petición hay una progresión, tanto en la cantidad de palabras como desde el punto de vista cualitativo. El pensamiento pasa de lo negativo (tinieblas) a lo positivo (fe, esperanza...). Después de las dos peticiones viene la segunda invocación: Señor, más corta que la primera, y que en cierto modo resume las peticiones anteriores a la vez que desemboca en la frase conclusiva: para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento. Así pues, la oración desarrolla una dinámica interna: ante el señorío y la alteza de Dios se encuentra el hombre envuelto en su perplejidad y sus tinieblas. Todas las capacidades de su corazón y de su entendimiento sólo pueden provenirle de Dios, y deben conducirle a Él. Sumido en la turbación, Francisco no simplemente pide fe, esperanza y caridad, sino que toda su oración tiene como meta el ser capaz de cumplir el santo y verdadero mandamiento de Dios. Quiere percibir y reconocer la voluntad de Dios. Esta oración es muy reveladora de la manera de pensar de Francisco. Éste empieza su oración invocando a Dios, y la concluye con el propósito de cumplir el santo mandamiento de Dios. Los dos polos en los que se tensa la oración son dar y cumplir: que Dios dé, para que el hombre cumpla. Esta estructura configura también otros textos de Francisco, como su Testamento: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia... y yo practiqué con ellos la misericordia» (Test 1-2). Es la estructura que domina los siguientes versículos del Testamento. Dios da e inspira, Francisco escucha y obedece (cf. Test 3-15). MEDITACIÓN DE LA ORACIÓN Sumo, glorioso Dios... Es justo y apropiado que, ante la majestuosa expresión del Crucificado del icono de San Damián, Francisco designe a Dios como sumo, altísimo, glorioso. Para Francisco, ¡el Crucificado es Dios! Y Dios es el Sumo, Altísimo, incluso en el anonadamiento de la cruz. ¡Cuántas veces en el futuro Francisco lo invocará con estas mismas palabras!: «Altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien» (AlHor 11); «Tú eres el Altísimo» (AlD 2); «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumoDios» (1 R 23,1). También el Cántico del hermano Sol empieza con la palabra altísimo: «Altísimo, omnipotente, buen Señor» (Cánt 1). Como un arco, la palabra sumo, altísimo abraza toda la vida de Francisco. Ella inicia tanto su primera como su última oración. Dios era, de verdad, para Francisco, el Altísimo. Y percibía y reconocía la sublimidad de Dios en todas partes: en la cruz, en Belén, en el pan y en el vino consagrados..., en todas partes se encontraba con el Altísimo. Por el tiempo en que Francisco recitó esta oración, se le había vuelto todo problemático. ¿No era suficiente con aclararse él mismo? ¿No tenía que clarificar su propia situación, las relaciones con su padre, su futuro personal? En cambio, y aunque está inmerso en tales circunstancias, Francisco no se mira a sí mismo, sino contempla al Altísimo. ¿Cuántas veces estamos pendientes de discordias y discrepancias, de problemas y trabajos por resolver? Cuando eso nos ocurre, nos arrastramos penosamente, sin ver salida alguna. Somos incapaces de mirar adelante, nos quedamos fijos el punto donde estamos. En ese caso puede sernos de gran ayuda el levantar la mirada y orar pausadamente: Altísimo. Quien así ora, reconoce: hay alguien más grande que yo; yo soy el más pequeño, el hermano menor, la hermana menor. Quiero volverme hacia el más Grande, establecerme en Él. Glorioso: la fe no sólo ve los sufrimientos y dolores del Crucificado. En su fe profunda, el autor anónimo del Crucifijo de San Damián supo reflejar en su icono, íntimamente unidos, el viernes santo y el domingo de resurrección. Ya en la cruz Cristo es el Señor. Lo envuelven gloria y majestad. En el fondo, toda la tarea de nuestra vida de fe consiste en contemplar, aunados, el viernes santo y el domingo de resurrección, en unir el domingo y los restantes días de la semana... Si en Cristo el Crucificado resplandece la majestad, no puede haber sólo cotidianidad, ni sólo sufrimiento, muerte y absurdo. Francisco mismo es un ejemplo de cómo resplandece la alegría a través de la debilidad y el sufrimiento corporal, de cómo se manifiesta la majestad de Dios en el momento de la muerte, concediéndole morir entre cánticos. ...ilumina las tinieblas de mi corazón... En la invocación, Francisco ha reconocido la majestad de Dios. Ante la luz inaccesible de Dios, el hombre sólo puede exhibir su propia oscuridad. Por eso, a la invocación glorioso sigue, perfectamente ajustada, la súplica: «ilumina las tinieblas de mi corazón». El corazón quiere decir el centro de la persona. Francisco se implica aquí por entero. En su súplica incluye todo: la oscuridad de su corazón, su perplejidad..., el hecho de no ver camino alguno, su inmensa agitación interior, su vacilación entre la amargura y la dulzura. La iluminación no puede venir más que de Dios. Lo primero que pide Francisco es participar de la gloria de Dios, penetrar en su luz; es lo más urgente y necesario y transformante: cuando la luz de Dios nos ilumina, nuestra vida aparece bajo una luz distinta, nueva. ...dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta... Ante el Crucifijo lleno de luz de la capillita de San Damián, Francisco se ha dado cuenta de las tinieblas de su corazón. Éstas consisten, en el fondo, en no poder liberarse y entregarse como se entregó el Crucificado. Por eso, pide actitudes que son una adecuada respuesta a la entrega del Señor en la cruz. Pide lo que constituye y fundamenta la vida cristiana, las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. En la fe, el ser humano se entrega, como Abraham, al otro... En la esperanza, miro más allá de mí mismo... En la caridad, entrego mi ser más profundo y doy una respuesta personal al tú. Lo que el hombre busca es amor; el ser humano crece y se perfecciona cuando ama y es amado. Alcanza su perfección en la entrega a los otros. Esta caridad perfecta es la que pide Francisco. Y pide fe recta. Es muy posible que con esta petición esté queriendo alejarse de los movimientos heréticos de su época. Los cátaros se habían afincado en el Valle de Espoleto, y sus ideas desorientaban a muchas personas; había predicadores itinerantes que recorrían pueblos y ciudades predicando la penitencia. No se sabía muy bien ya a quién había que creer. Ante esa situación, Francisco pide luz para optar por la fe verdadera y mantenerse fiel a ella. Puede ser que la formulación de Francisco esté influenciada por la petición del Canon romano de la misa: «por todos aquellos que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica» (et omnibus orthodoxis atque catholicae et apostolicae fidei cultoribus). En todo caso, en la Oración ante el Crucifijo puede verse ya su preocupación por mantenerse en la ortodoxia, preocupación que más tarde aparecerá en varios escritos suyos (2 R 2,2; 12,3-4; Adm 26; 2CtaF 32-36; CtaO 44). La súplica de una fe recta es algo que mantiene hoy en día toda su actualidad. Estamos expuestos a muchas opiniones. Creer ya no es algo que se da por descontado; y menos todavía se da por descontado el contenido de nuestra fe. Corremos el riesgo de considerar de antemano nuestra propia opinión como la única verdadera; y también corremos el riesgo de prestar oídos al último grito. La petición dame fe recta puede preservarnos tanto de la excesiva seguridad en nosotros mismos, como de ese estar a merced de la última opinión del momento. Durante cierto tiempo, Francisco corrió tras ilusorias quimeras. Soñó con las armas y el camino de la fuerza. Pero también escuchó la voz de la conciencia, y tomó un camino diferente. Ahora, siguiendo ese camino, pide esperanza cierta, segura, una esperanza que supera en mucho el afán de gloria y honor. Una esperanza que se mantiene firme, pues el hombre ha puesto su punto de apoyo en el Señor. Y el Señor es ahora su seguridad. Francisco concretiza también la caridad, la tercera actitud objeto de su súplica, con un adjetivo calificativo: perfecta, completa. En esta petición se oye el eco de aquel encuentro suyo con los leprosos y que produjo un vuelco en su vida, como él mismo reconocerá más tarde: «Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y practiqué con ellos la misericordia. Y, al separarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo» (Test 2-3). La dedicación a los leprosos dio un vuelco total a las sensaciones y percepciones experimentadas hasta entonces por Francisco. Cuando balbucea su oración ante el Crucifijo, sigue todavía conmovido por aquel acontecimiento. Se asombra pensando de dónde le vinieron las fuerzas para sobreponerse heroicamente y abrazar a aquel leproso terriblemente desfigurado, besarlo y lavarle las llagas purulentas. La cruz, la entrega sacrificial de la propia vida por parte de Jesús es la respuesta para Francisco. Y pide fuerzas para poder continuar el servicio de atención a los leprosos, que acaba de empezar. Sabe que, por sí mismo, es incapaz de lograrlo. Para ello necesita la caridad que le oriente de una forma nueva hacia el prójimo y le ayude a entregarse a los demás; una caridad que vive y hace renacer. Por eso pide crecer en la caridad, y que ésta sea cada vez más perfecta. Francisco mantendrá a lo largo de toda su vida lo que pide en esta época de su conversión. En contraposición a los muchos herejes fanáticos de su tiempo, se mantiene en la fe verdadera y la defiende. Su consolidada esperanza le permite presentarse seguro de sí mismo ante el obispo y el papa, le ayuda a hacer revivir a los pobres y enfermos; hasta en la misma hora de su muerte, irradia una esperanza llena de vida. El Cántico del hermano Sol, que manda le canten en ese trance, es expresión de su caridad universal, perfecta: del amor a Dios, a todos los hombres, sanos y enfermos, a los pecadores y a los que perdonan, un amor que, en definitiva, abraza a todas las criaturas, transforma cielo y tierra y, precisamente por la fuerza de esa caridad perfecta, reconcilia al podestá y al obispo. ...sentido y conocimiento, Señor... Primero Francisco ha pedido las virtudes básicas, las virtudes «teologales». Lo que pide a continuación concierne más bien a sus capacidades y fuerzas anímicas. Pide sentido y conocimiento ("sensum et cognitionem"). Lo cual puede traducirse de modos distintos: sensus se refiere a los sentidos,y también pura y sencillamente al sentido, que tiene la llave de los sentidos, de la sensibilidad. Por eso, la oración puede traducirse: dame sensibilidad, sentido para captar tu mandamiento. Permíteme sentir, experimentar tangiblemente qué es lo que quieres. Haz que sea sensible a ti y a los hombres. Hazme receptivo a tu llamada y sensible a las peticiones, muchas veces silenciosas, de los hombres. Concédeme permanecer abierto con todos mis sentidos para comprender el sentido de mi vida. Cognitio significa la capacidad de reconocer y comprender, significa entendimiento y comprensión. Francisco pide poder reconocer el camino recto y comprender los planes de Dios. Así pues, con las palabras sentido y conocimiento se alude al hombre en su totalidad, abarcando tanto la esfera corporal como la espiritual. El hombre debe cumplir el mandamiento de Dios con el corazón y con la mente, con cuerpo y alma, con todas sus fuerzas. Pero, por nosotros mismos, somos incapaces de ello. Francisco reconoce esta pobreza del ser humano, su dependencia de Dios. Por eso exclama: Señor. El recto sentido y conocimiento sólo pueden venir de Dios. También respecto a las virtudes, al esfuerzo por hacer el bien, el hombre es un mendigo ante Dios, pero un mendigo que puede extender las manos con toda confianza y pedirle: -- la iluminación del corazón,
...para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento Al final, Francisco no pide nada para sí mismo; toda su petición tiene como objetivo hacer que su proyecto de vida pueda ajustarse al mandamiento de Dios, no olvidar a Dios, no programar la vida sin tener en cuenta a Dios... En su búsqueda, el joven Francisco lo espera todo de Dios. Se entrega a Él por entero y sólo le pide cumplir su santo y verdadero mandamiento. Este mandamiento para él es santo, y del mismo no puede desconfiar ni dudar. Por eso está dispuesto a cumplirlo en todas las circunstancias. Y Francisco no se queda en meras palabras. Se dispone de inmediato a actuar. Ante el Crucifijo de San Damián, la angustia vital de Francisco se torna compasión con el Crucificado. Hasta aquel momento había experimentado su propia oscuridad interior, su inseguridad y angustia vital; en adelante, su sufrimiento encuentra claramente un punto de referencia y un contenido: proseguirá su caridad a los leprosos y la ampliará a todos, conviviendo con «gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos» (1 R 9,2). Sí, sufrirá con toda criatura que se encuentre en una situación apurada, pues en ella contemplará al Salvador sufriente. La compasión con el Crucificado determina a partir de ese momento el camino futuro de Francisco. La compasión es mucho más que una devota simpatía. Francisco se desprenderá tanto de sí mismo y hasta tal punto se dejará impregnar por la compasión que, hacia el final de su vida, el Crucificado imprimirá su propia imagen en el cuerpo del Pobrecillo. Aquella hora de San Damián, en la que reconoce que el mandamiento de su vida consiste en la compasión con el Crucificado, es para Francisco el inicio de ese camino en cuyo término se hará patente su identificación con Cristo mediante la estigmatización. En San Damián empieza el camino que conduce al monte Alverna. Los Tres Compañeros captaron muy bien esta conexión, y la expresaron en los siguientes términos: «Desde aquel momento quedó su corazón llagado y derretido de amor ante el recuerdo de la pasión del Señor Jesús, de modo que mientras vivió llevó en su corazón las llagas del Señor Jesús, como después apareció con toda claridad en la renovación de las mismas llagas admirablemente impresas en su cuerpo y comprobadas con absoluta certeza» (TC 14a). EJERCICIOS PRÁCTICOS La oración que acabamos de comentar, es una oración muy personal de Francisco, y, a la vez, no está exclusivamente ligada a su persona. Independientemente de la situación en que fue pronunciada, también hoy puede ser un modelo de oración, sobre todo en momentos de perplejidad o en momentos en los que debe tomarse una decisión importante. También es muy apropiada para iniciar el día, como oración de la mañana. I. Mira atentamente durante unos instantes el Crucifijo de San Damián, es decir, déjate mirar por el Crucificado glorioso. ¿Qué es lo que te dice? Capta y acoge el mandamiento que hoy, ahora, te da... Puedes también transformar este silencioso contacto visual, en una súplica: «Sumo, glorioso Dios...», o (sobre todo en grupo) convertirlo en proclamación o cántico de las siguientes frases: 1) Contemplando tu imagen, contemplando tu imagen, nos convertimos, nos convertimos, nos convertimos en tu imagen. 2) Contemplando tu creación, ... 3) Contemplando tu cruz, ... 4) Escuchando tu palabra, ... 5) Caminando tu camino, ... 6) Por tu resurrección, ... II. El Crucifijo de San Damián tiene muchos detalles. Puedes recorrer el camino de la salvación, desde la crucifixión hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. O bien, detenerte observando cada uno de los personajes... Al final, concentra tu atención en el rostro radiante de Cristo glorioso. Contemplándolo, reza o canta (como en el número anterior). III. En un incunable que contiene el relato de la vida de santa Clara, se dice de esta oración que Francisco la recitaba todos los días (Orazione la quale diceva ogni zorno Sancto Francesco). Debió de ser, de hecho, una oración que Francisco degustaría repitiéndola a la usanza de los antiguos padres. Esta forma de rezar, en uso entre los padres del desierto y los monjes, se llamaba ruminatio, rumia, y consistía en musitar una y otra vez, lentamente, sin prisas, un lema, una breve oración, un versículo sálmico. La Oración ante el Crucifijo de San Damián se adapta muy bien a esta manera de orar. Repítela varias veces, palabra por palabra, petición por petición; empieza de nuevo, desde el principio, hasta que la hayas recitado toda y te hayas concentrado totalmente en ella. Presta atención a tu respiración, y encuéntrale un ritmo adecuado. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XX, n. 58 (1991) 65-76] [En L. Lehmann, Francisco, maestro de oración, pp. 35-48] |
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